domingo, 29 de noviembre de 2020

Los chupasangres

No, esta entrada no va de bancos ni de fondos buitre, como pueda hacer pensar el título, sino de vampiros, los protagonistas de la exposición Vampiros. La evolución del mito, que se ha inaugurado hace poco en el CaixaForum de Barcelona, uno de los últimos refugios de la cultura en la ciudad en estos tristes meses de pandemia. Aunque, para serlo, la entidad ha de aplicar estrictamente los protocolos sanitarios. Por ejemplo, en los servicios solo puede entrar una persona. Me imagino el sufrimiento de quien padezca un repentino y violento apretón y encuentre el aliviadero ocupado. Aunque también descubro que esa angustiosa situación tiene una contrapartida feliz, una vez estás dentro: es un placer evacuar sin nadie cerca que haga ruidos, desprenda olores, se sacuda la minga a la vista de todos, ocupe el secador eléctrico cuando vas tú a secarte o salga sin lavarse las manos. Pese a todo, el control de los vigilantes no es tan férreo como había creído: cuando aún estoy en el mingitorio, entra un joven, que se baja los pantalones hasta casi las rodillas y desagua con entusiasmo. La exposición, en la que predominan el rojo y el negro, los colores de la sangre y la muerte, asuntos ineludibles cuando se habla de vampiros, empieza con unas imágenes de Nosferatu. Una sinfonía del horror, el clásico de Murnau, en las que se ve al monstruo protagonista, calvo, de nariz ganchuda y uñas como garfios, subir lenta y ominosamente por unas escaleras, tras los turbios cristales de una ventana ojival (nosferatu, por cierto, proviene del griego nosoforos, que significa 'portador de la enfermedad'). El efecto anticipa lo que encontraré a lo largo de la exposición: pantallas con escenas de las muchísimas películas protagonizadas por vampiros, uno de los principales mitos oscuros de la humanidad. Porque la figura de esta encarnación del mal, de esta sombra que necesita del elixir de la vida que es la sangre para seguir existiendo, se pierde en la noche de los tiempos, desde los utukku mesopotámicos hasta los jiang shi o vampiros zombis de la antigua China: los chinos, como con la pólvora o el papel, se nos adelantaron varios siglos. Pero el mito, tal como lo conocemos, reverdece en la Edad Media y se inspira, sobre todo, en dos personajes históricos de la Europa Central: Vlad Draculea, un rey valaco del siglo XV, hoy héroe nacional de Rumanía, que sembró los campos de Valaquia y Transilvania de turcos atravesados por estacas del ano a la boca (o a la base del cuello) y se ganó, con todo merecimiento, el apodo de el empalador (aunque no consta que se bebiese la sangre de sus enemigos); y la condesa húngara Erzsébet Báthory, llamada la sangrienta —otro sobrenombre elocuente—, que vivió entre los siglos XVI y XVII, y a la que se acusó de secuestrar en su castillo a numerosas vírgenes, a las que torturaba y desangraba hasta la muerte para darse baños en su sangre (la Báthory era más audaz que Cleopatra, que usaba leche de burra para su toilette) y bebérsela para conservar la belleza y ganar la inmortalidad. Esta cruel aristócrata inspiró al irlandés Le Fanu (un nombre vagamente vampírico) el personaje de Carmilla, la protagonista de la novela homónima, publicada en 1872, antecedente de la obra que probablemente más haya hecho por la consolidación del mito en la conciencia contemporánea: Drácula, de 1897, escrita por otro irlandés, Bram Stoker. (En mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra, colgué en 2013 una entrada sobre Stoker y su espeluznante creación: https://eduardomoga.blogspot.com/2013/09/dracula.html). Un ejemplar de la novela de Stoker me espera en la primera vitrina de la exposición, junto con la reproducción de algunas páginas del manuscrito original —escrito con tinta negra y subrayados rojos—, como reconocimiento de su relevancia en la configuración del arquetipo. Vampiros. La evolución del mito se estructura en secciones sucesivas, cada una de las cuales subraya algún aspecto de los chupasangres —vampiros eróticos, vampiros políticos, vampiros poéticos...—. El contenido gráfico resulta fundamental: un mito sin cuerpo, sin imagen (aunque no se refleje en los espejos), no acaba de ser un mito. Veo dibujos de Gustavo Doré y estampas de Goya, varios de cuyos Desastres de la guerra y Caprichos, como el célebre "El sueño de la razón produce monstruos", el apropiado "Mucho hay que chupar" o el sugerente "No te escaparás" (en el que una bella y blanquísima señorita es perseguida por una caterva de seres deformes y alados), abundan en figuras monstruosas, de rasgos vampíricos, es decir, diabólicos: con alas de murciélago o uñas larguísimas, otro de los rasgos tradicionales del engendro. Y, entre las acostumbradas escenas de tétricos castillos, nieblas espesas (los vampiros, además de en murciélagos, pueden convertirse en niebla) y lúgubres paisajes nocturnos, me divierte (aunque no sea esta una palabra muy adecuada para lo que se da a contemplar) un carboncillo de Wes Lang, muy reciente, de 2019, titulado A la mierda los hechos —un título que podría haber sido dictado por Donald Trump—, en el que aparecen, insalubremente mezclados, la muerte, muchas calaveras y un vampiro; y numerosas caricaturas de personajes famosos, representados como vampiros, algunos muy pertinentes —la Thatcher, Putin, Nixon— y otros menos evidentes, como la Merkel, Obama o Bush hijo, que era tonto, pero yo no diría que chupasangres (aunque acaso sí lo fuera alguno de sus colaboradores, como Dick Cheney). Una serie de fotografías me llama mucho la atención: el retratado es James Dean, dentro de un ataúd, haciendo visajes; están tomadas por Denis Stock, en 1955, siete meses antes de que el protagonista de Rebelde sin causa estampara el Porsche que conducía contra otro coche en Cholame, California. El apartado cinematográfico es el más importante de la exposición, y no solo por el carrusel de películas que se proyectan, sino también por los