miércoles, 31 de julio de 2024

La tontada de los Juegos Olímpicos

Han vuelto los Juegos Olímpicos, como vuelven las estaciones o los vencejos, como vuelven las calamidades y llega, por fin, la muerte. Tras otras recurrencias deportivas propias de la canícula, que a muchos nos sumen en una percepción heraclitiana de la existencia —y también en siestas majestuosas—, como el Tour de Francia, llega, asimismo de nuestros queridos vecinos franceses, la apoteosis cuatrienal del deporte: las olimpiadas. De aquellos arcaicos y arcádicos juegos de la Grecia clásica, que cantaban los poetas —Píndaro se hartó de ensalzar, en odas memorables, los triunfos olímpicos—, en los que los atletas competían desnudos (lo que debía de ser digno de ver, sobre todo en las carreras y en el pancracio, una competición de combate en la que valía todo), y por los que se detenían las guerras —al revés de lo que pasa hoy, en que las guerras detienen los juegos o, aunque no lo hagan, prosiguen tan campantes su labor de destrucción—, hemos pasado a un acontecimiento planetario y monstruoso que exacerba el ánimo de millones de personas y acapara la atención de casi todos los habitantes de la Tierra. Como era de esperar —porque el deporte, como todas las instituciones indiscutidas, se fundamenta en una repetición sin fin conocido—, el advenimiento de las pruebas olímpicas conlleva la exaltación del espíritu de superación del ser humano, su capacidad de sacrificio y su perseverancia simpar, orientada a la consecución de un logro tan admirable como superar un récord o batir a un rival imbatible. Este sostenido canto a la lucha que mantienen los deportistas consigo mismos y con los demás, y a su voluntad de superar los límites que les ha impuesto la naturaleza, se refiere, en realidad, a hazañas intrascendentes. Si pensamos desapasionadamente en ello, correr una determinada distancia en una décima de segundo menos que un corredor anterior, o arrojar una bola de hierro un centímetro más lejos de lo que lo había hecho el mayor forzudo hasta el momento, o enviar una pelota, de goma, cuero o plástico, a donde otro u otros no puedan alcanzarla, no es una proeza, sino una banalidad. El deporte no tiene otro fin que sí mismo, en un círculo solipsista de esfuerzo y resultado que nunca se sale de sus vacuas guías y nunca deja de girar. Cuando el científico mira por el microscopio para hallar una sustancia que acaso cure el cáncer o cualquier otra enfermedad terrible, realiza una labor que no se agota en su propia ejecución, sino que proyecta sus hallazgos en otros, en todos. Cuando el poeta escribe unos versos que aspiran a ser los más hermosos y elocuentes que pueda concebir, enriquece con ellos la sensibilidad y el pensamiento de sus semejantes (y, si son buenos, los de las generaciones venideras), de todos ellos, aunque solo los lean unos pocos, y, así, hace el mundo un poco más respirable. Cuando el arquitecto dibuja en un plano un edificio, no se limita a trazar líneas en el papel, sino que construye realidades materiales que darán cobijo y placer a su prójimo, y que contribuirán a una vida más digna para todos. El deportista solo castiga su cuerpo, durante años, para alcanzar una meta intransitiva. Resulta penoso ver a Rafael Nadal, por ejemplo, empeñado en dejarse la piel —una piel que ya se le cae a trozos— y los músculos en las pistas de París. Arrastra lesiones permanentes; se envuelve un muslo con cintas compresoras; se le está cayendo el pelo. Y todo para hacer lo mismo que lleva décadas haciendo: conseguir que una bola pase por encima de una red una vez más que su adversario. La millonada que ha ganado quizá justifique ese esfuerzo. Pero esa retribución es solamente suya. A los demás, salvo orgullo patriótico en aquellos necesitados de consuelo tribal, su esfuerzo no nos ha reportado nada. Estos días ha alcanzado fama una judoca japonesa, una tal Abe Uta, por haber sido derrotada en su primer combate, cuando ella, y todo Japón con ella, confiaba en ser campeona olímpica. Vencida, en el suelo, ha prorrumpido en unos alaridos estremecedores, que expresaban una inconsolable decepción por la derrota. No, insisto, unos gemidos breves y educados, no unas lágrimas comedidas, sino unos berridos que hacían temblar el pabellón y que no conseguía silenciar su entrenador, que ha acudido raudo a abrazarla y darle unas muy niponas e infructuosas palmadas en la espalda. Los periodistas deportivos, siempre a la busca del gesto irrelevantemente heroico, se han apresurado a cantar la reacción de la buena de Uta como una conmovedora demostración de la grandeza olímpica: de cuánto representa el triunfo en los juegos para esta gente tan extraordinaria, capaz de enterrar su juventud y su salud en los gimnasios, las pistas o los campos de juego a cambio de un trozo de metal y de la gloria imperecedera que cantaran los aedos griegos. Pero a mí la desolación de Uta me ha recordado más bien a la de los oficiales japoneses que, incapaces de aceptar la derrota, se hacían el harakiri, o la de los pilotos del Imperio del Sol Naciente que estrellaban sus aviones contra los acorazados estadounidenses cuando la Segunda Guerra Mundial agonizaba (y ellos también). Seguro que pegaban unos gritos tan doloridos (y dolorosos) como Abe Uta. Qué sorbido debía de tener el cerebro esta mujer, qué dentro se tenía que haber metido los principios de la competición y las expectativas propias y ajenas para abandonarse a este espectáculo inmoderado, a este gesto ensordecedor, a esta teatralización de un sacrificio vano. Pero, como digo, a los periodistas deportivos, ese lumpen intelectual de la comunicación, a los que se les ve siempre felices cuando retransmiten alguna de los grandes celebraciones de su gremio, les ha faltado tiempo para elogiar a Uta con la misma vehemencia con la que Uta chillaba. Los periodistas, de hecho, expelen rimbombancias sin parar. A sus bocas —y a sus cerebros, me temo— acuden las palabras más augustas del lenguaje para que sus crónicas, creen ellos, pobrecitos míos, rayen a la misma altura que los héroes cuyas gestas proclaman. Todo es “histórico”, todo es “excepcional”, todo es “grandioso”, todo es “incomparable” (además del marco), todo es “inigualable”. Los superlativos les chorrean de los labios. Las hipérboles son sus compañeras de micrófono. Y en ocasiones hasta les faltan las palabras para expresar la honda emoción que sienten. Nadal es un gigante que pelea, como los semidioses o, qué coño, como los mismísimos dioses, hasta el último y épico aliento. La Simon Biles es ya una criatura legendaria: nadie puede igualar los brincos que pega. Y un nadador llamado León Marchand se ha convertido en el capitán América francés: el superhéroe que encarna los ideales imprescriptibles de la liberté, la fraternité y todo lo demás. Y eso cuando no se abonan al lenguaje bélico que es marca de la casa: los ataques, las defensas, los contraataques, los disparos, la resistencia, el bombardeo, el cerco, los combates, “las guerreras”, "las guerreras del agua", “los leones”, arrasar, destruir, la muerte, la victoria. Los periodistas deportivos han interiorizado tanto que el deporte no es sino el sucedáneo simbólico de la guerra que ya son incapaces de hablar de otra cosa que de guerra. Algo muy poco edificante cuando las guerras de verdad, las de sangre y muerte, se siguen librando mientras ellos narran, para los oídos agradecidos y el alma adormecida de tantos, las proezas inútiles de nuestros mitos contemporáneos.

