martes, 27 de marzo de 2018

Poesía, surimonos y Lorca

El 21 de marzo, el Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura celebra el Día Mundial de la Poesía en la biblioteca "Bartolomé José Gallardo" de Badajoz. La celebración ha sido precedida por la difusión de un cartel con la conocida imagen de Gustavo Adolfo Bécquer convertida en rostro de mujer, sobre un fondo (chillón) de rosas rojas. El cartel ha generado cierta polémica: a algunos (y a algunas, lo que demuestra que el machismo es también cosa de mujeres) la feminización del icono les ha sabido a cáscara amarga u olido a cuerno quemado. A nosotros, en cambio, nos parece acorde con la reivindicación social de igualdad de las mujeres (igualdad de oportunidades para crear; igualdad de posibilidades de ser leídas, conocidas y reconocidas; igualdad de acceso al canon y al imaginario colectivo) y coherente con el acto que hemos diseñado, en el que hemos decidido que este año solo participen mujeres, tanto las poetas como la cantante que lo cierre. Tras la intervención inicial de Francisco Pérez Urbán, el director general de Bibliotecas, Museos y Patrimonio Cultural, yo leo dos poemas: uno anónimo, de alguien que me lo ha dejado esta mañana en la mesa del despacho, como forma de protesta por que la Editora haya rechazado publicar algún libro suyo (estos gajes son habituales: yo conservo una bonita colección de cartas y otros mensajes de protesta de los autores por los libros que les he rechazado como editor, tanto en DVD como en la Editora Regional; y también de los rechazos de las editoriales que he sufrido yo como autor); y otro, hermosísimo, de Juan Gelman: "Sobre la poesía", de su libro Hacia el sur. Luego leen los suyos Sandra Benito, que se está iniciando en el mundo del verso, pero que demuestra un potencial singular; Carmen Hernández Zurbano, que recita versos fibrosos y críticos; Emilia Oliva, de palabra sobria y delicada; y Efi Cubero, que contextualiza y razona sus poemas con la lucidez que otorga una dilatada carrera literaria y una sensibilidad tan permeable como incisiva. Norha concluye el acto con su voz prodigiosa.

El 23 de marzo, el Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura inaugura en Montánchez la exposición itinerante "Felicitaciones japonesas. Surimonos: pintura y poesía", de Javier Alcaíns. Hace frío en Montánchez, y niebla. Cuando llegamos, apenas se ven los árboles que flanquean la carretera. Nadie diría que estamos ya en primavera, sino en pleno invierno. Pero la nieve y la bruma del paisaje real resultan coherentes con la nieve y la bruma de los paisajes pintados: en los surimonos abundan las estampas blancas del invierno nipón y del sagrado monte Fuji. Los surimonos son felicitaciones que se regalaban los japoneses con motivo del Año Nuevo, que caía hacia marzo, precisamente una feliz coincidencia con nuestra exposición, o para conmemorar cualquier otra ocasión especial. Su época de oro se sitúa entre finales del s. XVIII y principios del XIX. En los surimonos, el dibujo, de una delicadeza quebradiza, ilustra el poema, caligrafiado con primor. Alcaíns, un escritor, ilustrador, grabador y editor de excepción, que lleva años desarrollando en Extremadura un trabajo de inusual calidad entre la indiferencia general (a la que, por fortuna, ha sido ajeno el Plan de Fomento de la Lectura, para el que ha firmado ya, con esta, cuatro exposiciones itinerantes), ha seleccionado, distribuido y traducido los 80 surimonos de que se compone "Felicitaciones japonesas", y aportado la información sobre el autor y el contenido de cada uno de ellos. Hasta esta exposición, los surimonos eran completamente desconocidos en España. Puede decirse, pues, que "Felicitaciones japonesas" constituye una primicia nacional, que desvela un género artístico inédito en nuestro país. Y tiene lugar en Montánchez, un pueblo serrano de 1.800 habitantes, en la provincia de Cáceres. Así se lo digo a la alcaldesa, María José Franco, que ha tenido la amabilidad de albergarla en la Casa de Cultura, y que asiste con interés a la inauguración, junto con su concejala de Cultura y un puñado de montanchegos.

El 24 de marzo, asisto, con Javier Pérez Walias, Mario Martín Gijón y Joseba Buj, a la II Jornada Literaria de Benquerencia, dedicada este año a La casa de Bernarda Alba. El año pasado hablamos de literatura y caballos; en este lo hacemos de García Lorca. La obra se representa en una carpa instalada en la plaza Mayor. Las actrices pertenecen a la Asociación Cultural y Juvenil Víctor, del vecino Valdefuentes. De Valdefuentes es Ceciliano Franco, director gerente del Servicio Extremeño de Salud, al que veo entre el público y saludo después. Hace frío hoy también aquí, y mucho viento, que zarandea ensordecedoramente la lona que nos protege. Joseba sugiere que el año que viene, si la cosa continúa y siguen representándose obras de teatro en el pueblo, se instalen calefactores de terraza en el escenario. Las actrices que empiezan la obra desfilando, cubiertas de negro de arriba abajo, de entre el público, lo que hace que algún niño se asuste y busque refugio entre los brazos o las faldas de sus mayores; a estos mismos niños los sacarán también sus abuelos de la platea cuando Adela vaya a suicidarse se conducen con empeño y salvan una versión muy versionada del drama lorquiano, a pesar de los pitidos de la microfonía que a veces nos taladran los oídos. Sería conveniente no solo corregir las deficiencias técnicas, sino también reparar un poco más en los detalles, como que en la cena de Bernarda con sus hijas, que se supone tiene lugar en los años de la República, no puede haber una botella de agua de plástico de la marca Aquarel. Algunos personajes, como la madre de Bernarda, la abuela loca, tienen un especial éxito entre el respetable, que no deja de reírse con el lenguaje popular y las escenas propias de la vida cotidiana en los pueblos de España. Esta casa de Bernarda Alba que incluye cuñas tan inesperadas como un baile entre Adela y Pepe el Romano cobra un carácter tragicómico y hasta, en ocasiones, festivo. A su conclusión, el público aclama de pie a la compañía, que cosecha innumerables "bravos". Luego, Javier, Mario, Joseba y yo, en la misma carpa, ca(r)peando el frío como podemos, tertuliamos sobre la tragedia de Lorca y sobre su figura y obra. Yo recordaré que Lorca fue asesinado, entre otras cosas, por maricón (le dieron por ello dos tiros de gracia en el culo, de los que se jactaba luego en Granada el falangista que se los había descerrajado), y, a la pregunta de si la situación de la mujer que denuncia La casa de Bernarda Alba continúa en nuestra sociedad, matizaré que la mujer soporta hoy muchas injusticias, pero que se encuentra infinitamente mejor que en 1936 (cuando, por ejemplo, apenas hacía tres años que se le había reconocido el derecho al voto). La fiesta concluye con una cena vecinal, con quesos y embutidos de la tierra, vino de pitarra y una tortilla de patatas inenarrable. Algo de las Misiones Pedagógicas y de la compañía de teatro La Barraca ha tenido la jornada de hoy en Benquerencia. Pese a ser uno de los municipios con menos población de Extremadura el año pasado solo tenía 79 habitantes, el ayuntamiento está resuelto, con los medios a su alcance, a promover el turismo cultural. Ojalá se consolide su voluntad y cunda el ejemplo.

