miércoles, 26 de abril de 2023

Incineraciones, de Carolina Sánchez Pinzón

Incineraciones, el primer libro que publica la poeta colombiana Carolina Sánchez Pinzón (Bogotá, 1982) en España (El Sastre de Apollinaire, 2022), es un grito atravesado por la violencia. Los poemas la invocan desde el título: el cielo agoniza, el hambre se dirige al holocausto, la boca está habitada por desiertos, los zapatos de las princesas son caníbales, los años se dilatan como aullidos de niños muertos, los ojos son lanzas y reciben martillazos, el infierno es la imagen de un visón despellejado, la lluvia arde sobre el vientre caído de la ciudad. Las imágenes que auscultan las torceduras de la vida recorren un libro signado por la experiencia del dolor. El miedo asoma entre las manifestaciones del mal, aunque, como dice un verso de “95.80 FM”, no hable, solo señale. También la soledad recorre unos poemas siempre arrebatados, siempre encendidos: en “Tanka de San Valentín”, se hincan sus “muelas sangrantes” y, en el segundo poema de “Inicio”, “se erige como una aureola”. Parte de ese malestar acaso provenga del desarraigo al que conduce la emigración. La poeta, desde el Madrid en el que vive, recuerda el país agridulce del que proviene (aunque todos los países son agridulces), azotado por una violencia histórica: “En mi país / los niños se ahogan con / tierra, / con arena, / con pavimento hecho de / balas. / Se ahogan entre sangre (...) / Allí / nunca es primavera”, leemos en un poema sin título. La melancolía dulcifica la angustia, pero también acentúa la distancia y subraya la separación. En “Mi abuela”, Carolina Sánchez Pinzón recuerda, con ternura y resignación, a una mujer, y a toda una familia, que “habita en lo carcomido de la memoria”. Pese a la veracidad del desgarro y la reciedumbre del grito, que estremece las páginas del libro y el temple del lector, Incineraciones no desalienta. Su rabia se vuelve entereza, y hasta entusiasmo, porque posee la rara cualidad de transformar el sufrimiento en palabra viva. La poeta es una metafórica certera y su palabra es constantemente creadora. Esa creación insufla alegría a lo dicho, aunque la tristeza la derrote, aunque lo dicho sea negro. Una sensualidad basal atraviesa el libro, cimentada en la música y el color, en la convicción con la que Sánchez Pinzón se aferra a las palabras y deposita en ellas el temblor de lo sentido y lo imaginado. Esa sensualidad culmina —o desemboca— en el poema final del libro, “Las invitaciones”, fuertemente erótico. El erotismo aparece como otra fuerza apenas domeñable, pero es una violencia buena, frente a la violencia agusanada que sostiene cuanto ocurre. Y esa bondad de vicios felizmente hallados, y de pieles que son el tiempo, y de un deseo que enseña unas sólidas mandíbulas, absuelve a la poeta del mundo: la rescata de su destierro. “Yo solo pienso en la forma / en que devanas mis bragas / con la pulcritud de tu boca. // Los semáforos cambian. / Ahora, / no soy parte del mundo / ni de sus peregrinaciones”. Incineraciones es también un diario de la cotidianidad, esa cotidianidad partida por el destierro —o transtierro—, flechada a la vez por los recuerdos y los descubrimientos. La poeta nos describe mundos diarios: el abigarrado del metro —que “está lleno de cadáveres”, como el Madrid descrito por Dámaso Alonso en “Insomnio”, de Hijos de la ira y el apacible de los domingos, en los que la protagonista del poema escribe, juega con la nieve que ha caído o prepara café. El tiempo pasa, pasan las estaciones, y las cosas se suceden, arrastrando su bagaje de asombro y crueldad. La cotidianidad se rebela a veces, busca transformarse y llega a encresparse en algunos poemas. Incineraciones adopta entonces un aire épico. En “Actas de incineración”, leemos: “Hay neblina sobre la frontera. / Dardos que no han dado en el blanco. / Banderas con símbolos no imaginados. / Muertos con máscaras y sin cañones delante. / (...) La frontera se calma / con las primeras llamas del crepúsculo. / No hay vida ni delante / ni detrás de ella”. Algunos motivos se repiten y cobran un carácter simbólico: el toro, la lluvia, los perros. Todos contienen violencia; todos sugieren embestida y mordedura. Hasta Sorolla, el benevolente pintor de la luz del que Sánchez Pinzón habla en el poema en prosa titulado con su nombre, resulta tempestuoso: “El mar es una palabra. El pez es otra, se extingue como la luz del día y se sujeta a mi retina que es horror. Aparece un toro y un trazo de sangre, divide la cabeza del toro y la aleta del pez. Horror es una palabra”. Incineraciones es el relato de un malestar íntimo, de una convulsión existencial, que roza lo desesperado —“Nadie siente piedad de nadie. / No siento piedad de mí”, dice en uno de los poemas finales—, pero que se materializa en un alegato luminoso y se redime con un lenguaje abrasivo y enaltecedor. 

Nado sobre cabezas cortadas.
No diferencio los rostros de los santos o de los pecadores.
Europa se levanta sobre cabezas de gusanos.
Aun así,
todos nadamos entre su fango.
Las arañas ya han amordazado
la sombra de mis dedos,
el brillo de mi cintura en la lejanía,

el silencio está clavado
sobre arenas movedizas.

