viernes, 27 de agosto de 2021

El sombrío brillo de ser nadie

El título de esta antología esencial de Tomás Modesto Galán, Góngora en motoconcho, cumple el antiguo deber de intrigar y el más moderno de aportar información sin resultar obvio. Porque un poeta culterano, como fue don Luis de Góngora o ahora es Tomás Modesto Galán, que se desplace por el mundo actual en los hipertrofiados mototaxis de la República Dominicana, simboliza cuanto asoma en esta selección de la poesía escrita por el poeta dominicano desde 1983. En Góngora en motoconcho asistimos a una constante interacción de lo lírico y lo crítico, de lo literario y lo social, si es que pueden considerarse cosas distintas. La visión panóptica del hombre, en su laberíntico debate existencial, convive con la atención al detalle cotidiano, con una dolorida minucia, que atiende por igual a lo más escondido del individuo y a lo más sangrante del mundo. En «La hermosa nada», el único poema de El reino de las cosas recogido en la antología, observamos un bodegón de objetos y actos, una exposición de menudencias, que la voz resonante del poeta, hurgando en las cavidades de la materia, en las honduras de la conciencia a las que nos arroja el misterio de las cosas, eleva a la categoría de óleo metafísico, al mismo paradójico modo de las Odas elementales, de Neruda. En él, la fértil contemplación de las macetas y la sal, del limón y el arroz, nos lleva a conclusiones trascendentes: «Soy un nombre escrito en el vacío (…). / No me canso de ser tigre y hombre, mujer y pájaro. / (…) Soy un yo, un no sé qué, con el tú a cuestas…». En «En ningún cine», perteneciente a Diario de caverna, asistimos a una perturbadora reflexión ontológica tras una humilde sesión de cine: «Ocurre que al llegar / buscas al depositario de tus huesos / y te sientas desnudo en el abismo, entre una pierna que / silencia su llanto y un ojo que maldice la noche». Los poemas de Subway. Vida subterránea y otras confesiones, por su parte, son composiciones claustrofóbicas, como tiznadas de hollín, pero aun así carnales, y siempre poliédricas, rebosantes de sucesos y sentimientos, no solo narrativas, sino indagadoras de los asuntos del ser, de la sustancia del hombre: el tiempo, el amor, la pérdida, la muerte. En ellos encontramos a viajeros a los que urge redescubrir la dulzura de la putrefacción, horas perdidas sobre los rieles del tiempo, errores que ruedan hacia el vacío, trenes en marcha hacia la nada, ojos de iguana en túneles sin esperanza y pubis crepusculares. 

Coherentemente con este carácter bifronte o dicotómico, Tomás Modesto Galán mezcla registros, cronologías y espacios: en Góngora en motoconcho se funden lo que se percibe, lo que se recuerda, lo que se desea y a lo que se aspira. El poeta no tiene inconveniente en que Farabundo Martí, Pulgarcito y los marines compartan el poema –así sucede en «A Juan Chacón y a los otros», de Cenizas del viento–, y nosotros tampoco. El discurso salta sin pausa de un punto a otro, de la esfera al rectángulo, del malestar a la excitación, del pasado al presente y del presente al futuro, pero trabando los elementos dispares en un flujo común, con frecuencia caudaloso y siempre aristado; dejan así de ser dispares y se hacen congruentes, sin perder su extrañeza. Los versos de Tomás Modesto Galán no se limitan a contar: apuntan, sugieren, esbozan, matizan; y abundan en realidades híbridas, mestizas, nuevas en suma, cuyas criaturas, siempre distantes y a menudo contradictorias, se fecundan mutuamente. Así acontece cuando el poeta habla, en «Necesito ese rostro de viudas», de Diario de caverna, de hombres que «legan su sonrisa a los teléfonos del mediodía» o de que uno «precisa ayunar delante de un / cadáver azul para divisar una caída de las estadísticas»: los mundos invocados –los negocios, las comunicaciones, el cuerpo, la muerte, el planeta– se imbrican hasta conformar un mundo nuevo, un mundo lacerante y placentero a la vez, que se erige en la página, como Polifemo se alzaba en las octavas reales de Góngora, y nos interpela desde ella. La ilación discursiva se fía a la concatenación analógica, a la arborescencia de los ecos, que se imprimen en el poema –y en nuestra sensibilidad– igual que los estímulos de la realidad en la retina. La incesante captación del mundo por parte del poeta, siempre atento a cuanto ocurre dentro y fuera de él, supone un incesante suministro de estímulos, que se transforman en palabras. El resultado es una poesía engarzada y espermática: un caleidoscopio de sensaciones. Las imágenes se suceden, se acumulan, florecen, exuberantes, en los versos y diseminan aroma y color. El poema resulta una mezcla de delirio y razonamiento, en la que destaca la fusión de elementos materiales e inmateriales. El lirismo, argamasa última de los poemas, los empapa y enardece.

