martes, 30 de mayo de 2023

Sade, la libertad o el mal

En el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona se acaba de inaugurar la exposición “Sade, la libertad o el mal”, que solo pueden ver los mayores de 18 años. En los tiempos que corren, esto es un incentivo, aunque una figura como la del marqués del Sade necesite todavía pocos incentivos. Para acceder a las salas, hay que recorrer varios pasillos, doblar varias esquinas y bajar primero por unas escaleras y luego subir por otras. El trayecto tiene, pues, algo de laberíntico y subterráneo, y no me parece mal, dadas las características del personaje de que se trata. Lo primero que veo al entrar en la exposición es un gran mural de sombras animadas: es una orgía; hombres erectos y mujeres desnudas hacen lo que siempre se ha hecho en las orgías: chupar, penetrar, acariciar multitudinaria, tentacularmente. Y, a continuación, una pantalla reproduce escenas —una de ellas, de coprofagia— de la película Salò o los 120 días de Sodoma, de Pasolini (por la que fue asesinado), basada en la novela homónima —y acaso la mejor— de Sade. La cosa promete. La exposición se divide a continuación en cuatro secciones: pasiones transgresoras, pasiones perversas, pasiones criminales y pasiones políticas, aunque, realmente, uno acaba viéndola como una unidad, sin demasiados matices distintivos: los excesos de un lugar se parecen mucho a los excesos de otro. El marqués de Sade escribió mucho, muchísimo, y una buena parte de esa magna obra en prisión, donde pasó veintisiete años de su vida. Se unió así a la pléyade de autores que encontraron en la cárcel el lugar adecuado para escribir sus obras más representativas: Maquiavelo pergeñó entre barrotes El príncipe; Wilde, De profundis; Cervantes, un largo trecho del Quijote; Miguel Hernández, el Cancionero y romancero de ausencias; y, ay, Adolf Hitler, Mi lucha. Casi toda la obra de Sade circuló clandestinamente, y algunos de sus escritos aún no han salido de la clandestinidad: se han perdido. La exposición muestra primeras ediciones de Justine o los infortunios de la virtud, La filosofía en el tocador y La nueva Justine. El marqués de Sade fue el prototipo del libertino, esa figura de la que abominaban inevitablemente los curas de mi infancia: hay que distinguir entre libertad y libertinaje, decían, campanudos, para apartarnos de las conductas desordenadas, entre las que pelársela varias veces al día (o los más modestos, a la semana) era una de las más populares. Hoy me pregunto en cuál de ambas categorías se situaban ellos, o sus compañeros de ministerio, cuando les metían mano a los alumnos. Pero el libertinaje de Sade era solo una exasperación de la libertad: una inmersión en sus cimientos y sus contradicciones. ¿Hasta dónde llega? ¿Hasta dónde puede hacer el hombre que llegue? ¿Por qué condenamos la libertad que hace o procura algo que consideramos “indebido”, sin cuestionarnos por qué es indebido? ¿Por qué la transgresión de las normas contamina la libertad y la inviste de reprobación moral? Sade influyó decisivamente en las vanguardias del siglo XX, y singularmente en Apollinaire y los surrealistas, que lo elevaron a la condición de “divino”. Se exponen aquí obras de Dalí, de Roberto Matta —que propende a pintar unos genitales enormes—, María Vassilieff, Man Ray y Giacometti, entre otros, inspiradas por Sade, o que lo recrean visualmente. Casi todas estas piezas contienen escenas eróticas, en las que abundan los penes, las vulvas y, en general, el sexo explícito. El alemán Otto Dix aporta una serie de acuarelas y dibujos sádicos: en uno, una mujer, con una vela incrustada en la vagina (del cabo que no arde, por fortuna) le cuelga un crucifijo del pene a un hombre que esgrime un látigo; en otro, un hombre le lame el sexo a una mujer que ha sido destripada; en otro más, una mujer adora los testículos de un rey monstruoso, rodeado de empalados y crucificados; en otro, en fin, un hombre penetra a mujer mientras la estrangula. Sade, al parecer, excita la creación de series de obras. Darío Serra colabora con un mural de doce dibujos con una coreografía sartriana completa, plagada de penes erectos, cuerpos desnudos, actos de zoofilia, cadáveres troceados, sexo anal y una largo y perturbador etcétera. El norteamericano Robert Mapplethorpe contribuye, a su vez, con Portfolio, de 1978, una serie de fotografías, algunas de las cuales captan ásperamente mi atención, como una en la que un puño entra en un ano u otra en la que un hombre orina, o quizá eyacula (la naturaleza del chorro no puede precisarse), en la boca de otro hombre. Desde el principio de la visita he tenido claro que una exposición como esta solo podía organizarse en una ciudad liberal, como es Barcelona, y que sería inimaginable hacerla en Utah, Florida o Teherán. Allí asaltarían el museo con rifles semiautomáticos, confirmando, paradójicamente, los excesos violentos cantados por el propio Sade. La presencia del marqués en el arte experimental se extiende asimismo al cine: además del Salò, de Pasolini, otras pantallas reproducen trechos de La edad de oro, de Dalí y Buñuel, y de La Vía Láctea, solo de Buñuel, filmada en 1969. En la literatura de Sade —que pueda considerarse perversa no la hace menos literaria—, todo es deliciosamente sacrílego. Los mitos cristianos son violados con fruición, el sexo y la violencia se abrazan, y la violencia prevalece, aunque nunca demasiado lejos del placer. De hecho, la tríada que sustenta su obra es simple: sexo, violencia y religión, siempre mezclados y ensangrentados. Y la mejor representación que encuentro de dicha tríada, entre las muchas posibilidades que la exposición ofrece, es una fotografía del norteamericano Andrés Serrano, Heaven and Hell [‘cielo e infierno’], de 1984, en la que aparecen, a la derecha, un cardenal, vestido de rojo pasión, como corresponde a su eminentísimo rango, y, a la izquierda, una mujer desnuda, también vestida de rojo —con sangre chorreándole por el cuerpo— y las manos atadas, colgada de una cuerda. (La Iglesia tiene un papel protagonista en toda la exposición: en un panel se han escrito, para pública edificación, las memorables declaraciones de Bernardo Álvarez, el obispo de Tenerife, en 2007, sobre el abuso de menores: “Puede haber menores que sí lo consientan [los abusos] y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de trece años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso, si te descuidas, te provocan”). En