lunes, 30 de diciembre de 2019

El encargo, de Javier Melero, y las cosas del Derecho

He leído estos días un libro estupendo: El encargo. Un abogado en el juicio del procés, del abogado Javier Melero. Supe de él por un artículo de Vargas Llosa en su tribuna de El País. En ella, el hispano-peruano —un no nacionalista que acumula nacionalidades y que hasta ha querido ser presidente de una nación— lo elogiaba calurosamente, ponderando sus virtudes narrativas y la calidad de su prosa. Vargas Llosa lleva mucho tiempo entregado a la dudosa causa del neoliberalismo —y del españolismo feroz que aún representa, ay, Ciudadanos— y como novelista aporta ya bien poca cosa, pero sigue siendo un buen crítico literario. Además, entre las cosas que alababa del libro había unas cuantas que captaron mi atención. Siempre hay que fijarse en eso: en las citas que el reseñista transcribe, o en los detalles que subraya, del libro reseñado, antes que en las grandes ideas que formula, si es que formula alguna. Y Vargas Llosa decía que Melero prestaba mucha atención a cómo vestían las personas de las que hablaba, a los licores que tomaban —también el propio Melero—, a sus rugosidades humanas y morales. Eso me indujo a pensar que El encargo, probablemente, no sería el enésimo tostón sobre el laberinto político del procés, ni sobre su dimensión jurídica —insondable—, ni sobre sus consecuencias socioeconómicas —más insondables todavía—, sino un relato con calor y color, vívido y distinto. Y no me equivocaba. El encargo es la descripción de la defensa de uno de los principales líderes soberanistas, y consejero de Interior, cuando se produjo el seudoreferéndum del 1 de octubre de 2017, Joaquim Forn, que le es encomendada a un abogado penalista, Javier Melero, contada por Javier Melero. Lo más interesante de este planteamiento es que Melero no es independentista, más aún, se halla muy lejos del independentismo. Lleva tiempo defendiendo a los sumos sacerdotes del catalanismo —al mismísimo Jordi Pujol; a su hijo y presunto sucesor, el inefable Oriol Pujol; y al padre putativo del movimiento independentista, el mefistofélico Artur Mas— por los desmanes cometidos en el uso de la caja de los dineros, propios y ajenos, pero nunca ha compartido su ideología. Antes bien, Melero participó de la ideología contraria —estuvo, siquiera fugazmente, en la fundación de, ay de nuevo, Ciudadanos—, aunque se desvinculó pronto de la iniciativa, y de aquellos polvos hoy solo conserva los lodos de la amistad con uno de los españolistas más reaccionarios y repulsivos del país, el también catalán Arcadi Espada. De hecho, el rechazo de Melero del nacionalismo se hace extensivo también al español (pese a la lealtad que le guarda a Espada), a cuyos portavoces, mediáticos y políticos, dedica no pocas críticas: sus más cutres representantes en el juicio, los abogados de VOX, personados como acusación popular, Ortega y Fernández, los reyes de la brillantina, reciben algunas de las más lacerantes: "eran menos incisivos que un calippo (...), dos de los peores interrogadores jamás vistos en los tribunales españoles", dice de ellos. La labor de Melero ha sido, con los zombis de Convergència y ahora con los líderes del independentismo, estrictamente profesional. Por eso su defensa, en el reciente juicio celebrado en el Tribunal Supremo, no ha tenido, frente a la de los demás letrados, un carácter político, sino rigurosamente técnico, que le ha valido algunas críticas, pero muchos más elogios. Sus desvelos no se han visto culminados por el éxito —todos los acusados han sido condenados, y a Forn le han caído diez años y medio de prisión, más la inhabilitación absoluta, por sedicioso—, pero, como se enseña a todos los estudiantes de Derecho en primero de carrera y recuerda el propio Melero, su trabajo "es de medios y no de resultados". En El encargo tienen cabida, alrededor del eje central de la narración —la defensa jurídica de sus clientes en el juicio por el procés—, los gustos del autor, que dibujan una personalidad singular y, en muchos casos, admirable, y que son expuestos con ironía y sentido del humor: le gusta, por ejemplo, el boxeo, del que es incluso practicante. Como trasunto de esa condición, cada capítulo del libro aparece precedido por algún epígrafe alusivo, normalmente manifestaciones de púgiles famosos. El primero es revelador: "¿Por qué te has hecho boxeador?", le preguntan a Barry McGuigan, campeón mundial del peso pluma. Y McGuigan responde: "No servía para poeta". (Ay, si todos los que no sirven para poetas en España se dedicaran al boxeo, nuestro país sería una potencia mundial en este deporte). A Melero le encanta también comer y beber: la gastronomía no es para él un mero ejercicio de supervivencia, como acaso sea la abogacía, sino un placer y un signo de civilización, y no es raro, sino frecuente, que en el libro, entre sesión y sesión del juicio, refiera sus sofisticados pero contundentes menús: lengua con bogavante, rabitos de cerdo con anguila o callos con patata y morro. También es un amante de los espirituosos, como todo hedonista que se precie, y sabe gozar del vino, el dry martini o el gimlet, "hecho de ginebra y lima Rose's, y rematado por una guinda verde y desesperanzada". En un pasaje del capítulo 5 (cuyo epígrafe recoge aquella sabia reflexión de Mike Tyson: "Todo el mundo tiene un plan hasta que le cae la primera hostia"), transcribe este diálogo con un amigo suyo: "—¿Te acuerdas de aquel pasaje [de El largo adiós, de Raymond Chandler] en que el cliente pide un cóctel muy, muy seco, y el barman le responde que si lo quiere en polvo? —dijo. —Me gusta más aquel en el que el detective le pregunta al barman qué clase de cliente era el tipo al que buscaba, y el barman le responde: 'de los mejores, callado'". En tercer lugar, si es que todo lo que estoy diciendo admite una clasificación, es un admirador de las mujeres, cuya belleza nunca deja de ponderar. Lo hace con delicadeza, desde luego, contenidamente, porque incurrir en un exceso, y hasta en una levedad, en esta materia puede conducirnos hoy a los infiernos del denuesto público, la jauría digital e incluso los tribunales de justicia. Pero lo hace. Cuando refiere la actuación de una traductora del esloveno en el juicio —que interviene para hacer inteligible la deposición de unos diputados europeos, cuyo testimonio ha solicitado Raül Romeva, otro de los encausados—, escribe: "La traductora era una mujer muy hermosa y lamenté sentidamente la ausencia de más diputados balcánicos". Melero tiene en esto, como en tantas otras cosas, muy buen ojo: las mujeres de Centroeuropa son de las más bellas del mundo. El abogado es, en fin, lector y cinéfilo, y, en general, amante de las artes. Entre sus aficiones literarias, destaca el gusto por la novela negra, y, coherentemente, entre las cinematográficas, por el cine negro, que tanto tiene que ver con la justicia, y, como el boxeo, con el ataque y la defensa. En general, en El encargo Melero se muestra siempre atento a las cuestiones formales, que no son sinónimo de superficiales, sino, strictu senso, de la forma, esto es, de la manifestación visible del contenido: cómo viste la gente, cómo se peina, cómo habla, qué lee, cómo respira. Y eso le da un relieve singular, a la vez crítico y bienhumorado, a la narración. Esta inclinación no solo no perjudica los asuntos de fondo del libro, sino que los subraya: los vivifica. Y esos asuntos son el desarrollo del proceso judicial que ha condenado a los líderes del procés y el ejercicio de la defensa de Forn que ha hecho Melero: es fascinante conocer de primera mano, y desde dentro (aunque con la reserva que impone el deber de confidencialidad, que nunca deja de percibirse), los intríngulis, estrategias y razonamientos que sigue el abogado para la mejor suerte de su defendido. A la justificación (o no) del independentismo, en cambio, Melero le dedica muchísimas menos páginas. Lo despacha con resignación algo desdeñosa y cierto cansancio, el mismo cansancio que sentimos los catalanes no independentistas por esta historia desafortunada e inacabable. Para rematar, tras todas estas peripecias, se esconde cierto ánimo existencial, la asordinada certidumbre de que, en realidad,  todo da lo mismo, todo queda en nada, lo cual no es pretexto para la negligencia o la inacción —como en las labores de rescate después de un terremoto o la reanimación de los infartados, uno ha de hacer lo que tiene que hacer, sean cuales sean las expectativas del resultado—, pero sí otorga una sombría lucidez a los actos, una callada desesperación. Reveladoramente, estas son las últimas líneas del libro: "Los cuatro meses que habíamos pasado en el Supremo ya difuminaban sus contornos y se precipitaban con las cálidas ráfagas del viento de junio hacia el silencio y el olvido". Curiosamente, entre los muchos abogados que Melero cita en El encargo, hay uno que fue compañero mío en la facultad de Derecho de Barcelona, Pau Molins, un guaperas con el que no tuve apenas trato, y cuyo atractivo, por lo que cuenta, sigue inmarcesible. Molins es uno de los pocos miembros de mi promoción que ha destacado en el mundo del Derecho: en El encargo comparece como defensor de Santi Vila, el judas del independentismo, pero también ha cosechado fama defendiendo a la infanta Cristina —la proba esposa, que lo ignoraba todo de los negocios de su marido, Iñaki Urdangarín—, a Sandro Rossell —el expresidente del Barça que consiguió fuera declarado inocente, después de pasar dos años en la cárcel—, a Narcís Serra —por unos sobresueldecillos de nada— y hasta a Félix Millet, uno de los saqueadores del Palau y uno de los mayores virtuosos del latrocinio que ha dado jamás el catalanismo político. Semejante ristra de clientes adinerados (normalmente, del dinero de otros) ha hecho, como refiere Melero al ver su despacho en Barcelona, ampliamente iluminado, que Molins estuviera "en condiciones de iluminar un agujero negro". Otro estudiante en aquella facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona de los turbulentos años 80 se ha convertido también en miembro destacado de la abogacía patria, y, en su caso, nunca mejor dicho: Juan José Aizcorbe, que entonces militaba en Fuerza Nueva o en algún otro grupúsculo fascista, y que luego se ha recauchutado en defensor de causas condicentes con su ideología: las Juntas Españolas, el Grupo Intereconomía, don Alejo Vidal-Quadras, la familia Franco y, final y apoteósicamente, VOX, por el que ha sido elegido diputado en las últimas elecciones generales. A Aizcorbe lo recuerdo yo en una asamblea más o menos revolucionaria en la facultad. Ya no me acuerdo de si fue a raíz del golpe de Estado de Tejero o para protestar por alguno de los conflictos que sacudían entonces las calles de la joven democracia española. Estábamos todos reunidos en el Aula Magna, inflamados de ardor reivindicativo, cuando Aizcorbe, que seguía con inquietante atención las intervenciones de los sucesivos oradores, pidió la palabra. Lo escoltaba un gorila de varios metros en todas direcciones que no abrió la boca, ni falta que hacía: su presencia era suficientemente elocuente. Aizcorbe se limitó entonces a decir, ante el silencio estupefacto de los reunidos: "Mientras haya asambleas como esta, ¡habrá palos!". Y allí se quedó, al amparo de su Mike Tyson particular, blandiendo el bate de la mirada, hasta que la reunión se deshizo. Después se marchó, supongo, a apalear a alguno díscolos. Este Aizcorbe es hoy un padre de la patria. 

