domingo, 29 de julio de 2018

En Santander, con Donoso

Viajo a Santander para participar en el encuentro «Donoso después de Donoso», que se imparte en el programa de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Debo reconocer que, cuando mi buen amigo Juan Antonio González Fuentes me invitó a hablar de la poesía del autor chileno, mi conocimiento de ella era nulo. De hecho, ni siquiera sabía que Donoso hubiera escrito poesía. Más aún: mi conocimiento sobre la literatura de Donoso, en general, era escaso. Recordaba haber leído, hacía una eternidad, El lugar sin límites, y que la impresión que me había causado era ambivalente: un buen libro, lastrado por cierta abarrocada vaguedad. Pero poco más. El obsceno pájaro de la noche, que pasa por ser la mejor obra de Donoso, sigue estando en mis estanterías, intacto. Donoso era uno de esos escritores hispanoamericanos engrandecidos por el boom al que perteneció, titubeante, marginalmente que permanecían en una incómoda bruma, protagonistas (o figurantes) ya de la historia de la literatura, pero no muy presentes en su realidad viva, en su meollo supurante. Acepté, no obstante, el encargo (o desafío) de abordar la poesía de Donoso, porque siempre me ha gustado descubrir autores y porque la perspectiva de pasar unos días en Santander era tan atractiva como la de la propia lectura del chileno. Me facilitó las cosas que su obra poética fuera escuetísima: un solo libro, y no muy extenso, titulado Poemas de un novelista, que se publicó por primera vez en Santiago de Chile, en 1981, y que la editorial española Bartleby recuperó en 2009, con prólogo de otro chileno insigne, Jorge Edwards. El volumen –y el prólogo de Donoso plantean cuestiones interesantes. Por ejemplo, Donoso reconoce que nunca ha sido «un gran consumidor del poesía» y, más aún, que «no quiere ser poeta»: «La poesía me parece un quehacer tan aterradoramente serio, solitario, definitivo, esencial, y las esencias, así, escuetas e implacables, no son mi vocación», escribe. Donoso niega que quisiera hacer un libro de poemas –jamás tuvo intención de ello, confiesa– e incluso que Poemas de un novelista contenga una «visión poética» –que encarna en el ritmo y la cadencia, o en su ausencia; que es la persona y el estilo y la creación de un universo lírico–, esto es, que sea poesía: «Las tramas de sonoridad a distintos niveles, que constituyen la esencia de la poesía, están sustituidas aquí con frecuencia por crónica y anécdota, itinerarios y recuerdos, elementos todos muy novelísticos». Sin embargo, habiendo leído todas estas manifestaciones, y otras del mismo tenor que salpican las reflexiones de Donoso sobre el género, uno se sorprende de averiguar que una de las dos condiciones que le impuso a su futura mujer para casarse con ella fue que supiera conducir (él no sabía y no pensaba aprender nunca; el rechazo de los poetas a la conducción de vehículos, o su incapacidad para practicarla, es un asunto –de resabios freudianos, conjeturo–, que merecería estudiarse con detenimiento) y que leyese a Proust –Proust, ese gran poeta emboscado de novelista–, porque de otro modo no tendrían de qué hablar; y de que, en su lecho de muerte, pidiera que le leyesen versos de Altazor, de Vicente Huidobro. ¿A qué responde, pues, este libro, compuesto por alguien que no lee demasiada poesía, que no se considera poeta y que ni siquiera está seguro de que sea poesía? Según explica Donoso, a la necesidad de «hacer autobiografía, de dar intimidad propia como propia, y [de] darle curso a mi soledad y a mi ternura». Sus novelas, nunca inmediatas y siempre metafóricas y abarrocadas, según Jorge Edwards, se lo impiden. La poesía, en cambio, le abre las puertas de una comunicación limpia y directa, de una crónica realista, sin imaginación –desbordante en su prosa– y «sin recurrir a la metáfora», asimismo abundante, constitutiva de sus ficciones, y le permite dar curso formal a su conciencia de cada día, a su estar de cada día, a la insignificancia –pero insignificancia extraordinariamente importante para cada uno de nosotros– de cada día. Como dice de John Donne, en comparación con John Milton, «sus metáforas son parte de lo inmediato, del texto mismo, no de algo que el texto señala afuera de sí». Milton, por el contrario, es un gran escenógrafo, un movilizador de tramoyas y aparato. Y Donoso quiere «eliminar toda escenografía –visual y emocional– para dejar el poema íntimo y desnudo, tiritando pegado a mí». Jorge Edwards suscribe lo dicho por Donoso, y subraya el carácter elemental, sencillo, de los poemas de Poemas de un novelista, reivindicadores de una mirada inocente y primaria: «Es una paradoja interesante: en su poesía, Donoso procuraba ser escueto, incisivo, controlado, en contraste con su prosa narrativa. Para el narrador esencialmente visual, siempre atento a la pintura, constructor de grandes cuadros verbales, que era José Donoso, las novelas tendían a ser lujuriosos frescos al óleo. Los poemas, en cambio, eran dibujos nerviosos a lápiz o a tinta china»Pero, leído y releído Poemas de un novelista, no acabo de estar de acuerdo con estos planteamientos. En primer lugar, porque el poemario despliega un andamiaje retórico, de perceptible influencia nerudiana, de grandes dimensiones y vigor. Y porque el concepto de realismo que demuestra manejar dista mucho de ese otro, desembarazado, casi autobiográfico, que dice pretender. De hecho, no tiene nada que ver con el realismo desnarigado de la España finisecular (que perdura, epigónicamente, aún hoy), para el que su despliegue elocutivo constituye un derroche de orfebrería y una bambolla superflua. Pero es que también el concepto de realismo evoluciona: el que tuviera Donoso en los 70 estaba a años luz de ese