Así se titula la tercera entrega de La Galerna. La Revista de Manual de Ultramarinos. Tabloide Crítico, aparecida hace unas pocas semanas gracias al empeño de un grupo de escritores y letraheridos capitaneado por Bruno Marcos, el director de la revista, y Juan Carbajo Larsen, su editor, en León. Como todas las demás publicaciones de Manual de Ultramarinos, "una sociedad secreta de traperos del tiempo", esta galerna ha sido coherentemente editada con la pulpa de papel de libros de viejo. El número se dedica íntegramente al género de diario, y recoge artículos de Miguel Martínez Panero —sobre los diarios del matrimonio Tolstói—, Bruno Marcos —sobre Iluminaciones en la sombra, el diario de Alejandro Sawa, el bohemio que conoció a Verlaine y sirvió de modelo a Valle-Inclán para su Max Estrella, de Luces de bohemia—, José Luis Puerto —sobre el Diario de Miguel Torga—, José Miguel López-Astilleros —sobre el Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte—, Mario Paz González —sobre Mitteleuropa, el relato del gallero Vicente Risco de su estancia en Alemania y Checoslovaquia—, Carlos de Diego —sobre los cuadernos supervivientes de los diarios del marqués de Sade— y Juan Bonilla —sobre el género en sí y sus mejores practicantes en la literatura reciente en español—. Mi colaboración ha versado sobre el Diario íntimo, de César González-Ruano, aquel seudoaristócrata de bigotillo que fue el más famoso periodista de España —además de poeta, novelista, biógrafo, antólogo y casi todo lo que se puede ser en el mundo de la literatura—, que ha sido uno de los mejores prosistas del siglo XX, y que hoy, sin embargo, apenas es recordado por haber contribuido a la muerte de judíos en el París ocupado por los nazis, según las últimas averiguaciones. El nivel de los artículos de este tercer número de La Galerna es, descontando el mío, excelente, y su lectura me lleva a algunas asociaciones singulares, que es una de las cosas más estimulantes que promueve la literatura. Bruno Marcos subraya que, en el diario de Sawa, "escasean las críticas a otros escritores, no así el rechazo a Baroja". Y yo recuerdo algo de lo que el vasco —un "invertebrado intelectual", según el sevillano— escribió sobre el oficio de sablista de este y su orgullo descomunal: "Sawa me pidió tres pesetas. Yo no las tenía, y se lo dije. –¿Vive usted muy lejos? –me preguntó Alejandro, con su aire orgulloso. –No; bastante cerca. –Bueno, pues vaya usted a su casa, y tráigame usted ese dinero. Me lo indicó con tal convicción, que yo fui a mi casa y se lo llevé. Él salió a la puerta de la taberna, tomó el dinero, y dijo: –Puede usted marcharse". Me han interesado mucho también las revelaciones sobre los diarios de Malaparte, miembro del Partido Nacional Fascista de Mussolini en los años 20 y del Partido Comunista Italiano, facción maoísta, tras la Segunda Guerra Mundial, y autor de un libro fundamental en mi adolescencia, La piel. E igualmente las de las andanzas centroeuropeas de Vicente Risco, de las que no tenía noticia. Mario Paz González nos informa de que el escritor orensano estuvo en Praga en 1930, justo cuando Karel Capek publicó su Viaje a España, el libro en el que daba cuenta de sus impresiones de nuestro país, que había visitado un año antes, con ocasión de la Exposición Iberoamericana celebrada en Sevilla. Curiosamente, acabo de leer Viaje a España (que encontré en una librería de Kosice) durante mi reciente viaje a Chequia y Eslovaquia, entre otros países, y he acabado con la misma impresión que Paz González: "Mientras Vicente Risco trata de ahondar en todo lo que ve, Capek, sin quedarse completamente en la superficie, parece que hubiera venido a España en busca del pintoresquismo que, a la postre, acaba encontrando". Por fin, Bonilla ofrece una magnífica visión panorámica del género, subrayando que su característica identificativa "es ese rasgo de escritura en marcha, agarrar la vida cuando se está viviendo, no dejar convertirse en recuerdo lo que se relata". Junto a los diaristas ya clásicos, entre los que Andrés Trapiello, con los diecinueve volúmenes y las más de 10 000 páginas de su Salón de pasos perdidos, es el más destacado, Bonilla vocea un interesante rescate y una no menos interesante propuesta. El rescate es el de Diario de una vida breve, de Juan Manuel Silvela Sangro, un joven de la alta sociedad madrileña de la posguerra, que solo vivió 32 años —murió en 1965, en París, de una enfermedad del corazón—, pero que le bastaron para licenciarse en Derecho, hablar ocho idiomas, enamorarse muchas veces y dejar escritos estos papeles, que cuentan su vida desde 1949 hasta 1958, y que su madre reunió y publicó dos años después de su muerte; unos papeles en los que demuestra conocer y practicar con ventaja el sutilísmo arte del diarista, consistente en contar mucho, aunque no se cuente nada, en realidad, o, dicho acaso mejor, en escribir sobre la nada, en narrar la nada, como si fuera todo. Por último, la propuesta es la reedición del Diario de mi sentimiento, "del grandísimo y siempre polémico Alberto Hidalgo". No conozco al peruano Hidalgo, pero, por lo que dice Bonilla de él, promete. Y también que entre sus obras haya algunas tan sugerentes como España no existe, Los sapos y otras personas, Oda a Stalin o Aquí está el anticristo.