miércoles, 25 de diciembre de 2019

El concierto de Navidad

Esta tarde vamos con unos vecinos —y amigos— nuestros, José María y Pau, al concierto de Navidad en el monasterio de Sant Cugat. José María y Pau (que, en catalán, significa 'Pablo', como en el caso de Pau Gasol, pero también 'Paz', como en el de nuestra vecina) son una pareja encantadora y los únicos compradores originarios del piso, junto con nosotros, que siguen viviendo en el inmueble. Nos conocemos, pues, desde hace más de veinte años, y en este tiempo hemos visto crecer a sus hijos, como ellos han visto crecer a los nuestros (además de, ay, vernos envejecer mutuamente), y compartido algunos de los bonitos momentos que suelen darse en toda escalera de vecinos: la luz que se va y nosotros que nos quedamos encerrados en el ascensor; la puerta de casa que se cierra por sorpresa y nos deja en el rellano en pijama y sin llaves; las fascinantes reuniones de la comunidad de propietarios. Y aún hemos vivido más cosas: con José María recuerdo haber ido a un teatro de las Ramblas, hace una década, a ver un espectáculo del añorado Pepe Rubianes (que se quejaba de que lo llamasen Paco Rubiales): pocas veces me he reído tanto. Hoy nos han invitado a acompañarlos al concierto de Navidad, y hacia allí vamos Ángeles y yo, bajo un arcoíris que abarca el firmamento entero, de colores punzantemente nítidos, alumbrado por la lluvia fina que lleva cayendo toda la tarde. El arcoíris traza un arco místico en el cielo, pero lo que nos rodea a ras de suelo es algo mucho más prosaico: la multitud voraz de todas las navidades, una masa de consumidores que recorre con frenesí las tiendas para demostrar, tarjeta de crédito en ristre, su acendrado espíritu navideño. Entramos en el monasterio y admiramos brevemente el suntuoso pesebre desplegado debajo del retablo de Santa Escolástica. Una placa en la capilla nos informa de que la parte superior de la obra fue destruida en 1936. No dice por quién, pero, habiendo ocurrido en el 36, no es difícil suponerlo. Nos sentamos luego al lado de José María y Pau, que nos han guardado sitio. Nuestro banco queda junto a otro hermoso retablo, una pietà de Josep Sala, de 1706, alojada en la capilla del Santísimo, decorada floralmente en blanco y negro. Encima está el órgano del templo, un artilugio enorme que, como todos los órganos, me recuerda a una fábrica en miniatura, con sus claraboyas, sus respiraderos y sus chimeneas. No me resisto a acercarme a contemplar, cerca también de donde estamos, la pieza más valiosa, probablemente, de todo el monasterio: el retablo de Santa Maria de Tots els Sants, obra de Pere Serra, fechada en 1375. Pere Serra estaba más preocupado por el color que por el espacio, y eso se nota en el retablo, cuyos rojos y dorados deslumbran; y también en la iconografía estilizada y minuciosa, aunque no exenta de originalidades: en esta Santa Maria de Tots els Sants, el Niño posa una mano muy blanca en uno de los pechos de la Virgen, como si aferrara una manzana (aquí, también, de la tentación) o asiera un pomo para abrir una puerta. Hoy actúan dos corales, la del Club Muntanyenc ('montañero') de Sant Cugat i la Coral Sant Sadurní, dirigidas ambas por el jovencísimo director Patrick Valls, que se presenta con el pelo largo, pero no coletudo, unas gafas que brillan en la distancia, pese a la penumbra en la que nos encontramos, un traje coherentemente juvenil y una corbata azul celeste. Los miembros de ambas corales aparecen de riguroso negro, aunque las damas vivifican el luctuoso uniforme con bufandas y estolas de colores (y me agrada comprobar que no todas son amarillas). No obstante, en algunos pechos, tanto de hombres como de mujeres, sí descuellan lazos, mariposas o flores amarillas: faltaría más. La sección de cuerda es nutrida, y de los solos se encargarán Irene García, Alejandro López y Héctor dos Santos: los tres, con voces privilegiadas, aunque la acústica del lugar no sea la ideal para que se luzcan. Presenta el acto un cura también joven, con un catalán de Barcelona —esto es, de fonética castellanizada—, lo que me lleva a pensar que es hijo de la emigración o que, por lo menos, no proviene de la Cataluña profunda. En cualquier caso, él también va de riguroso negro. Su toque de color lo da el alzacuellos, que brilla como si fuera una perla que llevase engastada en el cuello. En el parlamento, nos pide que el acto al que estamos a punto de asistir sea también una oración. En mi caso, desde luego, no lo será (o será solo una oración laica, dirigida al dios de la belleza y la emoción). Pero se nota que es un sacerdote que siente lo que vive, o al revés, y eso está bien. A continuación, las corales, fundidas en una, atacan la primera pieza programada: la Misa nº 2 en sol mayor, de Franz Schubert, compuesta por el músico austriaco en menos de una semana, cuando solo tenía 18 años. La voz de la coral, multitudinaria pero única, se eleva como una ola, como una marea que nos bañase, y retumba como un seísmo volátil en las paredes claras de la nave. En esa magnitud asombrosa, destaca la cuña cristalina de la solista, cuyo papel es modesto en esta misa —Schubert estaba más interesado en promover un estado de ánimo devocional, como el cura que nos ha hablado, que en los alardes individuales—, pero que resuelve con transparente eficacia. Me asombra, no deja nunca de asombrarme que los cantantes, como los de estas corales, abran la boca y salga esta maravilla, armoniosa, conjuntada, arrebatadora, bellísima. Yo abro la boca y sale un graznido. Y así ha sido desde siempre: oigo una melodía y reproduzco un borborigmo, algo en los antípodas de mi voluntad, irreconocible, que me brota de dentro como el monstruo de la tripa del astronauta en Alien. Parece no haber conexión entre mi oído y mi aparato fonador, como si un cortocircuito genético me hubiese dejado incapaz de sintonizar, incapaz de cantar. Curiosamente, sí sé reproducir, en el verso, la música verbal que percibo dentro de mí; o eso creo. Pero la música de pentagrama es tan superior a mí como un autobús a una oruga. También me pasma, pensando ahora en Schubert y en todos los compositores, que sean capaces de concebir la frase musical. Yo no puedo: ni siquiera soy capaz de concebir una letra, una coma musical; mi cerebro no procesa sonidos desvinculados de las palabras. Los reconoce, sí, pero se niega a engendrarlos. El suyo, en cambio, sí: transmuta el sentimiento en esa emoción algebraica, químicamente pura, que es la música. Qué maravilla. Qué envidia. Y eso aunque no se entienda nada del libreto. En la misa de Schubert solo identifico varios "Amen" y un puñado de "¡Hossanna!" ("Hossanna in excelsis", creo que dicen), que no dejan de ser expresiones previsibles en una pieza litúrgica. Todo lo demás es una pasta inextricable, pero da igual: como si cantaran la lista de la compra o la alineación del Barça. Tras la Misa de Schubert, le toca el turno a la Kantate zum 1. Advent BWV 61 Nun komm, der Heilen Heiland ('Ven ahora, Salvador de los gentiles'), de Bach. Si el austriaco me ha parecido, lo confieso, algo aburrido, el alemán brilla desde el principio. Beethoven siempre impresiona, componga lo que componga: una nana suya nos encendería a todos. Tampoco aquí se entiende nada, y también aquí da lo mismo, aunque en esta ocasión podamos intuir el desarrollo del texto, puesto que en el programa se incluye una traducción al catalán del texto de la cantata, obra de Erdmann Neumeister, cuya primera estrofa es la del himno homónimo de Martín Lutero, que a su vez lo tradujo del himno de adviento de Ambrosio de Milán Intende qui regis Israel, del siglo IV: Veni redemptor gentium, decía Ambrosio; Nun komm, der Heiden Heiland, escribe Lutero; y Vine, Salvador dels gentils, reza, por fin, la traducción sancugatense. Vigorosamente mecido por los acordes de Bach, observo los movimientos de Patrick, el director: sus gestos espasmódicos se mezclan con parsimoniosos desplazamientos de manos y brazos. Si los primeros dan pie a que sobresalga un instrumento o se subrayen unas notas en particular, los segundos parecen invitar a que el resto del coro y todas las cuerdas y solistas se sumen al pasaje y sostengan una cadencia más ceremoniosa u honda. Y así van sucediéndose las secciones lentas y las rápidas, los recitativos seccos y ariosos, las aceleraciones y los frenazos. La gesticulación de los directores de orquesta es otra de las cosas que siempre me han fascinado: son la música hecha forma; dan al ojo lo que los instrumentos confieren al oído. Von Karajan dirigía como si se estuviera peleando con un endriago. Patrick no llega a tanto, desde luego, pero de vez en cuando suelta un manotazo que tumbaría a un peso wélter. Y ambos lucen una melena muy dicharachera —la de Herbert, más añoso, blanca; la de Patrick, poco más que adolescente, negra—, que contribuye a hacer visible lo tocado. También me encanta la liturgia del concertismo: que el director, justo después de acabar, le estreche efusivamente la mano al primer violín (algo que, a veces, todavía sucede tras una lectura de poesía, sobre todo si se celebra en Centroeuropa o Hispanoamérica); que le regalen flores a la solista; que el director salga del escenario y espere un momento, mientras el público sostiene los aplausos, para volver a saludar, como si lo hiciera requerido por la ovación; o que se ofrezca un bis, que en este caso tampoco falta: una obertura de Beethoven que nos deja, al mismo tiempo, exaltados y serenos. El cura, antes de salir, nos recuerda que el concierto es gratis para el público, pero no para los organizadores, y que se agradecerá que contribuyamos con la voluntad. Dejamos un billete en el cesto que esgrime una parroquiana. Al salir, compruebo que me ha llegado al guasap —que tenía en silencio— uno de esos mensajes guarros que circulan por las redes, y que me ha mandado un amigo rijoso. Mientras sonaba Bach. Ah, qué extraña es la vida, qué contradictoria. 