la obra de Sade, la mujer no sale bien parada: siempre es el objeto, la destinataria de las pulsiones masculinas más oscuras (y ferozmente traídas a la luz), la receptora del ensañamiento con el que el varón ejerce su libertad: las mujeres atadas, sometidas, castigadas, abundan en la obra del francés, aunque la novelista inglesa Angela Carter opine que el marqués de Sade ha de ser reivindicado por el feminismo, porque puso la pornografía al servicio de las mujeres. Si los hinchas de la cancelación hubieran caído sobre esta exposición —algo que, ¡ay! todavía no se puede descartar—, no habrían dejado piedra sobre piedra. Pero, con su fanatismo, habrían impedido comprender el pasado y, por lo tanto, también el presente: nos habrían vedado el entendimiento de unas relaciones sociales y sentimentales gobernadas por la furia de la Iglesia, la petrificación de la moralidad y la represión institucional. Porque así sucede con todo lo que cancelan los canceladores: que cancela también nuestra inteligencia de las cosas y de nosotros mismos. Y comprender el mundo es lo primero que se necesita para cambiarlo. Sin el conocimiento de lo que se ha hecho bien o mal antes de nosotros, no podremos hacerlo bien o mal ahora. Sade dijo: “Solo me dirijo a personas capaces de entenderme, y esas me leerán sin peligro”. El marqués pensaba, con razón, que para conocer la virtud, tenemos primero que familiarizarnos con el vicio. Pero también dijo algo más, muy importante: “Soy un libertino: he imaginado, pero no he hecho; no soy ni un criminal ni un asesino”. Esta distinción traza una línea esencial en su figura y, de hecho, en la figura de todos: la imaginación es libre; el pensamiento, como recordó Unamuno, no delinque. Son los actos los que causan el mal: su ideación solo pertenece a la intimidad, y el único juez de la intimidad —y el único a quien esta ayuda o que debe soportarla— es uno mismo. La exposición avanza desde la representación de la obra de Sade y de su influencia en el arte contemporáneo hasta la presencia de lo que se ha dado en llamar sadismo, a menudo aliado con otro ismo interesante, el masoquismo, en la sociedad actual e incluso en la vida cotidiana. En una cabina, que parece electoral —un nexo sugerente, por cierto—, se proyectan en varias pantallas vídeos con prácticas sadomasoquistas reales: a una mujer, por ejemplo, un hombre le pone pinzas de colgar la ropa en los pechos, lo que no es óbice para que ambos sonrían; de hecho, todos los participantes en los distintos vídeos sonríen. En otra cabina, puede uno rellenar un cuestionario de prácticas BDSM (es decir, bondage [‘esclavitud, servidumbre’], disciplina, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo; nada menos) para saber hasta qué punto estaría dispuesto a practicar estas bonitas actividades. Yo me atrevo a responder las preguntas que plantea, pero en todas menos una contesto que “no lo haría nunca”. En un rincón resguardado de la sala se proyectan fragmentos de la película Gritos y susurros, de Joan Morey, rodada en 2009. A la entrada, un letrero anuncia que la película puede herir la sensibilidad del espectador. Y vaya si la hiere: Gritos y susurros es un delirio sadomaso, en la que, entre otras barbaridades, un tipo se cuelga boca abajo y se balancea de unos ganchos que se ha clavado en las rodillas. La exposición se asoma también al sadismo, digamos, histórico, con fotografías e información sobre varios asesinos en serie, como Ian Brady, que primero mató a cinco jóvenes, entre los doce y los diecisiete años, y luego escribió Las puertas de Jano para explicar sus abrumadoras experiencias, o el criminal de guerra Adolf Eichmann, aquel nazi —uno de los principales ejecutores de “la solución final”— gracias al cual Hannah Arendt ideó el concepto de “la banalidad del mal”; y también el caso de Junko Furuta, la joven japonesa brutalmente torturada, violada y asesinada por cuatro compañeros suyos, adolescentes, en 1988. (Por cierto, muchos creadores nipones se han interesado por el marqués de Sade: Mishima, que escribió La señora de Sade, Nabuyoshi Araki, Suehiro Maruo; en el manga también respira el francés). Por su parte, una interesante instalación, El rito de la violencia, denuncia muy gráficamente, con muy pocos elementos —unos metrónomos, unos atriles, unas cifras—, la violencia machista contra las mujeres. Y con ella aprendemos que en España, en 2021, fueron asesinadas 47 mujeres por sus parejas o exparejas, pero que en Francia, la patria del marqués de Sade, fueron 122; en Hungría, 154 (en 2020); en la civilizadísima Canadá, con menos habitantes que España, 173; y en Colombia, 210. “Levanto los ojos hacia el universo y veo el mal, el desorden y el crimen reinar por todas partes despóticamente”, escribió Sade. A la luz de lo que cantan estos metrónomos, que oscilan tanto más rápido cuanto mayor sea el número de víctimas de cada país, y de lo que llevo visto en la exposición, el mal, el desorden y el crimen siguen reinando en el mundo igual que lo hacían a finales del siglo XVIII. Teresa Margolles, por su parte, ilustra la perduración del sadismo en nuestra sociedad con un gigantesco mosaico de 313 portadas sensacionalistas del diario PM, de México, la versión azteca de nuestro inolvidable El Caso, aparecidas en 2010. Los titulares del periódico son invariablemente de esta guisa: “Ejecutan a hermanitos”, “Mataron a siete mujeres en siete horas”, “Le cortan la cabeza”, “Destrozada a pedradas”, “Ejecutado en su silla de ruedas” o “Masacran a trece en una fiesta”. Un verdadero festival de barbaridades, narradas con su punto de regodeo y recibidas con oculta delectación: con el placer de saber que eso tan horrible que han sufrido otros no lo ha sufrido uno. Me apresuro a cubrir el último tramo de la exposición, porque una bandada de visitantes, encabezada por un guía que habla como un barítono, se me echa encima y me impide disfrutar —si es que este es el verbo adecuado, dadas las circunstancias— de lo que veo. Pero, aun urgido, reparo en el último montaje de la muestra, Sade X, de la taiwanesa-estadounidense Shu Lea Cheang, de 2019 —uno de los últimos coletazos del sadismo, según los comisarios—, en el que una actriz obesa, desnuda y llena de tatuajes se saca un rollo de papel de la vagina —como un interminable tique de supermercado— después de masturbarse. Reconozco que agradezco el aire fresco cuando vuelvo a salir al patio del CCCB. Sade es interesante, pero no deja buen cuerpo.

