martes, 28 de noviembre de 2017

Extraor(di)n(ario)

Los diarios, cuando son buenos, están mucho más cerca de la vida, son más vida, que cualquier obra de ficción, por brillante que esta sea. La literatura importa en la medida en que nos permite intensificar la conciencia, experimentar con mayor hondura el dolor y la maravilla de vivir: sentir más, ser más. Con Cuidados paliativos, ganador del XXIII Premio Café Bretón & Bodegas Olarra y publicado por Pepitas de Calabaza en 2017, el poeta y ensayista José Antonio Llera (Badajoz, 1971), consigue despabilar la conciencia mortecina con una sucesión de apuntes sin ubicación ni fecha, de extensión variable (desde el equivalente diarístico del monóstico, una frase: «Más Heráclito y menos Prozac», hasta apuntes de varias páginas), sostenidas por un fuerte espinazo crítico, un no menos vigoroso espíritu lírico y una prosa afilada, elegante y expresiva. La falta de datación, el mero sucederse de las entradas –solo agrupadas en una sección liminar y seis partes sin título, que quizá correspondan a seis años–, las sitúa en un espacio ambiguo, felizmente indeterminado, en el que pueden leerse como crónica e incluso como relato, pero también, a veces, como poema en prosa. Los temas en los que Llera pone el foco –aquello de lo que quiere hablar, porque el diario no obliga a contarlo todo, ni siquiera a ser sincero– son múltiples. Una parte importante está dedicada a la rememoración autobiográfica, con escenas de una infancia recordada, para su nostalgia o (regocijada) deploración. Otra se ocupa de la reflexión sobre la literatura y sobre el mundo de la literatura, que es una cosa muy distinta, con juicios siempre personales e iluminadores: «¿La poesía de Paul Celan? Un butrón en lo más difícil de la piedra, en el lóbulo que no se ve, y acupuntor». Otra, en fin, ausculta la realidad inmediata, la cotidianidad, si se quiere, de alguien que trabaja, y tiene familia, y ve la televisión, y va al cine, y le gusta el baloncesto: la panoplia de observaciones es aquí amplísima y sorpresiva. Reducen –o represan– la heterogeneidad de este caudal de anotaciones dos rasgos estilísticos. El primero es el impulso poético –el último libro de versos de José Antonio Llera es Transporte de animales vivos, publicado por Aristas Martínez en 2013–, que impregna muchas entradas de una polisemia y una potencia insólitas. Pero no se trata solo de que lo poético cincele la dicción; es que todo Cuidados paliativos aparece punteado de analogías perturbadoras, de radicalidad lingüística, de afán transgresor: «Todo lo que no puede ser, lo imposible, lo que se desnuda y se cierra, eso que nos da la mano, niña en el bosque que nos conduce al cadáver de Rilke, moscas sobre sus bigotes rubios, moscas que juegan a un arte adivinatorio desconocido. Y no pudo ser la parra de las uvas verdes, porque lo imposible se ha parado en medio de las peluquerías y los bingos, en mitad del látex y de la fortuna. Si lo posible llevara máscara o tachuelas, me vestiría de soldado eterno». Por otra parte, Llera gusta de la ironía y, en ocasiones, se da a la sátira –su interés por la comicidad se ha plasmado en sendos estudios sobre el humor en La Codorniz y en la obra de Julio Camba–. El humor recorre Cuidados paliativos, aun sus entradas más melancólicas, que son muchas, pero nunca se desborda: cierta retranca anglófila, cierto pudor sutil, impiden el exceso. Escribe, por ejemplo: «Hace unas semanas, en la cafetería de la UCM, me topé con el que fue mi profesor de Filosofía en la Universidad de Extremadura, Isidoro Reguera (…). Tenía un color saludable, como de codillo alemán. Es de agradecer que no haya terminado como Javier Sádaba». Las palabras de Llera siempre parecen las más adecuadas para decir lo que dice, y ese es un indicio inequívoco de calidad. Hay un esfuerzo –pero un esfuerzo ingrávido, natural– por proscribir toda cartilaginosidad, por que la imprecisión y la flaqueza no minen un pensamiento coagulado en palabra. Uno lee este diario y ve lo dicho. La exactitud repuja la idea hasta casi lo insoportable. Pero es una insoportabilidad hipnótica. La verdad de una existencia única, sangrante, asombrada, se nos viene encima como un alud de alfileres. Y, clavándosenos, nos vivifica.

