viernes, 30 de octubre de 2020

H. L. Mencken y el Prontuario de la estupidez humana

Uno de los rasgos que caracteriza a los Estados Unidos de América es su fervor religioso. En los billetes de dólar aún campea (y probablemente lo haga sine die) una máxima escalofriante: "In God We Trust" ['En Dios confiamos'], algo que siempre me ha recordado, salvando las distancias, a aquel no menos pavoroso "Gott Mit Uns" ['Dios con nosotros'] que lucían los soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial en la hebilla del cinturón. En el mito fundacional de los EE.UU., la raíz religiosa, representada por los peregrinos del Mayflower, aquellos puritanos que huían de la persecución en Europa y que establecieron en el Nuevo Mundo no solo un nuevo hogar, sino, y mucho más importante, una comunidad espiritual, resulta capital. Desde entonces, la Iglesia, es decir, las iglesias, no han hecho más que crecer. La fe está arraigada en casi todos (más del 50% de los norteamericanos considera que la religión es "muy importante" en su vida); la adscripción a una u otra confesión (baptistas, metodistas, luteranos, presbiterianos, pentecostalistas, episcopalianos, mormones, adventistas del Séptimo Día y evangélicos de toda laya: en el supermercado del protestantismo hay casi tantos productos como en el Mercadona, a los que habría que sumar los del catolicismo, el judaísmo y el islam) es tan común como la adhesión a un equipo de béisbol; templos de todas clases florecen por doquier; y no es infrecuente que, en los jardines de las casas, junto con la bandera americana, haya también clavada una cruz (por fortuna, no ardiendo). En los EE.UU., hoy presididos por un fanático religioso, por cierto, se puede creer casi en cualquier Dios, pero lo que no se puede ser es ateo, una condición no solo reprobable, sino denotativa de una tara moral. Y eso aunque el porcentaje de la población que no pertenece de ninguna religión no haya dejado de crecer en lo últimos años: en 2015, un 15% de los norteamericanos declaraba no tener ninguna. Hay esperanza, pues. No obstante, esta progresiva secularización es un fenómeno reciente. De siempre, y no digamos en el siglo XIX y la primera mitad del XX, los Estados Unidos han sido un baluarte de las creencias en lo sobrenatural, y por eso aquellos, muy pocos, que se han atrevido a desafiarlas públicamente merecen, a mi juicio, una reverente admiración. A bote pronto, se me ocurren tres: Mark Twain, Ambrose Bierce y Henry Louis Mencken. El primero no fue solo el autor de las deliciosas aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, sino también de un libro tan clarividente y corrosivo como Reflexiones contra la religión, que escribió en 1906, pero que no vio la luz hasta 1963, porque su hija Clara, militante de la Ciencia Cristiana, se opuso a que se publicara. Ambrose Bierce, que se ganó entre sus contemporáneos el apodo de bitter Bierce ('el amargo Bierce'), por su vitriólica e indesmayable denuncia de los vicios e imbecilidades de su época, que eran innumerables en toda época lo son, es el autor del imprescindible El diccionario del diablo, un iluminador ejercicio de inteligencia algunos de cuyos más afilados golpes caen sobre la religión, a la que define como "hija del Temor y la Esperanza, que vive de explicar a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible". Rezar es, para Bierce, "pedir que las leyes del universo sean anuladas en beneficio de un solo peticionante, confesadamente indigno"; un clérigo, "el hombre que se encarga de administrar nuestros negocios espirituales como método para favorecer sus negocios temporales"; y la eucaristía, "la fiesta sagrada de la secta religiosa de los Teófagos". El último y más desconocido en España, al menos– de este trío de heroicos librepensadores es Henry Louis Mencken, de quien no tuve noticias hasta hace algunos meses, cuando leí en El País una referencia a un libro suyo titulado Prontuario de la estupidez humana. Como la estupidez es un tema que siempre me ha interesado (porque siempre he querido entenderme), intenté hacerme con él en mis librerías de referencia, pero en todas me dijeron que estaba descatalogado, y en iberlibro, esta tabla de salvación de tantos bibliófilos inquietos, tampoco aparecía. Por uno de esos extraños azares que a veces bendicen a los amantes de los libros, un buen amigo mío, José Carlos, sabedor de mi interés por esa diosa de la contemporaneidad que es la estupidez humana, se ofreció a prestarme el ejemplar de Prontuario de la estupidez humana que él sí tenía. (De hecho, José Carlos tiene todos los libros; quizá Mallarme los haya leído todos y la carne sea triste, pero mi amigo es el orgulloso poseedor de la biblioteca de la humanidad, o de algo que se le parece mucho). Naturalmente, acepté. Se trata de una edición de 1992, de la editorial Martínez Roca, con prólogo de Fernando Savater y traducción de Eduardo Goligorsky. Al leerla, he descubierto a un nuevo impugnador de las supersticiones de la fe y, en particular, de la fe cristiana, que es la que le pillaba más cerca. Y me ha sorprendido la fuerza, y no solo satírica, de su expresión: Mencken que también fue un excelente crítico literario (en Prontuario... incluye, precisamente, sendos artículos sobre Twain y Bierce) y un sesudo investigador de la lengua inglesa, aunque apenas había cursado estudios– escribe con una brillantez perturbadora, buscando siempre la estocada retórica, ardiente en la forma pero gélido en la lógica, a la vez hilarante y sombrío. Mencken no deja asunto sin remover, tópico sin pulverizar, complacencia sin pisotear: se apresura a meterse en todos los charcos, sin miedo ninguno a la polémica o la represalia. Resulta, así, una figura volteriana, diametralmente opuesta a la figura del intelectual de hoy, constreñido (o estreñido) por el juicio de la opinión pública, que injuria o lincha en las redes sociales. Por suerte, en tiempos de Mencken no había redes sociales, ni él era un hombre apocado o reticente a decir lo que pensaba. Es sobrecogedora, por ejemplo, la diatriba contra su propia cultura, "El anglosajón", de 1923, en la que demuele su presunta historia de éxitos y acusa a sus miembros de ventajismo y cobardía permanentes. Aunque tengo para mí que no la escribió porque realmente pensara que los ingleses y los norteamericanos eran unos cagones y unos fracasados, sino para sacudir los cimientos de un pensamiento apoltronado y autocomplaciente, es decir, para provocar. Y vaya si lo consiguió. Mencken mereció críticas acerbas, más despiadadas aún que las suyas (porque los que meten el dedo en el ojo suelen conseguir que les metan palos por el culo), pero hoy se comprueba, en mi caso con alegría, que quienes las suscribieron han sido pasto del olvido, mientras que su nombre sigue presente en la cultura de los Estados Unidos, aunque menos de los que merecería fuera de sus fronteras, por más que escritores tan destacados como Jorge Luis Borges (que le dedicó en El Hogar una elogiosa reseña, mencionando, precisamente, el artículo "El anglosajón" y definiendo a Mencken como "un aclamado especialista en el arte de calumniar y vituperar al país") o el propio Savater lo hayan reivindicado. Para ejemplificar su pensamiento y, aún mejor, su prosa, transcribo a continuación el artículo "La inmunidad", de 1929.  

