domingo, 28 de abril de 2019

Voces humanas

Acaba de aparecer Voces humanas, de Penelope Fitzgerald, en Impedimenta, con traducción mía. La escritora inglesa es bien conocida en España, donde se ha publicado casi toda su obra novelística, con excelentes versiones de Mariano Peyrou y Pilar Adón, entre otros, y un éxito incuestionable: La librería, que fue llevada al cine en 2017, protagonizada por la guapísima Emily Mortimer, con guion y dirección de Isabel Coixet. Curiosamente, una de sus novelas, A la deriva, transcurre en un barcaza fluvial, una de esas casas flotantes con las que muchos británicos se ahorran pagar los alquileres imposibles de Londres u otras ciudades de las islas (a veces son casi mansiones sobre las aguas, con jardines en la cubierta, bicis a la puerta y casi todas las comodidades dentro), y esa casa flota en el Támesis, en el barrio de Battersea, donde también viví yo dos años. Más curiosamente todavía, Terence Dooley, mi traductor al inglés, es yerno y albacea de Penelope y gran conocedor de su obra; por eso ha firmado el epílogo o postfacio de varios libros suyos, todos ellos aparecidos en Impedimenta: Inocencia, El inicio de la primavera y La flor azul. Voces humanas cuenta varias historias entrelazadas, que se desarrollan en la sede de la BBC durante la Segunda Guerra Mundial. El principal personaje del conflicto es la propia BBC: su política informativa, sus problemas de organización, sus necesidades de personal, sus sacrificios y sus errores. Penelope Fitzgerald habla con conocimiento de causa, porque trabajó en ella durante la guerra. Por eso sus descripciones son vívidas y sus personajes, creíbles. Su experiencia le permite desentrañar, y exponer a nuestros ojos, los recovecos, a menudo tortuosos (y también risibles), de una organización tan grande y compleja como la British Broadcasting Corporation. La novelista expone la decisión del Ente (he preferido traducirlo así, en lugar de "Corporación", porque el lector español, habituado al Ente Radiotelevisión Española, identificará la referencia más fácilmente, me parece) de decir la verdad, es decir, lo que realmente ha pasado, aunque eso vaya contra la lógica propagandística de la guerra. Y, dicho sea de paso, no vendría mal, en estos tiempos que corren, que esa política tan elemental, pero tan irreprochable, se aplicara, con igual radicalidad, en la vida pública de los países, empezando, ay, por el nuestro. Cuenta, asimismo, las relaciones que se establecen entre los diferentes personajes del libro: profesionales, desde luego, pero también y, sobre todo, sentimentales: varias historias de amistad y una de amor, comedida pero pujante, atraviesan la novela. El relato fluye con sorprendente naturalidad. Y digo "sorprendente" porque, cuando el escenario de una historia es la guerra —en Voces humanas, los devastadores bombardeos alemanes de Londres en 1940—, es fácil dejarse llevar por la grandilocuencia y la épica. Fitzgerald narra con precisión y sutileza, sin excesos de ninguna clase. Su estilo es radicalmente inglés: delicado, indirecto y, por supuesto, irónico. El humor recorre Voces humanas como una hebra que lo hilvanase todo, aun lo trágico y lo perverso. El efecto —sin duda perseguido, aunque inconscientemente perseguido— de este conjunto de rasgos —que son, en realidad, técnicas— es restar dramatismo a lo expuesto, para que aflore el dramatismo genuino, sin adulterar, de la situación. A los ingleses, en general, y a los narradores ingleses, en particular, les molesta hasta la exasperación significarse demasiado: es de mala educación. No deja de ser paradójico que algo que pretende configurar un significado —y un significado, además, que produzca una emoción estética— no quiera significarse, pero es que los ingleses son paradójicos. Se trata, en su caso, de decir sin que se note que se ha dicho. Se trata de que lo dicho se afirme sin el artificio de la afirmación: sin los ornamentos, apoyaturas o envoltorios que moldean —que dan volumen— al enunciado, o, por lo menos, sin que se perciban demasiado. Por eso mismo, apenas hay asomo de heroísmo en los personajes: asumen lo que no les queda más remedio que asumir —las explosiones, el racionamiento, las dificultades en el transporte, los rigores horarios—, con la resolución última (y feroz, sin duda) de oponerse al enemigo, pero en sus actos diarios eso no se manifiesta en soflama ni hipérbole alguna. Al contrario: una estoica, enternecedora y a veces sórdida humanidad trasmina por doquier: hay quien bebe demasiado; hay quien es torpe; hay quien se siente un genio incomprendido; hay viejas glorias y jóvenes ambiciosos; hay secretarias cotillas; hay afinadores de pianos que mueren jóvenes y dejan huérfanas a sus hijas adolescentes; por haber, hay hasta un general francés, que se ha hecho rico y famoso con las carreras de caballos, que exhorta a los ingleses a rendirse, como se han rendido los franceses. La cotidianidad —contrahecha por la guerra, pero cotidianidad al fin y al cabo— se despliega con todas sus minúsculas turbulencias, con la rara luz de su pequeñez, agrandada por las esperanzas y el dolor de los sufridos londinenses. Sin gritos, sin inmortalidades. La traducción ha sido exigente: la prosa de Penelope Fitzgerald parece fácil, pero lo es a costa de una gran elaboración subyacente. La polisemia y la elipsis, las alusiones veladas y la agudeza sutil, entre otros mecanismos lenitivos, conforman un texto de engañosa transparencia, en el que muchas cosas se dilucidan por debajo, o en los márgenes, de lo enunciado. A ello se suman dificultades específicas, y casi todos los libros tienen alguna: en este caso, el lenguaje de la radio de hace 80 años —aparatos, vehículos, procedimientos—, que me resultaba completamente ajeno. Espero haber sido capaz de resolver los problemas gozosamente planteados por Penelope Fitzgerald y de volcar el excelente conjunto que es Voces humanas en una versión persuasiva y sugerente, que, sin error ni pérdida, suene en castellano como si Penelope la hubiera escrito en nuestro idioma. 