viernes, 20 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

El Niño Jesús no nació en un establo, sino en un campamento de refugiados: en una carpa donada por una ONG. A su lado, no había un buey ni un asno, sino otros refugiados (y, a veces, alguna rata). Hacía frío, y los animales no estaban allí para atemperarlo con su aliento. José era carpintero, pero ahora tenía que trapichear con cualquier cosa, o incluso dedicarse al top túnica, porque, como era galileo, los vecinos de Belén creían que había venido a quitarles el trabajo y beneficiarse de las ayudas sociales (un poco de forraje gratis para las bestias; algún mendrugo de pan arrojado por los virreyes romanos desde carros engalanados) y le hacían el vacío (además, en el campamento se rumoreaba que solo era padre putativo de la criatura, que el verdadero padre había sido otro: algunos creían que un legionario romano llamado Pantera; otros, que un tal Palomo, al que nadie había visto, pero del que se decía que era un gran seductor. Pantera o Palomo, otro animal había sembrado en aquel huerto). María era ama de casa, pero a veces tenía que salir a trabajar para que la familia pudiese comer. Sin embargo, cuando lo hacía, no le pagaban en ases, como a José, sino en cuadrantes o incluso en leptós, como los que echó la pobre viuda al arca de las ofrendas. Los Reyes Magos no eran ni remotamente reyes, y mucho menos magos. Melchor era un mendigo viejo, de los muchos que pululaban por aquellas tierras, que llevaba años sin afeitarse —lucía una barbota descuidada y gris— y que quiso mezclarse con los refugiados porque allí daban mantas y repartían sopa. Gaspar era un sirio que había escapado de un país atormentado por la guerra y que había alcanzado aquel rincón sin flechas ni catapultas, hacinado con varias docenas más de emigrantes en un carromato fletado por una mafia local. Y Baltasar, bueno, Baltasar era uno más de los millones de negros que, como no dejaban de repetir cada día los patricios romanos y los líderes de Judea, esperaban en los países del sur para asaltar su tierra y acabar con sus costumbres, más aún, para arrebatárselo todo: cosechas, ganado, mujeres, casas, todo. Melchor, Gaspar y Baltasar no iban en camello, sino a pie, siempre a pie, y no le llevaron al Niño Jesús oro, incienso ni mirra, a quién se le ocurre: si apenas tenían con qué vestirse. Asomaron, uno tras otro, por la entrada de la tienda, le lanzaron al Niño y a los padres (es decir, a la madre y al padre putativo) una mirada conmiserativa y se acurrucaron en un rincón, hasta que llegara la sopa o pasara algo. Fuera, el frío era insoportable. Había nevado, y la nieve, pisoteada por cientos de menesterosos, se acumulaba en grumos negros. También había por allí un montón de pastores, aunque sin ovejas. Eran otros emigrados, que merodeaban sin saber qué hacer. Las ovejas y las cabras las habían dejado (o se las habían robado) en Samaria o Perea, o más allá del Jordán, y vagaban ahora por este y otros campamentos con la fatalidad del que no tiene nada y no espera nada. Para llegar allí, no habían seguido el camino de una estrella en el cielo (el cielo estaba demasiado contaminado como para dejar ver las estrellas), sino los itinerarios del exilio, que eran muchos desde siempre, o las rutas del tráfico transjordano de personas, controladas por bandidos sin escrúpulos que los desvalijaban de los pocos denarios que pudiesen tener. A muchas mujeres, estos desalmados las condenaban a pagar con su cuerpo, en los burdeles de Jericó (cuyas murallas serían derribadas luego con estrépito descomunal), la deuda que les habían impuesto. Mucha gente que huía lo hacía por mar: se lanzaban al Mediterráneo en frágiles y sobrecargadas chalupas, con la esperanza de alcanzar una tierra mejor. La mayoría perecía en la travesía, y eso si no los asaltaban los piratas que infestaban aquellas aguas para venderlos como esclavos en Chipre o Anatolia. La vida en el campamento era muy dura. Como eran tantos, las instalaciones sanitarias no eran suficientes para todos. A los refugiados no les quedaba, pues, más remedio que aliviarse donde pudiesen, a veces muy cerca de las carpas. María y José, en concreto, estaban negros, porque al lado de la suya solía descargar un hombre que llevaba una especie de caperuza roja en la cabeza y, por más que le habían dicho que se fuera a otro lado, el sujeto no dejaba de obrar en las inmediaciones. La última vez que lo habían increpado, José creía haber visto en el chaleco de borrego que vestía un extraño lazo amarillo. A todas sus desgracias, los refugiados habían de sumar el merodear constante de los esbirros de Herodes, que en cualquier momento podían darles un disgusto. Los gestores del campo no podían mantenerlos lejos —eran demasiado poderosos—, y quizá a José y María no les quedase más remedio que abandonar la relativa protección de la ONG y huir a otro lugar, si querían salvar la vida y la de Jesús. Se sabía que Herodes miraba con desconfianza a todos los niños que nacían en el campamento, porque le espantaba que aquellas mareas de desheredados, con su pobreza a cuestas, sus costumbres bárbaras y sus muchos piojos, a las que él consideraba inferiores, pudieran sustituirlo en el poder cuando crecieran. Además, si dejaba que se quedasen, habría que alimentarlos, escolarizarlos y procurarles un trabajo, y eso suponía mucho gasto y demasiado esfuerzo por gente tan arrastrada. Que se volvieran a sus países o que se ahogaran en el mar, pensaban Herodes y muchos con él. Y José y María lo sabían. Pero aún confiaban en que el mundo les diera alguna esperanza, algún calor; aún esperaban que no fuera todo un muro insuperable. 

Feliz Navidad.

lunes, 16 de diciembre de 2019

El amor es fuerte como la muerte

El Cantar de Cantares de Salomón es el libro más insólito de la Biblia: un epitalamio, una égloga alborozada, un himno sexual encajado entre los adustos episodios del Antiguo Testamento. Y no lo compuso Salomón —pese a su envidiable currículum amatorio: conoció a 700 princesas y 300 concubinas—, sino alguien mucho más modesto, algún escriba anónimo, seguramente hacia el s. IV a. C. Su arrebatada sensualidad lo hizo peligroso desde el principio: los judíos menores de 40 años tenían prohibido leerlo. Teólogos y clérigos se esforzaron durante siglos por que el Cantar fuese leído alegóricamente, como una expresión de la unión mística con Dios. Pero también desde muy temprano —Teodoro de Mopsuestia, en el s. IV d. C., consideraba que el libro ensalzaba la relación de Salomón con una princesa egipcia, una interpretación que el concilio de Constantinopla condenó gravemente, juzgándola errónea y «vergonzosa para los oídos cristianos»— el Cantar se ha leído literalmente, como una colección de cantos que celebran el amor humano. En nuestra secularizada época, esta es la interpretación que prevalece; la doctrinal queda para los eruditos, los creyentes muy píos y, en general, los dualistas más inclementes. Y no es el único caso de deslizamiento mundano, de vulgarización exegética de la literatura cristiana: también el Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, un opúsculo didáctico para la edificación de quienes abrazasen la vida contemplativa, se lee hoy como un magnífico relato de amor humano. 

Los ocho cantos en que se divide el Cantar en esta edición, al cuidado de Víctor García de la Concha, admiten, sin duda, una lectura profana. Así elogia el esposo a su amada en el extraordinario capítulo IV: ¡Ah!, qué hermosa eres, Amiga mía, ¡ay, cuán hermosa! / (…) Como un hilo de carmesí tus labios, y el tu hablar pulido. / Como cacho de granada tus sienes entre tus guedejas. / (…) Tus dos tetas como dos cabritos mellizos / que están paciendo entre azucenas». (La metáfora pectoral, a la que el autor parece naturalmente inclinado, se repite en el VII: «Los dos pechos tuyos, / como dos cabritos mellizos de una cabra»). Y esto revela la esposa en el V: «Mi amado metió la mano por el resquicio de las puertas, / y mis entrañas se me estremecieron en mí». Las imágenes se construyen casi siempre con los elementos de la naturaleza propios de una cultura agraria, en la que pesan las figuraciones del jardín del Edén, y que luego, a su vez, serán determinantes para la configuración de uno de los tópicos más recurrentes de la literatura occidental, el locus amœnus. El Cantar aparece trufado de cedros y manzanos, de nardos y cardamomo, de tórtolas y palomas, de ganado y vino: «béseme de besos de su boca, / porque buenos [son] tus amores más que el vino», dice la esposa en los versos inaugurales del libro. Un derroche de lozanía y color, extraído de un mundo que mana leche y miel, impregna los tropos del Cantar, acorde con el derroche de los cuerpos, con las efusiones íntimas, y se plasma en el castellano crujiente, sabrosísimo, exultante a la par que sereno, de fray Luis. Los comentarios que este hace a los versos del Cantar en su Exposición, aparecida en Salamanca en 1580, y que también se publican en esta edición, quieren justificar sus decisiones y ratificar la ortodoxia, cuya vulneración tanto le reprocharon sus enemigos, pero contribuyen hoy, más bien, a una interpretación venérea de la obra. De la afirmación del esposo en el muy incitante capítulo VII, que dice: «yo subiré a la palma, y asiré sus racimos, / y serán tus pechos como los racimos de la vid», fray Luis precisa: «encendidos en tu belleza, nos dice el deseo y el corazón: “¡Quién te alcanzase y gozase así, que pueda llegarse a ti, y recreándose en tus brazos, y dándote mil besos, coger el fruto de tu boca y pechos!”». 