La convención social más curiosa de esta época formidable en que nos ha tocado vivir, es aquella en virtud de la cual se deben respetar las opiniones religiosas. Cualquiera debe estar en condiciones de percibir sus efectos nocivos. Solo sirve para: a) echar un velo de santidad sobre ideas que ofenden todo decoro intelectual; y b) convertir a cualquier teólogo en una especie de libertino amparado por la ley. Sin duda, dicha convención es la responsable de que las ideas realmente sensatas progresen en el mundo con una lentitud tan aterradora. Es inevitable que, apenas aflora una, cualquiera que sea el ámbito en que ello suceda, un teólogo imbécil se le arroje encima con la intención de acallarla. Naturalmente, la forma más eficaz de defenderla consistiría en arrojarse sobre el teólogo, porque la única defensa viable, tanto en la polémica com en la lucha, reside en una ofensiva vigorosa. Pero las convenciones catalogan ese recurso como indecente, y así es como los teólogos continúan atacando el buen sentido sin mucha resistencia, y la cultura sufre un atraso deplorable.

Las opiniones religiosas no son, por su naturaleza, más dignas de respeto que cualesquiera otras. Por el contrario, tienden a ser marcadamente tontas. Si usted lo duda, pídale a cualquier devoto de su relación que describa lo que cree en forma de testimonio jurado y después léalo: "Yo, Fulano de Tal, declaro bajo solemne juramento que creo que, al morir, me convertiré en un vertebrado sin sustancia, desprovisto de peso, existencia o masa, pero dotado de todas las facultades intelectuales y sensaciones corporales de un mamífero común... y que, por el grave delito de haber besado a mi cuñada detrás de la puerta, con mala intención, me hervirán en azufre derretido durante mil millones de años calendario". O: "Yo, Mengana de Tal, imbuida de temor al Infierno, afirmo y declaro solemnemente que me parece correcto, justo, lícito y decente que el Señor Dios Jehová, al ver que algunos niñitos de Bet El se reían de la calva de Eliseo, hiciera salir del bosque a una osa y le ordenara (...) que destrozase a cuarenta y ocho de ellos" (...).

No, en las ideas religiosas no hay nada de singular mérito. En cambio, tienen a ser desatino de una naturaleza peculiarmente pueril y tediosa. En el mejor de los casos, han sido tomadas de los metafísicos, o sea, de hombres que consagran sus vidas a demostrar que el doble de dos no es siempre o necesariamente cuatro. Y, en el peor de los casos, huelen a espiritismo y adivinación de suertes. Los hombres que las comercian profesionalmente tampoco ostentan ninguna virtud visible. Pocos teólogos saben algo digno de ser sabido, incluso sobre teología, y no hay muchos que sean honestos. Se le puede perdonar a un hombre que sea comunista o partidario del impuesto único, con el argumento de que el origen de su desvarío reside en una falla en las glándulas de secreción interna y que bastaría un invierno en el sur de Francia para aliviar su mal. Pero el teólogo medio es un tipo rozagante, rubicundo, bien alimentado, para el que no encontramos excusas en el campo de la patología. Cuando echa a rodar sus majaderías, no lo hace inocentemente, como un filósofo, sino maliciosamente, como un político. En un mundo bien organizado, lo pondrían en la picota. Pero en el mundo en que vivimos, nos piden que lo escuchemos, no solo cortésmente, sino incluso reverentemente, y boquiabiertos.