otro, aburguesado e imperito, que convenció a legiones de escribientes de que la mejor –de que la única– forma de describir un cielo azul era llamarlo «azul». Y aún sería más interesante analizar el propio concepto de realismo: ¿por qué es más realista la descripción de la matanza del cerdo que contiene el poema 9º de «Diario de invierno en Calaceite (1971-1972)», la sección más importante de Poemas de un novelista, que la que hace Donoso de ese mismo acontecimiento, según informa en el prólogo, en su novela Casa de campo (primera parte, segundo capítulo, tercera sección: págs. 80 a 84, en la edición de Seix Barral)? ¿Por qué el hecho de que haya más palabras en esta, y más boscosamente abrazadas, la aleja de la realidad, mientras que la menos espesa lingüísticamente la acerca a ella? (Y aún podríamos ir más allá: ¿de qué realidad?; ¿cuál es la «realidad» de la obra literaria? Pero ese es un debate para otro curso de verano o para otra entrada del blog). Leo mi intervención en el comedor real del Palacio de la Magdalena ante un público escaso pero muy interesado. Los demás ponentes del curso son los españoles Selena Millares y Vicente Cervera, y los chilenos Cecilia García-Huidobro (que es descendiente lejana del poeta Vicente Huidobro), Alberto Fuguet y Álvaro Bisama. Tras la lectura, y como he dicho que Donoso padeció, como tantos otros, la dictadura sangrienta del general Pinochet, un caballero del respetable se me acerca para felicitarme por la exposición, pero también para recordarme que, en 1973, la mitad de los chilenos clamaba por una intervención del Ejército. No le respondo: me abstengo de preguntarle cómo puede saber que en 1973 la mitad de la población deseaba la intervención del Ejército, o qué le parece el resultado de esa intervención, y dejo que sus evocaciones fascistas se deshagan en el aire, como pompas de jabón (de un jabón malo). Con ocasión del encuentro, se ofrece un cóctel en la casa de Elena García Botín, presidenta de una de las asociaciones que lo patrocina. El caserón –al lado de otro ocupado en tiempos por Álvaro Pombo es magnífico. Las viandas y bebidas se sirven en el jardín, que ocupa un delicioso declive, cubierto de césped, hacia la bahía de Santander, al final del cual esplende una piscina de agua de mar de un celeste luminoso. Tres camareros de chaquetilla blanca sirven el champán (que no es Veuve Clicqot, como esperaba, sino Freixenet; pero no está mal) y los gin-tónics, y media docena de mucamas, con uniforme negro ribeteado de encajes blancos, se encargan de las bandejas con canapés y chocolates. Charlamos (¿o debería decir, dadas las circunstancias, departimos?) mientras oscurece. Las orillas de la bahía se iluminan, y con ellas las aguas del Cantábrico: el aire se colorea de todos los matices del gris, y luego del negro, hasta alcanzar la rotundidad del azabache. Esta debe de ser una de las formas del paraíso (siempre he creído que no tiene una sola, sino muchas, cada una adecuada al desiderátum de quien lo recrea): un sillón cómodo, un breve vergel, un buen libro, una copa y la vista de una bahía que lame los ojos y la piel. En sus aguas me bañaré al día siguiente. El Sardinero está atiborrado, pero aún se puede pasear por la arena sin que parezca que viajas en metro. Observo la diferente presentación de los cuerpos: los de los hombres, incluso los más jóvenes, broncíneos y esculturales, ampliamente velados por calzones enormes, y los de las mujeres, casi enteramente descubiertos, bien porque practican el toples, bien porque, sin practicarlo, la tela que los tapa, arriba y abajo, apenas alcanza unos pocos centímetros cuadrados. No veo slips entre los varones ni bañadores entre las mujeres. Y me sorprende que la moral social imponga el burka genital a los primeros y prácticamente la desnudez a las segundas. No hay que ir a la playa, desde luego, para advertir esa diferencia; también está en las calles: los hombres, con ropa suelta; las mujeres, con ropa ansiosa de piel, en ropa aferrada a la piel como un náufrago a una tabla. En esta revolución por la igualdad en la que parece que por fin estamos embarcados, el mismo rasero estético no ha llegado a la presencia pública del cuerpo: el femenino, con la plena exhibición de sus atributos, sigue presentándose como patrón valorativo, y siendo admirado y reivindicado; el masculino, en cambio, retrae los suyos: oculta el sexo; la visión de sus formas incomoda o juzga inapropiada. Quizá sea una forma de significar el retroceso de la virilidad: su adecuación a una nueva convivencia o una nueva definición. La última mañana de estancia hago el segundo desayuno con Elda Lavín, poeta y amiga santanderina, que me regala su último poemario, Las variaciones insensibles, y el tercero con José Antonio, Toña y el hermano de esta, Román, los dos primeros amigos muy queridos de Hoyos que están pasando unos días de vacaciones en Cantabria con su familia. Luego tomamos un ferri turístico con el que circunnavegaremos la bahía. Román habría preferido coger uno de los barquitos que unen la ciudad con una de sus islas cercanas, capitaneado por Emeterio, la persona que más poesía ha leído que él conozca. Pero Emeterio no está localizable. La figura de un capitán de transbordador amante de los versos se uniría, felizmente, a otras que he conocido y que asimismo reunían aficiones improbables: el peluquero de Belgrado que tenía a Shakespeare en los estantes, junto a las tijeras y los ungüentos; el peluquero de Palma de Mallorca que vendía libros de poesía en su establecimiento (los peluqueros quizá sean más dados a la lírica que ninguna otra profesión); el editor de poesía que se gana la vida con una agencia de viajes. Tendré que esperar a otro viaje. O a otro capitán de barco.

