sábado, 28 de abril de 2018

Ciento noventa espejos

Algunos antecedentes iluminan, con extraña precisión, el hecho de que Ciento noventa espejos (Hiperión, 2017), de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954), exista. Irazoki formó parte del grupo CLOC, que en San Sebastián, entre 1978 y 1981, renovó, una vez más –toda vanguardia ha de ser siempre renovada–, los modos surrealistas. En el CLOC –cuyo nombre, según Fernando Aramburu, el hoy aclamado autor de Patria, pero entonces inquieto aprendiz de escritor, es la onomatopeya del «sonido que producen veinte mil garbanzos arrojados desde el octavo piso contra las cabezas de los ignorantes»– se iniciaron en la literatura, o en el activismo literario, Aramburu, Álvaro Bermejo e Irazoki, entre otros. Luego, tras escribir este algunos libros de versos, ejercer como crítico musical en Madrid, establecerse en París y un silencio editorial de diez años, reaparece con Notas del camino (2002) y otros tres poemarios, dos de los cuales se componen de poemas en prosa: Los hombres intermitentes (2006) y Orquesta de desaparecidos (2015). Estas composiciones muestran ya la principal característica de los textos que integran Ciento noventa espejos: un lirismo que conjuga la comprensión cordial de los vericuetos de la realidad, a menudo tenebrosos, y el vuelo incisivo y fulgurante de la imaginación, y que se materializa en un discurso ajustadísimo, por la dolorosa exactitud del léxico y la candente musculatura de la sintaxis, y a la vez exuberante, colmado de ternura, evocación y misterio. En Ciento noventa espejos ese lirismo sigue presente, pero depurado, afinado aún más, adelgazado hasta un límite casi insuperable de adensamiento. Y a esa radicalidad expresiva –que es, también, radicalidad de la inteligencia– contribuye decisivamente la estructura formal del libro. Ciento noventa espejos son 190 páginas que contienen 95 textos de 190 palabras. En los orígenes de CLOC, lúcidos y lúdicos, y en su espíritu experimentador y riguroso aleteaba el precedente de OuLiPo, aquel célebre Taller de Literatura Potencial en el que militaban matemáticos y poetas, y que se dio desde su creación, en 1960, a una busca afanosa de nuevas formas de expresión. Los hallazgos de ese rastreo, que fueron muchos, no fueron tan importantes como el del principio que subyacía en todos: la arbitrariedad de las formas literarias; la evidencia de que la literatura no es más que una ars combinatoria. Acogiéndose a las revueltas que OuLiPo dio a las argamasas y armazones de los discursos poéticos, Irazoki practica el recurso de la constricción liberadora. Séneca decía que para ser libres hay que ser esclavos de las leyes. Irazoki lo demuestra en Ciento noventa espejos, componiendo piezas que son, en sus propias palabras, «una especie de soneto en prosa». Las leyes a las que se somete son una manera muy eficaz de estimular la creación: fuerzan la imaginación y la mirada, y suscitan escorzos expresivos improbables con un cultivo despreocupado del verso. Por los textos –que ignoro si son poemas en prosa, o prosas poéticas, o anotaciones de diario, o microensayos; seguramente son un poco de todo, pero es estimulante no saberlo, y aún más leerlos sin que nos concierna–, escritos con una concisión y una diafanidad ejemplares, en los que nada sobra y nada disuena, desfilan muchas de las preocupaciones de un hombre que quiere aprehender el mundo y su sinuosa complejidad: la música y los músicos, los escritores de su agrado (a menudo poco conocidos, como el español Jorge G. Aranguren, el danés Michael Strunge o el ucraniano Sigismund Krzyzanowski, cuyo apellido es «ideal para dormir a la intemperie»), los espacios urbanos (por los que, en muchas ciudades del planeta, pasea con el ánimo permeable del flâneur), la fotografía y el cine, la condena de los autoritarismos, los recuerdos de juventud, la buena mesa. Muchas piezas son una poética: los tres secretos para escribir un buen libro son, para Irazoki, la falta de atadura (comercial, se entiende, porque si algo hay en Ciento noventa espejos son ataduras, y es un libro excelente), la supresión de lo innecesario y el cuidado artesanal. La última es un proyecto de vida, que concluye así: «No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio». No es mal plan.

Transcribo el espejo 50:

Albert Camus define así a la persona rebelde: «Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento». Anoto en una página el destino que quiero darle a la palabra no. Cuento mis diecisiete frases iniciadas con una negación. Las pronuncio. No aprender gritos. No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No conocer los himnos con que se dibujan las fronteras de las razas. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No adherirme a ninguna rebeldía cómoda. No tener tiempo para medir el error ajeno. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No refugiarme bajo el techo del viva yo colectivo. No poseer otra bandera que una ética secreta. No afilar mi fracaso para que sea la flecha de un insulto. No sostener los platillos de sangre de la justicia. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No a las multitudes que silencian al individuo. No huir de mi imagen reflejada en la vejez. No colaborar con mis habitantes cínicos. No ser un monje dormido en la niebla de su convento. No ser un segador amargado.

[Reseña publicada, bajo el título de «Hermoso y exacto», en Quimera, núm. 412, abril 2018, p. 63]