El factor crítico constituye uno de los cimientos de la obra de Tomás Modesto Galán. La denuncia del tirano Trujillo y de la opresión inacabable de las dictaduras hispanoamericanas aflora desde el primer libro, Cenizas del viento. «Elegía a Ramón Galán» recuerda al hermano del poeta asesinado por Rafael Leónidas Trujillo. Y en «Carta de renuncia ficticia del comisionado dominicano de cultura en USA del año 2008», menciona al siniestro Johnny Abbes García, el jefe del Servicio de Inteligencia Militar de Trujillo –que se paseaba por el palacio de Gobierno leyendo una historia de la tortura, desde los antiguos chinos hasta los nazis contemporáneos, tanto por placer como por trabajo: para actualizar sus técnicas– y el ejecutor, por orden del Generalísimo, de las hermanas Mirabal, a las que Tomás Modesto Galán trae asimismo a sus versos en «Dictaduras depredadoras». Pero el afán de justicia de los poemas de Góngora en motoconcho no se limita al continente americano, sino que se extiende al mundo entero, atenazado por un capitalismo que siembra desigualdad y sufrimiento. Berta Cáceres, la ecologista hondureña asesinada por sicarios de una empresa energética; Edward Snowden y Julian Assange, los traidores perseguidos por la CIA; el payasesco y criminal Rodrigo Duterte, presidente de las Filipinas; los emigrantes del mundo, expulsados de todas partes y ahogados en cualquier mar; la trágica situación en Somalia y Palestina; las guerras en Siria, Yemen y Afganistán; el racismo, que se antoja inextirpable de la humanidad; los feminicidios; las dañinas sandeces de Donald Trump, y hasta la vergüenza del Valle de los Caídos en España, ya felizmente resuelta, entre muchos otros personajes y fenómenos, dibujan un extraño panorama de sarcasmo y dolor, una suerte de pandemonio medieval, renacido en la contemporaneidad, en el que los bufones bailan con los desheredados y los verdugos con los víctimas. Hasta el papa asoma el solideo, y no para bien, en «La gran marcha por nuestras vidas», de El payaso perverso. Poemas para una imaginación antibélica: «Este papa argentino es demasiado progresista / para salvar la civilización / de la piedad del cristianismo», escribe el poeta. La preocupación cívica por lo que ocurre en el mundo recorre la antología entera y llega hasta nuestros días, en un intenso ejercicio de actualidad poética, con los últimos poemas de la selección dedicados a la crisis mundial provocada por el coronavirus.

La poesía de Tomás Modesto Galán atesora una gran fuerza verbal. Urgente y urbana, exaltada y melancólica, plástica y muscular, recurre con frecuencia al vocabulario del cuerpo, que la dota de una imperiosa materialidad. En «Desencanto del realismo», por ejemplo, encontramos corazones, pasos, miradas, cabellos desatados, pies, transfusiones, caricias, «besos sin pausas entre pulmones o clavículas comunes», manos, otra vez pies, y otra vez, «el cuerpo y sus ramificaciones», pechos «de flores rezagadas», manos furiosas, latidos, otro pulmón, otro corazón, más cabellos, uñas, el cuerpo ahora «cubierto de palabras ensordecidas», manos de nuevo, palmas de las manos y, en fin, cabezas: un despliegue de órganos y latidos que se entrelaza con puertos, mares, sueños, partidos de béisbol, películas de terror y estatuas de bronce. Eros está muy presente en Góngora en motoconcho: «Tus labios», de Amor en bicicleta y otros poemas, practica una metonimia quemante, y concluye así: «Siento tus dientes royendo un pan envejecido, / abriéndose para engullir un mangle, / absorben el esqueleto de un paraguas, / reclaman el principio de esta orgía». Pero el amor invocado por Tomás Modesto Galán no es meramente físico, siéndolo mucho. La figura de la mujer emerge en los poemas como arquetipo del bien. Las mujeres cuidan el mundo y dejan un legado bienaventurado. La dicción exuberante de Góngora en motoconcho se asienta en el verso libre para desplegarse sin restricciones. El poema generalmente largo permite un discurrir dilatado, una construcción ramificante, que se alimenta a sí misma con la incesante eclosión de lo que se ve, se rememora o se ansía. La pluralidad formal –que va del verso corto al versículo y el poema en prosa– obedece a la busca de la mejor expresión, del más preciso andamiaje elocutivo. La adjetivación es osada, como todo en esta poesía, pero es el adjetivo el que da siempre la medida de la ambición creadora del autor: «cuernos petulantes», «mantequillas sangrantes», «tizas monótonas», «feliz atrocidad», «genocidio perfumado», «tormentoso clítoris». Tomás Modesto Galán es pródigo, a lo largo de Góngora en motoconcho, en imágenes potentes, de acentos expresionistas. En «Si galoparan uñas sobre el lomo sangrante», de Canto a la ciudad que nos habita, vemos una urbe que «aúlla como una cucaracha bilingüe» y luego «lanza lodos para ahuyentar ratas aladas». El ímpetu creacionista, que continúa las tradiciones emparentadas de Lautréamont y Whitman –a quien cita, así como a Pedro Mir, el brillante discípulo dominicano del estadounidense– y roza en ocasiones lo dadá, inviste de tensión la poesía de Tomás Modesto Galán, que no duda en acogerse a la tradición bíblica, como hace en los poemas de Evangelio desechable, y, al mismo tiempo, alumbrar poemas fónicos, como «Daka Daka Daka», de Daka Daka Daka. Dreamers y el tren de los muertos. Las paradojas chisporrotean en Góngora en motoconcho, fruto del desgarro, pero también del deseo de concordia, y no solo las paradojas conceptuales –«suspiro torrencial», «lluvia inmóvil»–, sino también las perceptivas: sinestesias como «a tus pantalones sordos / la ceguera de mis dedos». Este vigor admirable, esta palabra que cruje y medita, llega hasta los más recientes poemas, aunque, en el último tramo de la producción de Tomás Modesto Galán, adelgacen un poco, se ciñan más, se peguen a los huesos: a los transparentes y polícromos huesos de la verdadera poesía.