[Reseña publicada en Quimera, nº 407, noviembre de 2017, p. 63].

viernes, 24 de noviembre de 2017

El odio (y sus delitos)

Tengo una amiga que dice que "odiar mola". A ella le ha servido, según me cuenta, para encontrar la energía suficiente como para superar una muy difícil situación personal. El odio ha sido, pues, en su caso, el combustible que ha propulsado la máquina, por aguas procelosas, hasta su puerto de arribo. Pero yo no estoy tan seguro de que odiar sea agradable o provechoso. De hecho, creo que es un sentimiento pedregoso y estragante, que te deja los adentros como un páramo, aunque recaiga en alguien (o algo) que se lo merezca. El odio es una niebla negra que recubre el mundo interior y, a veces, también el exterior: cegados a la realidad, nos hace atender solo a nuestro retorcido élan, a la realidad contrahecha de las injurias que creemos haber sufrido o a las injusticias que advertimos (o inventamos). No obstante, el odio, para bien o para mal, forma parte de nuestro patrimonio afectivo: es un sentimiento humano ineludible. Y, si está ahí, es porque algún servicio nos presta, o nos ha prestado, para llegar a donde estamos. En el caso de mi amiga, ya lo he dicho, le ha proporcionado el impulso necesario para sobrevivir al naufragio: odiando a los responsables del desastre, de su desastre, y queriendo demostrarles que no la habían derrotado, ha conseguido superarlo. Bien está. Pero también en muchos otros casos el odio obedece a una inclinación positiva. Porque, en realidad, lo que hay que deplorar no es odiar, algo irremediablemente unido en el hipotálamo al deseo y la supervivencia, sino qué se odia. Odiar a alguien por ser negro, judío, musulmán, mujer, homosexual... es abominable. Pero odiar algo inventado por los hombres, sus comportamientos e idearios, como el racismo, el antisemitismo, la islamofobia, el machismo o la homofobia, además de buenísimo, es muy necesario. Yo odio a Hitler y al nazismo, a Stalin y al estalinismo, a Mao y al maoísmo, por hablar solo de regímenes políticos, y, aunque me reconozco inflamado de aborrecimiento, no me siento culpable por ello. Odio la brutalidad que practicaron, el sufrimiento que infligieron y las muertes que causaron. Es más, creo que todas las personas decentes lo hacen, o deberían hacerlo. Pero también odio a quienes matan a mujeres, y a quienes insultan, maltratan, encarcelan o incluso ejecutan a homosexuales, y a los que abusan de niños, y a los supremacistas blancos, y a los terroristas del Estado Islámico (y a algunos otros, como Raphael o Cristiano Ronaldo, pero reconozco que a estos no puedo ponerlos a la misma altura que los anteriores: son debilidades mías). La lista es larga, y cada cual puede completarla con los movimientos, personajes o conductas que le parezcan más execrables. Cuando el odio se proyecta así, es personalmente reconstituyente y socialmente saludable. Sin embargo, hay que ser cuidadoso deslindando ambas caras del odio: la que supone una aversión moralmente injustificable, porque no tiene que ver con el hacer o el pensar de los hombres, sino con su mera existencia, y la que constituye una deseable barrera contra esa misma aversión. En la sociedad española, y en otros países occidentales, se han extendido las iniciativas contra el odio, y todo parece estar amenazado de ser una incitación al odio o un delito de odio. La generalización no me parece acertada: que el odio se erija en un criterio de enjuiciamiento de las conductas reprobables cada vez más frecuente e importante; esperemos que no acabe siendo el único introduce un elemento resbaladizamente subjetivo (o sentimental) en el debate público y la aplicación del Derecho, como lo es también la apelación a la ofensa que hacen tantos creyentes en una u otra fe, o miembros de determinados grupos de interés, o individuos con una sensibilidad exacerbada, para silenciar o represaliar a quienes los critican. La ley española establece que son delitos de odio aquellos actos de agresión u hostilidad contra una persona, motivados por un prejuicio