sábado, 22 de abril de 2023

Surco

Antonio López Cañestro, sevillano, es un editor insólito: no se queja. La quejumbre es un rasgo definitorio de los editores, pero él no la practica; al contrario, siempre derrocha entusiasmo. Hablar con él, siquiera cinco minutos, es volver a creer en la poesía y en el género humano. También es raro por su origen: antes de ser editor, era un profesional del deporte, que no mantenía otra relación con la literatura que el hábito secreto de la lectura (y la escritura). Hace un par de años, Antonio cambió de vida: abandonó sus anteriores ocupaciones —“rompió el currículum”, como él mismo dice— y volvió a empezar, esta vez en el proceloso piélago de la poesía. Creó para ello una editorial, Hojas de Hierba, y una revista, Big Sur Series. Revista de Arte Underground, que se proponía convertir en una referencia de la heterodoxia literaria y la multiculturalidad en España, y que, con solo tres números, los que había planeado publicar, ha alcanzado su objetivo. No contento con ello, se lanza ahora a publicar otra revista, esta solo de poesía, titulada Surco. Cuadernos de Poesía, cuyo número inaugural acaba de ver la luz. Es reconfortante, al menos para los que nos hemos criado en una cultura libresca, que, en estos tiempos de omnipresencia —y omnipotencia— digital, alguien promueva todavía las revistas literarias duras, dedicadas a algo tan marginal socialmente como la poesía, y lo haga, además, en papel. Antonio no solo las promueve, sino que cree en ellas, y se entrega en cuerpo y alma al proyecto. Oírlo hablar de lo que Surco va a ser —o de lo que él quiere que sea, que viene a ser lo mismo— infunde más que optimismo: infunde estupor, porque uno ya pensaba que no había personas como él en nuestras letras (ni casi en nuestro mundo), creyentes absolutos en el valor de la palabra, defensores convictos de la capacidad de la poesía para albergar la pasión más arrebatada, pero también la reflexión más honda y la inocencia más invulnerable. Antonio tiene otra gran virtud: cree en los demás y busca rodearse de gente que crea en lo mismo que él. Sus proyectos son siempre colectivos: se apoya en otros, integra a otros, disfruta de los otros. Ha encontrado el camino de su vida, pero no quiere recorrerlo solo, y sus invitaciones a acompañarlo son casi imposibles de rechazar, porque las cursa no solo con alegría, sino también sin doblez, sin otro interés que el placer compartido. Por eso he aceptado figurar en el consejo asesor de Surco, en el que me alegra encontrar a buenos amigos y excelentes escritores, como Rocío Rojas-Marcos, Jonás Sánchez Pedrero, Julio César Galán y Abel Debritto. Significativamente, Surco empieza, a modo de editorial, con un poema-manifiesto radicalmente vanguardista (otra paradoja, o parajoda, que decía Cabrera Infante, reveladora del espíritu proteico el editor: Antonio, como poeta, es de estirpe figurativa), titulado “¡Que nadie duerma!”. Y este es otro motivo de felicidad: yo siempre he querido suscribir un manifiesto literario, pero nunca he podido. Los manifiestos ya hace mucho que no se estilan en el mundo literario. Antes, cuando alguien quería fundar una escuela o un movimiento, o simplemente asomar la nariz en el selvático laberinto de los ismos, lo primero (y a menudo lo único) que hacía era difundir un manifiesto. Poco importaba que lo suscribieran cinco, o dos, o solo él mismo, y que aún lo leyera menos gente (a veces, ni siquiera él): lo importante era manifestarse. Pues Antonio hace eso con decisión y rotundidad: “¡Que nadie duerma! / A la sedación de la poesía hemos / opuesto nuestro / destino / destino / SURCO celebración legado / caleidoscopio / mármol coto redil gañanía / ‘bajo qué astro conviene, Mecenas, revolver las tierras y unir las vides a los olmos, qué cuidados requieren los bueyes, qué atenciones la cría del ganado, cuánta pericia las abejas ahorrativas, desde aquí voy a ponerme a cantar’ / (a cada época su revolución / a cada revolución su temple) / ¡Que nadie duerma! / Lo increado / ha de pertenecernos continuamente / SURCO labranza cascada vanguardia / desmemoria apoplejía del ritmo. Así empieza el poema, que se extiende por siete páginas más, para concluir de este modo: “Convocada está la hoguera de la raza / hemos querido comprender a todos / deséanos Suerte / Oh! Musa”. La revista se divide en cinco secciones: “Geórgicas” (editorial), “Panorámica” (ensayo), “Quebranto” (poesía), “The Algonquin” (traducción) y “Entrada de Carruajes” (entrevistas).  En “Geórgicas” se publica “¡Que nadie duerma!”. “Panorámica” incluye un largo trabajo mío, titulado “En el otro costado: Coral Gables, la Florida”, sobre la poesía que escribió Juan Ramón Jiménez en sus años de exilio en esa ciudad floridana, y un artículo de Toni Montesinos sobre la poesía de Emerson, el filósofo estadounidense. “Quebranto” acopia poemas de la nicaragüense Yolanda Blanco, la argentina Nurit Kasztelan, la venezolana Hanni Ossott y los españoles Manuel Moya —que aporta “Tres poemas lusos”— y Miguel Labordeta, a cuyos poemas precede un artículo sobre su figura del también poeta y ensayista José Antonio Llera. En “The Algonquin”, Miguel Ángel Feria presenta y traduce al canadiense Roland Guiguère, Rodolfo Hassler al haitiano Frankétienne, Abel Debritto a los estadounidenses Natasha Trethewey y Gerald Locklin, y yo al también estadounidense Harold Norse (cinco poemas de su antología, recientemente publicada por Hojas de Hierba, Voy a salir volando por la ventana). “Entrada de Carruajes”, en fin, incluye una entrevista de Paul Geneson a Gary Snyder, uno de los escasos miembros aún vivos de la Generación Beat, si no el único, traducida por Javier Romero. Cosmopolitismo, pues, amplitud de miras, diversidad formal e idiomática (aunque con una clara propensión por la poesía norteamericana contemporánea, con Whitman siempre al fondo), interés por las figuras laterales o aún no canónicas de las literaturas occidentales y un gran cuidado formal, evidente en una revista con formato de libro (y 231 páginas) y delicadas ilustraciones, que empiezan, en la portada, con unas manos orantes de Durero y continúan, en el interior, con un búfalo de las praderas. Como dice Angus Fischer en la cita que se reproduce en la primera página de Surco, “el comienzo es siempre incierto, próximo al caos. Comenzar implica decir, de manera incierta, adiós a alguien, a algo, a algún lugar, a algún tiempo”. Todo comienzo es incierto, sí, y también es un final. Pero, si nos atenemos a la alegre determinación de su editor, a Surcos le espera —y yo así lo deseo— una brillante andadura y un final muy, muy lejano.

Este es uno de los poemas de Harold Norse que aparecen en el número 0 de Surco:


EN EL CAFÉ TRIESTE

La música de la antigua Grecia 
y Roma no ha llegado hasta nosotros 
pero esta mañana 
he leído las Églogas de Virgilio 
y me ha impresionado su profecía 
de una nueva era: 
“Empieza un gran ciclo 
de siglos. La justicia vuelve a la tierra, 
vuelve la Edad de Oro”, escribió 
30 años antes del final 
de su milenio, describiendo 
el nacimiento del niño dios, descendido
del cielo. Jesús tenía 19 años 
cuando Virgilio murió a los 89. 
¿Llegará alguna vez la Edad de Oro? 
¡Los mismos rostros surgen en cada generación, 
las mismas razas, emociones, luchas!
¡Tantos siglos, tantos países! 
¡Tantos idiomas, canciones, descontentos! 
Vuelven aquí a San Francisco 
mientras estoy en el Café Trieste. 
¡Oh recitativo de los años! 
¡Oh Paradiso! suena la máquina de discos 
mientras Virgilio y Verdi se aúnan
en esta vida para mostrar 
que esta es la única Edad de Oro 
que habrá jamás.