domingo, 25 de octubre de 2020

La tontería de Halloween

Halloween fue la primera fiesta que pasé en los Estados Unidos. Yo tenía diecisiete años y lo que sabía de Halloween era, más o menos, lo que sabía todo el mundo: que era el equivalente a la fiesta de Todos los Santos en España y que se celebraba en la misma fecha: la víspera del 1 de noviembre. El cine había difundido la fiesta (justamente en 1979, cuando llegué a Atlanta, había sido un éxito internacional la película Halloween, de John Carpenter, un clásico del cine de terror de serie B) y ya se conocían sus prácticas principales: que los niños salían disfrazados a martirizar a los vecinos con el dilema del trick or treat (que en español se ha traducido, literal y macarrónicamente, por 'truco o trato', siendo la traducción correcta, aunque menos sintética y mucho menos aliterativa, 'broma o golosina' o 'susto o caramelo'); que los jardines y porches de las casas se llenaban de calabazas pintadas como caras, en cuyo interior se había colocado una vela o una linterna (las famosas jack-o'-lantern); y que las familias se reunían en grandes ágapes equiparables a los que los españoles organizábamos en Navidad, cuñados incluidos. Pero aquella fiesta que prometía ser un gran acontecimiento resultó ser un fiasco. Y no solo porque la familia con la que yo vivía era muy reducida una madre divorciada y su único hijo, sin abuelos que la dulcificaran ni cuñados que la agriaran; otros dos hijos de aquella madre, trágicamente, habían muerto en un naufragio en Florida, sino porque la fiesta en sí me pareció de lo más plúmbea. Por suerte, no hube de salir a las calles a llamar a timbres, provisto un zurrón para recolectar las dádivas, y esperar a ver la jeta, sonriente o hastiada, del vecino correspondiente: era demasiado mayor para eso y, además, era español. Los españoles, y los guiris en general, están eximidos de las celebraciones colectivas: no les atañen. Recuerdo que me pasé la noche de Halloween en mi cuarto, haciendo eso a lo que se recurre en algunas películas para representar el máximo grado de aburrimiento: tirar las caras de una baraja (francesa) a un sombrero. Como no tenía sombrero, utilicé una gorra de béisbol. Descubrí que acertar con las cartas en el sombrero/gorra era mucho más difícil de lo que creía: aunque las mandaras en la dirección correcta, su nulo aerodinamismo hacía que volaran hacia donde les diese la gana y que muy pocas aterrizasen en el objetivo. El suelo de mi cuarto quedó sembrado de naipes. Aprender eso fue la gran contribución de Halloween a mi vida. Y también lo despacio que puede pasar el tiempo: aquellas horas de lanzamiento de cartas fueron algunas de las más espesas y absurdas de mi adolescencia. No guardo, pues, ninguna simpatía por una festividad que siempre me ha parecido innecesariamente barroca y muy poco estimulante, películas de terror aparte. No obstante, entiendo que forme parte del folclore norteamericano y que sea importante para sus gentes. Aunque no es autóctona: fueron los irlandeses los que, con ocasión de la multitudinaria emigración causada por la Gran Hambruna a mediados del siglo XIX, la llevaron a los Estados Unidos. En realidad, Halloween (una forma abreviada de All Hallows Even: 'víspera de Todos los Santos') es un festejo de origen celta, el samhain, con el que se celebraba el fin del verano, y del que quedan trazas en la península ibérica, sobre todo en los territorios de mayor influencia céltica, como Galicia o Asturias. La Santa Compaña es, seguramente, la más famosa de las versiones hispanas del samhain, es decir, de Halloween, y se sabe también de muchos pueblos de Castilla donde se decoraban las casas con calabazas vaciadas en cuyo interior se había puesto una vela, aunque en algunos municipios, acérrimamente españoles, preferían utilizar como recipientes cosas más del terruño, como botijos y hasta calaveras de burro. Aún hoy, en Soria, se celebra el ritual de las ánimas, una procesión nocturna en la que la gente desfila entonando cánticos y con calabazas o cacharros de barro agujereados, con una vela dentro, en las manos. A mí me interesan poco las tradiciones populares me aburro como un oso polar, pero, de haber algunas, son estas, las arraigadas en la tierra en la cultura– de cada cual, las que tienen sentido y las que deberían pervivir. Las tradiciones importadas en crudo, como esta cosa anglosajona del Halloween, me resultan idiotas, como una competición de bobsleigh en Jamaica o una corrida de toros en Chicago. Halloween se ha traído a España, como Papá Noel (en detrimento de los entrañables Reyes Magos, que ni fueron reyes ni magos, pero, qué narices, cuentan con el aval insuperable del Hacedor), por la fuerza de su industria cinematográfica, que es uno de los más briosos representantes de su fuerza cultural. El arraigo creciente de este Halloween importado (e impostado) en los colegios y las familias españoles es otro ejemplo, por si hacía falta alguno más, de nuestra subordinación provinciana, de nuestro papanatismo cultural, de nuestra fascinación alelada, valga la redundancia, por las mojigangas de una comunidad a la que creemos que nos prestigia imitar. A los Estados Unidos haríamos bien, sí, en imitarlos en muchas cosas la energía de su cine y la vitalidad de su literatura; la potencia de sus universidades; el dinamismo de su economía; el permanente inconformismo de sus jóvenes; su dedicación a la investigación; su espíritu emprendedor; el pragmatismo de su pensamiento-, pero no hay ninguna necesidad de adoptar, sin más, sus costumbres, moldeadas según principios y necesidades que se parecen tanto a los nuestros como un camión a un plato de sopa. Ver a niños y niñas de Sabadell o de Valverde del Fresno vestidos de diablillos o brujitas, enarbolando escobas y prorrumpiendo en "trucos o tratos" por las esquinas, me entristece tanto como el espectáculo del bombero torero, aunque esta sea una tradición, por desgracia, bien nuestra. En realidad, si lo hacemos, es porque nos gusta la fiesta. La fiesta tiene, en España, una importancia singular. Una fiesta, en España, es una fiesta es una fiesta es una fiesta. O, como diría Angelus Silesius, la fiesta es sin porqué. Se trata de arramblar con lo que sea que haya por ahí que pueda darnos otro pretexto para el jolgorio. ¿Que hay una cosa en los Estados Unidos que se llama Halloween y que permite una jornada más de parranda y cachondeo? Pues la trincamos y a disfrutar. Que sus protagonistas sean los niños nos da cierta coartada moral: es una fiesta para ellos; para hacerlos felices, aunque sea con una gilipollez extraterrestre, todo está justificado. Yo propongo que les devolvamos este Halloween de cuchufleta a los americanos y que instauremos en el país de Trump la tomatina de Buñol o el lanzamiento de hueso de la oliva mollar chafá, de Cieza (en el que, por cierto, Teodoro García Egea, el fiel escudero de Pablo Casado, es campeón del mundo; podría ir a Idaho a hacer demostraciones), que también dan mucha risa. Aunque no sé yo si las adoptarían, por muchos esfuerzos que hicieran la diplomacia del Estado y el Instituto Cervantes.