miércoles, 24 de mayo de 2023

Una administración pública enemiga

Hace unos días, leí un artículo en La Vanguardia que daba cuenta de que varios defensores del pueblo autonómicos, y también el nacional, habían emitido informes en los que se denunciaba el trato lamentable que las administraciones públicas dispensaban desde el fin de la pandemia a los ciudadanos. Uno de estos informes, el del Síndic de Greuges valenciano, resumía acertadamente el problema, calificando a la administración pública de “tierra hostil para el ciudadano”. Sin embargo, podría decirse más: la administración no solo es hostil: es enemiga. A la entrada de cualquier oficina pública (y al inicio de su página web) podría hoy grabarse lo que escribían los cartógrafos medievales en sus mapas más allá de las tierras y mares conocidos: hic sunt dracones, ‘aquí hay dragones’: los monstruos acechaban en los piélagos inexplorados. En realidad, esta hostilidad o enemiga de la administración pública no es ninguna novedad en España. Sin ir más lejos, baste recordar que nuestro país es uno de los pocos, si no el único, en el que el maltrato de la administración al ciudadano tiene carta de naturaleza en el idioma: “Vuelva usted mañana” es algo que todos utilizamos, a modo de refrán o adagio, para denunciar la compañía ineficiente y maléfica de los poderes públicos, pero con la que, resignadamente, no nos ha quedado siempre más remedio que convivir. Larra, el pobrecito hablador, utilizó el penoso mantra del “vuelva usted mañana”, en fecha tan temprana como 1833, para denunciar la pereza nacional, que aquejaba a genealogistas, traductores, escribientes, sastres, zapateros, planchadoras, sombrereros y, finalmente, a todos los que participaban en la tramitación de un expediente, con una “propuesta de mejoras” de un ramo del comercio, que no arranca, luego lo hace con lentitud, pasa a informe, vuelve de informe, va, viene, se extravía, reaparece en el lugar inadecuado, vuelve a empezar, vuelve a retrasarse, y, por fin, “después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana”, es denegado. Esa ha sido siempre nuestra administración pública, y la pervivencia y continuidad de esos modos perversos revela un defecto congénito, una torcedura raigal en nuestra concepción de las relaciones entre los poderes públicos y la gente que los legitima y sufraga. Curiosamente, hoy los seis meses que tarda en tramitarse el expediente de monsieur Sans-délai (‘señor Sin-retraso’) en el artículo de Larra nos parecen pocos. Cualquier trámite en la administración tarda más que eso, y algunos solo se resuelven al cabo de años (para ser también, en muchísimos casos, denegados). Pondré un ejemplo personal: una reclamación por responsabilidad patrimonial de la administración, que presenté en junio de 2021 por los daños que sufriera mi madre a causa de una caída en el hospital público en el que estuvo ingresada, aún sigue instruyéndose: ahora está pendiente del informe médico del ICAM, tras el cual, cuando milagrosamente se produzca, todavía faltarán varios trámites para culminar el expediente y llegar —que Dios nos asista— a una resolución favorable. Ah, la administración pública española, cuántas alegrías nos dado siempre. ¿Quién no recuerda aquellas maravillosas colas en las oficinas del D. N. I. para renovar el carnet de identidad o el pasaporte? Para los que tuvimos el placer y el privilegio de conocer la administración pública franquista, la contemplación de los rostros de aquellos funcionarios, sumidos en la atmósfera tenebrosa de aquellas espeluncas infames, era un motivo, a la vez, de pesadumbre y júbilo: pesadumbre por semejante visión viscosa y deprimente, y por el trato que los empleados nos reservaban, investidos de su mezquina autoridad, con el que se vengaban de su desdichada situación; y júbilo por no estar en su lugar: nosotros nos íbamos (después de muchas horas y gestiones, claro; y eso si no teníamos que volver, faltos de algún documento o alguna póliza), pero ellos se quedaban, con el sueldo garantizado, pero con el alma podrida. Aquello sí que era una administración hostil, por más que en las facultades de Derecho y los temarios de las oposiciones se aleccionara para que el procedimiento no había de ser una trinchera, ni el expediente, un parapeto. El Régimen era hostil. Todo el país lo era. Recuerdo que un funcionario del Instituto Nacional de Estadística en Barcelona me dijo, cuando fui a inscribir a mi mujer, que era de Madrid: “Tiran más dos tetas que dos carretas”. Lo juro. Me lo dijo. Lo más singular de la actual situación de hostilidad o enemiga para con el ciudadano es que se produzca en una sociedad formalmente democrática y, sobre todo, que se haya exacerbado con el advenimiento del mundo digital. La tecnología informática ha sustituido hoy, en gran medida, a los mostradores grises y los funcionarios malcarados, y eso se ha convertido en una trinchera y un parapeto aún más inexpugnables que los que determinaban los modos antiguos. Paradójica, contradictoriamente, porque la informática tiene una enorme capacidad para simplificar las cosas. Sin embargo, hoy las hace más difíciles. Por una parte, deshumaniza la relación con los ciudadanos. Cada día es más difícil exponer el problema de uno a una persona. Uno quiere tratar con seres humanos, no con robots, cuya empatía, cuya flexibilidad y cuya comprensión de las circunstancias singulares de cada cual, que a menudo son determinantes para la resolución justa del caso, es nula. La informática es la nueva trinchera, el nuevo parapeto de los gestores públicos. Pero ahora ya no se limita a ser kafkiana, como siempre ha sido la burocracia (un mal infinito, que nadie ha sabido atajar), sino que se ha vuelto dantesca. Cada organismo público tiene sus aplicaciones, con reglas de funcionamiento y características diferentes, que exigen un aprendizaje específico al ciudadano; un ciudadano que, recordemos, no tiene obligación de saber informática para ejercer sus derechos. No hay un plan de centralización digital, o, al menos, no lo hay lo suficientemente ambicioso. Ni de simplificación de su uso por parte de los ciudadanos (y los propios funcionarios). Algo tan desgraciadamente extendido —y obligatorio, además— como morirse no genera un único caudal de información. Cuando alguien fallece, se abre un lúgubre abanico de gestiones, una multitud enmarañada de sendas por las que hay que abrirse paso, sumando un estrés burocrático indecible al a menudo indecible dolor que se siente por la pérdida del padre, la madre, el hijo o la hija. ¿No sería mejor que, al fallecimiento de una persona, la autoridad que certifica esa muerte apretara un botón que la comunicara a todos aquellos que deban conocerla: el Registro Civil, la Seguridad Social, Hacienda, el padrón municipal y cualquier otra entidad que registre los derechos y obligaciones que genera la vida civil, para que estos hicieran lo que tuviesen que hacer, en lugar de que sean los deudos quienes hayan de embarcarse en un barullo de procedimientos, comunicaciones y papeleos que solo sirven para consumir sus horas y aumentar su dolor? Todo se hace un calvario: para conseguir el certificado digital —ese que debería permitirnos hablar de tú a tú con las administraciones, como cacarea el Gobierno— pasé las de Caín; y lograr que la Seguridad Social le informe a uno sobre cualquier asunto, y en particular sobre la jubilación —esa etapa de la vida en la que, como los entrañables cesantes de Galdós, uno aspira a “apoyar la cabeza en la almohada del presupuesto”—, se ha convertido en una misión imposible, pese al estrépito y la teatral actitud de dignidad ofendida con que lo ha negado el ministro del ramo, un tal Escrivá. Expondré de nuevo mi caso: tras múltiples intentos de conseguir cita (a la que no hace falta adjetivar de “previa”: si es cita, es previa; recuerdo a las venerables secretarias de antaño, de médicos o notarios, que, cuando llegabas al despacho, te preguntaban escuetamente: “¿Tiene Ud. cita?”) por Internet y por teléfono, todos saldados con un lacónico mensaje en el que se me comunica que no hay horas disponibles para concertar la cita y que “el trámite no ha podido realizarse”, sin darme ninguna alternativa para realizarlo, logré abrir una brecha en la página web de la SS una noche, a las cuatro y media de la madrugada, y reservar hora, dentro de varias semanas, en una oficina... ¡de Lérida! (las alternativas eran Puigcerdà, Valls y alguna otra lejana población que no recuerdo). Ahora ya solo me falta gastar un día entero y recorrer 320 km —160 por trayecto— para que un funcionario me informe sobre mis derechos como ciudadano que quiere jubilarse. Y ya le he puesto una vela a san Apapucio para que el que me toque sea cumplidor y responsable. Porque, si me cae en suerte uno a la antigua usanza, que me despache con cajas destempladas, volveré a la casilla de salida con la ignorancia intacta, la indignación crecida y un depósito de gasolina menos.

