martes, 27 de diciembre de 2022

La naturaleza según Walt Whitman

El entusiasta e infatigable Christian T. Arjona acaba de publicar en Libros de Aldarán —la editorial que él mismo ha fundado y dirige— Apuntes del natural, que recoge las traducciones que ha hecho de una serie de apuntes en prosa de Walt Whiman, pertenecientes a Specimen Days ['Días ejemplares'] (1882), dedicados la naturaleza. Su decisión de embarcarse en este difícil proyecto y dar a conocer una nueva versión de uno de los apartados menos conocidos de la obra del gran poeta estadounidense, ha obedecido a dos razones: la importancia que este aspecto tiene en la poesía y, en general, en todo cuanto escribió Whitman (y en la vida del propio traductor, que, emersoniano recalcitrante, vive en una masía del valle de Llémena, en lo más entrañado de las montañas gerundenses) y la escasez de traducciones solventes de su obra en prosa. Yo mismo he señalado, en alguna entrada de mi blog Corónicas de Ingalaterra, los defectos de algunas traducciones de las prosas de Whitman (https://eduardomoga.blogspot.com/2013/12/la-prosa-de-whitman-o-cosas-de-la.html). Christian T. Arjona aborda este trecho de la literatura whitmaniana como suele hacer cuando ejerce de traductor, una de las facetas de su polivalente condición de escritor: con rigor, paciencia, delicadeza y acierto. Y quiero subrayar, en particular, su destreza al verter al castellano la amplísima gama de voces de aves, plantas, animales y flores que Whitman despliega en sus escritos, y que está plagada de dificultades: el carácter autóctono de muchas de esas criaturas (que dificulta hallar una correspondencia exacta en otros idiomas, porque el lenguaje no crea palabras para realidades que no existen y que, por lo tanto, no tiene necesidad de nombrar), el lenguaje arcaico o impreciso del propio poeta y los variopintos nombres que reciben muchas de esas especies, entre los que hay que elegir el más adecuado. Whitman. Apuntes del natural compila treinta y nueve apuntes de Specimen Days, donde Whitman vuelca sus experiencias en y con la naturaleza en Timber Creek, un lugar cercano a Camden, a donde se había retirado en 1873 (y que prolongan las de su infancia y juventud en Long Island, donde había nacido, que tan decisivas fueron para la conformación de su vocación como poeta), y complementa la edición con un prólogo, una noticia biográfica, una breve sección de notas al texto (que incluye un "visualizador" de las aves mencionadas por el poeta, mediante un código QR), otra nota sobre la traducción de biónimos y un apartado gráfico, que incluye dibujos y fotografías. 

Este es el principio de mi prólogo:

La naturaleza es, para Walt Whitman, el padre de la poesía estadounidense contemporánea (y no sería inapropiado omitir el adjetivo «contemporánea»), un asunto fundamental. Es más que un asunto: es un componente orgánico de su poesía. La naturaleza es el cuerpo del mundo. Y él abraza ese cuerpo hasta fundirse con él. Su acceso a la realidad de la naturaleza se asemeja —escandalosamente para su época— al acceso carnal: una pulsión deseante que persigue la unión y el éxtasis. Desde que recorriera en su infancia los paisajes de Long Island —donde había nacido en 1819— y conociese la vida innumerable que esos paisajes albergaban, la naturaleza constituyó la dimensión fundamental del Nuevo Mundo que Whitman se había resuelto a cantar y, mediante ese canto primigenio, a fundar. América era sus paisajes, que lo abarcaban todo: las infinitas gentes y los multitudinarios animales, las tumultuosas ciudades y las montañas inconmovibles, los ríos caudalosos y los escuetos arroyos, los labrantíos y los cielos. Whitman conoce esos paisajes al ritmo ahondado de sus pasos. Su poesía es ambulatoria, como mucha de la que han escrito otros grandes poetas, como Antonio Machado, Antonio Gamoneda, Sergio Gaspar, Jordi Doce o Agustín Fernández Mallo. Y su vagabundaje también lo es del pensamiento. Whitman recorre las playas y los bosques, las llanuras y las colinas, acomodando los sentidos y la razón al pálpito de las piedras y al estremecimiento de los árboles. Rodeado de vida, se llena de vida. Su errancia es cósmica: el poeta atiende a todo lo que ofrece —lo que es— la naturaleza con el mismo espíritu épico con el que atiende a las vicisitudes de la sociedad que está naciendo. Para ello, presta una atención minuciosa a cuanto lo circunda: sus apuntes son estampas líricas —hirvientes de brevísimos sucesos, cuyo conjunto dibuja una escena atribulada y feliz—, de cadencias vecinas al poemas en prosa. Decía Josep Pla que describir es más difícil que opinar. Y tenía más razón que un santo. Todo el mundo opina, pero casi nadie describe, porque describir exige abandonar el yo —o relajar, al menos, las ataduras que nos ciñen a él, una de las tareas más arduas del mundo— y sumirse en lo otro, en lo ajeno, en lo que está fuera. Whitman afronta esa dificultad al desgaire, como si no reparara en ella, tomando notas mientras pasea sin propósito —eso nos dice—, imbuido del estilo libérrimo de la naturaleza, aunque en «El cielo» revele que «nunca tomo notas de mis mejores momentos, pues cuando llegan no puedo permitirme romper el encanto y ponerme a escribir. Simplemente me abandono al estado de ánimo y lo dejo fluir, arrastrado por un plácido éxtasis». Whitman se contradice, pero en él la contradicción es un acto creador: «¿Me contradigo? / Muy bien, pues: me contradigo. / (Soy enorme: contengo multitudes)», dice en el poema 51 de «Canto de mí mismo». La descripción de Whitman, no obstante, no es casi nunca metafórica, como no lo es tampoco su poesía, sino supeditada a la realidad: sus apuntes refieren hechos, accidentes de las cosas, fenómenos objetivos, para cuya definición no se remite a otros objetos o acontecimientos. Whitman se ciñe al perfil estricto de lo percibido, que dibuja una superficie delicadamente rugosa, despojada de otros acentos, plena en su soledad y su ser. A veces, sí nos desliza una metáfora, como cuando describe las alas de una libélula como «de encaje» (wings of lace), aunque en otros casos sea razonable atribuirlas a la querencia metafórica del traductor, Christian T. Arjona, que, como poeta, es un excelente arquitecto de analogías, y ya sabemos que los traductores tienden —inevitablemente, me temo— a arrimar el ascua de su creación a la sardina de su traducción. [...]

Christian T. Arjona traduce así "Autumn Side-bits" ['Delicias otoñales']:

20 de septiembre.- Bajo un roble grande y viejo, de un verde lustroso y fragante, dentro de una druídica arboleda, envuelto por la cálida luz del sol de mediodía y por enjambres de insectos que revolotean, oigo un estridente graznido de cuervos a quinientos metros. Aquí sentado en soledad, disfruto de todo, todo lo absorbo. Veo las pilas cónicas de maíz bermejo y seco; un gran sembrado densamente salpicado de calabazas de un tono escarlata dorado; otro de coles, adyacente, ostentando su verdor perlado, con motas de intensas luces y sobras; los melonares, con sus óvalos abultados y sus anchas hojas onduladas, de venas plateados. Y muchos otros sonidos y vistas del otoño: el grito lejano de una bandada de gallinas guineanas y la brisa de septiembre cadenciosa pensativa entre las copas de los árboles derramándose sobre todas las cosas.

Otro día.- La tierra por doquier cubierta por los estragos de la borrasca. Mientras paseo sin prisa por sus orillas, veo que las aguas del arroyo Timber ya han vuelto a su cauce y muestran los efectos de la ola turbulenta que acompañó a la última tormenta equinoccial. Miro a mi alrededor y hago el inventario: hierbas y arbustos; colinas y caminos; tocones ocasiones, algunos ya muy pulidos en los que me siento a descansar de mis errancias y a escribir estas líneas; muchas florecillas campestres, blancas y estrelladas; el rojo de la lobelia y de las cerezas, similar al del pájaro cardenal; las semillas esféricas de la rosa perenne; o las enredaderas entreveradas, trepando alrededor del troncos de los árboles.

1, 2 y 3 de octubre.- Bajo cada día a la soledad del arroyo. Hoy, aquí sentado, siento el sereno sol otoñal y un vientecillo de poniente; delante de mí, la superficie del río rizada de bellas cabrillas. En la ribera hay una robusta y vieja haya inclinada aunque viva y con hojas en sus musgosas ramas, casi caída sobre la corriente; y una ardilla gris, explorando, sube y baja por ella, mueve la cola, salta hasta el suelo, se sienta en cuclillas, bien recta, cuando me ve (¿un indicio darwiniano?) y luego, de nuevo, se encarama rápidamente al árbol.

4 de octubre.- Día nublado y frío, señales del invierno incipiente. Pero todavía se está muy bien aquí: las hojas caen a puñados y ya pintan de marrón la tierra. Las ricas coloraciones: amarillos de todos los tonos, pálidos y de un verde oscuro, con sombras que van desde el rojo más leve hasta el más intenso. Y todo inserto y suavizado por el pardo terroso predominante y el gris del cielo. Así que ya llega el invierno; y yo aún arrastro mi enfermedad. Me siento aquí entre todas estas bellas vistas e influjos vivificantes, y me abandono a esta reflexión, a los hilos vagabundos de este pensamiento.



Aquí está toda la información editorial sobre el libro: https://www.librosdealdaran.com/producto/apuntes-del-natural-walt-whitman/