martes, 20 de octubre de 2020

Laura Borràs y Josep Carner

Hoy [14 de octubre] se inaugura el Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat. La pandemia no ha conseguido acabar con él, aunque en gran medida lo ha digitalizado, que es otra forma de matar las cosas: la mayoría de las lecturas, que antes se hacían con mucho público y no poco jolgorio, se hacen ahora ante una cámara o una pantalla de ordenador y se cuelgan en Internet. Es el sino de los tiempos. Acudo al teatro-auditorio del municipio, un espectacular edificio donde recuerdo haber visto, hace muchos años ya, a unos derviches danzantes. Hace frío: el verano ya se ha acabado, aunque yo resisto con las sandalias, el único calzado que me es cómodo; de otro modo, me duelen los pies. (A Bukowski también le pasaba: siempre le dolían los pies y siempre se quitaba los zapatos, como escribió en algún poema; yo también me los quito en todas partes). Si las temperaturas no bajan demasiado –y con el calentamiento global no lo hacen–, seguiré con ellas hasta noviembre, o quizá hasta el puente de la Inmaculada Constitución. A la frialdad del ambiente se suma la gelidez de los rumores que apuntan a un nuevo confinamiento por el coronavirus. De momento, están siendo parciales o locales, lo que ya es bastante jodienda; pero la sombra de un encierro total vuelve a cernirse sobre nuestras asendereadas cabezas, pese a los reiterados desmentidos del Gobierno. No obstante, cuando un Gobierno desmiente algo categóricamente, podemos estar seguros de que ese algo ha sucedido o va a suceder. Como en los equipos de fútbol, cuando el club ratifica su plena confianza en el entrenador, es que ese entrenador ya está desahuciado. Cuando llego al teatro-auditorio, veo a mucha gente en el vestíbulo y una cabeza que sobresale entre todas: la de Laura Borràs, actual portavoz del grupo parlamentario de Junts per Catalunya en el Congreso de los Diputados, exconsejera de Cultura en el gobierno de Quim Torra (ah, cuánto lo añoramos) y exdirectora de la Institució de les Lletres Catalanes (la entidad, por cierto, que cumple en Cataluña las mismas funciones que la Editora Regional de Extremadura y el Programa de Fomento de la Lectura en Extremadura, pero constituida en órgano de la administración, que es lo que debería hacer la Junta si quiere dotar a la cultura de la región de verdadera fuerza institucional), por cuya gestión está imputada por supuestos delitos de prevaricación, fraude a la administración, malversación de caudales públicos y falsedad documental. Se conoce que esta madre de la patria fraccionó unos cuantos contratos para adjudicárselos a un informático amigo suyo, como ya ha denunciado la Sindicatura de Cuentas de Cataluña; una práctica la del fraccionamiento muy común en la administración pública, a la que han recurrido, si leemos bien lo que cuenta la prensa, casi todas las tramas de corrupción que ha habido en España. No obstante, la Borràs sostiene, como era de prever, que la imputación obedece a una persecución política, la misma que sufren el heroico Puigdemont y los demás exiliados. Laura Borrás, que tiene algo de Cayetana Álvarez de Toledo, pero estelada, está rodeada por jefes políticos, admiradores y periodistas. Estos la fotografían como si fuera una influencer –de hecho, y por desgracia, lo es– o una vedette del music hall. Y ella, con su inextinguible mariposa amarilla, que revolotea tanto en la solapa de su chaqueta como, lo que es peor, en su cerebro, departe con unos y con otros, sonriente, desenvuelta, protagonista. Hasta saluda, muy cariñosa, a unos niños que se le acercan para decirle no sé qué. Mientras observo este y otros corrillos que se han formado a la entrada de la platea, llega por fin Pablo. Ha querido acompañarme en el acto y viene ahora del gimnasio: primero ha cultivado el cuerpo y ahora viene a sastisfacer el espíritu. Nos ponemos gel, yo hago el último pipí que siempre tengo que hacer antes de encerrarme en cualquier sitio (un cine, un autobús, un velatorio) y ocupamos nuestros asientos. Abren el acto sendos parlamentos de la actual consejera de Cultura de la Generalitat, Àngels Ponsa, que no sé a qué partido pertenece (en la ensalada de escisiones, transformaciones y siglas en que se ha convertido el independentismo catalán), pero seguro que unionista no es, y de la alcaldesa de Sant Cugat, Mireia Ingla, de Esquerra Republicana de Catalunya, las dos sancugatenses. Ambos discursos son protocolarios y funcionariales, como era también previsible. La consejera recuerda que fue ella la que concibió el festival de poesía de la ciudad hace veinte años, y tiene también unas palabras para los exiliados y los presos políticos. Un murmullo de aprobación recorre la sala. La alcaldesa precisa que Laura Borràs elevó a la categoría de "nacional" el festival organizado por Ponsa: otra hazaña de la portavoz puigdemontana. Acabadas las intervenciones, empieza el espectáculo, titulado "Josep Carner, l'home sol en la serenitat" ['Josep Carner, el hombre solo en la serenidad']. Se trata de un homenaje a Josep Carner, "el príncipe de los poetas catalanes" (del siglo XX, al menos), de cuyo fallecimiento se cumple medio siglo en 2020, que consiste en una lectura ininterrumpida de sus poemas por parte de tres actores, Jordi Boixaderas, Carme Fortuny y Emma Vilarasau. Aunque, en realidad, la lectura sí se interrumpe: lo hacen dos cantantes negras, Yolanda y Kathy Sey, que, entre poema y poema, entonan canciones o fragmentos de canciones a capela con unas voces prodigiosas. De hecho, con su primera intervención, en un inglés inmaculado, creo que son cantantes de gospel norteamericanas, como esas que llenan de marchosa espiritualidad las iglesias americanas. Pero no: son catalanas; su catalán es nativo. No son las únicas que tienen una voz privilegiada. Aunque todas son buenas, la de Boixaderas es sensacional: digna de la tragedia griega, radiofónica. La Vilarasau es muy profesional: sus modulaciones, sus pausas, se ajustan siempre a lo exigido por el poema, sin caer en la declamación histriónica, y a veces histérica, con la que muchos colegas convierten los versos en escenas dramáticas. Todo poema, incluso el mal poema, tiene su propia música, o su propio silencio, y la lectura debe respetarlo: transformarlos en algo teatral es estropearlos. Los poemas que se leen son muchos, aunque solo constituyan una parte minúscula de lo escrito por Carner: desde Llibre dels poetes ['Libro de los poetas'], publicado en 1904, hasta El tomb de l'any ['El cambio del año'], en 1966, dio a la imprenta treinta y dos poemarios, entre ellos algunos de los más importantes de la literatura catalana del siglo XX, como Els fruits saborosos ['Los frutos sabrosos'], Cor quiet ['Corazón quieto'] o Nabí. Uno de ellos, "Enyor" ['Nostalgia'], de Cor quiet, dice así:

Quan es perden els ulls en el brancatge
d'un arbre espès, tot verd, on gairebé
no entra l'or pacífic del capvespre,
                  oh, quin enyor ens ve!

Hi ha dies que les ànimes s'escapen
al floc de núvol, en el cel perdut;
hi ha dies que el camí de cada dia
                  ens sembla inconegut.

El nostre enyor ens ve de quan no érem.
Quina incertesa al caminal on som!
Oh bla sojorn, oh quietud bressada
                  que la vida interromp!

'Cuando se pierden los ojos en el ramaje
de un árbol espeso, verde, donde apenas
penetra el oro pacífico del atardecer,
                 ¡oh, cuánta nostalgia sentimos!

Hay días en que las almas se escapan
al copo de nube perdido en el cielo;
hay días en que el camino de cada día
                 nos parece desconocido.

Nuestra nostalgia proviene de cuando no éramos.
¡Cuánta incertidumbre en la senda que recorremos!
¡Oh, blando estar, oh, acunada quietud
                que la vida interrumpe!'

(La traducción es mía).

La lectura, como ya he dicho, forma un flujo constante, en el que apenas hay transiciones, salvo las que interpretan las hermanas Sey, punteadas por pequeños cambios escenográficos: unas pantallas colgadas al fondo del escenario suben o bajan y se iluminan con distintos colores. Ese flujo resulta un tanto monótono, con una monotonía que agravan los obstáculos léxicos que a veces levantan las composiciones de Carner: reconozco –y Pablo también– que el vocabulario del poeta, embastado en una lectura sin pausas ni contexto, se me hace, aquí y allá, inhóspito, y entonces el poema suena como una delicia incomprensible, como una narración extranjera. A ello contribuye igualmente el hecho de que, a ratos, las melodías de Yolanda y Kathy se solapan con la lectura de los poemas, lo cual desdibuja el resultado: ni la música cantada se disfruta del todo, ni la música leída se capta como debe ser. Las vocalistas cantan en inglés, en catalán y hasta en portugués (advierto que una canción habla de bezinhos...), pero nada se dice en castellano. El acto, de una hora y cuarto de duración, transcurre sin que se haya pronunciado ni una sola palabra de español. Me pregunto si habría sido tan difícil –o inadecuado– que alguno de los fragmentos interpretados por las Sey fuese la traducción al castellano de unos versos de Carner. Pero se ha preferido el inglés y el portugués. Tras el largo aplauso que despide a los rapsodas –que no conduce a ningún bis: no se lee ningún poema más de Carner–, la Vilarasau se despide del público con el ruego de que no los abandonemos: "La cultura es segura", dice. Hay otro aplauso, al que me sumo, pero en realidad pienso que no, que la cultura debería propagar siempre el virus del zarandeo y la agitación; que debería ser siempre insegura, que debería desasegurarnos: despojarnos de nuestras comodidades y enfrentarnos a la incertidumbre, a la confusión del mundo, sin arneses de protección.

