miércoles, 23 de febrero de 2022

Banksy, poeta anarquista

Visito hoy, con Pablo y Álvaro, la exposición de Banksy «The Art of Protest» en el Disseny Hub de Barcelona. (En la corta frase que acabo de escribir hay cinco palabras en inglés. Lo siento. En la exposición comprobaré que saber inglés es imprescindible para disfrutarla: porque no siempre se traducen las leyendas incluidas en las piezas del artista, y porque muchas frases suyas aparecen, solo en la lengua de Shakespeare, en las cartelas de la muestra). Hacía muchísimo tiempo que no venía a la plaza de las Glorias Catalanas, donde hay obras desde que tengo uso de razón. La plaza de las Glorias Catalanas debería llamarse, más bien, la plaza de las Obras Catalanas. Hay una maraña de cables que cruzan el cielo (entre los que figuran también los del tranvía, que se ha extendido centroeuropeamente hasta estos pagos), tapias pintarrajeadas de grafitis (meros garabatos ilegibles, a años luz de lo que propone Banksy), zonas descampadas, inmuebles en construcción, y hasta se divisa la Sagrada Familia a medio hacer, aunque todas sus torres —incluyendo una central, muy gorda, que, según dicen, será uno de los mayores monumentos de la humanidad— apuntan decididamente al cielo. A cierta distancia, veo también una línea de casas que debe de ser la última frontera del Ensanche, que aquí confluye con el barrio de San Martín. Son casas antiguas, con fachadas ocres, balcones con persianas y tejas en los tejados, y que, contrapuestas a la explosión de modernidad de esta parte —aquí mismo se levanta la imponente torre Agbar, el pene multicolor pero angustiosamente solitario de Barcelona—, parecen un barrio napolitano o un pueblo de Lérida. En el Disseny Hub, de camino a las salas de la exposición, pasamos junto a la imitación de dos cabinas telefónicas londinenses, rojas, que nos observan como centinelas (o quizá como momias). Banksy es inglés —de Bristol, parece ser— y su obra bebe, claro, de las características y contradicciones de la sociedad británica. (Por cierto, es Banksy, no Bansky, como yo he dicho hasta hace bien poco: la oclusiva es anterior, y eso endurece la pronunciación). Ya en la entrada, nos recibe una reproducción de la estatua de Pasquino, que los comisarios de la exposición han considerado un precedente del arte del grafiti, en general, y de la obra de Banksy, en particular. En la estatua de Pasquino dejaban los romanos del siglo XVI sus escritos críticos (sus escríticos) y sus poemas satíricos (satcríticos) sobre los gobernantes de su tiempo, es decir, colgaban los memes de la época. Banksy no ha de recurrir ya a una estatua ni a un rincón concreto de la ciudad para ejercer la crítica, sino que puede hacerlo, y de hecho lo hace, en cualquier lugar y país, aunque sigue acogiéndose al secreto. Los romanos del Renacimiento evitaban que los reconocieran porque, si lo hacían, los mandaban a galeras, como poco. Banksy se oculta porque una de las primeras veces en que había salido para iluminar a su modo las paredes de la ciudad, tuvo que esconderse de la policía debajo de un coche y pasar allí casi toda la noche, y se conoce que le pilló el gustillo a que nadie lo viera ni supiese quién era. Banksy ha desarrollado, gracias a su talento, pero también al misterio de su identidad, que contradice los sacrosantos principios del individualismo contemporáneo y la inviolabilidad de la autoría, y que ha excitado la curiosidad del mundo entero, como siempre excitan los enigmas y las prohibiciones, una obra extraordinaria, con un sentido crítico radical. Trabaja con plantillas y, mayoritariamente, solo en blanco y negro, lo que le da mayor esencialidad y dramatismo a sus piezas. Basta con ver unas pocas para comprender el núcleo de su trabajo: la crítica de la injusticia, la burla del orden y la ortodoxia, la protesta contra la opresión, la insumisión ante al capitalismo. Resulta curioso, no obstante, que quien se rebela contra el capitalismo haya entrado en los museos y protagonice exposiciones como esta, en un lugar tan pijo como el Disseny Hub de Barcelona. En Sotheby's se adjudicó una pieza suya por 1,2 millones de euros, que se autodestruyó inmediatamente después de ser adjudicada, en la propia sala de subastas, para estupefacción de los presentes e intento de suicidio del comprador. (Pero tenía truco: no se autodestruía del todo; y lo que quedaba seguía siendo una pieza de Banksy, más original todavía). Alguien ha escrito que los grafiteros deberían considerar un fracaso que sus obras se vendan en galerías y se expongan en museos. El capitalismo, tan detestado por Banksy («We can't do anything to change the world until capitalism crumbles. In the meantime, we should all go shopping to console ourselves»: 'No podemos hacer nada para cambiar el mundo hasta que el capitalismo se venga abajo. Mientras tanto, todos deberíamos ir de compras para consolarnos'), ha demostrado ser la creación más omnívora del hombre: todo lo absorbe, todo lo fagocita, incluso lo que se le opone más radicalmente. O eso sobre todo. El capitalismo es una máquina tragaldabas de la que cualquier cosa que se meta sale capitalista. Pero la oposición de Banksy no adopta perfiles trágicos, sino irónicos, muy arraigados en el humor inglés. Banksy es muy ingenioso, y sabe plasmar ese ingenio en escenas sinópticas y corrosivas. Su panoplia de temas va del consumismo a la guerra («If at first you don't succeed, call an airstrike»: 'Si no tienes éxito al principio, pide un bombardeo aéreo'); del control que ejerce el «gran hermano» que es el Estado («One nation under CCTV»: 'Una nación bajo un circuito cerrado de televisión', que utiliza —y se burla— del «One nation under God» del Juramento de Lealtad que se presta todos los días en las escuelas de los Estados Unidos) a la represión de la inmigración; del conflicto palestino-israelí a la sociedad del espectáculo. En una de las primeras piezas que vemos, la reina Victoria se sienta en la cara de otra mujer; ambas visten ligas. Pese a ello, el enfoque de Banksy casi nunca es erótico; parece que el sexo, al menos en su obra, le importa poco. Más allá, vemos unos fajos de billetes de diez libras con la cara de Lady Di. La técnica fundamental que emplea para alumbrar sus creaciones es la paradoja, y quizá por eso su obra me parece, a la vez que mordaz, lírica. La paradoja es el principal fulminante poético: donde esté, habrá poesía. En una pared, vemos a la muerte, con su capucha negra y su guadaña, sonriendo sentada