Colección Impedimenta
Rústica con sobrecubierta
Formato: 13 x 20 cm
ISBN: 978-84-17553-08-1
IBIC: FA
Páginas: 208
PVP: 19,95 €

lunes, 22 de abril de 2019

Muertos y libros en Hoyos

Mi suegro murió el diciembre pasado. Hoy vamos al cementerio de Hoyos, donde está enterrado. Ángeles quiere ponerle unas flores. El cementerio de Hoyos es como casi todos los cementerios de pueblo: pequeño, rústico, floral. Aunque no tan pequeño, en realidad: cubre, rectangular, cierta extensión de terreno a la entrada del pueblo, cerca de una quesería. Normalmente, si uno quiere entrar, ha de pedir la llave en el ayuntamiento, pero estos días de Semana Santa las puertas quedan francas. La verja se abre con dificultad: rasca en el suelo. En el centro del camino principal se alza el cubo de la ermita de San Sebastián, donde a veces se celebran oficios. A su lado y a la izquierda se encuentran las gruesas flechas de dos cipreses, cuyos troncos son un anudamiento de troncos menores, como gigantescos cables eléctricos de fibras entrelazadas. En Roma, los cipreses eran árboles de bienvenida. La gente los plantaba a la entrada de sus villas para anunciar la alegría de la hospitalidad y la civilización. El cristianismo se apoderó de la criatura y, por su forma, que apuntaba al cielo, lo transformó en símbolo de la salvación de las almas, que escalaban a la gloria desde los pudrideros de la tierra. El cristianismo es una religión plagiaria; es el diógenes de las religiones: casi todos sus rituales y mitos —desde la Navidad hasta el diluvio o la crucifixión, pasando por los cipreses— provienen de otros credos o culturas, esquilmados sin disimulo. Llegamos hasta el nicho donde descansa Alfonso, cuyas hijas han hecho inscribir en la lápida, bajo las fechas de nacimiento y muerte, un escueto "cirujano". No hay más lemas ni inscripciones. No hacen falta. Me gusta así. Y recuerdo la tumba de Tolstói, donde solo se lee "Tolstói". La vocación y la vida de mi suegro fueron esas: operar, remediar, curar. Y, en cuarenta años de ejercicio médico, curó a muchos, ciertamente. A no pocos —algunos, reventados por las bombas de ETA— les salvó la vida. A Ángeles le ha costado encontrar las flores adecuadas. En realidad, son unas plantas crasas, que florecen raramente, pero que se mantienen vivas y frescas siempre: una reúne varios tallos espigados, que se elevan como cipreses exiguos. Las ha comprado en Moraleja. Mientras ella arregla el nicho y reza unas oraciones, yo paseo por el camposanto, leyendo nombres y despedidas, y viendo las fotografías de los enterrados que sus deudos han colocado en las lápidas. En esto, me incomoda el barroquismo y la demasía. A la muerte hay que acogerla con parquedad y, si es posible, hasta con indiferencia. No vamos a darle encima la satisfacción de que vea cuánto nos importa su presencia. Aquí, en cambio, las estelas son reventonas: de nombres, fechas, Cristos, vírgenes, ángeles, parentescos, fotos, frases (plagadas de faltas de ortografía), jarrones, flores, coronas fúnebres, más fotos, más frases, más flores, más coronas. Uno se imagina el agobio del difunto, dentro. Reparo en muchas caras: campesinas, arrugadas por el sol y el trabajo, unas; o de cuando el finado era joven, otras. Caras con gafas grandes y cuadradas, con nudos de corbata grandes y cuadrados, con peinados grandes y cuadrados. En las fotos de los muertos, nadie ríe. Todos miran muy serios, muy tiesos, a la cámara, anticipando quizá el lugar desde el que contemplarán, muertos para siempre, a quienes van camino de serlo. Entre los nombres, abundan los Eufrasios, los Nicomedes, las Patrocinios (y dos nombres que se me antojan especiales: Longinos, como el del soldado que alanceó a Cristo en el costado, y Asterio, que me recuerda irremediablemente al Asterión del cuento de Borges). Y entre los apellidos, dos muy comunes en Hoyos, y esta vez muy eufónicos: Montero —el de Alfonso y Ángeles— y Valiente. También leo alguno inquietante: García Martín. Y el apellido de una bisabuela italiana de Ángeles, que tiene a muchos parientes enterrados aquí: Axerio. Quizá de ella provengan los ojos claros y los cabellos rubios de la familia. Al salir, vemos, a la derecha, una ampliación reciente del cementerio. Un gran espacio tapiado espera a los nuevos muertos. Las paredes son de ladrillo, y cada ladrillo parece un nicho en miniatura, una representación a escala del difunto que vendrá. Un anillo de castaños copudos rodea la necrópolis. En algún rincón canta un mirlo. Cerramos con esfuerzo la verja de entrada y nos vamos a comer. No tenemos mucha hambre, pero es un trámite que hay que cumplir. Por la tarde, visitamos en su casa a nuestros amigos Toña y José Antonio. Toña me regala un montón de libros de poesía en inglés que ha encontrado en un contenedor del pueblo. En la Sierra de Gata han vivido, y siguen viviendo, varios escritores británicos. Se conoce que alguno ha hecho limpia de la biblioteca y no ha encontrado mejor forma de deshacerse de los libros que tirarlos a la basura. Ah, los ingleses ya no son lo que eran. Aunque tampoco los españoles podamos presumir de nada. En el pueblo de Gata, muy cerca de aquí, se dio hace tres años una situación parecida: en un contenedor de reciclaje (al menos, el autor de la masacre tuvo el escrúpulo de aprovechar el papel) apareció un montón de libros, de los que sospecho se desprendió el bibliotecario de la localidad, que ya no debía de saber dónde ponerlos. Pero no saber dónde ponerlos no es razón para tirarlos, y menos un bibliotecario, que es un profesional de las letras y que debería estar comprometido con la cultura. Entre aquellos libros había títulos destacadísimos y ediciones no desdeñables, como demostraron los vecinos que, escandalizados por la dilapidación, los fotografiaron y se los quedaron. Hicieron muy bien: la dignidad de su gesto contrastó con la vileza del dilapidador. Yo escribí un artículo en el Hoy denunciando aquel desatino, "Biblioclasia gateña". Algo similar, pues, ha pasado en Hoyos. Toña me cuenta que los libros se metieron en cajas y se trasladaron a la Casa de Cultura, para que los vecinos se llevaran los que quisieran. Ella, pensando en mí, rescató títulos señalados de poetas clásicos ingleses, como Wyatt, Tennyson, Pope, Dryden o Wordsworth, y también de importantes autores contemporáneos en lengua inglesa: William Carlos Williams —Patterson—, Edward Muir, Robert Duncan o Margaret Atwood. En el lote va la poesía reunida de John Betjeman, un poeta inglés muy conservador por el que no siento ningún interés, pero que no rechazo: no es cortés rehusar un regalo, Betjeman es un escritor relevante y un libro siempre es un libro. Toña añade que aún quedan cajas con libros en el vestíbulo de la Casa de Cultura, aunque muchas menos que al principio. Me alegra que mis convecinos se hayan lanzado a vaciarlas, aunque lamente, pro domo mea, tanto botín desaparecido. De regreso a casa, me asomo a los restos y, para mi sorpresa, todavía descubro títulos que valen la pena: un estudio sobre Delft, la patria de Vermeer, uno de mis pintores favoritos, con espléndidas fotografías de sus cuadros; una monografía sobre los cementerios londinenses, por los que tanto paseé durante mi estancia allí (titulada Londinenses permanentes; si escribiera yo uno sobre el cementerio de Hoyos, lo titularía Soyanos permanentes); un ensayo sobre Kim Philby y la fascinante saga de espías cantabrigienses del siglo pasado; media docena de novelas de Evelyn Waugh, aquel escritor antimoderno con nombre de mujer; varios interesantes poemarios, de Danny Abse y Peter Porter; y un libro delicioso, Enemies of Promise [Enemigos de la promesa], de uno de los mejores críticos literarios del siglo, Cyril Connolly: la edición, de Penguin, es de 1961, aunque el libro apareciese en 1938, y llena la cubierta la cara rechoncha, algo batracia, de Connolly, cuyo nudo de la corbata no es ni grande ni cuadrado, sino un Windsor irreprochable. Salgo de la Casa de Cultura sosteniendo una inestable columna de libros entre las manos y la barbilla, y me encuentro, a la entrada, con un coche de la Guardia Civil. Por fortuna, no me espera a mí. La guardia al volante —no veo a su compañero: yo pensaba que los miembros de la Benemérita iban siempre en pareja— habla con un grupo de chicos sentados en las escaleras de entrada del Centro de Recursos del Profesorado, que, cuando he llegado yo, parecían estar liándose unos porretes. "No me la vayáis a montar, ¿eh?", les dice la guardia. Luego pone en marcha el vehículo, que, con todas las luces encendidas, parece un árbol de Navidad, y se dirige despacio a la plaza Mayor. Yo la sigo, luchando por que no se me desmoronen los libros.