jueves, 15 de octubre de 2020

La lectura en el Festival de Poesía de Sant Cugat

Ayer se inauguró el XX Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat, aunque anteayer ya se habían difundido por Internet las "cápsulas poéticas" por las que este año se han sustituido, a causa de la pandemia, las tradicionales lecturas, en vivo y en directo, de los autores invitados. Una de estas cápsulas recoge la lectura que hice el pasado julio, y de la que di cuenta en otra entrada de esta misma bitácora (https://eduardomoga1.blogspot.com/2020/07/una-participacion-singular-el-festival.html). De la grabación, que hoy cuelgo también aquí, me ha gustado, sobre todo, la calidad de la imagen, de una nitidez sobresaliente: el claustro del monasterio aparece como es, limpio, luminoso, casi blanco. Se nota que quienes la hicieron eran profesionales. El juego onírico que los filmadores quisieron establecer, con ese jergón moderadamente inmundo que yo solo me atreví a utilizar de asiento, la cebra (sí, una cebra) que pusieron a mi espalda (y que el domingo pasado reconocí en uno de los puestos de muebles antiguos y, en general, cosas raras del Mercantic de Sant Cugat) y el orinal que se ve en primer plano al principio de la lectura (resulta coherente con el hecho de que esté cerca de un catre, pero se me hace extraño), funciona a medias, a mi juicio, pero tampoco queda mal. Mi lectura es plurilingüe: el poema al que los hacedores de la cápsula han dado preeminencia es la traducción al catalán de uno de los poemas de Las horas y los labios, aparecida poco antes de la grabación en De vegades sento ganes de cridar, una antología bilingüe –la primera en castellano y catalán de mi vida– publicada por la infatigable La Garúa. Luego vienen cuatro poemas en castellano –dos décimas de Décimas de fiebre, la sección "Los haikús del ciego y el perro" de Los haikús del tren, y una pieza de Tú no morirás, un poema de amor y, sobre todo, desamor– y, finalmente, uno en inglés, otra traducción de una composición de Cuerpo sin mí, hecha por mi amigo y traductor Terence Dooley. Me sentí más cómodo leyéndolo que ahora escuchándolo: sospecho que mi dicción no resulta todo lo clara que a mí me habría gustado. Por lo demás, siempre que uno se ve, se descubre distinto (y criticable): con demasiadas arrugas en los pantalones, con los calcetines un poco caídos, con tropezones en la lectura (dos) y una voz que suena ajena, casi irreconocible. Cuando quise contextualizar los haikús, conté que había visto en el tren a un ciego acompañado por un perro... pero no recordaba la palabra en catalán para "perro lazarillo" (gos pigall), así que la frase se interrumpe, mientras los mohosos engranajes de mi cerebro giran todo lo deprisa que pueden, que no es mucho, en un silencio que se prolonga varios segundos, hasta que abandono la búsqueda y me refugio en un circunloquio: "... uno de esos perros que ayudan a los ciegos a moverse". Ojalá –pienso– la pausa no se atribuya a las limitaciones de mi vocabulario, sino a esos pequeños percances que le dan naturalidad a las intervenciones, y que todos los directores están deseando que sucedan para evitar una imagen robótica, sin carne.



(https://youtu.be/D3BHBI-xat8; y para quien quiera una versión corta, con la lectura solo del poema en catalán, este es el enlace: https://youtu.be/Sda4Kt3vhFo).

sábado, 10 de octubre de 2020

Pessoa, el inglés

Los primeros poemas que escribió Fernando Pessoa los escribió en inglés. Tras la temprana muerte de su padre, su madre se casó con quien a la sazón era el cónsul portugués en Durban, y a la ciudad sudafricana se trasladó toda la familia en 1895: Pessoa tenía siete años. En Durban recibió una educación británica: fue alumno de las monjas irlandesas y luego de la Durban High School. Y tanto el dominio que adquirió de la lengua inglesa como su minucioso conocimiento de los mejores autores de la literatura en inglés –Shakespeare, Milton, Keats, Shelley, Byron, Whitman, Poe– le permitieron ganar, con quince años, el Premio Reina Victoria de ensayo –fue el mejor entre 899 candidatos– y alumbrar sus primeros heterónimos, ingleses en su mayoría: Charles Robert Anon, Charles James Search y, sobre todo, el hermano de este, Alexander Search. Bajo esta personalidad primeriza, Pessoa compuso un centenar de notas y poemas –sonetos, canciones y epigramas– entre 1904 y 1910, la mayoría de los cuales siguen inéditos en español. Delirio, sonetos y canciones de Alexander Search (Libros de Aldarán, 2019) recoge, por primera vez, una muestra significativa de esta producción –veintiún sonetos y doce canciones–, traducida –y muy bien– al castellano. El volumen, que sigue, para la fijación del texto y la atribución de autoría, la edición de la Poesía inglesa de Pessoa de Luísa Freire (Assirio & Alvim, 1999), incorpora asimismo un breve apéndice de escritos autógrafos.

