lunes, 30 de marzo de 2020

Lecturas en la prisión (2)

Sigo con recomendaciones. Otro amigo, José Carlos Gallego —al que conocí cuando ambos estudiábamos Filología, del que me distancié luego, sin otra razón que el fluir de la vida, y que el azar ha querido que recuperase, felizmente, hace poco: nos cruzamos en las Ramblas por casualidad cuando yo iba a un acto literario; para que luego digan que la poesía no sirve para nada—, me sugirió que leyese Pensamientos al vuelo (Errata Naturae, 2019), del japonés Yoshida Kenko, un alto funcionario del trono del Crisantemo del siglo XIII que decidió abandonar la corte por, al parecer, un desengaño amoroso y retirarse a las montañas, y allí reunió sus impresiones —de la soledad, de los días de vagabundeo y reflexión, de cuanto veía en los caminos y los bosques— en unos escritos breves, búdicos, inflamados de perspicacia y serenidad, que algunos consideran el primer ejemplo de ensayo en la historia de la literatura, y que vieron la luz después de su muerte. El libro, traducido, y muy bien, por Justino Rodríguez, compensa, con la diafanidad y frescura de la literatura clásica japonesa, las maravillosas complejidades de Odio y Chamorro, de las que hablé en la primera entrada de esta serie. Estos son licores fuertes; Kenko es un vaso de agua. Pero limpia y fría, tonificante, rejuvenecedora. Transcribo a continuación el fragmento 75, que me parece idóneo para estas jornadas de confinamiento:

Yo no puedo imaginar que haya hombres que no se sientan satisfechos con el sosiego y la soledad. Sin embargo, no hay felicidad mayor que estar solo, sin nada que nos distraiga y nos entretenga. 
      Si uno obra de acuerdo con el mundo, su alma no podrá por menos que sentir la atracción de las cosas que penetran por los sentidos. Si uno se mezcla con los hombres, sus palabras se adaptarán a los caprichos de estos y lo que diga no corresponderá con lo que piense en su corazón. Contará chistes y dirá socarronerías; discutirá con los demás, a veces estará resentido, a veces alegre. Sus sentimientos inconstantes serán como un torbellino y le embargará la duda. Estará siempre pensando en las ventajas y las desventajas. La incertidumbre lo llevará al delirio, y el delirio se le convertirá en ensueño. Así viven los hombres: corriendo de aquí para allá, ocupados, absortos en las cosas y en un completo olvido de sí mismos.
      (...) si [uno] rompe todos los lazos que lo atan al mundo, vive una vida retirada y conserva la paz interior, no entrometiéndose en los quehaceres de este mundo, podrá experimentar esa tenue felicidad que es la única posible en esta tierra...

Por mi cuenta, husmeando en librerías, he descubierto El suscitador. Apuntes sobre Francis Ponge, de Alfonso Barguñó Viana, que acaba de publicar Hurtado y Ortega, una joven editorial barcelonesa. El suscitador es un ensayo biográfico sobre uno de los principales poetas franceses del siglo XX, aunque él no creyera tener las cualidades de los llamados poetas: "No tengo ganas de leer libros de poesía, me dan náuseas. Creo que hay una falta de rigor, de pudor", dijo en una entrevista. Y es un ensayo en el sentido estricto, etimológico, del término: un merodear por los hechos y el pensamiento, un constante y fecundo trial and error, un intento oblicuo, inseguro acaso, pero iluminador en su propia inseguridad, por dibujar la compleja y contradictoria personalidad del autor de De parte de las cosas. Desde luego, de un hombre que, tras comunicarle a su padre, a los diecinueve años, que había decidido dedicarse a la literatura, cayó en una afasia que lo dejó "postrado en el mutismo público" casi dos décadas, no debe de ser fácil hablar, pero Barguñó Viana lo hace con originalidad, lucidez y la cuota de incertidumbre necesaria para que el resultado sea digno de leerse. El libro incorpora algunas peculiaridades que no sé si llamar curiosidades: en el apartado de fotografías no hay fotografías: se han sustituido, muy pongianamente, por descripciones de las imágenes. Y las páginas finales del volumen son un diario del propio ensayista, datado en Esterri d'Àneu, en el Pirineo catalán, a mediados de 2019, sobre las vicisitudes y reflexiones que le ha supuesto la escritura de El suscitador. Ponge me ha interesado desde siempre, y creo tener todas las traducciones que se han hecho de sus libros, aunque no la haya todavía al español del que Barguñó Viana tiene por capital en su trayectoria, Pour un Malherbe, con el que considera que refundó la lengua francesa contemporánea, y que se acompasa con la conversión de un comunista activísimo (aunque no sin reticencias) en un gaulliano institucional y eminente. Ponge practica —y consigue— esa objetividad a la que, en el fondo, aspiramos todos los escritores. Sus poemas no son poemas, sino las cosas de las que hablan. Huidobro reclamaba crear el poema como la naturaleza crea el árbol. Ponge crea el árbol en el poema. Y lo hace revelando, desnudando el proceso de la escritura: no hurtando al lector los sucesivos intentos por construir la frase, por construir el verso. El hallazgo mayor de este feroz ritornello, de la suma arborescente de opciones que se nos aparecen como variaciones sobre un mismo tema, pero que son fértiles fracasos de la dicción, es que no solo alcanza esa objetividad, la presencia firme y multitudinaria de lo descrito, sino que suscita un impacto emocional inesperado, que no consiguen, es más, que ahuyentan, los textos pulidos, unidireccionales y sentimentales. Y así lo consigna Barguñó Viana:

El problema es la expresión misma: [Ponge] se da cuenta no solo de que no puede expresar las cosas, sino que también describirlas es imposible. En esta encrucijada, solo ve dos salidas. O bien callarse (algo que no contempla), o bien publicar los textos con la forma de "una descripción o una relación de los fracasos de la descripción". Muestra el engranaje del texto, la construcción (o intento de), la ordenación y disposición, e incluso propone diversas ordenaciones posibles, como si las frases fueran las piezas polivalentes e intercambiables que el lector tiene a su disposición para colocar como más plazca a sus sentidos. Francis Ponge trata sus textos como máquinas textuales, como juegos formales que responden a un método distinto por cada poema.