miércoles, 25 de julio de 2018

César González-Ruano revisitado

Nunca he sabido por qué meto libros en la maleta cuando voy a Hoyos, si allí tengo varios millares. Y no hay estancia en que no me aproveche de ello: siempre recupero algún título o releo a algún autor. En mi última visita andaba yo estragado de lecturas insatisfactorias y alguna muy decepcionante, como la novela Necrosfera, de César Martín Ortiz, mi admirado poeta y cuentista, que, aunque con la prosa ejemplar de siempre y brillantes reflexiones ocasionales, no sabe constituirse en novela, sino que se queda en mero batiburrillo de ciencia ficción y crítica psicosocial y he hecho una apuesta segura: he buscado entre los libros de Pla, de Cunqueiro, de Camba, de González-Ruano, algunos de los mejores prosistas del XX español. De este último he reparado en un título que aún no había leído: Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, publicado por Afrodisio Aguado en 1959, uno de esos volúmenes con desvaídas fotografías en blanco y negro que tanto me recuerdan a las imágenes de la infancia que todavía conservo en la memoria. En él, Ruano desgrana su recorrido circular por el Mare Nostrum, desde Marsella a Port-Bou, pasando por Italia, Grecia, Constantinopla (no Estambul), el norte de África y la costa española: Andalucía, Valencia, Mallorca y Cataluña. Sé sin asomo de duda que el libro me va a gustar, y me siento culpable por ello. Me siento culpable de que me guste un libro escrito por alguien como Ruano, fullero, sinvergüenza, estafador, faccioso, adulador y colaborador de los nazis, y hasta cómplice de la persecución y muerte de los judíos franceses en la Segunda Guerra Mundial. Más aún: me siento culpable de que me guste Ruano, cosmopolita, bienhumorado, inteligente, liberal, amante del arte, escritor de raza, buen poeta. Pero, como el vizconde de Valmont, no puedo evitarlo. González-Ruano escribe con la naturalidad, la fluidez, la precisión y la viveza con que a mí me gustaría hacerlo siempre. Y es capaz de escribir sobre cualquier cosa, por insignificante que sea; más aún, cuando mejor escribe es cuando lo hace sobre nada: está en un café, por ejemplo en uno de los cafés en los que se pasaba las horas componiendo los varios artículos que debía redactar al día para los varios periódicos con los que colaboraba, y escribe sobre el aire que ve, sobre una mujer que pasa, sobre el tiempo que huye (o que se remansa en la mesa a la que le han llevado un café con leche en vaso y recado de escribir), sobre un recuerdo o una impresión indefinible, sobre una vaga esperanza, sobre un sueño. Cuanto más inaprensible es el objeto sobre el que escribe, más plástica y exacta es su escritura. Esta insólita aptitud revela que la literatura se ha adueñado, de una forma inadvertida y bienaventurada, de su prosa, es decir, de su mano, su gesto y su mirada. González-Ruano no sabe escribir mal. Escribir bien le sale con la misma facilidad con que respira, con que se atusa el bigotillo, con que le vende un visado falso a un judío desesperado. La naturaleza viva, iluminadora, de la prosa literaria, de la prosa que persigue la emoción estética, se ha fundido con su propia naturaleza humana (y animal). En el capítulo dedicado a Marsella, el primero de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, leo este pasaje prodigioso: "Marsella, hasta el siglo V, hablaba en griego. No nos extrañaría mucho oír hablar griego todavía por sus calles policromas y leprosas, que huelen a hombre dormido, a mujer que se peina, a gato que come las raspas de una luna ahogada en una jofaina". En el de Tolón, doy con esta metáfora increíble: "Frejus (...), cuyos verdes valles buscan el mar etiquetado por las velas blancas de los yates". Etiquetado, dice: las velas, cuadradas y blancas, etiquetan el mar. Hay que tener una sensibilidad singular y una mirada flexible como una mano, o como unas pinzas, para hacer la identificación que el tropo requiere, esa identificación rara pero perfecta, y sobriamente alumbradora, de vela y etiqueta. Más adelante, cuando habla de Tánger, esa ciudad a la que tantos han cantado, pero tan pocos con fortuna, describe así los cafés de la ciudad: "Se me han quedado en el oído del alma las canciones de las orquestas de los pequeños cafés, en los ojos del alma aquellos bares franceses envueltos en una luz roja, donde siempre había poca gente y una muchacha de aspecto triste bebía a sorbitos finechampagne junto a un hombrón atlético, con cara de aldeano chulo, que jugaba en uno de esos juegos absurdos en que una bolita metálica va rodando por puentes, chocando contra obstáculos y encendiendo números". La mirada narrativa, que encapsula el ambiente de las tabernas pobres y las parejas desparejadas, donde algunos –con cara de aldeano chulo– juegan a la máquina del millón, es redonda e incisiva a la vez. El párrafo nos despliega ante la vista una escena que reconocemos, aunque nunca la hayamos visto, y en la que no solo percibimos lo que el escritor dice, sino también lo que no menciona: el olor a ajenjo, el salitre en el aire, la penumbra erizada de puntas de cigarrillos y bombillas carcomidas, la barra mellada del figón, la mugre. Pero el mismo hombre capaz de escribir esto, y muchísimas otras cosas más tan buenas o mejores, afirma, en Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, que sufrió "casi tres meses peligrosos e inolvidables por razones sin razón que no vienen al caso" en la prisión de Cherche-Midi y que "nunca, ni aun cuando ellos lo creyeron pensando en fusilarme en los fosos de Frennes, fui un enemigo de Alemania, ni de aquella Alemania [la de Hitler] siquiera, y ahora, que incluso podría convenirme el equívoco, lo proclamo siempre que tengo ocasión". Los tres meses de prisión que pasó en París no fueron "por razones sin razón", sino por la muy autorizada razón de haber sido descubierto por la Gestapo, cuando no tenía ocupación conocida en la ciudad, con un pasaporte de una república hispanoamericana en blanco, un diamante del tamaño de un testículo y 12.000 dólares. Todo aquello tenía que ver, según las más recientes investigaciones de Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas, con la única ocupación real que sí tenía y que le permitía disfrutar de un alto tren de vida en una ciudad derrotada, en plena guerra mundial: el tráfico de judíos fugitivos. Para más inri, y según las pesquisas de Sala y García-Planas, su liberación se debió tanto a las presiones del embajador de Franco como a la ayuda que prestó González-Ruano a sus captores al denunciar que otros prisioneros como él compañeros de celda se comunicaban con el exterior y conseguían comida, noticias, ánimos. González-Ruano era un ser abyecto, sin duda; un engendro moral. Su predilección por los regímenes fascistas se manifiesta en otros capítulos de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, como en "La noche de Villefranche", donde relata que la noticia de la sublevación de Franco lo sorprendió en la villa que tenía en esa localidad la bailaora Raquel Meller, aquella "patriótica y gentil española", como él la define (porque Ruano siempre definía muy bien a la gente a la que le interesaba definir bien). Allí se habían reunido ambas figuras para beber champán, bañarse en la piscina, disfrutar de las vistas y compartir confidencias. Y, cuando la Meller no lo acompañaba, Ruano bajaba hasta la bahía de Villefranche "entre terrazas logradas en piedra viva, entre baluartes de vida millonaria, entre jardines babilónicos por cuyas tapias y verjas asomaban los naranjos y las mimosas [y] se disparaban los verdes cohetes de las palmeras". En este entorno paradisíaco (y tan bellamente descrito) se enteran ambos, la noche del 18 de julio, de que "en Marruecos el Ejército había iniciado un golpe de Estado y que en España iba a comenzar la guerra civil". La Meller, transida de emoción, como él, subió de su bodega "venerables coñacs y champagnes ilustres", y ambos se emborracharon "de alcohol, de Patria [así, en mayúscula], de nostalgia e incertidumbre, de poesía y de literatura, tal y como recomendaba nuestro primo de aquella noche, Carlitos Baudelaire". En definitiva, concluye Ruano, en un rapto de exaltación patriótico-lírica: "Villefranche (...) sería siempre para mí aquella noche del 18 de julio. Aquella noche que olía a sangre remota y a próximos naranjos, como si en una trinchera poética, sobre la muerte, se hubiera tendido desnudo el sol". Sigue confundiéndome es un conflicto que aún no he resuelto esta convivencia, en un mismo ser, de lo más delicado, lo más gallardo, en la literatura, y lo más ignominioso, lo más miserable, en la vida (o al revés). González-Ruano, como tantos otros, empezó escribiendo poesía y, a pesar de que sus éxitos le llegaron por sus artículos, sus biografías y sus novelas, nunca dejó de practicarla: la consideraba el arte más nostálgico y misterioso, y, por eso mismo, el más alto. Fue poeta ultraísta, como Eugenio Montes, como Adriano del Valle, como Gerardo Diego, como tantos otros, y con ello estableció otra contradicción insondable (que también estos encarnan: todos se dieron al fascio): la del iconoclasta en arte, que pulveriza las convenciones artísticas, y la del partidario de la preservación a ultranza del orden establecido, hasta el empleo de las armas si es necesario, en política. Nunca he entendido cómo se engarzan ambos extremos, pero valdría la pena investigarlo, si es que no se ha hecho ya. Ruano escribió un magnífico poema, Balada de Cherche-Midi, en el que reflejaba su terrible experiencia en la cárcel homónima (aunque más terrible fue, sin duda, para aquellos a los que denunció), y que muchos (de los muy pocos que todavía se ocupan de su poesía y de su literatura, en general) consideran su mejor obra. En él escribió estos versos admirables: "Mis noches no tuvieron muchos días mañana / pero ahora sé cosas que no sabía antes: / (...) que la noche es un hueso con luz, ritmo y medida; / que hay millones de amantes que llaman como llamo / con los puños de sangre sobre las mismas puertas / a los tristes millones de millones de puertas; / que llaman a una sola mujer y que se llama / como te llamas tú y como yo te llamo, / con mis diez uñas negras de llanto y soledad, / con mis ojos que miran a donde te imagino / (...) piernas, brazos, entrañas que tuvieron el labio / de esta raza del mundo que formamos nosotros". Los escribió el mismo que había brindado con champán por el levantamiento militar y el estallido de la Guerra Civil en España, el mismo que viajó siempre por el Mediterráneo con el espíritu abierto y la mirada luminosa, el mismo que participó en el asesinato de judíos, el mismo que ha dejado una de las mejores prosas de la literatura española contemporánea. El mismo. Qué extraña es la gente. Qué extraño es todo.

jueves, 19 de julio de 2018

Túnez, otra vez (y 2)