miércoles, 21 de diciembre de 2022

En la Florida (y 3): Coral Gables

Coral Gables no es un barrio de Miami. Está muy cerca de la gran ciudad floridana, pero es otro municipio y, sobre todo, es otro mundo. Frente al gigantismo miameño, donde no faltan los rascacielos —presentes en todas las ciudades norteamericanas: son su mayor icono—, los espectáculos y centros comerciales de masas, y unos atascos de tráfico babilónicos, Coral Gables representa el espacio ameno, sensual y humano de las culturas mediterráneas, trasplantadas a América por los españoles y, más recientemente, por los cubanos. Era el lugar que más me apetecía visitar de la Florida por sus muchas y hondas resonancias en la poesía española contemporánea: Coral Gables excitaba mis ansias fetichistas. Allí vivió Juan Ramón Jiménez, con su mujer Zenobia, entre 1939 y 1942, y allí escribió un librito delicioso, Romances de Coral Gables, publicado en 1948, y empezó a componer el que probablemente sea el mayor —y también el mejor— poema de la poesía española en el siglo XX: Espacio. Con el primero, como le dijo en una carta de 1943 a su amigo Enrique Díez-Canedo, volvió a escribir poesía, tras la destructiva experiencia del exilio: "En la Florida empecé a escribir otra vez en verso. Antes, por Puerto Rico y Cuba, había escrito casi exclusivamente crítica y conferencias. Una madrugada me encontré escribiendo unos romances y unas canciones que eran un retorno a mi primera juventud, una inocencia última, un final lógico de mi última escritura sucesiva en España...". (Me encanta que utilizase el artículo para designar a la Florida; hoy ese artículo que tan bien le caía al nombre de algunos países —los Estados Unidos, las Filipinas, la India, el Perú— casi ha desaparecido, o ha desaparecido del todo). Y lo hizo inspirado por el propio exilio: por la semejanza del paisaje de aquel lugar arrinconado y no obstante luminoso con el de la España —de la Andalucía— que le habían obligado a abandonar. Llamativamente, en el fragmento tercero de Espacio, la identificación de ambos paisajes —y de la conciencia individual con la conciencia del mundo— se hace con la concurrencia de un tercer lugar: un pueblo de Cataluña, Sitges (cuyo nombre corrige según sus personales normas ortográficas), y Cataluña misma: "No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables, donde está la España esta abandonada por los hijos de Deering (testamentaría inaceptable) y aceptada por mí; esta España (Catalonia, Spain) guirnaldas de morada bugainvilia por las rejas". Juan Ramón y Zenobia, tras una breve residencia al suroeste de Miami, vivieron en el número 140 de Alhambra Circle, una larga calle que rodea el centro —el downtown— de Coral Gables, y donde hoy hay un banco en cuya fachada, naturalmente, nada recuerda la presencia de Juan Ramón. Casi todas las calles de Coral Gables ostentan nombres españoles: Alhambra, Segovia, Toledo, Minorca, Sevilla, Santander... Y el aparcamiento donde Elaine y yo dejamos el coche, delante del fastuoso hotel Biltmore, da a la calle Catalonia. Muchas casas presentan reminiscencias arquitectónicas españolas: tejas árabes, arcos ojivales, paredes encaladas... —aunque la elegancia de las construcciones se vea oscurecida a menudo por la iluminación navideña con que los dueños las revisten, que en algunos casos parece que quiera emular la que el inefable Abel Caballero despliega en Vigo—, en las calles hay fuentes y plazoletas sombreadas, y todo aparece envuelto por una vegetación lujuriosa, que no es andaluza por las especies —el árbol predominante es aquí el baniano, esa feroz criatura que crece de arriba a abajo, y cuyas ramas y raíces acaban formando una caótica amalgama, que hace que parezca que tiene muchos troncos—, pero sí por la espesura y la sensualidad, por la sostenida explosión floral, por la mezcolanza de aromas cítricos y colores encendidos. En muchos lugares, los árboles son tan frondosos que se forman cúpulas encima de las calles y hasta de las avenidas, y a uno le da la sensación de estar andando por un túnel verde que no veda la luz, sino que la tamiza hasta desmigajarla en una llovizna de rayos acariciantes. Antes, no obstante, de perdernos por estas calles españolas, visitamos el hotel Biltmore, construido a finales de 1925, uno de esos lugares suntuosos en los que uno se imagina que se reunían los gánsteres para cenar y, de paso, liquidar a alguno durante la cena con un bate de béisbol, o espera abrir una puerta y encontrarse a Al Pacino, con las botas en la mesa, acariciando un fusil ametrallador mientras le ordena a un esbirro que recoja un alijo o alivie al mundo de la presencia de un rival. Esta tarde se celebra un banquete de bodas en el hotel: vemos un Rolls Royce blanco a la puerta y un dron que sobrevuela los jardines interiores del monumental edificio. Antes, los vídeos de las bodas los hacía un fotógrafo o un pariente abnegado, pero las ciencias adelantan que es una barbaridad y hoy se encarga de inmortalizar a los cónyuges un aparato aéreo no tripulado, que quizá sea turco (o iraní). Mientras paseamos por la enorme piscina del hotel, de aguas turquesas y flanqueada por una sucesión de estatuas de aire griego y romano, también oímos la música que ameniza la reunión. En concreto, el bolero "Canta y no llores", que unos mexicanos aguerridos entonan con mucho sentimiento. Nos sentamos un rato en el vestíbulo principal, con arcos de medio punto y columnas con capiteles corintios (¿o eran dóricos?). Ocupamos sendos sillones orejeros, de cuero bueno, nada de sucedáneos, donde los millonarios retirados que pueblan la Florida, y quizá el propio Donald Trump, ese ejemplo de modestia, quizá se sienten todas las mañanas a leer la prensa. En el centro de la sala hay una pajarera historiada en la que conviven pajaritos disecados y vivos, y observamos que los ascensores son de madera labrada, aunque no nos atrevemos a subir en ninguno. Sentado en el sillón, admiro por enésima vez la creatividad con que se visten los negros en los Estados Unidos. Pasa uno con una camisa de flores, una gorra amarilla, unos pantalones de cuero, también bueno, y unos zapatos de color indudable, rojos, pero de diseño indefinible, a medio camino entre el zueco holandés y la babucha marroquí. Es un hombre cosmopolita, sin duda. Luego paseamos por las calles hasta que anochece: vamos desde el arco de piedra que constituye la entrada histórica del lugar (por debajo de la cual seguro que pasaron Juan Ramón y Zenobia) hasta el otro extremo, donde nos espera una estatua de George Merrick, el verdadero creador de Coral Gables. Hijo de Solomon G. Merrick, el pastor congregacionalista que, harto del clima gélido de Massachusetts, se estableció aquí, levantó el primer edificio de piedra coralina —al que llamó Coral Gables— y supo salir adelante gracias a una plantación de naranjas y limones, como si esto fuera Valencia (de hecho, una de las calles se llama Valencia), George decidió crear una auténtica ciudad mediterránea. Lo consiguió en 1925, con gran éxito. Hasta Alfonso XIII, el abuelo del emérito, amante de los fosfatos africanos, los dictadores y la pornografía (Alfonso, digo, no el emérito; este es amante de las comisiones árabes, las cacerías de elefantes y las amantes alemanas, bueno, de cualquier nacionalidad), reconoció su labor hispanófila —simbiótica con su negocio: las casas se vendían a precios elevados— con la concesión de la medalla de la Orden de Isabel la Católica. El éxito, no obstante, no le duró mucho: un terrible huracán devastó la ciudad en 1926 y luego llegó la Gran Depresión, que la hundió en un mar de deudas y despoblación, del que solo emergería tras las Segunda Guerra Mundial, con la llegada primero de los veteranos del ejército y después de los cubanos de posibles que huían de la Cuba de Castro. Merrick no llegó a verlo, porque murió en 1942, con cincuenta y cinco años, siendo jefe de los carteros del condado de Dade y cubierto él también de deudas. Su efigie, en la que aparece muy dinámico, como corresponde a un promotor inmobiliario indomable (aunque finalmente domado por las adversidades), con corbata y un papel enrollado en la mano, tiene una particularidad: vista de lado, el papel enrollado parece otra cosa. George Merrick se diría entonces un hombre encantado por su obra, es más, excitado por ella.

sábado, 17 de diciembre de 2022

Voy a salir volando por la ventana, de Harold Norse

La joven y emprendedora editorial sevillana Hojas de Hierba, capitaneada por el diligente Antonio López Cañestro, un hombre al que basta oír hablar unos segundos para que te contagie una pasión desatada, pero también muy racional, por la poesía, acaba de publicar Voy a salir volando por la ventana. Antología poética, del estadounidense Harold Norse, preparada por el especialista Todd Swindell, y con prólogo y traducción míos. Es, a mi juicio, una gran novedad editorial: Norse, un poeta excelente, vinculado —aunque no perteneciente— a la legendaria generación beat, que tanto contribuyó a renovar la literatura contemporánea occidental, no había sido vertido todavía al español, salvo unos pocos poemas en alguna antología y un par de revistas digitales. Norse, además de un gran escritor, era un hombre con unas altas capacidades sociales: conoció a prácticamente todos los autores destacados de su tiempo en lengua inglesa (con muchos de los cuales mantuvo relaciones de amistad o sentimentales), y, expatriado quince años en Europa y África, a muchos en otros idiomas, como Pavese o Pasolini. Su vida fue una lucha constante contra la pobreza y la marginación social (y literaria), que él y muchos millones de personas sufrían, en la América puritana en la que creció, por su condición de homosexuales. Voy a salir volando por la ventana ofrece una amplia visión de su obra, que participa siempre del impulso experimental, pero que persigue una poesía hospitalaria y llena de verdad humana.

Transcribo, a continuación, algunos fragmentos del prólogo de la edición y su poema acaso más conocido, "No soy un hombre".

Harold Norse no se llamaba Norse. Se llamaba Rosen. Su apellido es un anagrama. Lo adoptó para matizar, si no rebatir, sus orígenes, pobres, casi miserables, en la Nueva York populosa y desordenada donde había nacido en 1916. Era hijo de una inmigrante lituana, judía, y de padre desconocido, aunque el poeta sospechaba, por una foto que conservaba su madre, que se trataba de un soldado americano, de origen alemán, que había combatido en la Primera Guerra Mundial. La infancia y la adolescencia de Norse estuvieron plagadas de dificultades: a las económicas —que llevaron a su familia a peregrinar de trabajo en trabajo y de piso en piso, muchos de ellos railroad flats: apartamentos cuyas habitaciones se disponían como vagones de tren, tan estrechos que para salir de ellos había que cruzar todos los demás— se sumaron el desventurado matrimonio de la madre con otro hombre, hosco y maltratador; el descubrimiento de la propia homosexualidad, que supuso el choque con una sociedad todavía encastillada en el puritanismo cerril, valga la redundancia, de los padres fundadores; y el estallido social que representó la crisis del 29 y la subsiguiente Gran Depresión, con el corolario sangriento de la Segunda Guerra Mundial. 

(...)  

A Norse suele asociársele con la generación beat, aunque sería más adecuado decir que estuvo en su órbita, pero no en su constitución ni en el núcleo de su actividad. Norse ya había publicado poemas, relatos y reseñas en revistas literarias norteamericanas y un primer libro, The Undersea Mountain, y, tras las experiencias comunes en Europa, seguiría un camino propio, con inquietudes y propósitos particulares. También tenía ya una idea clara, en 1959, de sus objetivos estéticos y de la forma de alcanzarlos. No obstante, coincidía con los beat en un inconformismo radical, en las prácticas sexuales libres, en la exploración de otras espiritualidades —sobre todo, orientales— y, literariamente, en el rechazo de la poesía académica y los esquemas métricos tradicionales, y, en su lugar, la defensa de un lenguaje coloquial, propio de la conversación, y una escritura espontánea, que se nutriera de imágenes cotidianas, nada de lo cual excluía el interés por la experimentación y la busca de nuevas formas de expresión. Los beat constituyen un ejemplo paradigmático de escuela innovadora que surge cuando la literatura en su lengua se ha esclerotizado, esto es, cuando se han solidificado las técnicas y convenciones que regulan lo que los canonizadores consideran aceptable en el arte, o el arte mismo. Norse participaba de esa rebeldía beat y, de hecho, llevaba practicándola, aunque no hubiese formado parte del grupo, desde que había empezado a escribir.

(...)

La poesía de Harold Norse es cosmopolita y urbana. La naturaleza tiene poca presencia en ella, salvo como trasfondo que enmarca o subraya la relación humana, erótico-sentimental, aunque Norse fuera siempre muy consciente de la rapacidad del capitalismo y la importancia de preservar el planeta, y, en sus últimas décadas, abrazase decididamente la causa del ecologismo. Su estilo rehúye siempre el envaramiento erudito, la retórica acartonada u ornamental y la bonitura de la expresión, como malició Cernuda, y se mantiene fiel a una dicción fluida y natural, aunque la naturalidad en poesía sea un concepto resbaladizo, como la sinceridad. Esta coherencia expresiva no se opone a la flexibilidad de las formas ni a la amplitud de los experimentos. Como decía Ferlinghetti —que publicó en City Lights Books su Hotel Nirvana (1974)—, Norse tenía una voz original porque hacía de ventrílocuo de muchos otros poetas: podía sonar como T. S. Eliot en un poema y como William Burroughs en otro. Norse escribe piezas concisas, con pocos o ningún adjetivo, prosaicas, figurativas —bukowskianas—, pero también composiciones atravesadas por el delirio, con particiones abruptas de versos, sin signos de puntuación, pródigas en imágenes perturbadoras, a veces visionarias; composiciones en las que percibimos un rapto difícil de refrenar, un profundo desgarro emocional: «El interior de un poema es rojo», tituló Norse uno de sus poemas. En su obra, encontramos poemas contemplativos y poemas de acción, poemas enumerativos y poemas-relato, poemas sórdidos y poemas extáticos, fabulaciones históricas y exámenes interiores, baños turcos para hombres y a Santa Teresa de Ávila, el mundo moderno y el mundo clásico. Las dualidades —o, mejor, las pluralidades— conviven sin dificultad en la poesía de Harold Norse, aunque todas bajo el paraguas de un lenguaje exacto y sensual, muy vivo, muy consciente de su capacidad para zarandear los estratos más íntimos de la conciencia y despertar las emociones más arrebatadoras. Casi todos los poemas de Norse, aun los más meditativos, se disponen como escenas. Son, en este sentido, creaciones casi cinematográficas: visuales, coloristas, dinámicas. Todas se dirigen contra el espíritu gregario y alientan la rebelión individual (y colectiva), la afirmación de lo que cada cual sea y de lo que cada cual ame o rechace, aunque se despierte a veces por la noche «ahogado en el yo» y no haya forma de salir de ese yo sino muriendo, como escribe en «Cinco voces»: la convención es, para Norse, otra forma de la sumisión. Enarbolar el yo y sufrir el peso del yo es otra de sus paradojas, que se diluyen en su poesía, o que la fecundan. 