basado en la discapacidad, la raza, origen étnico o país de procedencia, la religión o las creencias, la orientación e identidad sexual, la situación de exclusión social y cualquier otra circunstancia o condición social o personal (así lo resume el Ministerio del Interior en su página de "Servicios al ciudadano", aunque no habla de "actos de agresión u hostilidad contra una persona", sino de "incidentes que están dirigidos contra una persona": yo pensaba que los incidentes eran cosas que sucedían, sin intervención necesariamente de las personas, o altercados entre estas, pero no acciones deliberadas para denigrar a perjudicar a unos u otros). Yo preferiría que no se englobaran supuestos y destinatarios tan dispares bajo un concepto tan escurridizo como el de odio, y que se recondujeran las conductas enjuiciadas, para determinar qué reproche penal merecen, a su propio y estricto ser: si se ha insultado a un inmigrante por serlo, júzguese por injurias o atentado contra el honor; si se ha agredido a un transexual, por lesiones y daños; si se ha matado a una compañera o excompañera sentimental, por homicidio o asesinato. Determinar los prejuicios de las personas, y si estos prejuicios han motivado o no sus actos, es algo tan indefinible como arriesgado. Todos tenemos prejuicios aunque algunos luchemos denodadamente por quitárnoslos de encima y todos podemos vernos arrastrados por ellos. Los prejuicios forman parte, en cualquier caso, del bagaje intelectual pernicioso, sí, pero bagaje y de la configuración de la conciencia de las personas. Y ni el pensamiento ni los sentimientos delinquen. Además, y esto me parece fundamental, los delitos de odio, tal como están configurados al menos en la legislación española, pueden abarcar la crítica racional, por acerba que sea, de ciertas ideologías o comportamientos derivados de ellas. ¿Reprobar el papel otorgado a la mujer en las sociedades musulmanas o en los colectivos de inmigrantes de ese credo puede constituir un prejuicio basado en la religión y, por lo tanto, un delito de odio? ¿Y censurar las prédicas intolerantes de algunos imanes? ¿Y reírse sí, reírse del misterio de la Trinidad, o de la inmaculada concepción, o de la resurrección de los muertos, del cristianismo? ¿Y calificar de burro a quien comparta la creencia de que la Tierra es plana, o de que el hombre nunca ha llegado a la Luna, o de que Walt Disney está congelado para que reviva cuando la ciencia sea capaz de vencer a la muerte, o de que Elvis Presley, John F. Kennedy y Michael Jackson viven, alegres y rozagantes (y con sus amantes respectivas), en una isla del Pacífico? ¿Esas creencias también están protegidas frente al delito de odio? ¿Y el último e indeterminado inciso de este delito "cualquier otra circunstancia o condición social o personal" significa que, por ejemplo, podríamos ser acusados de cometerlo si llamamos torturador a alguien que reúna la condición personal de torturador, o si vituperamos a alguien en quien se dé la circunstancia de ser un evasor de impuestos, o de haber quebrado fraudulentamente una empresa, o contaminado por negligencia un río o la costa de una provincia entera? La lista, aquí, de nuevo, es interminable, y no siempre tranquilizadora. De las religiones, en particular, cabe recordar que casi todas y, desde luego, las tres monoteístas se asientan en libros sagrados y textos doctrinales, que, como tales, se ofrecen al escrutinio y la evaluación de las personas, y que la fe de quienes los consideren la palabra de Dios no puede imposibilitar la crítica de quienes los tengan solo por obras humanas y los enjuicien en consecuencia. El odio no es despreciable si se odia lo que merece ser odiado. Pero el ejercicio racional contra los cuerpos doctrinales y la crítica justificada a ciertos comportamientos y pautas sociales no puede ser considerado odio. El odio es un sentimiento humano que puede ser muy nocivo, pero que, investido de ciertos valores, nos precave contra el autoritarismo y la crueldad. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