viernes, 23 de marzo de 2018

Pezón

Con el aforismo mantengo una relación ambivalente: me gusta, ¿a quién no?, la máxima desnuda, certera, que ilumina realidades o ideas nuevas (o aporta matices singulares a las realidades o ideas ya existentes; digo esto para los perezosos que opinan que nunquam nihil novum sub solem). Pero, como los aforismos suelen publicarse agrupados en libros, su acumulación me cansa, desdibuja su despojamiento, diluye su fuerza. Leer aforismos acaba pareciéndose a comer pistachos: es agradable pero monótono, y nunca sacia. Un buen aforismo revela tanto como un buen libro. Pero muchos aforismos, por buenos que sean, enmarañan las cosas. En estos últimos os, ha habido una floración, casi una inundación, de aforistas y aforismos. El camalote de las formas breves, fomentado por una sociedad en la que el tiempo se ha fragmentado y encarecido, se reproduce sin diques en las redes sociales y el mundo digital. Algo parecido ha pasado con el haiku, otra forma breve y en apariencia fácil. Pero sintetizar es dificilísimo, una de las tareas más arduas de la literatura, después de hacer reír y escribir diálogos verosímiles (escribir diálogos breves que sean creíbles y hagan reír es el summum del arte literario: véanse los que mantienen don Quijote y Sancho en El Quijote). A mí me admira y envidio la capacidad que tienen los aforistas de reducir sus pensamientos a su más estricta expresión o, como diría Antonio Gamoneda, a sus más transparentes huesos. La condensación extrema del aforismo se me antoja un don (que yo no tengo) o bien el resultado de un trabajo incansable, algo igualmente meritorio. Pero sospecho que el aforismo tiene más de iluminación que de reflexión, al menos de reflexión consciente. Esa agudeza, ese fogonazo como el rayo, es deseable y esquivo; y, si da en el clavo, maravilloso. Hace poco, Jonás Sánchez Pedrero, poeta, dramaturgo, ensayista y narrador, además de letrista y cantante del grupo inquietantemente llamado Duodeno Band, me ha hecho llegar su libro de aforismos Pezón, publicado por las abnegadas Ediciones del Ambroz, uno de esos sellos apenas visibles que sobreviven con esfuerzo en las tierras de Extremadura. Jonás a quien conocía como poeta: al poco de llegar yo a Mérida, tuvo la gentileza de enviarme un ejemplar de Bulto, que leí con placer es un hombre del Renacimiento nacido en Rivas-Vaciamadrid, pero trasplantado a Baños de Montemayor, donde trabaja como bibliotecario, uno de esos seres que enriquece con su vocación y su entrega, con su mero estar, la atmósfera cultural de un país, sobre todo si es un país tan necesitado de hombres del Renacimiento, y no de meros censores morales, o de vanidosos sin sustancia, como Extremadura. Algunos asuntos gráficos del libro me lo hacen inmediatamente simpático. La imagen de la cubierta es un pezón. Puede que fotografiar un pezón para ilustrar un libro que se titula Pezón no sea muy original, pero sin duda es coherente. Y atractivo: es un pezón bicolor granate en la cúspide y rosado en la areola, sembrado de conductos lácteos, magnífico, que está diciendo "chúpame". Siento un gran amor por los pezones. Los pezones despiertan mis instintos mamarios, ya de por sí fáciles de despertar. Los pezones me devuelven a la mejor época de mi vida, cuando la leche fluía en el mundo, como lo hace en el paraíso, y yo solo tenía que abrir la boca para que me regara y saciase. Ah, qué tiempos. En la solapa de la cubierta me llama también la atención otro detalle fotográfico: que Jonás aparezca retratado con un ejemplar del Diario literario de Paul Léautaud en las manos, que yo también estoy leyendo (desde hace varios meses: es un ladrillo de 920 páginas). Me sorprende la casualidad, pero no el hecho de que Jonás y yo coincidamos en intereses literarios: las afinidades estéticas sugieren afinidades personales. Los aforismos de Jonás son de una concisión extrema: ninguno se extiende más allá de una línea. El autor ha llevado a su máxima expresión el laconismo propio del género. Todos pueden leerse como una sucesión de monósticos, algunos de apenas dos o tres palabras: "Sabía ignorar", "Pararse retrocede", "Qué aburramiento", "Dicen que latía", "Odio de oídas". La paradoja, herramienta fundamental del aforista, jalona el conjunto: "Lo importante de las bombas es que sean buenas personas". La subversión de los clichés y las frases hechas, también: "En el país de los ciegos, el rey es el rey". Y el humor, a veces negro: "Cobraba 1.000 euros y un día". Dos preocupaciones constantes me parece advertir en Pezón: una de carácter social, que lleva a Jonás Sánchez Pedrero a denunciar las injusticias del sistema, como en esta recreación de "El dinosaurio", el célebre microrrelato de Augusto Monterroso: "Cuando despertó, la policía todavía estaba allí", en esta otra del no menos famoso poema de Antonio Machado: "Caminante, no hay camino, sino pelotazos de goma en el mar", o en esta última del verso de Bécquer: "Telecinco eres tú"; y la exploración en los entresijos de la sensibilidad humana: muchos aforismos indagan en el miedo, la bondad, la soledad, la agonía, el dolor y la culpa, aunque a menudo proyectados en, o vinculados con, una comunidad sometida al imperio del consumo y de los intereses de los poderes gobernantes. El miedo, en particular, suscita en Jonás agrias pero lúcidas sentencias: "Hay una ley para cada miedo", "Su miedo consume mejor", "Aquel filete sabía a miedo". Las imágenes de Jonás Sánchez Pedrero nunca son groseras, pero, en ocasiones, sí violentas: "La locura tiene ojos de cloaca". Jonás no teme lo escatológico, es más, a veces lo busca; y hace bien: lo escatológico es parte indisociable del alma humana y un acerbo detonante de la crítica. El resultado de este abrazo oscuro es pertinente: "Cagando piensa de golpe", "Cagaba queriendo", "El water sale a su amo". En contraste con este mundo mortuorio y fecal, el erotismo y el deseo aportan, ya desde el título, claridad y sonrisas: "La mujer de tu amante dijo que me querías", "El tanga no se equivoca". Lo metaliterario también comparece en Pezón, como en toda obra moderna y consciente de su modernidad: "Sumando emociones encontraba aforismos", "Escribo para rozar", "En la paradoja hay claraboya". No obstante, lo que más me gusta de Pezón dardo convertido en diana, punta que viaja, ojo sin dueño, como lo define, aforísticamente, el textículo de la contracubierta, quizá por su vibración poderosamente lírica, son esos aforismos hiperbreves y sin aparente principio ni conclusión, que se diría flotan en la página, venidos de no se sabe dónde, plenos de inconcreción y, por lo tanto, de sugerencia: "Quién niega la saliva", "Quién garantiza la ceniza", "Ni septiembre importa", "Se trabaja en Estocolmo", "La tristeza compromete". Claro que en Pezón también hay errores, aunque veniales: "No hay espejos de sombras", dice Jonás en un aforismo. No es cierto: al menos hay un Espejo de sombras, y muy recomendable, además: las memorias de Felicidad Blanc, la mujer del poeta Leopoldo Panero y madre de los tres Paneros de El desencanto (publicado por Cabaret Voltaire en 2015). Desde el valle del Ambroz, Pezón aporta depuración, lirismo, denuncia, temblor humano y un poco de vitriolo a un género tan popular como laborioso. Con él no he sentido esa fatiga de la que hablaba al principio: los aforismos de Jonás Sánchez Pedrero no se leen como piedras, ni siquiera como pistachos, sino como gotas: lacónicas holguras de pensamiento y piedad.