El Cantar traducido por fray Luis es, pues, una alegoría metafísica y la palabra de Dios, pero también, y sobre todo, un poema erótico, la palabra de un hombre y una mujer enamorados. La Exposición, por su parte, constituye un corpus polisémico y multidisciplinar. Contiene, al menos, un ars amandi, un tratado retórico y una teoría de la traducción. La primera de estas facetas es el resultado de la sistematización de las atracciones y las prácticas insinuadas en el texto, con la que el fraile de Belmonte justifica muchos versos, cuya presencia se explica por las urgencias del amor. El tratado de retórica atiende, sobre todo, «a la corteza y sobrehaz de la letra», esto es, a la pertinencia expresiva y al decoro de la dicción. Fray Luis se muestra siempre preocupado por la propiedad de lo que dice: por que las palabras elegidas se correspondan tanto con su verdadero contenido —esto es, que sean pertinentes y significantes— como con el registro propio del hablante. Y no deja de formular principios estilísticos, que acreditan ese empeño por que forma y fondo concuerden, es más, por que devengan una sola realidad. Así, en la exposición del capítulo V, reivindica la metáfora como forma de dar «más encarecimiento y mayor gracia a lo que se dice»: «los que mucho quieren encarecer una cosa, alabando y declarando sus propiedades, dejan de decir los vocablos llenos y propios, y dicen los nombres de las cosas en que más perfectamente se halla aquella propiedad y calidad de lo que loan (…). Y así vemos que aquí la Esposa procede de esta manera; porque diciendo de los ojos que son de paloma, dice más que si dijera que eran hermosos…». Finalmente, el Cantar de fray Luis es también un estudio sobre la traducción, al que se aplica con especial viveza —y, en ocasiones, con algún fárrago— porque era la traducción de algunos pasajes —en realidad, era la traducción entera a una lengua vernácula— lo que más había incomodado a la Inquisición, por apartarse de la establecida en la Vulgata. Fray Luis se proclama traductor fiel y cabal, y propugna dar palabras «de la misma cualidad y condición y variedad de significaciones que son y tienen las originales, [pero] sin limitarlas a su propio sentido y parecer; para que los que leyeren la traducción puedan entender toda la variedad de sentidos a que da ocasión el original si se leyese, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les pareciere». Esta sorprendente paradoja —ser estricto y fiel para que el lector sea tanto más libre de interpretar— sugiere un relativismo incipiente, que convive en la Exposición con una pertinaz, pero a veces algo formularia o previsible, defensa de la ortodoxia. En los comentarios que hace al capítulo IV, fray Luis alega algo que hoy consideramos evidente, pero que entonces tenía perturbadoras connotaciones: «En aquel tiempo y en aquella lengua todas estas cosas tenían gran primor, como en cada tiempo y en cada lengua vemos mil cosas recibidas y usadas por buenas, que en otra lengua, o en otro tiempo, no las tuvieran por buenas». Estas mismas diferencias se aprecian hoy en la lectura del Cantar de fray Luis: junto con sus avanzadas consideraciones sobre tantos asuntos artísticos y humanos, sus frecuentes y a menudo desfavorables juicios sobre la mujer —no hay que olvidar que fue el autor del muy patriarcal La perfecta casada— lo alejan de la sensibilidad actual. No obstante, esa mezcla de ensayos y propósitos, esa convivencia de epinicio y razón, de trova y discurso, ese juicio que fluye por espacios de la inteligencia emparentados pero autónomos, es muy moderno, y hasta posmoderno. Fray Luis resucita al remoto Salomón, apócrifo autor de esta joya veterotestamentaria, con su Cantar fresco, excitado y excitante, y García de la Concha nos lo sirve, depurado, contextualizado y explicado, en una rigurosa edición.

[Este artículo se ha publicado en la revista Letras Libres, nº 217, de octubre de 2019]

miércoles, 11 de diciembre de 2019

El Mercantic de Sant Cugat

El Mercantic es, como su nombre indica, un mercado de antigüedades, o de trastos viejos, según se mire. Está en Sant Cugat, no lejos de donde vivo. Quiero entretener esta mañana fría pero luminosa de domingo visitándolo, como he hecho otras veces con Ángeles. En realidad, lo que me atrae es la librería-teatro El Siglo, un extraño local —antiguamente cine; hoy, sala de variedades cuyas paredes están recubiertas de estanterías llenas de libros y en cuya platea se sienta la gente a ver el espectáculo mientras se toma el vermú— en el que se acumulan, con poco orden y aún menos concierto, varias docenas de miles de libros usados. Hace tiempo que no husmeo en sus plúteos, y me apetece volver a hacerlo: las ganas de rebuscar entre libros viejos se acumulan como los puntos del supermercado. Atravieso, pues, el parque Central, que hoy abunda en perros y en niños, me compro El País en la tienda de la gasolinera de Repsol —casi no quedan quioscos en la ciudad, ni apenas papelerías donde se venda la prensa, así que no hay más remedio que hacerse con el periódico en estos santuarios de los combustibles fósiles, que dentro de no mucho también desaparecerán— y cruzo la avenida Rius i Taulet para subir las escaleras que conducen al recinto del mercadillo. En las horas punta, entre las once de la mañana y las dos de la tarde, se pagan dos euros por entrar. Son las doce, así que me toca apoquinar. Me recibe la voz de melocotón de una cantante contratada por la organización para amenizar la visita. Me fijo a continuación en sus piernas, tan sedosas como su faringe, y empiezo mi deambular. En toda realidad compleja, como sin duda es esta del Mercantic, nuestras inclinaciones orientan nuestra percepción. En la inmensa y heterogénea masa de objetos que me rodean, reparo en cuanto tiene que ver conmigo, o con mis deseos. Así, las máquinas de escribir, que durante los treinta primeros años de mi vida fueron compañeras fieles, familiares, en casa y en el trabajo, y que hoy resultan extrañas como los dinosaurios y solo sirven ya para decorar un aparador en el estudio o el mueble de recibidor. Veo, por ejemplo, una lexicón 80, un aparato jorobado y, pese a ello, de aire militar, por su color caqui, con el que he mecanografiado infinidad de informes en la oficina. Piden 40 euros por él; dentro de unos años, será el doble. Distingo también remotas Underwoods, Remingtons arácnidas y Brothers andróginas. En realidad, las máquinas de escribir son solo un ejemplo de la obsolescencia tecnológica que ha enviado a muchos otros artilugios que se consideraban imprescindibles al cuarto de los cachivaches o, sin más, a la basura (perdón, al punto verde): máquinas de coser, cámaras fotográficas, cajas registradoras y teléfonos de baquelita. Me llama la atención también, aunque esto todavía no haya caído en el abismo de lo inútil —aunque todo se andará—, un gorro de mujer policía inglesa, parecido a un bombín, con la cenefa ajedrezada que caracteriza las prendas de cabeza de los bobbies. El vendedor, cetrino, salta ante mi presencia como picado por un tábano y se apresura a subrayar que es "original" y que solo cuesta 20 euros. Lo descarto: no es caro, pero no me cabe. Muchas tiendas anuncian que hacen muebles a medida, lo que me sorprende un poco: se supone que el Mercantic es un mercado de cosas antiguas. Otra, llamada incomprensiblemente "Le Cirque de la Mouche", se ofrece a restaurarlos. Esto ya tiene más que ver. Entro en algunos bazares polvorientos y en penumbra. Los libros que haya en los estantes atraen siempre mi atención. Veo varios ejemplares de la colección "Artistas Españoles Contemporáneos", dedicados a pintores como Manuel Barbadillo, Juan Gutiérrez Montiel o Josep Guinovart, escritos por poetas: Jacinto López Gorgé, Manuel Ríos Ruiz y Cesáreo Rodríguez Aguilera, respectivamente. Me parece lógico: los poetas son los más capacitados para ejercer la crítica de arte, como también han hecho José Hierro, Antonio Gamoneda, Rafael Santos Torroella, José Corredor-Matheos, Luis Javier Moreno o Juan Luis Calbarro, entre muchos otros, porque solo ellos disponen de los instrumentos y la flexibilidad necesarios para analizar el lenguaje del ojo con el lenguaje de las palabras, siendo ambos, en rigor, incompatibles. Veo también un Anuario legislativo de Hacienda, tan disuasorio por su asunto como por su tamaño. Cuando salgo del local, el dueño les responde a unos clientes que le han propuesto algo: "¡Ningún poblema! ¡Ningún poblema!". Esa debería ser la divisa de la vida: Ningún Poblema. Los poblemas son lo que nos deprime y nos acogota. Paso por delante de una tienda de subastas (durante algunos años, en los 90, asistí con regularidad a una sala de subastas que había en la calle Valencia; nunca hice ninguna adquisición espectacular, pero era divertido pujar y, a veces, conseguir lo que quería) y luego echo un vistazo a un enorme almacén de muebles viejos, de cuyo techo penden docenas de lámparas de araña: parece una colonia de artrópodos. Entro, por fin, en El Siglo, donde no hay nadie tocando, pero ya mucha gente asestándose buenos pinchos y cervezas. Las mesas que ocupan, y ellos mismos, están pegados a las baldas, de modo que resulta imposible mirar los libros. No obstante, por lo que puedo ver, en esta zona han colocado los menos atractivos, al menos para mí: superventas, colecciones populares y novelas con poco interés literario y ninguno bibliográfico. Me adentro en la zona de librería propiamente dicha y empiezo a indagar. Es demasiado grande como para investigarlo todo, así que me centro en mi interés primordial, la poesía, aunque está dispersa en varios puntos del establecimiento. Hurgo en todos. La melancolía me invade enseguida, como me sucede a menudo. Aparecen números de colecciones venerables —La Mano en el Cajón, Rondas, Ámbito Literario, entre otras— hoy literalmente desvanecidas en el polvo. También muchos ejemplares dedicados. Las dedicatorias lucen, en las páginas de respeto, como pecios del naufragio de un amor o una amistad, o como ejercicios de hipocresía, esto es, de conllevanza social, que han desembocado en lo que en realidad las animaba: la nada. Por suerte, no doy con ningún libro mío, dedicado o no, aunque sí con un volumen colectivo de homenaje a Gerardo Diego, publicado por Devenir, en el que participé hace 25 años con un poema de los que escribía entonces, entre gongorinos y nerudianos. Muchos de estos libros dedicados lo han sido a la misma persona, una poeta de muchos kilos, cuyos herederos, es obvio, han decidido desprenderse de una biblioteca de muchos kilos también. Entre estos, descubro un poemario, Silence d'or, de Marie-Alice Korinman, que todavía conserva la tarjeta de presentación que insertó entre sus páginas cuando se lo dedicó a la interfecta. Marie-Alice Korinman fue una pintora y poeta francesa radicada en Castelldefels, que escribía tanto en francés como en español. Era mayor y muy bella. Tenía una melena blanca. Fuimos amigos. Yo la visité en su casa de la playa varias veces y le prologué una buena novela, Luz de invierno. Ella me regaló dos cuadros que aún cuelgan en mi comedor. El número de poetas que me son desconocidos es abrumador. También abundan autores que tuvieron alguna relevancia, siquiera local o anecdótica, en los años 60, 70 y 80, y que hoy no están en ninguna parte: en ningún manual, en ninguna antología, en ningún recuerdo, sino solo aquí: en el cajón de los libros desechados. Tanto esta tenacidad por escribir —y publicar— versos como la ineludible caída de casi todos en el olvido me conmueven tanto como me avergüenzan. No faltan varios títulos de Mario Ángel Marrodán, aquel prolifiquísimo vate —escribió más de 400 libros— a quien algún colega harto o maligno, o ambas cosas, dedicó este simpático pero venenoso epigrama: "Caramba, dijo el cartero, / tres libros de Marrodán / ¡y estamos a dos de enero!". Me llaman también la atención los muchos ejemplares que localizo de unos mismos títulos. Por ejemplo, de La partenza, de Francis Vielé-Griffin, aquel decadentista amigo de Mallaramé, y Poemas, del argentino Jacobo Fijman, ambos publicados por Olifante. No sé por qué hay tantos aquí. ¿Se saldaron en algún momento? Si no los tuviera los dos, los compraría. Los que sí compro son otros, como una primera edición de Ciclo do cavalo, del gran António Ramos Rosa, publicado en Lisboa en 1975. Desgraciadamente, el librero ha intuido el valor del libro —por otra parte, de aspecto anodino— y lo ha tasado en 20 eurazos. Localizo más libros interesantes, pero para hacerlo he de subirme a una escalera y trepar hasta una estantería amenazadoramente alta. La poesía me importa (todavía) mucho, pero no quisiera morir por ella, y menos partiéndome el cuello en una librería de segunda mano. Con toda la precaución de que soy capaz, repaso los volúmenes de la sección y descubro un cuadernillo de la Fundación Cultural Generación del 27, de Málaga, con poemas de un viejo amigo, aunque hoy nuestra amistad esté, si no truncada, sí abollada. No obstante, es un poeta magnífico, al que he dedicado una cariñosa atención crítica, y el libro, además, está dedicado, con una caligrafía sinuosa, llena de eses que se encrespan y ges que se sumergen, a la misma poeta gorda cuya biblioteca, esa sí, han saldado sus causahabientes. Me lo quedo, pues. Y también me quedo con Poemas, la poesía completa de un poeta barcelonés, Jorge Folch, que estaba destinado a formar parte de la generación del 50, pero que murió ahogado en 1948, a los 22 años. En 1950, dos de sus amigos de la carrera de Derecho y con inquietudes literarias como él, Alberto Oliart y Carlos Barral, publicaron el volumen —pagado por el padre de Jorge, Joaquín Folch— que reunía toda la poesía que había escrito en su corta vida. Pese a la calidad del hallazgo, el precio es alto: 50 euros. Comparo precios con el móvil —bendito sea e iberlibro me informa de que hay otros ejemplares en librerías de Barcelona a mitad de precio. Yo soy muy mal regateador, quizá porque no me gusta regatear. Pero no puedo resistirme a hacerle notar al encargado del local —un mexicano que me ha contado, cuando le he preguntado por el precio de una curiosa edición de Los alcaldes de Daganzo, de Cervantes, publicada en 1916 por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, que en Guanajuato se representan cada año los entremeses cervantinos— la enorme diferencia que hay entre el precio de su ejemplar y el de otros que se pueden adquirir en la ciudad, y, para mi sorpresa, el hombre, tras comprobar en el ordenador que lo que le digo es cierto, me lo rebaja a 25 euros. Y, como el cuadernillo de mi amigo poeta no tiene precio marcado, también me pregunta para determinarlo: "¿Está vigente?". No entiendo lo que quiere decir: "¿Que si está vigente su poesía?", le repregunto. "No, si está vivo él". "Ah, sí, está vivo, muy vivo, aunque, según dice, lleno de achaques". Me lo deja en cinco euros. Antes de marcharme, no puedo resistir la tentación de echar un ojo a los libros de viajes: estoy escribiendo sobre Chipre y me gustaría encontrar con lo que documentarme. No doy con nada sobre Chipre, pero sí con dos títulos interesantes sobre Inglaterra: una segunda edición de Londres para turistas pobres, de Joaquín Merino, de 1969 (que, de hecho, me da rabia encontrar, porque esa es una idea que yo también había tenido: escribir una guía para sobrevivir con poco dinero en Londres, una de las ciudades más caras del mundo, pero que deseché al dejar la ciudad del Támesis: es imposible hacerlo si no se vive allí), e Inglaterra vista por los españoles, de Luis de Castresana, publicado por Plaza & Janés en 1965, un extenso compendio de lo que han escrito cronistas, escritores y periodistas españoles que han visitado la Pérfida Albión a lo largo de la historia. Y, de nuevo, también eso es algo que en algún momento tuve intención de compilar, aunque en este caso todavía no he renunciado del todo a hacerlo. De cualquier modo, ambos libros constituyen una cura de humildad: en literatura, lo que se le ocurra a uno, seguramente otro lo ha escrito ya. El reto no será, pues, inventarlo, sino mejorarlo. Es importante recordarlo. 