En Málaga, con Gerald Brenan y Rafael Pérez Estrada

La Fundación Rafael Pérez Estrada, de Málaga, me ha invitado a leer poemas hoy en el II seminario "La imaginación" que coordina Jesús Aguado. Lo haré en la misma sesión en que hable Juan José Millás sobre su última novela, Mi verdadera historia. Cuando llego a la sede de la Fundación, en la casa de Gerald Brenan, en Churriana tras una carrera por una de esas feas autopistas que, en todas las ciudades del mundo, unen el aeropuerto con los núcleos de población, aún está cerrada. Hago tiempo tomándome un café con leche y una tartaleta de frutas puede parecer gula, pero es que hoy no he comido en una pastelería cercana. Para los seres lingüísticos como yo, cualquier lugar, por humilde que sea (o quizá, precisamente, por ser humilde), es bueno para experimentar los placeres y anfibologías del lenguaje. Cuando la camarera, una señora opulenta, me pregunta qué tartaleta prefiero, le señalo una de las que se exponen en el escaparate, con dos enormes fresas emergiendo de la nata, y le respondo: "Esa, la que las tiene más grandes". Solo cuando ya lo he dicho reparo en lo equívoco de la contestación. Ya sentado en la mesa, masticando aún la mirada suspicaz que me ha lanzado la camarera, leo un cartel pegado en la pared: "Salón de ocio infantil. Autoservicio (previo pago anticipado)", como si pudiera haber un pago previo posterior. La Fundación abre por fin a las seis: lo hace gracias a un conserje que llega sin aliento de otro trabajo que tiene en Cártama. En el muro, cerca de la entrada, hay una hornacina con la imagen de una virgen orlada de flores. El amable conserje me permite dejar el equipaje en un despacho que está en la azotea del edificio, y luego espero a Jesús y Millás visitando la casa de Brenan. Aquí vivió el autor de El laberinto español desde 1935 hasta 1969, más que en ningún otro lugar de España. Hoy esto es un barrio populoso, pero, cuando Brenan se estableció entre estas paredes, aquí solo había campo. Y desde ellas oyó el fragor de la batalla de Málaga en la Guerra Civil, a la que siguió la masacre de la carretera que iba a Almería, en la que los bombardeos franquistas mataron a 5 000 personas, la mayoría civiles, que huían del conflicto. Veo en una sala la máquina de escribir marca The Society con la que escribió Al sur de Granada y El laberinto español y el tocadiscos en el que le gustaba escuchar ópera y jazz. (Jesús me hará notar luego que en una vitrina-librería se conservan algunos ejemplares valiosísimos sobre la India y las culturas orientales. Lo hace con el mismo brillo en los ojos que refulge en los de Drácula cuando divisa el cuello de porcelana de una joven, entrecruzado de venas azules). Jesús y Millás llegan poco después. Me abrazo con el primero y le estrecho la mano al segundo, que no se acuerda de mí, aunque nos conocimos y comimos juntos en el encuentro anual de clubes de lectura del año pasado en Villanueva de la Serena; tampoco, claro está, de los dos libros que le regalé. Como aún falta un rato para que empiece el acto, decido visitar la exposición de dibujos de Pérez Estrada que ha comisariado Jesús. Una gran fotografía del poeta preside la sala. Bajo su mirada levemente guasona, enmarcada por unas de aquellas gafas cuadradas de pasta que se desmoronaban por toda la cara, típicas de los 70 y 80, me envuelven enseguida su explosión imaginativa y su delicado surrealismo, plagado de animales fabulosos, como el tucán estilográfico, el pájaro mesa o el cagalunas o perro astral, personajes imposibles, como el intrépido domador de caracoles, y sus detergentes variaciones sobre la figura del obispo: uno ofrece martinis; otro tiene una pata de cangrejo; otro es un lepidóptero episcopal. Ya en el acto, Jesús y Millás charlan sobre el libro de este. Juan José Millás responde con ingenio e impasibilidad, a lo Buster Keaton. Su contenida ironía suscita la contemplación embelesada de algunas señoras del público. (Pienso, por cierto, cuántas personas de este público se marcharán cuando acabe la intervención de Millás y empiece la mía. Pero Jesús se ha anticipado a mi preocupación y ha diseñado el acto de forma que se pase sin pausa de uno a otro escritor: es listo). Me llama la atención que, en el libro del que trata la conversación, Mi verdadera historia, un hijo escriba porque su padre lee, y para ganar su aceptación: es mi caso. Tendré que leerlo, aunque lo que me gusta de Millás son sus artículos, no sus novelas. Observo también que este calza zapatos MBT, como yo, aunque con