lunes, 19 de marzo de 2018

Los Milagros de Nuestra Señora de Guadalupe (y uno en la carretera)

Viajo hoy fuera de mi jurisdicción, a Salamanca, para presentar una novedad de la Editora Regional de Extremadura, Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe. Su autora, María Eugenia Díaz Tena, filóloga de Castuera, ha recopilado, ordenado y transcrito los relatos que los peregrinos les hacían a los monjes del monasterio de Guadalupe de los milagros de que habían sido beneficiarios o testigos en su peregrinación o en su vida. Pero no todos, claro: historias de milagros hubo desde principios del s. XV hasta casi el s. XIX, y una edición global habría excedido las posibilidades de nuestra editorial y, probablemente también, las de María Eugenia. El volumen recoge los iniciales, de 1412 a 1503, que forman el conjunto más numeroso e importante. Estoy especialmente orgulloso de esta publicación, porque se trata de una obra singular e inédita, oculta durante siglos en los anaqueles de los archivos guadalupenses, que ahora, tras un denodado trabajo de investigación, se da a conocer en forma de libro. Además, Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe no es solo un hito en la literatura sacra y popular española porque ambas cosas es, sino también en la literatura española a secas. En cuanto recibí el manuscrito, me di cuenta de la calidad expresiva de los relatos que contenía: no son piezas literarias aunque algunas corresponden a nobles y señores y tienen, en consecuencia, una dicción más pulcra, la mayoría están dictados por gente del pueblo: campesinos, matronas, artesanos, todos analfabetos, sino pedazos del castellano de la época, emanados directamente con la sola mediación del monje copista, que actuaba a modo de notario de los hablantes tardomedievales, y con todo el sabor y espontaneidad de las fábulas orales. Es un lenguaje crujiente, chisporroteante, callejero; y esto no es malo: también lo es el de La Celestina, que se escribió en aquellos mismos años. Es asimismo devoto, pero con esa devoción ingenua, sin hipocresías, del creyente que participa del pensamiento mágico y cree, sin reticencia alguna, en lo maravilloso. Las historias que se narran en  Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe son extraordinarias. Que los muertos resuciten, algo que sucede a menudo, no es lo más llamativo: al fin y al cabo, la reviviscencia está en la esencia del cristianismo; hasta cierto punto, podríamos considerarlo normal. Lo sensacional es que alguien que ha muerto, bajado a los infiernos y luego revivido, por intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, nos cuente, como un nuevo y rústico Dante, lo que ha visto en el averno: el panorama de tortura, dolor y padecimiento eternos que allí se contempla. Así empieza el primer milagro transcrito, titulado "De cómo un hombre salió de cativo porque se recomendó a Nuestra Señora Sancta María de Guadalupe", y, con él, el libro: "Yo fui cativado y llevado a tierra de moros e puesto en muy fuertes prisiones. E de noche me eran echadas unas esposas a las manos e una cadena muy gruessa a los pies, la qual passava por un agujero a otra casa e aí era atada. E, viéndome assí aprisionado, desesperava de poder salir de allí por alguna ayuda e industria de los honbres. E, por otra parte, el moro mi señor non çessava de me atraher que renegasse la fe de Nuestro Señor Jhesú Christo, a lo qual no nunca jamás consentí. Pues viéndome puesto en tan gran afliçión e sin algún acorro humanal, torneme con gran devoçión e muchas lágrimas a la reina del cielo, madre de misericordia e abogada de los pecadores, Nuestra Señora la Virgen María, diziendo assí: O Señora, Madre de mi Señor Dios, consolaçión de los tristes e desanparados, pídote por merçed que me saques de aqueste triste captiverio e cárcel en que estó. E yo prometo de ir luego a la tu sancta casa de Guadalupe con estos hierros que trayo e de me ofrecer con ellos ante ti en la tu sancta eglesia...". Del libro habla con persuasión y conocimiento Pedro Cátedra, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca (pocas veces un apellido ha sido más adecuado para un cargo), medievalista insigne y granadino con raíces catalanas: en la Autónoma de Barcelona se licenció y doctoró, y en Cataluña conserva todavía amigos, familia y propiedades, aunque algunos vínculos nos confesará después, en la comida se hayan resentido del todavía vigente despropósito independentista. María Eugenia centra su exposición en las dificultades que hubo de vencer para acceder a las fuentes, es decir, a los manuscritos de los milagros, y trabajar con ellos. En el monasterio de Guadalupe no había digitalización, ni microfilmación, ni nada que pudiera facilitar la ingente tarea que le aguardaba: en el monasterio de Guadalupe solo había legajos que era menester copiar, y que únicamente podían fotografiarse de estrangis, cuando el padre Sebastián, cancerbero feroz de los tesoros bibliográficos del monasterio, a quien Dios tenga en su gloria, no miraba. Pedro Cátedra revela al público un acto gravemente delictivo que cometió con este fin: distraer al ardoroso vigilante para que María Eugenia pudiera sacar unas fotos de papeles especialmente accidentados. El sentido patrimonial de algunas instituciones, como la Iglesia católica, que entienden como propio lo que, como bien cultural, pertenece a todos, dificulta o imposibilita el trabajo de los investigadores. Aunque, en buena medida, resulta coherente con el fin utilitario que siempre han perseguido también las recopilaciones de milagros: cuantos más pudiera atestiguar el monasterio, más rico se haría con óbolos, donaciones, diezmos, ayudas y privilegios. Es natural: si la Virgen propia se demostraba más eficaz obrando prodigios que la del monasterio de al lado, más gente querría acogerse a su benevolencia y pagar por ella. Pura lógica capitalista: si algo funciona, sube la demanda y también el precio. Todo esto decimos (o pensamos) en el Centro de Estudios Brasileños, la