Sigo con recomendaciones. Otro amigo, José Carlos Gallego —al que conocí cuando ambos estudiábamos Filología, del que me distancié luego, sin otra razón que el fluir de la vida, y que el azar ha querido que recuperase, felizmente, hace poco: nos cruzamos en las Ramblas por casualidad cuando yo iba a un acto literario; para que luego digan que la poesía no sirve para nada—, me sugirió que leyese Pensamientos al vuelo (Errata Naturae, 2019), del japonés Yoshida Kenko, un alto funcionario del trono del Crisantemo del siglo XIII que decidió abandonar la corte por, al parecer, un desengaño amoroso y retirarse a las montañas, y allí reunió sus impresiones —de la soledad, de los días de vagabundeo y reflexión, de cuanto veía en los caminos y los bosques— en unos escritos breves, búdicos, inflamados de perspicacia y serenidad, que algunos consideran el primer ejemplo de ensayo en la historia de la literatura, y que vieron la luz después de su muerte. El libro, traducido, y muy bien, por Justino Rodríguez, compensa, con la diafanidad y frescura de la literatura clásica japonesa, las maravillosas complejidades de Odio y Chamorro, de las que hablé en la primera entrada de esta serie. Estos son licores fuertes; Kenko es un vaso de agua. Pero limpia y fría, tonificante, rejuvenecedora. Transcribo a continuación el fragmento 75, que me parece idóneo para estas jornadas de confinamiento:
Yo no puedo imaginar que haya hombres que no se sientan satisfechos con el sosiego y la soledad. Sin embargo, no hay felicidad mayor que estar solo, sin nada que nos distraiga y nos entretenga.
Si uno obra de acuerdo con el mundo, su alma no podrá por menos que sentir la atracción de las cosas que penetran por los sentidos. Si uno se mezcla con los hombres, sus palabras se adaptarán a los caprichos de estos y lo que diga no corresponderá con lo que piense en su corazón. Contará chistes y dirá socarronerías; discutirá con los demás, a veces estará resentido, a veces alegre. Sus sentimientos inconstantes serán como un torbellino y le embargará la duda. Estará siempre pensando en las ventajas y las desventajas. La incertidumbre lo llevará al delirio, y el delirio se le convertirá en ensueño. Así viven los hombres: corriendo de aquí para allá, ocupados, absortos en las cosas y en un completo olvido de sí mismos.
(...) si [uno] rompe todos los lazos que lo atan al mundo, vive una vida retirada y conserva la paz interior, no entrometiéndose en los quehaceres de este mundo, podrá experimentar esa tenue felicidad que es la única posible en esta tierra...
Por mi cuenta, husmeando en librerías, he descubierto El suscitador. Apuntes sobre Francis Ponge, de Alfonso Barguñó Viana, que acaba de publicar Hurtado y Ortega, una joven editorial barcelonesa. El suscitador es un ensayo biográfico sobre uno de los principales poetas franceses del siglo XX, aunque él no creyera tener las cualidades de los llamados poetas: "No tengo ganas de leer libros de poesía, me dan náuseas. Creo que hay una falta de rigor, de pudor", dijo en una entrevista. Y es un ensayo en el sentido estricto, etimológico, del término: un merodear por los hechos y el pensamiento, un constante y fecundo trial and error, un intento oblicuo, inseguro acaso, pero iluminador en su propia inseguridad, por dibujar la compleja y contradictoria personalidad del autor de De parte de las cosas. Desde luego, de un hombre que, tras comunicarle a su padre, a los diecinueve años, que había decidido dedicarse a la literatura, cayó en una afasia que lo dejó "postrado en el mutismo público" casi dos décadas, no debe de ser fácil hablar, pero Barguñó Viana lo hace con originalidad, lucidez y la cuota de incertidumbre necesaria para que el resultado sea digno de leerse. El libro incorpora algunas peculiaridades que no sé si llamar curiosidades: en el apartado de fotografías no hay fotografías: se han sustituido, muy pongianamente, por descripciones de las imágenes. Y las páginas finales del volumen son un diario del propio ensayista, datado en Esterri d'Àneu, en el Pirineo catalán, a mediados de 2019, sobre las vicisitudes y reflexiones que le ha supuesto la