jueves, 26 de abril de 2018

De másteres y universidades

No sé por qué el desgraciado asunto del máster fantasmagórico de Cristina Cifuentes ha dado tanto que hablar. En un país abrumado por la corrupción, era previsible que la podredumbre hubiese infectado también a la universidad. En España, además, el terreno lleva tiempo abonado: la endogamia, el espíritu funcionarial y la dependencia del poder la hacen un lugar idóneo para la manipulación y el envilecimiento. La efervescencia del caso ha pasado: Cifuentes ha renunciado al máster (aunque no sé qué mérito tiene renunciar a algo que nunca ha existido) y lo ha borrado de su currículum vítae; una legión de políticos, casi todos del PP, aplicando aquello tan viejo y tan sabio de las barbas del vecino, se ha apresurado igualmente a eliminar de entre sus logros másteres, doctorados y titulaciones adulterados, incompletos o, sin más, inexistentes; y ya solo se espera la resolución política del conflicto, que no es otra que el apartamiento del poder de Cifuentes, algo que Rajoy, como suele hacer, dejará que suceda por sí solo, en el último minuto, después de que todo se haya emponzoñado y con la menor implicación posible por su parte. No obstante, aunque las falsedades de la presidenta de la Comunidad de Madrid ya no sean objeto de escrutinio (y choteo) público, merece la pena analizar lo que han desvelado. En primer lugar, la acreditada pasión de los españoles —y, particularmente, de aquellos cuyo modus vivendi depende del juicio favorable de sus conciudadanos— por los títulos académicos y profesionales. Poco importa que sean pura filfa, o que ni siquiera existan: lo importante no es procurarse una formación adecuada, basada en el estudio cabal, la lectura, la reflexión, la práctica creativa y el discipulado de los mejores, sino amontonar cursos en el currículum, y con los nombres e instituciones más rimbombantes posibles. El efecto colateral del escándalo Cifuentes que ha sido Pablo Casado, ese lenguaraz jubilado de Nuevas Generaciones que se ha querido la nueva sonrisa del régimen, ha resultado cómico: al hombre le faltó tiempo para exponer a la prensa sus diplomas y trabajos de fin de curso (entre ellos, los del mismo al que no asistió Cifuentes, aunque él tampoco fue a clase ni hizo examen alguno) y detallar las giras educativas que había hecho por los Estados Unidos, cosechando titulillos, certificados de asistencia y hasta participaciones como ponente en varias y gloriosas universidades americanas. Que la gente se crea —y valore en consecuencia— que estos estudios, por llamarlos de algún modo, capacitan o mejoran las aptitudes de nadie para gestionar los asuntos públicos, es estar ciego o ser de una ingenuidad rayana en la tontería. Solo hace falta ver cómo se comportan muchos poseedores de semejante historial académico para darse cuenta de que esos estudios —si es que los han hecho— no han robustecido su moral, ni aumentado su saber, ni perfeccionado su carácter. Con ellos se busca una pátina de respetabilidad, una presunción de valía, que queda casi siempre anulada por su desempeño personal: por su verdadero ser, amalgama de mediocridad, sectarismo, incultura, grosería y vacío. La reacción de Cifuentes ante la revelación de su amaño ha evidenciado su miseria moral: no solo ha mentido, sino que ha sostenido las mentiras con desvergüenza y pertinacia; ha transferido su responsabilidad a los demás (a la Universidad Rey Juan Carlos y a sus funcionarios, a los partidos políticos de la oposición y al suyo propio, a los medios de comunicación); se ha revuelto, como buena mafiosa, contra los críticos de sus propias filas, divulgando el despilafarro y las corruptelas de la Ciudad de la Justicia de Madrid, promovida y licitada por Esperanza Aguirre, otra gran mujer; y, en fin, ha eludido la dimisión, el único acto decente que le cabía adoptar, con tenacidad aún mayor que aquella con la que se ha defendido de la verdad y esparcido la mierda por doquier. La grabación de móvil, hecha por ella misma en su despacho, en la que dice, con sonrisa de reptil, que no se va, que se queda, que sí, que se queda, para seguir trabajando para los madrileños, es un monumento a la bajeza. La actitud de pija matasiete que desafía, con chulería tabernaria, a quienes la desafían y los zahiere alardeando de no plegarse a sus deseos, resulta repelente hasta para quienes ya estamos acostumbrados a la zafiedad de nuestros políticos y la incivilidad de nuestros compatriotas. Cristina Cifuentes era una de las grandes esperanzas blancas de la derecha española (el otro parece ser Alberto Núñez Feijoo: que Dios nos coja confesados) y se la presentaba como ejemplo de modernidad: republicana, agnóstica, partidaria del matrimonio homosexual, entre no sé cuántas cosas guays más. Pues si alguien que ha demostrado semejante vileza tenía que rescatarnos de la inveterada carcundia del PP, podemos olvidarnos de cualquier cambio en la situación de enfangamiento y parálisis en la que nos encontramos. Pero, como he dicho al principio, el escándalo del máster también ha dejado al descubierto —una vez más, aunque, por la impericia de  sus actores, de forma especialmente descarnada en esta ocasión— muchas de las penurias de la universidad española, que parece no solo contumaz en el error, sino incorregible. La universidad es uno de los asuntos sobre los que debería firmarse un acuerdo de Estado, como los pactos de la Moncloa o los de Toledo, para sacarla de la postración bucrocrática y científica en la que se encuentra y hacerla útil a la sociedad (otro es la educación; otro es la energía). Ni se comprende ni es justificable que, siendo España el 22º país en desarrollo humano del mundo (ajustado por desigualdad), según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, solo una universidad española, la de Barcelona, figure entre las 150-200 primeras del mundo y solo ocho más aparezcan entre las 200-500 primeras, de acuerdo con el Ranking Académico de las Universidades del Mundo (Shangai Ranking) de 2015. La financiación insuficiente y una regulación constrictora la carcomen y no la dejan despegar. Pero hay otro factor aún más importante para explicar su mediocridad, de la que todos, insisto, todos sus responsables y miembros son conscientes: la endogamia, el localismo de su funcionamiento, la pequeñez de sus miras, que recoge el permanente afán de las gentes que la sostienen y nutren por garantizarse la comodidad material antes que por favorecer el desarrollo de la cultura y el pensamiento. Pese al mérito, al esfuerzo y a la competencia intelectual de muchos de sus profesores, la universidad española no es un foco de reflexión, no es el ágora donde circulen y se fecunden las ideas, no promueve ni excita la renovación ni la invención. En la universidad española se piensa poco, o no se piensa, y el espacio que deberían ocupar los juicios y avances que no se producen, lo ocupan la burocracia, la desidia y la vulgaridad. La endogamia, que siempre favorece a los que han tenido la suerte de haber entrado ya (y, en muchos casos, la paciencia de haber resistido becas y contratos indignos hasta alcanzar esa meta), en lugar de permitir que el talento circule libremente e impregne a todos aquellos con los que entre en contacto, tiene otra secuela nefasta: el clientelismo, que genera verdaderos albañales de servidumbre. Eso se ha visto con claridad insuperable en el caso Cifuentes: el verdadero amañador de todo ha sido un tal Enrique Álvarez Conde, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos y director del Instituto de Derecho Público y del máster no cursado por la ya expresidenta, que indujo a esta, pepera como él, a beneficiarse de las favorables condiciones en las que podría hacerse con un nuevo renglón en su brillante currículum y que, con el estallido del pufo, obligó a varias personas que le debían su carrera profesional y su plato de judías en la mesa a falsificar firmas, reconstruir documentos, mentir bellacamente y, en suma, sacrificar su integridad personal para preservar su trabajo y su estatus en la universidad. La escuela, por encumbrada que sea, no otorga la excelencia. Se puede tener docenas de títulos y másteres y ser un bandido, una nulidad intelectual o ambas cosas a la vez. La lucidez y la dignidad, que tanto se necesitan en la política y en la universidad españolas, provienen de algo interior, de un proceso de crecimiento individual que se decanta con la lectura y la reflexión, con el cultivo de las artes y las ciencias, con el estudio y la comprensión de la naturaleza humana —de su vulnerabilidad y su incertidumbre, de su fugacidad y su miseria, pero también de su potencial grandeza— y la interiorización del respeto al otro, con el ejercicio de la humildad y el humor. Se trata de ser caballeros y señoras antes que políticos; o de ser políticos porque se es un caballero o una señora. Eso que no comprenden, ni han practicado nunca, Cristina Cifuentes y Enrique Álvarez Conde, por poner solo dos casos entre tantos que podrían citarse.