El motor más potente de la obra de Norse es el homoerotismo: la afirmación de la propia condición sexual y la multitud de experiencias amorosas a que esa cualidad le conduce. Un impulso carnal omnipresente y devorador recorre toda la poesía de Harold Norse, con el que materializa su deseo de comunión con un mundo que no le es propicio, con una realidad espinosa y fatalmente adversa. La poesía confesional, en buena medida autobiográfica, de Norse revela tanto sus aventuras nocturnas —que transcurren en los barrios canallas, con enjambres de buscones, de las ciudades en las que vivió, desde Nueva York a Tánger— como sus idilios en tres continentes con mozos de la calle o artistas en ciernes, con las que satisface el deseo y conjura la soledad, así como las relaciones que sostuvo con escritores consolidados, como W. H. Auden. Pero el erotismo de Norse también se plasma en algunas piezas insólitas, como «Husmeando por el ojo de la cerradura», el relato enloquecido, en prosa —quizá suscitado por un estado de excitación lisérgica—, de un encuentro sexual en París entre un negro muy bien dotado y una princesa rusa, y en las escenas cotidianas que nos presenta su poesía. Aparece, pues, en la descripción de alguien que lee una revista en un salón o de un adolescente que compra bolsas de patatas fritas en un supermercado, en las insinuaciones que los mayores les hacen a los chicos de la YMCA, en la tensión sexual que se genera entre un cliente y el encargado de la gasolinera en la que está repostando. También se revela en la minucia del verso: en la selección de los instantes que el poeta desgaja de la realidad para recrearlos en la página y en la selección léxica que configura los poemas: así, los gatos se aparean, los cañones eyaculan, las bengalas ascienden como gónadas astrales, un Príapo de Pompeya tiene dos falos y a un mendigo marroquí de catorce años, que duerme en la calle, le asoman unos prometedores genitales por un roto del pantalón. El homoerotismo también transpira en las traducciones de Catulo que Norse incorpora a su obra como poesía propia, y entre las que figura las del célebre poema XVI: «Os follaré y os chuparé el culo y la polla, / bujarrón Aurelio y marica Furio…», y en la atención que dedica a Federico García Lorca, que aparece en varios de sus poemas, aunque su interés por la figura del granadino no provenga solo de su trágico final —al que contribuyó su condición de homosexual, como recuerda Norse en «Nos hemos cargado a su amigo el poeta»—, sino también de las características de su poesía, musical, orgánica, plena, una de cuyas piezas, la «Oda a Walt Whitman», constituye, además, un himno a la liberación gay. (Norse también considera la poesía de Lorca intuitiva, plena de duende, pero, al hacerlo, parece desconocer las profundas raíces del autor de Poeta en Nueva York en el modernismo y las vanguardias) 

(...)

"No soy un hombre"

No soy un hombre, no sé ganarme la vida, comprar cosas nuevas para la familia. Tengo acné y una picha pequeña.

No soy un hombre. No me gustan el fútbol, el boxeo ni los coches. Me gusta expresar los sentimientos. Incluso me gusta echar el brazo por el hombro de mis amigos.

No soy un hombre. No pienso representar el papel que me han asignado, el papel creado por Madison Avenue, Playboy, Hollywood y Oliver Cromwell. La televisión no dicta mi comportamiento.

No soy un hombre. Una vez disparé a una ardilla y me juré que  no volvería a matar. Dejé de comer carne. La visión de la sangre me da náuseas. Me gustan las flores.

No soy un hombre. Fui a la cárcel por resistirme a que me reclutaran. No peleo cuando los hombres de verdad me pegan y me llaman maricón. Me disgusta la violencia.

No soy un hombre. Nunca he violado a una mujer. No odio a los negros. No me emociono cuando ondea la bandera. No creo que deba amar a los Estados Unidos o marcharme. Creo que debo reírme de ello.

No soy un hombre. Nunca he tenido gonorrea.

No soy un hombre. Playboy no es mi revista favorita.

No soy un hombre. Lloro cuando soy infeliz.

No soy un hombre. No me siento superior a las mujeres.

No soy un hombre. No llevo suspensorio.

No soy un hombre. Escribo poesía.

No soy un hombre. Medito sobre la paz y el amor.

No soy un hombre. No quiero destruirte.

                                                                   San Francisco, circa 1972




https://www.hojasdehierba.es/producto/voy-a-salir-volando-por-la-ventana-harold-norse/:

Colección de Poesía Outsiders

Traducción y prólogo de Eduardo Moga
Edición de Todd Swindell
Prefacio de Neeli Cherkovski

(120 x 180 mm)
Edición en rústica

Precio: 18 euros


lunes, 12 de diciembre de 2022

En la Florida (2): Cayo Hueso

Cayo Hueso (Key West en inglés) es la ciudad más meridional de los Estados Unidos. Un monumento obeso y multicolor, como muchos de los turistas que se fotografían a su lado, lo celebra en uno de los rincones de la isla. Porque Cayo Hueso también es una isla: la última habitada de los cayos, un archipiélago, compuesto por otras 1.700, que se extiende unos 350 kilómetros al sur de Miami. Si siguiera 150 km más, llegaría a Cuba. Y esta cercanía es la que permite que miles de cubanos, huidos en ruedas de camión u otros improvisados esquifes de la dictadura castrista, arriben a estas costas y empiecen a creer en el sueño americano, aunque, en la mayoría de los casos, acabe siendo una pesadilla. Cuando uno recorre el arco que describen los cayos, por una carretera que los ensarta a todos, salvando los trechos de mar gracias a larguísimos puentes, tiene la sensación de estar rodando por el Atlántico: el coche, el rey de la vida estadounidense, parece enseñorearse del mismísimo océano, cuyas aguas turquesas y espejeantes le rinden vasallaje (hasta que se rebela con huracanes, más devastadores que una bomba de neutrones). Los españoles descubrieron estas islas, como tantas otras cosas en los Estados Unidos, mucho antes que los ingleses: Juan Ponce de León, aquel intrépido vallisoletano que remontó todo el sureste americano hasta los confines del actual estado de Georgia, pisó la isla en 1521, durante su última expedición al continente del Norte desde Cuba. Y escribo "descubrieron" en cursiva, porque la isla ya estaba sobradamente descubierta por los indios calusas, sus habitantes primitivos, que la utilizaban como cementerio. De ahí su nombre: los españoles encontraron tantos huesos humanos en aquel peñón que lo llamaron Cayo Hueso. (La relación de los enterrados aquí con España se ha prolongado hasta nuestros días: en la isla descansan muchos de los 266 marineros muertos en la explosión del Maine, el acorazado que voló por los aires en el puerto de La Habana a consecuencia de un accidente, fruto de la negligencia de sus oficiales, pero cuya destrucción, atribuida a una mina española, dio el pretexto a los Estados Unidos para declarar la guerra a nuestro país). Hoy, la isla es uno de los principales destinos turísticos de los norteamericanos. Solo tiene 26.000 habitantes, pero se ve desbordada por un aluvión permanente de visitantes, muchos de los cuales forman parte de una gran y muy activa comunidad gay: las banderas arcoirisadas ondean por doquier, y los pasos de cebra no son de franjas blancas y negras, sino de los colores del arcoíris. El clima tropical, con temperaturas de veintipico grados en diciembre, es uno de sus mayores atractivos, pero no el único. Los cayohueseños (me invento el gentilicio) han sabido preservar el tradicional espíritu emprendedor pero relajado y algo bohemio que sobrevuela la isla (junto con los ruidosos cazas de la base aeronaval que ocupa buena parte de su territorio). Quizá por eso muchos escritores han visitado asiduamente o incluso residido en la isla, como Ernest Hemingway, que tuvo casa aquí entre 1931 y 1939, en la cual escribió más de dos terceras partes de su obra (la casa sigue en pie y se puede visitar; por ella, además de turistas, deambulan 58 gatos, polidáctilos, es decir, de seis dedos en cada garra, que unos dicen descendientes de Snow White ['Blanco como la nieve'], la mascota preferida de Ernesto, y otros, de los mininos de un vecino suyo, todos ellos polidáctilos también, que, cuando fallecen, son enterrados en un cementerio gatuno en el jardín [caramba, cuántas necrópolis me están saliendo en esta entrada; se suponía que iba a ser muy desenfadada y caribeña]), Elizabeth Bishop, John Dos Passos, Tennessee Williams (que sufrió el acoso de sus vecinos, y hasta la muerte de su excéntrico jardinero, dizque por ser homosexual; es curioso que esto ocurriera, no hace mucho, en lo que luego se ha convertido en un santuario gay), Truman Capote, James Merrill y Wallace Stevens (además del presidente Truman, el que ordenó soltar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki). Los cubanos, vecinos oceánicos, han tenido mucha relación con Cayo Hueso. El carácter singular de los isleños, forjado en la despreocupación del veraneante eterno y, probablemente, en el acendrado consumo de ron y otras sustancias alucinógenas, les llevó a declarar la independencia de los Estados Unidos el 23 de abril de 1982. No solo eso: acto seguido, le declararon la guerra. Y todo como consecuencia de un atasco de tráfico. Se conoce que la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos estableció un estricto control a la salida de la principal y prácticamente única carretera que comunica los cayos con el continente, en busca de drogas e inmigrantes ilegales, esos dos demonios de las sociedades avanzadas, y generó así un pifostio babilónico que impidió la circulación de los habitantes de los cayos y supuso una catástrofe para su principal industria, el turismo. Entonces, el alcalde de Cayo Hueso, el arrojado Dennis Wardlow, razonando, no sin acierto, que si los Estados Unidos trataban a los cayos como a un país extranjero, así se considerarían ellos, declaró la independencia de la República de la Concha y se enfrentó a continuación a las fuerzas norteamericanas estampando una barra de pan cubano rancio en la cabeza de un tipo vestido con el uniforme de la US Navy. Pero la rebelión solo duró un minuto, pasado el cual Wardlow se rindió al marinero agredido y solicitó a los Estados Unidos una ayuda para la reconstrucción de mil millones de dólares. El episodio de la República de la Concha no es despreciable: duró 53 segundos más que la República Catalana y su hermosa bandera azul ondea todavía, sin desteñir (no como las esteladas catalanas, cuyos colores languidecen en los pocos balcones donde aún cuelgan), en tantas casas e instituciones de la isla. Bajo una de ellas leemos esta orgullosa manifestación: "We seceded where others failed" ['nosotros nos separamos, mientras que otros fracasaron'], con una dicotomía muy propia del país (el ganador y el perdedor) y un juego de palabras muy cayohueseño: secede suena muy parecido a succeed, 'tener éxito'. Durante décadas, los cubanos, vecinos oceánicos, desarrollaron aquí una próspera industria tabaquera, que continúan hoy muchos negocios de habanos. También trajeron sus gallos de pelea, que les entretenían a picotazos los días calurosos, hasta que se prohibió el innoble espectáculo y las aves fueron manumitidas. Así siguen hoy: uno se tropieza por todas partes con orgullosos gallos callejeros, acompañados a menudo por sus esposas gallinas y una copiosa prole de pollos picoteantes, y no deja de oír sus cantos no solo al amanecer, sino a cualquier hora del día. Los gallos son a Cayo Hueso (y los gatos a la casa de Hemingway) lo que las vacas a la India: animales sagrados e intocables. Estas islas, y Cayo Hueso en particular, han sido también refugio de bucaneros y piratas, y sede frecuente de naufragios. Muchos barcos españoles, que hacían la ruta de las Indias desde La Habana hasta la metrópoli, generalmente cargados de formidables riquezas, eran desviados hasta estos arrecifes por corrientes o tormentas y perecían en sus afiladas costas. Así le sucedió al galeón Nuestra Señora de Atocha, que naufragó cerca del cayo en 1622 y se llevó al fondo del mar un tesoro de oro, plata y bronce, además de índigo, tabaco, un exquisito lote de cajas de marfil labrado de Ceilán y 120 cañones. La fastuosa carga permaneció oculta en las profundidades hasta que en 1969 un cazatesoros, Mel Fisher, empezó a buscarla. Lo estuvo haciendo durante dieciséis años, hasta que en 1985 dio con el pecio, que había formado un arrecife de plata en las aguas profundas. No obstante, no sé si el dineral logrado por Fisher le haya compensado de la muerte de su hijo Dirk y de su nuera, que fallecieron en un accidente durante las exploraciones. Y aún habría podido ser peor (si es que hay algo peor que la muerte de un hijo) si España hubiera ejercido las mismas acciones que en el caso de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes y hubiese reclamado para sí los restos de barco y su carga, dado que se trataba de un buque del Estado. Parte del tesoro del Atocha se expone hoy en el Mel Fisher Maritime Heritage Society Museum, en Cayo Hueso, que yo me he negado a visitar por patriotismo, aunque es muy fácil encontrar (y comprar) monedas de plata originales en internet y reproducciones, asimismo en plata, en las muchas tiendas que han brotado al calor de la fortuna recuperada, que también incluye esmeraldas como puños, cinturones de oro de tres kilos, cálices empedrados de rubíes y topacios con los que podría emborracharse el cura y alguno hasta con un mecanismo para impedir el envenenamiento, como el bezoar, que se tenía por antídoto de las ponzoñas. La principal arteria de la isla es Duval Street, que la recorre de este a oeste, y que es una sucesión de bares y restaurantes, salas de arte, tiendas de ropa, locales de suvenires y establecimientos donde se puede comprar marihuana sin necesidad de receta médica. La calle tiene la viveza de un mercado caribeño, pero también la agitación de una carretera bakaladera, y eso puede causar más de un disgusto al visitante incauto. Como nosotros, que tuvimos la perspicacia de reservar una habitación, en Airbnb, justo delante del bar de drag queens con los altavoces más potentes de todo el archipiélago. Desde el cuarto podíamos admirar las evoluciones de una de ellas, encaramada a unos tacones que parecían zancos y con un pelucón digno de Dolly Parton, que se levantaba las faldas y ofrecía las nalgas huesudas para que las manos de los potenciales clientes, o de los clientes que se tomaban ya una copa en la terraza, le dieran halagüeños cachetes. Era poco apetecible, la verdad, y menos aún aturdidos como estábamos por la avalancha de decibelios que penetraban en nuestro alojamiento como cucarachas. La música nos acompañó hasta la madrugada. Fue una noche inolvidable, como todo Cayo Hueso.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Una lectura de "Hombre solo" (de Jonás Sánchez Pedrero)