Pese al carácter juvenil de la obra de Search –que significa ‘busca’ en inglés–, a su desarrollo tentativo y, a veces, empalagosamente hiperbólico, el traductor y responsable de la edición, Christian T. Arjona, que firma asimismo un clarificador prólogo, propone reconsiderar su figura. De la preheteronimia en que se lo ha situado siempre, integrante, como un planeta secundario, de la galaxia pre-Caeiro, Arjona propone considerarlo el gran poeta germinal anterior a Alberto Caeiro y dejar en su órbita a los demás seudónimos de juventud, incluyendo al que firmaba como Pessoa. El crítico y biógrafo de Pessoa, Robert Bréchon, tiene a Search por «el eslabón perdido de [la] evolución que lleva del poeta clásico-romántico al “modernista”, de la efusión sentimental al lirismo crítico, de la búsqueda ansiosa del yo a la despersonalización sistemática…». Pessoa, añade Bréchon, depositó en la obra de Search «la tempestuosa experiencia espiritual vivida en esta etapa fronteriza entre ambas edades (…). Search es la crisálida de Caeiro, Reis y Campos». De lo que no cabe duda es de que el proliferar de las personalidades, que eclosionaría en su riquísima heteronimia, se encontraba ya en las primeras composiciones de Pessoa. En un poema de «Relámpagos de locura», escribe Search: «En mi interior hay cosas superiores a mí, / tantas que ya no puedo decir yo». Y en «Dolor supremo», afirma: «Toda tu escritura / de seguro es inventada, fingida, simulada», lo que prefigura ya los famosos versos: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor  / el dolor que de veras siente». No obstante, Search sí podía decir yo, y lo diría después con múltiples rostros y sensibilidades, aunque, consciente de su inexperiencia, se lamente en Delirio, sonetos y canciones de que nadie le haya enseñado todavía «un lenguaje que dé forma a [su] desasosiego». De hecho, como recuerda Arjona, los análisis lingüísticos de sus heterónimos han revelado una radical distancia entre todos: cada uno escribe como si fuese una persona diferente. No hay continuidad estilística –ni por lo tanto psicológica– entre ellos. 

Delirio, sonetos y canciones despliega una sensibilidad romántica y simbolista, que a menudo cobra aires fin-de-siècle, teñidos de decadentismo. Search, un joven absorto en las complejidades de una conciencia que nace turbulentamente al mundo, se entrega a una impetuosa contemplación de las interioridades de su yo. Como ha escrito Georg Rudolf Lind, Alexander Search es un «poeta de la conciencia, un poeta de ideas, casi sin contacto con el ambiente en el que vive, asensual en grado máximo, preocupado casi exclusivamente por la propia psique anormal y por la metafísica». En esa penumbra del espíritu, Search encuentra, como sus admirados románticos, cultores de un yo desencajado, abismos, tormentos, sueños estériles, lágrimas sin sentido. En «Soneto de un escéptico», escribe: «Yo cierro con dolor mis párpados atribulados / y contemplo el mundo que en mi interior se extiende. // (…) pero en la noche del alma, ¡ay!, ningún sosiego hallo, / ¡cómo medra mi terror en las noches terrestres!», con aliteración de /r/ en el último verso que vuelve audible el miedo manifestado.

La conciencia torturada del poeta adolescente experimenta un sentimiento de inutilidad y desamparo. La sensación de desconcierto vital lo invade todo. En «Muerte en vida», Search lamenta otro día dedicado a la nada y se pregunta si su destino es como el del grano de arena de la playa, siempre a merced del viento, a la deriva. La simbología marina le sirve para abundar en esta imagen de abandono. En «Inacción», leemos: «Me hundo en la apatía: se abisma mi voluntad / en un humor soñoliento (…). // Y así, dentro de mi alma habita la tristeza: / como el que ama la belleza y sin embargo es ciego, / soy el hábil timonel de un barco sin timón». La vida, para Search, carece de sentido, al igual que él carece de pensamiento: lo persigue, pero no lo encuentra; le faltan las ideas: le es imposible alumbrarlas. «¡Es hora de pensar!», se reclama a sí mismo en «Canción», aunque esa reflexión solo conduzca a la visión del desastre: «¡Piensa, oh piensa, cómo todo se devasta!», concluye.

La melancolía que este pesimismo, casi nihilismo, insufla en el ánimo de Search se agudiza con la perspectiva de la muerte, que recorre toda su obra. En uno de sus primeros poemas, el poeta se enfrenta a la desalentadora idea de que, aunque hoy viva, pronto será un cadáver. Y en «A mi mejor amigo» compone un soneto prospectivo e irónico, pero de una ironía macabra, en el que anticipa el poema que compondrá a su muerte ese amigo, y que firmará y fechará, satisfecho de su calidad. Sin embargo, Search concibe una angustia superior a la de la muerte: la angustia de la locura. El temor de enloquecer, o el horror que le produce creer que ya ha enloquecido, convierte su poesía en un sobrecogido diálogo con esa demencia que, además de un mal psíquico, es también metáfora de su desarraigo y su confusión existencial. Los títulos que Search barajó para el libro que recogería sus poemas, y que finalmente no vio la luz, son suficientemente reveladores de esta inquietud: «Delirio», «Sinsentido», «Mens insana», «Documentos de la decadencia mental». En la selección de Arjona, encontramos «Fragmentos de delirio» y «Relámpagos de locura», entre otros poemas dedicados a la insania. Lo que se aproxima en el soneto «Aproximándose» es, precisamente, la locura, y lo hace «con paso grave y seguro, como un odio que se encarama / por el silencio negro de mi cerebro consciente». Falta de la luz de la razón, que Search escribe con mayúsculas, la mente se dirige a una noche impenetrable. En otro poema, «Fragmento de delirio», las formas que ruedan por su cerebro son como los gusanos de las tumbas, «raras y grotescas».

Frente a la pesadumbre de una existencia sin sentido y la irrupción de la locura, Alexander Search reclama, en «Nirvana», «un no-existir en el hondón del Ser, / una Nada etérea y sensible. (…) // Ni Vida ni Muerte, ni sentido ni sinsentido, / solo un sentir profundo de no sentir nada; / ¡qué honda calma! –mucho más honda que el desasosiego, / quizá como un pensar sin pensamiento». Los constantes paralelismos y las antítesis, subrayadas con poliptotos, reclaman una anulación, una paz constituida por opuestos que apague la incertidumbre de la vida, una quietud que subvierta la profunda desolación de la existencia. En «Por la carretera», Search invoca la libertad deseada, que se materializa en un viaje sin restricciones, veloz, con el viento y el sol en la cara, y el alma fresca, en movimiento. Este es uno de los pocos poemas luminosos recogidos en Delirio, sonetos y canciones, aunque persista un pesimismo nuclear; desiderativo y exaltado, sí, pero aún consciente de la tenebrosa realidad: «Mas tendremos que llegar a una aldea o poblado / y nuestros ojos ya se entristecen…». El amor, sugerido en unos pocos poemas, ofrece asimismo esperanza o consuelo al poeta, aun en sus tenues manifestaciones: el recuerdo de un beso; la contemplación de unos dedos, una boca o unos dientes; o la de un tobillo, entrevisto bajo una «falda un instante alzada», que le sirve no solo para concebir irreverentes delicias, sino también para fustigar la «mano helada» de los moralistas. Venus, en fin, comparece en varios poemas para recordar la fuerza del amor y de la belleza, cuyo culto constituye una de las pasiones del poeta: «¡Ni una estatua a la belleza he compuesto!», se lamenta, tras un día malgastado, en «Muerte en vida». Pese a la naturaleza abstracta de casi todo lo cantado por Search, en «Para alguien que toca» establece una audaz identificación entre sentidos y conciencia: cierta música que oye le produce «un ensancharse y morir de los sentidos, / que es a mi conciencia de cada día / lo que la Eternidad es al Tiempo». Unos sentidos y una conciencia que, contra lo que pueda parecer, no pretenden adentrarse en la realidad oculta de las cosas, sino que solo se asombran de que existan: «lo que me obsesiona constantemente / no son las cosas en su ser agotado, / sino el simple estar allí de las cosas», escribe en el poema II de «Relámpagos de locura».

