Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
miércoles, 31 de julio de 2024
La tontada de los Juegos Olímpicos
jueves, 25 de julio de 2024
El que menos sabe
Primero nos contó cómo vivía un topo; luego fue el que desordenaba, el sigiloso; nos habló también de los pormenores, de la vida mitigada, de la belleza de lo pequeño y del murmullo del mundo, se preguntó para qué servían los charcos, y acabó reuniendo sus perplejidades en una poesía completa que se titula, reveladoramente, En otro orden (Dilema, 2019). Hoy subraya su apartamiento del conocimiento fútil y la bambolla social, y se presenta como El que menos sabe. Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) ha hecho de la atención a lo que palpita a su alrededor, a lo pequeño e inmediato, a lo humilde y hasta anodino, pero henchido de dignidad callada, de enjundia existencial, la razón de su mirada y el motor de su poesía. En El que menos sabe insiste en la contemplación de una cotidianidad de silencio y recogimiento («vivir a solas / y sin ruido»), poblada de menudencias y sombras. Sánchez Santiago conversa con la cercanía, escruta las afueras, las orillas, y asienta su patria en una poquedad que «tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los parpadeos». El poeta mira lo que no suele merecer el privilegio de la mirada. Y, con su pupila querenciosa y exacta, con avidez sosegada, desvela la verdad que contienen los objetos, el dobladillo de las conversaciones, las inflexiones de la luz. El que menos sabe es una proclama moral: la reivindicación de una vida que se nutra, que extraiga la sustancia del ser, horacianamente, no de las fanfarrias mentirosas, sino de lo próximo y delicado, de lo impuro y mejor.
Pero El que menos sabe trasmina también una sensación de derrota, de final de camino. La muerte, más presente, más cercana hoy, sobrevuela los actos del libro y sus palabras atardecidas, y el poeta le da cuerpo —como hace con toda realidad abstracta— con imágenes de una tangibilidad dolorosa: en un poema, obra «antes de que las últimas mondas del día / me reclamen, me vengan a buscar / y a hacerme sitio / allí / donde la luz no cabe»; en otro se va «haciendo más turbio y diminuto, caminito de la muerte». Eso es la poesía, en efecto: lo que decimos mientras caminamos hacia la muerte, y porque sabemos que caminamos a ella, como ha escrito Gamoneda. Sánchez Santiago reúne recuerdos de tiempos asimismo perecidos: el del niño que fue en una pequeña ciudad de provincias y el de la «liturgia comercial» que hubo de practicar hasta que pudo abandonar aquella edad sumisa. El que menos sabe tiene mucho de autobiografía. Una serie de cinco poemas de la primera parte, «Almanaque desconcertado», hilvana aquellos momentos de una infancia remota, empapados de melancolía. Por su parte, la tercera y última sección del libro, «Quieta casa ya», constituye una conmovedora elegía a la madre muerta. Se compone solo de dos poemas, y no necesita más: el primero, un sucinto conjunto de poemas en prosa, con estructura de diario, que narran el estremecedor trance de la entrada y el vaciado de la casa de la madre fallecida; y el segundo, la nana que el hijo le canta a su madre.
Tomás Sánchez Santiago ha escrito un libro mayor, cuya dicción encendida convive con el desengañado entendimiento de lo que se desvanece.
viernes, 19 de julio de 2024
La necesidad de creer en algo superior
domingo, 14 de julio de 2024
Siete limericks
Una loca de Calahorra
blandía un cetro y una porra.
Mas qué poco sabía
de vexilología
esa loca de Calahorra.
Tenía un grano colosal
aquel severo general.
Y en el grano se ponía
las medallas que tenía
el general, tan marcial.
Un peludísimo perrito
persigue a un gorrión, muy contrito.
Pero no trinca al bicho,
ni aunque more en un nicho,
el enmarañado perrito.
Había en Ronda un juez bellaco
que olía peor que el amoniaco.
Ni comía paella
ni ahorraba horrores
el juez de Ronda, tan bellaco.
