La Navidad promueve las rutinas, esto es, la repetición de ciertos gestos o acciones. La mayoría son detestables (como acierta a cantar Eric Idle en https://www.youtube.com/watch?v=FOg7aPNLLG0), pero algunas resultan placenteras, como el encuentro con personas a las que se quiere y, en cambio, se ve poco o nunca. Yo suelo pasar por Madrid varios días en estas fechas, por razones familiares, y aprovecho para desayunar, hacer el aperitivo o merendar (las comidas y cenas están gravemente reservadas a los parientes) con buenos amigos que viven en la capital y con los que difícilmente tengo un rato tranquilo de charla a lo largo del año. Uno de ellos es Mariano Peyrou, un excelente escritor y un gran amigo desde que nos conocimos en un viaje que hicimos a Colombia, hace muchos años ya, invitados a la Feria Internacional de la Poesía de Bogotá. Nos reunimos en el Café Comercial, aprovechando que el mítico bar ha reabierto hace poco, tras su abrupto cierre en 2015 (que motivó una entrada en mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra: http://eduardomoga.blogspot.com.es/2015/07/el-cafe-comercial-y-otros-cafes.html). Llego con alguna antelación (o Mariano con algún retraso) y reparo en el nuevo aspecto del local. Como en otros casos parecidos (por ejemplo, el Café Zúrich de Barcelona), el cierre ha supuesto una reforma profunda, pretendidamente respetuosa con la estética tradicional. Ese respeto, sin embargo, no le ha devuelto el encanto decimonónico y desvencijado del viejo establecimiento. Hay bares centenarios —el Comercial es el más antiguo de Madrid— a los que parece consustancial la vetustez y hasta la mugre, y en los que uno no imagina a otros camareros que a aquellos de camisa blanca (con lamparones), pajarita negra (de un negro desvaído), servilleta (pringosa) en la muñeca y mala leche general que te servían el cortado o la tostada con la misma alegría con la que habrían recibido una patada en los testículos. El Café Comercial de hoy, renovado hasta los cimientos, luce lámparas halógenas, veladores de calidad y decoración contemporánea, y a la entrada te recibe, tras un mostrador informatizado, una, no sé muy bien cómo llamarla, maîtresse o jefa de sala o recepcionista, que te pregunta cuántos sois y te dirige a la mesa elegida (por ella) o te hace esperar a que alguna quede libre, como en los restaurantes de postín. La maîtresse —elijamos esta opción— no es española, sino rumana, según creo, y ningún camarero es tampoco compatriota: todos son hispanoamericanos. El proceso de sustitución del personal de los locales de ocio o restauración por trabajadores extranjeros se ha cumplido también aquí. Se conoce que servir mesas ya no es algo que los españoles quieran hacer —al menos en España; en Londres, en cambio, ejercen la camarería con devoción casi religiosa y sin rechistar—, y son los empleados foráneos los que están encantados de ocupar su lugar. En el Café Comercial de ahora ya no está, ya no puede estar Tomás Segovia: murió hace seis años. Pero sospecho que, si aún viviera, tampoco vendría: esto es demasiado común, a pesar de sus ringorrangos de diseño, demasiado posmoderno, demasiado frío, como para que disfrutara de ello. Antes, en el Comercial antiguo (y cochambroso), lo habíamos visto muchas veces, solo, en una mesa lateral, escribiendo a mano en un cuaderno, y abismado en la escritura, con el pelo blanco tendiendo una suerte de cortina a ambos lados de la cara. Nunca le dijimos nada, a pesar de la admiración que ambos sentíamos por él, porque el pudor nos lo impedía y porque no se interrumpe a un genio cuando está trabajando. Y allí se quedaba él, garabateando versos o notas o lo que fuera, mientras Mariano y yo charlábamos. Me malicio que a Tomás tampoco le habrían gustado las frases con que los nuevos gestores del Comercial han querido subrayar la raigambre literaria del establecimiento. En algún caso, la anodinia del aforismo