jueves, 18 de abril de 2019

Cristianos, musulmanes y, sobre todo, judíos

Hoy visitamos el Museo Judío de Mánchester. La comunidad judía ha sido tradicionalmente importante en esta región (aunque, en la actualidad, 250.000 judíos de los 350.000 que viven en la Gran Bretaña residen en Londres) y nos apetece conocer algo más de sus circunstancias y su historia. Enfilamos por la Chetham Hill Road, una calle fea, llena de almacenes, talleres mecánicos y solares sin destino discernible, en cuyo número 198 se encuentra el museo, y nos cruzamos, poco antes de llegar, con la iglesia de San Chad, el templo católico más importante de Mánchester, erigido, en estilo neogótico, a mediados del s. XIX. Como Ángeles y yo somos constitutivamente incapaces de pasar por una iglesia sin visitarla, flanqueamos el coqueto cementerio que le sirve de jardín y entramos en ella. Pero no podemos pasearnos a nuestras anchas, porque es hora de misa. Yo me doy la vuelta institivamente para salir, pero Ángeles me pide que nos quedemos "cinco minutos", atenúa. Hay tres buenas razones para irme: primera, soy ateo; segunda, soy antirreligioso; y tercero, habiendo sido alumno de un colegio de curas once años, ya me he chupado suficientes misas como para, a pesar de las razones primera y segunda, haberme ganado con creces el cielo. Pero aún hay una razón mejor para quedarme: Ángeles quiere que me quede. Así que me quedo. Nos sentamos en un rincón de la última fila y disfrutamos del espectáculo. (Ángeles aprovecha también para persignarse un poco). La iglesia es elegante, suena un hermoso canto gregoriano que no parece enlatado, aunque no vemos el coro y el cura combina el queen's English con un notable sentido musical, que le permite entonar armoniosamente los salmos que lee. El sacerdote, además, se ha subido al púlpito para cantarlos y sahumarnos con incienso. Los rayos de sol que se filtran por las vidrieras iluminan el estrado y otorgan al misacantano, nimbado por las volutas del incienso, un aura sobrenatural. Pese a la impactante imagen, los oficios religiosos me dan sueño, y este no es una excepción. En las rarísimas ocasiones en que asisto a uno, no puedo evitar recordar el inmortal sketch de míster Bean en la iglesia anglicana, más aún, no puedo evitar sentirme como míster Bean, aunque no lleve caramelos en el bolsillo. Por eso suelo marcharme antes de que el sermón surta su efecto narcótico y me deje en evidencia ante la feligresía. Así lo hago también hoy, arrastrando a Ángeles. Muy poco más allá, llegamos al Museo Judío, que ocupa la sinagoga española y portuguesa, construida en 1874 por un arquitecto de origen sefardí, Edward Salomons, que la llenó de arcos moriscos y, como indica la cartela de entrada, "motivos sarracenos". El templo atendía a las necesidades espirituales de una comunidad judía muy numerosa en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, atraída por las necesidades fabriles y financieras de una región industriosa. En esa comunidad había personajes relevantes, como el primer presidente del Estado de Israel, Chaim Weizmann, que vivió en Mánchester entre 1904 y 1917. Visitamos primero la planta de la sinagoga, de la mano de una solícita voluntaria judía, claro que nos aclara numerosos conceptos de la religión y la cultura hebreas. La sinagoga, nos cuenta, está orientada ("más o menos", matiza) hacia Jerusalén, igual que las mezquitas apuntan a La Meca. (Pienso que las sedes católicas no se construyen hacia Roma ni hacia ningún lado, y me pregunto el porqué de esta desorientación geoteológica). Se divide en una planta principal y un anfiteatro (aunque no estoy seguro de que sea esta la palabra que utiliza, que me suena irreverente, por teatral, para referirse a una misa), reservado para las mujeres. La razón por la que se las separaba, prosigue, era para que su presencia es decir, sus cuerpos no distrajera a los fieles. Es, de nuevo, el mismo motivo por el que hombres y mujeres se mantienen también separados en las mezquitas (y, hace mucho tiempo, en las iglesias). La guía nos enseña el arca (hekhal) en la que se guardan las torás, hechas de pergamino, los objetos más sagrados de la sinagoga. Son tan sagrados que los dedos humanos no pueden tocarlos: se guardan en bolsas o cajas de metal o de madera y, cuando se leen, quienes lo hacen siguen las líneas con un puntero rematado por una manita con un dedo extendido. Encima del arca lucen las tablas de la ley, con los diez mandamientos; encima de estos, la luz eterna (ner tamid), que simboliza el fuego que se mantenía siempre encendido en el Templo de Jerusalén; y encima de todo, una enorme vidriera con una menorah, o candelabro de siete brazos, en el que consta inscrito el salmo 67, ese, hermoso como todos los salmos, que reza, en la versión de Reina-Valera: "Dios tenga misericordia de nosotros, y nos bendiga; haga resplandecer su rostro sobre nosotros; Selah. Para que sea conocido en la tierra tu camino, en todas las naciones tu salvación. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra; Selah. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben...". Ni en esta ni en ninguna otra vidriera del templo hay figuras humanas. En una nueva coincidencia con el islam, la representación humana está prohibida, aunque solo allí donde haya hebreo escrito. Nos acercamos a continuación a la tebah, el estrado en el que se lee la Torá. Y vaya si se lee: todos los años de principio a fin, a razón de un fragmento cada semana (y tiene 52, como semanas el año). El judaísmo es una de las tres religiones del Libro (y la más pequeña de ellas en número de fieles), pero, sin duda, la que más atiende a su condición de libro: de palabra que ha de ser dicha, meditada y debatida, y vuelta a decir, a meditar y a debatir. Al pie de la tebah se exponen, entre otros objetos, mezuzahs (que deberían estar a la entrada de todas las habitaciones de la casa, menos el baño, pero que suelen reservarse para la entrada principal), tefillins (esas cajitas negras que los ortodoxos se ponen en la frente y el brazo, que contienen fragmentos de la Torá, y que tanto se parecen a un tintero) y las fajas y chales que visten los hombres en los oficios, cuyos flecos representan las nada menos que 613 leyes que los judíos deben respetar, si quieren que el Mesías vuelva. La prescripción es terrible: Dios solo regresará al mundo si todos los hijos de Israel las cumplen sin tacha. De estas leyes, la amable guía se preocupa por explicarnos algunas de las referidas a la comida. El régimekosher es muy estricto y está lleno de prohibiciones: los judíos, por ejemplo, no pueden mezclar carne y leche, ni comer marisco, ni carne de animales que no tengan más de un estómago y la pezuña hendida, ni insectos (menos cuatro tipos de langostas): así, los ultraortodoxos ni siquiera comen espárragos, porque no pueden estar seguros de que no escondan insectos. La lista de restricciones es pintoresca e interminable. Siempre me he preguntado qué tendrán que ver todos estos ritos, gastronómicos o de cualquier otra naturaleza, con la existencia de Dios o su gobierno en la Tierra; qué relación guarda mezclar la carne y el queso con hacer el bien, o practicar la compasión, o salvarse o condenarse. Le pregunto a la guía qué pasaría si un judío vulnerase alguna norma kosher, si se zampara una hamburguesa con queso, por ejemplo. La mujer, azorada, no me da una respuesta clara. Dice que el judío infractor sufriría mucho —sí, eso puedo imaginármelo— y que iría corriendo a hablar con su rabino, aunque no especifica cuál sería el cometido de este: ¿amonestarlo?, ¿castigarlo?, ¿hacerle prometer no volver a hacerlo?, ¿perdonarlo? Porque ¿cómo quitarle a alguien de encima la abrumadora culpa de ser el responsable, por haberse comido una hamburguesa con queso, de que el Mesías no vuelva a la Tierra? Los judíos carecen del utilísimo sacramento de la confesión, y eso debe de causarles, en momentos de tribulación, una angustia indecible. Los católicos, en cambio, lo tienen fácil: se lo cuentan a su rabino, que es el cura, y este, pronunciando unas palabras mágicas, los absuelve de todo mal: así se quedan tranquilos y ya pueden volver a pecar. Es muy práctico, y no entiendo cómo una institución tan ventajosa no se ha extendido a los demás credos del mundo. Acabada la visita a la sinagoga propiamente dicha, subimos al primer piso (a las galerías que antes ocupaban las mujeres) y vemos los textos, fotografías y objetos cotidianos que dan cuenta de la vida de la comunidad judía mancuniana a lo largo de los siglos. Es de agradecer que uno de los primeros datos que se nos proporcione sobre la historia de los hebreos en Inglaterra sea que el rey Eduardo I los expulsó de su reino en 1290, dos siglos antes de que los Reyes Católicos hicieran lo propio con sus israelitas. Casi todos los países europeos han perseguido, matado y expulsado a los judíos a lo largo de los siglos, a menudo con más encono y crueldad que Sefarad, pero, curiosamente, es España la que carga con el sambenito de la Inquisición y el peor antisemitismo, que, si bien fueron ciertos, no fueron peores que los de sus vecinos continentales, donde se cometieron tropelías incalificables. El póster también informa de que los judíos fueron acogidos de nuevo en Inglaterra por Oliver Cromwell en 1656, pero no por un imperativo ético, sino por el acreditado pragmatismo inglés: el astuto Cromwell se dio cuenta de que con ellos mejorarían sus relaciones comerciales con las demás naciones, y mejorar las relaciones comerciales es algo que siempre ha estado bien visto en Inglaterra (hasta el Bréxit). Dos detalles nos llaman la atención en la galería. En una foto de una fiesta judía de los años 20 del siglo pasado, vemos a uno de los invitados abrazar a la vez a dos mujeres, a cada una de las cuales les pone una mano en el pecho. Se conoce que las fiestas judías de los años 20 del siglo pasado eran la repera. Y en la baranda que nos protege de caer, observamos una pieza de metal distinta de todas las demás. Otra ficha nos entera de que el error es deliberado, para recordar a los feligreses que solo Dios puede crear la perfección. Salimos de la sinagoga con hambre, pero no tenemos ninguna intención de buscar un establecimiento kosher. Damos, a escasos doscientos metros, con un restaurante iraní, es decir, musulmán. La comida iraní es comida mediterránea, y eso es siempre una garantía, sobre todo en los países del Norte, donde la tendencia es a atiborrarse de féculas, hidratos de carbono y grasas animales. Entramos, pues, y honramos así, sutilmente, a la tercera religión del Libro. Aquí también tienen prohibiciones: para mi desesperación, no hay cerveza. Pero el agua con yogur y menta que pedimos está deliciosa, y el abgusht que nos atizamos resucitaría a un muerto. De hecho, salimos resucitados. 