en el Big Ben. En otra, a Jesucristo crucificado, cuyas manos sostienen sendas bolsas con compras. En otra más, unos cazadores africanos apuntan con sus lanzas, en la sabana, a unos carros de supermercado, como si fueran leones. La contraposición es constante. Y la irreverencia. Banksy funde lo clásico y lo contemporáneo: el David de Miguel Ángel con un cinturón de explosivos; un crucifijo vuelto garfio para escalar muros; María Magdalena y otras mujeres llorando a los pies de un cartel en el que se lee: «Sale ends today»: 'Las rebajas acaban hoy'. Cabría hacer una lectura hegeliana y, por lo tanto, marxista— de este procedimiento: la tesis de la noción consolidada frente a la antítesis de la dolorosa realidad presente arroja la síntesis de la desmitificación, del resquebrajamiento de las ideas en las que estamos cómodamente instalados. La vida política del Reino Unido no deja de suministrar material al ojo iconoclasta de Banksy, preocupado siempre por fundir entidades opuestas, de cuyo choque surja una nueva luz, la revelación de una verdad que la costumbre y las manipulaciones del poder habían silenciado: Churchill con un peinado cheroqui verde; un Parlamento de monos, en el que todos los escaños de la Cámara de los Comunes están ocupados por simios (y que me ha llevado a pensar automáticamente en nuestras entrañables Cortes Generales: si gente educada en Oxford y Cambridge son chimpancés, ¿qué serán nuestros abascales, nuestros teodoros, nuestros albertos caseros, nuestras irenes monteros?); o el bréxit, contra el que Banksy se pronunció en un gigantesco mural con la bandera de Europa (de la que un operario subido a una escalera arrancaba una estrella con un martillo y un escoplo), y que los propietarios del inmueble, secundados por el ayuntamiento, taparon pintándola de blanco (Banksy respondió a la censura con lucidez: «Una bandera blanca viene a decir lo mismo...»). No hay que olvidar que el arte del grafitero de Bristol es efímero, y que está sujeto a la reprobación de las alcaldes o los vecinos, al vandalismo urbano o incluso al sabotaje de otros grafiteros (con uno de los cuales, Robbo, Banksy mantuvo una feroz rivalidad al principio de su carrera; cuando Robbo murió, Banksy le rindió un sentido homenaje: una botella de spray, del que salía una llama, como de una vela, iluminaba su nombre). Unos fontaneros destruyeron su famosa «Rata con paracaídas», en Melbourne, cuando cambiaban las tuberías del inmueble. La policía británica —los célebres bobbies— han sido siempre objeto de las punzantes imágenes banksianas. Uno, por ejemplo, revisa la cesta que lleva Judy Garland en El mago de Oz: la inocencia ante la autoridad; la pureza ante la sospecha; la delicadeza ante la brutalidad. Cerca, una bola de discoteca, que gira, se ha caracterizado como el casco de un antidisturbios (que parece también el de un samuray). Y, en otro grafiti, un furgón policial, escoltado por motoristas, lleva un dónut gigante en el techo. A veces, los niños no son escrutados por la fuerza pública, sino que sufren la aterradora compañía de los iconos de la modernidad, como la niña napalmeada por los americanos en Vietnam, a la que, en la pieza de Banksy, le dan la mano, sonrientes, el ratón Mickey y Ronald McDonald. Cuando la estamos mirando, sobrecogidos, un grupo de jóvenes se echa a reír a nuestro lado: «¡Joder, qué divertido, Mickey Mouse y el del McDonald! ¿Pero qué cojones hace esa cría ahí?». Por suerte, un acompañante les explica que es una imagen «reivindicativa», aunque sin aclararles el origen de la imagen de la niña con la piel a tiras. En Bansky abundan los niños y las ratas. Los primeros, como símbolo del candor que se opone a la podredumbre que denuncia; las segundas, como representación, acaso, de los seres humanos, de su pulular subterráneo e infecto por el mundo. Pero los primeros abrazan bombas o cañones como si fueran juguetes, y muchas de las segundas lucen al cuello el símbolo de la paz: más paradojas; más síntesis. Una sección de la exposición está dedicada a Dismaland, una gran instalación organizada por Banksy, y en la que participaron casi sesenta artistas de todo el mundo, con la que desbarata el mito de Disneylandia. Dismaland ya no es un amusement park, sino un bemusement park: un lugar de aturdimiento y desconcierto, en el que, entre otras maravillas, la muerte se ha montado en un auto de choque, el lujoso carruaje de la Cenicienta ha tenido un accidente y ella asoma, muerta, por una ventana, expuesta a los flashes de los paparazzi (como Lady Di, de nuevo), y un hongo nuclear preside uno de los patios, entre muchos otros deliciosos dislates. Mucho interés tiene también The Walled Off Hotel, un hotel, real, que Banksy se ha comprado en Israel, situado delante del muro de separación con Cisjordania, que se publicita como «el hotel con peores vistas del mundo» y cuyo nombre juega con el del Waldorf Astoria de Nueva York, uno de los más lujosos del mundo. Solo tiene diez habitaciones, pero todas están decoradas a lo Banksy: respetando el estilo victoriano original, pero incorporando grafitis desmitificadores, como uno en el que un judío con chaleco antibalas y un activista palestino se pelean en una guerra de almohadas, llenando de plumas la pared, justo encima de la cama del dormitorio. Banksy, en fin, como buen inglés, no olvida burlarse de sí mismo, aunque con cierta tristeza. Sin autoironía no hay ironía legítima: «If grafitti changed anything, it would be illegal» ('Si el grafiti cambiara algo, sería ilegal'), afirma. La exposición es vasta (quizá porque Banksy se rige por un bíblico y laborioso principio: «Be fruitful and multiply», 'creced y multiplicaos') y no dejamos de reconocer algunas de las piezas más celebres del grafitero: Steve Jobs en campo de refugiados de Calais; Lenin patinando con patines Nike; el chino anónimo ante los tanques en Tiananmen, pero ahora sosteniendo un cartel donde se lee: «Golf Course»; el famosísimo Love Is in the Air, con el manifestante en el momento de lanzar un ramo de flores en lugar de un cóctel molotov; y el no menos célebre «Niña con globo», con una niña a la que un golpe de viento se le ha llevado un globo con forma de corazón, y donde se lee: «Fight the fighters, not their wars» ('Combate a los que combaten, no en sus guerras'). Cuando salimos de la muestra, me preocupa si seré capaz de convertir las notas que he tomado en una entrada coherente en el blog: había tan poca luz que no veía lo que estaba escribiendo.

