La modestia de su naturaleza no condice con la grandeza de su misión. El papel higiénico es papel: materia interina, susceptible a todas las ofensas, perecedera como la efímera o el amor. Y, sin embargo, el servicio que presta es el de un Aquiles. Nimio, pudoroso, anónimo, doméstico, nos libera del barro que fabricamos, del barro que somos: aplaca las turbulencias que obramos. El papel higiénico no es higiénico porque limpie, sino porque salva. Nos salva de nosotros mismos: de cuanto, excedente, creamos. El papel higiénico atenúa la sordidez del cuerpo: agasaja lo escondido, condesciende a lo último, deshollina. El papel higiénico es una mano que nos acaricia las entrañas cuando las entrañas se asoman al mundo. Si está perfumado, su caricia sabe a lengua. Antes del papel higiénico, solo había papel de periódico, envenenado de plomo, o escabroso papel de estraza. Hoy, aun flaco, nos redime. Compuesto de varias capas, como varias son las capas de la Tierra o de la memoria, su beso restaura el albañal atormentado y enjuga las sangres residuales. El papel higiénico se compadece de los males que aquejan a la íntima cloaca: las tumefacciones violáceas, la rigidez que tabica, las grietas dolientes. El papel higiénico actúa a modo de pañuelo o de madre. Insatisfecho con sus altas responsabilidades, hasta estimula la crítica: como el cuerpo puede ser tatuado, el papel higiénico puede ser impreso. En Leópolis he visto rollos de papel en los que se había estampado la cara de Putin; en España procedería iluminarlos con la jeta luciferina del zángano Abascal. El papel higiénico derrota al agua: a diferencia de esta, no esparce: absorbe. Su atracción es letal: ninguna oscuridad resiste a su paso; nada visible ni invisible lo derrota. Pero el papel higiénico extiende su jurisdicción más allá del sumidero: desatasca narices, aniquila lágrimas, se embebe de semen manumiso. El papel higiénico es polifacético y clemente. A todo atiende con solicitud de novicio y abnegación filosofal, sin reniegos, aunque sí, por fortuna, con doblez. El papel higiénico siempre está ahí, como un portero de finca urbana, presto a desenrollar su cuerpo serpenteante para que nos aligeremos nosotros del nuestro, para que no se nos quede dentro nada de lo que convenga que nos desprendamos. Y luego, cumplida la misión, prestará un último servicio: se fundirá con lo que ha acarreado, en un remolino oscuro, para precipitarse a las profundidades donde todo, lo vivo y lo muerto, se reúne otra vez, y busca el modo de renacer, y renace, por fin, para que lo hagamos nuestro, y nos lo comamos, y volvamos a expulsarlo, y abonemos, así, el ciclo inacabable de la vida.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 26 de noviembre de 2022
martes, 22 de noviembre de 2022
El perro y la calentura: de Pedro Espinosa a Francisco Layna
En 1625, Pedro Espinosa, un sacerdote de Antequera que había sido poeta antes que fraile, publicó un extraño opúsculo, El perro y la calentura, que se definía como «discurso» y al mismo tiempo como «novela peregrina», pero que no era sino un diálogo entre un perro, Chorumbo, y la fiebre. El librito bebía de fuentes de prestigio: se inspiraba en la literatura de los apotegmas y proseguía la linajuda tradición del debate medieval, reverdecida en los Siglos de Oro, como acababa de hacer Cervantes con El coloquio de los perros, aparecido en 1613. Nada que sorprendiera demasiado en aquellos tiempos de sometimiento a los géneros, cánones y tradiciones literarias, y menos viniendo de alguien que había demostrado conocer todas las escuelas poéticas y que había antologado a los mejores autores de su época en Flores de poetas ilustres, aparecido en 1605. Pero El perro y la calentura sí era sorprendente; de hecho, era asombroso. La extrañeza asoma ya en la dedicatoria —a Fernando de Sotomayor—, donde Espinosa confiesa que su propósito al escribirlo no ha sido otro que divertir a su señor de sus «altos cuidados», y lo exhorta a oír los «oráculos sibilinos, como misterios», de su perro de bien, «sabandija entretenida de su Excelencia». Si la interpretación que hago de la pedregosa sintaxis de Espinosa —a cuya oscuridad contribuyen la pésima composición de la edición príncipe y la pléyade de erratas que la ensucian— no está equivocada, el antequerano plantea la eterna lucha entre el bien, representado por el perro, que se «enoja contra vicios comunes», y la calentura, metáfora de la enfermedad y, en consecuencia, del mal. Pero esta lucha no acaece como lo habían hecho todas desde los albores de la literatura, sino como un diálogo desquiciado entre los contendientes (o más bien un monólogo de Chorumbo: las intervenciones de la calentura son breves y esporádicas), en el cual la denuncia de los vicios se materializa en una retahíla de máximas, proverbios, refranes, consejas y juegos de palabras, que no constituyen razonamiento alguno, sino un a menudo indescifrable manto de paremias, cuya vínculo con el asunto tratado es antes musical que ilativo, antes metafórico que causal. Espinosa labra un discurso enumerativo y descoyuntado, cuyo tumulto frustra, sabiamente, las expectativas del lector y lo arroja a una saludable confusión. Y, si eso sucede aún hoy, cuánto no perturbaría a sus contemporáneos, que debieron de asistir a aquel derroche de caprichosas asociaciones con el reverente estupor con que se escucha a un delirante. El perro y la calentura constituye un artefacto desconcertante, sin planteamiento, nudo ni desenlace, sin estructura ni moraleja discernibles, ajeno a las costumbres establecidas, que anticipa el teatro del absurdo y la insurrección surrealista. Estos islotes anómalos en el río de la literatura, que emergen de las aguas de su tiempo con el propósito insolente (o inconsciente) de ser otra cosa —aunque solo aspiren, como dice Espinosa, a divertir— cobran una luz singular cuando se revela que ese propósito ha sido también el de muchos otros en los siglos posteriores. Sin salir de la literatura española, Félix María de Samaniego, uno de aquellos neoclásicos esclarecidos que han pasado a la historia de la literatura por su poesía pudibunda y marmórea, compuso algunos relatos rijosos y disparatados que no tienen nada que envidiar a dadá. Este es el primer parlamento del perro en el libro de Espinosa:
Burlando, burlando, se come el lobo el asno. ¿Óyenos alguien? Quiero hablar paso y bajar un punto, como quien cierra la puerta, porque se sale la olla. Un ojo en el asador y otro en el gato; y porque comencemos de lo alto: ¿ve vuesa merced este arroyuelo, que parece muy claro y es muy lisonjero, que de todo se ríe y de todo murmura? Pues más parece criado de Palacio que orines del Molinillo. Dios me libre de buenos hombres para maldita la cosa, con oficio de ranas: beber y parlar. Conciencias tizonas, y no coladas, cortan el dedo, y no el nabo. Lenguas mayores que las manos; bocas tuertas, por cortar con malas tijeras. Puercos, que, aun después de hartos, están querellosos y gruñendo. Destruya Dios las lenguas mentirosas, que aun a Judas hacen fiesta con octava, y lo disculpan diciendo que tenía tanta hambre que desgranaba espigas, y que, pidiendo por Dios, apenas le dieron para una soga. Y que, viéndose el pobre obispo incurrido en simonía y condenado a suspensión, no era mucho hacer cara de ahorcado y señalar con la lengua la malilla; que esto era para hacer aburrir a un cornudo devoto. Las sopas se me perdieron de la mano a la boca. Pasemos a otra cosa.