Un carpintero muy canijo
le dijo una vez a su hijo:
si bebes piedras
y comes agua,
lucirás gordo como un botijo.
Había en el zoo un leopardo
muy triste que se llamaba Eduardo.
Tan flojo rugía
que las manchas se le caían
al pobre leopardo Eduardo.
Un proctólogo en Barcelona
visitaba a una señorona.
Y el dedo espeleólogo
lamía con deleite
la escudriñada señorona.
domingo, 7 de julio de 2024
Impresiones de un viaje a Austria
lunes, 1 de julio de 2024
Aflicción, aflicción, esa es nuestra naturaleza
Leer a Kafka es sumergirse en la gravedad. Aunque muchas de las situaciones que se describen en esas distopías burocráticas, en esas metáforas del absurdo de la vida que son El castillo o El proceso (y La metamorfosis) —y que con toda propiedad han dado lugar a uno de los adjetivos que mejor convienen a la sociedad actual: kafkiano— permitan esbozar una sonrisa, y hasta soltar alguna carcajada, una grisura opresiva tiñe la prosa del escritor praguense. Su mirada es lúcida, pero atiende a lo oscuro. Kafka forma parte del conglomerado de escritores centroeuropeos que hicieron de la pesantez de la vida contemporánea el eje de una literatura descomunal: Arthur Schnitzler, Thomas Mann, Robert Musil, Hermann Broch, Joseph Roth, Karl Kraus, Jaroslav Hašek y Hugo von Hofmannsthal, entre otros. En la obra de Kafka, en ningún sitio se aprecia mejor esa sombría solemnidad que en los aforismos, ahora publicados por Acantilado, con la excelente traducción de Luis Fernando Moreno Claros y la edición del mayor especialista en el genio de Praga: Reiner Stach (Franz Kafka, «Tú eres la tarea». Aforismos, edición, prólogo y comentarios de Reiner Stach, traducción de Luis Fernando Moreno Claros, Barcelona: Acantilado, 2024).
Kafka escribió estas máximas en una época de angustia, pero también de tregua. En agosto de 1917, le habían diagnosticado tuberculosis, la enfermedad que a la postre acabaría con él, siete años después. El Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo para el que trabajaba con rigor funcionarial —que en su caso no era un oxímoron— no le concedió una prejubilación por su enfermedad, pero sí una baja médica, que él decidió pasar en la granja en la que acababa de instalarse su hermana Ottla, en un pueblecito bohemio, Zürau, a ochenta kilómetros de Praga. De ahí proviene el título que han recibido tradicionalmente estos aforismos: los aforismos de Zürau. Kafka reside en la granja como un enfermo en un balneario, tomando el sol, leyendo, paseando, escribiendo cartas, aunque también participa de las labores propias de la finca: cuida el huerto, recolecta patatas y ayuda a que las cabras se apareen (esto último tuvo que ser digno de verse). Pero sin esfuerzos. Leña, por ejemplo, no corta. Los ocho meses que pasó en Zürau —hoy Sirem— le dieron tiempo asimismo para trabajar en el proyecto difuso, asistemático, pero siempre latente, de recoger sus meditaciones, metafísicas y existenciales. Kafka llegó a Zürau con dos cuadernos en octavo, donde ya había anotado muchas de sus reflexiones. En su refugio bohemio, trasladó esos pensamientos a un conjunto de 105 papelitos, con caligrafía desgalichada y abundantes tachaduras, cada uno de los cuales contenía uno o varios aforismos. Estos papelitos documentan, a juicio de Reiner Stach, «un movimiento hacia la abstracción», llevado a cabo esta vez «con absoluta determinación, traspasando los límites de la literatura, elevándose hacia las cumbres de la metafísica occidental, ocupándose de cuestiones como el “mal”, la “verdad”, la “fe” y “el mundo espiritual”», los asuntos supremos para Kafka. Stach también subraya que una de las tesis centrales de los aforismos «remite a la teoría de las Ideas de Platón (…), [según la cual] existe un mundo espiritual y un mundo sensible. El mundo que nos resulta familiar es el sensible, y habitualmente creemos que es el único, pero en realidad solo es una especie de sombra desprovista de sustancia y entidad propias, un tenue reflejo del mundo espiritual. De ahí que los aforismos se refieran una y otra vez a dos mundos completamente distintos, pero insista en que solo uno es real: el mundo espiritual».