[Prólogo de Góngora en motoconcho. Antología esencial (1983-2021), de Tomás Modesto Galán, Nueva York, Artepoética Press, 2021]

domingo, 22 de agosto de 2021

Haití y la desdicha

Las noticias, estos días, están llenas de Haití y Afganistán, dos de esos lugares remotos que uno llamaría sin dificultad el culo del mundo (aunque sus habitantes seguramente también consideren a España, si es que saben que existe, el culo del mundo). Ambos son un imán para las desgracias, sitios que parecen creados por el infortunio y destinados al sufrimiento. De Afganistán me asombra que la evidencia de que la principal causa de su situación es la religión, ese fatídico fenómeno humano, no haga reflexionar más a la gente sobre la necesidad de reducirla a la nada, de pulverizar esa losa de un inexistente mundo ultraterreno que ahoga el mundo real y causa dolor a tantas personas. A Haití parece que alguien le haya hecho vudú. Paradójicamente, fue el segundo país de América que se libró del yugo de la colonización (tras el coloso norteamericano), aunque quizá fuera eso lo que determinara, de nuevo paradójicamente, su suerte, porque ganó la independencia cuando aún no disponía de ningún recurso ni estructura para sobrevivir al control económico que ejercía, y nunca dejó de ejercer, la potencia colonial. En 1803, tras varias revueltas de los esclavos, inspiradas (tercera paradoja) por la Revolución que había tenido lugar en 1789 en la madre patria, y que acababan indefectiblemente en un baño de sangre —una de ellas se llamó la Guerra de los Cuchillos: solo el nombre acojona; y es que Francia fue especialmente tiránica en esta colonia antillana, que le proporcionaba, sin coste (la mano de obra era gratis), todo el azúcar que reclamaban los refinados salones parisinos—, un antiguo esclavo, Jean-Jacques Dessalines, derrotó en la batalla de Vertièrres a las fuerzas del general Donatien de Rochambeau, que Napoleón había enviado a la isla para sofocar la rebelión. Cuando se conoce el número de combatientes que participaron en la batalla —27.000 negros furiosos contra solo 2.000 soldados franceses—, uno piensa que la cosa tuvo poco mérito. Pero no: las tropas de Rochambeau eran aguerridas, estaban bien equipadas y se habían fogueado en los campos de batalla de Europa, donde Napoleón campaba a sus anchas, mientras que los haitianos apenas contaban con cañones y formaban, más bien, una desharrapada turba —un claro precedente del ejército de Pancho Villa— que sustituía las armas y la formación militar por ira y determinación. Los esclavos se lanzaron con tanto valor contra los fusiles enemigos que Rochambeau mandó un alto el fuego y envió un oficial a caballo a comunicar, en el mismo campo de batalla, sus respetos al oficial, François Capois, que había dirigido la carga (y a quien desde aquel momento se conoció, simpáticamente, como Capois-La-Mort). Luego prosiguió el combate, cuyo desenlace, favorable a los insurrectos, no pudo evitar el último y desesperado contraataque de Jean-Philippe Dault, al frente de sus granaderos, que fue repelido, con grandes pérdidas, por los haitianos. Estos, finalmente vencedores, no correspondieron al elegante gesto de Rochambeau reconociendo su coraje y, tras prometer que cuidarían a los prisioneros franceses para que pudieran volver a Francia, los ahogaron al cabo de pocos días, ahorrándose así un montón de problemas. Pocos meses después, en 1804, Dessalines proclamó la independencia del país. Desde entonces, su historia ha sido una sucesión de dictaduras, golpes de Estado, intervenciones extranjeras, guerras con la República Dominicana, guerras civiles, magnicidios (el último, el del presidente electo Jovenel Moïse, hace poco más de un mes), esperpentos (Haití tuvo dos autoproclamados emperadores: el propio Dessalines, ufano por su victoria contra los franceses, y otro con nombre de vino, Faustino I, que ocupó el poder diez años a mediados del siglo XIX), corrupción, analfabetismo y miseria, aderezada con devastadoras desgracias naturales —huracanes, terremotos, incendios— que parecen complacerse en arrasar este ya habitualmente arrasado rincón del Caribe. En el siglo XX, Haití ha gozado de una de las dictaduras más sanguinarias del mundo, la del abominable François Duvalier, Papá Doc, que gobernó el país con mano de hierro (se calcula que hizo asesinar a unas 30.000 personas) y, tras ocupar el poder desde 1957 hasta 1971, fue sucedido por su hijo, no menos abyecto, Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, que mantuvo el poder hasta 1986, cuando fue felizmente derrocado. Desde entonces, pese a la mucha ayuda internacional que ha recibido (con la que, por cierto, se han introducido en el país el cólera y los violadores: en Haití el refrán funciona al revés: no hay bien que por mal no venga), el país no levanta cabeza. Y, cuando parece empezar a hacerlo, llega el líder de una banda de narcotraficantes, un ciclón, una pandemia o un seísmo para hundírsela otra vez en el barro, hasta el punto de que Haití casi se ha convertido en un Estado fallido, en un no país, si no lo es ya. Recuerdo que, la última vez que estuve en la República Dominicana, un buen amigo de allí me contaba la impresión que le había causado ver, desde el balcón del hotel en el que se alojaba (entonces aún había hoteles en Puerto Príncipe), a cientos, a miles de jóvenes haitianos, sin nada que hacer, paseando simplemente de un extremo a otro de la avenida. Mis conocimientos de Haití son muy limitados: me fascina el creóle que se habla en la isla; y conozco a algunos escritores haitianos: Dany Laferrière, autor del superventas Cómo hacer el amor con un negro sin cansarse, Micheline Dusseck, que escribe en español, y Samuel Gregoire, un poeta con el que coincidí en la última Semana Internacional de Poesía de Santo Domingo, y que lo hace en tres lenguas: créole, español y francés. En esa estancia mía en la República Dominicana, fui a comer con unos amigos a un restaurante haitiano de la capital, que es lo más cerca que he estado nunca de Haití. Y lo disfruté mucho. Di cuenta de ese almuerzo en un capítulo de Diarios de viaje (2016-2019), que transcribo a continuación:

Como luego en un restaurante haitiano de la ciudad colonial, el Maison Kryòl, con Pedro Antonio, antiguo director de la Feria del Libro —seguramente lo era cuando fui uno de los invitados, en mi primer viaje a la isla—, y su mujer Ibeth, a los que conocí ayer en la cena con lectura de poemas incluida. Les dije que me gustaría mucho visitar Haití —el primer país libre de Hispanoamérica y el más pobre, hoy, del continente—, pero que no tenía tiempo para hacerlo esta vez. Pedro Antonio tuvo entonces la idea de sustituir esa visita ideal por una mucho más modesta a un trozo de la cultura haitiana, como es la gastronomía. Y a continuación me explicó que la última vez que él pasó al país de Toussaint Louverture fue cruzando en balsa el río que lo separa de la República Dominicana, y pagándole al balsero la cantidad estipulada. Esos fueron todos los trámites fronterizos que hubo de cumplir. Aunque llegar es notablemente difícil: las carreteras son escasas y, a menudo, impracticables, y las infraestructuras adelgazan hasta prácticamente desaparecer al acercarse a la raya. En el Maison Kryòl pido pescado créole y una cerveza Prestige, que no suelta chapapote, como sugiere su nombre, sino un líquido delicado que me refresca gloriosamente. Mientras comemos y charlamos —sobre Trujillo, suministrador inagotable de anécdotas siniestras; sobre Haití y la población negra de la República Dominicana—, contemplo un cuadro de pintura naíf —el estilo predominante en Haití—, alegre y colorista. En el restaurante también venden libros. Reparo en uno titulado Los negros a la luz de la Biblia, de Benoit Sanon, que es escritor, músico, pintor, sastre, profesor y pastor haitiano, portavoz de la teología del Cuerpo de Cristo. Aunque el título es incitante (y nada eufemístico: los negros son los negros, no los afroamericanos, o los ciudadanos de color, o cualesquiera otros de los circunloquios con que los difusos censores del lenguaje moralmente aceptable emborronan la realidad), las ocupaciones de su autor —sobre todo las de pastor y portavoz teológico— no lo son, y no me animo a comprarlo. La dueña del restaurante, que nos ha atendido solícita hasta el momento, nos sigue agasajando, ahora con un digestivo baraka, de canela. Fuera, ha empezado a lloviznar.

martes, 17 de agosto de 2021

El vacío que soy

A veces es imposible doblegar la voluntad de las personas. Si está animada por una necesidad largamente insatisfecha o una convicción arraigada en lo más hondo de la psique, la voluntad es una fuerza poderosísima. No la minan los reclamos del amor —de lo que esas personas entienden por amor, aunque solo sea una necedad consoladora—, ni los muy urgentes del deseo, ni la previsión de un futuro feliz o, por lo menos, benigno. Algunos son especialmente feroces en la infrangibilidad de su voluntad: los fanáticos de toda laya son los mejores expertos en imponer sus designios. Pero también las personas dizque normales pueden ser rocas inconmovibles, seres pétreos cuya visión de sí mismos —cuya autoestima— depende de esa dureza artificiosa, de esa rigidez con la que, creyendo justificarse, se flagelan y flagelan a los demás. Para mayor sufrimiento, algunos envuelven esa inflexibilidad en gestos de asentimiento, en oropeles de cariño, incluso en manifestaciones de amor, que les sirven para dulcificarlas y, a sus ojos, hacerlas tolerables. Pero esa aparente simpatía no es solo una contradicción irresoluble y una estrategia perversa, sino, sobre todo, un acto de crueldad. Una crueldad de la que a menudo no son conscientes, porque el propio fuego granítico que los anima, los ciega. 