institución vinculada a la Universidad de Salamanca que nos ha acogido hoy. Me ha sorprendido un poco que María Eugenia escogiese un lugar de connotaciones tan exuberantes casi tropicales para alojar un acto de mucha espesura filológica, no menos sobriedad moral y hasta algo de exaltación mariana, pero ella, que ha sido profesora en la Universidad de Oporto, lo ha justificado por su especial relación con la lengua portuguesa. Tras la presentación que yo remato, como siempre hago, con la invitación a comprar el libro, que tiene, como todos los de la Editora, un precio social: 18 euros; por casi 900 páginas de trabajo concienzudo y magnífica literatura, es una ganga, Pedro, María Eugenia y yo nos vamos a comer. Salamanca luce preciosa, más blanca que nunca, bajo un sol benévolo y un cielo disparatadamente azul. Aunque no me entretengo demasiado en la contemplación de sus iglesias y edificios blasonados: me ocupa la conversación con mis compañeros de actuación. Pedro, por ejemplo, nos cuenta que lo que más angustia le produce, como bibliófilo que es, no es carecer de una publicación o de una colección de publicaciones, sino de un número solo de esa colección: tenerla entera, menos un ejemplar, es causa para él de un intenso sufrimiento psíquico. Así le pasa con la revista Poesía, que tiene, ay, incompleta. Yo me brindo a regalarle el ejemplar que le falte, si lo encuentro entre los míos: como ni la tengo ni pretendo tenerla nunca completa, no me importará desprenderme del que a él le haga feliz. Pasamos junto a la Casa de las Conchas, que continúa asombrándome como la primera vez que la vi, y recalamos en el restaurante "La Hoja", donde descubro una excelente mousse de berenjena y bacalao, pero me decepcionan las albóndigas de jabalí: el chef no ha sabido derrotar la aspereza de la caza, y se ofrecen secas y duras. Allí seguimos hablando de literatura y literatos, de bibliofilia, bibliomanía y bibliografía, de política, de la universidad, de la Editora Regional de Extremadura (de la que Pedro es autor: en 2002 publicó Invención, recepción y difusión de la literatura popular impresa (s. XVI)) y hasta del mercado laboral. Acabados el ágape y la conversación, ya solo me queda volver a Mérida. Melitón, el chófer, me lleva, como siempre, con prudencia y solicitud. Son dos horas y media desde la capital charra hasta Mérida, así que me sumo en la lectura de dos libros: Perelmanía, de S. J. Perelman, del que he leído críticas entusiastas, pero que no me está gustando (aunque su prosa y la traducción de David Paradela sean excelentes): Perelman quiere ser gracioso, y esa lucha constante por hacer reír, cuyas armas son la inversión y la hipérbole, hace que no tenga ninguna gracia; y El violinista de Argelès, la primera novela del poeta y buen amigo Agustín Calvo Galán, recientemente publicada por Polibea, en la que me he interesado por ser obra de quien es y también porque en Argelès estuvieron recluidos varios tíos míos que combatieron en la Guerra Civil y que sufrieron después y me contaron los horrores de aquel campo. Pero la lectura se ve interrumpida de repente por una frase escalofriante de Melitón: "Creo que hemos pinchado", que a mí me suena como las siete trompetas del Apocalipsis. Paramos en un lateral de la autovía y Melitón comprueba sus sospechas. Así es, hemos pinchado: la rueda delantera derecha no tiene ni una gota de aire. Para más inri, el sol que lo volvía todo transparente en la ciudad ha desaparecido y se ha puesto a llover. (Como en El jovencito Frankenstein, cuando Igor le dice al doctor en el cementerio en el que están desenterrando el cuerpo del monstruo que no se queje, que aquel trabajo tan asqueroso aún podría ser peor, y el doctor le pregunta cómo, y Igor responde que podría llover; entonces suena un trueno). Pero Melitón es un profesional como la copa de un pino. Se calza el chaleco reflectante, pone el triángulo a cien metros del vehículo, saca del maletero la rueda de repuesto y se dispone a cambiarla. Yo lo veo trastear desde el asiento del conductor: me ha pedido que me siente allí y que mantenga apretado todo el rato el pedal del freno. Como estamos en pendiente, tiene miedo de que el coche, al desequilibrarlo con el gato y sin una rueda, se desplace o mueva sin control. Melitón manipula, bracea, desenrosca, empuja. En un momento dado, le da patadas a la rueda: aunque le ha quitado ya los tornillos (o como quiera que se llamen los adminículos que la mantienen sujeta al eje), la presión a la que está encajada impide sacarla. Por fin, lo consigue. Con la nueva rueda ya colocada, manipula, bracea, enrosca, empuja. A todo esto, llueve. El agua le empapa el anorak y las gafas, que se tiene que desempañar de vez en cuando, pero él no abandona sus deberes  y prosigue con la operación. Pienso en salir y cubrirlo con el paraguas que llevamos, para que pueda trabajar mejor, pero eso significaría dejar de apretar el freno, y me parece que tanto Melitón como yo preferimos asegurar la estabilidad del coche que evitar que él se moje, por trágico que sea. Pienso también que yo sería incapaz de cambiar una rueda. Cambiar una rueda es física cuántica para mí. De hecho, apenas soy capaz de cambiar una bombilla. Si pinchase, tardaría diez segundos en llamar al RACC. Eso si tuviera teléfono: hoy no lo tengo. Me da escalofríos imaginarme la situación sin Melitón y sin teléfono. No podría salir de ella: moriría de inanición en el coche o de frío fuera. En ocasiones como esta, reparo en lo poco que vale lo que sabemos o creemos saber: yo sé hacer sonetos (tampoco demasiado buenos, pero los hago), pero no cambiar una rueda; quizá sepa juntar palabras, pero eso no me serviría de nada en una lluviosa carretera salmantina, con una rueda pinchada. Melitón, en cambio, solventa el percance en diez minutos, se sienta otra vez al volante para retomar el camino, que hacemos sin otra novedad reseñable, y me deja en casa, sano y salvo, un par de horas después. Ha sido un milagro. Ha sido un día de milagros.