sábado, 21 de abril de 2018

945 km

Las dehesas verdes y amarillas de Cáceres. El cielo azul, arañado por cigüeñas y rapaces. Una furgoneta que invade el carril rápido por el que voy a adelantarla y me obliga a un frenazo brusco. El conductor de la furgoneta invasora al que por fin adelanto, que está hablando por el móvil. El apiñamiento pétreo de Trujillo. Teresa, de la que me despedí ayer. Gema, de la que también me despedí ayer. Un camión que va a salir por una salida, pero que se da cuenta de su error cuando ya ha iniciado la maniobra y vuelve de golpe al carril por el que circulo. Cuerpos de animales muertos en la calzada. Peones rellenando los boquetes del firme. El sol. El olor a gasolina en la estación de servicio. El olor cáustico de los retretes. Los muchos camiones en la carretera: cuando uno adelanta a otro, todo parece inmovilizarse. Almazaras. Fábricas y almacenes de productos del campo. La muralla azul de Gredos, encrestada de nieve. The Golden Gate Quartet, que enamoraba a mi padre. El parador de Oropesa, donde tantas veces hemos comido, enfrentado a las montañas de aristas blancas. Coches que pasan a 160 o 180 km por hora. Una patrulla de la Guardia Civil de tráfico que llega a la autovía y hace que todos reduzcamos: a su alrededor vamos en procesión, durante muchos kilómetros, sin que nadie se atreva a superar los 120 km. Un café con leche en un establecimiento atendido por una ucraniana y una dominicana: mientras me lo tomo, respondo a los correos de quienes me dicen adiós. La M-40. Mi error en la última salida y mi confusión en las calles de Madrid: he de actualizar el GPS. Los kilómetros y kilómetros en los que se mezclan los campos pelados, las instalaciones fabriles y las empresas high-tech. El concierto para piano núm. 23 en la mayor, K488, de Mozart. La ciudad dormitorio, apenas visible, de Guadalajara. El Área 103, un camarero que me pregunta cuando me da la carta "¿postre o café?" y unos canelones metafísicos. Castillos. Santa María de Huerta. Los que llegan a más velocidad que yo cuando estoy adelantando y circulan a pocos centímetros del parachoques trasero. El que adelanta por la derecha, aunque intento impedírselo acelerando todo lo que puedo: como su BMW es más potente que mi Toyota, se cuela como una exhalación entre mi morro y el vehículo de su carril. The Chordettes y el concierto para oboe en re menor, opus 9, número 2, de Albinoni. Las casas marrones de Calatayud, donde nació Marcial (el poeta latino, no el jugador del Barça). El parque eólico de La Muela, cuyos aerogeneradores me recuerdan a bestias prehistóricas. Un toro de Osborne entre los neomolinos blancos. (La Muela, uno de los ayuntamientos más corruptos del país: 29 personas fueron condenadas en 2016 a más de cien años de cárcel por delitos urbanísticos: el maná de la energía eólica ha resultado en una intoxicación masiva). El nudo viario de Zaragoza, que estrangula al Ebro, monstruoso y aceitunado. El meridiano de Greenwich y el arco con que se hace visible por sobre la autovía. Las estepas torturadas de los Monegros, invadidas de repente por la huerta —por el oasis— del Cinca y su tributario, el Alcanadre, en los que tantas veces me he bañado. Fraga, a poca distancia del pueblo de mi madre. La dependienta de un área de servicio que habla por el móvil y —ahora me doy cuenta— lo hace en catalán. El sol declinante. La espalda dolorida. Los cúmulos rocosos (y, para algunos, sagrados) de Montserrat. La espesura del tráfico. El peaje de Martorell y los túneles de Vallvidrera. Las esteladas y las pintadas independentistas aquí y allá. Sant Cugat. Ya estoy en casa.

lunes, 16 de abril de 2018

María Ángeles Pérez López y Tomás Sánchez Santiago

Quiero visitar estos días, antes de volver a Barcelona, a dos amigos muy queridos que no viven demasiado lejos de Mérida: María Ángeles Pérez López, vallisoletana residente en Salamanca, y Tomás Sánchez Santiago, zamorano en León. A ambos los conozco desde el siglo pasado, a resultas de un benemérito curso de verano (que versaba sobre el amor en la poesía española, aunque iba a titularse, de un modo mucho más sugerente, "El amor en la boca de los poetas", pero las autoridades académicas no lo creyeron adecuado) en el que me amigué con amigos suyos, que me hablaron muy pronto de su calidad como personas y como poetas (lo que no es tan frecuente como pueda parecer: mucha gente no habla bien de sus amigos, o ni siquiera habla de ellos). María Ángeles es profesora de la Universidad de Salamanca, especializada en literatura hispanoamericana contemporánea (y qué bien que se llame así: "hispanoamericana", esto es, de la América española; la más extendida "América Latina" es un disparate de un sociólogo francés del s. XIX, Michel Chevalier, para justificar el establecimiento de un imperio galo en suelo americano; pero su ocurrencia ha tenido éxito, al igual que la de bautizar al continente con el nombre de Americo Vespucci. Los españoles nunca nos hemos caracterizado por saber defender nuestras posiciones o logros frente a los demás, y ni siquiera ante nosotros mismos), y una poeta excelente, una de las mejores de la actualidad. Su último libro ha sido Fiebre y compasión de los metales, aparecido en Vaso Roto en 2016, con prólogo de Juan Carlos Mestre, al que han seguido dos antologías bilingües: Álgebra de los días, en Italia, y Jardin(e)s excedidos, en Portugal, de la última de las cuales me regala un ejemplar. Hablamos en la comida con la que me recibe de su reciente dimisión como directora del departamento de lengua y literatura españolas de su universidad, cuando le faltaban apenas dos meses para completar el periodo de cuatro años en que le correspondía ejercerlo. Toda dimisión supone un trago amargo —lo sé por experiencia propia—, pero María Ángeles está muy tranquila tanto con la decisión tomada como con su situación actual: liberada de responsabilidades administrativas y de gestión siempre onerosas, sus ocupaciones vuelven a ser ahora solo docentes, investigadoras y creativas. Por la tarde, ella y Miguel, su marido, me llevan a conocer el Domus Artium 2002, el centro de arte contemporáneo que se inauguró cuando Salamanca fue capital cultural europea, y que ahora luce, con renacido esplendor, en medio de un barrio industrial. Una fábrica de sulfatos emite, a poca distancia, una gran columna de humo blanco, en cuya composición y efectos preferimos no pensar. El museo es una antigua cárcel reconvertida, cuya transformación ha preservado algunos rasgos de su anterior condición, para que no se pierda la memoria colectiva ni la evidencia de la evolución de la ciudad. En la mayor sala del centro se conserva todavía una galería de celdas, con sus puertas metálicas y sus enormes cerrojos, a la que se accede cruzando una gran reja original. Y una pieza del museo es una puerta giratoria cuyas divisiones son varias de esas mismas puertas metálicas de las mazmorras. La metáfora es clara: haciéndola girar solo se atraviesa un espacio de oscuridad y no se llega a ninguna parte. Vemos sendas exposiciones de Félix Curto y Virginia Rivas. En la de esta, Soundscape, tanto María Ángeles como yo, propensos incurablemente a lo literario, reparamos con curiosidad en una pieza titulada "Sinestesia", de 2017, que consiste en un tubo de neón que dibuja la palabra sinestesia: sencillo, contundente y cosquilleante. Tras el agradable paseo por el lugar (en el que no vemos a nadie más que a nosotros y a las vigilantes de las salas, que deambulan como si fueran presas de este lugar apabullante), María Ángeles y yo tomamos un té en el café Novelty, en la plaza Mayor. Allí sigue, y allí estará hasta los restos, la estatua sedente, de tamaño natural, de Gonzalo Torrente Ballester. Ante su presencia imponente, hablamos del poema en prosa, en el que está trabajando en sus proyectos más recientes, y de la necesidad de salir de los espacios conocidos —de los ritmos, músicas y mecanismos que nos sostienen, pero que también nos coartan— y de aprender a escribir con cada libro, y de la dificultad de hallar títulos convincentes —que, tanto en su caso como el mío, o llegan como una revelación, o debemos picar piedra durante meses para alumbrarlos—. María Ángeles transmite un calor especial, una delicadeza acariciante en las formas y el pensamiento, un saber estar de mujer enérgica e ilustrada, pero que no ha dejado de cultivar la sutileza y la sonrisa. 