lunes, 17 de abril de 2023

Marta Agudo

Marta murió el jueves, 13 de abril, a las cuatro menos veinte de la tarde. Tenía cincuenta y un años. Aunque toda muerte es esperable, toda muerte es un escándalo. La conocí en 1996, cuando ella acababa de licenciarse en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. El azar nos reunió en un congreso de jóvenes escritores que se celebraba en Alcalá de Henares. Aquel congreso fue un fiasco, pero supuso una gran alegría: conocerla; una alegría, por lo demás, perturbadora, porque su personalidad era más que intrigante: espinosa, dulcísima, felizmente ácida, lúcida, temblorosa, contradictoria, hermosa y hermosamente lingüística. Marta destacaba, aunque detestase destacar; brillaba, aunque prefiriera la penumbra. Una de las actividades de aquel congreso fue un concurso literario in situ: Marta y yo participamos en la modalidad de poesía (casi todo el mundo se apuntó a la de prosa), cuyas condiciones consistían en que pergeñáramos un poema que mencionase obligatoriamente tres palabras —una de las cuales era “escalera”; he olvidado las otras dos—, y ganamos ex aequo. Desde entonces fuimos amigos: pocas cosas unen más que ganar ex aequo un concurso de poesía en el que hay que mencionar la palabra “escalera”. Suele decirse de las personas que mueren jóvenes que son muy vitales. Marta lo era, pero no porque la prontitud de la muerte hubiera avivado el fuego de la existencia que tenía que abandonar, sino porque la vida había arraigado en ella con una fuerza iluminadora. Y su vitalidad era eminente porque no se proyectaba tanto en sí misma —al contrario: ella, incomprensiblemente, tendía a desmerecerse— como en los demás. Nada (malo) te sucedía que no encontrara su chorro de consuelo y su inyección de hilaridad. Marta era capaz de animar a un muerto: cogía un puñado de aquella vida que le rezumaba por los poros y te lo soltaba encima, sin miramientos por lo grave o irreparable que fuese cuanto hubieras sufrido, sin consideración por lo engañosamente irrespetuoso de su acto, sabiendo que nada nos ayuda más, cuando necesitamos ayuda, que la que se presta desnuda, áspera, aserruchada incluso, despojada de toda formalidad o cautela, a carcajada viva o a carcajada muerta, pero a carcajada siempre. Porque si de algo iba sobrada Marta, además de vida, era de sentido del humor. Un sentido del humor que, como es de rigor hacer, proyectaba en primer lugar sobre sí misma, y solo después regalaba —porque era un regalo, aunque fuese también, a veces, una crítica— a los demás. Eran legendarias sus llamadas telefónicas: podía tenerte horas al aparato, pero siempre con gozo innumerable: con sinceridad y sofisticación, con melancolía e ingenio, con frivolidad y hondura, como han de ser siempre las conversaciones —o los monólogos— inteligentes. Y uno colgaba con la oreja ardiendo y el codo dolorido, pero también con la sensación de que alguien —un ángel con una pizca de demonio— lo había oreado como un viento fuerte orea la colada tendida. Después de hablar con Marta, uno experimentaba una turbulenta serenidad y se sabía más limpio, menos abrumado por la realidad, y chorreando lenguaje. Porque Marta era un ser intensamente lingüístico: todo su ser admitía la traducción a poema. Su obra poética ha sido corta, pero intensa, como su vida. Cuatro libros la componen, suficientes para convertirla en una de las mejores poetas de su generación: Fragmento (CELYA, 2003), que me enorgullezco de haber contribuido a publicar, reeditado por Godall en 2022, y reseñado en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/06/fragmento-de-marta-agudo.html; 28010 (2011) e Historial (2017), ambos publicados por Calambur: el segundo explora con luminosa negrura la enfermedad, con la que, por desgracia, Marta tuvo un trato frecuente a lo largo de la vida; y Sacrificio, su último poemario, en el que sublima su convivencia con el mal que la ha llevado al “oficio puntillista de la muerte” (como dejó dicho en Historial), aparecido en Bartleby en 2021, y que también reseñé (en Letras Libres: http://drupal.letraslibres.com/espana-mexico/revista/la-comprension-las-sombras). Asimismo, en 2021 dio a la imprenta Veracidad del mapa, en la colección El Lotófago, de la Galería Luis Burgos, en el que se incluyen algunos poemas inéditos, pertenecientes al libro en el que estaba trabajando cuando le llegó la muerte, Momento mori, cuyo título acredita su gusto por la paronomasia, tan propio de las personas poseídas por el lenguaje, esto es, conscientes de que el lenguaje nos configura: nos da el ser. Marta también trabajó en otros ámbitos y firmó otras obras (recuerdo los sudores, calientes y fríos, que le dio su tesis doctoral, sobre el fragmento y el poema en prosa en España, un tema en el que era una autoridad en nuestro país; la guardaba en media docena de diskettes y dispositivos electrónicos, no fuera a ser que lo tuviera en uno solo y se le borrara), pero fue en la poesía donde volcó su pensamiento y su sensibilidad, que era de una finura extrema, incisiva como un escalpelo, pero también sabedora de lo incomprensible que es el mundo y de la fragilidad que nos constituye. Sus versos —que incluí en la única antología de poesía española que he preparado en mi vida, Poesía Pasión: doce jóvenes poetas españoles, publicado por Libros del Innombrable en 2004: otro motivo de orgullo— estuvieron, de principio a fin, signados por un existencialismo enrabietado, valga la redundancia, y por una creencia radical en la naturaleza salvífica de la palabra, aunque también en su desorden consustancial, en su belleza tiznada de hambre e ignorancia. Marta era una mujer delicada y vehemente, que conjugaba un conocimiento de las emociones propias y ajenas casi quebradizo de tan clarividente y una entrañable ferocidad, siempre empapada de humor, con lo que le disgustaba. Sus odios literarios no eran pocos, y eran africanos (no diré en quién recaían; en algunos casos, escritores eximios y aplaudidísimos de estos tiempos atribulados); sus amores eran muchos y selectos: desde Lorca hasta Valente, desde Quevedo hasta Chantal Maillard, desde Juan Carlos Mestre hasta Jordi Doce, que también fue el amor de su vida. Y a todos los trataba con el mismo respeto y el mismo ahínco, ya fuese para el denuesto o el encomio. (Además de a algunos poetas, Marta también amaba a los animales: en su casa siempre había un perro, al que alimentaba con bocados exquisitos, y al que sumó en los últimos años la compañía dos gatos, Emily y Whitman). Marta me ha acompañado toda la vida, aunque estuviese lejos, aunque estuviese enferma. Me ha acompañado con su poesía y, sobre todo, con su alegría, que se sobreponía a toda adversidad y a todo silencio. Marta siempre estaba ahí, para lo que fuese, desde hacía veintisiete años. Y yo la consideraba la hermana que nunca tuve. ¿Quién me va a hacer reír ahora? ¿Quién me va a hacer llorar? Ya no queda sino recordarla y leerla. Y seguir queriéndola.

Metro sesenta y cuatro, algún kilo de más, veintiocho dientes y dos caries. Recostarse cada mañana del lado de la vida. No es tanto la rutina como el tedio de cumplir con el ritmo sanguíneo, furgón de células. Contorno de algún centro, película imantada de sí misma que asciende para de nuevo caer. Camus lo decretó.

Romper vínculos para no dañar, oídos sordos, manos ásperas que corten o capitolio cerrado con bufón adormecido. Irse quedando sola entre nódulos de conciencia, sin espacio ya ni tiempo, ni otra dimensión que la de ir, poco a poco (con el disimulo variable del pez que no respira), dejándose resbalar.

El mérito, se sabe, es resistir, pero yo no nací para odiseas. Acércate a este cuerpo y olerás mi decisión, quizá la más solemne. Eliminar mi materia sin perjuicio, disponer de mi propia superficie a tientas o no, a cucharadas de hueso y de bulimia.

[De Historial]

jueves, 13 de abril de 2023

En la Florida (3): San Agustín

Camino de San Agustín, por la autopista, vemos una montaña de basura sobrevolada por centenares de pájaros. La vía es una air patroled highway: no la vigilan por radar, sino desde el aire. A una iglesia sucede el anuncio de una atracción, y a un anuncio de una atracción sucede una iglesia. Entre unas y otros abundan los anuncios de abogados especializados en accidentes. En uno se ve a un letrado que se anuncia como excombatiente de la guerra del Golfo y que, trajeado, se arremanga un brazo musculoso junto a la leyenda: You injured? We fight! [‘¿Tú lesionado? ¡Nosotros luchamos!’]. El mensaje recuerda al inglés entrecortado de los indios de las praderas o de Robocop, pero no cabe dudar de su eficacia.

San Agustín es la ciudad más antigua del territorio continental de los Estados Unidos habitada de forma permanente, muy anterior al primer asentamiento inglés. La fundó Pedro Menéndez de Avilés, de Avilés, el 8 de septiembre de 1565, después de limpiar la región de hugonotes franceses, que se habían adelantado a la Corona española en la ocupación del lugar.