Cuatro siglos después de que Espinosa publicara El perro y la calentura, Francisco Layna ha escrito El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), con el que traslada al presente la misma perturbadora intención que animó al clérigo andaluz, aunque él ya no quiera distraer a ningún señor, sino, en todo caso, a los lectores, y no lo mueva ningún afán moralizante, aunque sí transformador. El objetivo de El perro y la calentura de Layna se recoge en una de las últimas intervenciones del trujamán Ileno en el diálogo «El perro y la calentura, “novela peregrina”», que pone fin a la segunda parte del libro. Dice Ileno:
El alboroto verbal se impone como la dimensión más importante del discurso. Pero a partir de la reliquia lexicalizada, de la frase hecha y del concepto cifrado, estalla la sorpresa de una significación ajena al viejo recuerdo. Ya no hay unión en lo adecuado o correcto, y al no haberla se disuelve la satisfacción de lo unánime. En 1625, Pedro Espinosa escribió El perro y la calentura con el propósito de hacer evidente, y admirar al público, el sinsentido de uno de los más habituales modos de expresión.
Así pues, alboroto verbal, quiebra de la unanimidad, sinsentido y, como consecuencia de todo ello, resurgimiento de la significación: los ejes de una sensibilidad, escondida o lateral, que nunca ha dejado de discurrir —en el siglo de Espinosa, en el nuestro y en los siglos por venir— junto al caudal dominante de la literatura, y que aspira a modificarlo, a conmoverlo y, en los supuestos más audaces, hasta a destruirlo; una sensibilidad que siempre me ha recordado a aquel esclavo que acompañaba en la cuadriga al general victorioso que entraba en Roma y que no dejaba de susurrarle al oído, entre los vítores de la multitud, memento mori: «recuerda que eres mortal». El alboroto verbal y la aparente ininteligibilidad de Espinosa y Layna le recuerdan a la poesía acomodada, a la poesía rectamente domiciliada en las señas institucionales y estéticas que cada época le apareja, que también ella ha de morir, y que es bueno que muera, para que la reordenación de la palabra, siempre en lucha con el caos del decir posible, con el magma infinito de lo enunciable, nos permita librarnos de lo consabido y suscite, otra vez, el placer de comprender. Esta es la gran paradoja de los libros de Espinosa y de Layna: que para comprender de nuevo, primero hemos de sumergirnos en la incomprensión; que cuando lo entendemos siempre todo, no hemos entendido nada.
El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) utiliza, en su primera parte, una larga nómina de poetas norteamericanos, vivos y muertos —desde algunos ya conocidos en España, como Frank O’Hara, Jorie Graham, John Ashbery o Mary Jo Bang, hasta otros que todavía no han sido traducidos en nuestro país—, para trabar su propuesta. Layna, que ha vivido y trabajado muchos años en los Estados Unidos, conoce bien a sus poetas actuales. Cada poema de esta primera parte del libro acoge, o se inspira, o trata de uno de ellos, aunque muchas composiciones no son exclusivas, sino que incorporan también otros nombres, que aparecen como personajes secundarios o coprotagonistas del relato. No faltan tampoco las piezas que tratan de los poetas, en general, como categoría literaria o grupo social, por exiguo que sea, ni aquellas entre cuyos asuntos o caracteres se cuentan los propios elementos del lenguaje: preposiciones, sinónimos, puntos suspensivos, onomatopeyas. La poesía de Francisco Layna no solo se compone con signos lingüísticos, como todas, sino que utiliza los signos lingüísticos como objeto o material de su reflexión: los extrae del lenguaje para convertirlos en temas o personajes. Es, pues, una poesía metapoética y metalingüística, que ha transformado el mecanismo constructor en sustancia de la construcción. Y, si bien «duelen las gramáticas», como afirma en «En el diamante quedan las huellas y algo después el verbo anuncia [litopedia]», «todo poema necesita un cuerpo», como también dice Layna en «Una palabra para cada muerto [cuando el mar se hunde]». Y eso es el lenguaje en sus creaciones: cuerpo, jugo, materia. La concreción en El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), la tangibilidad de cuanto dice, condicen con las de Pedro Espinosa, que era asimismo preciso, palpable y corporal.
El perro y la calentura de Layna recurre al pastiche y al fragmento, y se fundamenta en la desarticulación: los versos no siguen un desarrollo predecible, sino que hacen afirmaciones o negaciones alejadas entre sí, formulan ideas sin conexión con las anteriores ni las posteriores, y sorprenden permanentemente con imágenes alucinadas. En esta alambique irracional, se introducen algunos ingredientes figurativos, que chisporrotean entre tanta anomalía como si ellos también fueran anómalos: versos perfectamente accesibles, datos científicos que ilustran algún apartado de la realidad que no tiene por qué haber sido nombrado ya en los versos, reflejos casi sociológicos de la sociedad americana, fogonazos líricos o aforismos perentorios, como este de «Bernstein está cansado y tiene tres o cuatro palabras como mínimo para cada emergencia [después de 20 años la tentación de la atemporalidad, después el diálogo entre un anzuelo y un columpio]»: «El mundo es morirse». Al igual que Espinosa acumulaba dichos y sentencias que serpenteaban, enloquecidas, por su nouvelle, Layna engarza realidades imposibles, pero a las que él insufla aliento en el poema; y en él crecen, lúcidas y oscuras, exactas, palpitantes. La poesía de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) tiene algo de obra dodecafónica: impugna la jerarquía tonal del lenguaje para ofrecer una sucesión de acordes disímiles pero iguales, solo subordinados a un pensamiento insurgente y a una elocución que se desangra. A veces, Layna recurre a viejas técnicas vanguardistas, como la omisión de los signos de puntuación. Así sucede en el poema «Esto dice Rae Armantrout para intentar lo no dicho [un plato de caracoles vivos en la mesa de la mentirosa]», cuyo título resulta tan lisérgico como la mayoría de los demás (y tan revelador de la permanente voluntad de Layna de decir lo no dicho, o, por lo menos, de intentarlo). Fiel al principio metalingüístico, uno de los versos de este poema sin puntuación dice «sin puntuación». Pero, mayoritariamente, el lenguaje de El perro y la calentura es coloquial y poco literario: no procura el efecto estético con una laboriosa orfebrería verbal, sino con la persuasión de imágenes directas y estupefacientes: «Tengo sobre las tetas / un reloj de confianza / y un gusano. / (…) Sonreír es labor de alfarero: / se necesita agua, rueda y sombra. / El mundo, se necesita el mundo. / O quizás una conjura entre / esto que escribo y lo interminable. / Como si dijera: aquí hay un árbol / y un acontecimiento de árbol», escribe Layna en «Rosemarie Waldrop escribe tres cartas cuando perfectamente podría haber redactado instrucciones para desconfiar [los poetas nómadas descansan pendientes de vocabulario encubierto]». Eludiendo todo ensortijamiento (salvo en los títulos, deliciosamente caracoleantes), Layna no utiliza casi nunca cláusulas subordinadas: su ritmo es paratáctico. Su forma desnuda de decir las cosas choca con la complejidad visionaria de lo enunciado. Esta misma paradoja se advierte en los diálogos que componen la segunda parte del libro, «Seis diálogos para desempolvar la materia» (y que son, en realidad, cinco), donde un reglamentado género medieval, estructurado teatralmente en actos, se ve invadido por una explosión imaginativa, por un largo desarreglo de los sentidos, como quería Rimbaud, y también del entendimiento. Pero ese encontronazo no es tal, sino una encendida simbiosis, que alumbra, como todo el poemario, una conciencia renovada del decir, un renacida percepción de la gloria y la tiniebla del habla. En los versos de Francisco Layna nunca se dice lo que esperaríamos que se dijera. Un verso no conduce a otro supeditado al anterior o congruente con él, sino a uno distante y distinto, aparecido como aparece en una fiesta alguien a quien no se ha invitado, pero sutilmente enlazado por ecos subterráneos o resonancias inconscientes. Y las palabras, dispensadas de hipotecas funcionales, se encuentran como bolas de billar, y chocan unas con otras, y circulan por el tapete del poema sin otro cauce que el que deciden en cada momento, según por dónde transiten las demás. De estos contactos brota un sentido sin peso, un luminoso jeroglífico. Este apartamiento de la lógica y la previsibilidad conduce a otra génesis y a otro mundo, donde todo parece recién nacido, exento de deudas y servidumbres, solo atento a su propia afirmación, a la eclosión de sugerencias y ritmos que suscita. El libro de Francisco Layna está escrito en un idioma que no existe, pero cuya consistencia es indudable.