sorprende y hasta deslumbra: "Vivir es un asunto privado". Pues claro. Solo un cierto sesgo crítico —la reinvindicación de la privacidad frente al patio de vecinos planetario en que hemos convertido a las redes sociales, y ellas a nosotros— puede justificarla. En otros rótulos, la máxima pretende ser ingeniosa, pero solo es mema: "Bibir es beber con los que viven". Todas aparecen firmadas por "R. S.", que no me extraña que solo las haya rubricado con las iniciales. Mariano me cuenta algunos de sus últimos lances editoriales y literarios. De él me admira —siempre lo ha hecho— una inteligencia a la que ninguna componenda o simulación parece escapar. Mariano Peyrou es un detector implacable de realidades, a las que despoja de su caparazón o tramoya lingüísticos y deja desnudas, sin aspavientos, a la luz de la ironía y la razón. Quizá algo tenga que ver con eso el hecho de que naciera en Buenos Aires, aunque llegase a España de muy niño, y tuviera una madre psicoanalista (y un tío abuelo, Manuel Peyrou, que se contaba entre los pocos amigos íntimos de Borges). Siempre consciente de lo que subyace a eso que decimos o hacemos —y también de lo que dice o hace él—, su conversación es un sinuoso recorrido por las emociones y las contradicciones, punteado por el esplendor de lo mismo que destripa: el lenguaje. Claro que esa penetración en lo que nos camufla y tranquiliza implica, a veces, una cierta aspereza (que sería violencia si no estuviera contrapesada por la bonhomía y la fragilidad), pero eso le da a él un encanto agridulce, tan ríspido como seductor. Recuerdo cuando, en aquel festival bogotano en el que nos conocimos, empezó su turno en una lectura colectiva, en la que intervenía último después de que los seis o siete (malos) poetas que lo habían precedido hubiesen ocupado mucho más tiempo del que les correspondía, espetando: "Gracias por venir y, sobre todo, gracias por esperar...". También cuando, en otra lectura, esta en un local de las Vistillas de Madrid, expuso su parecer sobre lo que había dicho uno de los asistentes, un profesor universitario de literatura caracterizado por su gordura y su estupidez. El profesor gordo y estúpido quiso pegarle. Es divertido Mariano. Divertido y sentimental, como casi todos los que han hecho del idioma un instrumento de disección, así en la vida como en la poesía. A Mariano se le atrapa por el cariño, por la amistad constante y sin prejuicios, por la tenacidad en el amor. Y, una vez atrapado, ya no se moverá de una intimidad lúcida y delicada, cuyo ejercicio es, por suerte, independiente del tiempo y la distancia. Mariano es, además, un magnífico poeta, de una trayectoria que ya empieza a ser dilatada, que en 2016 se estrenó en la novela, con De los otros. Yo he reseñado dos de sus poemarios: A veces transparente, en 2005, en Cuadernos Hispanoamericanos, y Estudio de lo visible, en 2009, en el Periódico de Poesía, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dejo aquí, del primero, "Preparación para una despedida":
A lo mejor encuentras aquí tu dosis
de tradición. No estoy hablando en clave,
solo digo lo que no hay.
Llévatelo todo. Cualquier mañana me va bien
si dispongo de un buen vestuario
y la respiración no falla. Tengo que agradecer
a mucha gente, tanta que ellos saben
quiénes son. También está la culpa,
el deseo por alguien que duerme al lado
o desea como si durmiera. Y me pesan la muerte
y otras enfermedades. Fue tan hermoso
como lo que está por acabar.
A lo mejor encuentras aquí tu dosis
de tradición. No estoy hablando en clave,
solo digo lo que no hay.
Llévatelo todo. Cualquier mañana me va bien
si dispongo de un buen vestuario
y la respiración no falla. Tengo que agradecer
a mucha gente, tanta que ellos saben
quiénes son. También está la culpa,
el deseo por alguien que duerme al lado
o desea como si durmiera. Y me pesan la muerte
y otras enfermedades. Fue tan hermoso
como lo que está por acabar.