En el centro de la ciudad, una placa conmemora el linchamiento del negro Isaac Barrett en un lugar cercano el 5 de junio de 1897. Barrett fue acusado de atacar a la familia de su patrón, blanca, por supuesto. Cuando lo llevaban ante el juez, doce hombres enmascarados (y sin piedad) asaltaron la comitiva policial, se llevaron por la fuerza al preso y lo colgaron de un roble. Entre 1877 y 1950, se linchó, solo en Florida, a más de 300 personas por ser negros o judíos. En todo el país, fueron muchos miles. Curiosamente, San Agustín fue desde muy pronto un refugio, casi un santuario, para los esclavos negros que huían de los vecinos ingleses, mucho más rigurosos en el trato que los españoles: estos los acogían de buen grado y los liberaban si se convertían al catolicismo.

En las calles de San Agustín, como en las de todas las ciudades estadounidenses, abundan los indigentes y colgados de toda laya. Unos músicos callejeros se anuncian con un cartel que dice: Now accepting dirty looks and cash [‘Aceptamos que nos miren mal y dinero’]. Otro peticionario, con bandana multicolor y pertrechado de tres perros, aunque este no ofrece música, ni nada, a cambio, ha escrito en un cartón: Dropped off by aliens, need $ and tacos [‘Me han soltado los extraterrestres; necesito $ y tacos’]. (Los tacos son la comida mexicana, no insultos).

En la catedral basílica de San Agustín, un empleado, mayor y negro, recorre los pasillos pidiendo a los visitantes que la portan que se quiten la gorra. Con una sonrisa, eso sí, y solo si son hombres. Las mujeres, algunas tocadas con enormes pamelas, no reciben advertencia alguna. Elaine me moja el cuello con agua bendita al entrar. También con una sonrisa. Virtus in arduis, leo en una pared: ‘Virtud en la dificultad’; y en el reloj de sol de la fachada, Pereunt et imputantur: ‘Las horas pasan, pero se cuentan’.

En la plaza de la Constitución, subsiste uno de los escasísimos monumentos en el mundo, si no el único, que recuerda a la Constitución Española de 1812: un sencillo obelisco blanco. Florida era española —lo fue hasta 1821— cuando se aprobó la Constitución de Cádiz, y en 1813 lo celebró erigiendo el austero monolito. Pero en 1814 el infausto Fernando VII, que había vuelto al poder, mandó derribar todos aquellos aborrecibles monumentos. Las autoridades floridanas se negaron, aunque no por tanto por espíritu liberal como por espíritu ahorrador: había salido muy caro levantar el obelisco y no estaban dispuestos a dilapidar la inversión. 

El castillo de San Marcos, el principal hito de la ciudad, se construyó entre 1672 y 1695. Aunque los ingleses lo atacaron varias veces, nunca lograron penetrar sus muros de coquina, un material hecho con conchas marinas machacadas. Los bombazos no la despedazan, ni siquiera la astillan: la coquina los acoge como el queso acoge al cuchillo. En el patio del castillo ondea una bandera con la cruz de Borgoña, la enseña de España hasta el reinado de Carlos III, de la que proviene la actual bandera de Florida, un aspa roja sobre fondo blanco, con el escudo del estado en el centro. También en el patio, las letrinas revelan el ingenio del constructor de la fortaleza, el arquitecto Ignacio Daza, que la diseñó de suerte que la marea llegase hasta ellas, al dulce reclamo de la luna, y las limpiase cada noche, para solaz de los soldados, pero consternación de los pescadores y los peces. En las almenas, cada hora, una partida de voluntarios reproduce el disparo de un cañón: a blast from the past, llaman al ejercicio: ‘una explosión del pasado’. Los voluntarios, todos gente de edad, visten el uniforme azul con ribetes rojos de la infantería española del siglo XVIII y el supuesto jefe de la escuadra da las órdenes en español, también supuesto: me cuesta entender lo que dice, tan deformado está por el acento del inglés floridano, aunque reconozco palabras como “cañón” o “posición” (la terminación en -ón ayuda mucho). También reconozco el “¡Viva España!” con el que concluye el ejercicio, y que todos corean, seguido de una agradecida ovación. Cuando el público ya se dispersa, un joven vestido con una camiseta que luce la bandera española, tropieza y se cae. No quiero pensar que sea una metáfora del destino del castillo o la decadencia histórica de nuestro país. Cerca de donde el joven ha tropezado, vemos un mortero de 1724 forjado en Barcelona: Petrus Ribo fecit Barcino, que no sé si es muy buen latín, pero que revela sin lugar a dudas quién y dónde lo fabricó. En el patio hay otro cañón, aún más gordo: “El Milanés”, de más de 2.000 kilos, forjado en Sevilla en 1764. Violati fulmina regis, se lee en él: ‘Rayos del rey ofendido’. Cosas así no auguraban nada bueno.

El castillo de San Marcos tenía una avanzada, a algunos kilómetros de distancia, en el río Matanzas, apropiada pero también escalofriantemente llamado Fuerte Matanzas. Es una construcción breve pero airosa, de 1740. En varias ocasiones, con unos cañonazos certeros, disuadió a los ingleses, siempre merodeadores, de remontar el río y asediar o castigar a San Agustín. Frente a la entrada del Fuerte, encontramos una playa hermosísima, de arena blanca y fina, despejada, inacabable, casi infinita, ante la que declina un océano que oscila entre lo azul y lo gris. La arena está plagada de conchas. Tres pescadores echan ahí la tarde. Una pareja se mete mano, escasamente protegida por una duna picoteada por los andarríos. Elaine y yo caminamos hasta que el sol empieza a echar el cierre. Unas nubes espesas enmascaran de púrpura el ocaso.

El Lightner Museum fue, en tiempos, el hotel Alcázar, construido por el millonario Henry Flagler, el gran benefactor de la Florida. Rezuma lujo. Contiene una extraordinaria colección de bicicletas, con draisianas, velocípedos y un tándem inglés de 1885 cuyo freno parece una manija para trenes. Hay un gabinete en teca labrada del emperador del Japón y otro, español, de 1865, con incrustaciones de carey y hueso en que se representa la toma de Granada por los Reyes Católicos.

En lo alto del faro de San Agustín, construido en 1874 con un millón de ladrillos, un hombre con orejas de soplillo le pide matrimonio a una mujer vestida de rosa por el acreditado procedimiento de ofrecerle un anillo con un diamante muy gordo. La mujer se echa a llorar, suponemos que de felicidad. Él sonríe: se conoce que ha aceptado.

Entramos en la única librería de segunda mano que hemos visto (¿que hay?) en San Agustín. Cuando le pregunto a la señora que la atiende si tiene sección de poesía, me responde que sí, pero que es muy escasa, porque la gente le pide mucha poesía y nunca da tiempo de acumular volúmenes en los estantes. Yo le digo que en mi país es al revés: en casi todos los librovejeros hay muchos libros de versos (y siempre en las baldas más inaccesibles, arriba, o más cercanas al suelo y por lo tanto más polvorientas: la disposición de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, decía Borges). Cuando añado que raramente encuentro en las librerías estadounidenses, ya sean de primera o de segunda mano, autores en español, salvo a Borges, Neruda y Lorca, me dice que de Borges y Neruda sí ha oído hablar, pero que a Lorca no lo conoce de nada.