carteles publicitarios y los estupendos materiales de atrezzo que los acompañan en algunos casos. Veo en varias escenas a Christopher Lee, el drácula que mejor ha enseñado los colmillos en el cine, en dura competencia con Peter Cushing y Bela Lugosi, húngaro como la princesa Báthory, al que se presentaba en los años 30 como "el más terrorífico de los vampiros". Lee protagoniza también dos de las escasas incursiones del cine español en el mito de Drácula: Cuadecuc, vampir, del catalán Pere Portabella, un documental, a modo de making of, de El conde Drácula, la película sobre el vampiro filmada por el madrileño Jesús Franco en 1970. Por otra parte, en Drácula AD, de 1972, el inmarcesible Lee le arranca voluptuosamente un crucifijo del cuello a la joven, muy escotada y muy bien alimentada, a la que aspira a hincar el diente. Es una escena frecuente en el cine de vampiros: el ávido conde, tras seducir a la indefensa damisela con sus aristocráticos encantos, se abalanza sobre ella, le propina el mordisco mortal y le vacía la carótida. Lo que sucede después no suele relatarlo la cámara. En este caso, el director de Drácula AD, Alain Gibson, se encarga de subrayar, con varios close ups, que el crucifijo, como suele suceder, se encuentra entre los dos senos. Por las pantallas de la exposición desfilan escenas de clásicos del género: desde los añejos Drácula, de Tom Browning (1931), o Vampyr, de Carl Theodor Dreyer (1932), hasta los finiseculares Drácula, de Bram Stoker, de Coppola (1992), o Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan (1994). Junto con estas celebradas producciones, se muestran otras mucho menos conocidas, aunque acreditativas de la vigencia universal del mito, como Atlal, una película para televisión del libanés Ghassan Salhab (2006), la japonesa Chi o suu bara, de Michio Yamamoto (1974), o la originalísima Una chica vuelve a casa sola de noche, de la iraní Ana Lily Amirpour (2014). Por suerte, la exposición no ha recogido ninguna muestra de otro ejemplo del cine español sobre vampiros: Brácula: Condemor II, de Chiquito de la Calzada. Habría sido demasiado anticlimático, supongo. Aunque, entre la cartelería que jalona las paredes de la vasta exposición, destacan un pasquín de Abbott y Costello contra los fantasmas, en la que participan, junto a aquellos morancos estadounidenses que eran Bud Abbott y Lou Costello, grandes del cine de terror, como Lon Chaney, en el papel del hombre lobo, Bela Lugosi, en el de Drácula, claro, y Glenn Strange, en el de Frankenstein; y varios, en diferentes idiomas, según el país en el que se estrenase, de El baile de los vampiros, de Roman Polanski, otro ejemplo de comedia vampírica, en la que aparece la infortunada Sharon Tate, que murió a manos de alguien mucho peor que un vampiro. Dentro del apartado gráfico, me paso un buen rato admirando la portada de la revista Bazaar en la que aparece mi enamorada Lauren Bacall (es decir, yo estoy enamorado de ella, no ella de mí) con el loable propósito de incitar al público a donar sangre —la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo—, vestida como una vamp: entre sombras, con ropa y complementos rojos y negros, y el cuello de la chaqueta alto y siniestramente levantado. Muy atractivas resultan también las piezas de vestuario expuestas: el abrigo de faya verde y botones de azabache y la máscara de látex de Klaus Kinski en Nosferatu, vampiro de la noche, aunque uno piensa que al actor no le hacía falta realmente ninguna; el abrigo rojo de Gary Oldman, de cola infinita, y el bellísimo vestido verde de Winona Ryder en el Drácula de Coppola; o los también espectaculares atuendos de Tom Cruise y Kirsten Dunst, azules ambos, en Entrevista con el vampiro. Mientras reparo en todo esto, no dejan de oírse chillidos de mujeres, las mordidas por los cientos de vampiros que en el cine han sido: lo que en otras circunstancias pondría nervioso, hay que admitir que aquí es pertinente. No obstante, algunos elementos de la exposición me defraudan un poco. La sección "Vampiros poéticos", que tanto promete, se me antoja insustancial, salvo por la presencia de la primera vamp moderna, la gran Theda Bara. "Vampiros eróticos", a la que accedo con entusiasmo, es sorprendentemente breve. Y en una sala a cuya entrada se nos previene de que "algunas imágenes pueden herir su sensibilidad", y en la que me apresuro a entrar, solo se proyectan escenas con los habituales mordiscos, chupeteos y regueros de sangre: nada que no resulte propio, y hasta rutinario, del asunto que nos ocupa, aunque sospecho que el aviso tiene que ver con el hecho de que, en estas películas, todas las víctimas de los vampiros, siempre mujeres, son atacadas con especial virulencia y aires de violación. La exposición tiene también un Vamp Club, una habitación, forrada de rojo, con un espejo en el que no nos reflejamos (o nos reflejamos al sesgo, muy tenuemente), el mismo efecto que se produce en dos "cajas de espejismos", de Charles Matton, situadas muy cerca, una de las cuales se titula El salón de Ana Frank, otra desaparición celebrada. La última sección de la exposición, "Vampiros pop", reúne la parafernalia más actual sobre Drácula: cómics (hay ejemplares de los míticos Vampirella y Creepy), piezas de animación japonesa, videoclips y escenas de series de televisión, como Buffy cazavampiros y el muy adolescente Crepúsculo, en el que los vampiros son guapísimos y hasta bondadosos. También me alegra encontrar una edición argentina y sesentera de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, tantas veces llevada al cine, en la que se cuenta la lucha del único ser humano que ha quedado en la Tierra, después de un apocalipsis planetario, contra una raza de hombres convertidos en vampiros por una bacteria, que, como ortodoxos chupasangres, solo atacan de noche. Cuando salgo de la exposición, ya está oscureciendo. Tengo que ir con cuidado: en cualquier momento pueden aparecer unos colmillos ansiosos de vida.