Antes de ir a comer, vuelvo a la medina con Domingo. Tras recorrer una antigua calle francesa, bajo cuyos arcos se suceden tiendas de ropa y electrodomésticos y ancianos que, en la acera, se ofrecen a pesar a la gente en básculas de baño (uno de los pesadores está dormido o en estado cataléptico, y un hilo de baba le cae hasta la pechera), llegamos a su principal punto de acceso: la puerta de Francia, que separa el Túnez nuevo del Túnez "de los indígenas", o ciudad antigua, y por la que he pasado hace poco con el tunante bizco, pero que no he podido admirar, dado que íbamos al trote. Lo primero que me invade al entrar en el laberinto, como siempre que llego a cualquier sitio, es el olor. No tengo un olfato especialmente sensible para eso está mi mujer, pero estas primeras sensaciones, a través del único sentido que entronca directamente con el cerebro, me resultan tan imperiosas y reveladoras como la primera imagen que recibo de algo o de alguien, o las primeras frases que intercambio con los recién conocidos. Además, este olor de la medina es tan fuerte como un puñetazo. Los aromas mezclan aquí exquisiteces y suciedades: cuero y basura, especias y plástico, perfumes y mierda. Reparamos pronto en la casa, tan descascarillada como todas las que conforman la medina, donde se refugió Garibaldi en 1835, huyendo de una condena a muerte en Italia y antes de marcharse a América, a malmeter en todas las guerras del continente (Bettino Craxi, otro líder italiano, también se refugiaría en Túnez muchos años después, pero este no movido por un afán liberador, sino para escapar de la justicia de su país, que lo perseguía por corrupto). Vemos gatos por todas partes. Perros no hay ni uno es un animal impuro para el islam, pero los gatos, escuálidos, perezosos, sucios, menudean. Algunos turistas, impulsados por el fervor animalista occidental, se acercan a acariciarlos, y los bichos se dejan hacer. Estoy tentado de enumerar a los acariciadores las enfermedades que pueden transmitir, pero pienso que, si no han tenido reparo en tocar semejantes bolas de mugre, no les disuadirá de hacerlo la posibilidad de contraer la campilobacteriosis, la rabia, la fiebre maculosa, la toxocariasis, la toxoplasmosis y la tiña. El zoco congrega tiendas de una belleza espectacular polícromos puestos de frutas y verduras, joyerías refulgentes, que acreditan el gusto de los árabes por el oro con chiringos inmundos, en los que ni siquiera se atreven a entrar los gatos leprosos, aunque sí algunos guiris desprevenidos. Cruzamos callejas con capiteles bajos pintados de franjas verdes y rojas. También vemos policías vestidos de negro con el subfusil terciado. Los policías tienen la virtud, a falta de otra, de abrir camino por entre la marea humana, que se arremolina en cada pasadizo, en cada recodo. Igual que los mozos con carretillas cargadas hasta los topes que separan la permanente aglomeración con paso enérgico e indiferente: o te apartas, como puedas, o te arrollan. Otra suerte de asalto se verifica también a cada instante: el de los vendedores que ofrecen su mercancía a los turistas. A menos que uno quiera dejarse envolver por el espíritu oriental y experimentar sus agotadores placeres regatear, discutir, ser embaucado, no hay que atender a sus solicitaciones, no hay que entrar en conversación, no hay que pararse. Domingo me enseña las calles de la medina en las que se concentran las tiendas de chechias, esos feces rojos que son el sombrero nacional de Túnez. La distribución dentro del zoco es gremial, como en la Edad Media: hay zonas de orífices, zonas de peleteros, zonas de ceramistas, zonas de vendedores de alfombras, zonas de chucherías de plástico. Entramos en una que visitaba a menudo me cuenta Domingo Alfonso de la Serna, el embajador español en los años cincuenta y sesenta, que recogió sus experiencias en el país en un libro excelente, Imágenes de Túnez. Es pequeña, verde y barroca. Al lado de la entrada, se alinean chechias aún en proceso de fabricación: se tejen y luego se hierven para que encojan y adopten la forma que se les da. El dueño del garito, un señor gordo, está hablándole a un público compuesto por media docena de personas, sentadas en respetuoso silencio en sillas de enea: parece conferenciar, supongo que sobre la elaboración de los bonetes. En la medina hay también mezquitas y madrasas, o escuelas coránicas: las primeras pueden visitarse, aunque ahora están cerradas, pero las segundas no: manoseados carteles en francés avisan de la prohibición de entrar a los no musulmanes. La medina acaba en el palacio de la presidencia del gobierno: la cochambre cesa abruptamente y se transforma en un edificio mazacótico y colonial, despejado por razones de seguridad. Paso por delante de una de las oficinas que forman parte la constelación administrativa del palacio, la Dirección General de la Calidad del Servicio Público: en la esquina de la calle que ocupa esta importante unidad se acumula la basura, en la que investigan los gatos. Vamos por fin a comer al restaurante Dar el Jeld. Situado en un rincón de la medina, nada lo identifica fuera: ni un nombre, ni un rótulo, nada. Domingo llama a la puerta y nos abre un maestresala muy trajeado que, a la vista de mis shorts de explorador, me invita a cubrirme con una chilaba. Como en los restaurantes occidentales se facilitan corbatas a quienes no se han presentado con el atavío adecuado, aquí se proporcionan chilabas. Me gusta cómo me queda la mía. Me descalzo y me dejo fotografiar, en el patio del restaurante, claro y fresco, con Domingo a un lado y Luis María Marina, que se ha unido a nosotros para comer, al otro. Ah, Lawrence de Arabia, cuánto te comprendo. Luego nos propinamos un ágape memorable: ellos, sendos cuscús que yo declino: la sémola es uno de los escasos alimentos de este mundo que no me gusta; yo, espetones de gambas y una crema zgougou, como, me dicen, las que preparan las abuelas tunecinas, con piñones machacados y un agridulce sabor a madera. Cuando al salir me quito la chilaba, me siento desnudo. Por la noche, me toca leer. En esta ocasión ya disponemos todos de los poemas traducidos y de una intérprete que los lee en francés. Del equipo de tres jóvenes que lo componen, a mí me toca una joven rellenita, cetrina y simpática, cuyo acento galo se me antoja inmejorable. Pero antes de ponerme en sus manos, debo preocuparme por que sean mis poemas los que lea y no los de Laura Casielles. Raouf, el director del festival, se ha equivocado y me ha dado los papeles de Laura en lugar de los míos. Con urgencia le hago ver el error y con la misma urgencia insta a una azafata a que le facilite un ordenador y una impresora para deshacer el entuerto. Y lo deshace. Acompaña después la lectura un maestro que toca una especie de laúd con un jazmín la flor nacional en la oreja. Y cuando digo acompaña, no quiero decir que rellene huecos, sino que toca al mismo tiempo que los poetas leen. Con los versos se entremezclan, pues, los monótonos gañidos de la bandurria norteafricana. Así sucede y así sucederá en todas las lecturas: aquí no parece comprenderse que el poema tiene su propia música y que esa música no debe perturbarse con otras melodías. Davide Rondoni, el poeta italiano, que también lee ahora, le pregunta al maestro del laúd si puede tocarle un blues o si piensa seguir con ñigui ñigui. El maestro sonríe y sigue con el ñigui ñigui. Y, por si fuera poco, se le suman un flautista y un violinista, que conforman un trío inmisericorde y letal. Cuando sale Laura a leer, el del laúd rasguea a Falla. Cuando salgo yo, vuelven los tres a su acreditado ñigui ñigui: quizá me consideran menos español o quizá solo conocen a Falla. Yo leo dos poemas largos, cuya extensión se dobla con la traducción. Este es uno de los principales problemas de escribir largo, una forma de hacer que se aviene mejor con la soledad y el sosiego de la lectura individual: la demasiada duración de las recitaciones públicas. Cuando llevo algún rato desgranando versos, siempre pienso que, por más que me esfuerce por hacer una lectura diáfana y rítmica, por más pausas y aceleraciones que imprima, es inevitable que la atención decaiga y que el público se aburra, si es que en algún momento ha estado atento y se ha divertido. Pero uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede. Y lo que me sale a mí es poesía grave y larga, qué le vamos a hacer. Conseguimos acabar, mi esforzada intérprete y yo, sin que se advierta ninguna cabeza declinante ni se oiga ningún ronquido, y volvemos a nuestros puestos, no sé si satisfechos o aliviados. (Será mucho peor la lectura del día siguiente, en la terraza del café Amor. Allí, en plena calle, leo, leemos, en un pandemonio de gente que habla, de platos y vasos que entrechocan, de camareros que cobran, del violinista que toca, del micrófono que disuena, de la intérprete que tose, de los paseantes que se preguntan quién es el tonto ese que está leyendo en un idioma incomprensible, del vendedor de helados que anuncia la mercancía, de los niños que piden helados, de las niñas que chillan, de los jóvenes que cantan dentro del bar, de una moto que pasa, de los gatos que maúllan. Leo aferrándome al poema como si fuera una traviesa y yo, un náufrago en un océano de ruido. Leo abrazando esos sonidos huérfanos, que solo entendemos Luis María Marina, que está de nuevo escuchándome, y yo; y, envueltos por un estruendo de incomunicación, ni siquiera estoy seguro de que los entendamos). A la salida de la lectura, un vendedor de jazmines intenta endilgarme uno: me lo coloca en la mano y me pide que se lo pague. Cuando le miento y le digo que solo llevo monedas, me dice que las monedas no valen nada; ergo, le he de dar billetes. Le devuelvo el jazmín, a lo que responde con una mirada que no parece estrechar los tradicionales lazos de amistad hispano-tunecinos. Luego Davide, Yvon le Men un poeta francés con el que también me he amistado y yo nos vamos a cenar a uno de los restaurantes en los que la organización da de comer a los participantes en el festival. Se nos unen dos jóvenes tunecinas que han venido de la capital, atraídas por la publicitada reunión de poetas internacionales. Ambas escriben poesía: una ha publicado un libro y la otra ha escrito un poema. Y ambas nos leen poemas: la primera, uno de su libro, y la otra, el único que ha escrito en su vida. Yo he de ir al lavabo (no por los poemas que nos han leído; ha coincidido así) y tengo que pedir la llave en la barra. Cuando, tras no poco forcejeo, consigo abrir la puerta, no encuentro la luz y me golpeo contra una vigueta del techo. Me duele, pero no me sorprende: debajo del pelo tengo un callo por los muchos golpes que me he dado, a lo largo de los años, contra techos, marcos de puertas y superficies bajas varias. Este es otro problema de ser largo (de altura). A pesar de las estrellas que acabo de ver, sigo sin dar con interruptor ninguno, pero, por el olor que percibo y lo resbaladizo del suelo, prefiero no encontrarlo. Salgo, echo la llave otra vez y vuelvo a la mesa de las poetas tunecinas. Que sea lo que Dios quiera. Alá es grande y Mahoma es su profeta. 