jueves, 18 de mayo de 2023

En la Florida (y 4): Villa Vizcaya

Villa Vizcaya es una de las grandes atracciones de Miami, que compite sin complejos con otras, más populares, como Miami Beach o Coconut Grove. Es una villa en estilo neorrenacentista italiano, construida entre 1914 y 1916 por el multimillonario James Deering, que, con una salud precaria, necesitaba un clima cálido para seguir disfrutando de sus millones. Estados Unidos está lleno de lujosas mansiones, edificadas por empresarios a los que les salía el dinero por las orejas y que, a falta de una tradición propia, reproducían los estilos arquitectónicos europeos, la mayoría en la llamada «Edad de Oro», entre el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX, cuando el país pasó de ser un mundo nuevo en construcción –es decir, en expansión: frente a indios, mexicanos y antiguos imperios en decadencia, como España– a primera potencia planetaria, cuajada de oro, energía y desigualdades.

Villa Vizcaya es un lugar fastuoso, cuya opulencia solo se ve discutida, aunque muy gravemente discutida, por la naturaleza en la que está enclavada. Porque la Florida, y en especial el sur de la Florida, no es el mejor sitio para albergar monumentos históricos: su clima, subtropical, es decir, húmedo y lujuriante (quién me iba a decir que la lujuria, en cualquiera de sus formas, sería nociva), los amenaza fatalmente. Villa Vizcaya está construida con piedra coralina y piedra caliza, esta última sensible a todo: a los vientos, al agua, al salitre. Y de vientos, agua y salitre Florida está sobrada, también en sus manifestaciones más destructivas: temporales y huracanes. El deterioro de sus formas y relieves –de las estatuas de dioses y otros personajes mitológicos que jalonan los jardines: Leda y el cisne, Ganímedes y el águila, Moisés; de los alares, ángulos y gárgolas de sus muros y tejados, por los que campan las iguanas; de los dinteles de las puertas, a menudo ricamente labrados–, comidos por la erosión del aire y del mar, es dolorosamente perceptible, pese a lo mucho que invierte el gobierno del estado en su conservación. El rompeolas de la Villa, una imponente carabela de piedra, es un buen ejemplo de la disolución de la obra en el caldo de la naturaleza: sus perfiles, desdibujados, la asemejan a una masa informe y gris, devorada inexorablemente por una atmósfera y un mar corrosivos (pronto será una calabera). La carabela es uno de los símbolos de Villa Vizcaya; el otro es el caballito de mar. Deering prefería el barco; el decorador de la Villa, Paul Chaflin (un artista que vivia en una casa flotante, El perro azul, cerca de allí), el hipocampo. Como no se ponían de acuerdo, decidieron adoptar los dos, aunque Deering se llevó el gato al agua, y nunca mejor dicho, con el rompeolas. El dictum de Horacio que acompaña al reloj de sol de la fachada posterior de la casa, frente a la carabela, dona praesentis cape laetus horae ac linque severa, ‘acepta el regalo del placer cuando se presente y deja lo serio a un lado’, insta a disfrutar de la belleza que ofrece la Villa y a despreocuparse de su destino, pero la preocupación está más que justificada, porque si el hombre no interviniera en estos muros, la naturaleza acabaría con ella –la deglutiría como una ameba– en un abrir y cerrar de ojos. Villa Vizcaya no solo está comprometida por su débil constitución y la humedad ambiental, sino también cercada por los manglares, que conforman inextricables dédalos vegetales, y cuya presión contiene la piedra a duras penas. Pero el hombre no es solo víctima aquí; también es culpable. Esos mismos manglares que ahogan a la Villa aparecen sembrados de plásticos y desechos, que provienen de los barcos que navegan por la bahía y acaban entre sus ramas, empujados por las corrientes.

Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, que vivieron exiliados en la cercana Coral Gables entre 1939 y 1942, visitaron varias veces Villa Vizcaya, pero no como turistas, que es como lo hace hoy el común de los mortales, sino como invitados de la familia Deering, que los tenía por amigos. Aquellos eran buenos tiempos para los poetas, pese a las desdichas que sufrieran (y los Jiménez-Camprubí sufrieron muchas): por serlo, eran acogidos por los privilegiados y poderosos, que aún veían en la poesía una fuerza espiritual digna de integrarse en la vida mundana. Juan Ramón conoce Villa Vizcaya y la funde en el recuerdo —el recuerdo de España que lo persigue en el exilio— con otra noble mansión, Maricel, en Sitges, empinada sobre otro mar: el Mediterráneo, semejante en luz y color al contemplado en la Florida. El mar, una presencia constante en su obra desde su infancia en Moguer, y que constituye asimismo un personaje esencial en su primer libro americano, Diario de un poeta recién casado, ese mar ahora doble, bífido, único, español y floridano, es cantado al principio del fragmento tercero de Espacio: «¡Qué estraño es todo esto, mar, Miami! No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro. Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables…» (Tiempo y Espacio, edición de Arturo del Villar, Madrid, EDAF, 1986).

Uno de los muchos jardines que rodean la propiedad es el Jardín Secreto. Rodeado de robles bicentenarios, de los que cuelgan espesas matas de musgo español, y de banianos, cuyas ramas se entrelazan caóticamente, este delicioso rincón fue concebido para albergar orquídeas. Pero las orquídeas, tan delicadas, no resistieron el apabullante clima subtropical y perecieron. Hoy han sido sustituidas por una amplia colección de suculentas, que lucen pimpantes y voluminosas. Las suculentas, ya se sabe, aguantan lo que les echen.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 28 de abril de 2023]

sábado, 13 de mayo de 2023

Una herida permanentemente abierta

Chantal Maillard (Bruselas, 1951) practica una poesía en la que se funden diversos impulsos, diversas tradiciones estéticas —un aliento filosófico, evidente en el título de Matar a Platón, una ironía sobre el funesto dualismo del ateniense; el peso de la vanguardia (y la posmodernidad), que conduce a un sutil descoyuntamiento; y la influencia de la cultura oriental, que Maillard conoce bien, con su puntillismo perceptivo y su desgarradora delicadeza—, pero que contiene un meollo ineludible: el crecer de la destrucción, la muerte ubicua, el imperio de la nada. Una mujer serenamente angustiada escribe poemas que tratan de elucidar la razón de esa angustia, que es conocida, pero no comprendida. La herida que arrastramos, o que somos —«la palabra “herida” atraviesa de principio a fin la escritura de Maillard», recuerda Virginia Trueba en su cabal prólogo—, nos recubre y nos cincela. En el poema 26 de Matar a Platón, leemos: «Quien construye el texto / elige el tono, el escenario, / dispone perspectivas, inventa personajes, / propone sus encuentros, les dicta sus impulsos, / pero la herida no, la herida nos precede, / no inventamos la herida, venimos a ella y la reconocemos». La preocupación metaliteraria de Chantal Maillard se alía, aquí y en general, con la deflagración del dolor, que se amplifica subterráneamente, que ensordece con su silencio. Un ramillete de motivos expresa, como una paleta de colores negros, esa herida precedente y axial, de la que es imposible desprenderse, como es imposible desprenderse de los pulmones o de la certeza de que hemos de morir. A veces, Maillard describe un accidente, con sus arroyos de sangre y su corolario de muerte, o la destrucción que nos rodea: bombardeos, catástrofes, la extinción de las especies. Otras veces escribe «como quien muerde un rayo / con los brazos en cruz», como afirma al final del anafórico Escribir, y el lector siente el latigazo eléctrico de la centella y el arrasamiento de la crucifixión. En muchas ocasiones, Maillard desgrana el cansancio, o apela al grito, o se revuelve contra el yo —que tanto sufrimiento destila—, o prescribe la anulación, como un fármaco consolador, o acaricia el vacío, o proclama náuseas, o rinde lágrimas y expele miedo —que es insidioso y corrosivo—, o fotografía la caída, en la que estamos siempre, aunque ascendamos, o se entretiene en el abajo, donde todo se asienta, como un humus fantasmal, o recuerda a los muertos —no: los ve, porque nos rodean—, o se abraza al hambre —hambre de ser, de unidad, de reconciliación—, o esculpe la pérdida, una pérdida que se intuye abrumadora: «Pájaro de alas rotas / Mi hijo», escribe en un poema de La herida en la lengua; y en otro, titulado «La cereza.  Canción de cuna»: «Se quitaron la vida / el hijo de mi padre, / la hija de mi suegra / y el que nació de mí». En Medea, se identifica la figura trágica que mata a sus hijos con el destino de toda madre, que, al alumbrarlos, los encadena a la muerte: «¿No condenamos todas / acaso a nuestros hijos? ¿No / destinamos su cuerpo tembloroso / a la muerte / en aquel mismo instante / en que los concebimos? / Y al expulsarlos / del útero a la luz ¿no les forzamos a / compartir la violencia / y el miedo de saber / que cada paso adelante es una resta?». Desde los estoicos hasta el existencialismo del siglo XX, pasando por Quevedo y tantos autores barrocos, muchos han cantado este heideggeriano ser-para-la-muerte cuyo origen Maillard cifra en la maternidad. El nihilismo subyace en su poesía. Pero escribir poesía es la mejor —¿la única?— forma de amordazarlo: de «que el agua envenenada pueda beberse».