Pero la algazara verbal de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) no solo causa esta impresión de reviviscencia y azar. El absurdo, como sabían bien Beckett e Ionesco y continúa sabiendo hoy Fernando Arrabal, también conduce al humor, porque el humor suele ser hijo de lo inesperado, de lo que frustra las expectativas, basadas en la lógica, con una realidad imprevista y superior. Así, en el «Diálogo de la toalla y el sacrificio», el sacrificio se pinta la boca de arcilla «porque cree en lo primitivo», un vendedor de biblias digitales llama a la puerta y «el aire tiene equivocada la dirección postal». Y en «El perro y la calentura, “novela peregrina”», la calentura le dice al perro: «Si quieres que te besen en el pezón, hazte verdura». El verso nos desazona, pero también nos hace sonreír.
El espíritu teatral del poemario se manifiesta, asimismo, en el apéndice «Dramatis personae», que puede ser considerado su tercera y última parte. En la relación, en prosa, de las personas citadas en El perro y la calentura, incluye datos biográficos, apuntes históricos y juicios estéticos, pero sin abandonar el tono predominante en el libro: lúdico y lírico, fragmentario y jocoso, sutilmente nihilista, felizmente descabellado. «Dramatis personae» acredita, por si el poemario no lo hubiera hecho ya, el arsenal de conocimientos del que se surte Francisco Layna, un reputado especialista en la literatura del Siglo de Oro. Porque para ser heterodoxo, hay que conocer la ortodoxia; para denunciar la linealidad y agotamiento de los discursos establecidos, hay que haber recorrido el camino estricto, y agotador, de los discursos establecidos. En «Dramatis personae» comparecen Mateo Alemán, a quien «hoy nadie lee», y Ángel Cerviño, cuyo poemario Impersonal también cuenta con una última sección titulada «Dramatis personae», y a quien ya ha citado, en un poema del libro, como la persona que le enseñó el verbo acebrar; se especifica que Ralph Waldo Emerson «nunca usó una camisa que no fuera blanca» y que prosa significa en latín «que anda en línea recta»; se nos revela que lo que peor lleva la poeta Zoë Hitzig es no poder lavarse el pelo a diario y que lo que más le gusta es la estridulación de los grillos (a Charles Bernstein, en cambio, lo que le pirra son las gabardinas de doble botonadura y el fuet catalán), y que, en su constante busca de metáforas descabelladas, Wayne Koestenbaum «defiende que Harpo [Marx] tiene una vagina simbólica»; y se denuncia, en fin, que el aclamado profesor Nikola Koljević, «exquisito lector de Shakespeare», de cuyo curso «Poesía y crítica» en la Universidad de Sarajevo todo el mundo se hacía lenguas, dio orden de disparar proyectiles de fósforo, incendiarios, contra la biblioteca de la ciudad en 1992, a consecuencia de lo cual se perdieron cientos de miles de volúmenes, entre los que se contaban incunables, manuscritos austrohúngaros y otomanos, y toda suerte de rarezas bibliográficas (una hazaña por la que Koljević fue recompensado después con la vicepresidencia y la más alta condecoración de la República Srpska, la Orden de la República con Fajín).
El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) se inspira en un libro de hace cuatro siglos, y dialoga con él, para hablar, turbulenta, cristalinamente, con el lector de hoy. Es un acontecimiento feliz.
miércoles, 16 de noviembre de 2022
En el monasterio de Santa María de Sijena (otra vez)
Cuando Pablo y yo, que estamos pasando el fin de semana en Chalamera, nos acercamos hoy al monasterio de Santa María de Sijena, vemos una luz lavada, limpia. Ha llovido toda la noche y el aire parece impregnado de una transparencia caliza. El cenobio se alza, rodeado de árboles, cerca del río Alcanadre. Estuve aquí hace muchos años, con mi padre, a quien le fascinaban estas tierras secas, punitivas, salpicadas por restos de una historia tan hiriente como los matojos y las aliagas que alfombran los campos. Cuando visitamos el monasterio —yo debía de tener 8 o 9 años—, casi todo estaba caído, y recuerdo una gran sala cuyo techo se había derrumbado, pero en la que aún se tenían en pie algunos arcos apuntados, y cuyo suelo estaba cubierto de excrementos de paloma, blanco. Hoy luce otra vez erguido y entero, con nidos de cigüeñas en el tejado e higueras creciendo en los alares, aunque la piedra arenisca con la que está construido acusa gravemente la erosión y ofrece numerosos agujeros y depresiones, como un quieto oleaje de consunción. La rehabilitación, no obstante, no ha acabado: están ampliando el ala en la que se exhibirán los bienes recuperados de la Generalitat de Cataluña después de un larguísimo litigio, y también se ha de mejorar la hospedería, que hoy no funciona como tal, sino como alojamiento de los trabajadores y voluntarios del lugar. El claustro, asimismo, presenta un infinito margen de mejora, como nos informa nuestra guía. Su estado es tan deplorable que no se permite visitarlo. La guía es una voluntaria perteneciente a la Orden de Malta, también llamada de los Hermanos Hospitalarios, o de los Caballeros Hospitalarios, a cuyo cargo está mostrar el lugar a los visitantes y aleccionarlos sobre su arte y su historia. Y no hay ninguna duda de que lo es: no solo por el llamativo chaleco en que así se lee, sino por el colgante con una cruz de Malta de plata que lleva al cuello. La vinculación de la Orden con el monasterio no es de extrañar: la comunidad que la habitó tras su fundación pertenecía a la Orden de San Juan de Jerusalén, que era la Orden de Malta antes de que se llamara Orden de Malta. (Sí, ya lo sé: la cosa de los nombres, en este caso, tiene su intríngulis. Y aún más si atendemos a la denominación oficial de la entidad: La Soberana y Militar Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta). La joven es polaca, pero habla un español casi nativo, con un levísimo acento. Nos franquea el paso, acompañada por un joven negro, con gorra y un polo cuyo cuello y mangas están ribeteados por la bandera española —lo que me lleva a pensar que no pertenece a la Orden de Malta—, tras algún retraso respecto de la hora convenida de la visita. "Disculpen el retraso; es que, cuando uno hace las cosas de corazón, pierde la noción del tiempo", nos aclara. Accedemos al recinto por una puerta presidida por un escudo con la cruz de Malta sobre las cuatro barras y, encima, una imagen de Jesucristo señalando a un cordero. La guía —no me he quedado con su nombre— nos