Hace muchos años, cuando no era más que un mocoso, viajé con mi padre al monasterio de Villanueva de Sijena. El lugar estaba muy cerca del pueblo natal de mi madre, Chalamera, una aldea del Bajo Cinca famosa —si es que se puede utilizar este término para calificar a una población de no más de cien habitantes en invierno— por haber sido el destino ideado por algún cráneo privilegiado del franquismo para albergar una central nuclear (aprovechando la paradójica condición de lugar desértico —se encuentra en las estribaciones de Los Monegros— y bien surtido de agua —por la confluencia de los ríos Cinca y Alcanadre—; contra aquella central cantó el mítico, y entonces joven, José Antonio Labordeta, y los que éramos críos en aquellos años nos pasábamos el tiempo tarareando el "Romance de Chalamera", que nos hacía sentir importantes y subversivos) y también el pueblo en el que naciera Ramón J. Sender, uno de los mejores narradores españoles del s. XX. A mi padre —un hombre de campo, a pesar de haber nacido y vivido siempre, salvo algún tiempo en la Guerra Civil, en Barcelona— le gustaban aquellas tierras, tan agrestes como desafiantes, y siempre que podía se perdía por las breñas y ripas de la comarca. También le gustaba que yo lo acompañara, para así ejercer su magisterio conmigo: mi padre tenía cierta vocación pedagógica (y escénica), fruto de su sedicente condición de intelectual, aunque nunca fuese más que un vendedor, y mi madre y yo éramos, no sus únicos, pero sí sus más asiduos destinatarios. Mi madre, no obstante, había desarrollado con los años una admirable capacidad para zafarse de las lecciones conyugales: volvía los ojos a lo que estuviera haciendo, soltaba un bufido y, si con eso no había sido suficiente, se ponía a hablar de cualquier cosa con dedicación de orador, ella, que era más bien callada. Solo quedaba yo, pues, como alumno de mi pobre padre, que se esforzaba por transmitirme los conocimientos trompicadamente adquiridos en décadas de lecturas antifranquistas y desordenadas. Fuimos, como decía, al monasterio de Villanueva de Sijena. No recuerdo nada del viaje en sí, ni del hostal o pensionceja en el que nos debimos de alojar, pero sí de las muchas horas que dedicamos a contemplar el monasterio y a pasear por los alrededores. Una imagen perdura sobre todas en la memoria: la ruina del interior del cenobio. Los muros y contrafuertes exteriores, medievalmente recios, resistían todavía, incluso con donosura, pero la iglesia y las dependencias interiores eran pasto de la devastación y las palomas. Las palomas habían colonizado aquellas ruinas: llenaban los arcos, que ya no sostenían nada, las crestas de las bóvedas caídas, los restos de techo del ábside y las capillas. Estaban por todas partes, y todo lo tapizaba su guano: una membrana blanquinegra y pulverulenta, de olor ácido. Las palomas —que el Evangelio ha encumbrado como mensajeras de la paz, pero que no son sino ratas aladas— revoloteaban con fiereza y, cuando se tranquilizaban, se nos quedaban mirando, desde sus atalayas horizontales, como un ejército en formación. Parecía una escena de Hitchcock. Desde sus tiempos de esplendor medieval, en que acogió, en vida y una vez muertas, a hijas de nobles y reyes de la Corona catalanoaragonesa, el monasterio había atravesado trances adversos, como las sucesivas desamortizaciones del XIX y, sobre todo, el incendio y la destrucción causados, al principio de la Guerra Civil, por milicianos anarquistas que algunas fuentes dicen de la zona (en cuyo caso espero sinceramente que mi abuelo no estuviera entre ellos), pero que los lugareños insisten en identificar como "catalanes". La imagen románica de la Virgen, icono del monasterio, sirvió para encender una estufa. Sin embargo, el franquismo había hecho mucho por recuperar los templos y bienes de la Iglesia dañados por las salvajadas de la guerra y restituirlos a su situación de