sábado, 13 de abril de 2019

Motown

No he ido nunca a un musical. Y no he ido porque no me gustan los musicales, excepto Cantando bajo la lluvia, West Side Story y Víctor o Victoria (que no es, técnicamente, un musical, aunque se le parece bastante). Más aún: se me hacen incomprensibles y ridículos, sobre todo cuando los protagonizan indios de bollybood. Que actores serios abandonen el desarrollo de la historia que están interpretando y prorrumpan en cánticos y brincos, acompañados en el desafuero por docenas, o incluso cientos, de bailarines que se retuercen de improviso y sin razón discernible en el escenario, se me antoja un uso inmoderado de la libertad creativa. Pero Ángeles se prendó de ellos en Londres, donde asistió a varios —con gran placer, se conoce—, y está empeñada en que asistamos a uno, aquí en Mánchester. Salimos, pues, a ver Motown, el espectáculo que ha elegido (y para el que ha comprado entradas —carísimas: 72,5 librazas por barba— con gran antelación: se agotan con meses de adelanto), en la Opera House de la ciudad. Y, cuando lo hacemos, llueve. Bueno, no solo llueve: también sopla un viento que no tiene nada que envidiarle a una ventisca groenlandesa. La combinación es letal. Pero el mayor peligro de la lluvia no viene de arriba, sino de abajo: sorprendentemente, el sistema de drenaje de las calles de Mánchester no es bueno, y los charcos se suceden hasta formar estanques semejantes a las marismas del Guadalquivir. La posibilidad, pues, de que un coche pise uno y te deje como recién salido de la ducha mientras esperas a cruzar un semáforo o, simplemente, vas por la acera, es muy grande; y algunos automovilistas, cuando ven un charco prometedor y que esperas a cruzar un semáforo o vas por la acera, aceleran. Y es que los charcos los carga el diablo. Por otra parte, muchas baldosas del suelo mancuniano están tan flojas como las perspectivas electorales de Podemos, así que, de nuevo, la posibilidad de que pises una losa suelta y hundas el pie en un aguazal subterráneo es tan alta como la de ser regado por un coche. Me anega la melancolía cuando pienso que he abandonado un fin de semana en Barcelona con temperaturas previstas de veintipico grados para sumergirme en este espanto helado. De todo esto parecen avisarnos los gansos que viven en el canal que rodea nuestra casa, que graznan con desesperación. Comemos en el Wahaca, un restaurante mexicano atendido por camareras españolas. En realidad, solo como yo: Ángeles ha pedido un ceviche, que resulta ser un lanzallamas. Lo deja al tercer bocado, con la boca abrasada. Hemos de pedir, de urgencia, una jarra de agua, un vaso de leche y un helado de cualquier cosa para sofocar el incendio. Por lo que vemos (y, sobre todo, por lo que sentimos), en el Wahaca se toman muy en serio lo de hacer comida mexicana, aunque las camareras sean españolas. Mi ensalada de Sonora está rica, pero mi atención se ve distraída por dos factores (y no me gusta que sea así: a mí me gusta concentrarme en lo que como): la fogata que se le ha declarado a Ángeles en las entrañas y la opulenta joven que está almorzando en la mesa de al lado, vestida de negro riguroso, pero de piel muy blanca, que luce, con una generosidad rayana en el derroche, por la parte del pecho. Cuando llegamos a la Opera House, la lluvia arrecia y hay una cola para entrar parecida a las que se forman en Caracas para comprar papel higiénico o un litro de leche. De nuevo, las circunstancias se alían para que la situación sea trágica. Allí nos ponemos todos: en la cola y bajo la lluvia, pero, mientras la lluvia cae con creciente rapidez, la cola avanza con exasperante lentitud. No obstante, una cola en  Gran Bretaña es sagrada: antes se desmoronarán los astros, antes cancelará el Mesías su nueva venida, antes Nigel Farage abjurará de su fe antieuropea y abrazará la causa de Bruselas, antes Mourinho pronunciará una palabra amable o Pablo Casado una palabra inteligente que se vulnerará el orden de una cola. Así que todos esperamos, con británico estoicismo, calados y callados, a que nos llegue el feliz momento de entrar en el teatro, o, por lo menos, de guarecernos bajo su historiada marquesina. Encuentro un raro consuelo —o acaso un ejemplo a seguir— en la contemplación de los no pocos aborígenes que pasan despacio junto a nosotros, sin preocuparse por protegerse de la lluvia, completamente empapados. Ellos aceptan con naturalidad su destino, y el destino de un mancuniano es mojarse. A paso de quelonio, llegamos por fin a la puerta de acceso, donde comprueban nuestras entradas y nuestros bolsos. Y entendemos que esta era una de las razones por las que avanzábamos tan despacio: el ujier ejerce asimismo de segurata. Otra, y fundamental, es el gentío presente: medio Mánchester debe de estar aquí. El bar está atiborrado, la cola para dejar la ropa en la consigna es casi tan larga como la que todavía hay en la calle para entrar, y en los baños, que son minúsculos, y donde también los hombres hemos de hacer cola, meamos todos muy pegaditos, a los lados y por detrás, lo que no deja de ser inquietante. Superados todos los obstáculos, accedemos a nuestros asientos de platea. Como era de esperar, son muy estrechos: el edificio data de 1912 y entonces no se estilaban los asientos amplios, aunque no dejo de preguntarme cómo lleva tanto tiempo soportando estas butacas para pigmeos un pueblo como el inglés, de individuos grandotes. Por suerte, y a pesar de la multitudinaria asistencia, los asientos vecinos, tanto del lado de Ángeles como del mío, se quedan sin ocupar, de forma que podemos disfrutar de un poco más de espacio para dejar los abrigos, las bufandas, los paraguas, el bolso que ha sido registrado y los zapatos (que me quito yo, como siempre) y estirar las piernas. Observamos que, con una de las raras licencias que se conceden en Inglaterra y no en España, se puede entrar con bebida en la platea, y muchas personas se acompañan de su pinta de cerveza en vaso de plástico mientras disfrutan del espectáculo. Motown cuenta la historia de Berry Gordy y la compañía discográfica que fundó, Motown Records, que lanzó a la fama a los principales cantantes pop de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX, entre los que figuran, entre otros, Diana Ross y las Supremes, Stevie Wonder y los Jackson Five, con Michael Jackson, el pederasta, de niño, a la cabeza. Gordy y Motown promovieron la música negra para apoyar a los artistas de color, pero también para darla a conocer y para que fuese apreciada entre los blancos. De hecho, algunas de las primeras imágenes que se proyectan en el musical corresponden al histórico combate entre Joe Louis, negro, y Max Schmeling, blanco y alemán, por el campeonato del mundo de los pesos pesados en 1938, en Nueva York, en el que Louis, tras haber sido derrotado por Schmeling dos años antes, arrasó al teutón en el primer asalto, tras propinarle 41 golpes en menos de dos minutos (y encajar solo dos), romperle varias costillas y enviarlo 10 días al hospital: fue la primera gran victoria planetaria de un negro contra un blanco, al que además se veía como representante de un régimen que aspiraba a destruir a los negros. Casi todos los miembros de la compañía del musical son, consecuentemente, afroamericanos, y el trasfondo de las luchas raciales en los Estados Unidos de su época sigue presente durante todo el espectáculo. En lo musical y artístico, Motown funciona de maravilla: las voces son magníficas, y las dotes interpretativas de los cantantes no desmerecen de ellas; las coreografías resultan dinámicas y divertidas; y la escenografía nos transporta persuasivamente, mediante imágenes y cambios de decorado bien integrados en el devenir de la trama, a ciudades, lugares y escenarios de todo el mundo. A un ritmo trepidante, sin pausas que hagan decaer la atención, desfilan los principales hits de Motown: My Girl, What's Going on, Dancing in the Street, I Heard it Through the Grapevine y Ain't No Mountain High Enough, entre muchas otras, y el público las celebra con ovaciones y vítores, e incluso cantando con los actores: los ingleses son un pueblo muy musical y se entusiasman con la música. Tanto que, al final, no se limitan a aplaudir cortésmente, ni les basta con ponerse en pie para manifestar su alborozo, sino que se arrancan a cantar y bailar con la compañía, en una suerte de frenesí colectivo al que no tiene inconveniente en sumarse Ángeles, siempre más bailonga que yo, y, finalmente, yo mismo, azorado por el hecho de ser el único que permanece en su asiento mientras todos los demás danzan a su alrededor como apaches en torno a una hoguera. La apoteosis concluye entre aplausos y rugidos que nos dejan a todos exhaustos y, debo admitir, felices: es una catarsis. A la salida, observo que la felicidad de algunos se ve aumentada por el resultado del partido de rugby que se está jugando a esta hora entre Gales e Irlanda: al descanso, Gales vence 16-0 y promete una victoria escandalosa (que se ha confirmado hoy: 25 a 7). En el caso de estos aficionados, a la dicha rítmica se suma la dicha deportiva, y entiendo que, parapetados en tanto bienestar, no les importe la lluvia, que sigue cayendo, que cae aún con perseverancia de monje miniador. Pero a nosotros sí nos molesta. De hecho, todavía tenemos los pantalones y los pies empapados de la venida. Hacemos, pues, un alto en el hotel Midland, el de más solera de la ciudad, vecino de la Opera House, para tomarnos un té bien caliente y que se nos seque un poco más la ropa y el calzado con su espléndida calefacción. De regreso a casa, no puedo evitar la tentación de entrar en mi tienda favorita de Mánchester, el Empire Exchange, un tugurio lleno de cachivaches inverosímiles, entre los que, no obstante, siempre encuentro algún libro valioso. Esta vez doy con una primera edición de Norse Tales [Historias nórdicas], de 1912, un conjunto de relatos inspirados en poemas escandinavos, de Edward Thomas, uno más de los jóvenes poetas ingleses malogrados en la Primera Guerra Mundial (aunque, en realidad, no era tan joven: cuando se alistó, tenía ya 37 años y estaba casado y con hijos; podía haber evitado ir a la guerra, pero no quiso escabullirse, y pereció en la batalla de Arras, al poco de llegar a Francia). El libro, en un estado de conservación impecable, me cuesta siete libras, es decir, unos ocho euros. En las páginas de respeto hay escritos, uno encima del otro, dos nombres: Edna Dean y A. Molyneux. Al llegar a casa, escribo el mío debajo.