Pero también hay quienes creen que, con su mero yo, sostenido por la tramoya del encanto y la cordialidad, pueden conseguir lo que desean, más aún, lo que se les debe, sin reparar en que, bajo el lenguaje burbujeante y un ingenio acaso seductor, solo hay un gran vacío, una nada habitada por espasmos y sombras. Su ansiedad solo conduce a la exacerbación de la ansiedad. Equivocadamente, creen merecer más de lo que reciben, desconociendo que el mérito y la retribución no solo no forman parte de las leyes de la sociedad, sino que tampoco forman parte de las leyes de la vida. Equivocadamente también, continúan aspirando a lo que los otros puedan darles, sin caer en la cuenta de que dar es un verbo intransitivo, de que el único regalo que podemos recibir, y que contribuirá a la pacificación de la nada que nos constituye, es la aceptación de que estamos solos, de que hemos fracasado, de que los demás nunca se avienen, en nuestra noche, en nuestro naufragio, a lo que deseamos, ni tienen por qué. El engaño que somos se deshace en mil pedazos cuando choca con alguien que no cede. Entonces nos quedamos mirando nuestro propio agujero como nos asomaríamos a una sima que siempre ha estado ahí, pero que solo ahora nos ha sido revelada. Una sima en la que nunca ocurre nada, salvo un frío aturdidor; en la que nuestra imagen se despeña como un lastre que arrojáramos para ganar altura, pero que siempre acaba volviendo a nosotros, como una mano que surgiera del fondo para arrastrarnos al fondo; una sima que apenas cruzan luciérnagas.

Escucho la hermosa sinfonía núm. 2 en do mayor de Fortunato Chelleri y veo a las hojas de los plátanos, delante de mi estudio, menearse apenas con una brisa cristalina. El teléfono está a mi lado, muerto. Es 17 de agosto y me digo que hoy empieza una nueva vida, que hoy ha de empezar una nueva vida, si no quiero que la soledad y la angustia me deshagan las entretelas. Me lo he dicho, no obstante, muchas veces, y nunca he conseguido empezar nada; a lo sumo, seguir arrastrándome entre las ruinas del pasado, como una lagartija extraviada. (Hoy he soñado, por cierto, que un lagarto enorme entraba en casa y saltaba de mueble en mueble hasta perderse en un rincón en el que no he querido mirar). No veo por qué hoy tendría que ser diferente. Aunque, a lo mejor, encontrar otra vez un lugar en el mundo signifique reconocer la propia falsía y la propia vulnerabilidad; aceptar que el silencio es la mejor manera de respirar. A lo mejor debería abrazar el hueco que soy, hacerme amigo del precipicio, caminar con él. 