martes, 24 de noviembre de 2020

El descubrimiento de la jardinería

La jardinería nunca me había interesado. Me parecía una ocupación de viejos, como hacer rompecabezas de miles de piezas, y tan fascinante como una tarde de pesca o un curso de contabilidad. Quizá sea verdad que nuestros miedos o aborrecimientos son percibidos por las criaturas que nos rodean, porque las pocas veces que había intentado asomarme a aquel mundo —empujado, sobre todo, por mi mujer, que desde siempre había albergado la descabellada esperanza de que me dedicase a la horticultura— el resultado había sido la defunción inmediata de las plantas; tan inmediata que una vez, al llegar a casa de la floristería, ya se me habían muerto. Nada sobrevivió a mis atenciones, es decir, a mis desatenciones. El tronquito del Brasil se mustió en un par de semanas; el bonsái, tan japonés, tan caro, no resistió el primer mes; incluso las plantas más aguerridas, como potos o geranios, declinaban a toda prisa. Hasta que Ángeles tuvo la feliz idea de poner plantas crasas en la terraza y en el alféizar de la ventana de la cocina. Las plantas crasas o suculentas son las más duras de todas: salvo que las abrase el sol, lo aguantan todo: que no las abonemos, que no las limpiemos, que no las reguemos; en una palabra, que nos olvidemos de ellas. Y eso es exactamente lo que hicieron: aguantar. Más aún: para mi sorpresa, empezaron a crecer. Los plantones iniciales engordaron y se multiplicaron hasta formar pequeñas selvas de hojas aterciopeladas y lustrosas. Y no solo eso: cada cierto tiempo desarrollaban unas antenas enormes, en el extremo de las cuales brotaban flores no muy vistosas, pero que eran, indudablemente, flores. Yo me asombraba, en cada desayuno, de aquel medro improbable, pero que saltaba a la vista. También en la terraza el áloe —otra planta suculenta— se sobreponía a todo y crecía, crecía, en una maceta que muy pronto se quedó pequeña. De hecho, me preguntaba cómo podían sobrevivir las raíces de una planta que se había hecho tan grande, y por lo tanto la planta misma, en un recipiente tan exiguo. ¿A dónde irían? Aquel era otro misterio de la botánica. Por si fuera poco, un poto, el último superviviente de una estirpe de lianas que había perecido sin remedio, prosperaba insólitamente en una esquina de un armario de la cocina, junto a una cerámica de recuerdo de Talavera. Pero no solo aquella inopinada supervivencia despertó mi curiosidad por la jardinería. Una soledad no menos imprevista en mi vida me hizo consciente de que mi casa ya no era un lugar de paso, como había sido en los últimos años, sino mi reducto, y que era importante que ese reducto fuese lo más agradable y estuviera lo más vivo posible. De pronto, un buen día, me descubrí a mí mismo regando escrupulosamente las plantas y limpiándolas de hojas secas. Mi sorpresa fue ya total cuando me vi, un sábado por la mañana, empujando un carro por los largos pasillos del Jardiland, el mayor centro de jardinería de Sant Cugat, al que había acompañado algunas veces a Ángeles, pero que siempre me había parecido tan exótico, y tan ajeno a mis intereses, como la selva de Sumatra. Y eso mismo hago hoy: ir al Jardiland para comprar tierra, más plantas, una maceta rectangular donde ponerlas y, como tengo previsto transplantar el áloe de su tiesto-corsé a un contenedor más desahogado y anticipo que las hojas serradas y puntiagudas del arbusto pueden hacerme un destrozo (lo entiendo: es resistencia pasiva), también guantes de jardinería y unas tijeras de podar, para no utilizar las de cocina que he empleado hasta ahora. Hay una cola enorme a la entrada: un empleado tiene que limpiar cada carrito de la compra que cogen los clientes: la pandemia obliga. A su lado, veo a una madre, sentada en el asiento de atrás de un coche, darle de comer un potito (no un poto pequeñito, sino un tarro de papilla) a un bebé en un carrito (no de la compra, sino de bebé). Así de familiares son las visitas al Jardiland. Yo, en cambio, vengo solo. Me proveo, nada más entrar, de varios sacos de tierra universal, porque he aprendido que los diferentes tipos de plantas necesitan diferentes tipos de tierra (por ejemplo, las crasas no requieren suelos ricos: prefieren los pobres; hasta en arena prosperan) y luego me hago con cuatro geranios, los últimos que quedan en el establecimiento. "Tenemos muy pocos", me dice la empleada a la que me dirijo para que me oriente en la jungla, "porque en invierno se ponen feos". "Pero no se mueren, ¿verdad?", respondo, escamado. "En principio, no deberían". El "en principio" me deja preocupado. De todos modos, me los quedo. Los geranios siempre han tenido un encanto especial para mí. En la casa donde me crie, siempre había geranios, y sigue habiéndolos. Los cuidaban tanto mi madre como mi abuela en el balcón de nuestro piso, y mi infancia aparece nimbada, en mi recuerdo, de los tallos recios, del rojo vivo de las flores y del aroma delicadamente arenoso de una planta poco sofisticada, pero, a mis ojos, muy sensual. El geranio es la planta de los labriegos, de las casas de adobe y los veranos rocosos: sutilmente mineral. Junto con los geranios, que, en efecto, lucen desgarbados y casi tísicos, me hago con dos ciclámenes. Por variar: para que no todo sea geráneo. Luego de la tierra y las plantas, busco la sección de utillería. Tardo en encontrarla, pero da igual: es un placer pasear por los pasillos inundados de olores y colores, saturados de geometrías sinuosas y dispares, iluminados por los fogonazos helados de las flores rojas, blancas, violetas, amarillas. Apenas sé cómo se llama ninguna de estas plantas. Quizá por eso me fascinan sus nombres, que encuentro inevitablemente poéticos: amarilis, anturio rojo, clivia, ciclamen, gardenia, orquídea mariposa, clavel del aire, margarita elsa, lirio de los incas, cielo estrellado. Siempre he encontrado fascinantes también las descripciones botánicas. Por ejemplo, esta es, según wikipedia, la del ciclamen: "Planta herbácea, perenne, con tubérculos más o menos lisos, glabros o pubescentes, enraizantes en toda la superficie o solo en la base. Hojas con largo peciolo, subenteras o inciso-lobadas, glabras o glabrescentes, con haz verde moteado y envés de color verde o purpúreo. Flores pentámeras, actinomorfas, solitarias, pediceladas, péndulas, proterandras. Cáliz con cinco sépalos soldados en la base. Corola con cinco pétalos reflejos, soldados en la base, formando un tubo globoso; lóbulos contortos, enteros o raramente dentados, más o menos auriculados; de color blanco, rosado o purpúreo. Estambres con anteras introrsas, hastadas, sobre filamentos muy cortos. Ovario súpero, globoso. Fruto en cápsula con dehiscencia apical por cinco-siete valvas; pedicelo fructífero aproximando por curvatura o, más habitualmente, por enrollamiento helicoidal". ¿No es maravilloso? No entiendo nada, pero me siento embrujado, sumido en un mundo tumultuoso y enigmático. Encontrarme, por fin, delante de un inmenso expositor lleno de guantes me saca de mis lucubraciones lingüísticas. Nunca habría imaginado que hubiese de tantos tipos: guantes para transplantar e injertar, guantes para podar, guantes para conducir maquinaria, guantes contra arañazos, guantes contra pinchazos... ¿Habrá algunos contra la torpeza? Me llevo los que protegen de los pinchazos: el áloe es una planta paciente, casi estoica, pero no sé si le gustará que la manipule como preveo hacerlo. También cojo unas tijeras adecuadas. Las hay capaces de desmochar una secuoya. Yo me conformo con unas modestas, solo para retocar puntas. Mientras enriquezco mi arsenal jardinero, oigo que me llaman: "¡Eduardo!". Se me hace extraño que alguien diga mi nombre en voz alta, y más cuando veo que quien lo ha hecho es una mujer, con el inevitable embozo de la mascarilla, en una silla de ruedas. Calza una bota ortopédica. Por fin la reconozco: es una vieja amiga de Ángeles y mía, que ha venido con toda la familia a comprar semillas. Al parecer, cultivan guisantes en casa. Está postrada y lleva la bota porque se acaba de operar de un juanete. Después de expresar la preceptiva sorpresa por verla, le digo que yo también debería operarme de uno, pero que, si lo hiciera, no sé quién empujaría la silla como ahora hace una de sus hijas. Así que sigo dejando que el juanete me agujeree los zapatos. Cuando llego a casa, me aplico a la operación de transplante del áloe. Lo que no es fácil. La planta ha crecido tanto que ya no deja espacio para meter la mano hasta la tierra, así que, como no quiero tirar del tallo principal, lo que me parece muy arriesgado y vagamente estrangulador, no me queda más remedio que romper la maceta para extraerla. Encuentro entonces respuesta a la pregunta que me he hecho estos días: ¿dónde metía las raíces? Pues las metía alrededor, es decir, envolviendo la tierra en una red muy tupida, hasta formar una pelota sólida, de la que no cae ni una mota. Meto la pelota en una maceta mayor, como quien le regala un piso a un hijo. En la manipulación, fatalmente inexperta, troncho varias hojas del áloe, que parecen brazos amputados. Queda a la vista la pulpa húmeda y carnosa, que gotea una sangre verde: me siento culpable; me entristezco. No obstante, creo que ambos hemos superado el trance. Espero que en su nuevo habitáculo esté más cómodo. Y que no se muera.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El oro de la sintaxis