Por último, el humor, hoy más necesario que nunca. Tengo a mano —no deja de estarlo nunca— La biblia negra de Mongolia (Mong, 2019), la inteligentísima gamberrada que Darío Adanti, Fernando Rapa Carballo y Edu Galán han publicado contra las religiones: contra todas ellas, empezando por el catolicismo, que es la que tenemos más a mano, y acabando con la más remota de las doctrinas que los hombres han inventado para sobrellevar este asunto tan incomprensible de la vida y el definitivamente tenebroso de la muerte (así definen el docetismo: "Doctrina de los primeros cristianos, común a gnósticos y maniqueos, según la cual el cuerpo de Cristo no era real, sino pura apariencia y, por lo tanto, aquello que fue torturado y crucificado no fue real, siendo así Cristo el inventor del holograma"). La biblia negra de Mongolia es una sucesión de divertidas chocarrerías antirreligiosas, que no da tregua. Llamarlo irreverente es poco: es cáustico, es sardónico, es deliciosamente grosero. Cómo estarán las tiempos que hasta sorprende que un libro tan satíricamente devastador no haya sido todavía denunciado por alguna de las muchas personas o asociaciones que se dedican a sentirse ofendidas (en lugar de pensar en las razones de la crítica que se hace a sus creencias) y a llevar a los jueces su ofensa en una bandeja para que estos castiguen al ofensor. O quizá sí lo ha sido y yo no me he enterado. En cualquier caso, La biblia negra de Mongolia constituye un sistemático recordatorio de la pregunta que muchos, los dudantes, nos hemos hecho a menudo, y que muchos otros, los creyentes, no han querido hacerse jamás: ¿Por qué ha creado Dios el coronavirus y por qué permite que campe por ahí, matando a miles (y pronto a cientos de miles)? ¿Por qué siente la necesidad de llamar a tanta gente a su lado? ¿De qué modo eso sirve a su mayor gloria? Esto escriben los de La biblia negra de Mongolia sobre "Tinder Christ":

Nombre: Jesucristo, 33.
Profesión: Salvador de la Humanidad y futuro mártir resurrecto.
Lugar: Monte de los Olivos, Jerusalén (solo chicas de la zona).
Soy un chico soltero de la zona de Nazaret, introvertido en la infancia, inseguro en la adolescencia y muy extrovertido en la juventud. Soy amigo de mis amigos, por eso ando con doce de ellos por ahí, contando las verdades del barquero al personal más impío. Tengo una relación rara con mi padre, pero creo que va mejorando y acabaremos reconciliándonos cuando me claven en una cruz con una violencia brutal, me horaden con una lanza en un costado, me escupan durante un trayecto insufrible y, no contentos con eso, me coloquen una corona de espinas para pintarme la cara de rojo. Espero que seas una buena mujer, con lecturas y casa propia, para follar, porque mis últimas experiencias fueron con una prostituta que me dejó destrozado. Podemos quedar para ir a cenar, al cine o, directamente, a hacer la caída de Roma, que es para lo que usan los romanos Tinder, ¿no?