Lo que el pájaro bebe en la fuente… es, como indica el subtítulo, una poesía reunida, que incluye todos los libros que Maillard ha publicado entre 2004 y 2020, más algunos inéditos, pero no es una poesía completa. Fuera de esta edición quedan, pues, algunos libros esenciales, como Hainuwele, acaso su mejor poemario —y el único que no se arrepiente de haber escrito en la última década del siglo pasado, según dice en la nota a la edición de Tusquets—, publicado en 1990, pero que no apareció completo hasta 2009, en Tusquets. La edición de Galaxia Gutenberg incluye, por otra parte, algún título que no parece imprescindible, como La tierra prometida, también de 2009, un poema objeto, con ilustraciones, en el que solo se repite la frase «tal vez aún sea posible nunca» y se incrusta, en rojo, el nombre de los animales actualmente en peligro de extinción. Pese a esta discutible elección, Lo que el pájaro bebe en la fuente… recoge una poesía angulosa, sobrecogedora y exquisita, que nos explica con aplomo el horror.

[Esta reseña de Chantal Maillard, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua. Poesía reunida 2004-2020, edición y estudio preliminar de Virginia Trueba Mira, posdata de Miguel Morey, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022, apareció, con el título de “La herida que no cesa”, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 872, marzo de 2023, pp. 80]. 