sábado, 7 de diciembre de 2019

Jacques Viau, poeta, joven y muerto

Jacques Viau había nacido en Haití en 1941, pero su padre, un prestigioso abogado y político, se exilió, con toda su familia, en la vecina República Dominicana en 1948. Quería ponerla a salvo de la vorágine criminal que se había adueñado de su país, pero uno no alcanza a comprender por qué, por mala que fuese la situación, el paterfamilias decidió refugiarse en un lugar más atormentado todavía, donde imperaba, desde 1930, uno de los dictadores más sanguinarios de la historia de Hispanoamérica, Rafael Leónidas Trujillo, autotitulado «generalísimo», como el felizmente desenterrado Franco, del que era un gran amigo. La decisión de trasladarse a la  República Dominicana se reveló fatal para uno de sus hijos, Jacques, que sobrevivió a Trujillo —asesinado en 1961—, pero no a la segunda intervención de los Estados Unidos en el país en el siglo XX. Fidel y sus barbudos habían acabado pocos años antes con el burdel estadounidense en el Caribe, la Cuba de Fulgencio Batista, y Lyndon B. Johnson no quería que se le revolucionara aún más el gallinero. Mandó, pues, a la 82ª División Aerotransportada a poner paz en las convulsas aguas de aquel paisito lleno de negros protestones, y lo consiguió: frente a quienes defendían al presidente Juan Bosch, elegido democráticamente en 1962 y derrocado militarmente por los herederos de Trujillo menos de un año después, los estadounidenses consiguieron, pro domo sua, que accediera al poder Joaquín Balaguer, que había sido el último presidente títere de Trujillo. Por sus métodos autoritarios, Balaguer se ganó el apodo de «caudillo», otro título ideado por Franco. Se conoce que el dictador español era el faro que iluminaba a sus homólogos dominicanos. En la guerra que enfrentó a los partidarios de Bosch con los trujillistas y yanquis, Jacques Viau tomó partido por los primeros. Hasta entonces había demostrado inquietudes literarias y artísticas, y se había vinculado con el grupo de vanguardia «Arte y Liberación», dirigido por el pintor Silvano Lora. Pero en abril de 1965, cuando estalla el conflicto, se une al comando B3, que sería uno de los más activos en la lucha, con rango de subcomandante. El 16 de junio, Jacques Viau y otros oficiales rebeldes estaban reunidos en la sede del comando, una casona construida en 1929 para albergar a los 27 hijos del sacerdote católico José Napoleón Andrickson —la clerecía dominicana, enardecida por la sensualidad del trópico, ha predicado siempre con el ejemplo el «creced y multiplicaos» bíblico—, cuando los alcanzó un proyectil de mortero disparado por los norteamericanos. Aunque Viau quedó muy malherido, le pidió a Pedro Bonilla, el comandante de la unidad, que atendiera primero a otro compañero maltrecho, Diómedes Mercedes. En un intento desesperado por salvarle la vida, se le amputaron ambas piernas, que la explosión había destrozado. Pero su estado era demasiado grave y murió seis días después, a los 23 años de edad. En vida solo había publicado poemas sueltos en revistas y periódicos, pero el mismo año de su muerte su amigo Antonio Lockward Artiles dio a conocer una primera edición de su poesía, Nada permanece tanto como el llanto, cuyo título es el de uno de los poemas mayores de Viau, una larga composición, en 19 fragmentos, que canta el dolor y la esperanza de los dominicanos. El mismo Lockward Artiles amplió esa primera edición en 1985, y hace poco vio la luz Y en tu nombre elevaré la voz (Fundación Juan Bosch, Santo Domingo, 2015), a cargo de Ángela Hernández Núñez, que recoge todos los poemas de Viau conocidos hasta el momento.

La poesía de Jacques Viau es una poesía de combate, como hay tantas en la turbulenta Hispanoamérica de los 60. Menudean las denuncias de las injusticias padecidas por los isleños, las declaraciones de amor a la patria y las llamadas a la lucha. Sin embargo, sus versos no son meras proclamas insurreccionales, exaltadas loas a los guerrilleros locales o publicidad comunista. Inspirado por Walt Whitman —a quien dedica un extenso poema, prolongación del Contracanto a Walt Whitman, de Pedro Mir— y por su legatario andino, Pablo Neruda, Viau compone cantos que abrazan el nosotros, pero que atienden también a lo íntimo, que dibujan una epopeya delicada, que susurran a la vez que claman, y en cuyos acentos de muerte se enreda la propia angustia existencial del autor, que atraviesa toda su producción, aun la más alegre —en los atenazados por la conciencia de la muerte suele vibrar con mayor arrebato la alegría de la vida— y esperanzada: «Marcho fatigado, / busco donde asirme, / toco la piedra y me hiere, / miro la luz y me ciega, / abrazo la sombra / y siento que me diluyo, / que comienza el minuto terrible / de hacerme polvo», reza el poema «Marcho fatigado».