jueves, 26 de marzo de 2020

El placer de ir a comprar el periódico

Estos días de encierro me han permitido descubrir una virtud insospechada en algo que no había dejado de hacer —por costumbre, por inercia—, pero que íntimamente sabía sin futuro, más aún, condenado a muerte: salir a comprar el periódico. Hacerme con la prensa se ha convertido en una excusa inmejorable —y perfectamente legal— para dar un largo, anhelado y agradable paseo por la ciudad. Otros se pelean por ir a tirar la basura, y algunos hasta lo hacen con el cubo vacío; hay quienes se turnan para sacar a pasear al mismo perro, o lo alquilan para que lo hagan los demás, y lo siento por los pobres chuchos, que deben de acabar agotados. Yo elijo el quiosco más alejado de mi casa y me lanzo a la caminata. En mi descargo añado que ya no me queda ninguno cerca: los quioscos en Sant Cugat, como en todas partes, han ido cerrando, y ya solo sé de dos a los que pueda llegar sin cambiar de término municipal: uno en una gasolinera Repsol y otro en la calle Francesc Moragas —el fundador de La Caixa—, atendido por un señor muy antipático, pero también por una señora —su mujer, que no sé qué hace casada con ese borrego— muy amable. A este me dirijo: está a 2.000 pasos de distancia, mientras que el de la gasolinera, solo a 1.500. Cuando uno está enclaustrado, los pequeños accidentes del mundo cobran una relevancia insólita: los colores brillan más; la luz es más rugosa y, a la vez, más aterciopelada; los gestos humanos se esculpen en el aire como si fueran de mármol y se llenan de significado. Todo salta, sangra, se repuja. El ojo ávido repara metódicamente en los detalles, como el tentáculo de un animal que llevara mucho tiempo escondido en la madriguera. (También la memoria se activa, espoleada por la viveza anómala de todo. Hace poco fue el Día Mundial de la Poesía, y por todas partes circularon mensajes celebratorios. Los versos que espolvorearon en los telediarios —pertenecientes casi todos a jóvenes jovencísimos que manejan las redes sociales como un rorro su chupete— me sonaron a máximas de autoayuda para adolescentes y, en algún caso, para adolescentes retrasados). Algunas cosas, no obstante, se imponen como una evidencia. La poquísima gente con la que me cruzo —casi todos, paseando a perros (no sé si por turnos), más alguna señora mayor que va o sale del supermercado— se aparta unos metros cuando me acerco por la acera. Yo no lo hago: me sabe mal transmitir a la gente la idea de que están apestados. Prefiero —estúpidamente, supongo— asumir el riesgo de que me tosan encima (o de atravesar esas nubes de gotitas aciagas que sueltan los infectados). Más consciente soy aún de la distancia que el coronavirus ha introducido entre las personas cuando advierto la que guardan entre sí los clientes de una pequeña panadería: cuatro o cinco metros de uno a otro. Al principio, había que estar a un metro o, como mucho, metro y medio del  prójimo; luego, la separación ha crecido hasta los dos metros; ahora la gente la ha llevado, motu proprio y acojonado, hasta la lejanía. Por las calzadas solo circulan algunas furgonetas y repartidores de comida en moto: los empleados de Glovo, Deliveroo y Telepizza son los nuevos centauros del desierto. En una instalación de electricidad, leo una pintada: "Setze jutges mengen fetge en un jutjat i me la mengen de costat" ('dieciséis jueces comen hígado en un juzgado y me la comen de lado'), versión indepe y guarrilla de un clásico trabalenguas catalán. Más allá leo otra: "Si ens fa por el confinament, recordem les preses en aïllament" ('Si tememos el confinamiento, recordemos a las presas en aislamiento'), que también utiliza la demagogia, el paralelismo y la rima. Lo indepe ha remitido, pero no ha desaparecido. Solo hay que oír a Torra cada día. Todavía se ven carteles que exigen la liberación de los presos políticos y lazos amarillos en las fachadas y balcones, aunque están un poco mustios, como si el virus también los hubiera contagiado, como si el trancazo de la enfermedad hubiese restado prestancia a su flamear insurrecto. Cerca de la instalación que luce una muestra más del ingenio cupero, reparo en unos libros apilados al lado de un contenedor de papel. Siempre miro a ese contenedor cuando paso por aquí, porque sé que algún vecino suele dejar libros, todavía no sé si porque practica el bookcrossing o porque no le caben en el cubo azul. Hay media docena y me llevo dos, en muy buen estado: Combats singulars, una antología del cuento catalán contemporáneo, preparada por Manel Ollé y publicada por la siempre impecable Quaderns Crema, e Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, del chileno Luis Sepúlveda, en Tusquets. Recuerdo un libro del mismo Sepúlveda, Un viejo que leía historias de amor, que leí hace muchos años y encontré delicioso. Este parece más orientado a un público adolescente —tiene incluso ilustraciones—, pero aun así lo recojo. Otros meten en casa a perros cimarrones o gatos sin dueño; yo rescato libros abandonados. Sigo caminando, acuciado por los reclamos de las cotorras argentinas, que han colonizado el cielo de Sant Cugat y de todas partes, y a las que el coronavirus, por desgracia, no causa ningún mal. Apenas se oyen ya otros pájaros: el estruendo verde de estos gárrulos psitácidos lo ocupa todo. Pero el día es luminoso y el cielo estalla de azul. La floración está avanzada, y uno ve copas vestidas de púrpura, y otras disfrazadas de blanco, y otras más de un verde lavado, enjalbegado de sol. Y, entre las copas, advierto una cometa enredada: sus colores, ahora caóticos, vivifican aún más el esmeralda de los árboles. Qué pena que apenas se pueda disfrutar de la gloria de la primavera: que la gente no se tumbe en la hierba, o se siente en una terraza, a la sombra de un plátano, con un vermú en la mano, o pasee por entre las poblaciones de abedules o álamos. Llego por fin al quiosco y compro El País. Justo delante de mí lo hace otra señora. Me dan ganas de abrazarla, pero no lo hago; al contrario, mantengo la distancia de seguridad. Luego dejo las monedas en la cajita de madera que me tiende la quiosquera, enguantada y enmascarada, y emprendo el regreso. Pienso que esto, este rutinario gesto de comprar la prensa, del que apenas soy consciente en un día cualquiera, se ha convertido ahora en un acto excepcional: excepcional porque nos recuerda la normalidad perdida, porque nos la devuelve un poco. De vuelta ya a casa, compruebo que el aislamiento no solo provoca cambios en el exterior, libre de la presencia humana, o condicionado por los nuevos comportamientos, sino también en el interior de las casas, donde nos vemos obligados a convivir con los nuestros y, lo que puede ser peor, con nosotros mismos. Cruzo una zona residencial, y por el ventanal de un chalé, veo a una joven (rubia) en bragas (negras) y sujetador (blanco) entrar en la cocina, acercarse al fregadero y llenarse del grifo un vaso de agua. Ella no me ve a mí. No dejo de andar: ha sido una visión deliciosa y fugaz, que dudo si repetir. Un atavismo voyeur me empuja a volver atrás. Me paro y retrocedo algunos pasos, hacia el ventanal revelador. Pero no llego a asomar la cabeza: una vergüenza —teñida también, lo confieso, de preocupación: ¿me verá algún vecino?; si me ve, ¿llamará a los mossos para que actúen contra el procaz mirón?— me frena y sigo, por fin, mi camino. Me siento un poco diablo cojuelo —aunque a ras de tierra— en esta ciudad confinada: percibo retazos de conversaciones en los jardincillos o las terrazas de los edificios por los que paso; me llegan hilos de música u olores (a carnes, a potajes) de las cocinas; veo a gente, en los comedores, sentada delante del televisor, cuyas imágenes mudas pueden ser las de una película de Netflix o las de un programa, previsiblemente infumable, de televisión; oigo a niños llorando, o jugando con otros niños, o hablando solos. Llego ya a casa. Cuando introduzco el llavín en la puerta de la escalera, pienso que voy a reemprender la clausura, como los presos reemprenden la condena cuando se acaba el permiso de salida. Pero no: no es, si soy sincero, ninguna clausura, ninguna condena. Si no supiera de las muertes que se producen y el sufrimiento de quienes ven enfermar o morir a los suyos, este encierro, rodeado de libros, con pocas o ninguna obligación laboral, y sin que nadie te llame a la hora de la siesta para hacerte una fantástica oferta telefónica, sería hasta agradable. Siempre que pudiera ir a comprar el periódico todos los días, claro. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Lecturas en la prisión (1)

Estos días recuerdo más que nunca una de las razones fundamentales por las que leo, por las que me gusta leer: con un libro nunca estás solo. Parece el lema de un programa de fomento de la lectura (seguramente, en algún lugar lo habrá sido), pero su verdad supera con mucho su apariencia publicitaria (o su sesgo adoctrinador). En estos días de soledad casi absoluta para algunos, el libro se convierte en el compañero con el que se convive, con el que se habla de las cosas sucedidas hoy o hace mucho tiempo, el camarada que nos entretiene, que impide que el tiempo se convierta en una losa o una tortura. No hay esa diferencia que quienes no aprecian la letra impresa o son incapaces de gozarla tratan de inculcarnos siempre que pueden: entre lectura y vida, entre libro y vida. La lectura es vida. Vivir también es leer. Tanta pasión (o casi) despierta una página bien escrita como un cuerpo amado. Tanto placer se obtiene de un poema certero como de un paseo agradable o una conversación estimulante. Tanta reflexión suscita un ensayo atinado como el conocimiento de las cosas del mundo. En esta reclusión que aún resulta novedosa, pero que pronto será atroz, los libros vuelven a ser protagonistas de mis horas. Nunca han dejado de serlo, en realidad, pero ahora su presencia se impone como una disciplina, como una técnica de supervivencia. Alrededor de mi sillón de lectura se acumulan los volúmenes, de todo tamaño y condición, entre los que voy saltando como un entomólogo a la caza de mariposas en la montaña. Y quiero dar cuenta de algunos de ellos. 