sábado, 14 de julio de 2018

Cadalso

Hoy visitamos Cadalso. En realidad, no visitamos el pueblo, sino que nos quedamos a comer en uno de los restaurantes de la localidad a orillas del Árrago, Casa Piris, cuyo nombre –variante de Pérez–, por algún azar histórico-lingüístico, es tan abundante en Extremadura como en Cataluña y Valencia. El establecimiento tiene buena cocina y una terraza agradabilísima al lado mismo del río. Cuando llegamos, solo hay comiendo otra pareja. Algo, no obstante, perturba la paz del lugar: una irritante musiquilla que sale de no sé dónde. Nuestro vecino me ve rebuscar con la mirada el origen del chunda-chunda y se adelanta a mis deseos: "¿Quiere que la apague? La hemos puesto porque estábamos solos. Pero no queremos molestar". La amabilidad extremeña, de nuevo. Una amabilidad alguna de cuyas manifestaciones no hemos encontrado en ningún otro lugar del país, ni acaso del mundo. "Sí, por favor. Se lo agradeceremos mucho", respondo. Recuperado el bienaventurado silencio, nos atiende la única camarera del local, hija de los dueños. Es una criatura encantadora, que hoy acrecienta su encanto con unos shorts tejanos que amenazan con seccionarle las ingles. Me quedo preocupado. Y un poco aturdido con su aleteo constante alrededor de la mesa. Pedimos gazpacho, judías verdes y entrecots de ternera; de postre, un flan (que más bien parece la maqueta de una pirámide) y una mousse de fresa. Todo está fresco y bien cocinado. Los entrecots horrorizarían a cualquier vegano: son tan grandes que casi nos horrorizan a nosotros. Pero, deseosos de proteínas, nos los zampamos con delectación neolítica. El trajín en la mesa contrasta con la paz del lugar. Las aguas del Árrago, remansadas por la cercana piscina natural, fluyen sin urgencia, con un rumor apacible y azul. En el cielo solo despuntan algunas nubes condescendientes, breves hongos blancos que no emborronan el sol. Hace el calor justo: para agradecer la sombra y el baño, pero sin sudores ni jadeos. La luz cae en el río como una sábana enteriza pero sutil. Las ranas croan; también los pájaros se dejan oír; la brisa hace hablar a los olivos y los robles, cuya cremosa vibración se enreda con el murmullo espinoso de las jaras y los brezos. El vecino reconoce la superioridad de la música natural sobre los soniquetes prefabricados: "Esto sí vale la pena oírlo, ¿verdad?", nos pregunta. Asentimos. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que esto es solo un locus amoenus, una escena de paz. Los inacabables conflictos de la naturaleza (que nosotros embellecemos y moralizamos, pero que son verdaderas guerras de supervivencia) se entrecruzan en ella. Nuestro vecino, sin ser consciente de las consecuencias de sus actos, les echa unas migas de pan a unos gorriones que revolotean en la ribera. Los pardales se enzarzan en una lucha frenética por las migas: en picados  o rasantes velocísimos se hacen con ellas y, cuando son demasiado grandes para tragárselas in situ, se las llevan a algún lugar apartado a ingerirlas con paciencia. Lo mismo sucede con una familia de pollos que aparece por allí, precedidos por su orgullosa madre, una gallina color avellana, y atraídos, suponemos, por el frenesí pajaril. Los adorables pollitos, cuya fragilidad suscita sin remedio la ternura del contemplador, demuestran tener espíritu de asesino en serie: se abalanzan sobre las migas, que el vecino no deja de volear, rápidos como áspides y defienden el botín frente a los hermanos que no han atrapado nada, y que quieren robárselo, con la ferocidad de un apache. Esas delicadas criaturas se libran a combates inmisericordes, con empujones, picotazos y golpes de ala, bajo la mirada indiferente de la madre, que debe de considerarlos una etapa más de su formación. Pero el depredador de ahora es la presa de después. Un gato se acerca con la misma intención de hacerse con los polluelos que los polluelos han demostrado con las migas (y contra sus hermanos). Todos, crías y madre, ponen, entre piídos, patas en polvorosa. Esta defiende la retirada estirando el cuello y ahuecando las alas para parecer mayor y dispuesta al combate. Pero el gato no ha querido perseverar en la caza y deja que las aves se retiren. Luego se pasea por la hierba, con la cola levantada y la mirada oblicua. Acabada la comida y el espectáculo de la ley de la selva, recorremos los cien metros que nos separan del acceso a la piscina natural. Vemos desde el camino la fantástica imagen de la iglesia de la Purísima Concepción alzada contra la sierra, en uno de cuyos picos, como el pezón de un pecho gigantesco, sobrevive la ruina cuadrada del castillo de Almenara, construido, como tantos otros de la zona, por los árabes. Al lado de la iglesia ondea una bandera española. No sabemos hasta qué punto el nombre del pueblo responde al hecho histórico de que fuera aquí donde se ejecutase a malhechores y moros. Preferimos evocar lo transmitido por la tradición oral: que Cadalso era uno de los lugares en los que el rey Alfonso XI, bisnieto de El Sabio, se encontraba con su amante, la bellísima Leonor de Guzmán, con la que tuvo diez hijos. En el pueblo se conserva todavía la Casa del Rey. Y en el Libro de la montería que se le atribuye, Alfonso, gran amante de la caza –como ya demostrara con Leonor y los muchos sarracenos a los que liquidó–, ha dejado muestras de conocer bien la región: elogia, por ejemplo, el cercano monte de la Aliseda, que abundaba en jabalíes y osos. Cuando llegamos a la piscina, descubrimos con placer que no hay nadie. El silencio y la quietud son adánicos. Yo los rompo ambos metiéndome enseguida en el agua. Nado casi hasta Casa Piris: a pozas en las que no se hace pie siguen tramos en los que puede uno andar por el lecho del río sin que el agua supere las rodillas. Me siento en una roca en el curso del agua y contemplo el puente recientemente construido, de chirriante hierro verde. Me pregunto por qué no se habrá hecho de madera o de piedra. Dejo también que se me acerquen los peces del río. Primero son unos pocos, y muy pequeños. Pero poco a poco son más, y más grandes. Alguno alcanza un tamaño preocupante. Y a todos parece gustarle mi piel, que mordisquean (no sé si los peces muerden, pero no se me ocurre cómo llamar a su forma de alimentarse) con ansia, llevándose las escamas muertas, las pequeñas excrecencias invisibles a nuestros ojos, pero muy apetitosos a los suyos. Me hacen cosquillas. Pero ya son muchos, y no me gustaría que las cosquillas evolucionaran a pellizcos. Así que me levanto como un cíclope de las profundidades de las aguas y desbarato su banco. Ángeles no se baña: el agua fría (aunque no está fría) le gusta tanto como un cólico miserere. Ángeles nunca se baña en ningún sitio que no desprenda vaho. Me mira desde la orilla como miraría a un cebú revolcarse en el barro. Pero el rato de paz que pretendíamos en la ribera se acaba sin haber empezado: aparecen unos niños, seis o siete, que saltan al agua con estrépito adolescente. Uno de ellos lo hace desde el puente, justo desde allí donde un cartel prohíbe saltar desde el puente. El chapoteo y las carcajadas sin motivo (o sin otro motivo que la felicidad de estar vivo y no tener responsabilidades), aliadas con tacos, aumenta gradualmente: como los peces de antes, esta media docena de seres se convierte en una cincuentena al cabo de poco: debe de ser un campamento de verano. Melancólicamente, recogemos las toallas y nos vamos. A pesar del baño interrumpido, ha sido un día feliz.