San Agustín conserva también una parte del hospital militar español que hubo en la ciudad en el segundo periodo de su dominación, entre 1784 y 1821, y que visitamos de la mano de un guía local, hijo de vallisoletana, en cuyo español se mezclan el castellano heredado de su madre, el inglés que habla todos los días y el español que manejan los muchos hispanos de su vecindad. Así que, por una parte, pronuncia la c interdental, como los vallisoletanos, pero dice “populación” o “reporte”. Los instrumentos médicos que se conservan parecen más bien herramientas de la Inquisición: una sonda uretral que pone los pelos de punta, una jeringuilla de insulina que parece una picadora de carne o una sierra de amputar con la que se podría talar una encina. Pese a ello, José nos subraya, con perceptible orgullo, los avances médicos que se aplicaban en el hospital y que contribuyeron a que alcanzara una tasa de supervivencia del 70%, frente al 30-40% de los nosocomios ingleses: se usaban antisépticos, como el alcohol y el vinagre (y se hervía el agua); analgésicos, con el ácido acetilsalicílico (el principio activo de la aspirina) derivado del sauce blanco; y diversas formas de anestesia: la local, bloqueando el nervio con un martillete y un trócar, y la general, con láudano (mezclado con vino y azafrán). José nos explica, con su castellano híbrido, que el conoció a un militar gravemente herido al que habían operado con laúdano, porque no había otra cosa, y que, según le reveló, bajo los efectos del opiáceo lo vio todo en blanco y negro, padeció afasia y no sintió ningún dolor. También nos desvela que los ingleses utilizaban balas de mayor calibre y de estaño (no de hierro, como los españoles) que se fragmentaban al impactar en el cuerpo y causaban destrozos mucho peores. La necesidad de repararlos aguzó el ingenio de los galenos españoles e hizo avanzar la Medicina que practicaban.

Para enturbiar un agradable fin de semana, cometemos el error de dejarnos engatusar por los precios insólitamente módicos de un hotel de San Agustín, cuya apariencia y servicios publicitados no hacían sospechar el desastre. El lugar del cataclismo se llama Smart Stay Inn, que en castellano significa algo así como ‘lugar donde es inteligente alojarse’, pero que desmiente a cada detalle su nombre: hacerlo es ir derecho al abismo. El hotel no es solo un motel disfrazado, una de esas fondas de carretera que tan populares pero que tan cutres son en los Estados Unidos —por no hablar de su condición de refugios de psicópatas como el protagonista de Psicosis—, sino una guarida de gente avinagrada e ignorante de cuanto signifiquen atender como es debido a los huéspedes. En los Estados Unidos predomina la gente cordial y hospitalaria, pero también hay primates como los de este antro.

El Flagler College, situado delante del museo Lightner, es, como este, un antiguo hotel: el Ponce de León. Ahora es una universidad privada, una de las más prestigiosas (y caras) del estado. Lleva el nombre del empresario (cofundador de la Standard Oil Company) y filántropo que se dedicó a beneficiar a Florida, Henry Flagler, hasta el punto de que mucha gente cree que la abreviatura del nombre del estado, FL, corresponde no a este, sino a las iniciales de su apellido. Con este hotel quiso celebrar el legado hispánico de Florida. Por eso se leen, aureolando la entrada principal, algunas máximas castellanas, como “Quien quando puede no quiere, quando quiere no puede” o “No se hacen tortillas sin romper huevos” (quizá podría haber utilizado otras menos pedestres), y dentro, en la rotonda que funge de vestíbulo, impresionante por su opulencia —la única parte del edificio abierta al público—, los nombres de los conquistadores españoles que pasaron por la Florida, en busca de gloria, riquezas y la fuente de la eterna juventud, como Ponce de León, Pamphilo (sic) de Narváez o Ferdinando (sic) de Soto, además de los de algunas provincias españolas: Almería, Barcelona, Gerona, Baleares, Alicante y Castellón. Me cuesta unos segundos identificar dos de las que no había oído hablar nunca: Jaena y Murica. Para reconocer la segunda, me ayuda el escudo morado con los cuatro castillos y las siete coronas de oro que acompañan el extraño y metatético nombre. Por qué se mencionan estas provincias y no otras es algo que solo Flagler podría responder.

Cuando volvemos, se levanta en el horizonte una gigantesca columna de humo. Es un incendio forestal, uno más de los que permanentemente azotan al país, de una a otra costa. 