Mi buena amiga la poeta María Ángeles Pérez López, que sabe muchísimo de literatura hispanoamericana y de autoras hispanoamericanas, me recomendó en su último viaje a Barcelona —en el que visitamos juntos la librería Laie y su inexcusable mesa de novedades de poesía— un libro de una autora costarricense —aunque fue adquiriendo otras nacionalidades según se desplazaba por Centroamérica, huyendo de miserias y dictaduras: guatemalteca, mexicana— que atendía por el inverosímil nombre de Eunice Odio. Fue una mujer bellísima y desgraciada: murió en Ciudad de México, en 1974, pobre, alcohólica y sola; descubrieron su cuerpo en la bañera una semana después de que hubiera fallecido. El libro es El tránsito de fuego, cuya primera edición data de 1957 y que ahora republica Ediciones Sin Fin, con edición de Tania Pleitez Vela. El poemario, dialogado, no da facilidades: la alegoría dramática que vertebra se nutre del creciente interés de Odio por la cábala, el espiritismo y las ciencias ocultas, pero deslumbra permanentemente por su voluptuosidad verbal y la energía de sus versículos. Épico, surreal, líquido y lírico, femenino y viril, El tránsito de fuego es una obra desconocida y mayor, a la altura de Perse o Pound, de la que rescato estos versos, lúcidos y animosos, lo que quizá sea adecuado en estos sofocantes días nuestros:

Se me confunde el pecho con lo negro,
se me eriza la sangre, se levanta,
mi corazón es ácido y espeso.
No lo remonta nada, nadie.
Estoy sin mí, me busco por el alma.
Paso sin conocerla, sin mirarme.
Solo soy una gota de carne dolorosa
que se levanta y anda.
Porque hay que andar,
levantarse como una herida al viento,
presintiendo que tal vez no ha llegado la hora
de tenderse a callar,
a morir;
de que hay otra cosa, de que aún queda una,
una sola esperando su nombre para nacer;
y que vas a llegar,
vas a tocar por fin su ribera para salvarte,
y llegas...

Otro buen amigo, Jonás Sánchez Pedrero, me regaló hace poco La hora del barquero, de Víctor Chamorro, ganador del Premio Café Gijón de 2002 y publicado por Acantilado en 2003. Se trata de otro libro difícil, en el que se narra, con prosa barroca y expresionista, llena de relumbres oscuramente poéticos, el largo interrogatorio al que un torturador y un psiquiatra someten al protagonista, Jesús Maera. Víctor Chamorro, nacido en Monroy y residente en Hervás, es un sobresaliente autor extremeño, que ha escrito dilatadamente sobre su tierra (su monumental Historia de Extremadura ocupa ocho volúmenes), pero cuya ausencia de los círculos literarios, tanto extremeños como españoles, siempre me ha llamado la atención. Al abrir el sobre de Jonás y descubrir La hora del barquero, recordé que mi conocimiento de Víctor Chamorro se remontaba a muchos años atrás. A principios de los noventa, cuando era joven, feliz e indocumentado, fungí de lector de la agencia literaria Carmen Balcells, es decir, de último mono de la todopoderosa y enormísima, en todos los sentidos de la palabra, agente. Y entonces tuve ocasión de leer un manuscrito de Chamorro, del que no tenía, por aquel tiempo, ninguna referencia (a pesar de que ya había ganado algunos premios importantes y publicado en Seix Barral [El pasmo, 1987]; cosas de mi ignorancia). Aquel libro se titulaba Los marqueses del infierno y contaba la particular cruzada que un fraile dominico, Alonso de la Fuente, emprendía hacia 1570 contra la herejía de los alumbrados, una cruzada que se desarrollaba, en buena parte, en Extremadura. Me impactaron el empaque léxico, la brillantez formal de la prosa de Chamorro (que sigo advirtiendo, acrecidos, en La hora del barquero) y el minucioso bagaje documental, sabiamente integrado en la narración, que amparaba la novela. Mi informe, firmado el día de Reyes de 1990, y que tengo ahora, al escribir estas líneas, delante de los ojos, era muy favorable. Concluye así: "Una novela espléndida, de necesaria publicación". De hecho, ese informe fue uno de los pocos informes favorables que firmé en mis dos años largos de colaboración con la agencia: lo que me daban a leer era, con pocas excepciones, mediocre o, sin más, basura. Cuando, pasado algún tiempo, me interesé ante el coordinador de los lectores de la agencia —hoy profesor universitario y destacado crítico de El País— por la suerte de la novela, me respondió que no iban a promoverla. Me atreví a preguntarle por qué y su respuesta fue: "El autor es demasiado mayor (en 1990, Chamorro tenía 50 años) y no se le va a poder sacar el suficiente partido...". (Así lo dijo, con fórmula impersonal que diluía la crudeza de la razón, pero que también los incluía a ellos: la agencia era uno más de los entes que no le iban poder sacar a Chamorro el suficiente partido). Aunque lamentase que se refiriera a un libro admirable, aquella respuesta me iluminó como pocas otras lo han hecho, a lo largo de mi vida como escritor (y editor), sobre la escabrosa realidad de la industria editorial —y, por extensión, de la cultura— en nuestro país. Una magnífica obra literaria se veía condenada a seguir en la oscuridad de la inedición porque el autor no era un joven pinturero, con muchos años de escritura por delante, al que sellos y agentes pudieran exprimir lo bastante como para rentabilizar la inversión que se hiciese en él. En la página web de Víctor Chamorro veo, no obstante, que en 2008 la editorial Planteamiento publicó una novela titulada Los alumbrados, que no debe de ser otra que la que yo conocí como Los marqueses del infierno. En la página de wikipedia dedicada al escritor, se dice que "ha tenido que optar por el camino de la independencia para salvar su obra del cedazo del mercado" y que "su hija Maite decidió montar la editorial Planteamiento" para garantizar ese camino independiente. Lo celebro y lo aplaudo, aunque sea con treinta años de retraso.