lunes, 9 de julio de 2018

Túnez, otra vez (1)

Vuelvo a Sidi Bou Saïd, en Túnez. Es la tercera vez que visito este pueblo de casas blancas y azules, colgado sobre la bahía de Cartago, en el que a principios del s. XX se establecieron aristócratas y pintores europeos, fascinados por la belleza del lugar, y que ha conservado un cierto espíritu artístico y bohemio. En esta ocasión lo hago para participar en el Festival Internacional de Poesía que se organiza aquí desde hace años. No soy el único español: la asturiana Laura Casielles me acompaña en el evento, junto a un amplio elenco de poetas africanos, europeos y hasta taiwaneses. En el aeropuerto me está esperando Luis María Marina, escritor, traductor, diplomático (y no me refiero a su carácter, sino a su ocupación: es diplomático, ahora destinado en el país magrebí) y sobre todo amigo, por cuya mediación se me ha invitado al evento. También me espera un chófer, en cuyo vehículo vuelvo a experimentar las fuertes emociones que siempre procura el tráfico tunecino. Mientras conduce, sorteando vehículos a toda velocidad, me habla del inolvidable Ben Alí, presidente que fue de la República Tunecina, y al que nosotros, en nuestro primer viaje (turístico) a Túnez, llamábamos el frotón, porque en todas las fotografías y carteles con su imagen que inundaban el país aparecía siempre con ese gesto de frotarse las manos propio de los avaros o de aquellos con quienes la vida está siendo benévola. Bueno, en realidad, el chófer no habla de Ben Alí, sino de Alí Babá, un nombre que cuadra mucho mejor con su estilo (y con la imagen de aquellos memorables carteles, hoy arrumbados por una primavera árabe que nació aquí, aunque se haya quedado en un mero entretiempo árabe). Después de comer con Luis en el restaurante del hotel –un voluminoso parador de los 70 que ha acusado el paso del tiempo y que cuenta con los refinados servicios de la hostelería tunecina, pero también con excelentes vistas–, acudo al acto de inauguración del Festival, que se celebra en uno de los muchos bares que jalonan la calle principal de Sidi Bou Saïd. Allí desfilamos todos los poetas, al reclamo altisonante de Raouf, el director del encuentro, y leemos alguno de nuestros poemas. Como somos muchos y aquello no acabará hasta la madrugada si nos abandonamos al placer de la recitación, decido contribuir a la distensión de la concurrencia leyendo solo un puñado de haikus. Pero, en realidad, mi lectura es una contribución a la confusión general, porque la organización no ha previsto que los poemas se traduzcan. Así que me levanto, presto a defender el honor poético patrio (¡Eduardo Moga, de l'Espagne!), agarro el micrófono, balbuceo, en mi oxidado francés, unas frases de agradecimiento por la invitación, suelto los siete "haikús del ciego y el perro" en el castellano que mamé de mi madre (y que solo entienden Laura, Domingo, el director del Instituto Cervantes, que ha venido a acompañarnos en el acto, y una poeta tunecina que, como averiguaré luego, ha vivido 14 años en España y que habla español como si hubiera nacido en Lavapiés) y me apresuro a ocupar de nuevo mi  asiento, donde me están esperando un mojito que me ha servido un solícito camarero y una periodista de una radio local que tiene interés en entrevistar a los poetas invitados. Accedo, complacido, a la entrevista, porque los poetas nunca nos negamos a estas cosas y porque la periodista, según compruebo entusiasmado, debe de ser miss Túnez. Sus preguntas se revelan luego a la altura de las respuestas que dan las misses en los concursos de belleza (por ejemplo: ¿escribirá Ud. algún poema sobre el encuentro?; ¿qué es para Ud. la poesía?; ¿qué hace para invocar a la inspiración?), pero no importa: escuchar cómo salen de sus labios es un placer por sí mismo. Al día siguiente he quedado a comer con Domingo y Luis en Túnez. Así pues, tras el desayuno, cojo otro taxi y me dirijo a la capital. El conductor, a diferencia del que me estibó hasta el hotel, no pretende emular ni a Lewis Hamilton ni a Mad Max, sino que circula con relativa tranquilidad y me da conversación y hasta consejos de seguridad ("nunca lleve los objetos de valor en los bolsillos traseros: póngaselos en los delanteros; y no los luzca nunca en la calle"). Su calma al volante, en cualquier caso, resulta vital para mis cervicales: el taxi es tan pequeño que cualquier bote en la carretera hace que me dé de cabeza contra el techo (y tampoco tiene aire acondicionado...). Cuando el taxista se entera de que soy un invitado del Festival, concluye, sin excesivo esfuerzo deductivo, que soy poeta y afirma: alors, j'ai l'honneur de vous y amener [así que tengo el honor de llevarlo]. Sin solución de continuidad, me pregunta por el Mundial de Fútbol y canta la palinodia de Xavi e Iniesta. Pese a la deriva futbolística de la conversación, el homenaje que ha hecho este hombre a la poesía, con el pretexto de llevarme en su taxi, es sincero. Y así tengo comprobado que suele ser en los países del Tercer Mundo (y que ahora, ya sin el comunismo, debería llamarse el Segundo Mundo): la poesía conserva una importancia simbólica que ha menguado, o casi desaparecido, en Occidente, donde es apenas una actividad artística más, sin trascendencia social ni mucho menos mercantil. En cambio, los poetas siguen siendo en África, Asia y muchos países de Hispanoamérica representantes del espíritu de la comunidad, comunicadores del pueblo, voces privilegiadas que dialogan con lo más elevado de la inteligencia y la sensibilidad (ah, si estas gentes conocieran a algunos poetas que yo me sé...). Esta alta consideración popular no hace que la poesía se publique más o mejor, ni que los poetas se ganen con ella la vida (por el contrario, en los países árabes la autoedición es lo normal; un poeta iraquí ha despotricado en el desayuno contra los editores del mundo musulmán: "son todos unos ladrones", ha puntualizado), sino solo que gocen de una mirada respetuosa y hasta de veneración, que trasluce el papel que se les asigna como portavoces de las inquietudes más profundas de la sociedad. El taxista, en fin, se revela contrario a la revolución. Cuando ya estamos llegando al centro de Túnez, hace las afirmaciones que siempre se han hecho al pasar de un régimen dictatorial a otro democrático (o no tan dictatorial como el primero): Túnez no está