Mi anfitrión en León es Tomás Sánchez Santiago, con quien tanto quiero. Tomás se ha jubilado hace poco como profesor de lengua y literatura españolas en un instituto de enseñanza secundaria. Su vida sin otras obligaciones que las que le dictan el gusto y el amor por la palabra (gracias al cual acaba de ver la luz su segunda novela, Años de mejor cuantía, en Eolas, tras la espléndida Calle Feria, premio Ciudad de Salamanca en 2007) le permite acompañarme en mis vagabundeos por la ciudad, o más bien dirigirlos. Los primeros vinos, de los muchos que seguirán, los tomamos en un bar de su barrio y predilección, "El Olvido": la gente se olvida en ese lugar —una grata pecera de mesitas de marmol y pinchos de tortilla sobrenaturales— del tráfago y los agobios cotidianos. Nuestros siguientes destinos serán menos afortunados, aunque nunca menos conversados. Todas las librerías de viejo a las que le he pedido que me lleve están cerradas, aunque los tablones con los horarios comerciales no digan que no abren los sábados. Tampoco está abierta la Fundación Vela Zanetti, situada en un rincón aristocrático de una ciudad aristocrática. Y a la catedral hemos de volver el domingo, porque el sábado solo está abierta por la tarde, y tenemos otros planes. Cuando por fin puedo volver a verla —tras pagar los seis eurazos de entrada, claustro aparte (otros dos)—, experimento el sentimiento de asombro que siempre me gana cuando paseo por sus naves altísimas y diáfanas. Las vidrieras, hechas, según me cuenta Tomás, por artesanos ingleses, derraman todos los colores imaginables en la sedosa penumbra del templo. Las vidrieras, con su minucioso relato de la epopeya bíblica, eran el Internet de la época. Admiramos también los retablos de Nicolás Francés y de otros maestros del gótico, y no dejo de pensar en la habilidad de aquellos pintores para estilizar la sangrienta iconografía cristiana, que siempre he encontrado sombría y hasta repulsiva, en una apoteosis de refinamiento y benignidad. En el coro Tomás me señala una misericordia adornada con un jabalí que sopla una gaita. El rostro de un monje, preservado hasta los últimos detalles, nos sorprende, con una expresión de serenidad doliente, en un sepulcro de piedra muy desgastada; de hecho, todo se lo ha comido la erosión, salvo esa cara de facciones minuciosas y rizos que envuelven la tonsura. Recorremos el claustro, y me llaman la atención los techos, historiados, con bóvedas de crucería, filacterias, medallones y molduras. Frente al lugar de recogimiento que siempre han sido los claustros, en los que nada debía distraer la introspección devota de los frailes, este luce en lo alto un ornato insólito. Por las calles de León nos cruzamos con un hombre vestido con una capa española, con gente ataviada con trajes regionales —debe de haber alguna reunión folclórica— y con una manifestación de cazadores que reivindican la caza. Otro bar donde nos propinamos el enésimo chato y la correspondiente (y enorme) tapa está decorado con fotografías y carteles taurinos (aunque compensados por los alejandrinos finales del "Soneto del vino", de Jorge Luis Borges, inscritos en una pared: "Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia / como si esta ya fuera ceniza en la memoria"). En el periódico de hoy, a disposición de los parroquianos en la barra del local, Tomás me señala el artículo de un individuo que defiende que se presente una querella por prevaricación, y hasta por cosas peores, contra quienes permitieron la devolución de los "papeles de Salamanca" a la Generalitat. Pienso —y así se lo digo a Tomás— en los muchos independentistas catalanes (y de otros sitios, supongo) que se regocijarían ante semejante despliegue de esencias celtíberas, y en cuánto los ratificaría en su voluntad de separarse. Algo estupendo a lo que Tomás también me acerca es el mercadillo de frutas, verduras y, en general, productos del campo que se celebra en la hermosa plaza mayor. Por entre el dédalo de puestos se pasea un sujeto predicando la palabra de Dios y repartiendo algo parecido a estampas marianas o aforismos píos. A un lado, una jipi —la única de León, me aclara Tomás—, con un gorro de piel de oso, bombachos estampados de flores y aire de aguerrida espiritualidad, parece indiferente ante la posibilidad de que alguien le compre algo de lo que ha dispuesto en el suelo, en una manta raída. Es una jipi de geriátrico: de las que no han superado el colocón psicodélico de los 70 y ahí siguen, exhibiendo una longevidad entre bohemia y bovina. A poca distancia ha pintado un cartel enigmático. Dice: "Qué ganas tengo de tener las tuyas". Tras una esforzada exégesis, Tomás y yo colegimos que "las tuyas" debe de referirse a "las ganas", aunque no cabe descartar la posibilidad de que aluda a otros atributos ansiados del desconocido destinatario, o destinataria, del dicho. En otro rincón de la plaza, una campesina con un abrigo abotonado hasta el cuello y gorro para la lluvia vende coles, berzas, repollos y otros productos de la huerta. Y justo encima de la cabeza cuelga un cartel que anuncia las bebidas del local de copas que tiene a su espalda: daiquiris, mojitos, piñacoladas. Es un oxímoron visual, que Tomás está resuelto a fotografiar. A la vuelta a casa, disfrutamos con otra imagen excepcional, una pintada. Alguien ha escrito en una pared, en negro, "qe es lo qe as bisto en mi", y otro alguien ha respondido debajo, en rojo, "UN DICCIONARIO NO". La estancia se completa con una visita a la cascada de Nocedo y las hoces del río Curueño, protagonista de El río del olvido, de Julio Llamazares. Tomás, su mujer Ana y yo nos acercamos a la tremenda cascada que cae entre rocas vivas y, fascinados por la rabia del agua, nos dejamos salpicar hasta casi empaparnos. La familia que nos ha precedido ha tenido la precaución de traer un paraguas, pero, con la violencia de la caída, les ha servido de poco: también acaban calados. Ana, que conduce, nos llevará luego por los altos de la Vegarada, jalonados de cuevas en las que se refugiaban los maquis, donde aún se acumula la nieve, con cuya blancura los rayos del último sol trenzan un tapiz añil y rosa.