jueves, 25 de julio de 2024

El que menos sabe

Primero nos contó cómo vivía un topo; luego fue el que desordenaba, el sigiloso; nos habló también de los pormenores, de la vida mitigada, de la belleza de lo pequeño y del murmullo del mundo, se preguntó para qué servían los charcos, y acabó reuniendo sus perplejidades en una poesía completa que se titula, reveladoramente, En otro orden (Dilema, 2019). Hoy subraya su apartamiento del conocimiento fútil y la bambolla social, y se presenta como El que menos sabe. Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) ha hecho de la atención a lo que palpita a su alrededor, a lo pequeño e inmediato, a lo humilde y hasta anodino, pero henchido de dignidad callada, de enjundia existencial, la razón de su mirada y el motor de su poesía. En El que menos sabe insiste en la contemplación de una cotidianidad de silencio y recogimiento («vivir a solas / y sin ruido»), poblada de menudencias y sombras. Sánchez Santiago conversa con la cercanía, escruta las afueras, las orillas, y asienta su patria en una poquedad que «tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los parpadeos». El poeta mira lo que no suele merecer el privilegio de la mirada. Y, con su pupila querenciosa y exacta, con avidez sosegada, desvela la verdad que contienen los objetos, el dobladillo de las conversaciones, las inflexiones de la luz. El que menos sabe es una proclama moral: la reivindicación de una vida que se nutra, que extraiga la sustancia del ser, horacianamente, no de las fanfarrias mentirosas, sino de lo próximo y delicado, de lo impuro y mejor.

Pero El que menos sabe trasmina también una sensación de derrota, de final de camino. La muerte, más presente, más cercana hoy, sobrevuela los actos del libro y sus palabras atardecidas, y el poeta le da cuerpo —como hace con toda realidad abstracta— con imágenes de una tangibilidad dolorosa: en un poema, obra «antes de que las últimas mondas del día / me reclamen, me vengan a buscar / y a hacerme sitio / allí / donde la luz no cabe»; en otro se va «haciendo más turbio y diminuto, caminito de la muerte». Eso es la poesía, en efecto: lo que decimos mientras caminamos hacia la muerte, y porque sabemos que caminamos a ella, como ha escrito Gamoneda. Sánchez Santiago reúne recuerdos de tiempos asimismo perecidos: el del niño que fue en una pequeña ciudad de provincias y el de la «liturgia comercial» que hubo de practicar hasta que pudo abandonar aquella edad sumisa. El que menos sabe tiene mucho de autobiografía. Una serie de cinco poemas de la primera parte, «Almanaque desconcertado», hilvana aquellos momentos de una infancia remota, empapados de melancolía. Por su parte, la tercera y última sección del libro, «Quieta casa ya», constituye una conmovedora elegía a la madre muerta. Se compone solo de dos poemas, y no necesita más: el primero, un sucinto conjunto de poemas en prosa, con estructura de diario, que narran el estremecedor trance de la entrada y el vaciado de la casa de la madre fallecida; y el segundo, la nana que el hijo le canta a su madre.

Tomás Sánchez Santiago ha escrito un libro mayor, cuya dicción encendida convive con el desengañado entendimiento de lo que se desvanece.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de mayo de 2024, con el título «La ignorancia redentora»]