jueves, 12 de agosto de 2021

El placer de viajar a los Estados Unidos

Viajar a los Estados Unidos nunca ha sido fácil. Que se lo digan a los espaldas mojadas o las legiones de centroamericanos que se dejan la vida en las carreteras, la frontera y el desierto para entrar. Pero tampoco lo ha sido para los turistas o los visitantes ocasionales. El viaje es largo y la burocracia, grande. De las varias ocasiones en que he estado en el país —desde que viví en Atlanta siendo un mozalbete—, recuerdo la multitud de papeles y, sobre todo, la dureza de las formas. El trato de la policía y los agentes de aduana, que nunca ha sido amable en ningún aeropuerto del mundo, se convertía en los de los Estados Unidos en una experiencia muy desagradable. Años ha, el acceso a los puestos de control quedaba delimitado por una franja amarilla en el suelo. Tras ella esperabas, pacientemente, a que te tocara el turno para enseñar el pasaporte y el visado, que entonces era necesario. Y pobre de ti si, inadvertido, pisabas o siquiera rozabas con la punta del zapato aquella línea amarilla. Alguno de los muchos guardias que patrullaban la zona, o varios a la vez, se te acercaban, veloces como si acabaran de descubrir al asesino de Kennedy, y te llenaban la oreja de gritos: "Step back! Do no toe the line!" (''¡Atrás! ¡No pise la línea!'). Solo les faltaba añadir lo que indudablemente estaban pensando: "You idiot!" (esto no necesita traducción). La línea amarilla, metáfora del respeto anglosajón por la norma, que se aplica taxativa y a menudo inicuamente, era intangible. La línea amarilla era sagrada. Es solo un detalle, pero muy significativo del ambiente general que se respiraba en los aeródromos y otros puntos fronterizos de la gran nación americana: controles constantes, registros exhaustivos, examen minucioso de los documentos, escáneres corporales, colas ineludibles e interminables. La estatua de la Libertad iluminaba, con su promesa de una tierra de oportunidades, el finísimo cedazo que aseguraba que no se colase ningún indeseable en the land of the free and the home of the brave ('la tierra de los libres y el hogar de los valientes'). No sé cómo estará hoy el asunto de la línea amarilla (hace muchos años que no voy a la que considero una de mis patrias), pero sí sé que, con el 11-S y, ahora, el coronavirus, las cosas se han puesto mucho más difíciles todavía. Hoy, a los españoles ya no nos hace falta el visado para entrar, pero sí necesitamos, además del pasaporte en vigor, un ESTA, es decir, un Electronic System for Travel Authorization, una autorización digital para viajar a los EE. UU., que cuesta, además de un buen rato rellenando el formulario correspondiente, diez euritos de nada. Pero la pandemia ha hecho que a estas trabas, resolubles, se haya sumado una casi irresoluble: el decreto presidencial —de Biden— que impide la entrada en el país a los ciudadanos del espacio Schengen, como los españoles, y a muchos otros del mundo en los que se considera que el virus campa a sus anchas (no como en los Estados Unidos, donde está muy controlado, dónde va a parar). Pero el decreto en cuestión —presidential proclamation, en inglés: me encanta este nombre, mucho más augusto que nuestro plebeyo decreto— tiene excepciones. En América, como en todas partes, hecha la ley, hecha la trampa. Aunque son excepciones durísimas, y para las que uno no cuenta con ninguna ayuda personal, es decir, ningún ser humano responde al teléfono en los consulados y embajadas para aclarar cuestiones sobre esas salvedades: uno se tiene que pelear con Internet, y apañárselas solo, para conseguir lo que desea: en mi caso, ir a Nueva York. Resulta que me han invitado a participar en un festival de poesía: The Americas Poetry Festival, un reconocido encuentro literario que este año celebrará la octava edición, y, la verdad, me gustaría asistir, con coronavirus y todo. Pero para hacerlo necesito justificar que constituyo una de las salvedades previstas en la proclamación anticoronavírica, una nada menos que national interest exception (NIE: 'excepciones por interés nacional'). Y eso tiene mucho intríngulis. Porque las excepciones recaen en personas que viajen para prestar apoyo vital o dirección ejecutiva a infraestructuras esenciales o a una actividad económica importante en los Estados Unidos, o por razones de seguridad nacional, salud pública o carácter humanitario; y los periodistas (estos, por el solo hecho de serlo; la libertad de prensa es aún más sagrada en los Estados Unidos que la línea amarilla de los aeropuertos). Y, hombre, no sé yo si un humilde poeta que ha sido invitado a leer poemas y participar en alguna mesa redonda sobre poesía va a contribuir significativamente a la economía de los Estados Unidos o tener una influencia decisiva en cualquiera de sus sectores estratégicos, aunque, pienso también, la poesía —y la cultura— deberían ser siempre un sector estratégico de las sociedades. De modo que, en esta tesitura, me lanzo a obtener el ESTA y solicitar, a continuación, la NIE correspondiente (aunque no sé si es realmente lo que debo hacer, porque nadie me lo aclara; para el nebuloso concepto de scholars o academic, en los que quizá podría encajar un poeta, existe, al parecer, un enigmático visado J, que en ningún lado que haya encontrado se especifica cómo obtener). De momento, he conseguido que la embajada norteamericana haya acusado recibo de mi solicitud y me haya mandado un cuestionario al que debo responder obligatoria y verazmente (en los Estados Unidos, mentir es un crimen, por lo menos si quienes mienten son las personas normales; si lo hace el presidente, como Trump, no tiene tanta importancia). Así que me pongo a ello. Estas son las preguntas y mis respuestas:

PREGUNTA: Para determinar si el viaje que propone constituye un apoyo vital para un sector de infraestructuras esenciales, describa las actividades específicas que piensa realizar durante este viaje e indique el cargo que ocupa.

RESPUESTA: He sido invitado, como poeta y académico [esto lo puse a ver si reblandezco la excepción del scholar o me indican cómo acogerme a ella], al Festival de Poesía de las Américas de Nueva York 2021. Por lo tanto, participaré, como tal, en dos lecturas de poesía y en una mesa redonda sobre temas relacionados con la poesía contemporánea. También expondré mis libros en el Festival.

P.: Por favor, indique en qué sector esencial se inscribe su actividad según https://www.cisa.gov/critical-infrastructure-sectors [y aquí se enumeran todos los que hay, desde el sector químico hasta el de la defensa o el nuclear]. ¿Cuántos puestos de trabajo en Estados Unidos dependen del resultado del viaje que propone?

R.: Ninguno, supongo, según la clasificación indicada, aunque estoy seguro de que la poesía (y la cultura) son, o deberían ser, una actividad esencial en el mundo contemporáneo. Ningún puesto de trabajo, que yo sepa, depende del resultado de este viaje, aunque los puestos de trabajo de los organizadores del evento también dependen de la realización de actividades como esta.

P.: Describa por qué NO [sic] se podría conseguir el mismo resultado a distancia, sin viajar.

R.: La poesía, aunque sea escrita, es, en su raíz, una actividad oral. La presencia física, cuando se lee en voz alta, realza su significado y efecto. Se vuelve mucho más poderosa cuando no hay pantallas u otros obstáculos entre el lector y el oyente. Asimismo, las ideas que despierta la poesía ganan fluidez y penetración cuando no hay intermediarios de ningún tipo.

P.: Describa brevemente las actividades de la empresa/mercado.