jueves, 17 de febrero de 2022

Alberto Casero, un gran alcalde de Trujillo (y otras cosas de Extremadura)

Cuando era director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, visité varias veces Trujillo, por distintas razones. En un par de ocasiones, para asistir a la Feria del Libro que se organizaba cada año en el pueblo. La Feria del Libro de Trujillo era entonces un escuálido apiñamiento de siete u ocho casetas en la plaza Mayor, frente a la carpa en la que tenían lugar las actuaciones de los escritores y conferenciantes invitados. Pese a la belleza monumental del entorno, la Feria resultaba descorazonadora. Un año llegué hacia el mediodía, y en la carpa, donde se estaba presentando un libro, había tres personas. Y aquella casi vaciedad no se explicaba solo porque el libro fuera un horror, que lo era, sino porque era un día laborable y todo el mundo estaba trabajando (o en sus casas, protegiéndose del sol). Los actos de la Feria, por lo general de muy poca calidad, se convocaban entre semana, y la asistencia era mínima. El organizador de la cosa era un pintoresco personaje, sedicente poeta y gestor cultural, y pariente de un importante escritor catalán, que lo primero que me dijo, cuando me presenté a él como el director de la ERE, fue: "¡Ah, estupendo, venga, vamos a tomarnos una cervecina!". Campechano, directo y más plano que un zapato, aquel buen hombre estaba muy orgulloso del evento que había pergeñado con los dineros de la concejalía de Cultura del ayuntamiento, y al que asistían, aquel año, personajes de la talla de José Oneto, q. e. p. d., con su legendaria cortinilla capilar. También estaba muy ufano el concejal de Cultura, un joven muy dinámico, cuyo nombre he olvidado, que no dejaba de expresar su satisfacción por el éxito de la Feria y por la atención que prestaba la prensa a sus actos (es decir, un par de artículos y algunos breves en los periódicos locales). Cuando lo hacía, yo miraba a mi alrededor y veía el panorama desolado de la plaza, con sus casetas exangües y su programación más exangüe todavía. "Quizá podríais acomodar los horarios para favorecer que viniese más gente", me atreví a sugerir. Pero él estaba muy contento con el desarrollo de la Feria y con el desempeño del campechano y cervecero director. Como también lo estaba, según me dijo, "Alberto, el alcalde". Yo no lo sabía entonces, pero aquel Alberto era Alberto Casero, el político del PP que ha acreditado recientemente su inteligencia en la estrambótica votación de la reforma laboral en las Cortes, donde su error (doble) al pulsar el botón que el partido le había dicho que pulsara ha anulado el tamayazo de los dos diputados de la Unión del Pueblo Navarro —insignes padres de la patria también—, confabulados para impedir la aprobación de la perversa ley, y a quien los malignos guionistas de El Intermedio han bautizado, ya para siempre, como "el amigo del obrero". Yo no llegué a conocer al edil, que campó ocho años como alcalde de Trujillo (al mismo tiempo que ejercía, durante cinco, de senador, aunque, tratándose del Senado, lo de "ejercer" es una mera figura retórica) hasta que el PP, siempre en busca de jóvenes espabilados y dispuestos a darlo todo por el partido, que es la mejor encarnación de la patria, lo hizo diputado a Cortes en 2019. Además de su salto a la fama gracias a su excelente manejo de la informática, la prensa ha dado a conocer estos días otros manejos de los que, supuestamente, ha sido promotor. De hecho, está siendo investigado como presunto autor de un delito de prevaricación continuada. Se conoce que, en sus años municipales, se hartó a fraccionar contratos (para que tuvieran un importe menor al que la ley exigía para ser licitados y, en consecuencia, adjudicarlos sin publicidad ni concurrencia, y sin respetar el principio de igualdad), y eso cuando firmaba los contratos, porque en muchos casos parece ser que, sencillamente, no había contrato, sino que Casero se comprometía de palabra a pagar a quien le prestase el servicio. Los autónomos y empresarios de una región tan necesitada como Extremadura caían en la trampa y trabajaban sin papeles (porque eso es lo que querían, trabajar con la seguridad de cobrar: la Administración, que es el principal empleador de la comunidad, su motor económico, siempre paga, aunque sea tarde), fiados de la palabra del munícipe. Pero el munícipe perdió las elecciones municipales de 2019 (ah, la democracia, cuántas sorpresas nos da), pasó a desempeñar otras importantes labores en la política nacional, como la de mantener la disciplina entre los cargos y responsables del PP en el territorio, y dejó atrás el brillante resultado de su gestión. Los socialistas, que lo sucedieron en la alcaldía, abrieron los cajones y descubrieron las facturas que los proveedores del ayuntamiento habían enviado al cobro (entre ellas, algunas tan bonitas como una de 30.000 euros a la Cámara de Comercio de Perú por participar en un "Gastro Tour Perú", u otra de casi 57.000 euros por la celebración del festival PopEye, que no sé si va de marinería, dibujos animados, promoción de la espinaca o voyeurismo). Pero lo que no pudieron encontrar fueron los contratos que las justificaban, y en algunos casos ni siquiera expediente alguno de contratación. Las facturas siguen sin pagarse, los facturadores se han querellado contra el facturado, el facturado, a su vez, lo ha hecho contra Casero, el supuesto responsable del desaguisado, y todo se ha vuelto un pandemonio de triquiñuelas, mafiosidades y sordideces, con la guinda de la astracanada protagonizada por Casero en la votación de la reforma laboral. Ese, Alberto Casero, era el responsable último de aquellas ferias del libro desangeladas e inútiles, aunque para él tan brillantes, que solo servían para dar de comer a algunos, para que el ayuntamiento celebrase que hubiese aparecido media página sobre el evento en El Periódico de Extremadura y para que el director de la cosa, tan jovial él, se inflara, y nos inflara a nosotros, de cervecinas.

Posdata. Como mi preocupación por Extremadura es conocida, leo con inquietud la noticia de la reciente sentencia del Tribunal Supremo por la que se resuelve el caso del complejo de lujo de la isla de Valdecañas, en Cáceres, declarado ilegal por el Tribunal Superior de Extremadura, pero cuya demolición este mismo Tribunal había denegado por el enorme perjuicio económico que supondría para la comunidad, cifrado en 145 millones de euros. El Supremo zanja la cuestión, por fin, después de décadas de litigios, ordenando la demolición, y que la Junta de Extremadura asuma los costes que eso suponga, porque fue ella, la Junta, la que actuó ilegalmente cuando permitió la construcción de la faraónica Marina Isla de Valdecañas en un suelo no urbanizable y especialmente protegido. El caso de la Isla de Valdecañas es típico en las regiones pobres como Extremadura, siempre necesitadas de recursos, que solo pueden provenir de la inversión. Las administraciones públicas, las gobierne quien las gobierne —en este caso, los socialistas—, se vuelven locas con los macroproyectos urbanísticos o de ocio (mejor, de ambas cosas a la vez) para inyectar dinero —o eso creen— en el territorio. Pero esos macroproyectos o son humo, o destruyen el medio ambiente, o blanquean capitales, o fomentan la economía del ladrillo, o expanden un capitalismo trumpiano, o facilitan el crecimiento de "la insondable tontería humana", como decía Augusto Monterroso, tal como ha sucedido con el establecimiento de la Fundación Phi, patrocinado asimismo por la Junta, en la Sierra de Gata, y de la que ya hablé en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/10/de-politica-4-cosas-preocupantes-que.html). Tenemos, pues, una gasto público monumental (más el que han supuesto el tiempo y los recursos enterrados en años de pleitos), un espacio natural estropeado y que tardará años en recuperar su fisonomía propia, una iniciativa desautorizada y unas expectativas frustradas, unos pueblos abandonados, una vez más, a su suerte (y a la manipulación de inversores y políticos) y una ilegalidad escandalosa cometida por quienes deberían velar por el escrupuloso cumplimiento de la ley, y de la que, por cierto, ningún responsable público se ha hecho responsable. Otro espectáculo lamentable, como el del alcalde y diputado Casero. Pero este muchísimo más costoso. 