preparado para la democracia; los tunecinos no han entendido qué quiere decir libertad de expresión; no hay que confundir libertad con libertinaje. Y añade, para rematar, que muchos de los libios que han entrado en el país huyendo de la guerra que asuela su país, no son ni cultivés ni modernisés. El taxista, ay, es fachilla, pero qué le vamos a hacer. Conmigo ha sido amable y no me ha robado en la carrera: se lo agradezco y le deseo que pase un buen día, como él a mí. Me apeo delante de la catedral católica de San Vicente de Paúl, la mayor del país, en la plaza de la Independencia, delante de la embajada de Francia, rodeada de alambradas y sacos terreros, con una tanqueta apostada junto a la entrada y soldados en uniforme de combate con el dedo en el gatillo de los fusiles de asalto. El templo, un pastiche de estilos, se inauguró en 1897 y su estado de conservación y uso demuestra la tolerancia religiosa de los tunecinos: soyez le bienvenu, me dice con una sonrisa el conserje de la entrada, que es gratuita. Un policía que patrulla el recinto le señala a una mujer que también quiere entrar el papel que ha tirado al suelo y, con ese gesto mudo y el pistolón que le cuelga del cinto, la obliga a recogerlo. La mujer lo hace en silencio. La catedral, enorme, está llena de retratos de monjes y monjas franceses, además de las imágenes de dolor –crucifixiones, latigazos, cadáveres– propias de las seos católicas. Nada de eso, ni de la arquitectura apastelada de la iglesia, me gusta, pero aquí se está muy fresco, y el frescor me disuade de lanzarme al bochorno africano de la avenida Habib Bourguiba. Pero acabo haciéndolo, claro: no he venido aquí solo a contemplar hábitos paulinos ni columnas neobizantinas. Ya en la calle, sigue sorprendiéndome el espectáculo habitual en Túnez: la presencia de mujeres tapadas hasta la coronilla, incluso con guantes (¡con este calor!), y mujeres vestidas a la occidental, con pantalones ceñidos, minifaldas y escotes generosos. La indumentaria de los hombres, en cambio, es mucho más homogénea: europea, en general, con la excepción de algunas chilabas. Muchos, hombres y mujeres, van tocados con el clásico sombrero de paja de ala ancha, un gran invento mediterráneo: la mejor protección que conozco para el sol abrasador de cualquier latitud. Admiro asimismo la estatua de Ibn Jaldún, el filósofo e historiador de origen andalusí, que se encuentra frente a la catedral, y visito la librería Al Kitab, aunque pequeña, una de las mejores de Túnez. Para hacerlo, he de cruzar la avenida, lo que constituye una aventura singular: los pasos de cebra son en este país puramente orientativos; de hecho, te orientan sobre el lugar en el que puedes perecer aplastado por cualquiera de las docenas de coches que pasan por ellos sin disminuir la velocidad, es más, acelerando. En Al Kitab descubro un libro sorprendente: Islam et émancipation de la femme, de Sahraoui Gamaoun, que se me antoja un oxímoron (el libro, no Gamaoun). A lo largo de toda la avenida Habib Bourguiba se suceden las terrazas, ocupadas exclusivamente por hombres: leen el periódico, fuman cigarrillos o el narguilé, conversan, toman café, juegan al dominó o al backgammon. Pero no hay ni una mujer con ellos. En ningún bar. Ni en ningún punto del país (ni del continente, probablemente). En este país, los hombres ocian y las mujeres trabajan. De hecho, tengo para mí que son ellas las que lo sostienen, las que aportan la poca o mucha riqueza de que pueda disfrutar. Luis me contará después que las organizaciones internacionales, tanto gubernamentales como no gubernamentales, procuran que los proyectos de cooperación y desarrollo lleguen a las manos de las mujeres, porque son más laboriosas, más colaborativas, más avispadas para la inversión y más responsables, y hay más probabilidades de que los proyectos alcancen un buen resultado. Pero de las elusivas habilidades de los hombres tengo una buena prueba cuando ya estoy entrando en la medina, a la espera de que sea la hora de encontrarme con Domingo para almorzar. Un tipo algo bizco que pasa a mi lado (y que me recuerda a uno de los pérfidos turcos de la terrorífica El expreso de medianoche) me ve mirar una tienda que exhibe pósteres de las selecciones nacionales de fútbol de Túnez desde los años 60, y me explica que son pósteres de las selecciones nacionales de fútbol de Túnez desde los años 60. A continuación, con la sutileza de una víbora cornuda del desierto, tira de ese cabo para darme conversación, aclararme que no es guía sino florista y decirme que, si quiero, puede acompañarme a un lugar estupendo de la medina, donde hay varias exposiciones interesantísimas de artesanía tunecina. Yo no quiero y, aunque me he jurado no atender a las maquiavélicas solicitaciones callejeras de los países norteafricanos, por amables que puedan ser, la educación que he recibido –que exige no ser descortés ni cortar abruptamente una conversación civilizada con nadie– se me impone y me ata a este pícaro que no deja de sonreír, que ya debe de estar pensando que ha pescado a otro guiri alelado y que pronto va a hacer caja. Me veo, pues, casi corriendo tras sus pasos por el dédalo del zoco, eludiendo, a su estela de rompehielos, el agobiante tráfico humano, y preguntándome qué hago yo corriendo tras los pasos de un florista bizco camino de un lugar desconocido, pero que seguramente será algún tugurio donde me sacarán los cuartos (ah, Eduardo, ¿por qué no decir "no", un "no" tajante e irrefutable, un "no" que no dé ninguna opción ni ofrezca ningún resquicio, un "no" como la catedral de Túnez, un "no" berroqueño y salvador?), hasta que, por fin, y en efecto, llego a un tugurio que resulta ser del hermano del bizco, según me dice, y que no es una floristería, sino una tienda de perfumes. En las manos anhelantes de este, que es cojo, me deja el captador  –que parte enseguida a trincar a otros borricos–, y yo me veo enfrascado (y nunca mejor dicho) en un regateo que no deseo por un producto –unos aromas buenísimos, naturales y que duran años– que tampoco deseo, pero que acabo comprando (a mitad del precio que el vendedor ofrecía al principio, pero que sin duda sigue siendo una estafa) para librarme de una cacería agotadora en la que yo soy la presa. Ah, cuánto me gustaría saber decir no. Qué benéfico y redentor un buen no a tiempo.