Transcribo ahora un largo fragmento de una de las conversaciones que mantienen Jesús Maera y Lino, su torturador, del capítulo 13:

Es que, Lino, somos un fallido experimento de la naturaleza, embriones que no progresan y hemos quedado en estadio de híbridos monstruosos. Desde luego que algunos más. Se ha detenido el proceso de cefalización. Seres estancados en un cigoto mestizo de mono y hombre. Es el miedo quien estanca nuestro proceso y bloquea el esfuerzo de complicación de la red neuronal. Los que administran el miedo nos ponderan el inmovilismo. Ellos saben que, a medida que el hombre pierde el miedo, se aventura. Pero superar el miedo impreso es un esfuerzo en equipo. Las mutaciones únicamente prosperan si son colectivas. Tú eres un renacuajo que se cree rana adulta en un pozo. Y te aterra si alguien te mienta el océano.
     Con rostro sereno y voz neutra, prosigo:
Déjame agotar, Lino, este súbito ataque de memoria. El miedo inflamó nuestras meninges y nos hizo creer vaguedades, desprogresamos por creernos algo acabado, y en la obsesión de compensar el miedo inflamos nuestra soberbia hasta considerarnos dioses, hijos de Dios, perfectos, eternos, no un simple relámpago entre dos oscuridades. La soberbia es otra hijastra del miedo, ataca a nuestra metamorfosis, la estanca, la retrotrae a etapas inferiores de la evolución, más abajo del mono, una ardilla, menos que una ardilla, un insecto. Aprenderemos a saber que somos un proyecto en evolución permanente, y que este no será fallido si aceptamos nuestra condición efímera, inacabada, seres en permanente transitoriedad y travesía. El día que abdiquemos de fantasías supraterrenales, comenzaremos a curarnos nuestro miedo Curarnos con el aprendizaje. El miedo se aprende y el valor, también.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Un paseo por la ciudad sitiada

Salgo a la calle. Salir hoy a la calle se ha convertido en algo irresponsable, que ha de hacerse de modo casi clandestino. Salir a la calle despierta sentimientos de culpa y desconfianza. Pero lo hago. He leído que, entre las excepciones para la deambulación previstas en el decreto del Gobierno que declara el estado de alarma, están las salidas a los bancos. Y he pensado que ir al cajero automático para sacar dinero puede asimilarse a una visita al banco. Así que, provisto de la excusa que necesito por si la policía me para por la calle para preguntarme, como una madre, qué hago a estas horas, y solo, en la vía pública, en lugar de seguir recluido en casa, como es mi obligación, me he encaminado al cajero automático en el que suelo hacerme con efectivo, a setecientos u ochocientos metros de casa. Durante un rato, he tenido la sensación que debe de tener el protagonista de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, sucesivamente encarnado por Vincent Price, Charlton Heston y Will Smith en las películas que se han inspirado en ella: ser el único habitante del mundo. Solo recuerdo otra noche parecida, si no peor: la del 23 de febrero de 1981, la del golpe de Estado de Tejero. Aquella tarde infausta yo había quedado, inverosímilmente, con unos amigos en el piso de uno de ellos, en el barrio de Les Corts, para jugar a la güija. Sí, a la güija. Se conoce que la asonada del guardia civil había despertado en nosotros las inclinaciones más esperpénticas. Al salir de aquel encuentro cómico-metafísico (que no nos puso en comunicación con ningún espíritu, desde luego: la piedra se movía, sí, pero porque uno de nosotros, que había fumado demasiada grifa, la empujaba sin recato), volví a casa caminando. Era ya de noche, y no había nadie, literalmente nadie, en las calles de Barcelona. Solo recuerdo algunos ladridos destemplados y un par de coches de la guardia urbana, con sus luces azules y blancas arañando la prieta negrura de la ciudad. Y mis pasos resonando, más solitarios que nunca, en las fachadas. Hoy tampoco veo a nadie en el parque. Las casas, como entonces, parecen estar tapiadas. Bares y tiendas están cerrados. No pasa un coche por la calle. Una sensación de pesadez, de impenetrabilidad, lo impregna todo. Es un vacío preñado de espesura, de inmovilidad tensa. No obstante, al cabo de un rato, empiezo a percibir vida. Me cruzo con alguien que pasea al perro. Es lo que tienen los chuchos: que hay que sacarlos a pasear tres veces al día, aunque en las calles haya una manifestación de Vox o impere la peste bubónica. Veré luego más paseantes de cánidos, tranquilos o puede que resignados. Pero también me encuentro con gente que camina sola, como yo. Cuando camino solo, recuerdo a menudo la famosa canción de Rodgers y Hammerstein You'll never walk alone ('nunca caminarás solo'), hoy convertida en el himno de varios equipos de fútbol del mundo. Esta degradante conversión no le ha quitado un ápice de su consoladora belleza: "When you walk through a storm, / Hold your head up high / And don't be afraid of the dark. / At the end of a storm  / There's a golden sky / And the sweet silver song of a lark. / Walk on through the wind, / Walk on through the rain / Though your dreams be tossed and blown. / Walk on, walk on / With hope in your heart. / And you'll never walk alone..." ('Cuando camines bajo el azote de la tormenta / Levanta la cabeza / Y no temas a la oscuridad. / Cuando cese la tormenta / Verás un cielo de oro / Y oirás el dulce canto de plata de la alondra. / Desafía al viento, / Desafía a la lluvia, / Aunque disperse y se lleve tus sueños. / Camina, sigue