viernes, 19 de julio de 2024

La necesidad de creer en algo superior

Si nos paramos a contarlos (en el caso de que queramos practicar este ejercicio agotador y, al menos para mí, también descorazonador), veremos que la mayoría de las personas a nuestro alrededor —y, de hecho, la gran mayoría de la humanidad— cree en mundos que están más allá de este, tanto físicos como espirituales. La religión (entendida, como la define Ambrose Bierce en su impagable Diccionario del diablo, como “hija de la Esperanza y el Temor, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible”), en sus múltiples revestimientos y manifestaciones, lleva siendo, desde hace milenios, la principal suministradora de realidades sobrenaturales a los humanos, aunque siempre haya convivido con otras modalidades de la superstición, que, en nuestros tiempos, y pese al predicamento que ha adquirido la ciencia, se han endurecido y multiplicado. Cualquiera puede comprobar, con una breve navegación por Internet, la presencia y proliferación de toda suerte de ideologías espiritualistas —llamémoslas así— que predican la existencia de dioses, universos paralelos, mundos ultraterrenos, seres superiores, energías cósmicas, extraterrestres, ánimas vagabundas, criaturas mágicas, civilizaciones ocultas y un largo etcétera de entidades invisibles, inmateriales e inverificables, pero, pese a ello, irrefutablemente ciertas para quienes creen en ellas. Pero este festival de doctrinas fabulosas no es una mera realidad digital, sino que se extiende a nuestra vida cotidiana y, a menudo, a nuestro propio círculo de allegados. No creo que haya nadie, hoy en día, que no conozca a alguien, entre sus amigos y familiares, que no comparta alguna o varias de estas creencias. Yo miro en mi círculo personal —compuesto, en general, por personas cultas e inteligentes— y, sin escudriñar demasiado, constato la presencia de no pocos que creen en Dios (la superstición más consolidada, que se tiene desde hace mucho por normal y que presta incluso un aura de respetabilidad a quienes la comparten); de algunos que están convencidos de que los extraterrestres construyeron las pirámides, o de que penetran en nuestro cerebro y se comunican felizmente con quienes están dispuestos a recibir su mensaje alienígena (la fe es muy importante en todos estos sistemas: siempre llega un momento en que se afirma que “para entenderlo, hay que creer”), o de que han abducido a un pariente o al pariente de un amigo; de algunos más que creen en la reencarnación, y en los viajes astrales, y en las experiencias después de la muerte; y de otros, en fin, que se ponen en manos de guías espirituales, intérpretes de una sabiduría cósmica, y que gobiernan su vida de acuerdo con sus dictados. Sé que todas estas búsquedas de una razón ontológica fuera de nuestro mundo tangible tienen mucho que ver, si no todo, con la necesidad de consuelo del ser humano. Necesitamos algo que nos dé sosiego, que nos permita considerarnos parte de un conjunto benigno y acogedor (no como nuestra triste realidad cotidiana y nuestras aún más tristes sociedades planetarias, tan deslavazadas y hostiles), que apacigüe la angustia extrema de la muerte y el no ser, que justifique nuestra incomprensible existencia. Y ello con independencia de que ese “algo” sea cierto o no. Nosotros lo creamos, y así se hace cierto para nosotros; con eso nos basta. Hace poco, vi un reciente e interesantísimo debate público entre Richard Dawkins, biólogo evolutivo y etólogo, y uno de los más destacados representantes del llamado “nuevo ateísmo”, y Ayaan Hirsi Ali, escritora y activista antiislámica, que había militado en ese nuevo ateísmo hasta que, a finales de 2023, decidió convertirse al cristianismo. En este debate, Ali explicaba esa conversión por razones, digamos, prácticas, esto es, por su utilidad: la había ayudado a superar una profunda depresión para la que no encontraba remedio y, lo que era aún más importante, le proporcionaba un conjunto de creencias que llenaba el vacío moral al que conducían las tesis ateas. Para ella, el ateísmo niega, pero no afirma nada: no suministra al hombre las certezas que le permiten sobrevivir en este mundo y sentirse satisfecho con la vida que le ha sido dada; es más, las destruye. Me sorprendió que Ali no alegara razones, digamos, superiores o espirituales —aunque su posición encaja en lo que antes he llamado “ideologías espiritualistas”—, sino meramente funcionales: hay que creer no porque Dios exista, ni porque sea cierto lo que predica el judeocristianismo (o cualquier otra religión), sino porque hacerlo nos ayuda a combatir la soledad y el sufrimiento, es decir, porque es física y moralmente analgésico. Dawkins replicaba a esto, con toda la sensatez del mundo, a mi entender, que no discutía el derecho de Ali, y de todos, a hallar consuelo en la fe —de hecho, se alegraba de que su amiga Ali lo hubiese encontrado—, pero que para él era más importante vivir de acuerdo con la verdad, y que no era verdad que los muertos resucitaran, ni que las vírgenes parieran, ni que alguien pueda ser uno y trino a la vez, ni que un pez se vuelva mil peces y un pan, mil panes, entre la infinidad de absurdos —theological bullshit los llamaba, en concreto— y crueldades (como que la única forma que había tenido Dios de redimir a la humanidad que él mismo había creado hubiera sido mandar a su hijo para ser asesinado en la cruz) que constituyen la doctrina cristiana. La misma posición no esencialista sino utilitarista de Ali mantienen muchos de los amigos que tengo que creen en realidades sobrenaturales. Uno que, como ella, se encontraba sumido en una devastadora depresión, halló la salvación en la tutela espiritual de un par de maestros espirituales que lo transportan periódicamente a las regiones etéreas. Y otro me dijo en una ocasión que, como no creía en Dios, tenía que creer en los extraterrestres. Es ese “tener que” el que me desconcierta. ¿Por qué gran parte de los seres humanos sienten la necesidad ineludible, casi la obligación, de creer en algo superior? ¿Por qué no les basta esta humilde, prosaica y frecuentemente triste, pero a la vez irrevocablemente nuestra, realidad inferior? ¿Por qué quieren escapar de lo que les rodea, de lo que los define? Yo nunca he sentido esa necesidad. La mía ha sido siempre la de entender —o más bien aceptar, porque entenderlas es casi imposible— la frágil condición humana y el insondable laberinto de la naturaleza. Y con eso, creedme, he estado —y sigo estando— más que entretenido. Ambas son cosmos abstrusos y a menudo impracticables. La psique y la conciencia humanas son abismos plagados de agujeros negros, de poderes potencialmente letales, de zonas tan inexploradas como la fosa de las Marianas. Y la naturaleza es otro pozo sin fondo de preguntas que acaso no tengan respuesta, de fuerzas indescriptibles y sombras interminables. Ambas, la conciencia y la naturaleza me interrogan y me desafían, y ambas constituyen el único (e infinito) diálogo que podemos entablar, a mi juicio, con un mundo al que no hemos pedido venir, pero nos han traído, y del que no queremos irnos, pero nos van a expulsar. Su dificultad y su hondura son tales que no necesito más; no me hace falta recurrir a expedientes divinos o alienígenas: tengo suficiente con convivir con mis semejantes, los que están aquí abajo, enfrascados en esta brega diaria con el ser, y conmigo mismo, lleno de oscuridad e incertidumbre, algo aún más arduo, y con experimentar la fascinación del mundo natural, sensorial, mensurable, que me deslumbra con los procesos de la vida y con la infinita poesía de la materia, a la que la evolución ha hecho inteligente. En las raras ocasiones en que me avengo a hablar de estos asuntos —porque he comprobado que la exposición de mis opiniones suele ofender a mis interlocutores—, me suelen tachar de materialista y, aquellos con alguna formación filosófica, de monista (bueno, ellos son idealistas y dualistas), sambenitos a los que acostumbran a añadir el más infamante de todos: que no creo en nada. No es así: yo creo en muchas cosas, pero todas relacionadas con el hombre y con la naturaleza, no con instancias esotéricas o celestiales: el amor, la amistad, la justicia, la solidaridad, la literatura, el arte, la lealtad, la compasión, Monica Bellucci, una buena fabada. En lo que no creo, ciertamente, es en las hadas, en los Reyes Magos (aunque confieso que de estos fui un devoto hasta los nueve años) o en un Ser Supremo, sea cual sea, aunque reconozco que, de hacerlo, viviría mucho más tranquilo, como seguramente hacen quienes me tachan de no ver más allá de mis narices, que ya se han provisto de todas las respuestas, aunque sean disparatadas. Porque eso es lo que significa, para ellos, ser materialista: que careces de la perspicacia y la sensibilidad necesarias para penetrar, como ellos, en cosmos más elevados, cuando, en realidad, el materialismo no es otra cosa que un apego razonable a lo que todos compartimos y reconocemos: este mundo lleno de idiotez y fango, pero también de belleza ilimitada y misterios prodigiosos, el único que tenemos y que nos hace como somos, temibles pero quebradizos, egoístas y altruistas, ofensivos e indefensos. Yo, como el poeta Paul Éluard, creo que hay otros mundos —muchísimos—, pero que están en este. Y una última observación: en su debate con Dawkins, Ayaan Hirsi Ali también dijo algo que les he oído a menudo a los apologistas cristianos: si Dios no existe, es decir, si no creemos en un Hacedor que nos provea de razón moral para enfrentarnos al mundo, viviremos en el vacío, sin nada a lo que asirnos, sin comprensión del bien y el mal, sin pautas éticas para obrar rectamente. Ante esta afirmación, que por lo general se hace con una mirada penetrante y ahuecando la voz, yo siempre me he preguntado: ¿Por qué? ¿Por qué necesito creer en Dios para saber que está mal asestarle ocho puñaladas a alguien o abusar durante años de un menor? ¿No eran creyentes fervorosos (en dioses diferentes, eso sí) el islamista que acuchilló a Salman Rushdie y la legión de curas pederastas que se han prevalido de su condición de maestros para desgraciar a generaciones enteras de niños? ¿No se dicen cristianos esos que ignoran los mandatos de Cristo —dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, etcétera— y predican que se devuelva a la guerra, al hambre y la miseria a niños solos y necesitados de ayuda? ¿Qué me da Dios que no pueda idear yo para articular una ética estrictamente humana, que regule con cordura el tráfico de acciones que realizamos en común en este espacio tumultuoso y desafecto que llamamos sociedad? De hecho, eso es lo que convendría para que los pueblos y las personas no se siguieran matando por razones espirituales, como aún sucede en Palestina y en tantas partes del mundo: un humanismo racional e ilustrado, una ética desnudamente humana que prescinda de adherencias metafísicas, de explicaciones inaprensibles, de seres que no están porque no existen, porque solo viven en nuestra mente.