domingo, 13 de febrero de 2022

Dilemas de traductor

Hacía algún tiempo que no traducía literatura. Pero el año pasado recibí un encargo, que este año se ha prolongado con otro. Se trataba de verter al castellano una antología poética de un poeta norteamericano completamente desconocido en España, al que identificaré solo por sus iniciales, H. N., por confidencialidad editorial (y también porque dicen que trae mala suerte anunciar los proyectos de uno; yo no soy supersticioso, pero just in case...). En 2022, a esa antología, ya traducida, van a seguir las memorias del poeta, un libro realmente divertido sobre sus muchísimas relaciones homosexuales, su vida cosmopolita —residió años en diversos lugares del mundo, entre ellos España— y su amistad con lo más granado de la literatura en lengua inglesa de los dos últimos tercios del siglo XX, lo que no es moco de pavo: Auden, Isherwood, Ginsberg, Kerouac, Ashbery, Burroughs, Bowles, William Carlos Williams, James Baldwin, e. e. cummings, Frank O'Hara, Bukowski y un larguísimo etcétera. La vuelta a la traducción —que en algún lugar he definido como la lectura más radical que puede hacerse de un texto literario— me ha permitido reencontrarme con algunas de las dificultades más propias de la actividad. Pero esas dificultades, si se resuelven —y ningún traductor decente dejará de resolverlas, de un modo u otro—, también deparan sustanciosas sorpresas. Pondré un ejemplo que me ha resultado especialmente revelador. En el segundo capítulo del libro, leo esta frase: I have only the faintest recollection of the railroad flat in South Brooklyn where my grandmother and her brood established a foothold in the New World. El pasaje no presenta dificultades, salvo una: railroad flat. "Apenas conservo recuerdos del piso... de South Brooklyn donde mi abuela y su prole pusieron un pie en el Nuevo Mundo", fue mi traducción inicial. Pero ¿qué tipo de piso era ese railroad flat? La versión literal, como suele suceder en estos casos, no ayuda: ¿un piso tren? ¿Y qué demonios es "un piso tren"? ¿Un piso para trabajadores del ferrocarril, como ha habido tantos en España? Pero la familia del protagonista no tenía nada que ver con los ferrocarriles: acababan de llegar inmigrados de Lituania, y parece extraño, como poco, que en un lugar como South Brooklyn, en Nueva York, hubiera viviendas de este tipo. ¿O era un piso al lado de las vías, tan característico de los barrios pobres de las ciudades norteamericanas, y que tan a menudo hemos visto en las películas, trepidando por el sísmico paso del tren? Sin embargo, el fragmento continúa sin hacer ninguna mención ni del ruido de los trenes ni de su paso cerca del apartamento. El contexto descartaba esta interpretación, como la lógica parecía descartar la anterior. Con la resignada melancolía del traductor, acudí, pues, a los diccionarios. Los digitales no solo no resolvían la cuestión, sino que añadían confusión. Reverso, por ejemplo, no daba ninguna definición específica, pero aportaba algunos ejemplos de traducción en contexto: "piso de estudiantes", "piso alto" e incluso "Piso de las Vías" (en el sentido que acabo de indicar: "por todos los trenes que pasan"). Consideré "piso de estudiantes" con la connotación de "piso barato e informal", pero también la descarté porque en un piso de estudiantes suele haber estudiantes, no familias de inmigrantes lituanos. Además, no sabía si en el primer cuarto del siglo XX ya era común alquilar pisos a los estudiantes en una ciudad como Nueva York. "Piso alto" me parecía inadecuadamente impreciso —eludía la especificidad de la expresión— y "Piso de las Vías", aparte de que, por las mayúsculas, parecía ser un nombre propio, estaba descartado por las consideraciones anteriores. Los traductores automáticos tampoco servían. El mejor de ellos, Deepl, solo daba: "Piso de la vía férrea", "piso de la vía del tren", lo que me dejaba más o menos como estaba. Pero en Onelook, una aplicación ideal para traductores, que enumera las definiciones de los diferentes términos en una multitud de diccionarios, ahora digitalizados, encontré la solución. De hecho, muchos lexicones la recogían: Merriam-Webster, an apartment having a series of narrow rooms arranged in line; Wordsmyth, an apartment in which the rooms are arranged in a row resembling a line of railroad cars, with no connecting corridor or hallway; Vocabulary.com, an apartment whose rooms are all in a line with doors between them. Onelook se remitía también a Wikipedia, donde la definición incluía el origen histórico de la expresión: an apartment with a series of rooms connecting to each other in a line. The name comes from the layout's similarity to that of a typical (mid-20th century or earlier) passenger train car. La enciclopedia especificaba, incluso, que este tipo de pisos