miércoles, 14 de marzo de 2018

La tarde libre, de Anxo Carracedo

Conocí la escritura de Anxo Carracedo gracias a su blog, Arte floral para rumiantes, que enlacé sin demora con los míos, Corónicas de Ingalaterra primero y Corónicas de Españia después. No recuerdo ya cómo di con él –ni falta que hace: en el océano de Internet todos podemos recalar en una isla florida, por el azar de la derrota, en cualquier momento–, pero sí que me cautivó enseguida la riqueza de su imaginación, la sutileza de su mirada y la calidad de su prosa. Aquel autor desconocido, uno más entre los millones de blogueros del planeta, demostraba un admirable pulso narrativo y un no menos ejemplar gusto por la palabra necesaria y exacta, eso mismo que la mayoría de escritores del planeta –también yo– persigue, no solo sin alcanzarlo casi nunca, sino sin tener aptitudes siquiera para lograrlo. En aquella prosa magnética, pero no por ello indelicada, yo advertí, también de inmediato, el bullir de lo poético. En las imágenes eléctricas, en las metáforas siempre oportunas, en la ductilidad sintáctica, que conducía sin error a la multiplicación del sentido, percibía el aliento lírico: la voluntad de trascender la denotación, por bien articulada que estuviese, y alcanzar otro nivel de significación, más hondo, más vibrante, más inquisitivo.

La tarde libre, con el que ahora Anxo Carracedo ingresa formalmente en el proceloso mundo de la poesía –aunque poeta ya lo era desde las memorables páginas de Arte floral para rumiantes–, amplía y desnuda aquellas fulguraciones poéticas que subyacían, y asomaban como luminosas emanaciones, en las entradas de su bitácora. Las imágenes siguen estando ahí, exentas de constricciones informativas, entregadas solo a la edificación de la emoción: «En aquella época», dice uno de los primeros poemas, «mis vecinas tenían las tetas tristes / como platos de polenta tibia / y yo caminaba / con cuchillos en los ojos». Las analogías de Anxo Carracedo abrazan siempre lo sensorial: se yerguen como fenómenos corporales. Por eso abundan las aliteraciones, que colorean musicalmente el verso («esbeltos como los lebreles / tristes como los lebreles»), y las sinestesias, ese desarreglo de los sentidos que reclamaba Rimbaud y que reproduce la confusión de la percepción, el caos de las sensaciones, la maraña del pensamiento, los sueños y la vida. Con imágenes –el buen poeta ve, y escribe lo que ve– alza un poemario cuyos tres pilares, que guardan una íntima relación, son el amor, el recuerdo y la contemplación del mundo.