Los aforismos resultan de un delicioso hermetismo, de una opacidad iluminadora, que se despeja —cuando se despeja— por medio del eco, la metáfora o la revelación. Por ejemplo, esto dice el 30: «No aspiro al autodominio. Autodominio significa querer producir efecto en un punto casual de los infinitos rayos de mi existencia espiritual. Pero si tengo que trazar tales círculos a mi alrededor, entonces mejor lo hago sin actuar, en la pura admiración del gigantesco complejo, y me llevo a casa solo el fortalecimiento que e contrario me proporciona esa mirada». Para que estas máximas, a menudo de una extensión que supera la brevedad canónica del aforismo, no resulten de una turbiedad inabordable, contamos con la valiosa exégesis de Reiner Stach, que acompaña cada una de un comentario esclarecedor, al que suele llegar gracias al manejo minucioso y feliz del resto de la obra literaria de Kafka, de sus Diarios y de las muchas cartas que cruzó con sus numerosos corresponsales: Max Brod, Felice Bauer, Milena Jesenská, Robert Klopstock, entre otros.
Otro ejemplo de aforismo resbaladizo (aunque casi todos lo son) es el 14, que, pese a su formulación impersonal, responde, en realidad, a unos amoríos italianos de Kafka: «Si fueras andando por una llanura, tuvieras la firme voluntad de caminar y aun así solo dieras pasos hacia atrás, tal cosa sería desesperante; pero como tú asciendes ahora por una pendiente inclinada, tan empinada quizá como tú mismo visto desde abajo, los pasos atrás también pueden ser causados solo por la naturaleza del terreno y tú no tienes que desesperar». El aforismo es consecuencia del recuerdo de una joven de la que se había enamorado en un viaje a Italia, en 1913, un recuerdo que, según Stach, había llevado a Kafka a sabotear la relación amorosa con Felice «por culpa de la preocupación que le causaban sus pensamientos eróticos secretos». El encarnizado sentimiento de culpa de Kafka, que descuella en la Carta al padre, pero impregna toda su obra, luce plenamente aquí, si Stach tiene razón.
Aunque, como se ha dicho, Kafka escribe en ocasiones aforismos largos, tanto en estos como en los más breves practica una concisión extrema. Pound proclama que no se trata de ser sucinto, sino de saturar la palabra de significado. El aforismo, para que lo sea, ha de ser compendioso, sumario, casi un coágulo. Esta condensación absoluta conlleva, a veces, el retorcimiento de la gramática y contribuye decisivamente a la oscuridad que envuelve a los aforismos. Vale la pena recordar una de las explicaciones que da Chesterton, en su estupenda biografía de Robert Browning, de la oscuridad de los poetas (referida, en su caso, al impenetrable Sordello): «La oscuridad exterior es, en un joven autor [y en todos, también en Kafka, creemos nosotros], una señal de claridad interior. (…) [Si] realmente tiene ideas propias, debe ser oscuro al principio, porque vive en un mundo propio en el que hay símbolos y correspondencias y categorías desconocidas para el resto del mundo. (…) De hecho, la mayoría de nosotros, si alguna vez decimos algo valioso, lo decimos cuando damos expresión a esa parte de nosotros que se ha vuelto tan familiar e invisible como el dibujo de nuestro papel pintado. Solo cuando una idea se ha convertido en algo natural para el pensador, resulta sorprendente para el mundo». Kafka no solo saca a la luz conceptos decantados en su interior con un léxico que se ha despojado de transiciones y nexos, sino que a menudo lo hace in media res, como si las ideas expresadas formasen parte de un discurso más dilatado, que no deja de fluir, que no deja de hacerse, pese a su momentánea solidificación en el aforismo. «Leopardos irrumpen en el templo y se beben el agua de las cráteras sacrificiales hasta vaciarlas», afirma en uno de sus dichos más simbolistas, casi surrealistas: el 20. No obstante, como en el surrealismo, la razón no se ha desvanecido, sigue ahí, pero en el fondo, en la penumbra de unos procesos gobernados por una lógica inconsciente, trabada por imágenes antes que por juicios. Al parecer, según Stach, Kafka estaba muy interesado en el origen de los rituales religiosos y compuso este aforismo después de leer El origen de la creencia en Dios, del sueco Nathan Söderblom (que luego sería Nobel de la Paz), dedicado en buena parte a esclarecer esa ardua cuestión.