señala, en primer lugar, una hermosa ventana alta, de piedra afiligranada y alabastro, que ha sobrevivido milagrosamente a los sucesivos desastres que se han abatido sobre el lugar. El alabastro se utilizaba para tamizar la luz (¿por qué el ordenador me pone automáticamente en mayúsculas las iniciales de las palabras siempre que escribo el sintagma "la luz"? ¿Estará programado para interpretarlo como una metáfora de Dios y, por lo tanto, para realzarlo tipográficamente?) y alumbrar el interior de las iglesias de un modo que favoreciera el recogimiento y la contemplación, que era lo que se esperaba de quienes entraban en ellas. La amable polaca nos hace reparar —aunque innecesariamente: su volumen es manifiesto— en la torre de señales, alta, cuadrada y rotunda, en cuyo tejado se encendía fuego para dar la alarma sobre la presencia, siempre inquietante, de musulmanes o de otras especies peligrosas (alborotadores, campesinos iracundos, anarquistas más iracundos todavía, y además pirómanos) que se cerniera sobre el convento. "¡Que vienen los moros!", gritaban las señales ("¡Que vienen los rusos!", gritábamos nosotros en el siglo XX, y hoy gritan todavía los ucranianos). De todos modos, este sistema de comunicación lumínica —como con mucha propiedad lo denomina nuestra guía—, por eficaz que fuese —la hoguera se veía desde Zaragoza, a casi 75 kilómetros de distancia—, no ha podido evitar que el monasterio sufriese numerosas calamidades. Por hablar solo de las más recientes, fue saqueado por las tropas napoleónicas —llenas de ateos y masones— a principios del siglo XIX. Luego sufrió la desamortización de Mendizábal, que lo privó de la mayor parte de los bienes y expulsó a la comunidad que lo habitaba. Por fin, en la Guerra Civil estuvo a punto de ser reducido a cenizas: milicianos anarquistas aragoneses y catalanes, venidos de Barcelona, le pegaron fuego y lo dejaron arder tres semanas. También profanaron los sepulcros de los reyes de Aragón y de sus descendientes enterrados en sus muros. Con el cadáver de Sancha de Castilla, hija de Riquilda de Polonia (como nuestra guía nos recuerda con un deje de satisfacción), consorte de Alfonso II de Aragón y fundadora del monasterio en 1188, los milicianos hicieron una procesión macabra, que acabó con sus restos tirados en un muladar, de donde se cree que fue recuperado por campesinos de la zona y enterrado en el cementerio del cercano pueblo de Sena. Aunque en los años cuarenta, con el apoyo del franquismo, nacionalcatólico, se recuperó en parte y volvió a acoger a una comunidad religiosa, la Familia monástica de Belén, de la Asunción de la Virgen y de san Bruno (se conoce que, para ocupar el monasterio, hay que tener un nombre que condiga con su monumentalidad), de tradición eremítica, esta abandonó definitivamente la abadía en los años 70 (para instalarse, por cierto, en Valldoreix, al lado de Sant Cugat, donde vivo). Fue en esa década de abandono total cuando mi padre me llevó a visitarla. Junto a la torre se encuentra el pórtico de entrada a la iglesia, de estilo mil doscientos, esto es, de transición del románico —un románico de trazas cirstercienses— al gótico, con trece arquivoltas (no doce, como solía ser habitual, en representación de los apóstoles; la guía conjetura que la decimotercera podría simbolizar a la Virgen, la primera persona a la que vio Jesucristo al resucitar. Cuando me ve tomar notas, me pregunta si soy periodista. Le contesto que no, pero que me gusta colgar crónicas de los lugares que visito en mi blog. Entonces me pide que no revele su teoría, que ella ha tildado de "atrevida". Yo le digo que no lo haré, pero he cambiado de opinión). Las trece arquivoltas —algunas de las cuales presentan un tono rojizo, que no es su color original, sino el que le dio el fuego desatado por los anarquistas— generan un efecto visual, de embudo, que subraya adecuadamente el paso del espacio exterior al interior, donde han de prevalecer la humildad y la meditación. El templo es sencillo y elegante, con planta de cruz latina, nave, crucero y tres capillas absidiales, una de las cuales convirtieron las monjas en columbario. Por eso es cuadrada: para aprovechar más el espacio y que cupieran más nichos. Ah, las religiosas, siempre tan prácticas y hacendosas. De las pinturas que revestían toda la iglesia apenas queda nada: algunos restos, muy desvaídos, de la Anunciación, con el arcángel Gabriel y la Virgen María, en el ábside central, y la deteriorada representación de la Adoración de los Reyes en una de las paredes. Todo lo demás se ha volatilizado con los incendios, los desmoronamientos y las profanaciones. La iglesia también acoge el sepulcro de Rodrigo de Lizana, un noble que primero combatió contra el rey Jaime I y luego a su lado, y, en el mausoleo real, los de Sancha de Castilla, su hijo el rey Pedro II —el vencedor de las Navas de Tolosa, pero el derrotado en Muret por las tropas del papa en su cruzada contra la herejía albigense: Pedro se puso, equivocadamente, de parte de los cátaros, a todos los cuales el pontífice hizo pasar a cuchillo, mientras que a Pedro, a quien no podía rebanar el pescuezo porque era rey, lo excomulgó— y sus hijas Dulce y Leonor. Los sepulcros están vacíos, claro: las turbas incendiarias en la Guerra Civil no dejaron un cadáver sano. El recorrido concluye en el refectorio, muy restaurado (creo que fue el refectorio, sostenido por múltiples arcos apuntados, lo que vi derruido en mi visita de niño), donde la guía nos recuerda que la visita es gratuita, pero que los donativos son bienvenidos. Yo dejo diez euros en el cepillo, cinco por barba. A la salida, reparo en una espadaña doble muy castigada por la erosión; tanto que me parece asombroso que no se haya venido abajo todavía. Aunque ha empezado a llover, la luz sigue pura (y el ordenador sigue mayusculizándomela).
sábado, 12 de noviembre de 2022
Vivir, ¿dónde es?
Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) es uno de los grandes poetas en castellano del siglo XX. Su obra, ahora aparecida en España bajo el título de Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), documenta alguna de las preocupaciones esenciales de la contemporaneidad y refleja una evolución singularísima, desde una eclosión primera arraigada en lo surreal hasta la negación del estilo, como si a la busca de la más estricta cabalidad personal solo pudiera corresponder una desnudez total, una palabra nuclear y silenciada.