lunes, 8 de mayo de 2023

Rafael Cadenas y Antonio Gamoneda

Leen hoy, en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona, dos premios Cervantes: el más reciente, el poeta venezolano Rafael Cadenas, y Antonio Gamoneda, el poeta español que lo recibió en 2006. Acudo no solo atraído por la calidad de la poesía de ambos, sino también con la ilusión de saludar a Antonio, al que no veo desde hace años, aunque nunca haya dejado de leerlo, y también a Rafael Cadenas, a quien me presentaron en Caracas hace tres lustros, y al que tampoco he dejado de leer. Cuando llego, me sorprende que haya estudiantes en el patio de Letras de la Universidad: todos deberían estar en el Aula Magna. Pero no lo están: la noble sala donde se celebra el acto está llena, pero casi exclusivamente de personas de edad. Los jóvenes solo serán un 15% o un 20% de los asistentes. Como todos los asientos están ocupados, me quedo de pie, apoyado en la pared de la cabina de los intérpretes. Antes, no obstante, de que todo empiece, aprovecho la circunstancia de que Gamoneda se ha quedado momentáneamente solo en la mesa en la que ya están sentados ambos poetas y, previendo el alud de gente que querrá hablar con él después del acto, me atrevo a ir a saludarlo. Es una conversación muy breve, pero él me mantiene sujeta la mano que le he dado mientras dura: es suave y está caliente. Le pregunto cómo está y le da tiempo a contarme que, durante la vigencia del “bicho coronado” —así dice—, ha estado recluido en casa. Pero que ahora ya sale, aunque tiene dificultades para andar, él, que ha sido siempre un andarín pertinaz. Yo le digo que sé de buena tinta que sigue escribiendo todos los días, o, mejor, todas las noches, y que me felicito por ello. Y él me lo confirma sonriendo, con una de sus características sonrisas caedizas. Pero la cosa va a empezar y me retiro pudorosamente. Aprovecho a continuación la protocolaria intervención del rector de la Universidad (portador de los honorables títulos de excelentísimo y magnífico), que realiza desde un atril lateral, para comprobar la presencia de la sociedad poética barcelonesa. Pero la sociedad poética barcelonesa —al menos, la que conozco yo— brilla por su ausencia, o casi. Entre el numerosísimo público, solo reconozco a Aurelio Major, sentado en segunda fila; al poeta visual Gustavo Vega; al argentino Osías Stutman; a un poeta vecino de Sant Cugat del Vallès, de cuyo nombre prefiero no acordarme; y a cierta editora de la ciudad, a la que le sonará largamente el móvil cuando lea Cadenas. Esta deserción evidencia, una vez más, la fragilidad de los nexos poéticos que se establecen en esta ciudad: una ocasión como esta debería concitar el interés de todos los que se dicen tocados por la magia (y el oficio) de la poesía. No muchas veces se reúnen en Barcelona dos poetas de la talla de Cadenas y Gamoneda. De hecho, esta ha sido la única de siempre. Mientras me abismo en estas melancólicas cogitaciones, el excelentísimo y magnífico rector sigue con sus palabras de humo, de entre las cuales entresaco, no obstante, algunas que me atrapan; aunque me atrapan porque se me antojan inverosímiles. Dice Joan Guàrdia Olmos que la Universidad ha de ser transgresora, ha de descubrir e inaugurar territorios inexplorados, ha de ampliar la realidad conocida o cognoscible. Y tiene razón: todo eso es algo que la Universidad debería hacer. Pero hace mucho que la universidad —la española, al menos— renunció a ser transgresora y descubridora. La universidad se ha convertido en una institución de poder, que se asienta en el poder y que es obsecuente con él. Transgredir supone violentar las estructuras de lo establecido. La universidad, en cambio, las confirma. Descubrir significa inaugurar parcelas de la realidad. La universidad no inaugura nada, salvo el año académico, sino que ratifica lo ya existente cuando eso existente ha devenido indiscutible. La universidad institucionaliza y canoniza. La transgresión y el hallazgo caminan por otras vías. A menos, claro, que por transgresión el rector se refiera a transgresión del orden jurídico establecido, en cuyo caso sí podría estar más cerca de la verdad, dadas sus simpatías independentistas. Tras el parlamento del rector, intervienen Noemí Montetes, directora del Aula de Poesía y profesora de la casa, y Edgardo Dobry, profesor asimismo del centro. El moderador es Javier Velaza, decano de la Facultad de Filología y Comunicación (cuando yo estudiaba, era solo de Filología: los tiempos adelantan que es una barbaridad) y también poeta, que viste una chaqueta a cuadros azules que se aparta del rigor indumentario previsible y que, por lo tanto, esta sí, podría considerarse transgresora. La intervención de Noemí, un ceñido análisis de la obra de ambos poetas, es brillante. La de Dobry, más informal, recuerda los históricos diálogos de las literaturas en español de ambos lados del océano —Machado y Darío, Lorca y Neruda, Paz y Gimferrer—como antecedentes del que encarnan hoy Cadenas y Gamoneda. El primero en hablar es, a continuación, Gamoneda. Lo hace lenta, cachazudamente, como en él es costumbre. Tiene el pelo del todo blanco y los rasgos se le han afilado, hasta el punto de adquirir perfiles lobunos. Pero mantiene la gracia de la palabra y el empaque intelectual. Define la poesía como pensamiento impensado (que alguna reseña en prensa del día siguiente, escrita sin duda por el meritorio de Cultura, transcribirá como “pensamiento bien pensado”) y habla de una utilidad que no sirve para cambiar el mundo, sea esto posible o no, sino para resignificar el lenguaje e intensificar la conciencia. Gracias a ella, vivimos más: somos más. Con eso, la poesía ya hace mucho, ya lo hace todo. Cuando le cede la palabra a Cadenas, lo hace con otro de sus rasgos característicos, aunque apenas asome en su poesía, sino, sobre todo, en su prosa biográfica y en su conversación: el sentido del humor, aplicado en primer lugar, como debe ser siempre, a sí mismo. Le pide por favor que lo contradiga, aunque ya no se acuerda de nada de lo que ha dicho. Tengo curiosidad por escuchar la intervención de Cadenas, porque su parquedad oral se ha hecho proverbial. Cuando lo conocí en Caracas, lo saludé efusivamente, le expresé mi admiración por su poesía y le informé de que había publicado hacía poco una reseña sobre su más reciente libro (que reproduje aquí años después: https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/11/vivir-donde-es.html), pero su respuesta fue una larga y silenciosa mirada. Solo alcanzó a decir “gracias”, creo, y se sumió en un profundo mutismo, en el que ya se encontraba cuando lo había abordado, acaso con mayor ímpetu del que le agradaba. Otros me confirmaron entonces su laconismo, que había alcanzado dimensiones legendarias. Hablar con él era una hazaña, un trabajo que requería músculo y paciencia, una tarea de titanes, o bien una concesión graciosa que el poeta otorgaba por razones inescrutables. (Hay una tradición de escritores magníficos que son, en cambio, imparlantes, presidida por el mexicano Juan Rulfo y a la que también pertenece el español Antonio Colinas). En su intervención, decantó las palabras con avarienta parsimonia, con larguísimos silencios entre una frase y otra (a veces, entre una palabra y otra), como si cada sonido fuera una gota que destilara de un alambique inaccesible. Pero eso le bastó para recordar a Gamoneda, asimismo con humor (“cuando la asistente que lo había de llevar a comer en un congreso literario en el que ambos participaban, y que había llegado muy tarde, le preguntó si tenía hambre, Gamoneda respondió: ‘Señorita, en materia de hambre, yo tengo un doctorado’”) y denunciar la locura del mundo, que es irrefrenable y que hemos normalizado. Nadie la denuncia; nadie hace nada contra ella. Tras sus parlamentos, ambos leyeron poemas, como era natural. Gamoneda declaró que llevaba dos años trabajando en un poema sobre César Vallejo, y que había escrito 400 versos. Y que, como él cree que la poesía es oralidad antes que nada, y como aún no había oído ese poema en el que estaba trabajando, había decidido aprovechar la ocasión para leer —“¡no se asusten!”, avanzó— un fragmento de la obra. Y así lo hizo, con la entonación oracular que le es propia. En el curso de la lectura, se reconocía siempre, como un ápice que surgiera repetidamente del flujo sonoro, la palabra “Vallejo” —“difunto, al parecer, de sí mismo”, según dijo el poeta—. Cadenas, por su parte, leyó varios poemas breves, entre los que no figuraba “Derrota”, quizá el más famoso que haya escrito, y desde luego el más antologado, en el que dice que ha “sido abandonado por muchas personas porque casi no [habla]” y que “nunca [usará] corbata” (y, efectivamente, hoy no la usa, como tampoco Gamoneda). Salgo del Aula cuando se abre el turno de ruegos y preguntas, que es inmediatamente monopolizado por los integrantes de la numerosa colonia venezolana presente en el acto, cuyas intervenciones se parecen mucho más a discursos, o anuncios informativos, que a preguntas. Los estudiantes siguen el el patio de Letras, repasando apuntes o charlando. Siempre ha sido así, en realidad.