una curva menos pronunciada: otra coincidencia, que no sé si significa algo. Mientras habla, leo algunas inteligentes frases de Brenan impresas en las paredes: "Los poetas y los pintores están fuera de la sociedad y forman una clase social propia, como los gitanos o la gente de circo". Leo yo después un puñado de poemas, con razonable aceptación por parte del público, me parece; saludamos tras el acto a la familia de Pérez Estrada, que nos ha escuchado a todos desde la primera fila de butacas; me presentan a Ángelo Néstore, un encantador joven italiano que acaba de ganar el premio Hiperión (después de haber aprendido español con 20 años; ahora tiene 31); y, por fin, Jesús, Cristina, responsable de la Fundación, y yo nos vamos a cenar. Millás prefiere hacerlo por su cuenta. Pedimos chipirones con arroz, ensaladilla rusa, croquetas y un buen tinto de la tierra en una terraza justo delante de la casa natal de Emilio Prados (Strachan, 7), que sigue siendo una nota a pie de página de la generación del 27, pero que es uno de mis poetas favoritos de ese grupo sin parangón. Hago constar que Jesús, al que he mencionado varias veces en este diario como un notable zampador, me desmiente hoy y come poco y como con reticencia. Pasa por la calle una negra inmensa con una bandeja llena de pulseras y abalorios en la cabeza: la lleva sin sujetarla, solo con el cimbreo de su cuerpo lorzoso, como hacían las mujeres antiguamente o todavía hoy en África con los fardos de ropa o los cántaros de leche o agua. Tras la colación, acompañamos a Cristina a su casa y luego regresamos Jesús y yo al hotel, que es también un bingo. Desde la recepción se oyen los números. Por fortuna, desde las habitaciones no. A la mañana siguiente, pienso en visitar el museo Picasso de la ciudad, pero cambio de idea en el último momento. Llevo tiempo sin visitar Málaga, así que opto por pasearla y callejear. Me agrada comprobar que el paseo del Parque, lleno de palmeras altísimas, que conforman una densa cubierta vegetal, rinde homenaje a los poetas: al premodernista Salvador Rueda, que era del terruño; al universal Rubén Darío; y a Juan Ramón Jiménez mediante una estatua de bronce de su inmortal Platero, en una zona de juegos para niños. (El tributo a los poetas se extiende a alguno que me es completamente desconocido, a pesar de su condición de ilustre, según la placa que lo conmemora, como Narciso Díaz de Escovar, al que Santa Wikipedia cataloga de "polígrafo y cronista oficial de Málaga"). La Fuente de los Amorcillos, con un alegre rumor de agua, se dispone entre los bustos y monumentos. En Málaga, como en Mérida, conviven un teatro romano y una alcazaba árabe; y, también como en Mérida, el legado cristiano se afirma taxativo y barroco: delante del teatro y la alcazaba se encuentran dos hermandades de la ciudad: la del Santo Cristo Coronado de Espinas y Nuestra Señora de Gracia y Esperanza, y la Real Hermandad de Nuestro Padre Jesús del Santo Sepulcro y Nuestra Señora de la Soledad. Además de hermandades de nombres laberínticos, en Málaga abundan los restaurantes y tiendas para turistas, aunque en noviembre no estén muy concurridas: en algunas zonas, no hay otra cosa. (También menudean las banderas españolas en los balcones y fachadas, pero sospecho que esta es una erupción transitoria y general). Paseo por la hermosa plaza de la Merced, con su monolito central en homenaje a los liberales ejecutados tras el pronunciamiento de Torrijos en 1831, paso por delante del museo Picasso (y me ratifico en la decisión de no visitarlo: rebaños de turistas esperan para entrar) y arribo a la plaza del Obispo, frente a la catedral, con su bellísimo palacio episcopal, rojo, amarillo y gris. Me resisto a entrar en la seo, porque no me gusta pagar por visitar los templos (además de que este está inacabado, con lo que me parece que no me están dando el producto en condiciones por el dinero que aporto), pero esta vez cedo. Dentro, descanso de la caminata las iglesias sirven al reposo, ciertamente, pero, en mi caso, nunca es espiritual, sino físico y disfruto de la contemplación del altar mayor y, sobre todo, del coro y la deslumbrante carpintería barroca de Pedro de Mena. Luego, compro El País me cuesta encontrarlo: en todo el recorrido de hoy solo he dado con un quiosco, refugiado en el portal de una vivienda, en la calle Larios: la prensa escrita está desapareciendo y me despido de la mañana, de una buena mañana, leyéndolo en una terraza de la calle Bolsa, mientras chupo una cerveza XXL debajo de un magnolio.