caminando, / Con el corazón esperanzado. / Y nunca caminarás solo...'). Con esos que caminan solos cruzo miradas de interrogación y sospecha. ¿Qué diantres haces tú aquí?, parecemos decirnos, calladamente, el uno al otro. Las pandemias son así: además del virus que las causa, inoculan el virus del miedo, que es peor. Según me adentro en el pueblo, veo a otra gente. Por ejemplo, una familia de sudamericanos —bajitos, oliváceos, risueños— que pasan empujando un carrito de bebé (con bebé dentro) y en amena charla. Esto debe de ser para ellos un tranquilo paseo dominical. También diviso a jóvenes que pasan montados en un patinete eléctrico. Siempre van dos en el cacharro. Son otros para los que el vaciamiento de las calles constituye una excelente oportunidad de apatrullar la ciudad. Una runner y un par de ciclistas me adelantan también: hay quien es inmune a los elementos; estos amantes de la vida sana harán vida sana aun cuando sea insano, casi mortal, hacerlo: aun cuando caigan chuzos de punta o estalle Chernobyl. Me sorprende ver un comercio abierto: es un bareto, Capote's, que ha colgado un enorme cartel a la puerta en el que, para que no haya ninguna duda, se lee "Abierto", y cuyas luces resaltan, estridentes, en la oscuridad de los negocios vecinos, cerrados. Pero no hay clientes. Solo están los dueños: él mata el tiempo colocando bien —por enésima vez, supongo— servilletas y cartas; ella se distrae con el portátil en una de las mesas con manteles a cuadros rojos y blancos. Muchos establecimientos han colgado letreros en los escaparates en los que informan del cierre. Algunos lo hacen asépticamente, sin comprometerse: "Cerrado hasta nuevo aviso" o "Cerrado por causas ajenas a nuestra voluntad", cosas así. La mayoría, en cambio, justifica la bajada de persiana por responsabilidad social: para contribuir a la lucha contra el coronavirus. El mensaje de la solidaridad está calando, por lo que veo. Algo, no obstante, une a uno y otro tipo de rótulos: todos están pésimamente escritos. Pero hace mucho tiempo que he desesperado de que la comunicación social se atenga a unos mínimos de pulcritud expresiva. A quién le importa, además, cómo están escritos los carteles cuando estamos hablando de una pandemia de orthocoronavirinae. Llego al cajero y meto la tarjeta en la ranura. La pantalla me previene: "Evite ser observado". Se lo agradezco, pero esta vez es innecesario: no hay nadie en varias calles a la redonda que pueda observarme. Cuando ejecuto la operación, pienso si con el dedo no estaré atrapando el dichoso virus: por esa pantalla todavía pasan muchas manos al día. "Que no se me olvide lavarme las manos al llegar a casa, y no tocarme ahora la cara", pienso a continuación. Y reflexiono sobre lo extraño que es que me dé unas instrucciones de higiene (o de cualquier cosa) tan expresas —y tan temerosas— yo, que siempre, vagamente ácrata, adapto las normas del grupo a mis inclinaciones particulares. De vuelta a casa, paso junto a un coche aparcado en la acera del que dos mujeres, con caras de estrés, están descargando una compra. Ambas portan, en la cúspide de lo adquirido, sendos paquetes de papel higiénico, como los prehistóricos lucían las cabezas de sus enemigos clavadas en las puntas de sus sílex. Las señoras lucen una expresión de cansancio mezclado con una indisimulada satisfacción. Yo pensaba que el papel higiénico era un objeto que ya había desaparecido del mundo, como los miriñaques o las bujías de carburo. Pero no: ellas me demuestran que, en algún rincón, superviviente como una rara especie paleolítica, aún quedan ejemplares de papel de culo. Caminando por el parque, recibo un mensaje de una buena amiga, que me informa de que ha contraído la enfermedad. Lleva cinco días aislada en casa, con fiebre al principio, y tos y terribles dolores musculares y de cabeza hasta hoy mismo. Le doy ánimos y me ofrezco a ayudarla si lo necesita (aunque no podré llevarle papel higiénico). De pronto, empiezo a oír aplausos en el barrio: provienen, indeterminadamente, de las casas que me rodean. Y entonces recuerdo que en algún lugar he leído que para hoy a esta hora se había convocado por las redes sociales un acto de apoyo a los médicos y personal sanitario que están luchando en los hospitales contra el coronavirus. Algunos de mis vecinos han salido en familia al balcón y aplauden al aire. Desde otros lados crece la ovación, que dura un par de minutos. No sé si los sanitarios se enterarán, pero la iniciativa conforta, incluso a gente tan reacia a las iniciativas comunitarias como yo. Ayer un amigo me mandó un vídeo en el que se veía a los vecinos de Nápoles, que también están aislados por el coronavirus, salir a las terrazas o asomarse por las ventanas de sus casas para cantar con una pandereta y un acordeón: tarantelas contra la plaga. Hoy ya circulan por las redes, y se difunde por televisión, que los españoles hemos elegido Resistiré, uno de los hits del Dúo Dinámico —inspirada, se conoce, en la célebre máxima de Cela: "el que resiste, gana"—, y Sobreviviré, el exitazo aullado por Mónica Naranjo (a las que se añade, de vez en cuando, el himno de España), para animarse de balcón a balcón. Son piezas alegres y épicas, que es lo que algunos creen que nos hace falta. Pero yo habría preferido algo más racial, más autóctono, como Manolo Escobar, o más cachondo, sin dejar de ser sutil, como La Trinca. Cuestión de gustos, desde luego. Aunque yo no me sumaré al orfeón: canto fatal.