Acaba de aparecer, en estos tiempos de tribulación, ay, mi más reciente libro de crítica literaria, El oro de la sintaxis, donde reúno reseñas, artículos y prólogos que he publicado —o no: algún trabajo hay inédito— a lo largo de los últimos cuatro años. Ve la luz en la editorial chileno-española RIL, cuya división española capitanea, desde Granollers, el extremeño Paco Najarro, donde ya se publicó, a principios de 2019, El sonido absoluto. Un ensayo sobre Cortejo y Epinicio, de David Rosenmann-Taub. Me gusta reunir cada cierto tiempo mis trabajos críticos, inevitablemente dispersos en revistas, periódicos, medios digitales y mi propio blog, y darles una segunda oportunidad en forma de libro, de ese vehículo imperecedero que es el libro. Hasta el momento, he tenido la suerte de encontrar las editoriales donde hacerlo, y esta es una buena ocasión para expresar mi agradecimiento a RIL por haberme acogido de nuevo en su catálogo, tras mi todavía reciente ensayo sobre Rosenmann-Taub. La crítica es un territorio arduo, por el que muchos transitamos, pero en el que pocas visiones y aún menos estilos cuajan. Por visiones me refiero a conceptos de la literatura: a formas singulares, coherentes y, si es posible, reveladoras de verla, y por estilos, a maneras asimismo personales de expresarla. No sé si yo he logrado ni visión ni estilo, pero sí que me esfuerzo por que cada trabajo sea un ejercicio de análisis, una aproximación, lo más genuina y transparente posible, a cada libro, a cada propuesta a la que me asomo. En el índice del libro, que he copiado más abajo, podrá comprobarse que El oro de la sintaxis se ocupa, fundamentalmente, de la literatura española. Hay una sección dedicada a Whitman, al que me siento muy ligado desde que traduje, en 2013, su magno Hojas de hierba, y cuyo bicentenario se ha celebrado en 2019, lo que ha hecho que menudearan los trabajos sobre su figura y su obra, y también algunos artículos sobre autores foráneos, pero el grueso del volumen trata de libros de escritores nacionales. Sin patrioterismo alguno y sin restar ningún valor a la savia nueva que suponen las traducciones, sin las cuales no se puede educar el gusto ni renovar las tradiciones, creo que hay que defender la literatura española, y que una forma de hacerlo es traerla a primera línea, reflexionar sobre ella, darle eco. Nadie la ataca expresamente, pero sí se ve sometida al empuje de las literaturas extranjeras, a la que muchos editores —y no pocos lectores— se sienten tentados de dar prioridad por ese mero hecho: por ser extranjeras. Algún papanatismo hay en ello: aún arrastramos, me parece, algo de aquel viejo complejo de inferioridad en virtud del cual todo lo que venía de fuera nos parecía mejor que lo que teníamos dentro. El oro de la sintaxis pretende ser una modesta contribución a esa reivindicación de lo propio y una forma de celebrar, otra vez, el hecho vivo y gozoso de la literatura.

                        


Este es el índice del libro:

1. EL SUTIL ARTE DE LA RESEÑA

- «Diario total», sobre Benarés, India, de Jesús Aguado
- «El diorama de los desheredados», sobre Cuentos completos, de Ignacio Aldecoa
- «La infancia y el hoy», sobre Teoría de las niñas, de María Baranda
- «Un ocio doliente», sobre El ocio que nos queda, de Ignacio Cartagena
- «Viajar», sobre Con las suelas, con el viento, de Martín Casariego
- «Cilleruelo, antologado», sobre La mirada. Antología esencial 1982-2017, de José Ángel Cilleruelo
- «Espíritu errante entre la lógica y la magia», sobre Seis sextetos, de Juan Carlos Elijas
- «El tiempo es un cartón de leche», sobre Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad), de Agustín Fernández Mallo
- «Llamarse nadie, pero ser vigoroso», sobre Llamarse nadie, de José Luis Gómez Toré.
- «César González-Ruano revisitado», sobre Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, de César González-Ruano
- «Una lectura desveladora», sobre David Rosenmann-Taub: poemas y comentarios. Una antología comentada, de Kenneth Gorfkle
- «Los hombres del Norte», sobre Los hombres del Norte. La saga vikinga (793-1241), de John Haywood
- «Jardín de grava», sobre Jardín de grava, de Ernesto Hernández Busto
- «Hermoso y exacto», sobre Ciento noventa espejos, de Francisco Javier Irazoki
- «El agua del tiempo», sobre El contador de gotas, de Francisco Javier Irazoki
- «El amor es fuerte como la muerte», sobre Cantar de cantares de Salomón, de fray Luis de León
- «Extraor(di)n(ario)», sobre Cuidados paliativos, de José Antonio Llera
- «Sonido y angustia», sobre Pródromo, de Aurelio Major
- «Des en canto», sobre Des en canto, de Mario Martín Gijón
- «La sombra de Unamuno es alargada», sobre Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español, de Mario Martín Gijón
- «¿Mentirosos o delirantes?», sobre Los papas. Una historia, de John Julius Norwich
- «Diccionario de la estupidez», sobre Diccionario de la estupidez, de Piergiorgio Odifreddi
- «Salvar lo inconfesable», sobre Caligrafía de la necesidad, de Cecilia Quílez
- «Elegancia inglesa», sobre El café portugués, de Antonio Reseco
- «Vanguardia viva», sobre Poesía reunida (1980-2011), de Jordi Royo
- «La revelación y la muerte», sobre Poesía, de Jaime Saenz
- «Estamos todos muertos», sobre Descendimiento, de Ada Salas
- «Pezón», sobre Pezón, de Jonás Sánchez Pedrero
- «Pessoa el inglés», sobre Sonetos y canciones de Alexander Search, de Fernando Pessoa
- «Tres libros misceláneos», sobre El lector incorregible, de José Luis Melero; Un aire anglès, de Miquel Berga; y Caleidoscopio, de Brian Nissen
- «Los aforismos de la isla», sobre Lunáticos, de José Ángel Cilleruelo; Nanomoralia, de Vicente Luis Mora; y El hilo de la luz, de Gabriel Insausti.
- «Subir al origen», sobre Subir al origen, de varios autores (edición de José María Castrillón)