martes, 14 de noviembre de 2017

Tendencias del lenguaje

Trabajar en algo que te obliga a leer muchos libros y manuscritos permite comprobar el nacimiento, progreso y, en ocasiones, consolidación de ciertas tendencias lingüísticas, es decir, de ciertas tendencias de los hablantes, que son los amos del lenguaje. Hoy quiero señalar cuatro que llevo constatando mucho tiempo. En algún caso, es una corriente creciente, con visos de definitiva (aunque en el lenguaje, considerado con la suficiente perspectiva, no haya nada definitivo); en otros, es una pugna derivada de un cambio normativo, cuya resolución, incierta, aún se hará esperar. 

El primer caso es el de la sustitución del verbo "oír" por "escuchar" y, en consecuencia, la práctica desaparición del primero. Ya nadie oye: todo el mundo escucha. El otro día, en la tele (yo soy ya lo bastante provecto como para seguir viendo la televisión, algo que ningún joven hace ya en el mundo), oí y nunca mejor dicho a un sordo que se quejaba de que había ido a un ambulatorio a que lo atendieran de una dolencia, pero, como las llamadas al público se hacían por megafonía, y no por otros medios, como la lengua de signos o los mensajes escritos, él no había escuchado nada "yo eso no lo escucho, no lo escucho...", repetía, amargamente y se había pasado esperando un montón de horas, con el malestar correspondiente y el agravamiento del problema que lo había llevado al dispensario. En realidad, el pobre sordo sí escuchaba, pero, por desgracia, no oía. La gente escucha cosas inescuchables, como un trueno, un disparo, el teléfono o el despertador. Y son inescuchables porque no permiten la audición consciente: el sonido se produce de repente, por lo general, de forma instantánea, y alcanza nuestros oídos con independencia de nuestra voluntad, que es lo que caracteriza a la escucha: la intención de oír y de aprehender lo oído, la atención a lo dicho o emitido. Supongo que el motivo de esta sustitución no es otro que un hecho tan nimio como que "escuchar" tiene cinco letras y una sílaba más que "oír", porque ya se sabe la importancia que los hablantes sobre todo, aquellos para los que es fundamental que el lenguaje afiance su posición de poder ante los auditorios, como los políticos o los colectivos profesionales de prestigio: médicos, juristas, altos funcionarios otorgan a las palabras largas: una palabra larga derrotará siempre, en el uso actual del idioma, a una palabra corta, cuya cortedad se asocia con la irrelevancia y la plebeyez. Una palabra corta no tiene nada que hacer ante un rotundo, prestante, prolongado, jerigónzico y casi siempre innecesario polísílabo. Y así le va al pobre "oír", del que ya casi nadie se acuerda. Su desaparición supone la desaparición de un matiz, de un trazo singular en el multifacetado lienzo del lenguaje, de una delicada decantación de la relación del ser humano con los estímulos del mundo. (Los matices se desvanecen sin cesar: otro que está haciendo mutis por el foro es la diferencia entre "deber", que indica obligación, y "deber de", que señala probabilidad: casi nadie la respeta; diría incluso que casi nadie la conoce ya). Y eso, aunque parezca muy poca cosa, debería preocuparnos: todo cuanto elimine las diferencias y homogeneice el discurso, privándonos de una relación más rica con el entorno y con nosotros mismos, es negativo. 