sábado, 14 de marzo de 2020

El amor en los tiempos del coronavirus

La pandemia del coronavirus es una catástrofe. De momento, ha habido 135 000 contagiados y más de 5000 muertos en 125 países. España es el quinto del mundo con más casos (casi 5100, de los que 132 han fallecido). Pero las cifras crecerán, y crecerán mucho (de hecho, en la primera versión de esta entrada, que escribí ayer, las cifras de la enfermedad en España eran 4400 casos y 121 muertos). También lo hará el impacto en la economía mundial, en la que algunos ya auguran, por gracia del Covid-19 y de la irremediable globalización, una recesión aún peor que la de 2008. Es difícil imaginar que cause una mortandad como la de la peste bubónica entre 1346 y 1353, que arrasó Europa: los ochenta millones de habitantes del continente se redujeron a treinta. O incluso como la famosa "gripe española" de 1918 a 1920, que acabó con cuarenta millones de personas en todo el mundo, y que no nació en España, pero a la que se adjudicó esa nacionalidad porque nuestro país —que era neutral en la Gran Guerra y que, en cualquier caso, nunca se ha caracterizado por preocuparse demasiado por su imagen— no censuró las informaciones sobre la propagación de la pandemia, lo que hizo creer que había surgido entre sus fronteras. No obstante, los efectos en la vida de las personas, la salud pública, los recursos sanitarios y la economía planetaria están siendo, y seguirán siendo, devastadores. Me atrevo a pensar, sin embargo, que quizá no todas las consecuencias de la pandemia sean negativas. De algunas podemos sacar enseñanzas e incluso, barrunto, algún placer. El coronavirus nos ha recordado, en primer lugar, que somos parte de la naturaleza. Protegidos por nuestra coraza de tecnología, instituciones y derechos, por toda esa malla de recursos y mecanismos que nos amparan frente a la brutalidad de los males físicos, por la injusticia ciega de los hechos del mundo, tendemos a olvidarnos de que formamos parte de esos males, de esos hechos. Y es bueno que el planeta nos recuerde —con un ser microscópico que hasta hace poco ni siquiera sabíamos que existía; mejor: que hasta hace poco ni siquiera existía— que somos una fracción minúscula de lo existente y una especie tan vulnerable como las demás: que nos baje los humos. El coronavirus nos golpea, sin distinción de fronteras ni culturas, como en 2004 lo hizo el maremoto del océano Índico, que causó 228 000 muertos en las costas de varios continentes, o como de vez en cuanto lo hace un volcán que se enfada o un seísmo que pone patas arriba una ciudad o un país. Ante estos desastres, nos damos cuenta de nuestra pequeñez y de nuestra indefensión. Hoy he ido al supermercado a hacer la compra —y no por el coronavirus, sino porque ya no me quedaba nada en la nevera—, y me he encontrado estantes vacíos —no había papel higiénico, pan de molde ni casi arroz, y muchos anaqueles estaban tan agujereados como mis calcetines—, largas colas en las cajas y un perceptible nerviosismo entre la gente. Bastan unas pocas semanas de crisis para que cundan pequeños pánicos, que, si la crisis sigue empeorando, serán grandes. Pero es bueno, me parece, que, sin perder la calma, percibamos nuestra debilidad, porque percibirla nos hará más fuertes o, al menos, más respetuosos con el medio, y quizá propendamos menos a agredirlo. (Para lo que también vendría bien, dicho sea de paso, que algunos pueblos de Asia, donde suelen empezar estas cosas, dejaran de tener trato familiar y alimentarse de animales salvajes: los animales salvajes lo agradecerían y, a la vista de las circunstancias, quienes compartimos el planeta con ellos, también). La comprensión de nuestra fragilidad nos hará asimismo más conscientes de nosotros mismos: de lo (poco) que representamos y del valor de lo que hemos construido a nuestro alrededor para procurarnos la seguridad de la que, ante los grandes embates de la naturaleza, carecemos. Y eso lleva a una segunda consideración: el mérito de los sistemas sanitarios que han construido las sociedades avanzadas, entre ellas la española. Gracias a la universalidad y la solidez de la sanidad pública, crisis como esta encuentran una respuesta adecuada. Y eso, en la historia de la humanidad, constituye una hazaña asombrosa de la que a menudo nos olvidamos, o a la que no damos la importancia debida. Tengo una malsana curiosidad por saber (aunque no deseo verlo, en realidad, porque es un país que estimo) cómo evolucionará la crisis en los Estados Unidos, donde se han declarado ya 1700 casos y ha habido más de cuarenta muertos, y cómo la afrontará el Tío Sam sin contar con una sanidad pública que proteja a su población con equidad y eficacia. De momento, Trump ha calificado el coronavirus de "virus extranjero" y ha cerrado el país a los vuelos procedentes de Europa, menos de Gran Bretaña (con la que mantiene una histórica "relación especial" que le permite mantenerla como vía de entrada del virus). Su política se centra, pues, como siempre, en culpar al foráneo, en lugar de considerar cuál haya sido su responsabilidad en que la situación sea la que es, y que se cifra en la falta de un sistema de protección justo y propio. Al inestimable servicio que presta la sanidad pública ha de sumarse, en una crisis de esta gravedad, la sanidad privada, cuya contribución es también esencial para superarla. La sanidad privada ha mirado hasta el momento a otro lado, como es su costumbre: al lado del dinero. Pero ningún derecho tampoco el de propiedad o de libre empresa— es ilimitado. Si no aporta el esfuerzo que requiere una situación como la que vivimos, el poder público debe obligarla: todos hemos de arrimar el hombro. Por último, la pandemia coronavírica, con su corolario de cuarentenas y aislamientos, despeja los lugares de las muchedumbres que habitualmente los asedian, y eso extiende una inusitada sensación de paz. Puede que esta se considere una ventaja pobre o dudosa, pero no puedo evitar sentirlo así, y que esa paz me parezca una delicia. Esta mañana, el andén de la estación de los ferrocarriles de Sant Cugat, donde todos los días laborales nos reunimos cientos de personas, alegremente encaminados (es un decir) a los trabajos donde tan felices somos, estaba literalmente vacío: he contado a media docena de pasajeros; conmigo, siete. El tren en el que hemos montado, proveniente de la populosa Tarrasa, iba asimismo casi vacío. Qué placer entrar en el vagón sin partirte la cara con nadie, sentarte a leer y llegar a tu destino sin empujones, agobios ni sobresaltos. También las calles han recuperado una dimensión humana, y es posible pasear sin que hacerlo sea una carrera de obstáculos o una pista americana (aunque los mendigos sean más visibles que nunca, arrebujados y chillones en su soledad). Y los bares y restaurantes, aunque sus dueños se compunjan por la mengua de clientela, han vuelto a ser un espacio de sosiego, sin colas y con un servicio atento, es más, deseoso de satisfacer. Eso mientras estén abiertos: en Madrid y Valencia ya los han cerrado; en Cataluña se estudia la medida, pero lo más probable es que también los obliguen a bajar la persiana. Igualmente, la pandemia ha acallado algunos ruidos inacabables, que amenazaban con volvernos locos a todos: el procés, por ejemplo, que, aplastado por la urgencia sanitaria y su proyección en los medios de comunicación, parece haber desaparecido. No lo ha hecho, claro está, pero qué paz no oír a Torra ni a Casado, a Arrimadas ni a Jonqueras, a Marhuenda ni a Rahola; hasta se puede volver a ver un ratito TV3 sin enrojecer de indignación. ¿Y qué decir del fútbol, y del deporte en general? De momento, en España, solo se ha llegado a que los partidos se jueguen sin público, a puerta cerrada. Está bien, pero no es suficiente. No pierdo la esperanza de que se cancele la liga y todas las competiciones internacionales: un mundo sin fútbol, aunque sea transitorio, será un mundo nuevo, naciente, preñado de posibilidades insospechadas. Todavía se me ocurren más beneficios de la crisis, aunque debidos al azar. Admito que quizá no sea caballeroso hablar de ello, pero quién ha dicho que yo sea un caballero. El reciente aquelarre facha del palacio de Vistalegre en Madrid ha acabado con varios dirigentes de Vox infectados por coronavirus: el conducator Abascal, su capellán castrense Ortega Smith & Wesson (el culpable, al parecer, del contagio: ha zascandileado por Milán, confraternizando con Salvini y los fachas transalpinos) y otra gerifalte de la tenebrosa fratría, Macarena Olona, que, aunque firma M. Olona, no mola nada, entre otros corifeos menores. Abascal, sumando la desvergüenza a la estupidez, ha acusado al gobierno del contagio por no haber prohibido el mitin. Piove, porco governo!, dicen los italianos. A todos les deseo un pronto restablecimiento. 

lunes, 9 de marzo de 2020

Algunas novedades literarias

Jonás Sánchez Pedrero acaba de publicar la segunda edición, ampliada, de su libro de aforismos Pezón en la misma editorial en que vio la luz, en 2018, la primera: Ediciones del Ambroz. Saludé la aparición de aquel inteligente volumen en una entrada de este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/03/pezon.html, y vuelvo a dar la bienvenida ahora al pensamiento crítico y cáustico de Jonás. Es un placer añadido, además, que Jonás haya tenido la deferencia de considerar que aquel post podía contribuir en algo a la factura del libro y lo haya incluido como prólogo de esta segunda edición. Viajamos juntos, pues: yo, en el pescante; él, en la diligencia, contemplando el paisaje y dándonoslo a contemplar a nosotros. "Quién calla la ceguera", escribe; y también "Se quiere por dolor".