Jonás Sánchez Pedrero, ese Gómez de la Serna posmoderno y un poco triste que vive y escribe, valga la redundancia, en Baños de Montemayor, ha leído mi más reciente poemario, Hombre solo, y ha tenido la amabilidad de colgar estas impresiones sobre el libro en su bitácora, Jonás Sánchez Pedrero (blog clausurado) (aunque está muy viva: otra paradoja ramoniana). La encontrarán aquí: http://jonassanchez.blogspot.com/2022/12/hombre-solo.html. Yo se lo agradezco de corazón y, con su permiso, la reproduzco también en esta página:

Hombre solo es un pleonasmo, Eduardo. La condición humana conlleva una inevitable soledad que apuntalamos con hijos y amistades (si tienes tendencias al derroche) o con sobrinos y literatura (si vienes contrito desde chico como es mi caso). Da igual, al final todo va a parar a Jordi Hurtado (y que no le pregunten a la muchachada si quieren saber o ganar). Hombre solo se me antoja la secuela de Tú no morirás. Más deshecha, más fresca y natural. Como si el reguero de vacíos se nos convirtiera en libro. Dentro de todo hombre hay una soledad que a veces se concreta. Entonces, sentimos el frío y una panoplia de huecos que Eduardo aprovecha para ejercitar la lírica. Moga tiene nombre inglés, porte noruego y ademanes de funcionario alemán. Tiene una prosa cristalina, un lenguaje de chorro líquido como un “relámpago estéril”. EM dice que “escribir es una rueda que gira”, y aquí hay otro pleonasmo. Escribir es una rueda que gira como toda soledad. En el molino del hombre se fabrican los aceites del verso, el antioxidante del amor y del sexo, en los que Eduardo encuentra el alivio. Buenos alivios, pero alivios al fin. Luego la rueda gira y el verso se apaga y la cama sigue deshecha. “Cuando escribo me ronda otro insomnio”, dice como si hubiera una soledad soñante. Como si el sueño fuera una compañía que se fuera al despertar. Hay que enriquecer la soledad. Llenarla de muertos y lejanías. Machado, paradigma del solitario, decía: “Tengo a mis amigos en soledad; cuando estoy con ellos qué lejos están”. Y luego, con su dialéctica Mairena replicaba: “En soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”. ¡Qué cabrón, Eduardo! Tú y yo nos hemos tratado poco, pero a fondo, como hacen los solitarios. Sabemos respetarnos las molestias porque tenemos el verso fácil y el tiempo justo. Me diste aliento al compartir tu vacío conmigo (más muerto que solo, más viejo que vivo). En la España póstuma hay que ponerse grave para sentir viva la muerte: “A veces hay que matar para seguir viviendo”, decía Miguel Hernández. Por eso Eduardo va con su placenta asesinada por el decumano del poemario. Lleva una mochila de víscera que nos sitúa en la emoción para llevarnos de la mano tremenda. Quienes seguimos sus Corónicas de Españia sabemos que la muerte de su madre aún le duele y aquí le dedica su espacio de hombre solo, su dolor de hijo, su culpa de huérfano. Moga nos explica el whisky del solitario y su suicidio. Nos cuenta los motivos. Hace literatura. Eduardo viene de la k del whisky de Bukowski, que bebía cerveza caliente. Viene del alcohol de Faulkner y de los borrachos que traduce. Se impregna de poética solitaria y la destila en prosa lírica casi juanramona. A la soledad le duele el tiempo y Eduardo nos lo cuenta. La soledad, ese tiempo en angustia, ese miedo que se para y nos mira desde los objetos, detiene el vacío como si fuera la memoria estática del tiempo. Es inasible, como un líquido con alas de aire. Eduardo escribe: “Para romper hay que romperse” y va llenando de añicos el poemario hasta deshacer las composiciones, las palabras, todo. Porque la soledad, en su robusta estructura de asfixia, se deshace si intentamos escribirla. Eduardo es “un hombre que escribe” y lo demuestra. Una soledad que tiembla y un amigo que se entrega. Quería decírtelo.