El segundo fenómeno que quiero consignar es la progresiva sustitución de los artículos por los adjetivos posesivos. Aunque compruebo la realidad de esta tendencia en casi todos los manuscritos a los que me asomo, recurro de nuevo a la televisión, esa vieja amiga, y a los periodistas deportivos, siempre tan imaginativos con el lenguaje, para ilustrar el caso. Lo normal es oír, en la sección de deportes, que tal o cual jugador "se ha lesionado en su pierna izquierda" o que "ha recibido un golpe en su pómulo derecho". En otros contextos leemos u oímos: "Saqué mi bolígrafo de mi bolsillo", "ponte tu abrigo" o "meted vuestras manos en las cajas y sacad vuestros regalos", entre una infinidad de ejemplos parecidos. Por ceñirme al caso de los futbolistas lesionados, me pregunto en qué otra pierna pueden lesionarse que no sea la suya. ¿Por qué, entonces, se utiliza un posesivo cuando el sencillo artículo basta para transmitir correctamente la información: el jugador "se ha lesionado en la pierna izquierda" o "ha recibido un golpe en el pómulo derecho?". La economía y la precisión en el lenguaje son fundamentales para eso, una adecuada transmisión de la información, y ambas se quiebran con la grosera usurpación de las funciones del artículo por el posesivo. Este solo está indicado cuando sea necesario especificar a quién corresponde o pertenece aquello de lo que se habla. Si no hay ninguna duda sobre esta pertenencia, los probos y sencillos artículos determinados bastan para comunicarlo, y lo hacen, además, respetando los genes del idioma: su lógica profunda, lo que resulta esencial para garantizar su pertinencia y su elegancia. Aquí sospecho que la razón de la sustitución es la influencia del inglés, cuyos genes son distintos, y que reclama el uso de los posesivos en los supuestos indicados. (No es el caso de oír/escuchar, porque en inglés se diferencia sin duda ni confusión entre hear, 'oír', y listen to, 'escuchar'). Y esa influencia llega, cómo no, a través de los medios de comunicación de masas. Donde un guion inglés o norteamericano dice: He broke his arm, el traductor, subtitulador o intérprete, seducido por las perversas solicitaciones de la literalidad, o quizá cansado de un trabajo difícil y mal pagado, no se rompe los cascos y dice: "Se rompió su brazo". Y los oyentes o lectores se adhieren con inconsciencia y entusiasmo a esa fórmula en apariencia sintética, pero deforme en realidad, que vulnera el espíritu y la estructura íntima del castellano. (Esperemos que no lo hagan también con otras deposiciones del inglés que ya empiezan a oírse, como el aberrante "estoy esperando por el autobús", transposición directa de wait for; el no menos disparatado "te agradezco por tu paciencia", calco de thank for; o el inverosímil "he ordenado unos fetuccini con gulas", trasunto del order, 'pedir', cuando se refiere a un producto o consumición, salvo que el hablante quiera significar que ha pedido los fetuccini con apostura marcial. Pero basta de dar ideas).