2. ARTÍCULOS: DONDE ASOMAN LA FILOLOGÍA Y TAMBIÉN LA DIVAGACIÓN

- Breve relación de la literatura española sobre Londres
- El ahogado (en Barcelona) más hermoso del mundo
- El encargo, de Javier Melero, y las cosas del Derecho
- El opositor y la historia
- El vino en la poesía española
- José Donoso: la poesía de un novelista
- La «Oda al vino», de Miguel Hernández. Un comentario moderadamente estilístico
- Los 50 libros del año
- Interpoetas o poetanautas
- La (in)felicidad de los escritores
- Jacques Viau, poeta, joven y muerto

3. WHITMANIANA

- «Hojas de hierba, de Walt Whitman», de Canto de mí mismo y otros poemas, de Walt Whitman
- Walt Whitman, poeta del yo y del nosotros
- Whitman y la naturaleza
- La traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman

4. PRÓLOGOS: EL ANÁLISIS CORDIAL

- De Concertar el desconcierto, de Juan Luis Calbarro
- «Un viaje triple: vida, escritura e historia», de Y habré vivido, de Agustín Calvo Galán
- De La tarde libre, de Anxo Carracedo
- De Escrito con luz, de José Antonio Marcos y Javier Pérez Walias
- «Esplendorosa minucia», de Catorce vidas. Poesía 1997-2012, de María Ángeles Pérez López

Y este es el enlace a la ficha bibliográfica de la editorial: https://rileditores.quares.es/apex/f?p=2025:DETALLE-PRODUCTO:12580447174388::::P2_ID:18797

sábado, 14 de noviembre de 2020

Un puente, un partido de críquet y otras cosas de un domingo por la tarde

Tengo el cuerpo entumecido después de tantas horas sentado (leyendo y escribiendo, ¿qué si no?) y salgo a dar una vuelta. Hoy quiero acercarme a ver una pequeña joya arquitectónica de Sant Cugat que todavía no conozco, aunque no está lejos de mi casa: el puente de Can Vernet, una construcción del siglo XIV. Al salir a la calle, me sorprende el calor que hace: estamos en noviembre y todos vamos en mangas de camisa. El parc Central está lleno: con los bares, restaurantes, gimnasios, cines y teatros cerrados, la gente se echa a los parques para sobrellevar este semiencierro, que dentro de un par de semanas será encierro entero. Delante del portal, un funambulista ha tendido una cuerda entre dos árboles y la cruza descalzo. La cuerda está a muy poca distancia del suelo. Si la hubiese puesto más alta, me habría quedado a verlo. Algo más allá, un grupito hace taichí, ese kungfú fosilizado que yo también practiqué hace algunos años. Lo dejé porque me aburría: los movimientos se repiten hasta el agotamiento, y a uno le gusta un poco más de variedad. Sigue siendo una disciplina grata de ver, como un poema bailado, pero, como me ha pasado con el funambulista, no me entretengo demasiado: he perdido el interés. Es llamativo el número de casos curiosos que se acumulan en los lugares, si uno deja pasar el tiempo suficiente. Hoy he visto a un equilibrista y a unos practicantes de artes marciales. Hace un par de años, en la rotonda adyacente, se posó un helicóptero: evacuaba a un infartado en la calle. Si no dejo de vivir aquí, quizá vea en el vecindario un aterrizaje extraterrestre o la caída del capitalismo. Se trata de tener paciencia. Me encamino por la calle de Pere Serra (un pintor del siglo XIV, precisamente) al puente de Can Vernet. Los árboles del parque forman un lienzo multicolor: los pigmentos del otoño rojos cáusticos, amarillos melancólicos, verdes draconianos, pardos rampantes, negros– estallan en los troncos y en las copas, y uno se baña, con euforia silenciosa, en tantos matices discrepantes, en tanto encendimiento. Veo caer las hojas, que revolotean como mariposas y se depositan en la alfombra dorada donde las esperan sus compañeras más precoces, muertas. Por desgracia, perturban la idílica estampa las horrísonas motos, que en Sant Cugat son muy gordas, y que envenenan el aire con sus detonaciones. Sus dueños, no obstante, las cabalgan muy ufanos, como adolescentes acneicos que necesitasen hacer mucho ruido para afirmar su tentativa personalidad y se enorgullecieran de lo grande que es lo que tienen entre las piernas. En un portal veo una calabaza de Halloween de cerámica, que rinde tributo a la colonización cultural. No tardo en llegar al puente, oculto tras unos cañizares espesísimos, algunas de cuyas cañas son altas como palmeras. En realidad, el puente de Can Vernet no es un puente, sino lo que queda de un acueducto, de tres kilómetros de extensión, que llevaba agua desde un pozo cercano, en la antigua mina dels monjos ['mina de los monjes'], hasta la cisterna del palacio abacial del monasterio y la parte baja del pueblo. Así lo hizo durante casi 600 años, hasta 1922. El agua viajaba por un canal tapado con losas, que ha sido sustituido, para solaz de los vecinos, por una pasarela metálica. El puente-acueducto permite salvar el torrente de Can Cornellera que discurre por debajo, aunque esto no habría sido muy difícil aunque el puente no existiera, porque, así como el puente no es un puente, el torrente no es un torrente, sino un regato que, en sus mejores momentos no supera el palmo de agua, y que ahora, como en la mayor parte del año, está seco. El paisaje es muy británico, y no solo porque los nombres no correspondan a lo que designan (en Inglaterra se llama "avenidas" a calles de doscientos metros y "colegios públicos" a los colegios privados), sino porque las praderas que rodean al puente, despejadas y muy verdes, me recuerdan a la campiña inglesa y, por si fuera poco, en una de ellas un grupo de, supongo, paquistaníes está jugando al críquet. Son los mismos que te cobran diecisiete euros por un melón. Nosotros demostramos nuestra sumisión cultural poniendo calabazas de Halloween en los portales; ellos, jugando al juego de sus colonizadores. Y no lo hacen mal. Disfruto un rato de las carreritas del lanzador y los porrazos del bateador, cuya violencia me asusta, aunque también me intriga: nunca se sabe si la bola, pesada y dura, va a abollar alguno de los coches aparcados cerca, romper los cristales del también próximo cuartel de los mossos d'esquadra (esto sería maravilloso) o decapitar a alguien del público, que podría ser yo. Varias veces, la pelota se pierde entre los cañaverales. Pero los paquis no se inmutan: tienen más. Mandan a alguno de sus hijos a buscarla y siguen jugando. Me alejo un poco del terreno de juego improvisado y contemplo el antiguo acueducto, hoy puente. Pese a su humilde condición, conserva una grácil disposición, con tres elegantes arcos de medio punto y una piedra clara, casi blanca. Además, ha sido lo suficientemente importante como para haber inspirado una leyenda popular: la de que fue construido por el diablo en una sola noche, a cambio de la primera alma que lo cruzase. Para desgracia del Maligno, esa primera alma no fue una persona, sino un buey, según las viejas lenguas, añoso, cornudo y socarrón. Muy cerca del puente, el ayuntamiento ha habilitado un espacio para perros, de esos, vallados, en los que los chuchos pueden orinar y olerse el culo unos a otros, pero en los que yo raramente veo a ninguno. En los parques de Sant Cugat, el mejor amigo del hombre suele corretear suelto por todas partes. Los munícipes, preclaros siempre, han identificado el lugar nada menos que como un espai controlat per a l'esbarjo i socialització de gossos ['espacio controlado para el recreo y socialización de perros'], que es como, tras un fatigoso esfuerzo de traducción, uno concluye que se llama ahora lo que siempre ha sido un pipicán. Que el espacio esté controlado supongo que se refiere a la valla, que, aunque quieta, controla lo suyo. Y me admira que, para el ayuntamiento, estas simpáticas bestezuelas se recreen y socialicen, esto es, hagan vida de relación social, como lo harían, no sé, un actuario de seguros o un sargento de la Guardia Civil. Emprendo el regreso a casa. En el parque, además de funambulistas, practicantes de taichí y jugadores de críquet, no podían faltar los partidillos de fútbol ni los ciclistas, que cada vez se parecen más a centauros tecnológicos, con cascos aerodinámicos, aparatos medidores de todo lo medible, trajes de neopreno, guantes y botas de la NASA y cámaras de última generación; también hay velocistas del patinete y gente jugando al voleibol (en unas pistas con red ad hoc). Y paso cerca de una piscina municipal, ahora cerrada. El parque es un polideportivo. Los meros caminantes, sin bates, movimientos de artes marciales, bicis, pelotas ni patinetes, parecemos el lumpenproletariado del ocio dominical: gente primitiva, desposeída, triste, que anda porque está sola, que anda porque no puede hacer otra cosa. El sol ya se acuesta. Calculo que, cuando llegue a casa, ya será de noche. Los ocres de la vegetación, antes encrespados, se van apagando, como si un enorme matacandelas se hubiera posado en las copas de los árboles, en los setos de aligustre, en el suelo tapizado de hojarasca. Dejo atrás la calle Sant Juli y sus dos hermosos chalés gemelos, uno de color crema, con unos azulejos que representan al ángel de la guarda (con una espada en la mano: es un ángel belicoso) en la fachada, y otro de color salmón, con una vistosa buganvilla que oculta los muchos desconchones de la pintura. Cerca ya de casa, en el passatge de la Creu, flanqueado por esbeltos tilos, admiro, una vez más, el gallardo edificio del colegio Joan Maragall, construido en 1925 e inaugurado en 1932 por Francesc Macià, uno de los varios presidentes de la Generalitat que ha proclamado la República Catalana (aunque Macià la quiso integrada en la Federación Ibérica, no como otros, que lo han hecho a las bravas y sin federación, ni ibérica, ni nada). Su República tuvo un gran éxito, si la comparamos con la de Puigdemont: duró tres días; la de este, siete minutos. El Joan Maragall fue la primera escuela graduada de Sant Cugat, es decir, la primera que ya no era una escuela rural unitaria, sino que dividía a los grupos por edades y aulas, y mejoraba las condiciones de ventilación e higiene en que se impartían las clases. Justo delante, en el poyo de la pista de deportes, veo que alguien ha dejado tres libros: el brookcrossing es popular en Sancu. El único que podría interesarme algo, Derribos, de Mercedes Salisachs, está desencuadernado. Los otros dos (China espera, de Jon Cleary, y Un reportero a la pata coja: Yale cuenta su vida, de alguien cuyo nombre era Felipe Navarro García, pero que prefería atender por Yale) son productos comerciales hoy más que amojamados: son absurdos. Allí los dejo para que otros los saquen del arroyo, y sigo mi camino. Cuando llego a casa, en efecto, ya ha oscurecido. Y solo son las seis. 