viernes, 2 de diciembre de 2022

En la Florida (1): aeropuertos, animales y autopistas

Vuelvo unas semanas a la Florida. Nada más de salir del avión, oigo los acentos cantarines de los mozos de cuerda del aeropuerto: «hasta luego, mi amol», «qué bueno, cariño», «cuídate, mi corasón». Hablan todos en español: aquí vive casi tanta gente como en La Habana. Uno de ellos, cetrino y chaparro, que asiste a la operación de desembarco, exclama: «¡Trescientos treinta y seis pasajeros recién llegados a la ciudad del sol!». La ciudad del sol es Miami. Y, aunque ya ha anochecido, al salir de la terminal del aeropuerto compruebo que el sol que la tuesta todos los días sigue haciendo de las suyas: su legado son casi treinta grados de temperatura. A finales de noviembre, la gente va en camiseta y chanclas. Y se amontona en las puertas de salida, en un caos perfectamente ordenado, a la espera del coche que los recoja. Huele al humo de los tubos de escape, a los ambientadores industriales del aeropuerto, exhalados por las puertas automáticas que no dejan de abrirse y cerrarse, a sudor internacional y a calor, mucho calor. Los olores son lo primero que percibo cuando llego a una ciudad nueva. No lo que veo, sino lo que huelo, aunque el olfato sea un sentido tan devaluado entre los humanos. En la urbanización en la que voy a pasar estos días, de casas inmarcesiblemente alineadas y marcialmente impolutas, la discordancia entre el tiempo de la Navidad y el tiempo que hace (al menos, para un español; para un argentino no habría discordancia alguna) sigue evidenciándose: grandes muñecos de nieve de plástico y figuras de yeso de Papá Noel, con sus renos y sus gnomos, resisten la calígine tropical entre palmeras y pájaros que me recuerdan a los quetzales (aunque seguramente el parecido solo sea fruto de mi imaginación). Doy un largo paseo por este dédalo de residencias muy parecidas unas a otras y me pierdo por entre los lagos artificiales, llenos de vegetación selvática, que las esponjan. La naturaleza actúa aquí con un vigor insólito y visible: las ardillas se suben a las palmeras apoyándose (aunque no les haga falta) en los cables de las lucecitas con que los vecinos adornan los troncos escamosos; las garzas, afinadas, filiformes, desde el pico hasta las garras la evolución las ha estirado como a bloques de plastilina, hasta convertirlas en un delgadísimo signo de interrogación—, picotean en el agua (y hay de muchas clases, o al menos de muchos colores: algunas blancas y más altas; otras, azules y pequeñas; unas terceras, grises e intermedias); lagartos y lagartijas con las colitas enrolladas y la cabeza erguida corretean sincopadamente por el suelo y las paredes: aceleran y se paran, aceleran y se paran, aceleran y desaparecen; por el cielo cruzan otras aves que soy incapaz de identificar, salvo que parecen pequeños reptiles con plumas; y en el jardín de la casa donde estoy se cuelan a menudo iguanas, que se pasean, verdes y ceremoniosas, y exhiben una lengua inquietantemente bífida (sé que es inocua, es más, que es una antena imprescindible para la vida del animal, pero no puedo evitar intranquilizarme), y serpientes de coral, que esas sí que intranquilizan. Sobre todo, hay que asegurarse de que los perros, siempre curiosos, no se acerquen a ellas: como ninguno de ellos mide más de dos palmos de hocico a cola, los fulminarían de un mordisco. Pero las sorpresas (y los peligros) no solo llegan aquí por tierra. Hace poco, a resultas de una gran tormenta, llovieron ranas, y alguna se metió en el cuarto donde hoy duermo. Creo que mis anfitriones las sacaron, pero no dejo de mirar debajo de la cama por si alguna le hubiera encontrado el gusto a las comodidades de la habitación. En la entrada de la urbanización, por donde ahora salgo, dan la bienvenida unos amplios surtidores de aire vagamente español: blancos, como si estuvieran encalados, techados con teja árabe y con arcos de medio punto, sostenidos por falsas columnas salomónicas. Es digno de elogio que los arquitectos hayan querido dar este toque hispánico, si es que lo es, al lugar: Florida fue española tres siglos, desde que la descubriera y conquistara Juan Ponce de León en 1521, aunque su presencia efectiva en el territorio nunca pasase de liviana, concentrada en puntos fortificados de la costa, como San Agustín, la ciudad más antigua de América del Norte. De hecho, la actual bandera del estado, con dos aspas rojas y el escudo estatal en el centro, se inspira en la Cruz de San Andrés, la enseña tradicional española. Mis paseos por este lugar en tantos sentidos privilegiado topan con una dificultad que aqueja a todo el país: casi ningún lugar, salvo las grandes ciudades y el centro de las más pequeñas (y ni eso), está pensado o diseñado para andar: el coche lo ocupa todo. Estados Unidos es una nación en la que no se camina, sino que se circula. Las distancias, incluso dentro de los núcleos de población, son enormes y difícilmente pueden cubrirse a pie. El coche es el dueño y señor de todo. Y el avión le da cobertura aérea. Al salir del recinto de la urbanización, que tiene el tamaño de la ciudad de Soria, me encuentro con la State Road número 7, una gigantesca autopista con cuatro carriles por sentido. Pasan cientos de coches por minuto, en un flujo tan fragoroso como incontenible. Busco un lugar de paso. Alguno debe de haber, pienso. Y, sí, lo hay: veo un paso de peatones, regulado por un semáforo, justo a la salida de la urbanización. Pero no distingo otro ni a la derecha ni a la izquierda hasta donde alcanza la mirada: parece el único en todo el estado de Florida. Me apuesto en el lugar prescrito, aprieto el botón para que cambie el semáforo y espero. Me siento como un indígena aguardando a cruzar el Amazonas, infestado de caimanes, en un frágil esquife. Espero un minuto; luego, varios minutos. Vuelvo a apretar el botón y sigo esperando. Espero un rato muy largo. Cuando ya he desesperado de que el semáforo sea de verdad y cambie alguna vez de color, se pone verde para los peatones, es decir, para el peatón, y emprendo, entusiasmado, la travesía. Pero apenas he avanzado un par de metros, el semáforo pasa a indicar los segundos de que dispone el peatón, es decir, de que dispongo yo para culminarla: treinta y cinco. Parecen muchos, pero la vía es ancha como un Orinoco de asfalto. Aprieto el paso hasta casi correr y llego al otro lado antes de que el torrente de coches vuelva a rugir. Y, ya a salvo, me pregunto cómo cruzaría una persona mayor, un disminuido, un despistado. En la otra mitad del mundo me espera una sucesión de negocios y tiendas, cada uno con un gigantesco aparcamiento delante o a los lados o por todas partes. Pero, contrariamente a lo que se esperaría de un mundo tan poco articulado socialmente, el puñado de personas con las que me cruzo me sonríe y me saluda cordialmente. How are you today? ['¿qué tal estás hoy?'], me pregunta incluso alguna. Claro que no quiere saber cómo estoy, pero el gesto dulcifica la frialdad comercial de todo y humaniza este cosmos de distancias y soledad. De algún modo hay que sobrevivir al aislamiento, y esta expresión fática, acompañada de una sonrisa, es tan bueno como cualquier otro para conseguirlo. El paseo me lleva, en el extremo de la ringlera de negocios que flanquean el lado oriental de la autopista, hasta un pequeño restaurante mexicano, de Tijuana, en el que me refugio de la lluvia repentina y me embuto una ensalada de frijoles, dos tacos de pescado de la Baja California y una negra Modelo (que es una cerveza). En un clima tropical, uno no puede confiarse cuando asoman nubes negras en el cielo. Las nubes negras aparecen como por ensalmo: hace unos segundos, lucía un sol que torrefactaba, y ahora parece haber llegado la noche. Y de un momento a otro puede caer una tromba de agua que te empape hasta los calzoncillos. Y eso es lo que sucede, aunque a mí me encuentra a resguardo y mis calzoncillos siguen secos. Cuando escampa, tan repentinamente como ha roto a llover, vuelvo a casa. En el cielo quedan jirones de cúmulos oscurísimos, por entre los que se cuela, a golpetazos, un sol renacido. 

sábado, 26 de noviembre de 2022

Elogio del papel higiénico

La modestia de su naturaleza no condice con la grandeza de su misión. El papel higiénico es papel: materia interina, susceptible a todas las ofensas, perecedera como la efímera o el amor. Y, sin embargo, el servicio que presta es el de un Aquiles. Nimio, pudoroso, anónimo, doméstico, nos libera del barro que fabricamos, del barro que somos: aplaca las turbulencias que obramos. El papel higiénico no es higiénico porque limpie, sino porque salva. Nos salva de nosotros mismos: de cuanto, excedente, creamos. El papel higiénico atenúa la sordidez del cuerpo: agasaja lo escondido, condesciende a lo último, deshollina. El papel higiénico es una mano que nos acaricia las entrañas cuando las entrañas se asoman al mundo. Si está perfumado, su caricia sabe a lengua. Antes del papel higiénico, solo había papel de periódico, envenenado de plomo, o escabroso papel de estraza. Hoy, aun flaco, nos redime. Compuesto de varias capas, como varias son las capas de la Tierra o de la memoria, su beso restaura el albañal atormentado y enjuga las sangres residuales. El papel higiénico se compadece de los males que aquejan a la íntima cloaca: las tumefacciones violáceas, la rigidez que tabica, las grietas dolientes. El papel higiénico actúa a modo de pañuelo o de madre. Insatisfecho con sus altas responsabilidades, hasta estimula la crítica: como el cuerpo puede ser tatuado, el papel higiénico puede ser impreso. En Leópolis he visto rollos de papel en los que se había estampado la cara de Putin; en España procedería iluminarlos con la jeta luciferina del zángano Abascal. El papel higiénico derrota al agua: a diferencia de esta, no esparce: absorbe. Su atracción es letal: ninguna oscuridad resiste a su paso; nada visible ni invisible lo derrota. Pero el papel higiénico extiende su jurisdicción más allá del sumidero: desatasca narices, aniquila lágrimas, se embebe de semen manumiso. El papel higiénico es polifacético y clemente. A todo atiende con solicitud de novicio y abnegación filosofal, sin reniegos, aunque sí, por fortuna, con doblez. El papel higiénico siempre está ahí, como un portero de finca urbana, presto a desenrollar su cuerpo serpenteante para que nos aligeremos nosotros del nuestro, para que no se nos quede dentro nada de lo que convenga que nos desprendamos. Y luego, cumplida la misión, prestará un último servicio: se fundirá con lo que ha acarreado, en un remolino oscuro, para precipitarse a las profundidades donde todo, lo vivo y lo muerto, se reúne otra vez, y busca el modo de renacer, y renace, por fin, para que lo hagamos nuestro, y nos lo comamos, y volvamos a expulsarlo, y abonemos, así, el ciclo inacabable de la vida.

martes, 22 de noviembre de 2022

El perro y la calentura: de Pedro Espinosa a Francisco Layna

En 1625, Pedro Espinosa, un sacerdote de Antequera que había sido poeta antes que fraile, publicó un extraño opúsculo, El perro y la calentura, que se definía como «discurso» y al mismo tiempo como «novela peregrina», pero que no era sino un diálogo entre un perro, Chorumbo, y la fiebre. El librito bebía de fuentes de prestigio: se inspiraba en la literatura de los apotegmas y proseguía la linajuda tradición del debate medieval, reverdecida en los Siglos de Oro, como acababa de hacer Cervantes con El coloquio de los perros, aparecido en 1613. Nada que sorprendiera demasiado en aquellos tiempos de sometimiento a los géneros, cánones y tradiciones literarias, y menos viniendo de alguien que había demostrado conocer todas las escuelas poéticas y que había antologado a los mejores autores de su época en Flores de poetas ilustres, aparecido en 1605. Pero El perro y la calentura sí era sorprendente; de hecho, era asombroso. La extrañeza asoma ya en la dedicatoria —a Fernando de Sotomayor—, donde Espinosa confiesa que su propósito al escribirlo no ha sido otro que divertir a su señor de sus «altos cuidados», y lo exhorta a oír los «oráculos sibilinos, como misterios», de su perro de bien, «sabandija entretenida de su Excelencia». Si la interpretación que hago de la pedregosa sintaxis de Espinosa —a cuya oscuridad contribuyen la pésima composición de la edición príncipe y la pléyade de erratas que la ensucian— no está equivocada, el antequerano plantea la eterna lucha entre el bien, representado por el perro, que se «enoja contra vicios comunes», y la calentura, metáfora de la enfermedad y, en consecuencia, del mal. Pero esta lucha no acaece como lo habían hecho todas desde los albores de la literatura, sino como un diálogo desquiciado entre los contendientes (o más bien un monólogo de Chorumbo: las intervenciones de la calentura son breves y esporádicas), en el cual la denuncia de los vicios se materializa en una retahíla de máximas, proverbios, refranes, consejas y juegos de palabras, que no constituyen razonamiento alguno, sino un a menudo indescifrable manto de paremias, cuya vínculo con el asunto tratado es antes musical que ilativo, antes metafórico que causal. Espinosa labra un discurso enumerativo y descoyuntado, cuyo tumulto frustra, sabiamente, las expectativas del lector y lo arroja a una saludable confusión. Y, si eso sucede aún hoy, cuánto no perturbaría a sus contemporáneos, que debieron de asistir a aquel derroche de caprichosas asociaciones con el reverente estupor con que se escucha a un delirante. El perro y la calentura constituye un artefacto desconcertante, sin planteamiento, nudo ni desenlace, sin estructura ni moraleja discernibles, ajeno a las costumbres establecidas, que anticipa el teatro del absurdo y la insurrección surrealista. Estos islotes anómalos en el río de la literatura, que emergen de las aguas de su tiempo con el propósito insolente (o inconsciente) de ser otra cosa —aunque solo aspiren, como dice Espinosa, a divertir— cobran una luz singular cuando se revela que ese propósito ha sido también el de muchos otros en los siglos posteriores. Sin salir de la literatura española, Félix María de Samaniego, uno de aquellos neoclásicos esclarecidos que han pasado a la historia de la literatura por su poesía pudibunda y marmórea, compuso algunos relatos rijosos y disparatados que no tienen nada que envidiar a dadá. Este es el primer parlamento del perro en el libro de Espinosa:

Burlando, burlando, se come el lobo el asno. ¿Óyenos alguien? Quiero hablar paso y bajar un punto, como quien cierra la puerta, porque se sale la olla. Un ojo en el asador y otro en el gato; y porque comencemos de lo alto: ¿ve vuesa merced este arroyuelo, que parece muy claro y es muy lisonjero, que de todo se ríe y de todo murmura? Pues más parece criado de Palacio que orines del Molinillo. Dios me libre de buenos hombres para maldita la cosa, con oficio de ranas: beber y parlar. Conciencias tizonas, y no coladas, cortan el dedo, y no el nabo. Lenguas mayores que las manos; bocas tuertas, por cortar con malas tijeras. Puercos, que, aun después de hartos, están querellosos y gruñendo. Destruya Dios las lenguas mentirosas, que aun a Judas hacen fiesta con octava, y lo disculpan diciendo que tenía tanta hambre que desgranaba espigas, y que, pidiendo por Dios, apenas le dieron para una soga. Y que, viéndose el pobre obispo incurrido en simonía y condenado a suspensión, no era mucho hacer cara de ahorcado y señalar con la lengua la malilla; que esto era para hacer aburrir a un cornudo devoto. Las sopas se me perdieron de la mano a la boca. Pasemos a otra cosa. 