escritura de El suscitador. Ponge me ha interesado desde siempre, y creo tener todas las traducciones que se han hecho de sus libros, aunque no la haya todavía al español del que Barguñó Viana tiene por capital en su trayectoria, Pour un Malherbe, con el que considera que refundó la lengua francesa contemporánea, y que se acompasa con la conversión de un comunista activísimo (aunque no sin reticencias) en un gaulliano institucional y eminente. Ponge practica —y consigue— esa objetividad a la que, en el fondo, aspiramos todos los escritores. Sus poemas no son poemas, sino las cosas de las que hablan. Huidobro reclamaba crear el poema como la naturaleza crea el árbol. Ponge crea el árbol en el poema. Y lo hace revelando, desnudando el proceso de la escritura: no hurtando al lector los sucesivos intentos por construir la frase, por construir el verso. El hallazgo mayor de este feroz ritornello, de la suma arborescente de opciones que se nos aparecen como variaciones sobre un mismo tema, pero que son fértiles fracasos de la dicción, es que no solo alcanza esa objetividad, la presencia firme y multitudinaria de lo descrito, sino que suscita un impacto emocional inesperado, que no consiguen, es más, que ahuyentan, los textos pulidos, unidireccionales y sentimentales. Y así lo consigna Barguñó Viana:
El problema es la expresión misma: [Ponge] se da cuenta no solo de que no puede expresar las cosas, sino que también describirlas es imposible. En esta encrucijada, solo ve dos salidas. O bien callarse (algo que no contempla), o bien publicar los textos con la forma de "una descripción o una relación de los fracasos de la descripción". Muestra el engranaje del texto, la construcción (o intento de), la ordenación y disposición, e incluso propone diversas ordenaciones posibles, como si las frases fueran las piezas polivalentes e intercambiables que el lector tiene a su disposición para colocar como más plazca a sus sentidos. Francis Ponge trata sus textos como máquinas textuales, como juegos formales que responden a un método distinto por cada poema.
Por último, el humor, hoy más necesario que nunca. Tengo a mano —no deja de estarlo nunca— La biblia negra de Mongolia (Mong, 2019), la inteligentísima gamberrada que Darío Adanti, Fernando Rapa Carballo y Edu Galán han publicado contra las religiones: contra todas ellas, empezando por el catolicismo, que es la que tenemos más a mano, y acabando con la más remota de las doctrinas que los hombres han inventado para sobrellevar este asunto tan incomprensible de la vida y el definitivamente tenebroso de la muerte (así definen el docetismo: "Doctrina de los primeros cristianos, común a gnósticos y maniqueos, según la cual el cuerpo de Cristo no era real, sino pura apariencia y, por lo tanto, aquello que fue torturado y crucificado no fue real, siendo así Cristo el inventor del holograma"). La biblia negra de Mongolia es una sucesión de divertidas chocarrerías antirreligiosas, que no da tregua. Llamarlo irreverente es poco: es cáustico, es sardónico, es deliciosamente grosero. Cómo estarán las tiempos que hasta sorprende que un libro tan satíricamente devastador no haya sido todavía denunciado por alguna de las muchas personas o asociaciones que se dedican a sentirse ofendidas (en lugar de pensar en las razones de la crítica que se hace a sus creencias) y a llevar a los jueces su ofensa en una bandeja para que estos castiguen al ofensor. O quizá sí lo ha sido y yo no me he enterado. En cualquier caso, La biblia negra de Mongolia constituye un sistemático recordatorio de la pregunta que muchos, los dudantes, nos hemos hecho a menudo, y que muchos otros, los creyentes, no han querido hacerse jamás: ¿Por qué ha creado Dios el coronavirus y por qué permite que campe por ahí, matando a miles (y pronto a cientos de miles)? ¿Por qué siente la necesidad de llamar a tanta gente a su lado? ¿De qué modo eso sirve a su mayor gloria? Esto escriben los de La biblia negra de Mongolia sobre "Tinder Christ":
Nombre: Jesucristo, 33.
Profesión: Salvador de la Humanidad y futuro mártir resurrecto.
Lugar: Monte de los Olivos, Jerusalén (solo chicas de la zona).