domingo, 14 de julio de 2024

Siete limericks


Una loca de Calahorra

blandía un cetro y una porra.

Mas qué poco sabía

de vexilología

esa loca de Calahorra.


Tenía un grano colosal

aquel severo general.

Y en el grano se ponía

las medallas que tenía

el general, tan marcial.


Un peludísimo perrito

persigue a un gorrión, muy contrito.

Pero no trinca al bicho,

ni aunque more en un nicho,

el enmarañado perrito.


Había en Ronda un juez bellaco

que olía peor que el amoniaco.

Ni comía paella

ni ahorraba horrores

el juez de Ronda, tan bellaco.


Un carpintero muy canijo

le dijo una vez a su hijo:

si bebes piedras

y comes agua,

lucirás gordo como un botijo.


Había en el zoo un leopardo

muy triste que se llamaba Eduardo.

Tan flojo rugía

que las manchas se le caían

al pobre leopardo Eduardo.


Un proctólogo en Barcelona

visitaba a una señorona.

Y el dedo espeleólogo

lamía con deleite

la escudriñada señorona.


domingo, 7 de julio de 2024

Impresiones de un viaje a Austria

Cuando llegamos al barrio en el que se encuentra el piso que hemos alquilado, cerca de Favoritenstrasse, no tenemos la sensación de haber arribado a Viena, sino a Estambul. Hay mucho ajetreo callejero, mujeres tapadas del colodrillo a los talones y locales de comida turca, y no se oye una chispa de alemán. Los días en que juegue (y gane) la selección turca de fútbol en el campeonato de Europa que se está disputando en Alemania, hordas de jóvenes otomanos se arremolinarán en la calle para exhibir la bandera de la media luna y la estrella y dejar claro, a voz en cuello, que ellos son turcos, turcos por encima de todo, y que, aunque hayan tenido que abandonar su país porque allí eran más pobres que las ratas, están muy orgullosos de serlo.

Nuestro vecino del piso no es turco, sino persa. Y poeta. El hombre está enfermo y no soporta los ruidos. Antes vivía con un perro, que se ponía a aullar en cuanto oía que el ascensor llegaba al rellano. Ahora el perro ya no está y el que aúlla es él. Cuando vamos a entrar en el piso, sale del suyo —es alto, tiene bigote, viste de negro— y nos alecciona minuciosamente, con demostraciones manuales incluso, sobre la forma de abrir y cerrar la puerta del ascensor sin hacer ruido. Lo hace en alemán, sin permitirnos siquiera decirle que no hablamos alemán. Kein Sprach! Kein Sprach! (‘¡no habléis!, ¡no habléis!’, eso sí llego a entenderlo), no deja de repetir. Allí el único que habla —que vocifera— es él.

Nos acercamos, por la tarde, al palacio de Belvedere, que no está lejos de nuestro alojamiento. En las escalinatas de entrada del palacio inferior, se está ensayando una ópera italiana. El director da instrucciones por un micrófono, desde una mesa, mientras los cantantes actúan y cantan. A veces, interrumpe la música y se planta en la tribuna donde se encuentran los intérpretes para indicarles cómo han de moverse: quiere, por ejemplo, que una de las sopranos ande, describiendo un círculo, mucho más deprisa. El público se sienta en el césped, junto a carteles que prohíben sentarse en el césped.

Sentados en los jardines del Belvedere, vemos pasearse a un zorro por las fuentes y los arriates. No parece incómodo ni asustado. Mira para un lado y otro, alerta, y se pierde entre los arbustos limítrofes. Avanza como si fuera de puntillas, ligero como la seda, eléctrico. Y yo recuerdo a los zorros que veíamos en Londres, en los parques, en algunos callejones, rebuscando someramente en los cubos de basura u observándonos, inquietos, por encima de un morro rojizo y afilado.