martes, 10 de abril de 2018

En el Museo Arqueológico de Badajoz

El Museo Arqueológico de Badajoz es uno de los museos importantes de Extremadura que no he visitado en estos dos años de estancia, y no quiero volver a Barcelona sin hacerlo. Voy al encuentro de Guillermo Kutz, su director, con mi querida amiga Teresa Morcillo. El edificio que lo aloja, el palacio de los Condes de la Roca y Duques de Feria (que no cabe mezclar y convertir en Duques de la Roca o Condes de Feria, títulos nobiliarios que no existen), es un hermoso palacio-fortaleza del S. XVI, propio de una época en la que todo debía estar amurallado o abaluartado en esta tierra de frontera y, por lo tanto, de conquista. Al museo se accede por un patio mudéjar, muy hermoso, que Guillermo se apresura a aclararnos que no es original, sino que fue reconstruido así en los años 70 del siglo pasado, cuando se restauró el edificio. Pero sigue siendo muy hermoso. En él admiramos varios mosaicos de la villa romana de Pesquero. En uno observamos una serie de cruces gamadas, que torpemente, y de acuerdo con lo leído por ahí, identifico con símbolos solares. Guillermo me desmiente: estas identificaciones simplonas, provenientes de la historiografía decimonónica, ya no se sostienen. Está bien: a partir de ahora, ya no haré comentarios, sino solo preguntas. En el patio también hay varias esculturas romanas, algunas de las cuales conservan todavía pigmentos de su coloración original. Una representa al emperador Tiberio, al que los milicianos de la Bolsa de la Serena fusilaron con postas, por ser una encarnación del poder y por pegarse unos atracones legendarios que ellos no podían ni soñar. El Museo está organizado cronológicamente, desde el paleolítico inferior, hace 750.000 años, hasta el s. XVI d. C. En la sala de la prehistoria (aunque un profesor de historia que tuve en el colegio nos insistía en que no había nada pre-histórico, anterior a la historia, sino que todo formaba parte de ella, aun lo más remoto e incomprensible, como es claro, si lo pensamos bien; pero esto no se lo digo a Guillermo) vemos lúnulas, ídolos oculados ("aunque los ojos igual podrían ser tetas", indica Guillermo con alguna irreverencia) y collares de concha marina procedentes de Gavà, un pueblo costero cerca de Barcelona en el que he disfrutado de muchas noches de verbena y otras parrandas adolescentes. Vemos también una fotografía del tesoro del Olivar del Melcón, un conjunto de piezas áureas —tres espirales, dos tobilleras y un brazalete— pertenecientes a la Edad del Bronce, encontradas en ese lugar a finales del s. XIX, pero que los joyeros de la zona fundieron para hacer piezas algo más modernas (quizá ese oro ande ahora en algunas de las joyas de nuestras abuelas, como quizá las moléculas de muchos de los cuerpos que han existido antes de nosotros estén en el nuestro). Por fortuna, el concepto de respeto por la historia ha cambiado mucho desde entonces. Una bellísima estela diademada completa los fondos de esta sala, como prólogo de las muchas estelas que veremos en la galería superior del Museo, correspondiente a la protohistoria. Aquí abundan las de guerrero, con representaciones de carros de combate, arcos, lanzas, espadas, escudos y, a veces, liras y espejos. La lira sugiere el poder —el mismo que se ejercía con las armas— por medio del verbo, pero se desconoce la función simbólica del espejo. El bagaje de los guerreros representados coincide con el de los personajes de La Ilíada y es de su misma época. Esta unidad cultural del Mediterráneo, como subraya Guillermo, se observa también en las imágenes de danzas lineales que aparecen en las estelas. "Claro, como la sardana, que proviene del sirtaki", digo alegremente. Pero él vuelve a puntualizar: que unos elementos provengan de otros es un invento más de los historiadores nacionalistas del XIX; hay una continuidad cultural que explica rasgos comunes, pero eso no justifica linajes ni legados automáticos. Las cosas son siempre más complejas que las formas que tenemos de explicarlas. En la sección de la protohistoria encontramos también piezas de la necrópolis de incineración de Medellín, como ánforas de saco y un contenedor de vino utilizado como urna cineraria: el reciclaje tampoco lo hemos inventado nosotros. Igualmente, contemplamos un exvoto fálico, y me agrada pensar que los falos —sobre todo algunos tan rotundoscomo estos— pudieran ser ofrendas hechas a los dioses (en agradecimiento por los favores recibidos...). La colección procedente del santuario de Cancho Roano, cerca de Zalamea de la Serena, es muy interesante: hay piezas etruscas, cráteras griegas (Guillermo nos aclara que, para los antiguos, la civilización o la barbarie de los pueblos venía determinada por lo que bebían: los refinados, vino, aunque, de tan peleón como era, rebajado con agua; los menos cultos, vino sin rebajar; y los cafres, cerveza) e inscripciones tartésicas, entre las que destaca una, del s. VII a. C., un bustrófedon que constituye una de las primeras pruebas de la escritura en la península ibérica. (En el bustrófedon, que viene del griego bous, 'buey', se escribe como se ara: cuando se llega al final del campo o de la piedra, se da uno la vuelta y sigue arando en dirección contraria). A Teresa y a mí nos fascinan los nombres de las cosas: escarabeo (amuleto egipcio), aríbaro (contenedor de perfume), fusayola (contrapeso de huso para hilar), vaso tulipa o capulliforme (esto no necesita explicación). También nos encantan las figuras que descubrimos aquí y allá, de varios milenios de antigüedad, talladas con una delicadeza y una frescura admirables, que parecen hechas ayer: un caballo esquemático, modiglianesco; un ídolo muy repeinado; una cabeza de niño. Y celebramos que el Museo exponga, en una hoja a disposición del público, sus "aclaraciones al mito de la Atlántida", con las que refuta las afirmaciones hechas por algunos medios de comunicación que prefieren el espectáculo y la fantasía al rigor y la verdad, según las cuales los círculos concéntricos representados en las estelas de guerrero serían símbolos de la Atlántida, y Cancho Roano, el último refugio de los atlantes tras el hundimiento de la mítica isla. El Museo se manifiesta como la institución científica que es y denuncia la falsedad del mito de la Atlántida y de la supervivencia de los atlantes en Cancho Roano, así como que haya una conjura de la comunidad científica para hurtarles la verdad a los ciudadanos. También lamenta que "la mitomanía de algunos medios haya podido confundir e inducir a error a sus visitantes". La lucha contra la estupidez ha de ser constante y despiadada, y Guillermo demuestra con esta iniciativa la dignidad de la inteligencia y de la razón científica frente al amarillismo de los medios y los desvaríos de los conspiranoicos: Teresa y yo la aplaudimos sin ambages. En la sala dedicada a Roma, todo nos parece mucho más familiar. No puedo evitar que la atención se me vaya otra vez a los amuletos fálicos, con penes exorbitantes que se curvan agresivamente, aunque también reparamos, orientados por las indicaciones de Guillermo, en un vaso de bronce repujado del s. IV que representa a Baco con Ariadna y amorcillos, personajes todos ellos de una anacreóntica del s. II que pide que se sustituya con esta escena de placer otra que reflejaba la fabricación de armas, y nos agrada constatar que el espíritu hedónico y pacifista ha existido siempre. De lo tardorromano o visigodo, Guillermo destaca una inscripción, ya cristiana, con palabras del poeta Sedulio, del s. V d. C. Lo interesante de este poeta, que hoy no conoce nadie, es que san Isidoro de Sevilla, el gran erudito de su tiempo, lo reivindicaba como ejemplo de literatura nueva y rompedora, frente a las antiguallas de Virgilio, Horacio y Ovidio. También me llama la atención un rosetón hexagonal como los que abundan en la Sierra de Gata —y en todas partes, especifica Guillermo: es muy fácil de hacer, y sirve para simbolizar casi cualquier cosa; debo reconocer que sus científicas aclaraciones me decepcionan un poco: yo pensaba que esta figura era característica de mi pueblo y su comarca, y que tenía altos significados ocultos, como la luna o la locura, pero resulta que es un mero dibujo, sencillísimo de trazar a compás—. Los fondos del islam, teniendo en cuenta que Badajoz fue una región muy arabizada, son sorprendentemente escasos. Destacan la estela funeraria en mármol de Sapur, primer rey taifa de la ciudad, de 1022, y unos leones andalusíes, muy desgastados, que recuerdan a los de la Alhambra; de hecho, son los únicos de la península de estas características, además de los que adornan los patios y fuentes de la ciudadela nazarí de Granada. La última parte de la exposición está dedicada al mundo medieval cristiano, el más próximo a nosotros. Sabedor de mis inclinaciones literarias, Guillermo enfatiza los vínculos de las piezas aquí expuestas con la literatura, y me habla de un trovador portugués, Afonso Sanches, que murió en el asalto al castillo de Escalona, defendido por otro literato, el español don Juan Manuel, autor de los cuentos de El conde Lucanor. Los escritores se mataban entonces a flechazos, espadazos y pedradas. Hoy preferimos ventilar nuestras diferencias con ironías y denuestos (y silencios). A pesar de la virulencia de unos cuantos, algo hemos mejorado. Guillermo también me hace notar el sello pendiente de lacre con las armas del infante don Enrique, al que se refiere Jorge Manrique en sus Coplas. En cambio, el escudo en mármol de la ciudad de Badajoz, con el león rampante y la columna de Carlos, formidable, se impone por sí solo. Teresa y yo dejamos el Museo encantados con lo que hemos visto y muy agradecidos a su director. Fuera, nos espera un día luminoso y sosegado que invita al paseo, la charla y el tapeo. Y aceptamos gustosos la invitación.