El eje del pensamiento poético de Cadenas se sitúa en el absoluto desvalimiento del yo. El ser que habla en sus poemas es siempre alguien frágil y levísimo, enfrentado a la enormidad anonadante del mundo. Y es así desde sus primeros poemas, contenidos en Una isla (1958), hasta sus más recientes composiciones, como si el paso del tiempo no hubiera hecho sino acentuar una debilidad que la energía juvenil camuflaba. El yo poemático es torpe, vulnerable, insapiente, quebradizo hasta lo volátil; su conciencia es una membrana escueta, próxima a la nada, que la realidad —la demasiada realidad— aplasta con su peso. «Soy desmañado, camino lentamente y balanceándome por los hombros (…) como un matiz, sobrevivo en la indecisión», leemos en el primer poema de Los cuadernos del destierro (1960). Este ser consciente de su incapacidad para hacer frente a las exigencias del mundo, penetra pronto en un bucle esquizoide, muy propio de nuestra modernidad cisoria. A veces, es guardián de su propia desgracia o su propio rehén, pero ello constituye, en realidad, al par que el reconocimiento de una cobardía, la confesión de una superioridad moral: la de quien acepta su responsabilidad por haberse convertido en lo que es. Otras veces, este yo desamparado duda sobre la identidad —otras escisión indisociable de nuestro tiempo— y aun sobre la existencia: «Si ambos fuésemos reales, no nos desgastaríamos en esta persecución, pero nuestra servidumbre es la misma: somos personajes. Nos acompaña el miedo», dice en «El enemigo», de Memorial (1977). El yo es una tramoya, una pluralidad de oscuridades; a diferencia del otro que era para Rimbaud —y que afirmaba, con su enajenación, su presencia—, el yo de Cadenas es nadie: «Soy esta vacilante disponibilidad,/ esta ausencia de rostro,/ este descolor.// Soy este en quien se extingue/ hasta la idea de hombre», reza otro de los brevísimos poemas de Memorial. Pero esta inexistencia no evita la ruptura. El yo no es dueño de sí: vive expulsado, a trasmano, inmóvil, pero no en la inmersión extática del quietismo, ni en la parálisis jubilosa del amor, sino en su propia ausencia, en su propio desconocimiento. En Memorial abunda el motivo de la extrañeza, como si el yo que habla en los poemas hubiera sido arrancado de sí, como si fuese ajeno a sí: «No es mía la luz que te recobra.// Yo solo me pliego a lo que ocurre.// Hace tiempo mis manos dejaron de obedecerme./ Hace tiempo trabajo para alguien que no conozco». La realidad constituye, en cualquier caso, un monstruo envolvente, que derriba al ser, que lo sume en la mudez y el fracaso, y que le inyecta su propia monstruosidad. Ésta es la peor de sus conductas: no solo vuelve consciente al hombre de su insuficiencia y su necedad, sino que lo incorpora a su tiniebla: lo impregna de nulidad. El yo padece transformaciones espectrales, y queda retratado en etopeyas delirantes: la angustia lo abraza como una hiedra tóxica. Frente a la flaqueza, la demencia y el vómito, el yo poemático de Cadenas busca una huida imposible, o la ocultación: «Ya es bastante, claridad del día, ya es bastante, tornasol del rayo, ya es bastante, jilguero de la mañana, ya es bastante, relente de la medianoche. Voy a ocultarme de nuevo». Aunque participe de la cosmogonía romántica, que sitúa en el yo y en sus fértiles abismos el núcleo de todo conflicto, la poesía de Cadenas es antirromántica: nada hay en sus personajes —que son, en realidad, uno solo: el hombre sumido en la sinrazón del mundo— del héroe que, en defensa de su ser libérrimo, ofrece su pecho desnudo a los zarpazos de la adversidad. Sus figuras son más bien entes abrumados por la grosería de las cosas, temerosos de su grisura invencible, que conviven con su náusea y su inutilidad, que manotean en el vacío, sabedores —hasta la desesperación— de su insignificancia en el flujo inconcebible del universo, y que solo aspiran a sobrellevar, con resignación, su propia fragilidad. Sin embargo, saben también que el enemigo no está en las cosas, pese a su apremio constante, sino en su propio interior: «¡Oh! tú, mi enemigo, dentro de mí, entrégame las llaves definitivas para abrir el más claro aire, las arcas transparentes», reza otro fragmento de Los cuadernos del destierro. La mirada de Cadenas es siempre hacia ahí, hacia la «nuez de los adentros», hacia lo que vive bajo la piel: un análisis —o crítica— de lo entrañado, donde brota, como señala con acierto Darío Jaramillo Agudelo en su prólogo, «la luz quemante y enceguecedora de las revelaciones», la tiniebla estremecedora de quien escruta su subsuelo.
Si un poema de Rafael Cadenas recoge esta cosmovisión, es «Derrota», que data de 1963, quizá el más antologado y conocido de toda su obra. «Derrota» es una larga enumeración, burlesca y desgarrada, de los fracasos del yo, una confidencia a gritos, en la que el poeta afirma ser «imbécil y más que imbécil de nacimiento», con la que no resulta difícil identificarse, porque, como bien dice Jaramillo Agudelo, «se necesita ser demasiado imbécil para no haberse sentido imbécil alguna vez». En el poema se suceden las pinceladas autobiográficas y se mezclan hachazos nihilistas («no soy lo que soy ni lo que no soy») con lúcidos erizamientos metafóricos: «he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío, una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano». El texto mantiene un óptimo equilibrio entre el hervor y la coloquialidad, entre el rétor y el payaso, entre lo humilde y lo soberbio, y acaso a ello se deba su extraordinaria popularidad. Por lo demás, algunos de los rasgos expuestos por Cadenas en su etopeya constituyen, para quien lo haya conocido, evidencias irrefutables: «he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo».
Pero, como se ha dicho ya, el pensamiento poético de Rafael Cadenas se plasma en un lenguaje paulatinamente adelgazado, cuya mutación parece acomodarse a sus resoluciones éticas. Lo más meritorio de esta evolución es, no obstante, la entereza estética que en todo momento mantienen las sucesivas formas poéticas adoptadas por Cadenas: todas son persuasivas; todas son verosímiles; en todas conmueve la palabra.
Una isla arranca con versos delicados pero intensos, finos como agujas transparentes. Sus sintagmas breves y fragmentados se aproximan al aforismo, un género que Cadenas ha cultivado con frecuencia a lo largo de su obra: «Escribo/ como quien se inclina sobre el cuerpo que ama». No obstante, estas formas entecas se combinan con tropos encendidos e imágenes anómalas, que revelan el sustrato irracionalista del poeta, y que, en un cosmos de muelles, mercados, selvas, follajes y lluvias, iluminan el desmayo y la exaltación del amor, y de la pérdida del amor: «Al evocarte, mi extravío cesa», escribe en «Isla». Y, en otro poema en el que recuerda el encarcelamiento sufrido por su pertenencia al Partido Comunista, dice: «El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero a través de ti yo era innumerable».
En Los cuadernos del destierro —uno de los poemarios más influyentes de toda la literatura venezolana del siglo pasado—, Cadenas recurre al poema en prosa, idóneo para el derramamiento oracular y la transposición ramificante del pensamiento, como medio para exacerbar la propensión surreal presente en Una isla. El tono es épico: se habla de un ayer mítico, con un lenguaje siempre en pretérito, arremolinado en enumeraciones caóticas. Resulta inevitable pensar en los mantras taxonómicos con los que Saint-John Perse celebraba la naturaleza y, al mismo tiempo, los logros de la civilización, o en otros poetas profusos, como Whitman o Rimbaud, de cuyo barco ebrio se perciben ecos en algunas composiciones. La majestuosidad versicular se alía con los cultismos y los arcaísmos: «el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar. Toda tú adunada por mareas geométricas a mi piel. Toda presión, jadeo, huida, retorno, blancor, demencia. (…) Extensión que amamanta mi vicio. Sombra del láudano bajo mi pesado tiempo». A veces, parece un relato autobiográfico bajo una corteza hímnica: se observan pequeños entrecruzamientos, vislumbres de lo cotidiano, aunque siempre signados por lo fúnebre, acaso por haber sido escrito en la circunstancia desdichada del exilio. Lingüísticamente, Cadenas es categórico: «He roto con la luz. (…) Sea la oscuridad».