Transcribo a continuación mi colaboración, "Algunas entradas de un diario sobre el diario de César González-Ruano", compuesta por una entrada y un extracto de otra de Corónicas de Ingalaterra, dedicadas al Diario íntimo de César González-Ruano:
González-Ruano y el olvido
Transcribo a continuación mi colaboración, "Algunas entradas de un diario sobre el diario de César González-Ruano", compuesta por una entrada y un extracto de otra de Corónicas de Ingalaterra, dedicadas al Diario íntimo de César González-Ruano:
González-Ruano y el olvido
(17 de septiembre de 2013)
Leo el Diario íntimo de César González-Ruano. Es un volumen enorme, de 1 161 páginas, que me he traído de España: así tengo la sensación de que no me he ido del todo, aunque, seguramente para ser feliz aquí, debería tener la sensación de que me he ido del todo. Curiosamente, rodeado ya de inglés por todas partes, siento el placer del castellano —de ese mismo castellano que hace apenas algunas semanas leía en Barcelona sin alteración discernible— con una intensidad superior: es como si el idioma propio brillase, superviviente, en un piélago ajeno. González-Ruano es uno de los mejores prosistas del siglo, aunque su talento se malgastara en una calderilla literaria que él producía industrialmente para sufragarse sus placeres de aristócrata aficionado. En los años 50 y 60, se le consideraba el mejor periodista de España y, al final de su vida, ganaba cantidades ingentes con el ejercicio diario de la pluma. También gozaba de una consideración intelectual extraordinaria: colaboraba en todos los medios importantes del país, y le llovían las distinciones y los homenajes. Sorprende comprobar que casi ningún joven lector —ni casi ningún escritor— recuerde hoy su nombre. O no sorprende. En la entrada de su diario del 2 de mayo de 1964, escribe: "La sociedad paga y costea la presencia del escritor, aunque sea cara, pero no la ausencia. Este es un país de contacto físico, sin imaginación y sin caridad para quien pretende aislarse. Hay que permanecer sobre el asfalto. La capacidad de olvido, entre nosotros, es fabulosa. Hay que morir de pie. Como un árbol". Eso mismo me pregunto yo: si mi apartamiento aquí conducirá también el olvido; si, alejado de ese contacto cotidiano con mis iguales, con la sociedad que constituye naturalmente mi entorno, me alejaré igualmente de su recuerdo y de su estimación. Efi Cubero, una buena poeta que ha tenido la gentileza de enviarme recientemente su último poemario, Condición del extraño, me pedía en uno de sus mensajes que no los olvidara. "No, querida Efi —le respondí yo—, es al revés: no me olvidéis vosotros a mí; yo soy el que se ha marchado". La última anotación del Diario de González-Ruano es del 30 de noviembre de 1965. Dice: "El terror es blanco. La soledad es blanca". Él moriría 15 días después. El comedor en el que escribo estas palabras es blanco.