Muchas de las piezas de La tarde libre se dirigen a un «tú» que a veces es el propio poeta, en un desdoblamiento de la identidad frecuente en la poesía contemporánea, pero que también se puede identificar con la amada. Se canta en esas composiciones lo que se tuvo y acaso se haya perdido; se evoca cuanto dio felicidad, o cuanto demostraba que se estaba vivo, y ya solo subsiste en la memoria. Ese «tú» está bajo la piel en el hermoso poema así titulado, «Tú / bajo la piel…», de la tercera parte. Las apelaciones negativas, que subrayan la pérdida, lo recorren de principio a fin, y conviven con la obsesión carnal, plasmada en la enumeración reiterativa y sintácticamente caótica de «pezón»: «teta orlada de pezón oscuro // (…) pezón rosáceo / pezón ágata / pezón luna / pezón sábana santa / pezón gato arqueado / pezón ¿geo? localizado / pezón acepto las condiciones del servicio / pezón de todas las materias y sustancias no mencionadas en el presente documento…». El recuerdo, y la melancolía que suscita, se erigen en la argamasa del ser. La conciencia de que lo pasado se ha extinguido y solo perdura como fósil intangible, como cristalización abstracta, se evidencia en el primer poema de la parte III, en el que el poeta afirma –y desarrolla después– que «nada vuelve a ser». Dos composiciones más allá, apostrofa a la añoranza, a la que establece como personaje capital del libro: «Añoranza / eres ya serenidad calcárea / sé bienvenida / (…) Añoranza / te quise / con todo el frío que cupo en mi mano / con la blanda piedad de los pulmones abiertos / y la tibieza interina de las alcobas de arena». Algunos rasgos estilísticos de Anxo Carracedo se revelan con especial intensidad en estos poemas. En el primero, habla de vómitos en el espejo, y dice que el miedo de ayer cría malvas en el cepillo de dientes, y que el de hoy «llena las estanterías / de los grandes almacenes». Vómitos, espejos, cepillos de dientes, grandes almacenes: cosas cotidianas, espacios comunes, realidades vulgares. La poesía de La tarde libre, como lo mejor del arte contemporáneo, arraiga en lo diario, incluso en lo feo o desagradable: en los aspectos más impuros de la vida. En otros poemas, Anxo Carracedo alude también a la Ley de Costas, conculcada por la voracidad inmobiliaria, o a los chaperos del parque, o a la publicidad que nos atosiga («aplicación también disponible para sistema operativo Android»), o a la implacable diligencia de los camareros madrileños, que tiran cañas con pericia y sirven platos de gambas con gabardina con no menor solicitud, mientras el televisor atruena el local. El poeta acredita un interés constante por integrar la realidad plural, desde lo más encumbrado a lo más escondido, en la red crítica que es siempre la poesía, y por despojar a esta de toda inmanencia, de toda etereidad.

Una señalada fórmula retórica de La tarde libre que se pone de manifiesto en poemas como «Añoranza / eres ya serenidad calcárea / sé bienvenida…» son las repeticiones, que musculan y dan ritmo y coherencia al conjunto. Las anáforas constituyen la modalidad preferida, de la que este poema es una buena muestra, aunque no necesariamente la mejor. En el poema que abre la parte II, «Hay tanta lluvia en la calle…», el amplio abanico de anáforas, paralelismos y duplicaciones se alía con los poliptotos, que son otra manera de reiterar y, por lo tanto, de ahondar en la idea: «voy a achatarme por los polos / y a llover la lluvia en la calle // voy a llover lo llovido / lloviendo // (…) solo la lluvia / que lo ocupa todo // llueve sobre lo llovido / lloviendo». La lluvia es, precisamente –y acaso no sea inadecuado considerar que la condición de gallego del poeta ha podido pesar en su elección–, uno de los tópicos recurrentes del poemario. Tampoco las imágenes rurales, frecuentes, escapan, sospecho, a esa condición.

Anxo Carracedo suma a estos procedimientos algunos de clara filiación vanguardista, como la omisión de los signos de puntuación, salvo el punto final, que marca el paso de un poema a otro, junto con la mayúscula inicial del siguiente, o la siembra de referencias culturales e intertextualidades. La tarde libre incorpora citas o alusiones a Rafael Sánchez Ferlosio, Marcel Proust, Charlie Parker, Julio Cortázar y Roberto Bolaño, entre otros.

Anxo Carracedo demuestra en La tarde libre un manejo libérrimo del lenguaje, que lo emparienta con los grandes escritores gallegos del siglo XX: Camba, Cunqueiro, Torrente Ballester, Cela. Su concepción dilatada y flexible de la creación poética, unida a un pulso firme y minucioso, y a una cultura literaria tan vasta como bien asimilada, le permiten dibujar, con una voz singular, un cosmos poético lleno de ironía, melancolía y verdad. El autor de La tarde libre se sienta en las páginas del libro a contemplar lo que ha sido, a recordar lo que ha amado, y a ver pasar el mundo. Solo intenta recuperar la felicidad, como nos gustaría a todos: atraparla en sus apariciones fugaces, bajo la especie de recuerdo o de placer momentáneo. Anxo Carracedo, como escribe en el poema «Así quiero descansar…», de la segunda parte, quiere «darle la tarde libre al Ángel Exterminador». Si lo consigue, quedará una conciencia laxa, limpia y vacía, no perturbada por el yo, ni por los yos del pasado, en la que las cosas del mundo se imprimirán con la fuerza de la inocencia y volverá a circular la sangre de lo vivido.

[Prólogo de La tarde libre, de Anxo Carracedo, ilustraciones de Juan Carlos Mestre, Sevilla, Ediciones en Huida, 2018]