empezaron a construirse en Nueva York a mediados del s. XIX para hacer frente a la superpoblación, y que muy a menudo familias enteras ocupaban una sola habitación y utilizaban los pasillos del inmueble como espacios comunes. (La superpoblación ha determinado algunos de los rasgos más característicos de muchas ciudades del mundo, como los rascacielos de Hong Kong —o de Benidorm—, los cementerios habitados de El Cairo o los autobuses de dos pisos de Londres). Aunque la definición más completa de railroad flat la encontré en un diccionario de papel, un volumen con el que podrían hacerse pesas y desarrollar unos músculos poderosos, el Webster's Third New International Dictionary of the English Language Unabridged, cuyo título, por cierto, parece un railroad flat: an apartment in a substandard building having a series of narrow rooms arranged in line usu. (sic) with each room forming the corridor to the next and with only the front and rear rooms having windows ['un apartamento en un edificio de poca calidad, compuesto por una serie de habitaciones estrechas dispuestas en fila, por cada una de las cuales se pasa a las siguientes, y de las que solo las de los extremos tienen ventanas']. Sin embargo, esta definición, o más bien descripción, con ser detallada, no hacía ninguna referencia a la similitud del piso con un tren, que resulta fundamental para explicar la locución. En cualquier, se trataba de una metáfora formal lexicalizada: una construcción longilínea con los cuartos como vagones, uno detrás de otro: de ahí la similitud con el ferrocarril. Lo primero que me trajo a las mientes la comprensión de railroad flat fue que una expresión que me había resultado tan extraña, tan ajena, estaba sorprendentemente cerca de mi propia experiencia —de mi propia vida—, porque el pequeño piso en el que me había criado, en el centro de Barcelona, y en el que vivió mi madre hasta el fin de sus días, sin ser un railroad flat, es decir, sin que las habitaciones estuvieran conectadas linealmente entre sí, en ausencia de pasillo, sí se le parecía mucho, porque todas daban a un corredor, muy estrecho, que las ensartaba desde el recibidor al balcón interior. Era una construcción típica del Ensanche barcelonés de finales del siglo XIX y el primer tercio del XX: todo (aunque fuera muy poco, como era el caso de nuestra casa) abocaba a un pasillo que constituía la columna vertebral del inmueble, y que impedía que los cuartos fueran más grandes y tuvieran más luz. Sin saberlo, yo había vivido en algo semejante a un railroad flat. Pero, inmediatamente después de comprender la sorprendente relación de aquella expresión con mi propio pasado, recordé que estaba haciendo una traducción, y se me planteó el siguiente problema: ¿cómo traducirla en castellano? La opción literal, de nuevo, me desagradaba: "piso tren", entre otras cosas porque seguramente sumiría al lector en español en un desconcierto que no aquejaba al lector en inglés. Y desconcertar al lector en la lengua de llegada solo es admisible cuando el autor también lo desconcierta en la lengua de partida. Si en esta el término es claro, también debe serlo en la otra. Pero para que lo fuera en español, solo podía recurrir a una circunloquio o explicación, o, lo que es peor aún, a una nota a pie de página, que no deja de ser el reconocimiento de una derrota y la irrupción del mediador, el traductor, con nombre y apellidos ("nota del traductor") en el devenir de la prosa, algo así como que el árbitro de un partido de fútbol, cuyo mayor mérito es pasar inadvertido, detuviera el juego, cogiera la pelota y explicara al público lo que había que hacer con ella, o cómo había que entender un lance del partido. ¿Qué decir, pues? ¿"Apenas conservo recuerdos del piso de South Brooklyn, cuyas habitaciones se disponían como los vagones de un tren, sin pasillo que las uniera, donde mi abuela y su prole pusieron un pie en el Nuevo Mundo"? ¿"Apenas conservo recuerdos del piso de South Brooklyn, tan estrecho que para entrar en una habitación tenías que pasar por las otras, donde mi abuela y su prole pusieron un pie en el Nuevo Mundo"? ¿O, simplemente, reducir la idea a lo esencial, a costa de reducir la plástica singularidad de la expresión: "Apenas conservo recuerdos del angosto piso de South Brooklyn donde mi abuela y su prole pusieron un pie en el Nuevo Mundo"? Aún no he resuelto la cuestión. Traducir ataca los nervios, porque hay que decidir siempre, aun sobre lo más pequeño: poner una coma o no ponerla; decir "muy grande" o "enorme"; sustituir, o no, por un sinónimo un término que se repite demasiado en el original; optar por "La metamorfosis" o por "La transformación". Y tener que decidir es lo que angustia. Quizá por eso llevaba tanto tiempo sin traducir. Cada vez me gusta más la tranquilidad. Será que me hago mayor.