El diario
Leo el Diario íntimo de César González-Ruano. Es un volumen enorme, de 1 161 páginas, que me he traído de España: así tengo la sensación de que no me he ido del todo, aunque, seguramente para ser feliz aquí, debería tener la sensación de que me he ido del todo. Curiosamente, rodeado ya de inglés por todas partes, siento el placer del castellano —de ese mismo castellano que hace apenas algunas semanas leía en Barcelona sin alteración discernible— con una intensidad superior: es como si el idioma propio brillase, superviviente, en un piélago ajeno. González-Ruano es uno de los mejores prosistas del siglo, aunque su talento se malgastara en una calderilla literaria que él producía industrialmente para sufragarse sus placeres de aristócrata aficionado. En los años 50 y 60, se le consideraba el mejor periodista de España y, al final de su vida, ganaba cantidades ingentes con el ejercicio diario de la pluma. También gozaba de una consideración intelectual extraordinaria: colaboraba en todos los medios importantes del país, y le llovían las distinciones y los homenajes. Sorprende comprobar que casi ningún joven lector —ni casi ningún escritor— recuerde hoy su nombre. O no sorprende. En la entrada de su diario del 2 de mayo de 1964, escribe: "La sociedad paga y costea la presencia del escritor, aunque sea cara, pero no la ausencia. Este es un país de contacto físico, sin imaginación y sin caridad para quien pretende aislarse. Hay que permanecer sobre el asfalto. La capacidad de olvido, entre nosotros, es fabulosa. Hay que morir de pie. Como un árbol". Eso mismo me pregunto yo: si mi apartamiento aquí conducirá también el olvido; si, alejado de ese contacto cotidiano con mis iguales, con la sociedad que constituye naturalmente mi entorno, me alejaré igualmente de su recuerdo y de su estimación. Efi Cubero, una buena poeta que ha tenido la gentileza de enviarme recientemente su último poemario, Condición del extraño, me pedía en uno de sus mensajes que no los olvidara. "No, querida Efi —le respondí yo—, es al revés: no me olvidéis vosotros a mí; yo soy el que se ha marchado". La última anotación del Diario de González-Ruano es del 30 de noviembre de 1965. Dice: "El terror es blanco. La soledad es blanca". Él moriría 15 días después. El comedor en el que escribo estas palabras es blanco.
El diario
(9 de octubre de 2013)
Yo solo he llevado dos diarios en mi vida: uno, adolescente, a finales de los 70, en el que apuntaba minuciosamente los desengaños amorosos y las veces que me había masturbado, y este, con el que intento vencer a la soledad. Cuando uno escribe un diario, habla solo, con la secreta esperanza de que alguien le escuche o, mejor aún, le conteste. Por eso resulta tan descorazonador que no haya comentarios. Así ironizaba mi buen amigo Sergio Gaspar, en sus horas de tenebrosa lucidez, sobre la eficacia de los blogs: no hay comentarios. Pero sabemos que los diarios tienen un público oculto, al que arrojamos el cabo de nuestras palabras. Y conviene hacerlo cada día, o con una regularidad suficiente: un diario intermitente o apenas activo es un diario muerto. El buen diario es como una esposa: siempre está ahí. También ha de ser veraz, como quería Hemingway que fuese toda literatura. No estimo demasiado a Ernest —salvo El viejo y el mar, un relato perfecto—, pero su creencia en una escritura que fuera trasunto o emanación de la vida, de la sangre y el miedo y el amor que constituyen la vida, me parece compartible, aunque ello contradiga el principio estético, convertido ya en tópico, de que el poeta es un fingidor, etcétera. De hecho, esa proximidad a la realidad única y supurante de cada individuo es lo que más me atrae de las literaturas biográficas: diarios, memorias, crónicas de viajes. El diario ofrece más realidad que la novela. El diario está más arraigado en las entrañas de quien lo escribe. El diario permite acceder, con más viveza, al hecho incomprensible del ser, que se manifiesta en cada uno con perfiles intransferibles, pero comunicables. La novela acaso aporte más fantasía, pero no alcanza la intensidad del hecho puro, del hecho simple y sudoroso, no contaminado por la ficción. Y eso, incluso en los diarios menos literarios: aquellos que se limitan a constatar el mero devenir de alguien como nosotros, de alguien que quizá seamos nosotros. Esos, finalmente, resultan los más impactantes estéticamente: desnudos, limpios (aun con sus suciedades), verdaderos. Sigo leyendo, todavía, el Diario íntimo, de César González-Ruano, un ejemplo perfecto de esto que digo: repetitivo, calderillesco, a menudo insustancial, y partícipe de una vida social, en el franquismo, cuyos oropeles escondían la vaciedad y la mierda, pero pleno de realidad vital, de voz auténtica, con sus oquedades de terror y tedio, con su miseria cotidiana, entre cuyos pliegues anodinos se alza, paradójicamente, la mejor literatura. A mediados de 1965, pocos meses antes de morir, Ruano visitó Inglaterra por primera vez. El 6 de junio, en un día "gris y anglicano", él y sus acompañantes vieron en Tite Street "la casa donde vivió mucho tiempo, hasta el escándalo, Oscar Wilde", la misma casa de la que hablé yo en mi entrada de ayer. Luego, el 12 de junio, Ruano cuenta que se había citado con Jesús Pardo, su anfitrión en Londres, "cerca de Carolina Terrace, en un bar de Sloane Square". Y Sloane Square es una elegante plaza en Chelsea, aunque ahora notablemente castigada por el tráfico, a la que acudo con frecuencia, entre otras cosas, para husmear en los anaqueles inacabables de John Sandoe Books, una de las mejores librerías de viejo de la ciudad. Esas coincidencias con Ruano —con su diario: con su vida— me emocionan y me exaltan, porque yo siempre he querido ser otros, ser más, en este tránsito lineal y herméticamente subjetivo que es existir. Y eso, aunque no coincida con las opiniones, a veces brutales, que expone: Neruda "tenía un rencor cerril hacia lo español. Un rencor de judío que juega al indio indigenista"; "los ingleses viven muy mal y comen peor"; "la famosa cortesía británica es un mito, desde luego. En cambio, la hipocresía, no"; "todo el mundo está muy serio y bebiendo concienzudamente, como si fuera un problema de conciencia"; "'Los Beatles', esos imbéciles de los pelos largos"; "llueve desesperadamente" (bueno, aquí no se equivoca) [...].