lunes, 9 de noviembre de 2020

Reymán Güera, Simón Viola y Muñoz Sanjuán

Conocí la escritura de Carlos Reymán Güera gracias a mi amigo Daniel Casado, que me habló de él y de su ópera prima, Demagogias, publicado en 2016. El libro me sorprendió, porque no es frecuente encontrar a un escritor novel que trate el lenguaje con tanta pulcritud y que sepa contar las historias con orden, fluidez y, sobre todo, sin encumbramiento, como quería Cervantes. Además, uno se sentía identificado éticamente con lo que decía Reymán: las actitudes cívicas y las opciones morales (y hasta políticas) que se transparentaban en su prosa, eran razonables y compartibles. Leerlo reconfortaba. Me pareció que Demagogias se situaba en la estela de otros grandes narradores extremeños o asentados en Extremadura, como César Martín Ortiz, aunque no en la estela rigurosa del discipulado, sino en esa otra, más difusa pero no menos perceptible, de la sensibilidad compartida, del tono exigente y amable a la vez, del castellano depurado y sin sonajero que ambos utilizaban. Carlos Reymán Güera publica ahora Recurrencias (de la luna libros, 2020), un libro que prolonga la estructura y el espíritu de Demagogias: compuesto por relatos breves (algunos, microrrelatos) que tienen que ver con la vida cotidiana, con el devenir de gente que trabaja, sufre, se asombra y a veces también disfruta en el mundo absurdo y turbulento de hoy. Recurrencias es otro buen libro, que confirma las dotes narrativas de su autor, aunque, inevitablemente, la sorpresa que me ha procurado haya sido menor. Recurrencias reúne sucesos comunes, que cobran, gracias a la prosa desembarazada de Reymán, una dimensión extraordinaria. Y ese ha de ser uno de los grandes objetivos de la literatura, que en este caso es ya un logro: transformar lo pequeño e individual en algo grande y universal. Muchos de los relatos del libro apelan a recuerdos personales o sencillas peripecias familiares; otros subrayan los aspectos más líricos de la realidad observada (o bien tratan de los poetas o de la poesía); algunos, en fin, parecen inspirados en las noticias de la prensa diaria. En todo momento brilla un estilo recio pero flexible, mesurado, muy poco literario, aunque siempre expresivo y exacto. No obstante, a ese estilo aventajado no le habría venido mal un mayor trabajo de edición: Recurrencias abunda en erratas y en imprecisiones de puntuación. Curiosamente, uno de los cuentos se titula "La necesidad de las erratas". El último del volumen, "Adivinanza", uno de los más sucintos, muy cercano al poema en prosa, dice así: 

Escritor sin techo, mendigo de palabras, hace la calle y la periferia, se sienta a las puertas de las editoriales que no le abren, descobijado, se sabe dos o tres frases en el idioma de los atardeceres, las siete letras del alfabeto del agua.