Soy un chico soltero de la zona de Nazaret, introvertido en la infancia, inseguro en la adolescencia y muy extrovertido en la juventud. Soy amigo de mis amigos, por eso ando con doce de ellos por ahí, contando las verdades del barquero al personal más impío. Tengo una relación rara con mi padre, pero creo que va mejorando y acabaremos reconciliándonos cuando me claven en una cruz con una violencia brutal, me horaden con una lanza en un costado, me escupan durante un trayecto insufrible y, no contentos con eso, me coloquen una corona de espinas para pintarme la cara de rojo. Espero que seas una buena mujer, con lecturas y casa propia, para follar, porque mis últimas experiencias fueron con una prostituta que me dejó destrozado. Podemos quedar para ir a cenar, al cine o, directamente, a hacer la caída de Roma, que es para lo que usan los romanos Tinder, ¿no?
El problema es la expresión misma: [Ponge] se da cuenta no solo de que no puede expresar las cosas, sino que también describirlas es imposible. En esta encrucijada, solo ve dos salidas. O bien callarse (algo que no contempla), o bien publicar los textos con la forma de "una descripción o una relación de los fracasos de la descripción". Muestra el engranaje del texto, la construcción (o intento de), la ordenación y disposición, e incluso propone diversas ordenaciones posibles, como si las frases fueran las piezas polivalentes e intercambiables que el lector tiene a su disposición para colocar como más plazca a sus sentidos. Francis Ponge trata sus textos como máquinas textuales, como juegos formales que responden a un método distinto por cada poema.
Por último, el humor, hoy más necesario que nunca. Tengo a mano —no deja de estarlo nunca— La biblia negra de Mongolia (Mong, 2019), la inteligentísima gamberrada que Darío Adanti, Fernando Rapa Carballo y Edu Galán han publicado contra las religiones: contra todas ellas, empezando por el catolicismo, que es la que tenemos más a mano, y acabando con la más remota de las doctrinas que los hombres han inventado para sobrellevar este asunto tan incomprensible de la vida y el definitivamente tenebroso de la muerte (así definen el docetismo: "Doctrina de los primeros cristianos, común a gnósticos y maniqueos, según la cual el cuerpo de Cristo no era real, sino pura apariencia y, por lo tanto, aquello que fue torturado y crucificado no fue real, siendo así Cristo el inventor del holograma"). La biblia negra de Mongolia es una sucesión de divertidas chocarrerías antirreligiosas, que no da tregua. Llamarlo irreverente es poco: es cáustico, es sardónico, es deliciosamente grosero. Cómo estarán las tiempos que hasta sorprende que un libro tan satíricamente devastador no haya sido todavía denunciado por alguna de las muchas personas o asociaciones que se dedican a sentirse ofendidas (en lugar de pensar en las razones de la crítica que se hace a sus creencias) y a llevar a los jueces su ofensa en una bandeja para que estos castiguen al ofensor. O quizá sí lo ha sido y yo no me he enterado. En cualquier caso, La biblia negra de Mongolia constituye un sistemático recordatorio de la pregunta que muchos, los dudantes, nos hemos hecho a menudo, y que muchos otros, los creyentes, no han querido hacerse jamás: ¿Por qué ha creado Dios el coronavirus y por qué permite que campe por ahí, matando a miles (y pronto a cientos de miles)? ¿Por qué siente la necesidad de llamar a tanta gente a su lado? ¿De qué modo eso sirve a su mayor gloria? Esto escriben los de La biblia negra de Mongolia sobre "Tinder Christ":
Nombre: Jesucristo, 33.
Profesión: Salvador de la Humanidad y futuro mártir resurrecto.
Lugar: Monte de los Olivos, Jerusalén (solo chicas de la zona).
Soy un chico soltero de la zona de Nazaret, introvertido en la infancia, inseguro en la adolescencia y muy extrovertido en la juventud. Soy amigo de mis amigos, por eso ando con doce de ellos por ahí, contando las verdades del barquero al personal más impío. Tengo una relación rara con mi padre, pero creo que va mejorando y acabaremos reconciliándonos cuando me claven en una cruz con una violencia brutal, me horaden con una lanza en un costado, me escupan durante un trayecto insufrible y, no contentos con eso, me coloquen una corona de espinas para pintarme la cara de rojo. Espero que seas una buena mujer, con lecturas y casa propia, para follar, porque mis últimas experiencias fueron con una prostituta que me dejó destrozado. Podemos quedar para ir a cenar, al cine o, directamente, a hacer la caída de Roma, que es para lo que usan los romanos Tinder, ¿no?