La iglesia de San Pedro, de 1702, muy cercana a la catedral de San Esteban, es propiedad del Opus Dei desde 1970. Y la Orden lo celebra con sendas capillas dedicadas a los próceres que la crearan y administraran, con la ayuda de Dios: el santo José María Escrivá de Balaguer, el padrecito (a Stalin también le llamaban así: el padrecito), que aparece con la sonrisa habitual de quienes están inconmoviblemente seguros de poseer la verdad, bajo una imagen de la Sagrada Familia y flanqueado por estatuas de San Zacarías y Santa Isabel; y Álvaro del Portillo Ortiz de Landazuri. A la salida del templo, el dueño de una calesa que pasea a turistas está refrescando con una manguera y dando de beber a los dos caballos del carruaje. Pero cuando uno de los animales se acerca a beber del cubo del otro, el humano le aparta la cabeza de un puñetazo.

Visitamos el palacio imperial de Hofburg, donde viviera Sisí (en tiempos modernos, Romy Schneider), uno de los leitmotivs turísticos de la ciudad, que encuentro empalagoso y repulsivo. Sisí es a Austria lo que la Lady Di al Reino Unido. Y Lady Di también me horripila. En el patio central, por el que se accede al museo de la emperatriz, donde se conservan sus trajes, sus objetos personales y los cuadros que le pintaron, vemos a un asiático —¿japonés?, ¿coreano?— que deposita un conejo de peluche en la basa de una farola y le hace una foto. Luego coge amorosamente al muñeco, lo aprieta contra el pecho y se pierde con él en las salas del palacio.

En Linz, una pequeña ciudad atravesada por el Danubio (que no es azul, sino marrón), L. nos lleva, campo a traviesa, a la colina de Pöstlingerberg. El paisaje es alpino: parece que Heidi vaya a aparecer de entre los arbustos en cualquier momento. En el ascenso, nos cruzamos con un nonagenario que escala también, con dos bastones. L. y yo nos adelantamos a E. y F. Tras un fuerte repecho, me siento en un banco del camino, ya cerca de la cumbre, y saludo (Guten Morgen!) a una señora que ya descansa en él. Solo acierta a emitir un breve gruñido. Pocos minutos después, pasa otro caminante con un hermoso mastín. La señora revive entonces: se ríe, elogia al perro, le habla, y no deja de manifestar su contento hasta que la pareja de hombre y animal ya están lejos. Luego recae en un hosco y austríaco silencio. Esta mujer pertenece a la creciente —y moralmente defectuosa— comunidad de seres humanos felices de convivir con los seres irracionales, pero incapaces de dialogar con los seres humanos.

En la basílica barroca de Wallfahrts (Nuestra Señora de los Siete Dolores), que corona la colina de Pöstlingerberg, cuatro viejitos rezan en rosario en voz alta, con mucho fervor.

Johannes Kepler descubrió en Linz las tres leyes del movimiento planetario. Christian Doppler, el del efecto homónimo, estudió aquí. Mozart, alojado en la ciudad, compuso en tres días la sinfonía núm. 36 en do mayor, también llamada Linz. Anton Bruckner fue compositor local y organista de la catedral de la ciudad (su sinfonía núm. 5 era la composición musical favorita de Hitler). Mientras tomamos una cerveza (ligera: las cervezas austríacas son suaves) en una terraza de la Hauptplatz, suena una melodía de Bruckner en el carillón del local.

Linz tiene un oneroso pasado nazi. Aquí vivió Hitler entre 1898 y 1907, y aquí proclamó, en 1938, la anexión de Austria a Alemania. Y cerca de Linz se encuentra el campo de concentración de Mauthausen, donde estuvieron recluidos —y fueron asesinados— la mayoría de los republicanos españoles apresados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Esta vez no lo visitamos. Yo lo hice hace algunos años ya y no pude evitar echarme a llorar.

En Linz visitamos el taller en el que trabaja L. Cuando pregunto por ella al llegar, el recepcionista responde: “Oh, yes, the glassblower” (‘ah, sí, la sopladora de vidrio’). L., en efecto, ha aprendido a soplar el vidrio para diseñar el proyecto del máster que ha estudiado aquí. Yo, confundido por la expresión catalana bufar i fer ampolles (‘soplar y hacer botellas’), que se utiliza para decir que algo es muy fácil, pensaba que hacerlo sería pan comido. Pero no lo es. L. nos permite a los tres probar a hacer una burbuja de vidrio. Y yo, con la destreza que me caracteriza, no tardo ni un minuto en quemarme dos veces, romper tres varillas y conseguir que algo parecido a una burbuja que he conseguido por fin formar estalle se rompa en cien pedazos.

Volvemos a Viena y cumplimos el rito del buen turista de visitar el palacio de Schönbrunn. También lo hacen otros varios miles de visitantes. Quienes han redactado las cartelas que nos informan de lo que vemos, tienen el cuajo de decir que el emperador Francisco José llevaba una vida austera. El dueño del imperio austrohúngaro, que vivía en este otro Versalles, rodeado de lujos y atenciones, atendido por cientos, por miles de servidores —por todos los habitantes del imperio, de hecho— que satisfacían la menor de sus necesidades, ¡llevaba una vida austera! La desfachatez de estos redactores es abrumadora; o bien nos toman a todos por imbéciles, que es lo más probable.

El cagadero personal del patilludo emperador, que se exhibe con orgullo, está hecho con maderas nobles e incrustaciones de marfil. En los aposentos de Sisí, se nos informa de que la emperatriz (a la que se llevó por delante un anarquista italiano de un estiletazo en el corazón) se cuidaba varias horas la cabellera. Ilustra dicha importante (y austera) actividad un muñeco de tamaño natural de espaldas, con el pelo hasta las rodillas. En el dormitorio común, hay sendas mesitas para tomar el desayuno en la cama, una chimenea, terciopelo por todas partes y reclinatorios para rezar. Rezar era muy importante. Todas las salas cuentan con grandes chimeneas de cerámica.