lunes, 8 de abril de 2019

Concertar el desconcierto

Juan Luis Calbarro (Zamora, 1966) acaba de publicar, en Ediciones De La Discreta, Concertar el desconcierto, donde compendia su labor como crítico literario entre 1992 y 2017. Es su tercer libro de crítica, tras Apuntes sobre la ideología en la obra de César Vallejo (2013) y Tres escritores canarios (2018), que se suma a una ya dilatada trayectoria como poeta y escritor. Su poesía completa, Caducidad del signo, apareció en la Editora Regional de Extremadura en 2016. Transcribo a continuación el prólogo que he escrito para el volumen:

Juan Luis Calbarro es un hombre polifacético. Es, o ha sido, profesor, editor, poeta, investigador de la literatura popular, biógrafo, director de revistas, ensayista, articulista político, crítico de arte y crítico literario, y seguramente algunas cosas más de las que no tengo noticia o no guardo recuerdo. Pero lo sorprendente no es que haga muchas cosas, sino que todas las hace bien. Su paso por las diferentes disciplinas del arte y del saber deja siempre un poso de inteligencia y valía, una sensación de trabajo bien hecho, esa rara impresión de que no solo estamos ante una mente lúcida, sino ante un profesional laborioso y ecuánime. Reúne ahora, en Concertar el desconcierto, esa labor que lleva ejerciendo como crítico literario desde principios de los años 90 del siglo pasado y que, si no ha proporcionado una obra ingente –son 45 los textos agavillados aquí–, sí ha dado un conjunto plausible de lecturas y un asedio iluminador a muchos libros y autores actuales de la literatura española (agrupados en la primera parte, «Aquí y ahora»), hispanoamericana y estadounidense (aunados en la segunda, «Allí: el ayer, la modernidad y el hoy»). Porque este es uno de los primeros, y acaso principales, méritos de Concertar el desconcierto: su dedicación, en gran medida, a escritores excéntricos, es decir, apartados del foco nuclear de su literatura. El buen crítico, entre las demás obligaciones que le incumben, ha de ayudar a descubrir autores ocultos, marginales (o marginados), provinciales; y digo «provinciales» en el sentido más administrativo e inocuo del término: autores radicados en esos ángulos a menudo muertos, y por lo tanto invisibles, de la gran casa de la palabra que son las provincias. Calbarro ha dedicado lúcidos artículos y reseñas a libros de escritores tan valiosos, pero tan en penumbra, como Julio Vélez, Estrella Sánchez Marcos, Isabel Escudero, Manuel Talens, Julián Alonso, María Ángeles Pérez López, Máximo Hernández, Tomás Sánchez Santiago, Avelino Hernández, Quim Aranda, Inés Matute, Carlos Gámez, Javier Guzmán, Diego González, Ignacio González del Rey Rodríguez y, entre los hispanoamericanos, Daniel Chavarría, Mariano Melgar o Mori Ponsowy. Esta atención a los arcenes frondosos de las letras no excluye la que presta a quienes circulan por la calzada principal: Jorge Guillén, Eduardo Mendoza, Rubén Darío, César Vallejo –probablemente, el autor por el que más devoción siente Calbarro, que le dedica cuatro artículos–, Walt Whitman, Charles Bukowski y Ada Salas, entre otros.