Cuatro siglos después de que Espinosa publicara El perro y la calentura, Francisco Layna ha escrito El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), con el que traslada al presente la misma perturbadora intención que animó al clérigo andaluz, aunque él ya no quiera distraer a ningún señor, sino, en todo caso, a los lectores, y no lo mueva ningún afán moralizante, aunque sí transformador. El objetivo de El perro y la calentura de Layna se recoge en una de las últimas intervenciones del trujamán Ileno en el diálogo «El perro y la calentura, “novela peregrina”», que pone fin a la segunda parte del libro. Dice Ileno: 

El alboroto verbal se impone como la dimensión más importante del discurso. Pero a partir de la reliquia lexicalizada, de la frase hecha y del concepto cifrado, estalla la sorpresa de una significación ajena al viejo recuerdo. Ya no hay unión en lo adecuado o correcto, y al no haberla se disuelve la satisfacción de lo unánime. En 1625, Pedro Espinosa escribió El perro y la calentura con el propósito de hacer evidente, y admirar al público, el sinsentido de uno de los más habituales modos de expresión. 

Así pues, alboroto verbal, quiebra de la unanimidad, sinsentido y, como consecuencia de todo ello, resurgimiento de la significación: los ejes de una sensibilidad, escondida o lateral, que nunca ha dejado de discurrir —en el siglo de Espinosa, en el nuestro y en los siglos por venir— junto al caudal dominante de la literatura, y que aspira a modificarlo, a conmoverlo y, en los supuestos más audaces, hasta a destruirlo; una sensibilidad que siempre me ha recordado a aquel esclavo que acompañaba en la cuadriga al general victorioso que entraba en Roma y que no dejaba de susurrarle al oído, entre los vítores de la multitud, memento mori: «recuerda que eres mortal». El alboroto verbal y la aparente ininteligibilidad de Espinosa y Layna le recuerdan a la poesía acomodada, a la poesía rectamente domiciliada en las señas institucionales y estéticas que cada época le apareja, que también ella ha de morir, y que es bueno que muera, para que la reordenación de la palabra, siempre en lucha con el caos del decir posible, con el magma infinito de lo enunciable, nos permita librarnos de lo consabido y suscite, otra vez, el placer de comprender. Esta es la gran paradoja de los libros de Espinosa y de Layna: que para comprender de nuevo, primero hemos de sumergirnos en la incomprensión; que cuando lo entendemos siempre todo, no hemos entendido nada.

El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) utiliza, en su primera parte, una larga nómina de poetas norteamericanos, vivos y muertos —desde algunos ya conocidos en España, como Frank O’Hara, Jorie Graham, John Ashbery o Mary Jo Bang, hasta otros que todavía no han sido traducidos en nuestro país—, para trabar su propuesta. Layna, que ha vivido y trabajado muchos años en los Estados Unidos, conoce bien a sus poetas actuales. Cada poema de esta primera parte del libro acoge, o se inspira, o trata de uno de ellos, aunque muchas composiciones no son exclusivas, sino que incorporan también otros nombres, que aparecen como personajes secundarios o coprotagonistas del relato. No faltan tampoco las piezas que tratan de los poetas, en general, como categoría literaria o grupo social, por exiguo que sea, ni aquellas entre cuyos asuntos o caracteres se cuentan los propios elementos del lenguaje: preposiciones, sinónimos, puntos suspensivos, onomatopeyas. La poesía de Francisco Layna no solo se compone con signos lingüísticos, como todas, sino que utiliza los signos lingüísticos como objeto o material de su reflexión: los extrae del lenguaje para convertirlos en temas o personajes. Es, pues, una poesía metapoética y metalingüística, que ha transformado el mecanismo constructor en sustancia de la construcción. Y, si bien «duelen las gramáticas», como afirma en «En el diamante quedan las huellas y algo después el verbo anuncia [litopedia]», «todo poema necesita un cuerpo», como también dice Layna en «Una palabra para cada muerto [cuando el mar se hunde]». Y eso es el lenguaje en sus creaciones: cuerpo, jugo, materia. La concreción en El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), la tangibilidad de cuanto dice, condicen con las de Pedro Espinosa, que era asimismo preciso, palpable y corporal.

El perro y la calentura de Layna recurre al pastiche y al fragmento, y se fundamenta en la desarticulación: los versos no siguen un desarrollo predecible, sino que hacen afirmaciones o negaciones alejadas entre sí, formulan ideas sin conexión con las anteriores ni las posteriores, y sorprenden permanentemente con imágenes alucinadas. En esta alambique irracional, se introducen algunos ingredientes figurativos, que chisporrotean entre tanta anomalía como si ellos también fueran anómalos: versos perfectamente accesibles, datos científicos que ilustran algún apartado de la realidad que no tiene por qué haber sido nombrado ya en los versos, reflejos casi sociológicos de la sociedad americana, fogonazos líricos o aforismos perentorios, como este de «Bernstein está cansado y tiene tres o cuatro palabras como mínimo para cada emergencia [después de 20 años la tentación de la atemporalidad, después el diálogo entre un anzuelo y un columpio]»: «El mundo es morirse». Al igual que Espinosa acumulaba dichos y sentencias que serpenteaban, enloquecidas, por su nouvelle, Layna engarza realidades imposibles, pero a las que él insufla aliento en el poema; y en él crecen, lúcidas y oscuras, exactas, palpitantes. La poesía de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) tiene algo de obra dodecafónica: impugna la jerarquía tonal del lenguaje para ofrecer una sucesión de acordes disímiles pero iguales, solo subordinados a un pensamiento insurgente y a una elocución que se desangra. A veces, Layna recurre a viejas técnicas vanguardistas, como la omisión de los signos de puntuación. Así sucede en el poema «Esto dice Rae Armantrout para intentar lo no dicho [un plato de caracoles vivos en la mesa de la mentirosa]», cuyo título resulta tan lisérgico como la mayoría de los demás (y tan revelador de la permanente voluntad de Layna de decir lo no dicho, o, por lo menos, de intentarlo). Fiel al principio metalingüístico, uno de los versos de este poema sin puntuación dice «sin puntuación». Pero, mayoritariamente, el lenguaje de El perro y la calentura es coloquial y poco literario: no procura el efecto estético con una laboriosa orfebrería verbal, sino con la persuasión de imágenes directas y estupefacientes: «Tengo sobre las tetas / un reloj de confianza / y un gusano. / (…) Sonreír es labor de alfarero: / se necesita agua, rueda y sombra. / El mundo, se necesita el mundo. / O quizás una conjura entre / esto que escribo y lo interminable. / Como si dijera: aquí hay un árbol / y un acontecimiento de árbol», escribe Layna en «Rosemarie Waldrop escribe tres cartas cuando perfectamente podría haber redactado instrucciones para desconfiar [los poetas nómadas descansan pendientes de vocabulario encubierto]». Eludiendo todo ensortijamiento (salvo en los títulos, deliciosamente caracoleantes), Layna no utiliza casi nunca cláusulas subordinadas: su ritmo es paratáctico. Su forma desnuda de decir las cosas choca con la complejidad visionaria de lo enunciado. Esta misma paradoja se advierte en los diálogos que componen la segunda parte del libro, «Seis diálogos para desempolvar la materia» (y que son, en realidad, cinco), donde un reglamentado género medieval, estructurado teatralmente en actos, se ve invadido por una explosión imaginativa, por un largo desarreglo de los sentidos, como quería Rimbaud, y también del entendimiento. Pero ese encontronazo no es tal, sino una encendida simbiosis, que alumbra, como todo el poemario, una conciencia renovada del decir, un renacida percepción de la gloria y la tiniebla del habla. En los versos de Francisco Layna nunca se dice lo que esperaríamos que se dijera. Un verso no conduce a otro supeditado al anterior o congruente con él, sino a uno distante y distinto, aparecido como aparece en una fiesta alguien a quien no se ha invitado, pero sutilmente enlazado por ecos subterráneos o resonancias inconscientes. Y las palabras, dispensadas de hipotecas funcionales, se encuentran como bolas de billar, y chocan unas con otras, y circulan por el tapete del poema sin otro cauce que el que deciden en cada momento, según por dónde transiten las demás. De estos contactos brota un sentido sin peso, un luminoso jeroglífico. Este apartamiento de la lógica y la previsibilidad conduce a otra génesis y a otro mundo, donde todo parece recién nacido, exento de deudas y servidumbres, solo atento a su propia afirmación, a la eclosión de sugerencias y ritmos que suscita. El libro de Francisco Layna está escrito en un idioma que no existe, pero cuya consistencia es indudable. 

Pero la algazara verbal de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) no solo causa esta impresión de reviviscencia y azar. El absurdo, como sabían bien Beckett e Ionesco y continúa sabiendo hoy Fernando Arrabal, también conduce al humor, porque el humor suele ser hijo de lo inesperado, de lo que frustra las expectativas, basadas en la lógica, con una realidad imprevista y superior. Así, en el «Diálogo de la toalla y el sacrificio», el sacrificio se pinta la boca de arcilla «porque cree en lo primitivo», un vendedor de biblias digitales llama a la puerta y «el aire tiene equivocada la dirección postal». Y en «El perro y la calentura, “novela peregrina”», la calentura le dice al perro: «Si quieres que te besen en el pezón, hazte verdura». El verso nos desazona, pero también nos hace sonreír.

El espíritu teatral del poemario se manifiesta, asimismo, en el apéndice «Dramatis personae», que puede ser considerado su tercera y última parte. En la relación, en prosa, de las personas citadas en El perro y la calentura, incluye datos biográficos, apuntes históricos y juicios estéticos, pero sin abandonar el tono predominante en el libro: lúdico y lírico, fragmentario y jocoso, sutilmente nihilista, felizmente descabellado. «Dramatis personae» acredita, por si el poemario no lo hubiera hecho ya, el arsenal de conocimientos del que se surte Francisco Layna, un reputado especialista en la literatura del Siglo de Oro. Porque para ser heterodoxo, hay que conocer la ortodoxia; para denunciar la linealidad y agotamiento de los discursos establecidos, hay que haber recorrido el camino estricto, y agotador, de los discursos establecidos. En «Dramatis personae» comparecen Mateo Alemán, a quien «hoy nadie lee», y Ángel Cerviño, cuyo poemario Impersonal también cuenta con una última sección titulada «Dramatis personae», y a quien ya ha citado, en un poema del libro, como la persona que le enseñó el verbo acebrar; se especifica que Ralph Waldo Emerson «nunca usó una camisa que no fuera blanca» y que prosa significa en latín «que anda en línea recta»; se nos revela que lo que peor lleva la poeta Zoë Hitzig es no poder lavarse el pelo a diario y que lo que más le gusta es la estridulación de los grillos (a Charles Bernstein, en cambio, lo que le pirra son las gabardinas de doble botonadura y el fuet catalán), y que, en su constante busca de metáforas descabelladas, Wayne Koestenbaum «defiende que Harpo [Marx] tiene una vagina simbólica»; y se denuncia, en fin, que el aclamado profesor Nikola Koljević, «exquisito lector de Shakespeare», de cuyo curso «Poesía y crítica» en la Universidad de Sarajevo todo el mundo se hacía lenguas, dio orden de disparar proyectiles de fósforo, incendiarios, contra la biblioteca de la ciudad en 1992, a consecuencia de lo cual se perdieron cientos de miles de volúmenes, entre los que se contaban incunables, manuscritos austrohúngaros y otomanos, y toda suerte de rarezas bibliográficas (una hazaña por la que Koljević fue recompensado después con la vicepresidencia y la más alta condecoración de la República Srpska, la Orden de la República con Fajín).