viernes, 7 de abril de 2023

En la Florida (2): con Orlando González Esteva

Hoy cojo el tren a Miami, y es la primera vez que viajo en tren en los Estados Unidos. En Miami vive Orlando González Esteva, un excelente poeta cubano exiliado en la Florida desde 1965, a quien conocí en un encuentro poético en la ciudad mexicana de Villahermosa hace muchos años. En el primer desayuno que compartimos en el hotel, Orlando me dijo con una sonrisa al verme mojar el cruasán en el café con leche: "Se nota que eres español. Los españoles suelen mojar el cruasán en el café con leche". Desde ese instante supe que seríamos amigos, y así ha sido hasta hoy. Viajar en tren en los Estados Unidos es una experiencia singular. La red vigente no es tan extensa como podría pensarse por el hecho de que este país haya crecido —sobre todo hacia el Oeste— y se haya vertebrado gracias al tren, y las líneas en funcionamiento son muy caras. Esta no es una excepción: el brightline de ida y vuelta a Miami desde West Palm Beach cuesta sesenta y cuatro dólares, sesenta euros. Por comparar, el trayecto en tren de Barcelona a Tarragona, que solo es veinte kilómetros inferior, me costó hace poco ocho euros (si bien es cierto que con el descuento sénior, ¡ay!, y en un convoy de cercanías, manifiestamente incómodo; en el brightline, en cambio, todo es aeroespacial). Orlando viene a recogerme a la estación y me lleva, para reponerme del comodísimo viaje, al Versalles, uno de los locales cubanos más famosos de Miami, cuyo nombre esconde un complejo de cafetería, restaurante y pastelería, con terrazas, a donde acuden a echar la mañana (y la tarde) los miembros resistentes del exilio histórico cubano, que despotrican de Castro (ahora, Raúl; antes, Fidel), fuman habanos, lucen crucifijos al cuello y toman café en las mesas y veladores, y de donde también son clientes muchos estadounidenses, que vienen a proveerse de croquetas, buñuelos y todo tipo de dulces, de una calidad estupefaciente. Las dos pastas rellenas de guayaba y queso que me atizo yo, por consejo del experimentado Orlando, me saben a gloria; también el café con que las acompaño, cubano, claro, es decir, fuerte: los antípodas del café americano. A la salida, una señora le pregunta a Orlando si es Orlando, y él responde que sí. (Me habría sorprendido que contestara otra cosa). La señora le expresa entonces una entusiasta admiración: Orlando ha sido un reconocido cantante de música popular y  hombre de radio durante muchos años, y esta señora dice que lo ha escuchado con frecuencia y devoción. Orlando le agradece el elogio y le estampa un sentido beso en la mejilla, aunque no le pide el número de teléfono. Se nota que está habituado a semejantes reconocimientos. Ah, las gratas servidumbres de la fama. A continuación, como sabe de mi interés por Juan Ramón Jiménez y su estancia de dos años y medio en Coral Gables en los años cuarenta del siglo pasado —donde empezó a escribir Espacio y concluyó dos libros magníficos: Romances de Coral Gables y Canciones de la Florida—, me lleva a enseñarme un secreto: algo que yo busqué en mi visita con Elaine hace unos meses y que no encontré. Se trata de una de las dos casas en las que vivió Juan Ramón en esta ciudad (la otra ha desaparecido, tristemente reemplazada por un banco), en el 618 de Sevilla Avenue. Nada recuerda el paso del poeta y su mujer Zenobia por el lugar, pero la casa no ha variado mucho desde que ambos la ocuparan. Ha sobrevivido un dibujo que Juan Ramón hizo de ella, y la construcción de hoy es prácticamente la misma que la de entonces. Hasta los mismos tres escalones de ladrillo de la entrada tiene. Claro que, en 1940, la vivienda estaba aislada. A su alrededor solo había árboles, los árboles siempre magníficos de la Florida, y de esa soledad y esos árboles habla a menudo el poeta. Orlando me acerca luego al único rincón de Coral Gables que recuerda al autor de Espacio, una plazoleta, cercada por el intenso tráfico del Coral Gables downtown, con tres enormes huevos de piedra en el centro. Son, pensamos Orlando y yo, los huevos de piedra de Juan Ramón Jiménez. A un lado, entre palmeras, se levanta un breve muro, también de piedra, con asientos en los que descansar y tres placas in memoriam, fechadas en 2001. En la central se menciona su paso por la casa de Alhambra Circle, la demolida, pero no la de Sevilla Avenue, que sigue en pie. En las de los lados se reproducen algunos de sus versos: "Préndeme, sol, mis espacios / de ese oro que tú sabes, / dobla en lo blanco que espera, / los pinares y los mares", del poema "Por dos yeles", y "¡Este azul de aquel azul, / alma más bella que el ámbito! / El dios azul nos azula / aquí las cosas de abajo", del poema "Este perro", ambos, claro, de Romances de Coral Gables. Sin salir de la ciudad, Orlando me acerca a un paraje excepcional: un campo de golf. Pero lo es por la arboleda que se levanta en el centro de uno de sus greens, integrada por una docena de banianos gigantescos, esos árboles que crecen al revés: las ramas, proliferantes, tienden al suelo y arraigan en él, conformando enmarañadas y multitudinarias columnas vegetales. Le ha llevado a ello el recuerdo compartido del que quizá sea el mejor poema de Romances de Coral Gables y uno de los mejores de toda la obra de Juan Ramón: "Árboles hombres", que describe un paseo por la ciudad, entre árboles, y la identificación del paseante —el poeta— con la naturaleza, representada por esos grandes seres: "(...) La soledad era eterna / y el silencio inacabable. / Me detuve como un árbol y oí hablar a los árboles. / (...) Yo no quería volver / en mí, por miedo de darles / disgusto de árbol distinto / a los árboles iguales. // Los árboles se olvidaron / de mi forma de hombre errante, / y, con mi forma olvidada, / oía hablar a los árboles. // (...) Y yo los oía hablar,  / entre el nublado de nácares, / con blando rumor, de mí. / Y ¿cómo desengañarles? // ¿Cómo decirles que no, / que yo era solo el pasante,  / que no me hablaran a mí? / No quería traicionarles. // Y ya muy tarde, muy tarde, / oí hablarme a los árboles". Orlando me hace reparar en el susurro del viento en las copas de los banianos, que nos rodean como  ramificantes catedrales barrocas. Y, durante unos segundos, escuchamos ese pasar verde, y los árboles nos hablan a nosotros también. De la extática escucha, y de la paz que sentimos en ese túnel de verdor colosal, nos saca, de repente, alguien desde el campo de golf, montado en uno de esos ridículos carritos de los golfistas, que nos recuerda que no está permitido circular por él a quien no intente meter la bola en el agujero. Y nosotros, a todas luces, no nos encontramos en esa tesitura: miramos a lo alto, con la boca abierta, en lugar de mirar a lo bajo, con la boca cerrada, intentando acertar con la pelota, de un bastonazo, en la boca abierta pero inerte de un hoyo en el suelo. Entendemos, no obstante, la razón de la prohibición: las pelotas son como proyectiles, y, si alguna nos da en la cabeza, o en otras partes más sensibles, se podría montar un buen sainete. Nos alejamos de los majestuosos banianos que acaso inspiraran a Juan Ramón a escribir aquellos versos también majestuosos, y nos vamos al cementerio. Vivos, por fortuna. Orlando quiere enseñarme donde descansan algunos personajes célebres de la Cuba exiliada. Como Carlos Prio Socarrás, el último presidente constitucional que ha tenido la isla, depuesto por Fulgencio Batista, aquel militarote corrupto depuesto, a su vez, por Fidel Castro, el penúltimo y peor dictador cubano, al que solo pudo deponer la muerte, como a Franco. Prio está enterrado a escasa distancia de Gerardo Machado, otro militar y dictador, en los años 20 y 30 del siglo pasado, contra el que había luchado en su juventud. El destino los unió en la muerte: ambos acabaron en el exilio, en la misma ciudad, Miami, y en el mismo cementerio. Aunque Machado descansa en un nicho, en el gran columbario central, debajo del padre de uno de los grandes héroes de la televisión estadounidense de los años 50, Desiderio Arnaz, más conocido como Desi Arnaz. El inexorable azar de la muerte los reúne y revuelve a todos. (Delante del lugar de reposo eterno de don Gerardo, a mí se me escapa alguna carcajada pensando en ese azar, y en diversos accidentes de la vida de estos personajes, e inmediatamente me siento culpable por haberlas soltado: un cementerio no es el lugar adecuado para una risotada). A la salida del columbario, Orlando me señala también la tumba de Jorge Mas Canosa, un influyente político del exilio de los años 80, y el nicho de Lydia Cabrera, etnóloga y escritora cubana, investigadora de la cultura afrocubana, que murió a los 92 años, pero que, aun ciega y postrada, nunca perdió el sentido del humor. Orlando me cuenta que una vez fue a visitarla, le preguntó cómo se encontraba y ella contestó: "Ciega, pero para lo que hay que ver...". En otra ocasión, hablando con un enviado del Régimen sobre la posibilidad de publicar algo en la isla a lo que se negó, le encargó que le dijera al Comandante que lo que ella quería es que lo partiese un rayo. Así, talmente. Al salir del cementerio aunque me gusta visitarlos, por lo románticos y apacibles, no puedo evitar sentirme mucho más tranquilo al salir, vamos a comer al restaurante La Habana Vieja, un buen sitio de comida cubana, donde tardan en servirnos, pero finalmente nos traen la vaca frita que ha pedido Orlando (no la vaca entera, como yo por un momento he temido, sino el filete correspondiente; pero es que el plato se llama así) y la ropa vieja por la que he optado yo. Mi dieta de hoy, desde luego, se aleja mucho de la adecuada para el diabético que soy: a los dulces de guayaba y queso que me he asestado esta mañana, se suman el arroz, los frijoles y el plátano maduro que acompañan a la carne, más la cerveza que riega y el café —que ya viene con el azúcar puesto— que remata la comida. Esta noche cenaré una manzana. O, mejor, no cenaré, a ver si bajo el Everest de azúcar en el que debe de haberse convertido mi cuerpo. La última parada del día es la propia casa de mi amigo, donde conozco a su encantadora mujer, Mara, cuyo encanto no se ve mermado por que se esté recuperando de un accidente doméstico. Allí Orlando desenfunda algunas de las maravillas que atesora primeras ediciones de la Segunda antolojía poética, de Juan Ramón; ¡El romancero gitano, de Federico!; y Como quien espera el alba, de Cernuda, todas ellas dedicadas a Eugenio Florit, el gran poeta cubano nacido en Barcelona, que su amigo Orlando heredó a la muerte de este, y que yo sostengo en las manos trémulas como tesoros inverosímiles— y me regala un libro de Florit, cuyo título, Tiempo y agonía (versos del hombre solo), y el de mi más reciente poemario, Hombre solo, comparten un sintagma fundamental, y varios libros suyos, entre los que se cuenta La edad de papel, publicado por las exquisitas Artes de México, que contiene una "Oda al papel higiénico". Le cuento a Orlando que yo he escrito un "Elogio del papel higiénico", aunque todavía está inédito. Y ambos convenimos en que es una nueva y regocijante convergencia de los dos, desde aquella primera del cruasán mojado en el café con leche.