viernes, 6 de abril de 2018

Las razones de una dimisión

El pasado 19 de marzo presenté mi dimisión como director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura, aunque no la di a conocer hasta que conté con una fecha final de cese, que fue ayer, 5 de abril, día de San Vicente. Poner fin a un proyecto antes de lo que se creía (y de lo que se quería) siempre es triste; y siempre es un fracaso, tanto propio como de aquellos con los que se ha compartido. Sin embargo, en ocasiones uno siente que no tiene más remedio que hacerlo, que ese es el único camino que le queda para ser coherente con aquello en lo que cree y estar en paz consigo mismo. Accedí al cargo —a los cargos, más bien: dos, director de la ERE y coordinador del PFLEX, fundidos en un solo puesto de trabajo— con muchas ganas y una gran ilusión: además de permitirme volver a España, a casa, tras dos años y medio de apartamiento en Londres, me ponía en las manos un sello prestigioso y admirado, y la posibilidad de hacerlo avanzar, tras algún tiempo, me parecía, de anodinia y declive. Era un reto estupendo, para el que contaba con alguna experiencia, algunos conocimientos y, sobre todo, una enorme voluntad, que no dudo en calificar de entusiasmo. Plasmé aquellas ganas en la entrada que colgué, tras serme comunicado el nombramiento, en el blog que mantenía entonces en Londres, Corónicas de Ingalaterra (http://eduardomoga.blogspot.com.es/2016/02/la-editora-regional-de-extremadura.html). Sabía que las ilusiones se encontrarían tarde o temprano con la realidad —hacía tiempo que, infelizmente, se me había acabado la inocencia—, pero esperaba que ese encuentro no se produjera demasiado pronto y, en cualquier caso, que fuera capaz de superarlo con la ayuda que me prestase la propia organización y la esperanza de mejorar. Pero, después de dos años largos de un trabajo muy intenso —no creo haber trabajado nunca tanto en mi vida—, ese encuentro infausto se ha convertido en encontronazo, y encontronazo con un muro que me siento incapaz de superar. Muchas son las razones que se han ido decantando hasta convencerme de ello. Una y fundamental es la grave contradicción que aqueja a la Editora, que se pretende que actúe como una editorial comercial, produciendo bienes que se venden en el mercado, tras involucrar a numerosas empresas privadas —profesionales de la edición, imprentas, distribuidores, librerías—, pero siendo administración pública y funcionando exclusivamente con las herramientas del Derecho público: la Ley de Contratos del Sector Público, las leyes presupuestarias del Estado y de la comunidad autónoma, la Ley de Procedimiento Administrativo y la normativa patrimonial de la Junta, entre una infinidad de reglamentos, instrucciones, decretos, disposiciones y directivas que configuran una selva inextricable y a menudo incomprensible de preceptos. Y ello, además, en una época de psicosis anticorrupción, que ha llevado a todos los responsables políticos (decentes) de España a ajustar su conducta al más feroz integrismo burocrático: así, la norma se interpretará siempre en su más estricta literalidad, o incluso retorciendo su literalidad para que resulte más literal todavía; y si la ley da un margen discrecional de actuación, el funcionario lo desestimará y exigirá requisitos que la ley no exige; y si la norma dispone que se haga algo una vez, el funcionario la hará dos veces, para que nadie pueda acusarlo de negligencia, arbitrariedad o falta de transparencia (aunque sí, quizá, de mal uso de los recursos públicos, por reiterar un procedimiento ya culminado). El papeleo se ha multiplicado hasta cotas asfixiantes: ahora es un mar de papeles, un océano de papeles, un cosmos de papeles, no vaya a ser que nos dejemos un papel y eso suponga la caída en desgracia del funcionario, de la administración en la que trabaja y del universo mundo. Y esa avalancha de celulosa supone, entre otras cosas, la dilatación y enrevesamiento de los trámites hasta el desespero: cualquier expediente tarda meses en resolverse, si no años, como ha sucedido con el de contratación de la distribución —un servicio esencial pendiente aún de adjudicarse, aunque me temo que recaerá en las mismas empresas que lo tienen ya atribuido, con resultados manifiestamente mejorables, por decirlo con suavidad o del nuevo almacén para los libros de la Editora, dado que el actual, en Badajoz, es ya insuficiente y presenta graves deficiencias estructurales, por las que se han recibido denuncias de los sindicatos: después de que la licitación quedase desierta, la administración sigue buscando, con parsimonia japonesa, un local adecuado para alojar los libros de los extremeños. En otros casos, la situación sencillamente no se resuelve: deficiencias que requieren una actuación inmediata persisten sin solución, como la página web de la Editora, que es fea, obsoleta e inútil y que no ha avanzado ni un ápice en este bienio, aunque adecuarla a los tiempos no parezca ni difícil ni caro. La orden es que los servicios informáticos de la Junta se encarguen de las modificaciones necesarias, pero, en una versión contemporánea del inmortal clásico de Lope, ni las realizan después de dos años e innumerables solicitudes— ni permiten que los servicios afectados acudan al mercado para realizarlas. La proliferación burocrática y la cerrazón defensiva a formas más llevaderas de gestión tiene otras lamentables consecuencias, la principal de las cuales es el olvido de la finalidad que se persigue. El papel se convierte en un fin en sí mismo. El procedimiento se vuelve solipsista: hay que cumplirlo para garantizar que se ha cumplido, pero no como medio o instrumento para alcanzar un resultado satisfactorio. Que sirva al propósito de servicio público a los ciudadanos para el que fue concebido es irrelevante, es más, ni siquiera entra dentro del pensamiento —o, como diría un profesor de escuela de negocios, del mental frame— del gestor. La administración se justifica a sí misma, con independencia de sus logros o sus fracasos. Además, el tiempo dedicado a rellenar papeles y cumplir trámites no se dedica a pensar, es más, impide activamente hacerlo, y en toda actividad pública, pero sobre todo en estos asuntos tan escurridizos como la cultura y el arte, pensar es fundamental: para determinar cuáles sean las mejores maneras