martes, 8 de febrero de 2022

Una mujer muy misteriosa

Alfred Tennyson fue barón y el poeta más famoso de su tiempo. Laureado, además. La reina Victoria le confirió ambos honores, la baronía y el lauro, este en 1850. Ostentó el cargo de vate aúlico hasta su muerte, en 1892. Ha sido uno de los poet laureate más longevos, como la propia reina Victoria ha sido una de las monarcas más duraderas, y, por cierto, el primero que optó por quedarse con las veintisiete libras con que se retribuía el puesto, en lugar de con la tradicional barrica de vino. Tennyson es el poeta victoriano por excelencia, es decir, imperial, conservador, ferozmente británico. Demostró ese carácter en muchas ocasiones a lo largo de su vida. En 1854, leyó en el Times el catastrófico desenlace de la carga de la Brigada Ligera en la batalla de Balaclava, en la península de Crimea —uno de los muchos rincones del globo donde los hijos de Albión defendían a golpe de sable sus intereses comerciales—, y allí mismo, sin levantarse del sillón, pergeñó «La carga de la Brigada Ligera» y sus versos inmortales: «¿Algún hombre desfallecido? / No, aunque los soldados supieran / que era un desatino. / No estaban allí para replicar. / No estaban allí para razonar. / No estaban sino para vencer o morir. / En el valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos».