R.: Quienes me han invitado no son una empresa que desarrolle sus actividades en el mercado. Son, en su mayoría, profesores universitarios y escritores que se reúnen anualmente para organizar un encuentro literario relevante, que viene celebrándose en Nueva York desde 2014. Este año varias instituciones culturales destacadas de la ciudad (y del país) acogerán las actividades del Festival: el City College de Nueva York, el Instituto Cervantes, la Asociación Lugar de Nacimiento de Walt Whitman y el Consulado General y Centro de Promoción de la República Argentina en Nueva York.

P.: Detalle sus planes de viaje, incluyendo fechas, rutas, días de reunión y contactos para las mismas. El viaje debe realizarse dentro un plazo mínimo de 30 días. El viaje dentro de los próximos 30 días podría no ser posible, ya que las NIEs pueden tardar hasta 30 días en ser procesadas. Por favor, NO programe ningún vuelo hasta que le autoricemos, o podrían cancelarle su permiso ESTA.

R.: Viajaría a Nueva York desde Madrid o Barcelona el 12 de octubre y volaría de vuelta a España el 17 de octubre. Todas las actividades del Festival se llevarán a cabo en la ciudad de Nueva York, aunque los organizadores aún no han señalado en cuál de ellas participará cada poeta. El hotel donde nos alojaremos todos es el L. Hotel. Mis contactos para la reunión son C. A., director del Festival, Y. S., organizadora, y C. V., organizador. [Velo aquí los nombres por discreción elemental; en mi respuesta al formulario, indicaba sus nombres y apellidos, y hasta el color de sus ojos].

P.: Le rogamos que exponga sus planes para cumplir todos los requisitos del CDC [Center for Disease Control: Centro para el Control de Enfermedades] para los viajes internacionales a su llegada a los Estados Unidos.

R.: Cumpliré con todas las normas que me sean aplicables como visitante de los Estados Unidos. Ya estoy totalmente vacunado (desde marzo de 2021) y puedo acreditarlo. Me someteré a una prueba durante los tres días antes del viaje y después de llegar a los Estados Unidos, y mostraré mis resultados negativos siempre que se me requiera.

P.: ¿Es usted cónyuge de un ciudadano estadounidense o un residente legal? ¿O es padre/hermano de un ciudadano estadounidense/PRL soltero menor de 21 años? En caso afirmativo, incluya los documentos que lo demuestren (certificado de matrimonio, certificado de nacimiento, etc.)

R.: No.

P.: Si usted no es el solicitante, o un familiar directo, por favor indique el correo electrónico del solicitante o un G-28 firmado en formato .pdf

R.: Yo soy el solicitante.

A ver si hay suertecilla.

sábado, 7 de agosto de 2021

Elogio de Blade Runner

Blade Runner ilumina la mayor tragedia —o el mayor escándalo— al que está sometido el hombre: tener que morir. Y lo hace en un escenario donde siempre llueve y siempre es de noche. Su iluminación es oscura. La caducidad de la vida conduce a los replicantes a una rebelión desesperada. Son androides, pero en realidad son hombres: participan de su misma sustancia, el tiempo, y de su misma suerte, la muerte. Solo que ellos mueren antes, programados por un designio utilitario y un mandato esclavizador. No obstante, nada esencial los diferencia de nosotros. Este hecho elemental, el terror a la finitud, la zozobra de saberse transitorio y perecedero, que arrastrará consigo la muchedumbre de sucesos insignificantes, pero sostén de nuestras vidas, con que atravesamos los años y los destruirá como a pompas de jabón, transforma el celuloide en metáfora; y la metáfora es siempre un concepto que renace, el núcleo, lavado, de una realidad. Este concepto, esta realidad somos nosotros, los humanos. Pero en Blade Runner no comprendemos el tropo revelador —no nos comprendemos— hasta el final, que no es la impertinente escena de la huida en coche de Deckard y Rachael por un resplandeciente paisaje de montañas y lagos, sino esa otra en la que Roy salva al blade runner de caer desde la azotea del destartalado edificio en el que han luchado, y pronuncia su inmortal parlamento: «I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die». Hasta entonces, la película se interpreta como un ejemplo más de la milenaria, de la eterna lucha entre el bien y el mal. En ese instante, cuando Rutger Hauer, el holandés de mirada albina que encarna a Roy, el líder de los Nexus-6, desvela las cosas que ha visto y que ni Deckard ni sus semejantes podrían llegar a imaginar, entendemos por fin que el malo no es el malo, sino el bueno; que el malo no es el malo, sino nosotros. Entonces se nos aparece su miedo como eso mismo que sentimos cuando cobramos conciencia de que este momento en el que escribo estas palabras, o en el que tú, lector, las lees, de que cualquier momento al que hayamos entregado nuestro pensamiento y nuestra piel, nuestra sangre y nuestro semen, todo el estupor y la delicia que experimentamos al sabernos palpitantes en el magma de calamidades y deslumbramientos que es el mundo, se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y son tales el arrebato que inspira la filmación, obediente a la despellejada poesía de Ridley Scott, y el estallido de significado y compasión que sentimos en esa azotea llovida, en la que dos hombres, solo separados por el origen espurio y la muerte matemática de uno de ellos, quieren matarse y acaban salvándose —porque quienes comparten destino solo pueden compadecerse y salvarse—, que ni siquiera rechazamos la cursilería de las lágrimas y la lluvia, o de que una paloma blanca (¿de dónde sale?) eche a volar cuando Roy muere, sino que la aceptamos como manifestación exacta de una humanidad torturada por su flaqueza y ensombrecida por su fugacidad. Los replicantes rebeldes han matado porque han de morir: porque alguien ha decidido que deben morir; sin consultárselo, sin derecho alguno, como Dios. Su maldad combate la maldad superior de un fin planificado e inadmisible. Su insumisión también es la nuestra, porque también nosotros somos víctimas de un plan inicuo, porque también nosotros somos esclavos. Otras escenas de Blade Runner merecen recuerdo. El cuerpo escamoso y magnífico de Zhora, cubierto por un impermeable transparente y barrido por los disparos de Deckard, con fúnebre fragor de cristales. La lengua de Pris, «un modelo básico de placer», también retirada por Rick Deckard, que asoma entre sus labios muertos y es besada por un Roy melancolérico. El traje negro, la falda ajustada y los pasos cortos de Rachael —una replicante que no sabe que lo es— acercándose por los lóbregos pasillos de la Tyrell Corporation, la creadora de los replicantes. Memorable es también que una película que anticipa tantos sórdidos acaecimientos de la sociedad humana no haya previsto la existencia de los teléfonos móviles.