En el salón de los espejos —lleno, en efecto, de espejos— dio Mozart su primer concierto ante la emperatriz, con seis años (Mozart, no la emperatriz). Las salas de rosa no se llaman así porque sean rosas (son blancas y doradas), sino porque están decoradas con pinturas del pintor Joseph Rosa. El salón rojo sí es rojo, y los personajes de los cuadros que la decoran también van vestidos de ese color. En la sala de las ceremonias, en fin, un operario está arreglando una lámpara, subido a una escalera. Y delante de un cuadro hay un andamio. También la sala de los caballos (lipizanos) está en obra viva: Restoration in progress. La visita se amogollona como en el metro.

Asistimos a un concierto nocturno en el Kursalon. Una fila de asientos está reservada con la palabra “Trafalgar”, no sabemos si como homenaje a algún grupo de ingleses. La sala es agradable, pero las sillas de plástico desmerecen del lugar y el programa. También lo hace una mosca muy gorda que vuela por entre el público. Al violoncelista de la orquesta, compuesta por trece músicos, no se le enciende la lamparita que ilumina el atril, y un violinista tiene un ataque de tos en medio de un vals de Johann Strauss. Una pareja de baile acompaña varias piezas. La bailarina, esbelta y voladora, evoluciona con una sonrisa cincelada a escoplo en la cara. El bailarín es mayor: un cincuentón corpulento que, no obstante, todavía se mueve con elegancia. Lleva unas zapatillas de ballet, negras y muy flexibles, que disimulan su condición de zapatillas y parecen zapatos.

La casa de Mozart, también en Viena, no tiene demasiado interés: el espacio es el original y la distribución de las habitaciones es la misma que durante los años en que vivió aquí, pero apenas se conserva en ella nada de su vida o de su trabajo como compositor. Hay colgado un retrato de Antonio Salieri, el supuesto enemigo de Mozart, pintado por Joseph Willibrod Mähler: tiene un aire al actor de Amadeus. También se expone la máscara mortuoria en bronce y el informe de la autopsia de Mozart, y el obituario que apareció en el Wiener Zeitung. No hay pruebas de que Salieri envenenara al músico de Salzburgo, como Hollywood ha inducido a creer, pero la exposición juega con el morbo de que lo hiciese. La casa fue inaugurada por los nazis en 1941. Entonces se presentaba a Mozart como un “compositor alemán”.

En el Prater, el parque de atracciones más antiguo del mundo, subimos a la noria, uno de los símbolos de la ciudad y otra de las obligaciones ineludibles del turista. Tiene más de sesenta metros de altura, data de 1897 y sigue funcionando, lo que no sé si es tranquilizador. Mientras hacemos cola, reconozco a Ludwig Wittgenstein entre los personajes ilustres de Viena cuyas imágenes acompañan la espera: un filósofo entre atracciones de feria. La cabina, a la que nos ha dado paso un empleado con una barba que le llega al ombligo, es fiel a sus orígenes y no tiene aire acondicionado. Hace mucho calor. E. se queja de que la noria gira muy despacio.

Todavía en el Prater, observamos el funcionamiento de otras atracciones infernales, en las que los jóvenes encuentran un placer incomprensible. La mamba negra, por ejemplo, que hace dar vueltas cabeza abajo a la gente. O el PraterTurm, que los hace girar en lo alto a una velocidad vertiginosa. Contamos hasta cuatro atracciones, eméticas, de balanceo o sacudidas por las nubes.

Volvemos al palacio de Belvedere, esta vez para visitar el museo, que alberga una de las mejores colecciones de arte austríaco del país. Hay obras sobresalientes, como La crucifixión, de Christian Laib, fechada en 1449, en la que los pudenda de Cristo aparecen solo cubiertos por una minúscula hoja (no de parra) y un velo transparente. A su lado, los ladrones, monstruosamente feos, retorcidos en sus cruces (frente a la figura lineal de Jesús), lucen taparrabos pequeños, de los que asoma el vello púbico. Nos llama mucho la atención el excéntrico barroco de Franz Anton Maulbertsch, de trazos difusos y caras anticanónicas (feas, incipientemente deformes o grotescas), claroscuro e impresionista avant-la-lettre. Dedicamos luego mucho rato a la obra de Gustav Klimt, desde sus óleos primeros, influidos por el puntillismo —mosaicos pintados—, y sus meticulosos retratos de mujeres de la alta sociedad vienesa, hasta El beso, esa dislocada explosión de paralelepídos y oro, en la que se juntan los rasgos perfectamente figurativos de hombre y mujer y la turbulencia geométrica que los rodea (él, de formas cuadradas; ella, redondas). La mujer está arrodillada, con los ojos cerrados, entregada a la pasión de él, que le sujeta la cabeza. También vemos Judith, de 1901. Hay que fijarse para reconocer, en el extremo inferior derecho, parte de otra cabeza: la de Holofernes. Judith parece satisfecha. La cartela, obediente a los tiempos, habla del cuadro como un “icono de la feminidad”. Por fin, tras admirar distintas piezas de Rodin (siempre con el gesto acentuado, torturado), Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Claude Monet, Helene Funke, Edvard Munch y Van Gogh (Llanura cerca de Auvers), y hasta el rampante Napoleón ecuestre de Jacques Louis David, encontramos los caras de Franz Xavier Messerschmidt, una de las señas de identidad del museo. Concentradas en una sala, las piezas despliegan una serie de extrañas muecas de dolor, sorpresa y hasta locura, con las facciones retorcidas y los cuellos repujados por unos cartílagos enardecidos. Algunas caras parecen esculpidas en el momento de una defecación difícil.

Cuando estamos saliendo del piso para asistir al desfile en el que participa L., oímos algo inquietantemente parecido a un disparo. Y, a continuación, a nuestro vecino, el poeta persa, soltando gritos en alemán (o quizá en farsi).