El tercer fenómeno al que quiero referirme, y al que ya he hecho alusión en alguna entrada anterior, es la contumacia en la acentuación del adverbio "solo" (y de los pronombres demostrativos: "este", "ese", "aquel", etc.), una vez que la Academia ha dictaminado que, salvo cuando haya ambigüedad con el adjetivo "solo", el adverbio es una palabra llana acabada en vocal y, por lo tanto, de acuerdo con las normas generales de acentuación del castellano, no debe llevar tilde. El criterio de la Academia es irreprochable y persigue un fin plausible: eliminar excepciones y, por lo tanto, facilitar el uso del idioma a todos. Pese a la claridad y razonabilidad de su enunciado, en infinidad de manuscritos, libros y medios escritos de comunicación se sigue encontrando la pertinaz tilde. Y sigue estando ahí porque la ortografía, el código de circulación del idioma escrito, es, antes que una cuestión intelectual, una cuestión visual. Nos habituamos desde que empezamos a manejarlo a ver las palabras de una determinada manera (bueno, no todos: antes había también los incapaces de acentuar nada, los ciegos a la condición física del vocabulario y a las normas gráficas que lo regulan; esos no acentuaban ni "camión") y ya somos incapaces de manejarla con otro revestimiento, con otra apariencia. Así sucedió con la decimonónica tilde de la preposición "a": pese a que la Academia la eliminó, por innecesaria, muchos siguieron utilizándola muchos años (hoy nos parecería risible encontrárnosla, pero, durante ese tiempo, los partidarios de usarla la defendían con el mismo ardor que los que hoy apadrinan la tilde del adverbio "solo"). Y así sucede todavía con todos esos signos de los que es correcto prescindir, pero que no pocos mantienen contra viento y marea: "obscuro", "consciencia", "psicólogo", "psiquiatra"...). A quien ama el lenguaje, y lo utiliza con deliberación, como proyección de su ser, le es, lo admito, muy difícil erradicar esos hábitos perceptivos. Pero la consideración racional debe prevalecer: las razones por las que ese adverbio y los demostrativos ya no requieren tilde son atendibles y, mientras sigamos otorgando a la Academia la autoridad para regular la ortografía castellana, han de ser respetadas, al menos editorialmente. Yo, desde luego, pienso respetarlas y no incurrir en dislates atrabiliarios, por desacatarlas, como poner fin a una amistad, como hizo conmigo cierto eximio escritor porque yo suprimía la dichosa tilde de su libro (aunque creo que, para entonces, esa amistad ya estaba muy perjudicada). Cuando le pregunté al eximio escritor por qué defendía hasta ese punto una insignificancia como aquella (porque, no nos engañemos, este asunto es una insignificancia), simplemente me respondió que porque "le gustaba" la tilde, que es algo así como defender que se escriba "bentana" porque a uno le gusta la b

La última consideración que quiero hacer hoy se refiere a la puntuación, esa maravilla de la ortografía que ordena el pensamiento, ritma la sintaxis y permite respirar al texto (y al lector). La puntuación ha sufrido, está sufriendo, una decadencia imparable: hoy casi nadie parece saber puntuar. Si los planes de educación y la sensibilidad de la comunidad hablante no lo remedian, la puntuación pronto será un saber arcano, accesible solo a unos pocos iniciados, como pocos e iniciados eran los monjes medievales, que conocían artes ignoradas por el vulgo, que era casi todo el mundo: el latín, el griego o la iluminación de manuscritos. La relación de desastres que se cometen, en este aspecto, en los originales (y en muchos libros ya publicados) que leo, es descorazonadora: nadie separa ya los vocativos en las frases (la Academia tuvo que recordarle hace poco al PP, por ejemplo, que uno de sus lemas de campaña, "España adelante" había de ser "España, adelante"; y también que debería ir entre signos de exclamación, pero de esto no hicieron caso); ni se acuerda de que entre sujeto y verbo o entre verbo y objeto directo, salvo cuando se trate de una frase excepcionalmente larga o medien aposiciones, nunca debe ir una coma; ni considera higiénico, para una lectura más fluida y comprensible, introducir las clásulas causales, adversativas y concesivas con comas (u otros signos de separación); ni sabe para qué sirve el punto y coma, ese signo impenetrable. La puntuación ausente o deficiente revela que el pensamiento que intenta articular también lo es, y que uno ni siquiera se entiende a sí mismo. La puntuación incorrecta vuelve un engrudo lo escrito: lo emborrona, lo afea, lo desjerarquiza. La puntuación es, para una intelección y un goce estético óptimos, más necesaria que el vocabulario o las habilidades retóricas: un léxico o un bagaje expresivo escuetos no perjudican necesariamente al texto; una puntuación imperita lo enturbia hasta, a veces, volverlo ilegible.