domingo, 1 de agosto de 2021

Poemas para combatir el coronavirus

Así ha titulado Juan Luis Calbarro, el editor de Los Papeles de Brighton, la antología que acaba de publicar su sello, con 48 poemas de 41 poetas de todo el país, reunidos aquí como una forma de lucha contra esta pandemia que no acaba, porque también la palabra combate al virus: mantiene la fe en eso específicamente humano que se llama lenguaje, y poesía, y placer estético, y sentido moral, y nos refuerza en nuestro ser, en nuestra voluntad de seguir existiendo, frente a la catástrofe ciega del coronavirus. En realidad, este libro empezó siendo imágenes: las de los poetas leyendo sus poemas para el canal de youtube que el propio Juan Luis había promovido y el Instituto de Enseñanza Secundaria Ágora, de Alcobendas, había creado al principio de la pandemia (mi lectura: https://www.youtube.com/watch?v=RGFw7I0yPbs), y con el que pretendían —y lograron— que los alumnos confinados siguieran vinculados al Instituto, a sus estudios de lengua y literatura, y a algo aún más novedoso y ambicioso: a la poesía. La iniciativa creció con más y más poetas que participaban en algo tan grato como útil, y, tras todos estos meses, ha cuajado en un libro, cuyos editores literarios son el mismo Juan Luis Calbarro, que también colabora como poeta, y Miriam Maeso, con todas las características de las publicaciones de Los Papeles de Brighton: buen papel —y, por lo tanto, buen tacto—, excelente maquetación y contenido plausible. En la nómina de autores figuran no pocos amigos y poetas destacados, como María Ángeles Pérez López, Teresa Domingo Català, Oswaldo Guerra Sánchez, Ricardo Hernández Bravo, Julio Marinas, Moisés Galindo, Arturo Tendero, Santiago López Navia, Ramón García Mateos, Javier Pérez Walias, Juan López-Carrillo, Alfredo Gavín, Tomás Sánchez Santiago, Ángel Fernández Benéitez o Máximo Hernández. Es reseñable, asimismo, la presencia de Ben Clark, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca o María Elena Higueruelo, reciente ganadora del premio Adonáis. Hace poco más de dos meses, tuve la satisfacción de leer mis poemas incluidos en Poemas para combatir el coronavirus, junto con otros, en el propio IES Ágora, y allí pude comprobar cuándo había calado la iniciativa en los alumnos: todos eran conocedores de los textos y, en no pocos casos, los habían estudiado y comentado, y todos respondieron con interés y cordialidad. 

Estos son las tres décimas, pertenecientes a Décimas de fiebre, con las que he colaborado en el volumen:

                          A Claire Forlani

Tus orejas divergentes
no divergen en finura:
con escueta desmesura,
los cartílagos ingentes
trazan las altas tangentes
de las criaturas aladas.
Si con ellas separadas
eres bella, qué belleza
luciría tu cabeza
si las tuvieras pegadas.

                            Autorretrato

Tengo años cuarenta y nueve,
que es lo mismo que decir
media vida sin reír
o tengo cuarenta y nieve.
No Eduardo: me llamo llueve,
y me inquina una tormenta
meticulosa, una lenta
casi nada que me guía,
con precisión de gumía,
a un ataúd de cincuenta.

                             Karen

Salgo del metro hosco y gris.
Me recibe una mañana
oleosa, de luz malsana.
En un portal hace pis,
borracho, un chisgarabís.
Entro en el bar. Fuera, ríe
un mendigo, que se fríe
de frío. La camarera
se adelanta a mi espera,
sirve el café, y me sonríe.





https://lospapelesdebrighton.com/2021/07/09/poemas-para-combatir-el-coronavirus/