L. culmina hoy su máster de diseño con el desfile de graduación en el museo Albertina Modern de Viena, en el que se muestran los modelos creados por los alumnos. L. ha diseñado y construido tres hermosos y originalísimos trajes de vidrio, en los que ha invertido un año de trabajo. En la calle, frente al museo, ondea una enorme bandera gay y trans, y no pocos asistentes demuestran la pertinencia de que tal bandera flamee ahí. En cualquier caso, nuestras pintas no cuadran con las de casi nadie. A algunos dudo de que los dejasen entrar en un concierto de música anarcosatánica (a nosotros tampoco nos dejarían, aunque por razones completamente distintas). Yo agradezco la llegada de un señor con camisa blanca, pantalones grises y zapatos. En el desfile, constato una vez más mis dificultades para comprender el mundo de la moda contemporánea. Se me hace difícil apreciar la belleza, o siquiera el interés, de un conjunto consistente en una acumulación de bloques multicolores de gomaespuma, o de otro en el que el modelo viste algo parecido a una gabardina de una talla siete veces mayor de la que le corresponde y arrastra una maleta de cartón con pegatinas de Mickey Mouse. Todo sea por la libertad de expresión, pienso, descorazonado.

lunes, 1 de julio de 2024

Aflicción, aflicción, esa es nuestra naturaleza

Leer a Kafka es sumergirse en la gravedad. Aunque muchas de las situaciones que se describen en esas distopías burocráticas, en esas metáforas del absurdo de la vida que son El castillo o El proceso (y La metamorfosis) —y que con toda propiedad han dado lugar a uno de los adjetivos que mejor convienen a la sociedad actual: kafkiano— permitan esbozar una sonrisa, y hasta soltar alguna carcajada, una grisura opresiva tiñe la prosa del escritor praguense. Su mirada es lúcida, pero atiende a lo oscuro. Kafka forma parte del conglomerado de escritores centroeuropeos que hicieron de la pesantez de la vida contemporánea el eje de una literatura descomunal: Arthur Schnitzler, Thomas Mann, Robert Musil, Hermann Broch, Joseph Roth, Karl Kraus, Jaroslav Hašek y Hugo von Hofmannsthal, entre otros. En la obra de Kafka, en ningún sitio se aprecia mejor esa sombría solemnidad que en los aforismos, ahora publicados por Acantilado, con la excelente traducción de Luis Fernando Moreno Claros y la edición del mayor especialista en el genio de Praga: Reiner Stach  (Franz Kafka, «Tú eres la tarea». Aforismos, edición, prólogo y comentarios de Reiner Stach, traducción de Luis Fernando Moreno Claros, Barcelona: Acantilado, 2024).

Kafka escribió estas máximas en una época de angustia, pero también de tregua. En agosto de 1917, le habían diagnosticado tuberculosis, la enfermedad que a la postre acabaría con él, siete años después. El Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo para el que trabajaba con rigor funcionarial —que en su caso no era un oxímoron— no le concedió una prejubilación por su enfermedad, pero sí una baja médica, que él decidió pasar en la granja en la que acababa de instalarse su hermana Ottla, en un pueblecito bohemio, Zürau, a ochenta kilómetros de Praga. De ahí proviene el título que han recibido tradicionalmente estos aforismos: los aforismos de Zürau. Kafka reside en la granja como un enfermo en un balneario, tomando el sol, leyendo, paseando, escribiendo cartas, aunque también participa de las labores propias de la finca: cuida el huerto, recolecta patatas y ayuda a que las cabras se apareen (esto último tuvo que ser digno de verse). Pero sin esfuerzos. Leña, por ejemplo, no corta. Los ocho meses que pasó en Zürau —hoy Sirem— le dieron tiempo asimismo para trabajar en el proyecto difuso, asistemático, pero siempre latente, de recoger sus meditaciones, metafísicas y existenciales. Kafka llegó a Zürau con dos cuadernos en octavo, donde ya había anotado muchas de sus reflexiones. En su refugio bohemio, trasladó esos pensamientos a un conjunto de 105 papelitos, con caligrafía desgalichada y abundantes tachaduras, cada uno de los cuales contenía uno o varios aforismos. Estos papelitos documentan, a juicio de Reiner Stach, «un movimiento hacia la abstracción», llevado a cabo esta vez «con absoluta determinación, traspasando los límites de la literatura, elevándose hacia las cumbres de la metafísica occidental, ocupándose de cuestiones como el “mal”, la “verdad”, la “fe” y “el mundo espiritual”», los asuntos supremos para Kafka. Stach también subraya que una de las tesis centrales de los aforismos «remite a la teoría de las Ideas de Platón (…), [según la cual] existe un mundo espiritual y un mundo sensible. El mundo que nos resulta familiar es el sensible, y habitualmente creemos que es el único, pero en realidad solo es una especie de sombra desprovista de sustancia y entidad propias, un tenue reflejo del mundo espiritual. De ahí que los aforismos se refieran una y otra vez a dos mundos completamente distintos, pero insista en que solo uno es real: el mundo espiritual». 

Los aforismos resultan de un delicioso hermetismo, de una opacidad iluminadora, que se despeja —cuando se despeja— por medio del eco, la metáfora o la revelación. Por ejemplo, esto dice el 30: «No aspiro al autodominio. Autodominio significa querer producir efecto en un punto casual de los infinitos rayos de mi existencia espiritual. Pero si tengo que trazar tales círculos a mi alrededor, entonces mejor lo hago sin actuar, en la pura admiración del gigantesco complejo, y me llevo a casa solo el fortalecimiento que e contrario me proporciona esa mirada». Para que estas máximas, a menudo de una extensión que supera la brevedad canónica del aforismo, no resulten de una turbiedad inabordable, contamos con la valiosa exégesis de Reiner Stach, que acompaña cada una de un comentario esclarecedor, al que suele llegar gracias al manejo minucioso y feliz del resto de la obra literaria de Kafka, de sus Diarios y de las muchas cartas que cruzó con sus numerosos corresponsales: Max Brod, Felice Bauer, Milena Jesenská, Robert Klopstock, entre otros. 

Otro ejemplo de aforismo resbaladizo (aunque casi todos lo son) es el 14, que, pese a su formulación impersonal, responde, en realidad, a unos amoríos italianos de Kafka: «Si fueras andando por una llanura, tuvieras la firme voluntad de caminar y aun así solo dieras pasos hacia atrás, tal cosa sería desesperante; pero como tú asciendes ahora por una pendiente inclinada, tan empinada quizá como tú mismo visto desde abajo, los pasos atrás también pueden ser causados solo por la naturaleza del terreno y tú no tienes que desesperar». El aforismo es consecuencia del recuerdo de una joven de la que se había enamorado en un viaje a Italia, en 1913, un recuerdo que, según Stach, había llevado a Kafka a sabotear la relación amorosa con Felice «por culpa de la preocupación que le causaban sus pensamientos eróticos secretos». El encarnizado sentimiento de culpa de Kafka, que descuella en la Carta al padre, pero impregna toda su obra, luce plenamente aquí, si Stach tiene razón.