Yo solo he llevado dos diarios en mi vida: uno, adolescente, a finales de los 70, en el que apuntaba minuciosamente los desengaños amorosos y las veces que me había masturbado, y este, con el que intento vencer a la soledad. Cuando uno escribe un diario, habla solo, con la secreta esperanza de que alguien le escuche o, mejor aún, le conteste. Por eso resulta tan descorazonador que no haya comentarios. Así ironizaba mi buen amigo Sergio Gaspar, en sus horas de tenebrosa lucidez, sobre la eficacia de los blogs: no hay comentarios. Pero sabemos que los diarios tienen un público oculto, al que arrojamos el cabo de nuestras palabras. Y conviene hacerlo cada día, o con una regularidad suficiente: un diario intermitente o apenas activo es un diario muerto. El buen diario es como una esposa: siempre está ahí. También ha de ser veraz, como quería Hemingway que fuese toda literatura. No estimo demasiado a Ernest —salvo El viejo y el mar, un relato perfecto—, pero su creencia en una escritura que fuera trasunto o emanación de la vida, de la sangre y el miedo y el amor que constituyen la vida, me parece compartible, aunque ello contradiga el principio estético, convertido ya en tópico, de que el poeta es un fingidor, etcétera. De hecho, esa proximidad a la realidad única y supurante de cada individuo es lo que más me atrae de las literaturas biográficas: diarios, memorias, crónicas de viajes. El diario ofrece más realidad que la novela. El diario está más arraigado en las entrañas de quien lo escribe. El diario permite acceder, con más viveza, al hecho incomprensible del ser, que se manifiesta en cada uno con perfiles intransferibles, pero comunicables. La novela acaso aporte más fantasía, pero no alcanza la intensidad del hecho puro, del hecho simple y sudoroso, no contaminado por la ficción. Y eso, incluso en los diarios menos literarios: aquellos que se limitan a constatar el mero devenir de alguien como nosotros, de alguien que quizá seamos nosotros. Esos, finalmente, resultan los más impactantes estéticamente: desnudos, limpios (aun con sus suciedades), verdaderos. Sigo leyendo, todavía, el Diario íntimo, de César González-Ruano, un ejemplo perfecto de esto que digo: repetitivo, calderillesco, a menudo insustancial, y partícipe de una vida social, en el franquismo, cuyos oropeles escondían la vaciedad y la mierda, pero pleno de realidad vital, de voz auténtica, con sus oquedades de terror y tedio, con su miseria cotidiana, entre cuyos pliegues anodinos se alza, paradójicamente, la mejor literatura. A mediados de 1965, pocos meses antes de morir, Ruano visitó Inglaterra por primera vez. El 6 de junio, en un día "gris y anglicano", él y sus acompañantes vieron en Tite Street "la casa donde vivió mucho tiempo, hasta el escándalo, Oscar Wilde", la misma casa de la que hablé yo en mi entrada de ayer. Luego, el 12 de junio, Ruano cuenta que se había citado con Jesús Pardo, su anfitrión en Londres, "cerca de Carolina Terrace, en un bar de Sloane Square". Y Sloane Square es una elegante plaza en Chelsea, aunque ahora notablemente castigada por el tráfico, a la que acudo con frecuencia, entre otras cosas, para husmear en los anaqueles inacabables de John Sandoe Books, una de las mejores librerías de viejo de la ciudad. Esas coincidencias con Ruano —con su diario: con su vida— me emocionan y me exaltan, porque yo siempre he querido ser otros, ser más, en este tránsito lineal y herméticamente subjetivo que es existir. Y eso, aunque no coincida con las opiniones, a veces brutales, que expone: Neruda "tenía un rencor cerril hacia lo español. Un rencor de judío que juega al indio indigenista"; "los ingleses viven muy mal y comen peor"; "la famosa cortesía británica es un mito, desde luego. En cambio, la hipocresía, no"; "todo el mundo está muy serio y bebiendo concienzudamente, como si fuera un problema de conciencia"; "'Los Beatles', esos imbéciles de los pelos largos"; "llueve desesperadamente" (bueno, aquí no se equivoca) [...].