Las imágenes enigmáticas se suceden en un libro de fuerte impronta religiosa. Los asuntos relacionados con el mito y la fe, propios del mundo espiritual en el que situaba la esencia del ser, aunque sin la dimensión dogmática de las religiones tradicionales, obsesionaban a Kafka. En varios aforismos, esta propensión fideísta parece reclamar una inacción redentora, un nuevo quietismo que asuma, y aplaque, la efervescencia falaz de las realidades materiales, como refleja el último aforismo de libro, el 109: «No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, solo espera. Ni siquiera esperes, quédate absolutamente tranquilo y solo. El mundo se te brindará para que lo desenmascares, (…) embelesado se plegará ante ti». (O quizá sea, más mundanamente, una nueva versión de aquella pensée de Pascal según la cual la infelicidad del hombre proviene de su incapacidad para quedarse quieto en su habitación). Sin embargo, esta marcada inclinación metafísica de Kafka, contrapuesta al mundo sensible —el ilusorio, el del engaño, el del tener— que lo atenazaba con unos problemas que a menudo no sabía cómo resolver, se corporeíza visualmente, se vuelve plástica, cobra forma de escena o pintura. Las ideas resultan indisociables de su expresión, y deben a esta toda su fuerza. Pero el pensamiento creador de Kafka era biunívoco: las ideas se materializaban en imágenes, sí, pero también estas imágenes le inspiraban nuevas ideas. El aforismo 8/9, deliciosamente repugnante, es un claro ejemplo de esta encarnación literaria y de esta circularidad fecundadora: «Una perra hedionda, gran paridora de crías, llena de ronchas de sarna, pero que en mi niñez lo fue todo para mí, que me sigue incansable guardándome fidelidad, a la que sería incapaz de pegar, pero ante la que retrocedo paso a paso para evitar que me alcance siquiera su aliento, aunque (…) me arrinconará en una esquina del muro que ya empiezo a ver para pudrirse allí encima de mí y conmigo (…) la carne purulenta y agusanada de su lengua en mi mano».
Los aforismos de Zürau se suceden como hongos que brotaran en la página, uno detrás de otro, misteriosos, poéticos, hipnóticos. No se parecen a los de los grandes aforistas de la lengua alemana —Lichtenberg y Kraus, por ejemplo—, sobrios y corrosivos a la vez. Los de Kafka son solemnes y desconcertantes. No sabemos bien de dónde salen ni a dónde van, pero intuimos que forman parte de una vigorosa cadena de pensamiento, que funciona por analogías e impulsos subyacentes —una de cuyas metáforas fundamentales es la del camino, que renueva el viejo tópico barroco del homo viator; y por el que suele verificarse una huida—, y que desemboca en estas explosiones detenidas, melancólicas, abisales, entre las que encontramos algunas ya conocidas, como la paradójica «una jaula fue en busca de su pájaro»; otras que dan en un blanco que reconocemos, como «corre tras los hechos como un principiante en el arte de patinar sobre hielo, que además practica en algún sitio donde está prohibido»; y otras, en fin, que permanecen —y permanecerán, me temo, pese al esfuerzo exegético de Reiner Stach— en el limbo de la incomprensión, como este aforismo 98, aunque no nos importe, porque, como reclamaba Borges, nos sentimos antes seducidos por su belleza que por su inteligibilidad: «La idea de la vastedad infinita y plenitud del cosmos es el resultado de la mezcla, llevada al extremo, de creación esforzada y autorreflexión libre».