Aunque, como se ha dicho, Kafka escribe en ocasiones aforismos largos, tanto en estos como en los más breves practica una concisión extrema. Pound proclama que no se trata de ser sucinto, sino de saturar la palabra de significado. El aforismo, para que lo sea, ha de ser compendioso, sumario, casi un coágulo. Esta condensación absoluta conlleva, a veces, el retorcimiento de la gramática y contribuye decisivamente a la oscuridad que envuelve a los aforismos. Vale la pena recordar una de las explicaciones que da Chesterton, en su estupenda biografía de Robert Browning, de la oscuridad de los poetas (referida, en su caso, al impenetrable Sordello): «La oscuridad exterior es, en un joven autor [y en todos, también en Kafka, creemos nosotros], una señal de claridad interior. (…) [Si] realmente tiene ideas propias, debe ser oscuro al principio, porque vive en un mundo propio en el que hay símbolos y correspondencias y categorías desconocidas para el resto del mundo. (…) De hecho, la mayoría de nosotros, si alguna vez decimos algo valioso, lo decimos cuando damos expresión a esa parte de nosotros que se ha vuelto tan familiar e invisible como el dibujo de nuestro papel pintado. Solo cuando una idea se ha convertido en algo natural para el pensador, resulta sorprendente para el mundo». Kafka no solo saca a la luz conceptos decantados en su interior con un léxico que se ha despojado de transiciones y nexos, sino que a menudo lo hace in media res, como si las ideas expresadas formasen parte de un discurso más dilatado, que no deja de fluir, que no deja de hacerse, pese a su momentánea solidificación en el aforismo. «Leopardos irrumpen en el templo y se beben el agua de las cráteras sacrificiales hasta vaciarlas», afirma en uno de sus dichos más simbolistas, casi surrealistas: el 20. No obstante, como en el surrealismo, la razón no se ha desvanecido, sigue ahí, pero en el fondo, en la penumbra de unos procesos gobernados por una lógica inconsciente, trabada por imágenes antes que por juicios. Al parecer, según Stach, Kafka estaba muy interesado en el origen de los rituales religiosos y compuso este aforismo después de leer El origen de la creencia en Dios, del sueco Nathan Söderblom (que luego sería Nobel de la Paz), dedicado en buena parte a esclarecer esa ardua cuestión. 

Las imágenes enigmáticas se suceden en un libro de fuerte impronta religiosa. Los asuntos relacionados con el mito y la fe, propios del mundo espiritual en el que situaba la esencia del ser, aunque sin la dimensión dogmática de las religiones tradicionales, obsesionaban a Kafka. En varios aforismos, esta propensión fideísta parece reclamar una inacción redentora, un nuevo quietismo que asuma, y aplaque, la efervescencia falaz de las realidades materiales, como refleja el último aforismo de libro, el 109: «No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, solo espera. Ni siquiera esperes, quédate absolutamente tranquilo y solo. El mundo se te brindará para que lo desenmascares, (…) embelesado se plegará ante ti». (O quizá sea, más mundanamente, una nueva versión de aquella pensée de Pascal según la cual la infelicidad del hombre proviene de su incapacidad para quedarse quieto en su habitación). Sin embargo, esta marcada inclinación metafísica de Kafka, contrapuesta al mundo sensible —el ilusorio, el del engaño, el del tener— que lo atenazaba con unos problemas que a menudo no sabía cómo resolver, se corporeíza visualmente, se vuelve plástica, cobra forma de escena o pintura. Las ideas resultan indisociables de su expresión, y deben a esta toda su fuerza. Pero el pensamiento creador de Kafka era biunívoco: las ideas se materializaban en imágenes, sí, pero también estas imágenes le inspiraban nuevas ideas. El aforismo 8/9, deliciosamente repugnante, es un claro ejemplo de esta encarnación literaria y de esta circularidad fecundadora: «Una perra hedionda, gran paridora de crías, llena de ronchas de sarna, pero que en mi niñez lo fue todo para mí, que me sigue incansable guardándome fidelidad, a la que sería incapaz de pegar, pero ante la que retrocedo paso a paso para evitar que me alcance siquiera su aliento, aunque (…) me arrinconará en una esquina del muro que ya empiezo a ver para pudrirse allí encima de mí y conmigo (…) la carne purulenta y agusanada de su lengua en mi mano».

Los aforismos de Zürau se suceden como hongos que brotaran en la página, uno detrás de otro, misteriosos, poéticos, hipnóticos. No se parecen a los de los grandes aforistas de la lengua alemana —Lichtenberg y Kraus, por ejemplo—, sobrios y corrosivos a la vez.  Los de Kafka son solemnes y desconcertantes. No sabemos bien de dónde salen ni a dónde van, pero intuimos que forman parte de una vigorosa cadena de pensamiento, que funciona por analogías e impulsos subyacentes —una de cuyas metáforas fundamentales es la del camino, que renueva el viejo tópico barroco del homo viator; y por el que suele verificarse una huida—, y que desemboca en estas explosiones detenidas, melancólicas, abisales, entre las que encontramos algunas ya conocidas, como la paradójica «una jaula fue en busca de su pájaro»; otras que dan en un blanco que reconocemos, como «corre tras los hechos como un principiante en el arte de patinar sobre hielo, que además practica en algún sitio donde está prohibido»; y otras, en fin, que permanecen —y permanecerán, me temo, pese al esfuerzo exegético de Reiner Stach— en el limbo de la incomprensión, como este aforismo 98, aunque no nos importe, porque, como reclamaba Borges, nos sentimos antes seducidos por su belleza que por su inteligibilidad: «La idea de la vastedad infinita y plenitud del cosmos es el resultado de la mezcla, llevada al extremo, de creación esforzada y autorreflexión libre».

[Este artículo se ha publicado en Quimera, nº 486, junio de 2024, pp. 34-37, con el título de «Aflicción, aflicción, esa es nuestra naturaleza. Franz Kafka, autor de aforismos»]