El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) se inspira en un libro de hace cuatro siglos, y dialoga con él, para hablar, turbulenta, cristalinamente, con el lector de hoy. Es un acontecimiento feliz.

[Prólogo de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), de Francisco Layna, epílogo de Antonio Ortega, Barcelona-Santiago de Chile, RIL editores, 2022]

miércoles, 16 de noviembre de 2022

En el monasterio de Santa María de Sijena (otra vez)

Cuando Pablo y yo, que estamos pasando el fin de semana en Chalamera, nos acercamos hoy al monasterio de Santa María de Sijena, vemos una luz lavada, limpia. Ha llovido toda la noche y el aire parece impregnado de una transparencia caliza. El cenobio se alza, rodeado de árboles, cerca del río Alcanadre. Estuve aquí hace muchos años, con mi padre, a quien le fascinaban estas tierras secas, punitivas, salpicadas por restos de una historia tan hiriente como los matojos y las aliagas que alfombran los campos. Cuando visitamos el monasterio —yo debía de tener 8 o 9 años—, casi todo estaba caído, y recuerdo una gran sala cuyo techo se había derrumbado, pero en la que aún se tenían en pie algunos arcos apuntados, y cuyo suelo estaba cubierto de excrementos de paloma, blanco. Hoy luce otra vez erguido y entero, con nidos de cigüeñas en el tejado e higueras creciendo en los alares, aunque la piedra arenisca con la que está construido acusa gravemente la erosión y ofrece numerosos agujeros y depresiones, como un quieto oleaje de consunción. La rehabilitación, no obstante, no ha acabado: están ampliando el ala en la que se exhibirán los bienes recuperados de la Generalitat de Cataluña después de un larguísimo litigio, y también se ha de mejorar la hospedería, que hoy no funciona como tal, sino como alojamiento de los trabajadores y voluntarios del lugar. El claustro, asimismo, presenta un infinito margen de mejora, como nos informa nuestra guía. Su estado es tan deplorable que no se permite visitarlo. La guía es una voluntaria perteneciente a la Orden de Malta, también llamada de los  Hermanos Hospitalarios, o de los Caballeros Hospitalarios, a cuyo cargo está mostrar el lugar a los visitantes y aleccionarlos sobre su arte y su historia. Y no hay ninguna duda de que lo es: no solo por el llamativo chaleco en que así se lee, sino por el colgante con una cruz de Malta de plata que lleva al cuello. La vinculación de la Orden con el monasterio no es de extrañar: la comunidad que la habitó tras su fundación pertenecía a la Orden de San Juan de Jerusalén, que era la Orden de Malta antes de que se llamara Orden de Malta. (Sí, ya lo sé: la cosa de los nombres, en este caso, tiene su intríngulis. Y aún más si atendemos a la denominación oficial de la entidad: La Soberana y Militar Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta). La joven es polaca, pero habla un español casi nativo, con un levísimo acento. Nos franquea el paso, acompañada por un joven negro, con gorra y un polo cuyo cuello y mangas están ribeteados por la bandera española —lo que me lleva a pensar que no pertenece a la Orden de Malta—, tras algún retraso respecto de la hora convenida de la visita. "Disculpen el retraso; es que, cuando uno hace las cosas de corazón, pierde la noción del tiempo", nos aclara. Accedemos al recinto por una puerta presidida por un escudo con la cruz de Malta sobre las cuatro barras y, encima, una imagen de Jesucristo señalando a un cordero. La guía —no me he quedado con su nombre— nos señala, en primer lugar, una hermosa ventana alta, de piedra afiligranada y alabastro, que ha sobrevivido milagrosamente a los sucesivos desastres que se han abatido sobre el lugar. El alabastro se utilizaba para tamizar la luz (¿por qué el ordenador me pone automáticamente en mayúsculas las iniciales de las palabras siempre que escribo el sintagma "la luz"? ¿Estará programado para interpretarlo como una metáfora de Dios y, por lo tanto, para realzarlo tipográficamente?) y alumbrar el interior de las iglesias de un modo que favoreciera el recogimiento y la contemplación, que era lo que se esperaba de quienes entraban en ellas. La amable polaca nos hace reparar —aunque innecesariamente: su volumen es manifiesto— en la torre de señales, alta, cuadrada y rotunda, en cuyo tejado se encendía fuego para dar la alarma sobre la presencia, siempre inquietante, de musulmanes o de  otras especies peligrosas (alborotadores, campesinos iracundos, anarquistas más iracundos todavía, y además pirómanos) que se cerniera sobre el convento. "¡Que vienen los moros!", gritaban las señales ("¡Que vienen los rusos!", gritábamos nosotros en el siglo XX, y hoy gritan todavía los ucranianos). De todos modos, este sistema de comunicación lumínica —como con mucha propiedad lo denomina nuestra guía—, por eficaz que fuese —la hoguera se veía desde Zaragoza, a casi 75 kilómetros de distancia—, no ha podido evitar que el monasterio sufriese numerosas calamidades. Por hablar solo de las más recientes, fue saqueado por las tropas napoleónicas —llenas de ateos y masones— a principios del siglo XIX. Luego sufrió la desamortización de Mendizábal, que lo privó de la mayor parte de los bienes y expulsó a la comunidad que lo habitaba. Por fin, en la Guerra Civil estuvo a punto de ser reducido a cenizas: milicianos anarquistas aragoneses y catalanes, venidos de Barcelona, le pegaron fuego y lo dejaron arder tres semanas. También profanaron los sepulcros de los reyes de Aragón y de sus descendientes enterrados en sus muros. Con el cadáver de Sancha de Castilla, hija de Riquilda de Polonia (como nuestra guía nos recuerda con un deje de satisfacción), consorte de Alfonso II de Aragón y fundadora del monasterio en 1188, los milicianos hicieron una procesión macabra, que acabó con sus restos tirados en un muladar, de donde se cree que fue recuperado por campesinos de la zona y enterrado en el cementerio del cercano pueblo de Sena. Aunque en los años cuarenta, con el apoyo del franquismo, nacionalcatólico, se recuperó en parte y volvió a acoger a una comunidad religiosa, la Familia monástica de Belén, de la Asunción de la Virgen y de san Bruno (se conoce que, para ocupar el monasterio, hay que tener un nombre que condiga con su monumentalidad), de tradición eremítica, esta abandonó definitivamente la abadía en los años 70 (para instalarse, por cierto, en Valldoreix, al lado de Sant Cugat, donde vivo). Fue en esa década de abandono total cuando mi padre me llevó a visitarla. Junto a la torre se encuentra el pórtico de entrada a la iglesia, de estilo mil doscientos, esto es, de transición del románico —un románico de trazas cirstercienses— al gótico, con trece arquivoltas (no doce, como solía ser habitual, en representación de los apóstoles; la guía conjetura que la decimotercera podría simbolizar a la Virgen, la primera persona a la que vio Jesucristo al resucitar. Cuando me ve tomar notas, me pregunta si soy periodista. Le contesto que no, pero que me gusta colgar crónicas de los lugares que visito en mi blog. Entonces me pide que no revele su teoría, que ella ha tildado de "atrevida". Yo le digo que no lo haré, pero he cambiado de opinión). Las trece arquivoltas —algunas de las cuales presentan un tono rojizo, que no es su color original, sino el que le dio el fuego desatado por los anarquistas— generan un efecto visual, de embudo, que subraya adecuadamente el paso del espacio exterior al interior, donde han de prevalecer la humildad y la meditación. El templo es sencillo y elegante, con planta de cruz latina, nave, crucero y tres capillas absidiales, una de las cuales convirtieron las monjas en columbario. Por eso es cuadrada: para aprovechar más el espacio y que cupieran más nichos. Ah, las religiosas, siempre tan prácticas y hacendosas. De las pinturas que revestían toda la iglesia apenas queda nada: algunos restos, muy desvaídos, de la Anunciación, con el arcángel Gabriel y la Virgen María, en el ábside central, y la deteriorada representación de la Adoración de los Reyes en una de las paredes. Todo lo demás se ha volatilizado con los incendios, los desmoronamientos y las profanaciones. La iglesia también acoge el sepulcro de Rodrigo de Lizana, un noble que primero combatió contra el rey Jaime I y luego a su lado, y, en el mausoleo real, los de Sancha de Castilla, su hijo el rey Pedro II —el vencedor de las Navas de Tolosa, pero el derrotado en Muret por las tropas del papa en su cruzada contra la herejía albigense: Pedro se puso, equivocadamente, de parte de los cátaros, a todos los cuales el pontífice hizo pasar a cuchillo, mientras que a Pedro, a quien no podía rebanar el pescuezo porque era rey, lo excomulgó— y sus hijas Dulce y Leonor. Los sepulcros están vacíos, claro: las turbas incendiarias en la Guerra Civil no dejaron un cadáver sano. El recorrido concluye en el refectorio, muy restaurado (creo que fue el refectorio, sostenido por múltiples arcos apuntados, lo que vi derruido en mi visita de niño), donde la guía nos recuerda que la visita es gratuita, pero que los donativos son bienvenidos. Yo dejo diez euros en el cepillo, cinco por barba. A la salida, reparo en una espadaña doble muy castigada por la erosión; tanto que me parece asombroso que no se haya venido abajo todavía. Aunque ha empezado a llover, la luz sigue pura (y el ordenador sigue mayusculizándomela).

sábado, 12 de noviembre de 2022

Vivir, ¿dónde es?

Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) es uno de los grandes poetas en castellano del siglo XX. Su obra, ahora aparecida en España bajo el título de Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), documenta alguna de las preocupaciones esenciales de la contemporaneidad y refleja una evolución singularísima, desde una eclosión primera arraigada en lo surreal hasta la negación del estilo, como si a la busca de la más estricta cabalidad personal solo pudiera corresponder una desnudez total, una palabra nuclear y silenciada.