de organizar la actividad y de adaptarse a las cambiantes circunstancias de los lectores, los medios de comunicación y el mercado del libro, y también a fin de averiguar las estrategias y los mecanismos idóneos para materializar algo tan inmaterial como el fomento de la lectura. Una editorial, como cualquier empresa que se quiere que compita en el mercado, ha de poder responder con agilidad a las condiciones de ese mercado, sin que ello tenga por qué suponer el incumplimiento de ninguna ley ni renuncia o menoscabo alguno de sus objetivos sociales. Así, para asumir el peso de la burocracia y las limitaciones presupuestarias y obrar con alguna eficacia, debería disponer de un equipo cualificado y suficiente, y que no obedeciera solamente a la lógica del funcionario, que conlleva una acrisolada resistencia al cambio y una no menos contrastada inclinación a la placidez y la inercia —cuando no, en algún caso que he padecido, a la grosería y la histeria—. Y ese equipo me temo que no existe. Llevar un negocio editorial, desde la busca, recepción y valoración de manuscritos hasta la presentación y difusión de los libros, pasando por la relación con los autores y la corrección de pruebas, entre muchas otras tareas que quien se haya dedicado a esto conocerá bien, y un proyecto de promoción de la lectura, en el que hay que atender multitud de iniciativas particulares y no menos peticiones de servicios, a la vez que se procura investigar sobre las mejores formas de alcanzar el esquivo resultado que se persigue —que la gente lea más y mejor—, requiere manos, cerebros y complicidades: hacerlo solo es encaminarse derechamente a la enfermedad o el desquiciamiento. La Editora, en estos momentos, solo cuenta con una jefa de sección y un auxiliar administrativo (compartido con otras unidades) que cumplen las tareas administrativas que les encomienda su jefe de Servicio. No hay nadie más, como sí ha habido en otras épocas: ni técnico/as, ni coordinadores, ni documentalistas, ni secretario/as. El Plan de Fomento solo dispone, asimismo, de una técnica de grado medio, contratada a una empresa de servicios, que cobra poco más del salario mínimo interprofesional, e integrada en el Servicio de Bibliotecas. Y el responsable de ambos ámbitos ha de multiplicarse, o más bien dividirse, para atenderlos a los dos: es director de la Editora media jornada y coordinador del Plan de Fomento la otra media. Con menos de cuatro horas diarias de dedicación a cada uno de ellos (aunque las que se acaban dedicando, si se suman todas las tardes y fines de semana de lectura de manuscritos, corrección de pruebas y asistencia a actos públicos e institucionales, sean muchísimas más), la Editora debe publicar muchos y buenos libros, y conseguir que se vendan, lean y reseñen, y el Plan, mejorar los índices de lectura de la comunidad, que andan a la cola de todos los índices y estadísticas desde tiempos inmemoriales. Es fundamental, en consecuencia, que el puesto que he ocupado estos dos años se desdoble y vuelva a haber, como hubo durante otros anteriores, un director de la Editora y un coordinador del Plan de Fomento. Por otra parte, el presupuesto a disposición de la Editora se ha reducido drásticamente en los últimos años y permanece congelado desde hace tres, y el del Plan de Fomento ha sido pertinazmente irrisorio: en 2018 apenas supera los 90.000 euros (más unas pequeñas partidas para atender algún gasto específico y la dotación destinada a los premios de fomento de la lectura). Con eso hay que conseguir que el 48% de los extremeños que no leen nunca, lean, y que el 60% de los extremeños que no compran nunca libros, los compren. Es imprescindible, pues, que se aumente esta dotación, de forma que se puedan abordar políticas globales, no meramente anecdóticas, que respondan a una concepción fuerte, a una creencia fuerte en la cultura. Pero no solo es necesario que haya más personal y más dinero: también se requiere autonomía de gestión, capacidad de maniobra, poder decisorio —dentro de los márgenes admisibles en la organización—, algo de lo que he disfrutado durante casi dos años, pero que, en los últimos meses, había desaparecido. Según las instrucciones recibidas, el coordinador del Plan de Fomento de la Lectura ya no coordinaba nada, sino que se limitaba a elevar las propuestas a la superioridad, que eran las que las aprobaban o rechazaban, por modestas que fuesen, aunque el que pasara después por responsable de la decisión siguiera siendo el coordinador del Plan de Fomento de la Lectura. Quizá debería haber tenido más flexibilidad para aceptar un procedimiento semejante y todas las demás limitaciones que imponía la organización en la que estaba integrado (y quizá, también, más mano izquierda para gestionar al equipo que tenía asignado, en algún caso muy necesitado de mano izquierda, y de mano derecha, y de todas las manos del mundo), pero a mi edad, incipientemente provecta, no cabe confundir flexibilidad con resignación, ni resulta fácil desplegar una paciencia que ya va faltando, sobre todo cuando uno ha identificado con dolorosa claridad los graves problemas que habría que subsanar y no ha encontrado manera de que se subsanen. He hablado antes de una creencia fuerte en la cultura. Y a esto quiero volver, porque es lo que subyace en la situación que se sufre: una falta de creencia verdadera en la literatura, en el cine, en el teatro, en la música, una falta de fe en la capacidad regeneradora —de las personas y de las sociedades—, en el carácter revolucionario —sí,  revolucionario— del arte, por parte de los decisores públicos. Las dificultades materiales solo explican en parte la retracción de la implicación pública en la defensa de la educación y la cultura. Más bien se utilizan como coartada para justificar decisiones políticas que responden a otras prioridades y a criterios muy alejados de la defensa (y la práctica) de la palabra y la inteligencia. Hace falta abrazar con firmeza lo que representan estos pequeños milagros que son la Editora Regional de Extremadura y el Plan de Fomento de la Lectura, y con firmeza quiere decir con medios, con ideas, con coherencia, con resolución, pero, sobre todo, con convicción: porque se cree sin asomo de duda que son buenos para hacer de Extremadura una tierra más culta, más crítica, más habitable y mejor.

