El entusiasta e infatigable Christian T. Arjona acaba de publicar en Libros de Aldarán —la editorial que él mismo ha fundado y dirige— Apuntes del natural, que recoge las traducciones que ha hecho de una serie de apuntes en prosa de Walt Whiman, pertenecientes a Specimen Days ['Días ejemplares'] (1882), dedicados la naturaleza. Su decisión de embarcarse en este difícil proyecto y dar a conocer una nueva versión de uno de los apartados menos conocidos de la obra del gran poeta estadounidense, ha obedecido a dos razones: la importancia que este aspecto tiene en la poesía y, en general, en todo cuanto escribió Whitman (y en la vida del propio traductor, que, emersoniano recalcitrante, vive en una masía del valle de Llémena, en lo más entrañado de las montañas gerundenses) y la escasez de traducciones solventes de su obra en prosa. Yo mismo he señalado, en alguna entrada de mi blog Corónicas de Ingalaterra, los defectos de algunas traducciones de las prosas de Whitman (https://eduardomoga.blogspot.com/2013/12/la-prosa-de-whitman-o-cosas-de-la.html). Christian T. Arjona aborda este trecho de la literatura whitmaniana como suele hacer cuando ejerce de traductor, una de las facetas de su polivalente condición de escritor: con rigor, paciencia, delicadeza y acierto. Y quiero subrayar, en particular, su destreza al verter al castellano la amplísima gama de voces de aves, plantas, animales y flores que Whitman despliega en sus escritos, y que está plagada de dificultades: el carácter autóctono de muchas de esas criaturas (que dificulta hallar una correspondencia exacta en otros idiomas, porque el lenguaje no crea palabras para realidades que no existen y que, por lo tanto, no tiene necesidad de nombrar), el lenguaje arcaico o impreciso del propio poeta y los variopintos nombres que reciben muchas de esas especies, entre los que hay que elegir el más adecuado. Whitman. Apuntes del natural compila treinta y nueve apuntes de Specimen Days, donde Whitman vuelca sus experiencias en y con la naturaleza en Timber Creek, un lugar cercano a Camden, a donde se había retirado en 1873 (y que prolongan las de su infancia y juventud en Long Island, donde había nacido, que tan decisivas fueron para la conformación de su vocación como poeta), y complementa la edición con un prólogo, una noticia biográfica, una breve sección de notas al texto (que incluye un "visualizador" de las aves mencionadas por el poeta, mediante un código QR), otra nota sobre la traducción de biónimos y un apartado gráfico, que incluye dibujos y fotografías.
Este es el principio de mi prólogo:
La naturaleza es, para Walt Whitman, el padre de la poesía estadounidense contemporánea (y no sería inapropiado omitir el adjetivo «contemporánea»), un asunto fundamental. Es más que un asunto: es un componente orgánico de su poesía. La naturaleza es el cuerpo del mundo. Y él abraza ese cuerpo hasta fundirse con él. Su acceso a la realidad de la naturaleza se asemeja —escandalosamente para su época— al acceso carnal: una pulsión deseante que persigue la unión y el éxtasis. Desde que recorriera en su infancia los paisajes de Long Island —donde había nacido en 1819— y conociese la vida innumerable que esos paisajes albergaban, la naturaleza constituyó la dimensión fundamental del Nuevo Mundo que Whitman se había resuelto a cantar y, mediante ese canto primigenio, a fundar. América era sus paisajes, que lo abarcaban todo: las infinitas gentes y los multitudinarios animales, las tumultuosas ciudades y las montañas inconmovibles, los ríos caudalosos y los escuetos arroyos, los labrantíos y los cielos. Whitman conoce esos paisajes al ritmo ahondado de sus pasos. Su poesía es ambulatoria, como mucha de la que han escrito otros grandes poetas, como Antonio Machado, Antonio Gamoneda, Sergio Gaspar, Jordi Doce o Agustín Fernández Mallo. Y su vagabundaje también lo es del pensamiento. Whitman recorre las playas y los bosques, las llanuras y las colinas, acomodando los sentidos y la razón al pálpito de las piedras y al estremecimiento de los árboles. Rodeado de vida, se llena de vida. Su errancia es cósmica: el poeta atiende a todo lo que ofrece —lo que es— la naturaleza con el mismo espíritu épico con el que atiende a las vicisitudes de la sociedad que está naciendo. Para ello, presta una atención minuciosa a cuanto lo circunda: sus apuntes son estampas líricas —hirvientes de brevísimos sucesos, cuyo conjunto dibuja una escena atribulada y feliz—, de cadencias vecinas al poemas en prosa. Decía Josep Pla que describir es más difícil que opinar. Y tenía más razón que un santo. Todo el mundo opina, pero casi nadie