El eje del pensamiento poético de Cadenas se sitúa en el absoluto desvalimiento del yo. El ser que habla en sus poemas es siempre alguien frágil y levísimo, enfrentado a la enormidad anonadante del mundo. Y es así desde sus primeros poemas, contenidos en Una isla (1958), hasta sus más recientes composiciones, como si el paso del tiempo no hubiera hecho sino acentuar una debilidad que la energía juvenil camuflaba. El yo poemático es torpe, vulnerable, insapiente, quebradizo hasta lo volátil; su conciencia es una membrana escueta, próxima a la nada, que la realidad —la demasiada realidad— aplasta con su peso. «Soy desmañado, camino lentamente y balanceándome por los hombros (…) como un matiz, sobrevivo en la indecisión», leemos en el primer poema de Los cuadernos del destierro (1960). Este ser consciente de su incapacidad para hacer frente a las exigencias del mundo, penetra pronto en un bucle esquizoide, muy propio de nuestra modernidad cisoria. A veces, es guardián de su propia desgracia o su propio rehén, pero ello constituye, en realidad, al par que el reconocimiento de una cobardía, la confesión de una superioridad moral: la de quien acepta su responsabilidad por haberse convertido en lo que es. Otras veces, este yo desamparado duda sobre la identidad —otras escisión indisociable de nuestro tiempo— y aun sobre la existencia: «Si ambos fuésemos reales, no nos desgastaríamos en esta persecución, pero nuestra servidumbre es la misma: somos personajes. Nos acompaña el miedo», dice en «El enemigo», de Memorial (1977). El yo es una tramoya, una pluralidad de oscuridades; a diferencia del otro que era para Rimbaud —y que afirmaba, con su enajenación, su presencia—, el yo de Cadenas es nadie: «Soy esta vacilante disponibilidad,/ esta ausencia de rostro,/ este descolor.// Soy este en quien se extingue/ hasta la idea de hombre», reza otro de los brevísimos poemas de Memorial. Pero esta inexistencia no evita la ruptura. El yo no es dueño de sí: vive expulsado, a trasmano, inmóvil, pero no en la inmersión extática del quietismo, ni en la parálisis jubilosa del amor, sino en su propia ausencia, en su propio desconocimiento. En Memorial abunda el motivo de la extrañeza, como si el yo que habla en los poemas hubiera sido arrancado de sí, como si fuese ajeno a sí: «No es mía la luz que te recobra.// Yo solo me pliego a lo que ocurre.// Hace tiempo mis manos dejaron de obedecerme./ Hace tiempo trabajo para alguien que no conozco». La realidad constituye, en cualquier caso, un monstruo envolvente, que derriba al ser, que lo sume en la mudez y el fracaso, y que le inyecta su propia monstruosidad. Ésta es la peor de sus conductas: no solo vuelve consciente al hombre de su insuficiencia y su necedad, sino que lo incorpora a su tiniebla: lo impregna de nulidad. El yo padece transformaciones espectrales, y queda retratado en etopeyas delirantes: la angustia lo abraza como una hiedra tóxica. Frente a la flaqueza, la demencia y el vómito, el yo poemático de Cadenas busca una huida imposible, o la ocultación: «Ya es bastante, claridad del día, ya es bastante, tornasol del rayo, ya es bastante, jilguero de la mañana, ya es bastante, relente de la medianoche. Voy a ocultarme de nuevo». Aunque participe de la cosmogonía romántica, que sitúa en el yo y en sus fértiles abismos el núcleo de todo conflicto, la poesía de Cadenas es antirromántica: nada hay en sus personajes —que son, en realidad, uno solo: el hombre sumido en la sinrazón del mundo— del héroe que, en defensa de su ser libérrimo, ofrece su pecho desnudo a los zarpazos de la adversidad. Sus figuras son más bien entes abrumados por la grosería de las cosas, temerosos de su grisura invencible, que conviven con su náusea y su inutilidad, que manotean en el vacío, sabedores —hasta la desesperación— de su insignificancia en el flujo inconcebible del universo, y que solo aspiran a sobrellevar, con resignación, su propia fragilidad. Sin embargo, saben también que el enemigo no está en las cosas, pese a su apremio constante, sino en su propio interior: «¡Oh! tú, mi enemigo, dentro de mí, entrégame las llaves definitivas para abrir el más claro aire, las arcas transparentes», reza otro fragmento de Los cuadernos del destierro. La mirada de Cadenas es siempre hacia ahí, hacia la «nuez de los adentros», hacia lo que vive bajo la piel: un análisis —o crítica— de lo entrañado, donde brota, como señala con acierto Darío Jaramillo Agudelo en su prólogo, «la luz quemante y enceguecedora de las revelaciones», la tiniebla estremecedora de quien escruta su subsuelo.

Si un poema de Rafael Cadenas recoge esta cosmovisión, es «Derrota», que data de 1963, quizá el más antologado y conocido de toda su obra. «Derrota» es una larga enumeración, burlesca y desgarrada, de los fracasos del yo, una confidencia a gritos, en la que el poeta afirma ser «imbécil y más que imbécil de nacimiento», con la que no resulta difícil identificarse, porque, como bien dice Jaramillo Agudelo, «se necesita ser demasiado imbécil para no haberse sentido imbécil alguna vez». En el poema se suceden las pinceladas autobiográficas y se mezclan hachazos nihilistas («no soy lo que soy ni lo que no soy») con lúcidos erizamientos metafóricos: «he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío, una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano». El texto mantiene un óptimo equilibrio entre el hervor y la coloquialidad, entre el rétor y el payaso, entre lo humilde y lo soberbio, y acaso a ello se deba su extraordinaria popularidad. Por lo demás, algunos de los rasgos expuestos por Cadenas en su etopeya constituyen, para quien lo haya conocido, evidencias irrefutables: «he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo».

Pero, como se ha dicho ya, el pensamiento poético de Rafael Cadenas se plasma en un lenguaje paulatinamente adelgazado, cuya mutación parece acomodarse a sus resoluciones éticas. Lo más meritorio de esta evolución es, no obstante, la entereza estética que en todo momento mantienen las sucesivas formas poéticas adoptadas por Cadenas: todas son persuasivas; todas son verosímiles; en todas conmueve la palabra.

Una isla arranca con versos delicados pero intensos, finos como agujas transparentes. Sus sintagmas breves y fragmentados se aproximan al aforismo, un género que Cadenas ha cultivado con frecuencia a lo largo de su obra: «Escribo/ como quien se inclina sobre el cuerpo que ama». No obstante, estas formas entecas se combinan con tropos encendidos e imágenes anómalas, que revelan el sustrato irracionalista del poeta, y que, en un cosmos de muelles, mercados, selvas, follajes y lluvias, iluminan el desmayo y la exaltación del amor, y de la pérdida del amor: «Al evocarte, mi extravío cesa», escribe en «Isla». Y, en otro poema en el que recuerda el encarcelamiento sufrido por su pertenencia al Partido Comunista, dice: «El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero a través de ti yo era innumerable».

En Los cuadernos del destierro —uno de los poemarios más influyentes de toda la literatura venezolana del siglo pasado—, Cadenas recurre al poema en prosa, idóneo para el derramamiento oracular y la transposición ramificante del pensamiento, como medio para exacerbar la propensión surreal presente en Una isla. El tono es épico: se habla de un ayer mítico, con un lenguaje siempre en pretérito, arremolinado en enumeraciones caóticas. Resulta inevitable pensar en los mantras taxonómicos con los que Saint-John Perse celebraba la naturaleza y, al mismo tiempo, los logros de la civilización, o en otros poetas profusos, como Whitman o Rimbaud, de cuyo barco ebrio se perciben ecos en algunas composiciones. La majestuosidad versicular se alía con los cultismos y los arcaísmos: «el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar. Toda tú adunada por mareas geométricas a mi piel. Toda presión, jadeo, huida, retorno, blancor, demencia. (…) Extensión que amamanta mi vicio. Sombra del láudano bajo mi pesado tiempo». A veces, parece un relato autobiográfico bajo una corteza hímnica: se observan pequeños entrecruzamientos, vislumbres de lo cotidiano, aunque siempre signados por lo fúnebre, acaso por haber sido escrito en la circunstancia desdichada del exilio. Lingüísticamente, Cadenas es categórico: «He roto con la luz. (…) Sea la oscuridad».

Después de la catarsis órfica que supone Los cuadernos del destierro, la montuosidad expresiva de Cadenas se modera visiblemente, hasta casi desaparecer. Falsas maniobras (1966) presenta ya un empuje metafórico menor, con descripciones más concisas, menos divagantes, casi axiomáticas, y una mayor sequedad léxica. Los poemas, que hablan del hombre corriente, abrumado por la mezquindad y el fracaso, pero aún capaz de examinarse con ironía, parecen brotar de repente, sin músculo analítico, pero dotados de una verdad raigal, nacida de la intuición. En «Frente al tiempo» leemos: «Eres tú el amor antiguo./ (Por buscarte, me recogí, dejé, suprimí, me abstuve, aplacé./ Guárdate de la esperanza.)/ Amor, detenido en el aire como una mano por otra mano».

En Intemperie (1977) se constriñe aún más el lenguaje y se favorece el trobar leu, carente de aderezos y telurismos. «El delirio ya no me solicita», escribe Cadenas. Y es cierto: sus formas parecen ceñirse, cerrarse, hasta alcanzar una redondez todavía con aristas, todavía rugosa, pero muy cercana ya a lo irreductible. No obstante, lo más significativo de este acendramiento expresivo es que se presenta como una condición necesaria para una estancia limpia en el mundo, no fundada en la impostura, sino en la verdad, que se identifica con lo real: «No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./ Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir. Seamos reales./ Quiero exactitudes aterradoras./ Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas».

Memorial, también aparecido en 1977, se acerca todavía más a la realidad, a lo cotidiano, con deliberados ejercicios de prosaísmo, que no eluden, empero, lo trascendental: «Autobuses, repartidor de pan, duchas que despiertan, luces de algunas ventanas, tono gris amarillento del amanecer./ El día recibe ojos ahogados.// Un pacto con lo intranquilo», leemos en «Insomnio». Se trata de piezas sintéticas, compactas, que se transforman a menudo —como en tantos otros lugares de la producción de Cadenas— en máximas. Según avanza el libro, los poemas se abrevian aún más: se vuelven versículos enjutos, dísticos ingrávidos: «Florecemos/ en un abismo». Abundan las estocadas reflexivas, vagamente rememorativas, vagamente eróticas. Y aparece también algo indefinido y amenazante, como en Casa tomada, de Cortázar: menudean enemigos, inquisidores, fanáticos, y planean ideas de guerra y devastación. Estos timbres ominosos aguzan todavía más el filo de la palabra, cuya exactitud lacera. 

En Amante (1983) y Gestiones (1992), los dos últimos poemarios publicados por Rafael Cadenas, se alcanza la máxima simplificación formal, un lenguaje llano que traduce «la médula de lo cotidiano», y cuya única demasía es lo simple. La reflexión metapoética, que atraviesa ambos libros, no deja lugar a dudas: se trata de respirar por los poros del lenguaje, y algo aún más rotundo, que prolonga aquel vínculo, es más, aquella identidad entre palabra y moral anunciada en sus poemarios anteriores: «No quiero estilo, sino honradez». Cadenas no desea ser poeta, sino artesano de las palabras: un artesano que aparte el énfasis y, llevado de la mano por lo inoído, abandone «el país gárrulo». Armado con esta simplicidad, puede observar y registrar: el poeta es solo un amanuense asombrado, cuya única —y enorme— misión es dar cuenta de la extrañeza de la vida.

Obra entera incorpora, como una prolongación natural de la poesía de Cadenas, varios libros de ensayo: Realidad y literatura (1979), En torno al lenguaje (1985), Anotaciones (1983), Dichos (1992) y Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística (2000), todos los cuales vehiculan una lúcida preocupación por la palabra: por su depuración y su verdad. Las reflexiones que estos libros contienen acompañan, y dan solidez teórica, a una poesía en permanente lucha contra el exceso, en permanente desuello, en permanente desyoización. La reivindicación de un inestilo que rescate a la poesía de toda amplificación falaz y la devuelva al espacio de la vida —y de la realidad— acaso no sea compartida, pero no puede negarse lo razonable de los argumentos con que el poeta la sostiene, ni la elegancia del estilo con el que pretende abrogar el estilo. Cadenas clama por una literatura pulcra, estricta, inmediata, directa, desnuda, por oposición a esos escritores que «prefieren, con mucha superficialidad, llenar el mundo de palabras, fabricar montañas, continentes, universos de palabras, universos presuntuosamente autónomos que se alimentan de sí mismos, universos monstruosos que se nutren de su propia sangre extenuada, montones de palabras desconectadas, exangües, fatuas, ocultadoras, soberbias, palabras-disfraces, palabras-olvido, palabras-velos, palabras que forman la pirámide de la ilusión para el que las maneja, que se siente dueño de un poder, y para el que las recibe que lo comparte. Millones de palabras: astronomías emancipadas; infinitos de aire». La suyas, sin duda, no son así.

[Este artículo, sobre Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), de Rafael Cadenas (introducción de Darío Jaramillo Agudelo, Valencia, Pre-Textos, 2007), se publicó en Quimera, nº 293, abril de 2008, pp. 18-21, y se incluyó en Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), Ciudad de México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2016]