lunes, 2 de abril de 2018

Una visita al Romanticismo

Visitamos hoy el Museo del Romanticismo, en Madrid. Antes se llamaba Museo Romántico, pero eso era poco clarificador: románticos pueden ser muchos museos, hasta el del Jamón. En el centro de la plaza de Santa Bárbara, muy cerca ya del lugar, hay un puesto de libros de segunda mano en forma de quiosco. Me sorprende la presencia de un librovejero en un sitio tan insólito y concurrido: está rodeado de terrazas llenas de jóvenes ávidos de disfrutar del sol primaveral que se ha enseñoreado del cielo. Echo un vistazo a los anaqueles y me llevo, entre otros títulos, una biografía del Dr. Johnson, de Giorgio Manganelli (cuya lectura constituirá un alivio en comparación con la infinita de Boswell), y un libro que me hace mucha gracia, Poemas. Cáceres, 1978, que reúne poemas de autores extremeños entonces jóvenes, como Pureza Canelo, Felipe Núñez y el intrigante (porque me intriga, no porque él fuera un conspirador) Jesús Alviz, entre algunos menos o nada conocidos hoy. Ya en la casona neoclásica que alberga el Museo, celebro que nos den la bienvenida versos de "El Pirata", de Espronceda, de Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y del soneto "¡Oh, cuál te adoro...!", de Carolina Coronado, impresos en las escaleras de acceso. El romanticismo español será cantarín y endeble comparado con otros del continente, pero contribuyó al movimiento renovador con algunas obras estimables. El Museo de Romanticismo se estructura por temas, y de una sala dedicada, por ejemplo, a la vida política de su tiempo se pasa a otra cuyos protagonistas son los actores, o los pintores, o los escritores. No es solo una pinacoteca, aunque esta sea su condición primordial, sino también un museo de artes decorativas y una reconstrucción de los ambientes de la burguesía española en los que se desarrolló la fiebre (o el sarpullido) romántico. El recorrido está jalonado, a veces inundado, de pianos, arpas (hay un piano con forma de arpa), otomanas, escritorios, relojes de pie, relojes de pared, braseros, secreteres, abanicos, mesas (incluso una de billar), mesitas, cajas de música, libros, juguetes, vajillas, esculturas (como un escalofriante "Infante muerto" en mármol, de José Piqué y Duart) y grabados. En una de las salas se conserva el mueble de aseo esto es, el retrete de Fernando VII, que, acorde con la esplendidez de su usuario, parece un trono. Y aunque está hecho de materiales nobles caoba, terciopelo, bronce, su mecanismo era el de todos los retretes de la época: un asiento con una agujero y un cubo en el que se recogía lo evacuado, que luego debía ser vaciado por un lacayo. Pese a la majestuosidad de la letrina, no dejaba de ser una letrina, y el hedor debía de ser insoportable. También hay muchas alfombras, algunas de las cuales, originales, no se pueden pisar. El problema es que, como no se pueden pisar, no podemos acercarnos a las piezas expuestas en las paredes que las circundan, ni saber, por tanto, quiénes son los personajes representados en los cuadros ni quiénes los pintaron. Aunque tampoco estoy seguro de que aproximarnos a los óleos y esculturas nos permitiera averiguarlo: las fichas informativas, metálicas, están mal diseñadas e iluminadas, y para leerlas hay que retorcer a menudo el cuello, sin que ni siquiera así sea fácil enterarse de lo que dicen. La iluminación no es solo deficiente con las cartelas, sino también con las propias piezas expuestas, que reciben haces directos perjudiciales para los pigmentos y cegadores para el público. Muchos óleos requieren, como sus fichas, que se aparte uno, o que doble la espalda, o que incline la testuz, o todo a la vez, para reconocer lo pintado, aunque a veces adoptar la perspectiva necesaria se hace imposible, porque retrocedemos o nos ladeamos hasta rozar alguna de las alfombras protegidas, en cuyo momento un vigilante brinca hacia nosotros y nos amonesta por nuestro descuido. Los vigilantes del Museo del Romanticismo ciertamente vigilan. Se levantan de la silla en la que están consultando el móvil cuando entramos en la sala a su cargo y nos siguen sin ningún empacho por que se note que nos están siguiendo, asegurándose de que no toquemos nada, ni que nos apartemos del recorrido indicado, ni, sobre todo, que pisemos las alfombras. Alguno me da la sensación de estar preocupado por que nos acerquemos demasiado a las piezas, o porque les respiremos encima. Es lógico, si se piensa bien: ser vigilante de museo ha de ser uno de los trabajos más aburridos del mundo, y quienes lo ejercen necesitan cualquier cosa, por nimia que sea, para entretenerse y justificar su presencia en la Tierra. En las salas también se despliega una exposición de pares estereoscópicos, aquellas máquinas mágicas del s. XIX a las que se asomaba uno y veía imágenes asombrosas: mujeres cosiendo, o cocinando, o desnudas. De estas últimas, por desgracia, no hay ninguna. Entre los óleos expuestos, disfrutamos especialmente de "La plaza perdida", una obra enorme de Eugenio Lucas Velázquez, en la que se representa a multitud de caballos destripados, desangrándose, en un coso taurino. Durante siglos, el tercio de varas se ejecutaba sin que los jamelgos llevaran protecciones, lo que resultaba en una carnicería sin fin, con animales arrastrando los intestinos por la arena o enredados, en el suelo, en ellos. Y al denostado general Primo de Rivera, que fue, como muchos dictadores, un modernizador de la vida pública, le cabe el mérito de haber acabado con aquella bárbara costumbre, aunque no acabara con la más bárbara aún de lidiar a los toros (ni de escabechinar a compatriotas). En general, el Museo del Romanticismo alberga muchas imágenes de la España de Merimée: majos, bandoleros, flamencos, ruinas, sin que falten los paisajes de Ronda que tanto cautivaron a los viajeros del Grand Tour y, a principios del s. XX, a Rainer Maria Rilke. Los retratos son asimismo abundantes; de hecho, el Museo constituye un magnífico fresco de tipos burgueses y populares de la primera mitad del s. XIX. Superadas las obsequiosas y numerosísimas efigies de Fernando VII, la pequeñez de cuyo cerebro (y de cuya moral) era inversamente proporcional a la grandeza de su pene (a cuya base debía enrollarse una toalla para que pudiera introducirse en su augusta esposa, o en cualquiera de sus muchas amantes, sin daño para él ni para su beneficiaria), y de su hija Isabel II, no menos partidaria del amor extramatrimonial que su padre, un cuadro nos llama poderosamente la atención: Alfonsito Cabral con puro, de Manuel Cabral y Aguado Bejarano. No cabe título más fiel: retrata a un niño Alfonsito con un habano como los que se atizan los socios de tribuna en el Camp Nou. Ignoro si es el hijo del pintor, pero lo que sí sé es que, si lo pintara hoy, sería lapidado en la plaza pública, y con especial fiereza si fuera hijo suyo. Lo que hay mucho menos en el Museo del Romanticismo es arte erótico. Yo confiaba en recalar en algún gabinete prohibido, tan propio de la época, pero apenas damos con algunos grabados sobriamente picantes, como una Venus en el tocador, la misma Venus recreándose con el Amor y la Música o una representación de El libertinaje, en la que se ve a un hombre con la camisa entreabierta y una botella en la mano, abrazado a dos mujeres que no parecen ser un dechado de virtudes, pero nada más. Es muy decepcionante. Compenso la frustración que siento con el interés que me despierta la sala de los escritores. Allí se alinean retratos de Martínez de la Rosa, Bécquer, Manuel José Quintana, Eulogio Florentino Sanz, Zorrilla (del que se reproduce una fotografía en la capilla ardiente, flanqueado por dos guardias civiles: en aquella época, los poetas eran tan importantes que se les dispensaban funerales de Estado), Bretón de los Herreros (con un solo ojo; el otro lo perdió en un duelo), Ventura de la Vega (un gran satírico, hoy casi olvidado, al que Antonio María Esquivel retrata leyendo en el Teatro del Príncipe en 1846, rodeado de mucho público) y la pareja inmortal del romanticismo español: Mariano José de Larra y Dolores Armijo, la enamorada por la que dicen que se suicidó. José Gutiérrez de la Vega los pintó a ambos hacia 1840, y uno debe reconocer que ni él era apuesto ni ella, un bellezón: Dolores tiraba a gorda (hasta tenía papada) y Mariano aparece esmirriado y sombrío. Pero el mito los ha engrandecido, o por lo menos iluminado, y ahí están, uno al lado del otro, sin mirarse, pero recordándonos que los asuntos del corazón pueden conducir a grandes encumbramientos, pero también a grandes catástrofes. De Larra conserva el Museo del Romanticismo unas páginas manuscritas, que escruto con avidez, aunque apenas alcanzo a descifrar la caligrafía del escritor. Y junto a ellas admiro un cuadro de Ángel de Saavedra, duque de Rivas, el autor del inevitable Don Álvaro o la fuerza del sino (inevitable cuando mi bachillerato; hoy sospecho que muy evitado), titulado La cita. No sabía que el duque hubiese sido pintor, además de ministro, senador, embajador, director de reales academias, presidente del Consejo de Estado, dramaturgo, poeta, historiador y todo el montón de cosas insignes que fue. Pero se conoce que manejó los pinceles desde la adolescencia, y que fruto de esa afición fue este óleo, en el que se ve a una joven apoyada en una balaustrada, sobre un manto, y desnuda hasta el nacimiento de los pechos. El cuadro transmite serenidad, pero también lascivia, y confirma la fuerza del deseo humano aún en los personajes más estatales y solemnes. En cambio, la breve serie de Leonardo Alenza, Sátiras del suicidio romántico, compuesta por Sátira del suicidio romántico y Sátira del suicidio romántico por amor, de 1839, constituyen una burla la mejor, quizá, que se haya hecho nunca en España de la estética romántica, cuya exaltación del yo y de las pasiones naturales conducen a la destrucción y la ridiculez. La visita acaba con una gran casa de muñecas por cuyas ventanas y balcones pueden observarse, en holograma, escenas de la vida cotidiana de la época, y con sabroso té en el bar del Museo, bajo otra inscripción en la pared, esta vez de un fragmento de Mesoneros Romanos en el que se burla, él también, de los poetas románticos. Aunque ¿cómo no iba a hacerlo un costumbrista como Mesonero? Los tradicionalistas no pueden no despotricar de los renovadores. Así era a mediados del s. XIX y así será siempre. Nos habría gustado visitar el jardín de la casa, pero está cerrado, no sabemos si por obras o por las gélidas temperaturas de estos días de primavera.