martes, 2 de mayo de 2023

Lector que rumia

La crítica literaria, es decir, la reflexión pública, por escrito, sobre lo leído, es una de las patas de mi dedicación a la literatura, que se parece mucho a un ciempiés. Pero no es una más, sino una de las principales, junto con la creación poética, por supuesto, y la traducción. A las tres he dedicado la mayor parte del tiempo que llevo vivido, y la crítica quizá sea a la que más, porque, para ejercerla, primero hay que leer (a menos que uno haga como aquel reseñista escocés del siglo XIX, que nunca leía el libro que criticaba para que no le creara un prejuicio) y el tiempo de esa lectura se integra también, inevitablemente, en el de la escritura. Desde hace muchos años ya, sigo un procedimiento para dar a ese trabajo mío —que ve la luz, habitualmente, en revistas culturales, periódicos como El Norte de Castilla o mi propio blog— una segunda y más longeva oportunidad en forma de libro: reúno las reseñas y artículos publicados en esos medios durante un trienio o cuatrienio —nunca un quinquenio, que me suena franquista, y menos aún un plan quinquenal, que es soviético— y se los ofrezco a un editor que me merezca respeto. Hasta el momento, he tenido suerte y siempre he encontrado a alguno lo suficientemente temerario —con una temeridad rayana en el suicidio, debo precisar— como para acogerlo en su catálogo. Así ha sido también con mi última entrega, este Lector que rumia, que se asoma al mundo desde la ventana limpia de la editorial Polibea, gracias a la confianza que ha depositado en mí su editor, Juan José Martín Ramos, al que debo gratitud. Pero él, con ser el primero, no es el único al que tengo que dar las gracias. Para que el libro adquiriera cuerpo y ser, no solo he contado con su imprescindible apoyo, sino también con la ayuda de personas a las que quiero: Antonio Ortega, excelente crítico, que firma el prólogo; Blanca Ruiz Narváez, autora de la fotografía del autor; y mi hijo Pablo, que ha diseñado las cubiertas y guardas del volumen. El título, en fin, no pretende tener connotaciones agropecuarias, sino evocar una cita que juzgo muy acertada: la del romántico alemán Friedrich von Schegel, que encabeza el volumen: “Un crítico es un lector que rumia. Por eso debería tener más de un estómago”.

Lector que rumia se presentará el próximo viernes, 5 de mayo, en la librería Alberti de Madrid. El propio Antonio Ortega me acompañará en el acto. Ambos mantendremos un diálogo sobre la crítica y sobre el libro.

Este es el enlace de la librería con los datos e información sobre el acto: https://www.libreriaalberti.com/agenda/eduardo-moga-lector-que-rumia-polibea/2425/


Cuando estudiaba, me imaginaba un Gombrowicz, un Bloom, un Paz, alumbrando reveladoras teorías sobre la mejor literatura y guiando al lector, con la antorcha de mi ingenio, por los vericuetos en penumbra de tantos libros admirables. Hoy hago reseñismo. Esta cura de humildad, que algunos rebajarían incluso a la categoría de descensus ad ínferos, no me mortifica, al contrario, me consuela y hasta me entusiasma. Porque he descubierto que el reseñismo constituye un arte sutil, y no el pedestre ejercicio al que nos tienen acostumbrados los plumillas menos aventajados; y que escribir una buena reseña es una tarea afiligranada que requiere criterio propio y juicio ecuánime, prosa educada y persuasiva, pulso narrativo y, sobre todo, elegancia, que es tanto una virtud de la forma como un valor moral; y tampoco le viene mal una pizca de ironía. El crítico, en realidad, solo necesita educar el gusto y controlar el humor. Pero ambas son labores titánicas, que lleva una vida culminar, y muchas veces ni con una vida tenemos bastante, como aquel pintor chino que se regocijaba de que, siendo ya centenario, estuviera por fin aprendiendo a pintar. Para escribir una buena reseña, primero hay que elegir un buen libro (es más divertido, y quizá más útil, escoger uno malo, pero deja un extraño sinsabor, una turbulenta melancolía) y luego hay que subrayar con delicadeza, transitar por lo leído con reciedumbre pero con cuidado de no romper nada, razonar sin abrumar, y sugerir, siempre sugerir. Una buena reseña debe dar ganas de leer el libro, o de no leerlo, si hemos tomado la controvertible decisión de hablar de algo que nos ha disgustado. Todo eso he intentado hacer yo en estas reseñas, y algunos artículos, que he publicado en diversos medios culturales y en mi blog Corónicas de Españia en los últimos tres años. Ojalá se lean como lo que siempre han pretendido ser: literatura.

(De la contracubierta)


Lo que esperamos, lo que se espera de la crítica, de la escritura crítica, es que sea capaz, como propone Eliot, de alcanzar esa diferencia que dé integridad a la escritura, aunque sea de prestado. El trabajo de escritura de Eduardo Moga se materializa en una red de labores y de lenguajes no solo simultáneos sino subsidiarios: poeta, crítico de referencia, ensayista, antólogo, traductor y columnista, el flujo de tensión de sus palabras delimita un movimiento personal y un pensamiento literario que alcanza diferencia e integridad. Es en el desarrollo de su propio y personal trabajo donde alcanza a ponerse de manifiesto la entidad y el rigor material de una escritura de profundo calado y consistencia existencial, fruto de una conciencia celosa y vigilante. La escritura crítica de Eduardo Moga constituye una parte determinante de su obra literaria porque viene a reafirmar con certeza la aseveración que Ricardo Piglia hiciera en su libro Formas breves, cuando con su personal convicción declaró que “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”. Todos los libros de Eduardo Moga poéticos, ensayísticos, de crítica literaria, traducciones, sus escritos periodísticos— dan razón de una vida que se escribe, a su manera, en cada uno de ellos, y que, al mismo tiempo, instauran una poética que se ordena y se modela en todas y cada una de sus páginas.

Y eso es Lector que rumia, además de un soberbio libro de crítica literaria, un “testimonio” personal de vida y de poesía. Aunque parte de discursos ajenos y exteriores, de un relato crítico construido sobre preferencias y afinidades poéticas, el lector atento podrá comprobar cómo esas lecturas y esos autores, de algún modo, han contribuido a dibujar y recrear su mundo existencial, verbal y poético, en un territorio literario que ha hecho que esas escrituras en origen diversas o foráneas, y que parecerían ajenas— se hayan convertido en espejos de pensamiento, pues quien sobre ellas escribe las ha hecho también suyas. Volviendo de nuevo a Piglia, estas lecturas y ensayos críticos, no pueden ser considerados sino como “una forma de registrar una forma de vida”, una versión de lo que estas obras y escrituras reseñadas significan en su propia obra y en su autobiografía. Un retrato hecho de otros retratos porque, en última instancia, en toda crítica se cifran las obsesiones, las vacilaciones y las señas, tanto presentes como futuras, de quien la escribe. Es la vida de un lector que, como acierta a definir Graciela Speranza, “cuando habla de los libros de los otros no puede sino hablar al mismo tiempo de los propios”.

(Del prólogo de Antonio Ortega, “Un testimonio de legalidad: la escritura crítica de Eduardo Moga")