Después de la catarsis órfica que supone Los cuadernos del destierro, la montuosidad expresiva de Cadenas se modera visiblemente, hasta casi desaparecer. Falsas maniobras (1966) presenta ya un empuje metafórico menor, con descripciones más concisas, menos divagantes, casi axiomáticas, y una mayor sequedad léxica. Los poemas, que hablan del hombre corriente, abrumado por la mezquindad y el fracaso, pero aún capaz de examinarse con ironía, parecen brotar de repente, sin músculo analítico, pero dotados de una verdad raigal, nacida de la intuición. En «Frente al tiempo» leemos: «Eres tú el amor antiguo./ (Por buscarte, me recogí, dejé, suprimí, me abstuve, aplacé./ Guárdate de la esperanza.)/ Amor, detenido en el aire como una mano por otra mano».
En Intemperie (1977) se constriñe aún más el lenguaje y se favorece el trobar leu, carente de aderezos y telurismos. «El delirio ya no me solicita», escribe Cadenas. Y es cierto: sus formas parecen ceñirse, cerrarse, hasta alcanzar una redondez todavía con aristas, todavía rugosa, pero muy cercana ya a lo irreductible. No obstante, lo más significativo de este acendramiento expresivo es que se presenta como una condición necesaria para una estancia limpia en el mundo, no fundada en la impostura, sino en la verdad, que se identifica con lo real: «No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./ Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir. Seamos reales./ Quiero exactitudes aterradoras./ Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas».
Memorial, también aparecido en 1977, se acerca todavía más a la realidad, a lo cotidiano, con deliberados ejercicios de prosaísmo, que no eluden, empero, lo trascendental: «Autobuses, repartidor de pan, duchas que despiertan, luces de algunas ventanas, tono gris amarillento del amanecer./ El día recibe ojos ahogados.// Un pacto con lo intranquilo», leemos en «Insomnio». Se trata de piezas sintéticas, compactas, que se transforman a menudo —como en tantos otros lugares de la producción de Cadenas— en máximas. Según avanza el libro, los poemas se abrevian aún más: se vuelven versículos enjutos, dísticos ingrávidos: «Florecemos/ en un abismo». Abundan las estocadas reflexivas, vagamente rememorativas, vagamente eróticas. Y aparece también algo indefinido y amenazante, como en Casa tomada, de Cortázar: menudean enemigos, inquisidores, fanáticos, y planean ideas de guerra y devastación. Estos timbres ominosos aguzan todavía más el filo de la palabra, cuya exactitud lacera.
En Amante (1983) y Gestiones (1992), los dos últimos poemarios publicados por Rafael Cadenas, se alcanza la máxima simplificación formal, un lenguaje llano que traduce «la médula de lo cotidiano», y cuya única demasía es lo simple. La reflexión metapoética, que atraviesa ambos libros, no deja lugar a dudas: se trata de respirar por los poros del lenguaje, y algo aún más rotundo, que prolonga aquel vínculo, es más, aquella identidad entre palabra y moral anunciada en sus poemarios anteriores: «No quiero estilo, sino honradez». Cadenas no desea ser poeta, sino artesano de las palabras: un artesano que aparte el énfasis y, llevado de la mano por lo inoído, abandone «el país gárrulo». Armado con esta simplicidad, puede observar y registrar: el poeta es solo un amanuense asombrado, cuya única —y enorme— misión es dar cuenta de la extrañeza de la vida.
Obra entera incorpora, como una prolongación natural de la poesía de Cadenas, varios libros de ensayo: Realidad y literatura (1979), En torno al lenguaje (1985), Anotaciones (1983), Dichos (1992) y Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística (2000), todos los cuales vehiculan una lúcida preocupación por la palabra: por su depuración y su verdad. Las reflexiones que estos libros contienen acompañan, y dan solidez teórica, a una poesía en permanente lucha contra el exceso, en permanente desuello, en permanente desyoización. La reivindicación de un inestilo que rescate a la poesía de toda amplificación falaz y la devuelva al espacio de la vida —y de la realidad— acaso no sea compartida, pero no puede negarse lo razonable de los argumentos con que el poeta la sostiene, ni la elegancia del estilo con el que pretende abrogar el estilo. Cadenas clama por una literatura pulcra, estricta, inmediata, directa, desnuda, por oposición a esos escritores que «prefieren, con mucha superficialidad, llenar el mundo de palabras, fabricar montañas, continentes, universos de palabras, universos presuntuosamente autónomos que se alimentan de sí mismos, universos monstruosos que se nutren de su propia sangre extenuada, montones de palabras desconectadas, exangües, fatuas, ocultadoras, soberbias, palabras-disfraces, palabras-olvido, palabras-velos, palabras que forman la pirámide de la ilusión para el que las maneja, que se siente dueño de un poder, y para el que las recibe que lo comparte. Millones de palabras: astronomías emancipadas; infinitos de aire». La suyas, sin duda, no son así.
[Este artículo, sobre Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), de Rafael Cadenas (introducción de Darío Jaramillo Agudelo, Valencia, Pre-Textos, 2007), se publicó en Quimera, nº 293, abril de 2008, pp. 18-21, y se incluyó en Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), Ciudad de México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2016]
domingo, 6 de noviembre de 2022
El discreto encanto del castillo de Castelldefels
El castillo de Castelldefels fue una compañía constante en mi adolescencia, pero una compañía desconocida y casi intangible, porque nunca pude visitarlo: estaba cerrado a cal y canto, y era inaccesible. Su presencia, magnificada por su monumentalidad, me entristecía un poco, porque los muros estaban muy ajados y llenos de pintadas, el portón de madera de la entrada andaba no menos castigado, y todo él desprendía un aire de fatiga y mugre. Mis padres habían comprado un pequeño apartamento en Castelldefels, al principio de la calle en cuyo otro extremo se alzaba el castillo, muy cerca del cementerio, y desde la terraza del piso, un ático, se divisaba la fortaleza, rojiza y sombría, aunque envuelta siempre por el manto azul del cielo. Hoy, completamente restaurado, he decidido visitarlo con mi amiga Blanca. En realidad, la restauración más importante de su larga historia se produjo en 1897, cuando el banquero catalán y senador del Reino Manuel Girona —que financió asimismo la conclusión de la fachada neogótica de la catedral de Barcelona— contrató a un arquitecto de campanillas de la época, Enric Sagnier, para que lo devolviera a su ser, tras muchos años, o más bien siglos, de desidia y abandono. El castillo, como suele suceder, se levanta en un emplazamiento en el que lo precedieron otras construcciones, militares y religiosas. En la colina donde se encuentra, hubo asentamientos íberos y luego edificaciones romanas, y en el siglo X consta documentada la primera fortaleza, que fue creciendo para dar respuesta, primero, a las incursiones árabes —Castelldefels estaba en la frontera con el amenazador califato de Córdoba— y, después, a las sangrientas correrías de los piratas berberiscos, que durante siglos saquearon las costas mediterráneas y, con especial insistencia, las catalanas, desde el Ampurdán hasta el delta del Ebro. En 1550 se erigía ya un poderoso alcázar, que los documentos de la época identifican como "el castillo rojo del barón de Eramprunyà", dado el color bermejo de la piedra con la que estaba construido. Antes de entrar en el recinto, vemos la torre de guaita —la atalaya— que formaba parte del complejo defensivo del castillo y que servía para avistar a los piratas argelinos o los corsarios encargados por otras naciones de incordiar a España, en cuyo momento las campanas daban la alarma y todo el mundo se aprestaba a la defensa (o ponía pies en polvorosa). Está desmochada y es levemente troncocónica. A las dependencias del castillo se accede por el patio de Armas, y la primera que visitamos es la más espectacular del conjunto: la sala noble, donde nos recibe una leyenda edificante: Labor prima virtus: "El trabajo es la primera virtud". Aunque aquí, desde luego, nunca se ha trabajado demasiado. El servicio, sí, claro: los innumerables cocineros y criados se dejaban la piel. Pero Manuel Girona, su familia y sus muchos invitados solo disfrutaban de los patricios placeres de su posición. Una vez restaurado el castillo, el banquero gustaba de organizar en él fiestas y tiberios, a los que acudía la crème de la crème de Barcelona, que él, pleno de humildad, introducía en el morrocotudo edificio con la consabida frase: "Passi, passi, que veurà el piset". Las paredes de esta sala institucional están pintadas de águilas y señeras —la ferocidad y el seny, la elegancia y el patriotismo—, y en varios