preeminencia o, por lo menos, de normalidad. Sijena, empero, no se había beneficiado de ello. La larga situación de dejadez culminó en el abandono del monasterio, en 1970, por parte del puñado de monjas sanjuanistas que aún vivían en él, que se trasladaron a Valldoreix, cerca de Barcelona. Pocos años después de su partida, visitamos mi padre y yo lo que quedaba del monumento. Y allí nos encontramos también a un joven de Barcelona que pintaba al óleo las portadas, columnas y capiteles supervivientes. Mi padre, que hablaba con todo el mundo, no dejó de hacerlo con él. Y así supimos que se trataba de un veinteañero inquieto, de múltiples aficiones, que no le hacía ascos a viajar solo, ni a plantar el caballete donde creyese mejor, cuando algo atraía su atención. También enseñaba rudimentos de grafología a quien quisiera aprenderlos y, algunas semanas más tarde, yo mismo acudiría a una de esas sesiones, impartida por él, en mi propio colegio. Era, sin duda, un tipo singular, del que, después de aprender que el punto de la i indica la inteligencia y el palo o rabo de la g (ya no recuerdo si se llama así; en cualquier caso, lo de rabo me parece muy apropiado), la personalidad sexual del individuo, nunca más volví a saber. Pero en la memoria quedaron aquellas conversaciones de una tarde oscense, entre zureos y excrementos de palomas y aromas de tomillo y romero excitados por un sol furioso, a la sombra de los muros ocres y derrotados, pero aún erguidos, del monasterio. El monasterio de Villanueva de Sijena vuelve hoy a ser noticia —aunque el litigio dura ya dos décadas— por la reclamación de algunos bienes del cenobio que las monjas de San Juan vendieron a la Generalidad tras su traslado a Cataluña. Al parecer, los tribunales han declarado nula esa venta y, en consecuencia, ordenado que los bienes vuelvan a su lugar de origen. La historia puede ser interminable, porque las religiosas de Sijena fueron vendiendo las obras de arte que las rodeaban a lo largo del s. XX, y aun antes, como quien empeña las joyas de la abuela, para subvenir a sus crecientes necesidades, que ya no podían atender con el cepillo de la iglesia ni con los donativos de los feligreses. Suya es, pues, en última instancia, la responsabilidad de la dispersión del riquísimo patrimonio del convento. No discrepo del principio de que las obras de arte y objetos patrimoniales deban estar en el lugar en el que surgieron o fueron creados, y más si los negocios jurídicos que los han llevado a donde se encuentran ahora no son válidos, aunque debería procurarse que ese principio se aplicara por igual en todas partes y en todos los pleitos. Por eso mismo —y con más razón aún, puesto que había sido consecuencia de un expolio manu militari— era de ley que los documentos de las administraciones y los particulares catalanes incautados por las tropas de Franco y depositados en el Archivo Histórico de Salamanca fuesen devueltos a sus legítimos propietarios, como en efecto se hizo, tras un enconado conflicto. Pero la justicia exige que se compensen los gastos en que se haya incurrido para restaurarlos y preservarlos (y hasta salvarlos: Josep Maria Gudiol i Ricart, miembro de la unidad de recuperación del patrimonio de la Generalidad republicana, viajó a Sijena para evaluar los destrozos hechos por los anarquistas y pudo rescatar restos no del todo carbonizados de las pinturas de la sala capitular y trasladarlos luego a Barcelona, donde fueron restaurados: desde hace muchos años ya, se exhiben en una de las salas principales del Museo Nacional de Arte de Cataluña). Dictada una sentencia firme, y acordadas las reparaciones procedentes, nada debe impedir la devolución de los bienes a sus legitimos titulares.
Ah, el padre: ese desconocido...
ResponderEliminarHa sido divertido investigar sobre la g,¡vaya mundo el de la grafología!Las partes de la letra se llaman cabeza, pie o jamba y bucle.
Un beso.