Una mención especial merece la traducción de Christian T. Arjona, extraordinaria. En versos blancos asonantados, que persiguen una musicalidad equivalente en castellano a la que suscita el pentámetro yámbico consonante que suele manejar Search, Arjona firma una versión jugosa y flexible, en la que no se transparenta sombra alguna de la sintaxis inglesa. «Sobre la muerte» ejemplifica la naturalidad y la concisión con las que traslada al castellano los a menudo caracoleantes versos de Search: «Nevertheless though sorrow, rage and tear, / my heart, yet I each moment’s boon shall seize, / and shape rude laughter from each heart-felt moan: // Not without hope is most extreme despair, / I know not death and think it no release – / the bad indeed is better than the unknown» se convierte en «Y aunque grita mi corazón doliente, / recojo la bendición de cada instante / y esculpo carcajadas con gemidos. // El desespero extremo de esperanza no carece / e ignoro si la muerte pueda liberarme: / lo malo es preferible a lo desconocido». «La muerte del Titán», por su parte, acredita la monosílaba aspereza del inglés, como ya ponderó Borges, y la habilidad de Arjona para transformarla en un castellano asimismo abrupto y convincente: «From night’s great womb with pain the horrid morn hath broke, / far o’er the throbbing earth the clattering thunders roar, / the Titan wakes at last, his front begrimed with gore, / his brutal gasp abrupt uproots the rugged oak», escribe Search; «Nace el alba horrible, dolorosa, del gran vientre de la noche. / Sobre la tierra que palpita, ruge estruendosa la tormenta: / ensangrentado el rostro, el Titán al fin despierta / y con brutal zarpazo desarraiga un viejo roble», traduce Arjona.

[Este artículo se publicó, con el mismo título, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 837, marzo 2020, pág. 145-148]