Pero Tennyson no solo cantó las gestas de Britania y su emperatriz. También entregó deliciosas miniaturas, como este La dama de Shalott [que ahora se publica en Reino de Cordelia, con ilustraciones de Howard Pyle, prólogo de Juan Luis Calbarro y traducción de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 2021)]. La escribió en 1833, aunque su versión definitiva no apareció hasta 1842. En 1978 vio la luz la primera traducción del poema en España, a cargo de Luis Alberto de Cuenca —en su libro Museo—, que ahora la recupera, revisada y mejorada. Tennyson, asiduo de la mitología y el medievo, persevera con La dama de Shalott en la tradición artúrica. El poema, envuelto en una atmósfera mágica, plagada de símbolos, agüeros y fatalidades, cuenta la historia de una dama recluida en un castillo, en la isla de Shalott, del que, por una maldición, no puede salir. Y, al igual que la esposa de Lot no puede mirar atrás cuando huye de Gomorra (y lo hace), u Orfeo no puede volverse para ver el rostro de Eurídice, a la que acaba de rescatar de los infiernos (y también lo hace), esta dama no puede mirar por la ventana (y lo hará). Pasa los días en el castillo, tejiendo en interminables tapices —como una Penélope de Homero en la caverna de Platón— las sombras del mundo que se reflejan en un espejo («enferma estoy de tantas sombras», dice en el ecuador del poema). Pero un día alcanza a ver el reflejo del caballero Lancelot y, fascinada, se asoma al mirador para contemplarlo. Eso la condena: el espejo se rompe, los tapices salen volando y ella baja al río, aborda una barca y se abandona a la corriente, que la conduce hasta Camelot, donde Lancelot la recibe, muerta. 

Los 171 versos de La dama de Shalott —en los que De Cuenca alterna alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos, pero preserva empeñosamente, como subraya Juan Luis Calbarro en su clarificador prólogo, los estribillos del quinto y el noveno verso de cada estrofa— se parten en una mitad de luz —hasta que mira a Lancelot, una figura solar—, poblada de flores, brillos y colores, y otra de sombra, que culmina en la muerte de la dama —que ocurre en un río, como la de la Ofelia de Shakespeare—. A ambas, la luminosa y la oscura, contribuyen las radiantes ilustraciones de Howard Pyle. La traducción de Luis Alberto de Cuenca es excelente: musical y enjoyada, como corresponde al original. En el primer poema de la tercera parte, traduce inteligentemente a red-cross knight por «un caballero inglés», y en el V reconocemos el título de una novela de Agatha Christie: the mirror crack’d from side to side, «de parte a parte se quebró el espejo».  

La edición, exquisita, contiene, no obstante, algún error y algunas erratas. El error consiste en haber transcrito, en la segunda mitad del primer poema, la versión de 1833, no la de 1842, que es la que traduce De Cuenca, lo que explica la disparidad entre el original y su versión:  The yellow-leaved waterlily / The green-sheathed daffodilly / Tremble in the water chilly / Round about Shalott, dice uno; «las gentes van de un lado a otro, / contemplando los lirios, cómo florecen / sobre los bordes de una isla, allá abajo, / la isla de Shalott», dice la otra. Entre las erratas, la peor es haber omitido un verso del original, el penúltimo del tercer poema de la tercera parte: Some bearded meteor, trailing light, que en la traducción sí aparece: «pasa la cabellera luciente de un cometa».

[Una versión más breve de este artículo, y con algunas modificaciones, se publicó en Quimera, nº 455, noviembre 2021, p. 63].