domingo, 2 de abril de 2023

En la Florida (1): un día de animales

Florida es un paraíso animal. Y no solo porque los Everglades, por ejemplo, constituyan uno de los principales refugios de reptiles del mundo, donde aligátores, cocodrilos, iguanas, lagartos y hermosas culebras de varios metros de largo corretean alegremente —amén de mamíferos muy simpáticos también, como pumas y osos—, sino porque una prolija fauna puede asomar, y hasta asaltarte, en cualquier momento de la vida cotidiana. En la urbanización donde resido, sin ir más lejos, Elaine me ha dado a conocer unos lustrosos gusanos, más parecidos a dátiles que a platelmintos, que devoran las buganvillas de su jardín (y de todos los jardines); debajo de unas figuras de cerámica que representan a dos ranitas a la puerta de su casa, suelen colarse unos sapos gruesos como granadas (de las que explotan, no de las que se comen) y no pocas culebrillas, negras y ágiles, cuya convivencia con los sapos, allí abajo, debe de ser divertida; unos lagartos con la cola enroscada se cruzan a menudo con uno o se suben por las paredes de las casas; las ardillas, que pueblan el tupido arbolado y trenzan el recinto de sus saltos nerviosos, devoran, a su vez, el alpiste que Elaine no deja de suministrar en dos comederos a los pájaros, es decir, a gorriones, palomas, pájaros carpinteros, abubillas, avutardas y un larguísimo etcétera; en los muchos estanques del lugar, las nutrias retozan en las aguas tranquilas y una amplia panoplia de seres con plumas y picos muy finos, afilados o curvos —anhingas, garzas, garzas nevadas, pelícanos, ibis, grullas, espátulas rosadas y hasta cormoranes— barren las riberas, hurgando en la hierba o el limo en busca de comida; en todas partes, en cualquier lugar, el cielo aparece punteado de rapaces que planean, listas para caer sobre cualquier cosa comestible: el águila pescadora, el busardo de hombros rojos, el búho barrado o el búho cornudo; y el otro día, pasando por el parque Okeeheelee (pronúnciese okijili, a no confundir con oh, qué gili), una sospechosa bandada de unos ánades horrorosos, con una suerte de moco colgándoles de la cabeza, como a pavos gigantescos, se nos acercó inquietantemente al atardecer, y una corneja, después, acaso para desagraviarnos del inadmisible acoso que habíamos sufrido por parte de los monstruosos palmípedos, nos estuvo siguiendo un buen rato, entre amables graznidos, como un perro abandonado, justo antes de que nos cruzáramos con dos damas, muy floridanas, que paseaban a sendos collies y que quisieron charlar con nosotros. Tanto Elaine como yo elogiamos, por supuesto, a los chuchos, que eran anaranjados y magníficos, satisfaciendo así el orgullo perruno de sus propietarias. La presencia animal en la naturaleza floridana se ha extendido, y de qué modo, al espacio doméstico. El animalismo desatado que campea en la sociedad ha contribuido a ello. Todo el mundo tiene aquí mascotas, sobre todo perros. Elaine, por ejemplo, tiene cuatro: Lupe, Pepa, Lola y Milo. Lupe, una chihuahua de catorce años, con ojos saltones, orejas de murciélago, lengua de camaleón, insuficiencia cardíaca y una pata a la virulé —encogida por la artrosis: Lupe es trípode—, requiere, por su edad, especiales cuidados. Esta mañana acompaño a Elaine al veterinario, donde han de revisarla y renovarle la medicación (que Elaine le embute implacablemente dos veces al día). El veterinario resulta ocupar un rincón de un gigantesco centro comercial para mascotas, en el que se vende todo lo imaginable para el mejor amigo del hombre (y, a juzgar por lo que veo, para todos los animales que acompañaron a Noé en el arca). Mientras Elaine espera a que Lupe salga de la clínica rinconera, yo me paseo por el almacén, una especie de Makro para animales de compañía). Me entretengo un buen rato con la sección de reptiles, que siempre, desde el Jardín del Edén, han fascinado al ser humano. Allí reconozco a un dragón barbudo y a un gecko leopardo. En las jaulas de metacrilato de ambos les han servido ya el desayuno: unos saltamontes breves como grillos, que, gracias a Dios, no saben lo que les espera. Se conoce que estos reptiles no son carroñeros ni aceptan alimentos artificiales, sino que necesitan presas vivas para subsistir. Y ahí entran en juego los desdichados grillos. El dragón barbudo da cuenta del suyo con un ataque fulminante; el gecko leopardo aún debe de estar despertándose, porque el insecto camina a poca distancia de él, aposentado en una lecho de maleza cuadrangular, sin respuesta discernible. Pero la respuesta llegará, no me cabe duda. Junto a los lagartos, veo varias serpientes del maíz (que quizá actuaran de extras en una perturbadora película de los ochenta, Los niños del maíz, basada en un relato de Stephen King, y cuya venta el centro confía en estimular anunciando que hay un "surtido" de ellas) y una coral ratonera, cuyo aspecto, con esas franjas blancas sobre fondo rojo, no es tranquilizador (también "surtidas", como las galletas). Quizá a estos ofidios les sirvan manjares más contundentes que a las lagartijas. El centro, de hecho, anuncia como reclamo publicitario: We have Arctic mice, which reptiles love! ['Tenemos ratones árticos. ¡A los reptiles les encantan!']. En el resto del vasto almacén, les echo un ojo a los peces, que me parecen anodinos. Yo esperaba encontrar una barracuda o al menos un pejesapo, pero no hay ni una triste piraña. Los acuarios solo contienen peces payasos y otras especies aburridas (como los payasos humanos, de hecho). Más allá, curioseo entre los accesorios para perros, que ocupan la mayor parte del espacio. Me llaman la atención unos collares que sueltan descargas eléctricas, que evitan que ladren o pierdan el control. En algunos, la intensidad del calambrazo puede ir de uno a veinticinco. El de veinticinco debe de ser como un electrochoque (espero que no como una silla eléctrica). Recuerdo a un amigo mío, que ha descubierto el mundo animal hace poco y está entusiasmado con sus gatos y su perro (y que incurre, ay, en la tara moral, cada vez más extendida, de situarlos al mismo nivel ontológico que el ser humano), que le ha puesto uno de esos collares a su chucho, aunque, aclara, solo lo utiliza de vez en cuando y al nivel uno, el más bajo de la electrocución. También veo un ingenioso recogecacas, que evita toda contacto con el excremento y hasta doblar el espinazo para recolectarlo. El propietario del perro se ahorra así una buena parte de la ingrata tarea que supone limpiar los zurullos de su peludo. Lupe sale por fin de su visita, con los ojos más desorbitados aún de lo que habitualmente están, y Elaine abandona la conversación que ha mantenido, mientras esperaba, con otra visitante del lugar, una joven hispana que tiene tres perros y que ahora se está planteando con su marido si tener un hijo. El día tan faunístico se completa por la tarde con nuestra asistencia al Horseware Ireland CSI 4* Grand Prix, una competición hípica internacional que forma parte del Winter Equestrian Festival y se desarrolla en el Wellington Equestrian