lunes, 5 de octubre de 2020

Poetas españolas en Gran Bretaña

La poesía española, tanto clásica como, sobre todo, contemporánea, es poco conocida en Gran Bretaña. En mis repetidas visitas a las librerías de Londres, solo daba —cuando daba con algo— con García Lorca, por supuesto, y don Antonio Machado. Muy raramente aparecía algún otro autor. Los hispanoamericanos sí estaban más representados, aunque tampoco era para echar cohetes: Borges, Neruda, a veces Octavio Paz. En este panorama que rozaba lo desolador, solo la editorial Shearsman, capitaneada por Tony Frazer, un ejecutivo de la City que un buen día decidió hacerse editor, constituía una excepción. Es, probablemente, el único sello británico actual que da a conocer a autores españoles de todos los tiempos, pero, en particular, del presente, con regularidad y buenas traducciones, firmadas por escritores como Luis Ingelmo, Michael Smith y Terence Dooley, además del propio Frazer. Shearsman gusta de traducir, y solo eso ya es noticia en un país donde la traducción se practica poco y se lee menos. En su catálogo han visto la luz, en edición bilingüe, poetas como Claudio Rodríguez, Andrés Sánchez Robayna, Aníbal Núñez, Jordi Doce, Mariano Peyrou, Mario Martín Gijón o un servidor, y clásicos como Fernando de Herrera (hay que tener arrestos para publicar hoy al autor de Amores de Lausino y Corona), Góngora, Machado o el inmarcesible Gustavo Adolfo Bécquer. Shearsman también se ha preocupado por las demás literaturas peninsulares, con una acusada querencia por la poesía en gallego (de la que ha traducido, sobre todo, a mujeres: Rosalía de Castro, Yolanda Castaño, María do Cebreiro y Chus Pato; y también a Manuel Rivas, un poeta enmascarado de novelista). Prosigue ahora su línea cosmopolita y atenta a la lírica de nuestro país con la publicación de Ten Contemporary Spanish Women Poets ('Diez poetas españolas contemporáneas'), cuya selección y traducción ha corrido a cargo de Terence Dooley, que, además de ser un excelente traductor, es un buen conocedor de la poesía española actual. Lo que no obsta para que sea también un hombre modesto: su contribución crítica al volumen, amén de la propia selección realizada, es un breve epílogo, al que casi exceden las notas bibliográficas con que se completa la antología. Las diez autoras cubren un período de casi 30 años, desde la mayor, Graciela Baquero, nacida en 1960, hasta la más joven, Berta García Faet, en 1988, aunque predominan las nacidas en la década de los 70 y que ahora se encuentran, en general, en su madurez creativa. Dooley subraya en el epílogo el escaso reconocimiento de la poesía escrita por mujeres en España y la polifonía de voces que recoge la antología, aunque muchas de ellas coincidan en abordar el debate sobre la tradicional caracterización de la poesía femenina como «confesional» «sentimental»: algunas para negarla, otras para rehuirla y otras, en fin, para asumirla, pero subvirtiéndola o radicalizándola hasta hacer estallar el estereotipo, que es lo mejor que se puede hacer siempre con los estereotipos. La exploración y la reivindicación— de la condición de mujer y el asedio crítico a una realidad inhóspita para casi todo el mundo, pero en particular para las mujeres, constituyen asimismo rasgos comunes a todas. Los poemas seleccionados de Pilar Adón hablan de la abuela y de la madre, y de una cotidianidad en la que predomina la decadencia y la soledad. Y lo hacen con sobriedad y concisión. Su delicadeza, no obstante, no elude el desgarro, y la tristeza, el cansancio, el malestar que suscita la brega con lo doméstico, asoman casi siempre, a veces con fiereza. «Me hablaba / y aprendí el significado de la palabra suicidio / a la edad de cuatro años. / (...) Me hablaba / y en mis ojos no había más que fervor de hijaniña / que soñaba con romper la tristeza de quien no lo fue», escribe Adón en el quinto poema de Decálogo. Martha Asunción Alonso recuerda asimismo a los abuelos y los sucesos de la infancia con una mirada melancólica a la par que ácida. En «Los ángeles», canta a las sacrificadas mujeres de la posguerra, aquellas que «en las siestas de agosto, / en taburetes cojos a la puerta con moscas / del infierno, aligachas, sus manos nos limpiaban / los frijoles sagrados / de la noche». La añoranza también aflora por el amor perdido y la indignación popular que alumbró el 15-M en España, y que fue y sigue siendo la de los humillados y ofendidos: «Nadie te desaloje de tu nombre», concluye Alonso, vinculando la protesta de todos con la dignidad de cada uno. Graciela Baquero aporta diecisiete poemas en prosa de Crónicas de Olvido, donde narra una historia de pobreza y abandono en un Madrid esperpéntico y hostil, valga la redundancia. Olvido se quiere hermana de la protagonista de los poemas, y la acompaña a los rincones y profundidades de una ciudad de vislumbres tenebrosos, que es metáfora de la conciencia. «Ella pierde por mí, cae enferma, huye, blasfema, muere, se golpea, la golpean, se droga, se revienta, mientras yo observo desde la frontera de una extraña salud. Pero no estoy a salvo. Sangro por el cuerpo de mi Olvido, sin hacerme señales, con todo este dolor sin pertenencia», leemos en el poema 5. Mercedes Cebrián cultiva una poesía irónica, casi burlesca, pero sin sangre, suavemente. Los poemas tratan del hoy, de las innumerables minucias —también políticas— del hoy, para expresar el desconcierto y, a menudo, el desapego de una realidad que se tiene por absurda.  No hay solemnidad en la poesía de Cebrián, sino detalle, inteligencia, crujido; no hay espesura, sino un fino adentramiento en las cosas. «Cuando cantas el himno de tu patria, / te veo la campanilla y dos o tres empastes», escribe en «Muchacha de Castilla» y uno casi ve la sonrisa esbozada al escribirlo. María Eloy García trenza, en las casas y los hogares, su particular crítica de la vida de pareja (y luego de familia), porque, como dice en el primer poema seleccionado, «La sopera», y como diría yo que creen la mayoría de las poetas antologadas, «la cuestión de lo artístico se resuelve en lo cotidiano». La poeta maneja el lenguaje y los conceptos de la filosofía y la ciencia, y construye poemas de amor que son pequeños tratados de genética: «me vinieron ganas de multiplicarte / de dispersar cromosomas por ahí / de que mutáramos juntos / así que puse a mis nucleótidos a trabajar / y bueno tuvimos un xy para ser exactos / mientras tú llorabas de emoción», dice en «Depresión posparto». Un lenguaje irónicamente empírico la ayuda a desgajar el poema de lo convencionalmente sentimental. El ser, en fin, es para ella un edificio y una fuente de angustia: lo existencial impregna el imponente «El canto de cada cual». Berta García Faet escribe una poesía vigorosa, atravesada por un irracionalismo moderado y un culturalismo bien ceñido. El análisis del presente, matriz del desconcierto y la soledad, se hace con lucidez, y el del amor un amor juvenil, naciente—, con saludable iconoclasia. Las repeticiones y paradojas apuntalan el fluir de poemas casi siempre largos, en los que trepida la conciencia del tiempo y del lenguaje, y que persiguen no la mera afinidad del lector, sino su comunión plena: un abandonarse al barro cristalino de los versos. «Constantemente estoy al borde de creer en cosas extremas / soy una muchacha exaltada envidio a los párrocos / del mundo rural y a todas las señoras espirituales / aviso: tengo muchísimo miedo / de la locura / y de la maldad / y del teatro de eugene o'neill y de edward albee / (...) aviso: aspiro a morirme con mucha tristeza de morirme / siendo ya muy anciana», sostiene en «Me gustaría meter a todos los chicos que he besado desde el año 1999 en una misma habitación». Erika Martínez, de estirpe figurativa, se ocupa de las cosas próximas y de cuanto atañe a su más carnal intimidad: el deseo y el cuerpo. En la sutil parodia que es «Albada vertical», canta al limpiador su amante vertical que le limpia las ventanas. Sus poemas albergan una engañosa ligereza, que transmite, en realidad, una contenida pesadumbre. La casa aparece en sus poemas, como ya lo ha hecho en los poemas de María Eloy García, como lo que protege y lo que destruye: «Tantas mujeres fregando sus baldosas, / pariendo en sus baldosas, escondiendo debajo de las baldosas / que pisaron sus hijos ebrios / y sus sobrios maridos / que trabajaron y fornicaron / por el bien de un país en el que no creían. / Tantos siglos para que yo / (...) mire el techo de mi dormitorio / y se me venga la casa encima», dice en «La casa encima», un poema en el que resuenan Ángel González y Jorge Luis Borges, y al que sigue el sobresaliente «Abolirse». Elena Medel conjuga, sin perder cierto aire de candor, la exaltación amorosa con la preocupación existencial. Lo doméstico se mezcla con la muerte, como las mujeres se mezclan con los hombres, y todo resulta en una vibración claroscura, donde restalla el verso enérgico y la reflexión punzante, la afirmación del yo y la duda sobre el yo. «Quién soy, quién soy, ni siquiera sé quién soy», escribe en «I will survive»; y más adelante, en «Árbol genealógico»«Yo pertenezco a una raza de mujeres con el corazón biodegradable», cuyas aortas sangran «clavadas en la tierra, igual que las raíces». La casa vuelve a aparecer como corazón y nudo de los conflictos vitales: «Toda mujer se casa con su casa», dice en «Maceta de hortensias en nuestra terraza: ascenso». Miriam Reyes fuerza el lenguaje para decir lo que el poema aspira a decir: practica la elipsis, construye textos solo con preguntas, omite signos de puntuación. En la reflexión sobre las relaciones sentimentales o el yo que las vive, crea espacios de sombra, reflejos titubeantes o que no se corresponden con lo reflejado, y alienta dudas. También se pregunta por el lenguaje con el que se pregunta por los seres y las cosas. El cuerpo es, en estos poemas, la materialización inmediata del espacio, y un mundo que explorar y que gozar, pero también en el que luchar. «Las preposiciones no siempre se ajustan / deberían tener gomas en las esquinas / como las sábanas bajeras / para aguantar en su sitio / las convulsiones de un cuerpo. / Cuando dices que piensas en mí no piensas en mí / piensas acerca de mí pero desde lejos», dice uno de sus poemas sin título y breves como disparos. Julieta Valero también lleva a la piel del lenguaje, a su constitución física, los conflictos que mantiene con la existencia y con los otros. Fracturada, a veces surreal, aborda con decisión la crítica social y las dificultades de pareja. Su mirada, panorámica, en ocasiones satírica, oscila de las minucias de la convivencia a los «fiordos del Mediterráneo», las últimas declaraciones de la ministra de Trabajo o las declaraciones de «la señorita Nos» a las puertas del juzgado. El cuerpo es también objeto de su atención, y la maternidad. «Es tan incómodo estar vivo», afirma en «In the mood for love».