puntos encontramos las siglas MG, correspondientes al nombre de su feliz propietario. A la derecha, hay una enorme chimenea decorada con motivos vegetales. Al frente, varias vidrieras con figuras. A la izquierda, una losa negra con letras doradas que recuerda los hitos del castillo: los barones de Eramprunyà lo edificaron en el siglo XIII, lo engrandecieron en el XVI y lo renovaron en el XVII; y Manuel Girona y Arafel lo compró y restauró en 1897, como ya sabemos. Y, en la puerta que da paso a la siguiente sala, la de esgrima, un friso renacentista con hojas de acanto y amorcillos y escenas de caza completa la decoración de un espacio despejado y luminoso, desde cuyas ventanas se contempla el macizo del Garraf, con sus cumbres modestas, pero llenas de verdor, y un mar turgente como una plancha de estaño. La sala de esgrima es una habitación pequeña (no sé cómo podían asestarse sablazos aquí, la verdad), cuyas paredes están decoradas con pinturas del siglo XVIII: bustos de emperadores romanos (Constantino, Claudio, Tiberio [este me parece muy adecuado, dado lo pantagruélico de los banquetes que se celebraban aquí], Trajano y un desconocido Fulberto), medallones con imágenes grecorromanas, frescos bastante deteriorados en la mitad inferior y frases edificantes en latín y castellano. Quizá las pusieron aquí para moralizar a los esgrimistas. "La paciencia vence a los males", dice una ("la paciencia es la madre de la ciencia", decía, con rima y todo, un profesor de mi colegio). "Del vino saca el sabio su virtud", reza otra, traducción libre del clásico in vino veritas, que llenaría de indignación a los neopuritanos de hoy, empeñados en castrar de placeres al hombre, pero que se ve contrarrestada por otra que critica los excesos etílicos: "La embriaguez entorpece el ingenio". "Nada más provechoso que el silencio", leemos más allá, algo que suscribo con entusiasmo y que me recuerda a Manuel Azaña, según el cual, si todos habláramos solamente de lo que sabemos (en el caso de que supiéramos algo, claro), se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar. En el comedor, al que pasamos a continuación, vemos más vidrieras, o fragmentos de vidrieras, pertinentemente decoradas con uvas, aves y frutas exóticas, como la piña, y una parte de la lujosa vajilla de la familia Girona, aunque la pieza más atractiva de la habitación es la escultura El beso perdido, de Lambert Escaler i Milà (que fue comediógrafo además de escultor, y que acabó sus días haciendo gigantes y cabezudos para las fiestas de los pueblos), fechada en 1902: se trata de un busto de mujer, en terracota policromada, con la melena desordenada, los ojos entrecerrados y los labios juntos y salientes, en busca de un beso que nunca llega, aunque tanto Blanca como yo estamos tentados de estampárselo para satisfacer ese deseo eternamente insatisfecho. En la atmósfera austera del comedor (y de la cocina, aneja, en la que destaca un horno colosal de hierro forjado), El beso perdido constituye un relámpago de sensualidad, un sinuoso recordatorio de las delicadezas que, a veces, ofrece el mundo. Al subir al mirador, percibo el fuerte olor a madera de las puertas del castillo: es materia viva, que todavía respira. ("Materia" y "madera" provienen del mismo étimo). También reparo en algunas inscripciones modernas en las paredes de las escaleras: por ejemplo, "secretaría", "oficina" o "servicio", la última de las cuales especifica, todavía, un horario concreto: de 9 a 13 horas. La casa de Manuel Girona contaba con sus mayordomos y sus funcionarios, y de su labor dan testimonio estos estucos parlantes. Desde el mirador, restaurado a la moderna, se ve todo el parque del Garraf y el pueblo de Castelldefels, y, a nuestra espalda, el torreón del castillo, envuelto en una redecilla que impide que algún cascote que se desprenda mate a alguien, y coronado por la bandera municipal, que es como la de Ucrania, pero al revés: la franja amarilla está arriba y la azul, debajo; parece más bien la de la Unión Deportiva Las Palmas. También advertimos el campanario del castillo, del siglo XII, pero con remate modernista: un trencadís, la técnica ceramista tradicional catalana, tan cara a los modernistas, a base de cerámica vidriada verde. De lo más alto pasamos a lo más bajo: la iglesia, consagrada a Santa María, y adosada al torreón. El templo, documentado en el 967, perteneció durante siglos al monasterio de Sant Cugat, lo que me hace sentir hoy como en casa. Pero la visita es audiovisual y está automatizada, es decir, solo entraremos cuando las puertas se abran y empiece el espectáculo. Un reloj digital señala, muy cerca de un friso con tres figuras (la Virgen, el arcángel Miguel matando a un dragón y otro ángel anónimo) en la fachada, cuánto falta para ello. Lo muy antiguo se alía, gracias a la inteligencia de los munícipes locales (el castillo pertenece al ayuntamiento de Castelldefels desde 1988) y a una tecnología rabiosamente cinematográfica, con lo muy actual, aunque yo preferiría que las cosas fueran un poquito más antiguas y se pudiera entrar y pasear libremente por la iglesia, y curiosear sin restricciones, y sentarse, si a uno le apetece, en las piedras o los bancos para respirar el silencio y la melancolía del lugar, en lugar de ser conducido por todas partes con la urgencia cronometrada del documental pregrabado y una voz en off tan acaramelada como imperiosa, que no permite ni la conversación ni la pregunta, ni practicar el noble y muy olvidado arte de mirar las musarañas. Esperamos, pues, en el patio, oyendo las campanas, que dan discretamente la hora —tan discretamente que parece que no quieran darla—, y, cuando llega el momento, las puertas se abren, como las de una vieja gruta mágica, y entramos. Dentro nos esperan muestras de la dilatadísima historia del castillo y de su iglesia, desde una inscripción funeraria del siglo I d. C. en la que una mujer llamada Valeria se despide de su esposo, que ha sido un "óptimo marido" (¿en cuántas lápidas de hoy se hace un elogio como ese? Ahora más bien predominan los epitafios de recochineo: "Aquí yaces y haces bien; tú descansas y yo también"), hasta restos del cuartel y la cárcel que fue durante la Guerra Civil, en la que las Brigadas Internacionales recluían a los brigadistas desertores o indisciplinados: en las paredes abundan las estrellas (que suponemos rojas) y los grafitis artísticos, dibujados por prisioneros muy ideologizados y muy aburridos, pero muy buenos dibujantes, que representan paisajes, trenes que parten a otros escenarios de la guerra o rostros de personajes de aquella época terrible, como Gorki, el escritor revolucionario, o Maurice Thorez, secretario general entonces del Partido Comunista francés. En un par de vitrinas, iluminadas durante escasos segundos, se conservan armas, cascos y objetos personales de los soldados, así como una gran bandera republicana, perteneciente a la Brigada Móvil de la Tercera División. Hemos de salir deprisa de la capilla en la que se concentran los grafitis, porque una cortina semirrígida la cierra enseguida y amenaza con caernos en la cabeza o dejarnos allí dentro hasta que llegue la próxima hornada de visitantes. La última parte de la visita es la zona dedicada a recrear la importancia de la piratería en la historia del castillo. Es la que menos me gusta: aún no he conocido ninguna dedicada a este asunto —y he visto unas cuantas en diversos países— que no resulte disneyana, llena de imágenes de tebeo, o de película de Hollywood, con mapas del tesoro, banderas negras con la calavera y las tibias, arcones llenos de monedas de oro y loros en el hombro de bucaneros indefectiblemente tuertos. Esta incorpora efectos tan propios de un parque de atracciones como que el suelo se mueva, sugiriendo el balanceo de las embarcaciones. Yo habría preferido que la exposición se dedicara a ilustrar la información que se ofrece, brevemente, a la entrada, y que habla de los corsarios célebres que asolaron estas costas, como los otomanos Barbarroja (que era, en realidad, un cristiano renegado), Dragut, Uchalí o la aguerrida Sayyida al-Hurra, cuyo nombre significa "mujer soberana, que es libre e independiente", granadina, hija de moros expulsados por los muy católicos Reyes Católicos, y que se hartó, alfanje en mano, de abordar naves, saquear pueblos y rebanar gaznates. Curiosamente, también hubo corsarios españoles, como el catalán Bernat I de Vilamarí, que, al servicio de la corona de Aragón, les amargó la vida a los genoveses; el mallorquín Antonio Barceló, que se desempeñó contra los berberiscos; o Antoni Riquer Arabí, un ibicenco que dispensó a los ingleses la misma medicina que ellos, por medio de Francis Drake, el mayor filibustero de la historia, entre otros, habían dado a probar a los españoles.