miércoles, 4 de julio de 2018

Salvar lo inconfesable

Caligrafía de la necesidad (Madrid, Bartleby, 2017), el sexto poemario de Cecilia Quílez (Algeciras, 1965), da vida a una voz que transita por los tortuosos caminos de la realidad cotidiana, unos caminos que nunca sabemos si nos van a conducir al páramo de lo insignificante o al abismo de nosotros mismos. Aferrados a la yuxtaposición, pero sin signos de puntuación que los acoten, los versos libérrimos de Caligrafía de la necesidad recogen escenas –o fragmentos de escenas– en las que el yo cumple un papel elusivo, como el de una sombra que pasara, o, mejor, como el de una luz que pasara: la de un faro costero que iluminase, a trechos, la espesura incomprensible de cuanto nos rodea. Esa levedad, sin embargo, es solo aparente, porque, en la sucesión de los poemas, se revela grávida de sentimiento, que a veces se reviste de incertidumbre, otras de tristeza y las más de pugnacidad. Estas reflexiones en tránsito, sujetas a las fluctuaciones de una interioridad líquida y un mundo inaprensible, conocen algunas recurrencias, como apoyaturas de un devenir azaroso. El recuerdo de la niñez, y la melancolía que se desprende de esa evocación, tiñen no pocas composiciones, y encauza una percepción dolorida del paso del tiempo. No obstante, «morir debe esperar», como escribe Quílez en el último poema de la primera parte, «Caligrafías». La rememoración de la infancia permite una reivindicación moral: la de la inocencia, una virtud que disipa la tristeza y combate el desencanto, tantas veces impugnado en el poemario. De hecho, inocencia y tristeza, inocencia y desencanto, se acometen y traban a lo largo del libro. Frente al pesar que suscita la realidad, frente al llanto que se vierte por las heridas de la vida y lo irrecuperable de la vida, tenazmente volcados en las páginas de Caligrafía de la necesidad, se afirma, con igual tenacidad, la pureza del deseo, el ansia de justicia, la voluntad del bien. Se trata, con las herramientas de la esperanza, de «despertar de la pesadilla»: de imponer el altruismo a la soledad; de afirmarse, aun aturdida o quebrantada, ante el ultraje de la negación. Así sucede en otras ocasiones en el libro: el diálogo con lo cotidiano o con la propia conciencia –o con ambos, entreverados– se transforma en juicio abstracto o incluso metafísico: la impresión o el recuerdo devienen, así, una suerte de universal: un concepto despojado de sus adherencias terrenales, que proyecta una vibración ética, un sentido absoluto. 

También el amor es invocado. Con delicada oblicuidad, Quílez se presenta como «la ceremoniosa maestra / Del té tibio en tu sexo» y, en el mismo poema –de la segunda parte, «Cartilla de símbolos»–, frente al «despertar / Del delirio / En la comandancia de la realidad», asegura que «aun así Amor», y que nada ha sobrado. La sintaxis interrumpida a veces, entrecortada y hasta cortocircuitada, comunica el calambre emocional o la lúcida confusión a la que este conduce. 

La condición femenina –«el infortunio de ser mujer»– hilvana asimismo el fluir de la meditación, y ello se advierte, sobre todo, en los poemas de «Performance del ángel», la tercera sección de Caligrafía de la necesidad. Quílez se dirige a la «mujer tranquila», a la mujer inocente, y proclama la necesidad de no callar; también, la de sacudirse el yugo de la propiedad que la sujeta a la gleba de los hombres. No es este el único espacio en el que la poeta manifiesta su preocupación social, que asoma, como una proyección de aquella demanda individual de inocencia, en muchas piezas del poemario. En una de las últimas de «Performance del ángel», escribe: «Soñé (…) / Borrar de las enciclopedias la palabra dominio / (…) Dar voz y voto a los niños en las Naciones Unidas / Firmar sin vanidad el Convenio de la Razón / Clausurar las fábricas de pólvora antes de que anochezca / Destruir las armas al amanecer / (…) Siete días a la semana que suene la novena de Beethoven». En el poema siguiente, Quílez menciona a Jorge Riechmann, uno de los representantes señeros de la poesía crítica en España: «Riechmann dice cuando no dice / Respiran los poetas / En la verdad hasta cuando callan».

La alusión a los poetas y, por extensión, la inquietud metapoética es constante en Caligrafía de la necesidad, como ya anuncia su título. La palabra revela, más aún, construye, pero esa revelación y esa construcción no se dan sin lucha. La poeta batalla con una forma que se resiste a acomodarse a los perfiles del pensamiento. La poeta quiere que la palabra diga el ser, pero choca con una maleabilidad incierta y una lejanía insalvable. Ciertos rasgos de su propia escritura, de raigambre vanguardista, reflejan esa resistencia consustancial al hecho de decir: los neologismos («desamanecida», «despiertadormida»), los juegos de palabras («Nos está acabando / Cavando», «Por el error / El horror»), la manipulación de los signos de puntuación, que no es sino rebelión ante su yacente jerarquía, la anómala partición de los términos («Re / des / componerse») y los caligramas que salpican el primer poema de los dos que componen la última sección del libro, «Siglo XXI (Epílogo)». Hasta un rasgo ya insólito, como empezar los versos en mayúscula, puede considerarse tributario de esta busca permanente de una forma significativa, de un altorrelieve verbal que sea fruto inmediato del cincel de la subjetividad. Provista de este haz de aproximaciones y oposiciones, Cecilia Quílez reivindica la figura de la figura sanadora, restauradora –inocente, en suma, como todo lo importante–, de los poetas, esos que saben amansar –o acaso excitar– la palabra, «en celo eternamente / Como una despiadada primavera». Y en esta contienda por decir aquello que nos crea, por nombrarnos a la vez que nombramos, la yuxtaposición que ha encauzado la insurgencia de los versos, golpeada, atirantada, se deshilacha sintáctica y semánticamente, y se transmuta en enumeraciones irracionales, en las que los actos de la conciencia y los actos del habla relajan su ilación y se superponen como los cantos de un río, vuelto ahora avenida: «Es el momento después dentro de un año / Un sudario está dentro de una caja / El ojo tuerto de un jilguero / Ha amanecido / En la sintaxis de las estrellas / (…) Oh misericordia indecisa / Ayer es ya mañana / De aquel silencio hasta ahora / Solo pude salvar / Lo inconfesable».

Transcribo uno de los poemas del libro:

Y si la bestia fuera yo
Y todos los inviernos
Fueran inocentes
Días
Decidme
Haced un bello panteón
Con este insoportable
Rigor mortis
Mirad las calaveras
Muertas de risa Muertas
No hay óleo
Que alivie el ser no siendo
La tortura
Está marchita en otra hoja
Noto a la bestia aquí
Me hace sangre
No es suficiente
Aún no he podido escribir
Cómo asesinarla

[La reseña se ha publicado en Turia, núm. 125-126, 2018]