International, dotado con un premio de 226 000 dólares. Resulta que la ciudad de Wellington es uno de las capitales hípicas del mundo, y que aquí tienen lugar carreras y concursos de saltos con la crème de la crème de los caballos y los jinetes del planeta. La entrada es gratis, pero aparcar cuesta veinte dólares. Llegamos con una hora y media de antelación, para pillar asiento, porque, si nos ajustamos al horario establecido para la competición, tendremos que verla de pie y bajo el sol floridano, que conserva genio y figura hasta la sepultura del ocaso. El asiento es en el gallinero, of course, porque la tribuna está reservada para los que pueden pagar varios cientos de dólares por la cena y la localidad. Antes de que empiece el concurso, a las siete y media de la tarde, me doy a dar una vuelta por el recinto, que, como todo en los Estados Unidos, es enorme, mientras Elaine vigila como un rottweiler nuestros dos asientos. Veo un rótulo que informa: Slow horses have right to way ['los caballos lentos tienen prioridad']. Veo también, a la entrada de los establos, las escarapelas que han ganado los caballos de las cuadras participantes. En algunos hay tantas como medallas en el pecho de los generales norcoreanos. Se conoce que los saltos internacionales son como un circo: ruedan por el mundo, cada temporada, ofreciendo su espectáculo. Pero así como los circos se instalan en descampados polvorientos de los suburbios, las competiciones hípicas lo hacen en clubes de campanillas, donde se bebe champán y se cierran negocios de millones de dólares. En el paseo, embriagado por el inconfundible olor a mierda de los caballos (que aquí parece un delicado aroma aristocrático), me cruzo con varios cochecitos de golf en los que se mueven los privilegiados y veo también a un miembro del personal, dormido en un rincón, con la cabeza completamente echada hacia atrás y la boca abierta. Hay a quien estos espectáculos le dan mucho sueño, sobre todo si llevan preparándolos, entre montones de estiércol y obligaciones como la de cepillar a los equinos doce veces al día, desde el amanecer. Regreso a nuestro lugar, pero, antes de sentarme, me atrevo a recorrer la pista de saltos, como hace mucha gente. Así se permite comprobar al vulgo que el terreno de juego no tiene trampa ni cartón, y sí mucha arena y unos obstáculos que, vistos de cerca, son mucho más altos que de lejos. Es lógico, pero uno no cae en esa cuenta hasta que se sitúa a su lado: la mayoría me llega hasta el hombro, y algunos más arriba. Junto con los espontáneos que verifican el estado de todo, recorren la pista los jinetes que saltarán, que cubren la distancia entre obstáculos a grandes pasos, midiendo los metros que los separan. Hay tantos jinetes como amazonas, y debo decir que la estampa de muchas de estas, perfilada hasta la extenuación por las ceñidas ropas de montar, resulta muy sugerente. El concurso empieza propiamente, como todo espectáculo público en este país, con la intepretación del himno nacional. Lo ejecuta a capella, con mucho sentimiento, una soprano profesional, mientras en la gigantesca pantalla que reproduce lo que sucede en la pista ondea la bandera estadounidense. Pero lo que más me llama la atención es el silencio que rodea a la interpretación. Más allá de los trémolos de la cantante, no se oye una mosca. Todo el mundo está de pie (yo también, desde luego; si me quedara sentado, me lincharían), muchos con la mano en el corazón. En España, la gente aprovecha cuando se toca el himno para ir a comprar cacahuetes, para echar la última meadita antes de que empiece el partido, o para visionar el último meme de Internet. Aquí es un momento solemne, que nadie osaría vulnerar con un chascarrillo o una desatención. Hasta los perros que acompañan a muchos asistentes (como uno con los ojos vaciados que sostiene en brazos mi vecina) se han puesto firmes. Los saltos empiezan a continuación. Participan algunos de los mejores jinetes del mundo, como un tal McLain Ward, cuarto del planeta, o Keith Farrington, 13º, que a la postre será el vencedor. No lo hace ningún español, aunque la bandera patria ondea entre las muchas que festonean la tribuna del Wellington Equestrian International. (Cuánto me habría gustado que participara Cayetano Martínez de Irujo, al que vi caerse espléndidamente en el único concurso de saltos al que he asistido en mi vida, en el Club de Polo de Barcelona, antes que a este). La imagen que dibujan los jinetes y sus monturas en el aire cuando saltan es de una elegancia sublime. Superan las vallas con una fuerza armónica y un despliegue pictórico de músculos y estiramientos. El ritmo visual es sinuoso y suntuoso. Sin embargo, cuando has visto pasar a veinticinco caballos, con sus correspondientes jinetes (hoy compiten aquí más de cuarenta), haciendo exactamente lo mismo, la cosa se hace un poco repetitiva, salvo cuando sucede algo indeseado, como que el caballo rehúse saltar. Eso pasa esta tarde cuatro o cinco veces. Por suerte, ningún jinete da con sus huesos en el suelo, aunque confieso que una buena caída resulta de lo más espectacular (no digo que yo desee que ocurra, pero...). Precisamente el competidor mejor clasificado, el amigo McLain Ward, sufre un rehúse y tiene que retirarse. La refinada monotonía del espectáculo me abisma en hondas reflexiones existenciales, y barrunto que un concurso de saltos es una metáfora de la vida: los jinetes tienen ochenta y un segundos para superar catorce obstáculos en la primera ronda. En la vida, tenemos ochenta y un años para superar los obstáculos que nos depare la suerte, que suelen ser muchos más que catorce. La diferencia, sustancial, radica en que, cuando acaban los ochenta y un segundos de la competición, hay otra ronda, mientras que, en la vida, cuando acaban los ochenta y un años, no hay más rondas: la cosa se termina absolutamente y, además, sin ganador: todos perdemos. Me saca de mis cogitaciones el último "¡ooooohhhh!" del público. El público grita "¡ooooohhhh!" cada vez que un caballo derriba un obstáculo o rehúsa saltarlo. Parece como si quisiera que todos lo saltaran todo, algo insólito en un deporte de competición. Rompe asimismo la monotonía la actuación de la última amazona, Laura Kraut (la 27ª del mundo): es la ganadora virtual (por tiempo) a falta del último obstáculo, pero lo derriba. La valla final, de las veintiuna que ha saltado en las dos rondas, marca la diferencia entre embolsarse 226 000 dólares o no hacerlo. Y ella no lo hace; los cobrará, en su lugar, Keith Farrington. Así es la vida: la amazona la ha pifiado; Keith, en cambio, es un hombre feliz. Toulayne, el caballo campeón, aportará una nueva escarapela a su cuadra y, de momento, celebra el éxito con una ración extra de pienso y siendo cepillado por decimotercera vez. Al salir, vemos un magnífico tiovivo antiguo y un puesto de adopción de perros que la organización ha instalado para estimular la compasión de tantos amantes de los animales como han concurrido aquí esta noche. Casi ha oscurecido del todo. Huele a sudor y a Chanel.