Con todo, no es la dimensión épica de la poesía de Viau lo que más lo encumbra, sino su talla lírica. Debajo del escritor social, o entreverado con él, habita un poeta de inflexiones sutiles, un orfebre que dota a sus versos, que pasan ante nosotros como un arroyo por un lecho pedregoso, de una ductilidad diamantina. Y pasma que todo eso lo consiguiera con 21 años, la edad a partir de la cual, y hasta los 23, escribió la mayoría de sus poemas. Si el referente no fuese tan grande, podría decirse que Viau es el Rimbaud del Caribe. Cincela imágenes luminosas, que arrastran siempre su necesaria cuota de sombra. Canta al amor, como corresponde a un joven idealista como él. Y describe, con timbre cristalino, un mundo caótico y ensangrentado, pero también impregnado del júbilo solar del trópico, de la plenitud venérea de Quisqueya: «Traed las tazas de horchata, las bandejas de piña. / Las muchachas de pañuelos arcoirisados despliegan las bandejas del sol / (…) En los cuatro rincones del peristilo he lanzado mi puño de pistacho / y la llama no se ha extinguido. / Los niños se han bañado en las madrigueras de hojas verdes, / y los ancianos de pesadas ajorcas de caracol beben el té de orégano (…) / Traed las garrafas llenas, los guineos maduros y el agua de los jarros. / Abrid la danza, vírgenes de cuerpos cálidos de toronjil», escribe en «Traed».

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 22 de noviembre de 2019]

lunes, 2 de diciembre de 2019

Un museo estupefaciente

Hacía tiempo que quería visitar el Hash, Marihuana & Hemp Museum de Barcelona, filial del museo homónimo de Ámsterdam. Los holandeses, ya se sabe, han sido siempre unos precursores en el uso y la celebración de la marihuana. No sé por qué, intuyo que la tarde va a estar llena de curiosidades. La primera me asalta nada más salir del tren a las Ramblas: oigo a mis espaldas, oímos todos, varios "¡Viva España!" atronadores proferidos por algún patriota, quizá ante la visión de un inmigrante o un antiespañol –podemita o indepe–, o bien por mero amor a la patria, un amor que no le cabe en el pecho ni en las cuerdas vocales. No contento con ello, el previsible votante de VOX adereza su bramido con un sustantivo enclítico de honda raigrambre hispánica: "¡Viva España, coño!". La gente, no obstante, sigue su camino sin prestar demasiada atención. En la Rambla de Canaletas, observo algunas manifestaciones clásicas de la miseria –el top manta, plagado de bolsos, pañuelos y abanicos– y otras nuevas, como los mendigos que piden limosna de cara al suelo, apoyándose solo con los codos y las rodillas: es una posición yóguica que, al cabo de poco, tiene que resultar dolorosísima. Para más inri, el primer pordiosero que veo humillado así tiene el vaso del McDonalds de las monedas vacío. Luego, en la Rambla dels Estudis veré a otro en la misma tesitura, pero a este, al menos, con algunos céntimos en el platillo. Los vecinos, a todo esto, siguen a los suyo: uno, entre muchos, ha colgado en el balcón una pancarta en la que se lee: "Self-determination is a right, not a crime". La leyenda es falaz –la autodeterminación es un derecho, pero solo para algunos, cuyas condiciones no cumplen los catalanes–, pero ahí está, ondeando a los cuatro vientos, junto a esteladas y peticiones de libertad para los presos políticos. Suenan las campanas de la iglesia de Belén: son las cinco. Un par de minutos más tarde, lo hacen las de la catedral. La Iglesia debería sincronizar sus relojes, me parece. Para llegar al museo, giro por la calle Escudellers, que antes era una de la más conspicuas del Barrio Chino, plagada de figones y putas, y hoy solo acoge establecimientos de lujo: bares de diseño, hoteles ultramodernos, restaurantes con más iluminación que Vigo en Navidad. Pero en la plaza George Orwell vuelven las pancartas, que ahora ladran al ayuntamiento. Las hay colgadas en todos los balcones de una fachada, con un mismo mensaje en diferentes idiomas: "Ens quedem", "We stay", "Je reste" y "Mi casa", aunque no acabo de entender por qué la versión en castellano se aparta tanto de la línea que siguen las demás. La conclusión a la que apuntan está clara, y así lo afirma otro rótulo: "Barcelona està en venda" (esto no necesita traducción). Después, giro por Avinyó (la calle de las señoritas del famoso cuadro de Picasso, que en realidad eran meretrices) y enseguida llego a la calle Ample, en cuyo número 35 se encuentra el objeto de mi visita. Lo primero que me llama la atención es el edificio en sí mismo, el palacio Mornau, construido en el siglo XV, pero rehabilitado en 1908 según los cánones del modernismo entonces reinante en Cataluña. Tras años de decadencia y finalmente de abandono, el holandés Ben Dronkers, el fundador del museo en Ámsterdam, lo compró en 2002 para restaurarlo de nuevo e instalar la filial catalana de su invención, que hoy alberga más de 8.000 piezas y recibe a decenas de miles de visitantes al año. Entre las muchas peripecias históricas que ha conocido este palacio, la más memorable quizá sea su protagonismo en la lucha contra el francés: en ella se reunían los barceloneses opuestos a la ocupación napoleónica, aunque el 11 de mayo de 1809 se descubrió el pastel: los gabachos irrumpieron en la casa y detuvieron –y luego ahorcaron– a casi todos los conspiradores; solo el dueño, Josep Francesc de Mornau, pudo escapar, aunque tuvo que dejar Barcelona. En una pared de las escaleras que conducen a las salas donde se encuentran las colecciones, veo dos figuras santas –Dios y el Niño Jesús, conjeturo– que parecen impartir la bendición a lo expuesto; y en la alfombra granate que cubre los escalores, hojas blancas de cánnabis. El Museo hace un recorrido histórico por la presencia e importancia del cannabis sativa –el cáñamo o marihuana, también llamado maría, hierba, chocolate, costo, mierda, hash, grifa, ganja, juanita, Rosa María, Maripepa, entre cientos de nombres más– en el mundo. En la sección de pintura, se alinean los cuadros de los artistas de la edad de oro holandesa el siglo XVII– que representan a gente que bebe y, sobre todo, que fuma, y hasta a uno que orina: de espaldas al espectador, el chorrito cae en el suelo del fumadero. En la sala que habla de los usos industriales del cáñamo, atiborrada de herramientas y máquinas, se presta especial atención a su utilización en el mar y se ofrecen algunos datos interesantes. Por ejemplo, en las carabelas de Colón casi todo estaba hecho de cáñamo: los cabos y aparejos, las velas, la ropa de los marineros, las banderas; los huecos de la tablazón se rellenaban con cáñamo; y en las lámparas ardía aceite de cáñamo para que Colón pudiera leer la Biblia que lo acompañaba, cuyo papel era también de cáñamo. La conclusión es sencilla: sin el cáñamo, Colón no habría descubierto América. Quizá por eso, la torre de su estatua en el puerto de Barcelona aparece adornada por varias hojas de cáñamo. El Museo, como es natural, dedica mucha atención a los usos medicinales del cánnabis. En un almanaque parisino de 1914, la compañía de tabaco Grimault & Co pregunta: "El fumar ¿es higiénico? Seguramente que sí... Pero usando los cigarrillos indios Grimault & Co, con cannabis indica". En un póster con una foto de Bill Clinton, se lee: "Si tuviera SIDA, cáncer, esclerosis múltiple, glaucoma o depresión, fumaría cánnabis". Y no son solo estas las enfermedades para las que el cánnabis aporta algún alivio, según las últimas investigaciones: también para el insomnio, el síndrome de La Tourette, la artritis, el reuma y hasta los callos. Recorro las diferentes salas del Museo con creciente interés por sus fondos, pero también con creciente admiración por el propio edificio: en la principal, el antiguo comedor de la familia, destaca, junto a los techos labradísimos, una impresionante chimenea de motivos florales, presidida por un busto de Shakespeare al que se le ha puesto una pipa en los labios. Esta adición no es casual: cerca de la casa de Shakespeare se han encontrado cazoletas de pipas con restos de marihuana. Podría ser que sus vecinos fueran unos viciosos, pero también, y más probablemente, que aquel fuera un barrio de fumetas, y Guillermo, alguien que buscase inspiración en la hierba. Eso podría explicar algunos versos de sus sonetos: en el 27, dice que "begins a journey in my head" ("otro viaje entonces extenúa / mi mente", traduce Christian Law Palacín), y, en el 76, habla de "keep invention in a noted weed" (y todos los traductores optan pacatamente por alguna variante de vestimenta –traje, ropaje, vestuario y hasta librea, como hace el más imaginativo García Calvo–, en lugar de atreverse a traducir weed como 'hierba'). La sección literaria aporta interesantes informaciones. Es bien conocido "el club del hachís", que reunía en París, a mediados del siglo XIX, a los mejores escritores y artistas de Francia: Gautier, Dumas, Baudelaire, Nerval, Balzac, Hugo y Delacroix ahumaron sus salones. Los franceses habían descubierto el hachís en Egipto, cuando Napoleón lo ocupó en 1798. Sus soldados lo utilizaban para mitigar el estrés de la milicia y entretener las largas y calurosas jornadas en la tierra de los faraones, y se lo llevaron con ellos a casa, donde no tardó en popularizarse. Muchos otros escritores han utilizado el cánnabis para inspirarse o para soñar, desde Rimbaud hasta Walter Benjamin –que escribió un Ensayo sobre el hachís, en el que demostraba un conocimiento de primera mano sobre los efectos y propiedades de la hierba–, Hesse, Huxley, Michaux, Ginsberg –y toda la generación beat– y Burroughs. Hasta Marcial Lafuente Estefanía escribió una de sus novelas sobre el hash: Pólvora y cáñamo. En realidad, todas las artes están representadas en el Museo: la pintura, como ya se ha dicho –veo también dos dibujos de fumadores de Picasso, de los años 60–; la música, con el gran, y permanentemente colocado, Bob Marley a la cabeza (el jamaicano era el líder espiritual de los rastafaris, una confesión que profesaba devoción a la maría, como si fuera una divinidad; de hecho, para ellos lo era), pero donde también militó el genial Louis Armstrong, que dijo del hachís que era "mil veces mejor que el whisky; es una ayudante, una amiga"; y el cine, que ha producido muchas películas sobre la marihuana, como la prometedora Lujuria de marihuana Cannabis, de la maravillosa Jane Birkin. La cultura popular y el cómic ha tenido también gran repercusión. La fuerza sobrehumana de Popeye se debe, como todo el mundo sabe, a las espinacas. Pero lo que quizá no se sepa tanto es que en 1929, cuando se creó el personaje, los consumidores estadounidenses llamaban "espinaca" al hachís; y que la semilla del cáñamo se utilizaba como comida para pájaros, y el perro de Popeye se llamaba Alpiste. Además, Popeye se comía las espinacas por la pipa, lo que es un manera ciertamente extraña de hacerlo. En una vitrina veo también una lata de galletas de la afamada marca británica The Huntley & Palmer, que en los 70 decidió gastarle una broma al público: comercializó un tarro ilustrado con una idílica escena de una comida campestre en la Inglaterra victoriana, con niños, palomas y cometas, en la que, disimulados entre el paisaje y los personajes, se veía una pareja de perros copulando a un lado, una pareja de humanos copulando al otro, un bote de mermelada en la mesa en cuya etiqueta se leía "shit" ('mierda') y lo que parecen ser plantas de cánnabis entre los manzanos. El diseñador fue despedido. El Museo, como es lógico, aboga decididamente por la despenalización de la marihuana y, para ilustrar los efectos perjudiciales de la prohibición de su consumo, ha reunido en una sala diversas muestras de la irracional persecución a la que ha sido sometido. Brilla aquí con luz propia el norteamericano Harry J. Anslinger, jefe durante 32 años de la Oficina Federal de Narcóticos, adalid de la prohibición y martillo de fumetas, porreros y, en general, drogatas de toda laya. Anslinger argumentó lo siguiente ante el Congreso norteamericano para que se aprobara la Ley de Tasación de la Marihuana (un gravamen a todas las empresas y entidades que tuviesen alguna relación con la planta) en 1937: "Hay 100.000 fumadores de marihuana en los Estados Unidos y la mayoría son negros, hispanos, filipinos y actores. Su música satánica, el jazz y el swing, nace del consumo de marihuana. La marihuana hace que las mujeres blancas quieran mantener relaciones sexuales con negros, actores y demás". En otros momentos de su dilatada y memorable gestión, sostuvo que "el porro hace creer a los negritos que valen tanto como los blancos" y que "te fumas un canuto y puede que mates a tu hermano". El bueno de Anslinger está acompañado por el aliado habitual de toda manifestación de estupidez, la Iglesia: en un expositor cercano se expone un ejemplar de El Moloch de la marihuana, del reverendo Robert James Devine, luego retitulado Marihuana, ¡la asesina de la juventud!; y también por prohibicionistas de otros países, como Cuba, donde otra eminencia, Antonio Gil Carballo, publicó el libro Expendedores y viciosos. Opio, morfina, marihuana, cocaína, heroína, en el que sostenía que "el cannabis es peor que el opio, que la morfina o la cocaína (...), porque despierta las pasiones más terribles y siniestras en las personas". Visito los últimos rincones del museo –veo un traje de samurái y otro de un danzante derviche, ambos fabricados con cáñamo, y una espléndida colección de pipas, narguilés y otros aparatos para fumar o inhalar maría, algunos de los cuales, debo confesarlo, parecen instrumentos de tortura– y reparo en las plantas de cánnabis que adornan los rincones de las habitaciones, en el ejemplar de la revista Cáñamo en una mesilla del Museo y en las hojas de marihuana serigrafiadas en todas las puertas de vidrio de la casa, que crean un agradable contraste con las demás flores y plantas de las molduras y ornamentos modernistas. Curiosamente, empero, el Museo no huele a porro. Había pensado que quizá lo incensarían para que la experiencia del visitante fuera completa, pero no: es inodoro. Antes de salir, curioseo en la tienda: hay pocos artículos, todos de uso cotidiano: chocolate, jabones, aceites. Solo compro una piruleta de hash, verde, que vende la taquillera, una joven que parece muy feliz. Cuesta un euro.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Des en canto

Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979) es el mejor practicante de cierto tipo de poesía en España; más aún, es el único. En España y, aunque de esto no pueda estar seguro del todo, creo que también en el mundo. Solo por esta singularidad, que da algo de vértigo, su obra merece atención. Ha construido su trayectoria poética (es, además, robusto ensayista y diligente narrador) con cuatro libros, todos habitantes de un mismo ecosistema lírico: Latidos y desplantes (Vitrubio, 2011), Rendicción (Amargord, 2013), Tratado de entrañeza (Polibea, 2014) y, ahora, este Des en canto, publicado por la editorial hispano-chilena RIL. Martín Gijón cultiva, con radicalidad, la desarticulación de la palabra, pero no para que aparezca estallada o disuelta en la página, como expresión de la insuficiencia del discurso, la inutilidad del lenguaje o cualquiera otra de las catástrofes anunciadas por la vanguardia, sino para rearticularla con otras palabras, para inserminarla en otras voces o elementos lingüísticos y hasta tipográficos –como los sangrados y la partición de versos–, y que multiplique su sentido. Y esta es la clave: la multiplicación del sentido. Si Rimbaud afirmaba que la poesía era un largo desarreglo de los sentidos –de las facultades perceptivas–, Martín Gijón sostiene más bien que es un largo desarreglo del sentido –de las posibilidades comunicativas del mensaje–. Sus versos configuran un amasijo plurisignificante, que exige un desentrañamiento minucioso y una lectura ramificada, o, mejor dicho, que se ramifica en el acto de la lectura. Por ejemplo, este casi haikú: "(es)cribo un libro / ya es(c/g)rito / que no me deja (o/hu)ir". Cada opción de lectura, incrustada en las palabras de los versos mediante paréntesis, barras, guiones, espacios o cursivas, o una combinación de todos ellos, nos conduce a nuevas opciones, que, en su desenvolvimiento, cambian el significado de lo leído y que, una vez alcanzado el final (si es que el final se alcanza alguna vez en poesía), nos permiten volver atrás y construir un nuevo poema, o muchos. En las diez palabras de esta brevísima composición se contienen, si no me he equivocado, ocho alternativas de lectura, cuya combinación arroja dieciocho poemas posibles, cada uno de los cuales suscita, a su vez, una pluralidad de ecos y asociaciones, como compete a la buena poesía. Y eso si uno no prefiere leerlas todas al mismo tiempo, de suerte que las dieciocho opciones se fundan en una sola, sin que haya selección ni desvío: el verso discurre entonces como un gran mercancías, compuesto por vagones heterogéneos, erizados, contradictorios, incluso –podría apuntarse– deformes, pero que subraya la condición unitaria del convoy y su inequívoco, aunque desconocido, destino. Esta disposición quebrada y, al mismo tiempo, profundamente imbricada –pero imbricada de otra manera, como también incumbe a la poesía: desvelar lo otro, ser lo otro– no solo procura sorpresa, sino que nos zarandea en el acto de leer, y, por lo tanto, en nuestra posición de lectores, que siempre suponemos invariable y conforme. Como señala Antonio Méndez Rubio en el prólogo, "Me(ne)ster de poesía", "la tan menospreciada forma no se apacigua en Des en canto, no tranquiliza, no se conforma. Más bien prolifera como una célula (de/re)constructiva, compositiva, que hace del montaje una clave de desestabilización a la hora de dar cuenta de un mundo inestable, fisurado por su propio desastre. El canto se des-estructura por la fuerza de lo real...". En efecto, en Des en canto, y en todos los libros de Martín Gijón hasta la fecha, el lector nunca está tranquilo en el lugar desde el cual lee: el poeta le propone siempre vías distintas, rutas subsidiarias, para alcanzar el objetivo de la lectura, y exige su participación para que el poema exista. Sin su ojo rastreador, que se abre camino por las trochas sugeridas por los versos, y finalmente decisor, no meramente receptor, lo escrito por Martín Gijón no es sino un conjunto de signos ortográficos y vocablos aislados, cuyo sentido no se desprende de una sola y apacible aproximación. Un elemento más contribuye a esta proliferación de los textos posibles y de su sentido: la poliglosia. Martín Gijón incorpora a muchos poemas palabras de otros idiomas –inglés, francés y alemán–y practica con ellas el mismo desmontaje –y después la misma reconstrucción– que en castellano: "la grima que me das / l'arme / [¿cargada de futuro?] / über den leich(t)en / Larm / stretched / trop de mo(r)ts / zwischen uns", leemos en otro sucinto poema, con ecos de Celaya y Pound. En algún caso, el poema entero está escrito en otra lengua, como "rêvenant", en francés: "dou(c/l)eur / du s(o)u venir / inattendu". Los poemas de Des en canto no son solo breves, sino, más bien, instantáneos, nucleares: eluden el desarrollo discursivo y fían su eficacia al estallido de su forma y a su inmediato aplacamiento por el ojo reconstructor, por la lectura sedimentadora. A veces, los versos –lo que descubrimos inesperadamente en ellos– suscitan una leve sonrisa, como en "mundo real": "desv(e/a)l(a/i)miento / absoluto / do lo que creo / se re(v/b)ela des-com-puesto / es lo que ay", cuya homofonía última descubre una preocupación por el dolor, por la sinrazón de las cosas, junto con la alegría o la esperanza del amor, que recorre el poemario de principio a fin. Des en canto participa de la naturaleza lúdica del lenguaje, que es esencial en la poesía, aun en la más grave o angustiada, pero no es un mero juego: revela inquietudes existenciales y conflictos personales relevantes. El propio Martín Gijón lo confirma en otro poema poliglósico, "hermen(é/á)utica menesteros(s)sa": "con jugar no basta / el verbo / rros(s)o / arrose nos sillons // hora de levantarse". El paso del tiempo y la certitud de lo ido sume a la voz anfractuosa de los poemas en una constante lucha con la muerte, entrevista o ya experimentada, para la que solo la esperanza del tú amante ofrece el consuelo de un presente venturoso. Esto dice "reyno": "eludimos el ce(n)tro / [no] del tiempo / a quien lo quiera / mantuvimos / nuestra (fr)agilidad (t/c)allada / en la (b/r)endición de nuestros cuerpos / t / erosionados". Un aura ominosa y enigmática envuelve muchas composiciones: los poemas, pequeños bloques aparentemente herméticos, esperan la luz del desvelamiento: de la interpretación. Pero, a veces, la intervención lectora –porque eso es lo que hacemos con ellos: no solo interpretarlos, sino, en rigor, crearlos– no logra despejar esa condición cerrada, que ha sido la pretendida, justamente, por el autor. Permanecen entonces como bloques desmadejados e impenetrables, como laberintos recorridos pero clausos, como habitaciones en penumbra, sin otra escapatoria que el vacío que las rodea, como cubos inviolables suspendidos en la atmósfera. Algún raro poema sin rupturas, aunque calambúrico ("la huella / ve / posada / donde hubo / nido antaño / [–¿Habrá? / –Abre]"), convive con piezas metapoéticas, que ejemplifican una teoría exigente, casi desafiante, y con las que documentan un insólito –y gamonediano– elogio de la pobreza, como la titulada, precisamente, "des-a-sí-miento o elo(gi/j)o de la pobreza", en el que reivindica "viv(i/e)r / en el despojo". Que sea una pobreza espiritual o material ya es algo que, como casi todo en este poemario felizmente desconcertante, ha de decidir el lector.