Su desempeño como analista se fundamenta en una sólida formación filológica, en una mirada incisiva y, valga la paradoja, panorámica, y en una prosa ática, que fluye como un metrónomo, pero no sin ironía ni esplendor. En algunas reseñas, Juan Luis Calbarro explicita lo que cabe considerar una teoría de la crítica. En la que dedica a José Ángel Mañas –una de las mejores, y más hilarantes, del conjunto, sobre un flatulento manual de literatura escrito por el autor de Historias del Kronen–, expresa su voluntad de escribir «con originalidad y rigor» (es decir, eso mismo con lo que no está escrito el desmañado manual de Mañas); y en la que tiene por objeto El enredo de la bolsa y la vida, de Eduardo Mendoza, reconoce su adoración por la sátira –que es, para Persio, el género literario de los hombres libres, y que constituye una tentación permanente para los críticos literarios, por lo menos para los críticos literarios inteligentes– y el placer que le proporciona el buen uso del lenguaje. Con estas herramientas, sencillas pero capitales, Calbarro desgrana los elementos constitutivos de la obra estudiada con precisión casi científica: capta lo esencial, lo definitorio del libro o los poemas, y lo expone con claridad casi excesiva, felizmente dolorosa. El crítico ni se va por los cerros de Úbeda, tan frecuentados por plumillas descarriados y tenebrosos seudoexégetas, ni se distrae: se atiene a lo decisivo. 

Pero Calbarro no es solo certero y expresivo en el decir. También hace otras cosas que prestigian su labor como crítico: formula juicios perspicaces (y, a veces, confidencias personales), que ensanchan el texto y enriquecen su lectura, como los que trufan el artículo dedicado a Cartas de Selva, del soriano Avelino Hernández; y establece relaciones –y establecer relaciones puede considerarse la definición de la inteligencia–: conecta las obras analizadas con las anteriores de su autor u otras coetáneas, o vincula a unos escritores con otros, a menudo distantes entre sí. Esto es especialmente visible en la segunda parte de Concertar el desconcierto, donde estudia al jovencísimo peruano Mariano Melgar, ejecutado por los españoles tras la batalla de Umachiri, a la luz del tratado Los héroes, de Thomas Carlyle, y determina la influencia de José Enrique Rodó en César Vallejo y de este en el venezolano José Barroeta, cuyo admirable poema «Todos han muerto», que da título a su libro homónimo, parece inspirado en el primer verso del poema póstumo de Vallejo «La violencia de las horas». (Otras versiones, como la de Pepe Rosario, el compadre de Barroeta en Pampanito, aseguran que, después de una ausencia de siete años, Barroeta volvió un día a su pueblo, y preguntó por sus paisanos: a cada nombre que daba, le respondían que había fallecido. Tras una larga lista de desaparecidos, exclamó: «¡Todos han muerto!», y escribió el poema. Pero esta explicación no es contradictoria con la de Calbarro, si a la experiencia vital se suma el conocimiento literario). Igualmente, Juan Luis Calbarro hace algo que casi todos los críticos, por desgracia, han dejado de hacer: presta atención a la urdimbre retórica de los textos. Su formación académica, en la que no solo el pensamiento de Octavio Paz, sino también la estilística, han dejado una perceptible impronta, contribuye a ello, y el resultado es inmejorable: sus observaciones sobre la selección léxica, la exactitud de la sintaxis o la idoneidad de los tropos, entre muchos otros aspectos esencialmente formales –pero la forma es la esencia de la literatura–, revela la calidad de los materiales o procedimientos empleados y, en última instancia, la buena o mala crianza de los autores que los han utilizado. La disección que hace, por ejemplo, de los solecismos y dislates del ya mencionado manual de Mañas, o la denuncia de algunos de los errores de Las esquinas del aire, de Juan Manuel de Prada, son esclarecedoras, y muy divertidas. 

Un último rasgo de la crítica literaria de Juan Luis Calbarro merece destacarse: su sentido ético, que no se ejerce, sin embargo, como una limitación, a modo de sordina creativa, sino con un propósito enaltecedor. La rectitud de las formas se corresponde, en Calbarro, con la rectitud de las ideas (y de las intenciones): como dijo Karl Krauss, ese otro gran crítico y satírico, quien no perdona nada a las palabras, no perdona nada a las cosas. Escribe el zamorano al principio de su reseña sobre Artefactos, de Carlos Gámez: «Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa». Esta creencia en la literatura comprometida con el ser humano y con su complejidad existencial se plasma, como es natural, en la propia elección de los libros y textos criticados, ninguno de los cuales (salvo, ay, el de Mañas) puede tildarse de frívolo o superficial, y en alguna reseña concreta, como la que dedica al poemario Poemas de la última noche de la Tierra, del virulento y por casi todos admirado Charles Bukowski, y que se titula, elocuentemente, «Ese Chinaski me cae gordo». Los valores éticos del libro, escribe Calbarro, «brillan por su ausencia», y el norteamericano «rara vez expresa preocupación por lo ajeno, altruismo ni escrúpulo ético alguno». La libertad deseada, en fin, «no aparece casi nunca como anhelo de índole social, ni siquiera como aspiración individual de contenidos éticos (…), sino como poco más que un antisocial deseo de liberarse de compromisos y obligaciones». Se entiende la inquina del crítico: Bukowski podía ser un personaje aborrecible, y escribía casi siempre aborreciblemente. Pero lo importante es que la animadversión de Juan Luis Calbarro se cimienta en un encomiable imperativo de dignidad y decencia, dos virtudes a las que la literatura debería permanecer siempre abrazada o, por lo menos, si tanta cercanía nos resulta demasiado promiscua, a no excesiva distancia.