describe, porque describir exige abandonar el yo —o relajar, al menos, las ataduras que nos ciñen a él, una de las tareas más arduas del mundo— y sumirse en lo otro, en lo ajeno, en lo que está fuera. Whitman afronta esa dificultad al desgaire, como si no reparara en ella, tomando notas mientras pasea sin propósito —eso nos dice—, imbuido del estilo libérrimo de la naturaleza, aunque en «El cielo» revele que «nunca tomo notas de mis mejores momentos, pues cuando llegan no puedo permitirme romper el encanto y ponerme a escribir. Simplemente me abandono al estado de ánimo y lo dejo fluir, arrastrado por un plácido éxtasis». Whitman se contradice, pero en él la contradicción es un acto creador: «¿Me contradigo? / Muy bien, pues: me contradigo. / (Soy enorme: contengo multitudes)», dice en el poema 51 de «Canto de mí mismo». La descripción de Whitman, no obstante, no es casi nunca metafórica, como no lo es tampoco su poesía, sino supeditada a la realidad: sus apuntes refieren hechos, accidentes de las cosas, fenómenos objetivos, para cuya definición no se remite a otros objetos o acontecimientos. Whitman se ciñe al perfil estricto de lo percibido, que dibuja una superficie delicadamente rugosa, despojada de otros acentos, plena en su soledad y su ser. A veces, sí nos desliza una metáfora, como cuando describe las alas de una libélula como «de encaje» (wings of lace), aunque en otros casos sea razonable atribuirlas a la querencia metafórica del traductor, Christian T. Arjona, que, como poeta, es un excelente arquitecto de analogías, y ya sabemos que los traductores tienden —inevitablemente, me temo— a arrimar el ascua de su creación a la sardina de su traducción. [...]
Christian T. Arjona traduce así "Autumn Side-bits" ['Delicias otoñales']:
20 de septiembre.- Bajo un roble grande y viejo, de un verde lustroso y fragante, dentro de una druídica arboleda, envuelto por la cálida luz del sol de mediodía —y por enjambres de insectos que revolotean—, oigo un estridente graznido de cuervos a quinientos metros. Aquí sentado en soledad, disfruto de todo, todo lo absorbo. Veo las pilas cónicas de maíz bermejo y seco; un gran sembrado densamente salpicado de calabazas de un tono escarlata dorado; otro de coles, adyacente, ostentando su verdor perlado, con motas de intensas luces y sobras; los melonares, con sus óvalos abultados y sus anchas hojas onduladas, de venas plateados. Y muchos otros sonidos y vistas del otoño: el grito lejano de una bandada de gallinas guineanas y la brisa de septiembre —cadenciosa pensativa entre las copas de los árboles— derramándose sobre todas las cosas.
Otro día.- La tierra por doquier cubierta por los estragos de la borrasca. Mientras paseo sin prisa por sus orillas, veo que las aguas del arroyo Timber ya han vuelto a su cauce y muestran los efectos de la ola turbulenta que acompañó a la última tormenta equinoccial. Miro a mi alrededor y hago el inventario: hierbas y arbustos; colinas y caminos; tocones ocasiones, algunos ya muy pulidos —en los que me siento a descansar de mis errancias y a escribir estas líneas—; muchas florecillas campestres, blancas y estrelladas; el rojo de la lobelia y de las cerezas, similar al del pájaro cardenal; las semillas esféricas de la rosa perenne; o las enredaderas entreveradas, trepando alrededor del troncos de los árboles.
1, 2 y 3 de octubre.- Bajo cada día a la soledad del arroyo. Hoy, aquí sentado, siento el sereno sol otoñal y un vientecillo de poniente; delante de mí, la superficie del río rizada de bellas cabrillas. En la ribera hay una robusta y vieja haya inclinada —aunque viva y con hojas en sus musgosas ramas—, casi caída sobre la corriente; y una ardilla gris, explorando, sube y baja por ella, mueve la cola, salta hasta el suelo, se sienta en cuclillas, bien recta, cuando me ve (¿un indicio darwiniano?) y luego, de nuevo, se encarama rápidamente al árbol.
4 de octubre.- Día nublado y frío, señales del invierno incipiente. Pero todavía se está muy bien aquí: las hojas caen a puñados y ya pintan de marrón la tierra. Las ricas coloraciones: amarillos de todos los tonos, pálidos y de un verde oscuro, con sombras que van desde el rojo más leve hasta el más intenso. Y todo inserto y suavizado por el pardo terroso predominante y el gris del cielo. Así que ya llega el invierno; y yo aún arrastro mi enfermedad. Me siento aquí entre todas estas bellas vistas e influjos vivificantes, y me abandono a esta reflexión, a los hilos vagabundos de este pensamiento.
Aquí está toda la información editorial sobre el libro: https://www.librosdealdaran.com/producto/apuntes-del-natural-walt-whitman/