sábado, 10 de marzo de 2018

¿Mentirosos o delirantes? La historia de los papas

Eso pregunta Juan José Millás sobre los papas: ¿deliran o mienten? Si no creen en Dios y muchos papas no han creído en él, son unos mentirosos; y, si lo hacen, unos alucinados: desvarían. Los personajes de los que da cuenta John Julius Norwich en su reciente Los papas. Una historia (Reino de Redonda, 2017) encajan en una u otra categoría, aunque tengo para mí que la mayoría están persuadidos de la realidad del Espíritu Santo y, por lo tanto, disparatan. El libro de Norwich constituye un fascinante recorrido por dos mil años de historia de la Iglesia, el mayor poder espiritual que haya existido nunca en la Tierra, es decir, con mando en plaza en las conciencias y no hay mayor motor para los hombres que la convicción íntima de obrar por unos valores trascendentes, aunque esos valores impliquen la injusticia, el sufrimiento y la muerte, y uno de los poderes terrenales más importantes también desde que Constantino lo hiciera religión oficial de imperio romano: desde entonces hasta hoy mismo la Iglesia ha buscado sin descanso la asociación con el Estado y con su violencia para justificarse y perpetuarse. Lo más sorprendente de la revisión que Norwich hace del papado es que la retahíla de corruptos, asesinos y depravados que describe en sus páginas haya sido, como prescribe la doctrina de la Iglesia, elegida por el Espíritu Santo. Se entiende que este, ya en forma de paloma, ya en cualquier otra capaz de infundir la voluntad de Dios en el ánimo de los cardenales, los guiase a elegir a Juan XXIII, por ejemplo, pero que también haya determinado la elección de Juan XII, uno de los pontífices más degenerados de la historia, dice muy poco en favor de la paloma y de su mandante. Sobre esto, la Iglesia se conduce como con el Viejo Testamento: es un compendio de crueldades y matanzas que escandalizaría a Charles Manson, pero es obra y palabra de Dios, exactamente como el Nuevo, y como tales hay que aceptarlo. El papado es asimismo obra de Dios: él lo fundó con Pedro y lo ha sostenido hasta el actual Francisco, del que Norwich no habla la redacción del libro acabó cuando Benedicto XVI, aquel papa dimisionario que siempre llevaba unos zapatos preciosos y que había sido inquisidor general, pero por el que no ha demostrado, en entrevistas posteriores a la publicación, demasiada simpatía. Y lo entiendo: Francisco me parece un hipocritón de tomo y lomo. Las tropelías de los pontífices son demasiadas para un resumen apresurado, pero algunos casos son dignos de figurar en la historia universal de la infamia. El ya mencionado Juan XII, que ocupó la cátedra de Pedro nueve interminables años a finales del s. X, "vivía en adulterio público con las matronas de Roma, (...) el palacio de Letrán fue convertido en una escuela de prostitución y (...) sus violaciones de vírgenes y viudas habían disuadido a las peregrinas de visitar el santuario de San Pedro, por temor a que, en un acto devoto, fueran violadas por su sucesor": son palabras de Edward Gibbon, cuyo Decadencia y caída del Imperio Romano Norwich cita a menudo. Juan XII convirtió a una de sus amantes en gobernadora de ciudades y la obsequió con los tesores de la Iglesia; a otra, que antes había sido la amante de su padre, la dejó embarazada, y luego ella murió de hemorragia; también yació con una sobrina, dejó ciego a su padre espiritual Benedicto (que, obviamente, no tuvo mucho éxito en su labor tutelar) y castró a un cardenal subdiácono, que murió de las heridas. Otras faltas de este vicario de Cristo darse a la bebida y al juego, cobrar por ordenar obispos, incendiar casas pueden considerarse menores. Un siglo después de que Juan XII alcanzara cotas inigualables de perversión en su pontificado, Urbano II promovió uno de los hechos más horripilantes de la historia de la Iglesia: la primera Cruzada, en la que, en 1099, "entre espantosas matanzas, los soldados de Cristo se abrieron paso hasta Jerusalén, donde masacraron a todo musulmán que encontraron en la ciudad y quemaron a todos los judíos vivos en la sinagoga principal". (Hubo una escabechina parecida en la Tercera Cruzada, convocada por el papa Gregorio VIII, cuando Ricardo Corazón de León, el gran rey de Inglaterra, pasó a cuchillo a los miles de prisioneros que había hecho en la toma de Acre). Con ser la Edad Media un terreno abonado para los desmanes, las sevicias papales alcanzaron su cénit en el Renacimiento, y las protagonizaron españoles. Los Borgia su nombre verdadero era Borja: de origen aragonés, estaban establecidos en Valencia dieron dos papas: Calixto III y Alejandro VI. Ambos tuvieron hijos. Dos de los del segundo, César y Lucrecia, quedaron para la historia. Calixto III que Norwich califica erróneamente de "catalán" practicó el nepotismo y la simonía con denuedo, y promovió una cruzada extenuante e inútil para recuperar Constantinopla, que acababa de caer en manos de los turcos. Para financiarla no dudó en vender valiosos bienes del Tesoro Vaticano y preciados volúmenes de la Biblioteca Papal. Pero sus arbitrariedades son poca cosa comparadas con las de su sobrino, Alejandro VI, que rigió los destinos de la Iglesia entre 1492 y 1503, y al que no por casualidad Norwich hace protagonista del capítulo titulado "Los monstruos". Alejandro fue padre de al menos ocho vástagos de tres mujeres diferentes y su principal tarea fue engrandecer a su familia. Este propósito, que sería loable en cualquier persona que no fuese el papa, se vio permanentemente dificultado por la quisquillosidad e iracundia de su prole. Es muy probable, por ejemplo, que César asesinara a su hermano Juan, con el que rivalizaba por el amor de la mujer de otro hermano, Jofré, o quizá por el de la hermana de ambos, Lucrecia, a cuyo marido, Alfonso de Aragón, también despachó. Igualmente, y para apropiarse de los Estados Pontificios, César dio matarile a los miembros más destacados de las grandes familias romanas, a lo que seguía la incautación de sus propiedades. Su afición a matar no se contradecía con demostrar, como su padre, un desmedido amor por las mujeres: en su corta vida 33 años, como Jesucristo dejó once bastardos conocidos. La vergonzante historia del papado no se limita a los siglos antiguos. En uno muy cercano a nosotros, el XX, la cristiandad y el