jueves, 3 de febrero de 2022

La gilipollez de Eurovisión

Los medios de comunicación andan llenos estos días de una encarnizada polémica sobre la canción elegida para representar a España en el próximo festival de Eurovisión, o, más exactamente, si lo he entendido bien, sobre la forma de elegirla. Se conoce que para dilucidar cuál de las tres finalistas, todas mujeres —la finalmente ganadora, Chanel, que tiene nombre de perfume, con su tema SloMo; una tal Rigoberta Bandini (a no confundir con Rigoberta Menchú, la guatemalteca ganadora del Premio Nobel de la Paz), que ha cantado sobre las tetas, o ha enseñado una teta cantando, o llevado una teta de plástico al escenario, o algo así; y un grupo de gallegas de cuyo nombre, francamente, no consigo acordarme, aunque sí sé que acababa en -eiras—, se llevaba el gato al agua ha prevalecido el criterio del jurado profesional por encima de los otros dos jurados, el demoscópico (sea esto lo que sea) y el popular. Y que eso constituye una aberración incalificable, un tongo descarado, un escándalo mayúsculo. Las redes sociales han estallado como una gigantesca bomba de racimo y cubierto a los protagonistas de la polémica de oprobio o de parabienes, según. La prensa seria le ha dedicado páginas enteras al asunto. En el horario de máxima audiencia del Telediario ha ocupado muchos minutos. En las Cortes se han presentado preguntas parlamentarias sobre la forma de elegir la canción que ha de representar a España (el grupo gallego del BNG, indignado por que se apartara torticeramente del triunfo a las del grupo cuyo nombre acaba en -eiras, se ha mostrado comprensiblemente beligerante en defensa del conjunto), y hasta los sindicatos han pedido que se anulara el resultado del concurso por los defectos que han viciado la elección. Y la ganadora de la cosa, la suprascrita Chanel, ha salido al paso de quienes la criticaban, pidiéndoles que "tengan muchísimo cuidado con lo que dicen", porque "puede afectar a la salud mental de las personas", lo que constituye la ultimísima forma de censura que a los millenials cretinos, como esta mujer, se les ha ocurrido para acallar a la gente y evitar oír lo que no quieren oír. En realidad, son ella, su canción y la controversia que ha suscitado las que pueden afectar a la salud mental de las personas (aunque, bien pensado, si las personas se dejan afectar por este asunto, es que su salud mental ya no está demasiado católica). A mí todo esto me parece una demostración paradigmática de la estupidez del ser humano. Eurovisión ha sido siempre una patochada, pero, al principio de los tiempos, todavía tenía alguna razón de ser: se trataba de promocionar y dar a conocer en otros países las músicas nacionales, para afianzar así el espíritu europeo. Luego se convirtió, paulatina pero firmemente, en una imbecilidad por la que desfilaban cantantes nulos con sus inevitables memeces —como las llamaba Josep Pla—, cuya única atenuante era ser breves y dar paso a la intriga de una votación cuyo fin era alcanzar los tuelf points, como el Guayominí, y no quedar últimos, como gloriosamente sucedió con Remedios Amaya y su mítica ¿Quién maneja mi barca? y otros cuatro representantes españoles, tres de los cuales —incluida Remedios— obtuvieron cero triunfales puntos. Eurovisión atravesó su propio desierto, en los 90 y primeros años del siglo XXI, pero, por desgracia, no llegó a desaparecer. Luego, recuperado por una posmodernidad ávida de espectáculos bufonescos y populares, valga la redundancia, que ha sabido utilizarlo para movilizar cantidades ingentes de dinero —de ahí su neoéxito: ha logrado multiplicar los ingresos de los productores musicales y las televisiones públicas—, y apoyándose en unas tecnologías digitales que disparan planetariamente las audiencias, se ha convertido en el principal concurso musical del mundo (o, al menos, en el más longevo). Yo confieso que, en mis cincuenta nueve años de vida, solo he disfrutado con una actuación: la de Rodolfo Chiquilicuatre en 2008, cuyo loable empeño por merecer el último puesto se vio frustrado por los 55 puntos que le otorgó el público, y que lo condenaron a una asquerosamente digna 16ª posición de 25 participantes. Hoy, en España, nos encontramos con que se organiza un festival (el Benidorm Fest) para elegir a quien nos ha de representar en otro festival; con que, para elegir a quien nos ha de representar en otro festival, no se constituye un jurado, sino tres; con que la elección de algo tan banal como la canción que nos ha de representar en el otro festival, genera un disgusto nacional porque dizque no se corresponde con los gustos mayoritarios, democráticamente expresados, del público; y con que toda la preocupación, la energía y hasta la intelectualidad del país se vuelca en un debate sobre un asunto con tanta enjundia y trascendencia como un plato de acelgas. Mientras, siguen muriendo centenares de personas en los hospitales por el coronavirus (anteayer, 408; ayer, 224); España registra la mayor tasa de suicidios de su historia (casi cuatro mil en 2020); hay más de tres millones de parados, doce millones de pobres y cuatro millones y medio de pobres de solemnidad; no se acaba con la lacra de la violencia machista (hubo 73 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en 2020, y 44 en 2021); el fracaso escolar afectó en 2020 al 20% de los hombres y el 11% de las mujeres; la banca, rescatada con el dinero de los ciudadanos, continúa amasando beneficios multimillonarios gracias al dinero de los ciudadanos (en 2021 ha ganado un 45% más que antes del COVID); la universidad es un desastre; la política es un estercolero; la electricidad y la gasolina se pagan a precio de oro; VOX sigue creciendo; en el mundo hay 63 guerras en curso, que generan cientos de miles de muertos y refugiados, y cerca de casa, en Ucrania, está a punto de estallar una más, que involucraría a varias potencias nucleares; Messi se ha ido; y ya no se encuentra crema de tomate en los supermercados. Quizá se diga que, precisamente, tinglados como el de Eurovisión sirven para distraer a la gente, para que no se hunda bajo el peso de una realidad asfixiante; que Eurovisión es Euroevasión, y que está bien que sea así. Si se trata de divertirse, hay espectáculos más creativos y, como decían los moralistas de antaño, a los que no estaría mal recuperar en algunos aspectos, más edificantes. Eurovisión es un castillo de aire y purpurina, por el que desfilan toda suerte de friquis y descerebrados, de la inmensa mayoría de los cuales nadie se acuerda a la semana de su actuación (o incluso ya cuando están actuando), que jamás ha dado una canción memorable (salvo, quizá, el Waterloo de ABBA, aunque mucho del crédito que mereció probablemente se deba a las dos suecas estupendas que lo cantaban, y, por lo que nos toca a los hispanos, el La, la, la de Massiel, de tan sustanciosa letra), y que da pábulo al nacionalismo más baladí, de entre los muchos nacionalismos que nos acogotan. Pronto, y si las críticas por la elección de Chanel no lo impiden, la cantante tendrá ocasión de defender el pabellón patrio en Turín ante millones de espectadores de todo el mundo. Será un momento mágico. El de comprobar, un año más, qué tontos somos, qué gregarios, qué vacuos.