Simón Viola (La Codosera, 1955) es bien conocido en Extremadura por su constante atención crítica a cuanto se publica en la región y también fuera de ella, fruto de la cual son algunas estudios relevantes sobre la literatura extremeña, como el monumental volumen II, dedicado a la narrativa, de Literatura en Extremadura. 1984-2009, o ediciones de referencia de Jarrapellejos, de Felipe Trigo, o de la obra poética de José Miguel Santiago Castelo, entre otras. Pero Simón Viola se acaba de estrenar también como narrador con Fronteras (Diputación Provincial de Badajoz, 2020), un libro colectivo y autobiográfico que recoge relatos sobre un trozo muy concreto del territorio extremeño, la Raya, esa franja entre España y Portugal por la que discurre la frontera más antigua de Europa, pero que es, a la vez, y paradójicamente, un lugar donde las fronteras —históricas, lingüísticas, culturales, sociales y económicas— se reblandecen y se vive en un saludable mestizaje, que alumbra lenguajes, costumbres y modos de vida particulares. He dicho que Fronteras es un libro colectivo —y este es un dato que hay que subrayar, por su rareza— porque, como Simón Viola señala en la nota prologal, algunos miembros de su familia —su padre, su hermana, responsable de dos textos, y su madre, autora de una pequeña biografía inédita— han contribuido al volumen con recuerdos o narraciones, lo cual condice con el sentido de comunidad, binacional y bilingüe, que la Raya ha propiciado históricamente. Y es autobiográfico por esa misma razón: porque lo relatado da cuenta de lo vivido por el autor y por sus familiares más cercanos en ese espacio entrecruzado y líquido. Fronteras, que podría quedarse en mero compendio de anécdotas o acercarse peligrosamente a la crónica costumbrista o, peor aún, al tratado sociológico, se lee, en cambio, como una novela. Simón Viola escribe felizmente, con buen pulso y sentido del ritmo, sin caer en tentaciones elegíacas o patrióticas, sin melancolía (o con una melancolía sutil, bien metabolizada). Por el contrario, en Fronteras predominan la descripción serena (Josep Pla decía que describir es más difícil que opinar, y tenía razón), el realismo sensato (es decir, no solo realista, sino también algo soñador) y, sobre todo, el humor. Muchas de las singularidades de este país fronterizo, tradicionalmente pobre, como el contrabando —acentuado en los peores años de la posguerra española, hasta el punto de convertirse en el modus vivendi de muchas familias— o el trasiego constante de trabajadores, de uno y otro lado de la frontera, en busca de un jornal, una oportunidad o una novia, dan pie a relatos bienhumorados, que se inspiran en la tradición picaresca y cuyo humor resulta especialmente meritorio por recaer en una realidad a la que no son ajenas las desgracias ni la miseria, lo cual lo hace a menudo negro; o quizá es que el humor en un reactivo adecuado para hacer digeribles esas asperezas. Fronteras destaca también por recoger el dialecto particular de la zona, en la que un castellano lleno de voces campesinas y sabrosos arcaísmos se enriquece con lusismos, que Simón Viola, con buen criterio, relaciona en un glosario al final del volumen. Este el principio de "Autarquía":

Tras las elecciones de febrero de 1936, ganadas en La Codosera por el Frente Popular, la Casa del Pueblo quedó instalada en el edificio de la iglesia, de donde los vecinos sacaron casi todas las imágenes, y se constituyó el primer ayuntamiento de izquierdas. En el reparto de cargos alguien, hablando en broma, reparó en que necesitaban un verdugo. Todos rieron la ocurrencia mientras otro propuso al tonto del pueblo para el puesto, lo que aumentó la algazara. El secretario, siguiendo la chanza, anotó su nombre. Fue todo muy divertido.

Meses más tarde, el pueblo fue tomado en la mañana del veintiséis de agosto de ese mismo año por un grupo de militares, carabineros y falangistas, que fusilaron en las tapias del cementerio a todos los políticos de izquierda que no habían huido. Entre ellos iba el tonto del pueblo con las manos atadas a la espalda, mirando estupefacto a unos y otros sin entender qué ocurría ("¿Onde é que vamos? A minha mâe está a minha espera"), completamente desconcertado (...).

Miguel Ángel Muñoz Sanjuán (Madrid, 1961) es un poeta de larga trayectoria y mucha calidad que, me temo, no ha recibido toda la atención y el reconocimiento que merece, por situarse en los márgenes de los márgenes: si la poesía es ya una actividad lindante con el espacio ultraterrestre, la poesía experimental se sitúa abiertamente en las tinieblas exteriores. Etime (El sastre de Apollinaire, 2020, con prólogo de Agustín Sánchez Antequera), su última entrega, es un poemario de vanguardia, esto es, un poemario concebido con el espíritu y creado con las técnicas de las vanguardias históricas, renovadas por el poeta madrileño. (La renovación de este espíritu y estas técnicas es siempre deseable, y cada época debe llevarla a cabo si quiere mantener la vigencia de la revolución estética que en su momento representaron los ismos). Algunos detalles de la edición revelan esta condición marginal, rupturista, extravagante (es decir, que vaga por fuera). En el colofón, el editor aclara que Etime es una voz procedente de la lengua canaria que significa "al borde del precipicio". Y en la cubierta, el autor no aparece con su nombre completo, sino solo con sus iniciales: MAMS. Otro dato significativo es que, de los sesenta poemas del libro, todos menos uno, el último, se escribieron entre 2011 y 2012: ocho años han tardado en ver la luz. Etime se compone, sin excepción, de piezas muy breves, construidas con palabras recortadas de los periódicos, como gustaban de hacer los dadaístas (aunque no azarosas como los suyos, sino con sentido, oblicuo y surreal) y tantos practicantes del collage, opuestos a la versificación clásica y las retóricas consabidas. El libro, pues, resulta visualmente muy atractivo, y a su impacto contribuyen las diferentes tipografías empleadas y las imágenes de diversos escritores y pintores con los que Muñoz Sanjuán dialoga en varios poemas, muchos de ellos directamente vinculados con la vanguardia o con las ciencias determinantes de la vanguardia: Baudelaire, Freud, Pessoa, Giacometti, Pasolini, David Hockney, Irène Némirovsky, Sándor Márai. Estas y otras composiciones que asimismo incorporan imágenes, están cerca del poema visual, si es que no lo son sin más. Por su parte, la brevedad de los poemas, a veces extrema, los acerca al aforismo y a la poesía oriental. En todos manifiesta Muñoz Sanjuán un desajuste radical con el mundo. Sus creaciones son gritos, pero no solo emocionales, sino también críticos: protesta, manotazos, rabia; una queja existencial y una incomprensión de lo que sucede; una reivindicación de lo otro, de una pureza arrebatada, de una música perdida; un bramido contra la muerte. Estos son algunos de los poemas del libro, aunque la transcripción los priva de buena parte de su peculiar disposición tipográfica:

toda la muerte la llevo conmigo encendida en la catástrofe que no vende afectos

la muerte es un proceso para Regresar del PRESUNTO misterio

lucha sin tregua me produce muerte Mi vida

Parábola No debemos ser oleaje de nuestro pasado

Un buen poema asalta a un corazón arruinado

Lo que se espera de los pioneros de la literatura es escuchar el silencio INAGOTABLE

VANGUARDIA ES EL PLACER DE LLAMAR "GEOMETRÍA" A LA NARIZ DE PICASSO

Ya NO ME ENGAÑAN LOS VERSOS EXACTOS

Qué magnífico enfermo es el público de la vanguardia

Prohibido llevarse Los Días de Plenilunio

En la caverna de los Mártires de la belleza habita el rostro del humor

¡Acabad ya con el cuento de Aquella edad inolvidable!

miércoles, 4 de noviembre de 2020

La soledad

Que los libros parezcan, en los estantes, un ejército en formación. Beber whisky. No tener apenas erecciones. Que los ruidos sean estruendos. Que el papel en el que escribo sea una ventana opaca, un pasadizo ciego. Reparar en las plantas. Regarlas. Que las camisas estén más quietas que nunca. Que todo huela a mí. No poder enfadarme con nadie. No amar. Que salir a hacer la compra sea una aventura fascinante. Que lo que está cerca parezca estar lejos. Que lo que está lejos se aleje más todavía. Que cueste escribir. No ir al cine. Que lo que fue de otro aparezca fosilizado, pero todavía hable, y que lo que diga, aunque incomprensible, golpee el pecho, reblandezca el pecho. Que moverse sea solo desplazar un peso. Que ese peso sea enorme. Tener que conducir. Que se haga de noche antes. Que siempre sea de noche. Asistir con resignación al espectáculo de una pareja que se come a besos. Mirar siempre en el buzón, aunque casi nunca haya nada. Que solo los objetos me lleven la contraria. Que nunca haya un cepillo de dientes donde no ha de haber un cepillo de dientes. Hablar con la cajera del supermercado, con el vendedor que quiere endilgarme una oferta, con el vecino con el que apenas había intercambiado antes unas palabras, con la dependienta de la panadería, que tiene a la madre enferma. Que la tristeza sea tangible como el papel de cocina. Que los gestos sean gritos sofocados. Tener miedo de enfermar porque no haya quien me cuide. Comprar un rascador para rascarme la espalda por las noches. Recordar. Admitir a cada paso la derrota, pero no por eso sentirme más fuerte. Beber más whisky y que arda más el estómago. Que el futuro se convierta en un grumo gris, en un horizonte hueco. Que el presente se vuelva tenue como una gasa, pero pese como un camión. Que nada se mueva sin que yo haga que se mueva. Cambiar enseguida las bombillas que se han fundido, ordenar lo que ya está ordenado, separar minuciosamente la basura. Saber que en los espejos no hay nadie más que yo. Añorar lo que me disgustaba; desearlo. Que el silencio me zarandee como un vendaval de agujas. Ver unos pies y saber que son los míos. Recordar. Huir, aunque no salga del comedor. Acariciar perros desconocidos. Celebrar las insufribles videoconferencias. Beber algunas tardes ron (me gusta más que el whisky). Planear excursiones que nunca hago. Que todo me parezca idiota. Mirar constantemente el correo electrónico y el guasap. Leer en la prensa que hay docenas de cuerpos en los cementerios españoles, fallecidos por covid-19, que no ha reclamado nadie; que periódicamente se encuentra a gente muerta en su casa, semanas o meses después de fallecer; que en Gran Bretaña se ha creado un Ministerio de la Soledad para atender a los millones de personas que viven (y mueren) sin compañía. Admirar la fortaleza de mi madre, que enviudó a los cincuenta y tres. Que nadie me regale nada por mi cumpleaños. Que sea vital no dejarme nunca las llaves dentro de casa. Encender la televisión como quien acaricia una mano. Escribir mucho, aunque cueste. Seguir bebiendo. Respirar como un robot, afligirme como un robot. Acordarme de hacer todo aquello de lo que antes nunca me acordaba. No tener que recordar cumpleaños, santos, aniversarios, defunciones. Que casi nunca pase nada, aunque llegue el fin del mundo. No tener que fingir; conformarme con este bulto, con esta nada. Darme cuenta de que era feliz, pero no lo sabía. No soñar. Que el pecho duela, que las uñas duelan, que duelan los bolígrafos y el dobladillo de los pantalones. Leer las Epístolas morales a Lucilio en busca de consuelo. Que nadie más ronque en la casa; que no suene otro despertador; que nunca se confundan las servilletas. Considerar las ventajas y los inconvenientes de suicidarme. Hacer mi santa voluntad. Que no haya adentro ni afuera, esperanza ni desespero, rutina ni excepción: que todo esté impregnado de la brea de mí. Que nadie me prepare un té. Descubrir que, en el fondo del desánimo, habita la pereza. Que el miedo me adopte como a un animal perdido; que me tatúe la piel como una tinta invisible. Que todo me parezca menos deseable, menos comprensible. Aullar sin abrir la boca. Navegar por el pasillo de casa. Escribir. Hacer testamento. Tener que encontrar yo solo las cosas que no encuentro. No tener prácticamente erecciones. Que casi todos los amigos con los que me veo estén separados. No recordar dónde están los guantes de jardinería, el limpiacristales para la ducha, la cesta de pícnic. Sentir que el sol asfixia. Que me espante morirme en la habitación de una residencia, frente a una pared blanca. Sopesar ponerme en contacto con aquel antiguo amigo con el que me juré que nunca volvería a hablar. Echar otro trago de whisky. Multiplicar las lecturas y que ninguna me interese. Que la cama me parezca más grande de lo que es. Que nunca esté hecha. Preguntarme si debería comprarme un perro. Que el tiempo se dilate como una membrana, y estalle, pero que ese estallido no conduzca a la muerte, sino a una dolorosa indiferencia. Verlo todo como el centinela desde la atalaya o el buzo dentro del traje. Convivir con una gata que me odia. Beber. La soledad.