mundo entero pudieron disfrutar del reinado de Pío XII, que firmó un acuerdo con Hitler, aplaudió el triunfo de Franco en la Guerra Civil y no dijo ni pío sobre el Holocausto, pero se desgañitó pidiendo que no se bombardeara Roma. Alguna justicia poética hubo cuando, a su muerte, su oculista, un charlatán y matasanos llamado Riccardo Galeazzi-Lisi, se encargó de embalsamarlo de acuerdo con una nueva técnica, similar a la usada con el mismísimo Jesucristo, que "dejaría el cuerpo en su estado natural". Aquel estado no fue otro que el de una putrefacción nauseabunda: desde el ataúd se oían eructos y, durante la exposición del finado, el hedor era tan espantoso que uno de los guardias suizos se desmayó. Al cadáver también se le desprendió la nariz. Pese a su complicidad con los nazis, su clamoroso silencio sobre los horrores de estos y su penoso enterramiento, la Iglesia ha declarado venerable a Pío XII e iniciado su proceso de beatificación, y luego, quizá, de santificación (aunque, dada la celeridad con que la Iglesia se desempeña en estos asuntos, a Pío todavía le quedan muchos años para verse en los altares). Pero la historia de los papas no solo ha conocido reinados siniestros, sino también episodios chuscos. Cuenta Norwich que, en el cónclave de 1159 en el que se eligió papa a Rolando Bandinelli, un cardenal opositor llamado Octaviano de Santa Cecilia no pudo resistir la afrenta de no haber sido él el escogido y, precipitándose hacia Rolando, le arrebató el manto escarlata del papado "e intentó colocárselo él mismo. Siguió una refriega, durante la cual volvió a perderlo. Sin embargo, su capellán sacó enseguida otro seguramente ya se había previsto esa eventualidad y en esta ocasión Octaviano consiguió ponérselo, por desgracia con la parte de atrás adelante, antes de que nadie pudiera impedirlo. Siguió una escena de confusión apenas verosímil. Octaviano, que en sus desesperados esfuerzos por colocarse correctamente el manto solo se lo enredaba más alrededor del cuello, consiguió liberarse de los furiosos seguidores de Rolando, que intentaban arrancárselo a la fuerza de los hombros, y salió disparado hacia el trono papal, donde tomó asiento y se proclamó a sí mismo papa Víctor IV. A continuación echó a correr por san Pedro hasta que se topó con un grupo de clérigos de poca importancia, a los que ordenó que lo aclamaran. Estos, al ver que las puertas se abrían de golpe y la basílica se llenaba de repente de una banda de asesinos armados, lo hicieron apresuradamente...". La cosa se resolvió, como solía, con unas cuantas algaradas y enfrentamientos armados, que concluyeron con la expulsión del antipapa y la consagración formal del elegido en el cónclave, Rolando, que adoptó el nombre de Alejandro III. No obstante, lo más divertido de Los papas. Una historia es el relato del uso de la chaise percée, con el que se pretendía evitar que se volviese a dar el caso de que una mujer, como la legendaria papisa Juana a mediados del s. IX, ocupara la silla de Pedro. La comprobación consistía en sentar al papa en una silla perforada y que un clérigo joven le palpara los testículos, que colgaban por el agujero del asiento, para acreditar que pertenecía al sexo masculino. Cuando se determinaba que así era, el palpador gritaba: "¡Tiene testículos!". Entonces, todos los clérigos presentes contestaban "¡Alabado sea Dios!" y procedían jubilosos a la consagración del papa electo (y acaso erecto). Los papas. Una historia constituye un ensayo bien documentado y bien escrito, que se lee como una novela, lo que no es poco mérito, teniendo en cuenta que tiene 626 páginas y trata, a veces, de abstrusas cuestiones teológicas. Norwich procede como siempre hacen los ensayistas ingleses: con claridad, rigor e ironía, y que lo percibamos así depende, en buena medida, del traductor, Christian Martí-Menzel, cuya labor, revisada por Panteleimón Zarín, es admirable. El sentido pragmático y divulgador de los hombres de letras británicos prevalece siempre sobre el lenguaje aturullado y las inclinaciones eruditas, y en este caso lo hace con especial dedicación. Norwich también es ecuánime: junto a los crápulas y los ineptos, que son la mayoría, también da cuenta de los santos; e incluso en el cenagal de los peores se esfuerza por encontrar buenas obras o méritos políticos, artísticos o doctrinales. Pese a sus muchas virtudes, el libro también tiene defectos. Además de una edición sorprendentemente poco cuidada con erratas y una puntuación deficiente, Norwich demuestra un conocimiento no del todo afinado de la historia de España y, sobre todo, como buen inglés, una tácita adhesión a la leyenda negra que la ha enlodado. Por ejemplo, califica la Inquisición, fundada por los Reyes Católicos con la autorización del papa Sixto IV, de "régimen de brutalidad y terror sin parangón en España hasta el siglo XX y la Guerra Civil". Pero la Inquisición ya existía en Europa, ejercida por los papas desde varios siglos atrás, y, con ser espeluznante, ni supuso un terror sin parangón en España hubo otros peores, como las guerras, las dictaduras y las persecuciones políticas, ni llegó hasta el s. XX: fue abolida en 1834 (dejaremos para otra ocasión hablar de las persecuciones de los católicos en las islas Británicas y en toda la Europa protestante, que superaron en crueldad a las prácticas inquisitoriales). Tampoco se entiende que Norwich afirme que "pocos años en la historia del mundo han demostrado ser más aciagos que 1492", entre cuyos hechos infaustos el  historiador cita el fin de la conquista española de Granada y la partida de Colón al Nuevo Mundo. Ambos son acontecimientos históricos complejos que cabe intepretar desde muchas ópticas, también críticas, pero de ahí a calificarlos de "aciagos" hay un abismo. Una actitud similar mantiene cuando considera la "más funesta decisión" del papa Alejandro VI el otorgamiento del Tratado de Tordesillas. Que "la más funesta decisión" de un papa que robó, asesinó, sobornó, estupró y fornicó a mansalva fuese un tratado que evitó que entre dos grandes países de la época, España y Portugal, estallase una guerra por el control del Nuevo Mundo, es incomprensible. Ante la enormidad de estas afirmaciones, resulta un detalle menor que Norwich llame "de Secesión" a la Guerra de Sucesión española, como hace en la pág. 442.