miércoles, 3 de abril de 2019

Yo soy el Poema de la Tierra

El bicentenario de Walt Whitman —nacido el 31 de mayo de 1819— sigue deparando novedades editoriales. Tras la antología Canto de mí mismo y otros poemas, aparecida hace poco en Galaxia Gutenberg, ve ahora la luz Yo soy el Poema de la Tierra, publicado en la colección, de whitmaniano título, "Hojas en la hierba", de la madrileña editorial RELEE. Se trata de una colección específicamente dedicada a los orígenes del ecologismo, en la que ya han aparecido títulos capitales de John Muir, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, inspirador, por cierto, de la poesía de Walt Whitman. Yo soy el Poema de la Tierra recoge 47 poemas de Hojas de hierba que prestan una atención singular a la naturaleza. En realidad, toda la obra de Whitman presta atención a la naturaleza —la naturaleza es uno de sus asuntos capitales—, pero los poemas seleccionados en este volumen lo hacen de una manera exhaustiva y, a menudo, exclusiva. En ellos puede apreciarse tanto la inmersión a pulmón que hace Whitman en los paisajes del Nuevo Mundo —que incluyen los campos y la ciudad: aquella Nueva York populosa y turbulenta que no dejaba de crecer— como su concepción renovadora de la naturaleza. Frente a la visión que la literatura había mantenido tradicionalmente, en la que era el escenario de las tribulaciones de los héroes, una tramoya embellecedora que enmarcaba sus hazañas o desengaños, sin sustancia ni entidad propia, como resultaba evidente en buena parte de la poesía isabelina y después romántica y victoriana, cuyos practicantes acudían a la naturaleza en busca de tropos que aureolasen los sentimientos y acciones que deseaban subrayar, y jugueteaban con golondrinas, libélulas y mariposas, Whitman la libera de su condición ancilar y le otorga la cualidad de ser, de realidad singular y palpitante, coprotagonista —y suscitadora— de la aventura vital y las turbulencias espirituales del hombre. Whitman abomina de la naturaleza petrificada y ornamental que advierte en otros autores y, en general, en la lírica convencional; una naturaleza que considera artificial y estreñida. La naturaleza ha de presentarse —ha de encarnar— en los poemas «sin freno, con su energía primigenia», como dice en el poema 2 de «Canto de mí mismo»: con la plenitud inmanente de que está dotada. Y también con ubicuidad, porque la naturaleza está en todas partes, habla en todas partes. Esta visión supone un avance sustancial en la concepción de la naturaleza y, en buena medida, en la conciencia ecológica contemporánea: la naturaleza adquiere una condición autónoma, existe per se, no como mero decorado o atrezo de los avatares del hombre. Animales y plantas, ríos y mares, nubes y planetas, cobran consistencia, perfiles, personalidad: se elevan de la continuidad indiferenciada de lo subyugado o desatendido. Es un paso fundamental para llegar al ecologismo actual, que reconoce la singularidad, objetiva y protegible, desvinculada de las necesidades humanas, de todo lo existente. Es un paso decisivo, ciertamente, pero no absoluto: Whitman sigue siendo hijo de su época. Respiraba, pues, la cultura, el espíritu de esa época, como respiramos todos el oxígeno que nos rodea. Podía introducir fracturas en ese mundo, podía zarandearlo y obligarlo a preguntarse por sí mismo, por sus prejuicios y fronteras, pero no podía quebrantarlo, al menos más allá de cierto punto. Si Aristóteles, el fundador del pensamiento occidental, estaba a favor de la esclavitud, y Bartolomé de las Casas abogaba por la liberación de los indios, pero no protestaba por el sometimiento de los negros, y Cervantes comprendía, aunque lamentase, que se expulsara a judíos y moriscos, Whitman reconocía a la naturaleza, y la exaltaba, pero todavía no como a otro, con alteridad plena, independiente de nuestro destino, sino como realidad en la que se proyectaba el yo, habitada por el yo, en última instancia, al servicio del yo; un yo tanto individual —el del poeta, el de cualquier persona individualmente considerada— como social. Este conflicto subyace en todo Hojas de hierba —y, con especial contundencia, en este Yo soy el Poema de la Tierra— y lo dota de una energía, de un desgarro o paradoja equiparable a las otras dicotomías que informan la obra de Whitman: el yo y el nosotros, el amor y la muerte, el cuerpo y el alma. Yo soy el Poema de la Tierra —cuyo título proviene de un verso de "La voz de la lluvia" cuenta con un prólogo de Manuel Rivas y un estudio introductorio mío, "Cada hoja es un milagro: la naturaleza en Walt Whitman", con el que abordo las cuestiones esbozadas en estas líneas. Ese estudio responde a una constatación: no había, en la literatura española, hasta donde pude averiguar, ningún estudio o aproximación a la visión de la naturaleza de Whitman, frente a la abundancia de trabajos sobre esta cuestión que hay en la literatura angloamericana. Con él he querido remediar, en la medida de mis fuerzas, esa carencia e iniciar el camino de reflexión que merece la poderosa y contradictoria poesía del norteamericano.

Reproduzco a continuación el poema 31 del "Canto de mí mismo", incluido en el libro:

Creo que una hoja de hierba no es menor que el camino
       recorrido por las estrellas,
y que la hormiga es asimismo perfecta, como un grano de
       arena o el huevo del chochín,
y que la rana arbórea es una obra maestra para los
       encumbrados,
y que la zarzamora podría engalanar los salones del cielo,
y que la articulación más insignificante de mi mano
      ridiculiza a todas las máquinas,
y que la vaca que rumia, cabizbaja, supera a cualquier
      estatua,
y que un ratón es un milagro tan grande como para hacer
      dudar a sextillones de infieles.

Y encuentro que en mí se incorporan el gneis, el carbón, los
       largos filamentos del musgo, frutas, granos y raíces
       comestibles,
y que me recubre, entero, un estucado de cuadrúpedos y
       pájaros,
y que he tenido buenas razones para distanciarme de lo que
       he dejado atrás,
pero que puedo recuperar cuando desee.

En vano la timidez o la prisa,
en vano las rocas plutónicas despiden su antiguo calor
       cuando me acerco,
en vano se oculta el mastodonte tras el polvo de sus huesos,
en vano los objetos se alejan muchas leguas y adoptan
       múltiples formas,
en vano se asienta el océano en sus fosas y se esconden los
       monstruos en las profundidades,
en vano el buitre elige por morada el cielo,
en vano repta la serpiente por entre la enredadera y los
       troncos,
en vano se interna el alce en lo más espeso del bosque,
en vano enfila el alca al norte, lejos, hacia el Labrador.
Yo la sigo, deprisa, y trepo hasta el nido, en la hendidura del
       acantilado.



                           


Título original: Yo soy el Poema de la Tierra.
Autor: Walt Whitman
Tapa blanda: 212 páginas en papel reciclado.
Encuadernación en rústica fresada, con relieve en la portada
Editor: Red Libre Ediciones, S.L.
Idioma: español
Traducción: Eduardo Moga
Prólogo: Manuel Rivas
Introducción: Eduardo Moga