miércoles, 2 de noviembre de 2022
Elogio de la baja laboral
A la baja laboral —a la alegría— se llega por el dolor. Insoportable, a veces. Pero no importa: el sufrimiento, como nos ha enseñado la Iglesia, nos dignifica: nos rescata de las garras de la producción, de la obligación —asumida: esto es lo peor— de contribuir sin pausa a la hacienda del mundo, de cumplir nuestro destino de homo (y también, o sobre todo, mulier) faber. La baja laboral destaca tanto por lo que afirma como por lo que niega. Afirma la libertad —o la liberación— del individuo, que se impone a su deber. [No lo desmiente el hecho de que el ser humano no sea libre: sentimos serlo, y eso basta]. Y niega la obsesión de obrar: el peso mortificante de hacer sin otra finalidad que seguir haciendo. La baja laboral manumite: de quien estamos obligados a ser, prisioneros de los otros y de nuestra agónica necesidad de sobrevivir. Con la baja laboral reencontramos los minutos que antes se perdían, como el agua de un grifo abierto, por las enmohecidas cañerías de la obediencia y la monotonía. Y esos minutos se reúnen ahora en horas que nos acarician largamente, que nos envuelven como hierba, que nos dicen cosas bonitas al oído, que nunca nos telefonean ni convocan a videoconferencias, sino que se estrechan aún más contra nosotros, y nos pellizcan las nalgas, y nos disuaden de morir. La baja laboral abre la espita de la lentitud, de la áurea indolencia de los pasos que no han de llegar a ningún sitio y de las manos que acarician otra vez lo que se habían olvidado de acariciar. La baja laboral manda al trastero de la inexistencia los dictámenes, los ferrocarriles y los veinte minutos del bocadillo. La baja laboral es una prolongación milagrosa del silencio: solo aire, solo espacio, solo ser. La baja laboral confirma que el trabajo es una categoría aborrecible: la causa y el fruto del martirio del hombre (y de la mujer). El tripalium, de donde proviene la voz 'trabajo', era un atroz instrumento de tortura: supliciaba con vertiginosa lentitud. Con la baja laboral descubrimos sensaciones preteridas: el estar paciente; la hermandad con las cosas; el temor fugitivo. Baja: de las alturas sórdidas de la repetición, de las cimas subterráneas de los códigos y las capitulaciones; laboral: de la tarea aborrecible de entregarse sin placer, de inmolarse en el altar inclemente de la empresa o la administración. La baja laboral sana, y no solo de la enfermedad: nos cura de la enajenación. Nos hacemos otro sin sojuzgar al otro, sin apropiarnos de nada suyo que nos haga más nosotros; somos ajenos por prescripción facultativa. La baja laboral pacifica a la vez que excita. Vemos tantas cosas por primera vez: el árbol cuya corteza siempre habíamos creído una sombra; la urraca saltarina que busca acomodo entre las horquillas de ese árbol; la mano con la que escribo estos calambres, arrugada ya, pero aún mía gracias a las palabras, aunque triste de tardes, sedienta de otras manos. La baja laboral es un gran telón que se levanta para enseñarnos el teatro en el que actuamos, donde el monólogo se trenza con la ausencia. Pero este escenario vacío se ilumina de aplausos venidos de las venas, y esa ovación implica un descubrimiento. Averiguar el frío supone vencer al frío. Aunque no hay derrota en ello: comprender las sombras arroja luz. La baja laboral es un paréntesis que ni se abre ni se cierra, un paréntesis que no nos recluye, sino que nos abraza; que no nos arroja al río que se aleja, sino que nos deposita en el que llega, como algo que nos pariese, o que nos reconstruyera. La baja laboral sucede como una sinfonía queda, plagada de pequeños asuntos que tocan el triángulo, y de los oboes de los desayunos sin final, y de una sección de cuerda en la que quedan atrapados todos los pájaros, todas las ambulancias, todas las masturbaciones. La baja laboral dice adiós, cada día, a cuanto hemos querido ser sin que tuviéramos ningún deseo de serlo. Y eso que dejamos atrás, como la piel mudada de la serpiente, nos acecha felizmente desde los márgenes, donde no hay sol ni obcecación. Fuera de la baja laboral queda lo esencial e insustancial; dentro, lo que es dueño de todo por no desear nada, lo que nos desvela y nos desuella, hasta dejarnos a solas con nuestra ineludible fragilidad. Esta visión, sin embargo, no daña: eso somos, más lúcidos ahora, por más adentrados. Todo hay que agradecérselo a la baja laboral, que planea sobre nuestras cabezas, y en las estancias del corazón, como un corazón grande y transitorio. Nos gustaría que la baja laboral fuese como los vencejos: que no necesitara posarse, salvo para procrear. Que hasta durmiese volando. La baja laboral duerme con nosotros, se ducha con nosotros, nos pone las zapatillas y los guantes, se da de alta en Netflix, lee sin parar, refuta los termómetros y la melancolía, sonríe aunque carezca de labios. La baja laboral, mientras existe, es nosotros. Con ella, nuestro nombre no nos incomoda. Existimos. Sabemos de la realidad que nos ilumina las entrañas. Palpamos la textura de nuestra huida, ahora concéntrica, como el eje de un torbellino. Todo gracias a la baja laboral. Pero acabará: algún día morirá lo que nos salva de la muerte. Su fin se insinúa en el cielo como una ventisca naciente, como el fustazo de una catástrofe irreparable. La baja laboral decaerá, y nosotros con ella. La salud recuperada será la enfermedad definitiva, esa que transita por el calendario con pasos aviesos, con la rectitud avinagrada de los relojes y la malevolencia de los jefes de personal. La baja laboral, muerta, anunciará la muerte. Pero hasta entonces desplegará sus alas enamoradas; hasta ese momento infausto, nos hisopará con su agua de luz, con su sábana redentora.