Transcribo el primer poema del libro, "dedicálogo":

que des amparo
a la sombra de ti
que des precio
(de/a) lo que tienes
que des pecho
(de/a) lo adverso

que des gracias
a quien te hizo sufrir
que des cartas
a quien sepa ju(z)gar

que des dicha
a quien guardó silencio
que des nudos
para seguir atados
que des en tu mecer
el cuerpo sobre un abismo

que des en más cara
vida que esta
que des en canto
de lo perdido

viernes, 22 de noviembre de 2019

Girauta y la poesía

Uno de los mayores atractivos de las librerías de viejo es la posibilidad de encontrar algo especial. No necesariamente un buen libro, o una edición valiosa, o una ganga, sino, digo bien, algo especial. Esa expectativa, esa cacería callada, que promete un hallazgo revitalizador, motiva nuestros husmeos, o, al menos, los míos. El otro día entré en un Reread, una de esas tiendas, integrantes de la franquicia homónima, en la que se compran los libros a veinte céntimos, con independencia de que sean una primera edición del Romancero gitano o la última flatulencia de Ana Rosa Quintana (o, más bien, del negro de Ana Rosa Quintana), y se revenden a un precio, siempre módico, que depende de la cantidad total de libros adquiridos. En Sant Cugat hay uno, que visito habitualmente, pero el día del que hablo fue otro, en Barcelona, no lejos de casa de mi madre. Allí estaba, para mi contento, el novelista y poeta Juan Vico, otro asiduo visitador de los cementerios de libros. Charlamos un rato, pero enseguida nos dedicamos a lo que nos había llevado hasta allí. A los amantes de los libros viejos, en general, les gusta poco que los distraigan de su tarea. Tener que hablar con alguien, aunque sea un buen amigo, cuando al alcance de la mano hay estantes o pilas de libros aún por revolver, constituye una tortura que todos queremos evitar. Así pues, mientras él trincaba novelas de Anagrama y Seix Barral, yo me ocupé en hurgar en los polvorientos plúteos de la poesía. Encontré primero, con alborozo, un ejemplar de Poesía en la tierra, de Manuel Pacheco, publicado por una editorial vasca, Zero, en 1970. La breve antología costaba, como figura impreso en la contracubierta, 20 pesetas. Manuel Pacheco fue, junto con Jesús Delgado Valhondo y Luis Álvarez Lencero, el único poeta digno de ese nombre –aunque no falto de defectos– en el erial lírico que fue la Extremadura del medio siglo, anterior a las generaciones surgidas con la democracia o en los últimos años del franquismo. Tras Pacheco, di con el volumen de un poeta desconocido, pero cuyo nombre me resultaba familiar: Juan Carlos Girauta Vidal. El libro se titulaba ...Y hasta la noche tiene "todavías" y lo había publicado, en 1980, la benemérita, aunque hoy olvidada, colección La Mano en el Cajón, de Barcelona, que dirigía aquel hombre bueno, poeta fervoroso y comunista cabal que fue Florentino Huerga, y en la que habían visto la luz títulos de autores tan destacados como Félix Grande, Antonio Fernández Molina, Salvador Espriu, Lorenzo Gomis, Manuel Vázquez Montalbán, José Corredor-Matheos, José Miguel Ullán, Carlos Edmundo de Ory o Carlos Oroza, entre otros. Pero ¿Juan Carlos Girauta Vidal? Entonces caí: ¿No será este Juan Carlos Girauta el mamporrero de Ciudadanos? Desenfundé el móvil, acudí presuroso a esa enciclopedia británica de bolsillo, literalmente, que es wikipedia, introduje el nombre completo, y, zas, allí estaba la página de la santa wikipedia, informando de que Juan Carlos Girauta Vidal, nacido en Barcelona el 12 de marzo de 1961, era un político y escritor español, diputado de Ciudadanos en el Congreso (aunque, cuando escribo esto, ha perdido ya, tristemente, esta última condición). Y, en el vértice superior derecho de la página, una foto suya, mirando con esa mirada que asusta a las piedras (supongo que a algún adversario político: un abyecto indepe o un todavía más abominable podemita) desde el escaño en las Cortes. El poeta, sin duda, era él. La pregunta que me asaltó de inmediato fue: ¿cómo podía haber escrito versos, como podía haberse dedicado a la poesía, aunque fuese por error, o un pecado de juventud, un sujeto como él? Hojeé el libro. La ilustración de la cubierta es un dibujo de Antonio Beneyto, feo, como todos los suyos. El prólogo lo firma Florentino Huerga, que se empeña en llamar a Girauta "Guirauta". Y en la conclusión, afirma que ...Y hasta la noche tiene "todavías" es "el preludio de una obra madura y valiosa". Florentino era un poeta estimable y una gran persona, pero su capacidad para prever el futuro dejaba mucho que desear. En la página de wikipedia que he consultado, el poemario ni siquiera aparece entre las obras de Girauta, que empiezan por la mención de una novela –porque también es novelista–, Memoria de los días sin mar (que en su momento, 2006, le presentaron otras dos eminencias de la cultura y la política españolas, amén de faros éticos: Federico Jiménez Losantos y Esperanza Aguirre). En una página de respeto del poemario, hay estampada una dedicatoria autógrafa: "Mi pensamiento ya está para siempre ineludiblemente ligado a aquellos días que tú encendías. Recíbelo con mi amistad". No consta el o la destinataria de estas emocionadas palabras, pero sí una firma –ilegible, pero en la que puede reconocerse el esqueleto de un "Juan" al principio y de un "Carlos", o quizá un "Girauta", a continuación– y una fecha: "80". Quiero pensar que es la rúbrica del autor; necesito que lo sea. Los poemas valen poco, o nada, pese a los juegos vanguardistas con que Girauta aspiraba a iluminarlos, que incluyen hasta un breve caligrama, y las invocaciones a André Breton. Pero alguno ya demuestra una de las más duraderas obsesiones de su autor: las banderas; en su caso, la bandera española. En "Banderas aún", reitera estos versos a lo largo del poema: "Se ha consumido el tiempo / de enarbolar banderas", pero lo concluye con estos otros: "Cantemos que aún es tiempo de enarbolar banderas". Y, en efecto, esto es lo que han hecho Girauta, su admirado Albert Rivera y todo Ciudadanos a lo largo de estos años: enarbolar una bandera, y atizar con ella a los que enarbolaban otra (que, a su vez, querían descalabrarlos a ellos con la suya). En Cataluña, hay una bonita fiesta popular llamada ball de bastons, una danza en la que se entrechocan bastones, simbolizando una pelea entre dos bandos. Qué coquetón es también el ball de banderes que practican los patriotas de uno y otro signo, y en el que ha brillado con luz propia el propio Girauta, ducho en el garrotazo con el asta. ...Y hasta la noche tiene "todavías" presenta otra curiosidad: incluye un poema en catalán, "Mar de tres horitzons". Curiosamente, también acaba con una alusión a las banderas: "...I els velams seràn (sic) fets / de banderes perdudes" ('...Y los velámenes estarán hechos / de banderas perdidas'). Pero sigo haciéndome la pregunta que me he hecho antes: ¿cómo ha podido alguien como Girauta escribir versos?; una pregunta que comparte el asombro con el que Paul Celan recibió la noticia de que algunos nazis eran poetas: "Esa gente ¡escribe versos!", escribió, o más bien gritó, en una carta estupefacta. Recobro, no obstante, poco a poco, la lucidez, si es que la tengo, y me doy cuenta de que una pregunta así solo puede provenir de un prejuicio adolescente: el que cree que la poesía está reservada a los mejores espíritus, el que vincula poesía e inteligencia, poesía y sensibilidad, poesía y bondad. Uno piensa, con error manifesto, con groserísimo error, que a la poesía solo pueden dedicarse las almas excelentes, la gente superior. Y, aunque me basta con mirarme cada mañana al espejo para saber, sin asomo de duda, que eso no es así, sigo albergando esa injustificada confianza; pese a que mi relación con el gremio aturullado de los poetas hace mucho que me confirmó que en él abundan –como en todos, por otra parte– los imbéciles y los desalmados, continúo creyendo que la poesía constituye alguna suerte de salvoconducto a la sublimidad. Y eso acaso es así porque mi padre, que era un hombre de antes de la guerra, aferrado todavía a la idea de que quien escribía libros revelaba una virtud elevada y merecía un respeto reverencial, me inculcó esa admiración inmune a los desmentidos de la realidad. Lo único que demuestra el cultivo de la poesía es que quien la practica está dotado de una mayor capacidad verbal que la mayoría de sus conciudadanos, y que participa de alguna inquietud creativa, que ha encontrado en la literatura un cauce adecuado para manifestarse. La poesía no demuestra ninguna superioridad moral, ni mucho menos ninguna agudeza intelectual. En otra entrada de este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2016/12/poetas-dictadores.html) he hablado de la amplia nómina de dictadores poetas de la historia, desde Mao Tse Tung hasta Radovan Karadzic, y no voy a extenderme sobre este terreno tan viscoso. Solo manifiesto mi sorpresa –salvando las distancias entre Girauta y, digamos, Stalin, aunque ambos adorasen las banderas– por que alguien que ha probado, aun con un producto tan juvenil y defectuoso como este ...Y hasta la noche tiene "todavías", que no es ajeno al lenguaje saturado de sentido, como decía Pound de la poesía, se haya entregado después al berrueco de las consignas, al lodo de los argumentarios y las doctrinas, a la vaciedad de los lemas de campaña, por no hablar de la mugre de la manipulación o la mentira; en suma, al no-lenguaje de la política. Aunque, de nuevo, la realidad acude pronto a iluminarme con sus tinieblas, y yo lo acepto: así son las cosas, aunque me resulten incomprensibles. Porque no solo Girauta ha recorrido el sorprendente camino que va del verso a la patriotería y la intemperancia. Muchos otros lo han hecho. Por ejemplo, uno de sus mentores, el inenarrable Federico Jiménez Losantos, que ha expelido poemas –publicados estos, además, nada menos que en Pre-Textos– mientras se convertía en el mejor insultador de España y llenaba las ondas de la basura que le rebosaba del cráneo.