Ha aparecido también, hace muy poco, el número correspondiente al invierno de 2020 de la revista Estación Poesía, que dirige con solvencia, desde Sevilla, el profesor, escritor y poeta Antonio Rivero Taravillo. Estación Poesía es un primor, como siempre: su diseño moderno se las ingenia para parecer, al mismo tiempo, clásico, y ofrece un producto manejable y grato a los sentidos. Este número, cuyas cubiertas son de un luminoso naranja, incluye poemas de Jordi Doce, Nuria Ruiz de Viñaspre, Elías Moro, Juan Marqués, Braulio Ortiz Poole, Jacobo Cortines, Álvaro Galán Castro y Ben Clark, entre otros, y traducciones del  portugués (Paulo Henriques Britto, en versión de Manuel Barros), el chino (David Qi), el inglés (Auden, en versión de Andrés Catalán) y el catalán (Anna Moreno). En la sección de reseñas, Rocío Fernández Berrocal habla de María Zambrano, José de María Romero Barea, de José Corredor-Matheos (al que vi hace muy poco en la presentación de un libro en Barcelona: con 90 años, Pepe sigue tan activo y dinámico, casi saltarín, como siempre), y Gema Borrachero, de Mi padre, el libro que publiqué en 2019 en Trea. Agradezco a Gema sus amables palabras sobre el poemario. 

La editorial alemana Peter Lang ha reunido en el volumen Donoso después de Donoso, coordinado y editado por el poeta Juan Antonio González Fuentes y el profesor Dámaso López García, las ponencias impartidas en el curso así titulado de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en 2018, sobre la literatura del chileno José Donoso, uno de los menos conocidos integrantes del boom hispanoamericano. Hablan de su compatriota Álvaro Bisama, Alberto Fuguet y Cecilia García Huidobro, y también los españoles Vicente Cervera, Selena Millares, Juan Antonio González Fuentes, Dámaso López García y yo mismo, con una ponencia sobre la breve y aún menos conocida poesía del autor de El obsceno pájaro de la noche: "José Donoso: la poesía de un novelista". Curiosamente, Donoso no se tenía por poeta —de hecho, solo publicó un libro que pueda ser considerado un poemario—, ni creía estar haciendo poesía al escribirlo, pero ya se sabe que, a menudo, los autores no son los mejores intérpretes del sentido y el valor de su obra, y este es, en mi opinión, uno de esos casos. Los versos de Donoso son, en primer lugar, versos, y, además, muy buenos. Vale la pena leer sus Poemas de un novelista, cuya primera edición, en Santiago de Chile, data de 1981, y que Bartleby Editores reeditó en 2009, con prólogo de otro grande, Jorge Edwards.

Sandra Benito Fernández, la joven poeta extremeña, me ha mandado Ciudad abierta, su primer poemario publicado. Ha tardado en aparecer desde que yo, como director de la Editora Regional de Extremadura, aprobara su publicación, pero finalmente lo ha hecho, por lo que me siento muy satisfecho. De Ciudad abierta me gustaron (y siguen gustando) muchas cosas: su precisión, su fuerza delicada, su inteligente análisis de los sentimientos y su espíritu cosmopolita. No está mal para un primer libro. Sobre todo, me gustó (y me sigue gustando) su limpieza y su veracidad: algo indefinible, en el aire de los versos, que indica que eso es poderoso, que tiene alma y —en el caso de una autora joven como Sandra— que tiene futuro. En el libro destaca también el elegante formato clásico de la Editora, con el que tantos la habíamos identificado a lo largo de los años (diseñado por el malogrado Julián Rodríguez Marcos), recientemente recuperado. En el apartado final de dedicatorias y agradecimientos, Sandra ha hecho constar el suyo por mi participación en la materialización del libro, y también me lo ha dedicado, cariñosa y privadamente. Y en estos tiempos ásperos, en el que la expresión de la gratitud no es lo que más se estila, ambos gestos, que son en realidad solo uno, me han emocionado.

Finalmente, también he recibido —enviado por una amiga pacense— un ejemplar del asimismo flamante La consciencia del ser, un vasto volumen dedicado a la obra poética, pictórica y experimental de José Antonio Cáceres, uno de los mayores artistas extremeños del último tercio del siglo XX y de lo que llevamos de este, aunque, como les pasa a tantos autores de su tierra, mucho menos conocido en el resto de España (y en la propia Extremadura) de lo que la calidad de su obra haría suponer. Los estupendos artículos incluidos en el volumen han sido escritos por conocedores de su obra y, en general, del arte de vanguardia contemporáneo (entre ellos, Fernando Milán, Jorge Urrutia, Pablo Jiménez, Elisabeth Slavkoff, Antonio Gómez y Juan Luis Campos), coordinados por una de sus mejores especialistas, la poeta Emilia Oliva. El libro cuenta con la impecable factura de las publicaciones del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo y una subvención de la Junta de Extremadura. Un prólogo de Antonio Franco nos recuerda el apoyo que el recientemente fallecido director del MEIAC prestó siempre a los proyectos artísticos de calado, como sin duda es la pintura y la poesía de José Antonio Cáceres. En La consciencia de ser celebro encontrar el poema "Confidencias de José A. Cáceres, a propósito del retrato que me pintó hace más de cincuenta años", de Pablo Jiménez, otro autor de la generación de Cáceres, de gran valía, cuya poesía completa tuve el placer de publicar en la Editora Regional de Extremadura.

miércoles, 4 de marzo de 2020

El fascinante mundo del ferrocarril

Yo viajo en tren dos veces al día. Llevo muchos años haciéndolo. Son unos trenes comarcales, modestos, de vuelo gallináceo, como diría Pla —los Ferrocarriles de la Generalitat —, pero trenes al fin y al cabo. Cada mañana voy andando a la estación de Sant Cugat, me abro paso, en el andén, entre la multitud que espera para subir a bordo, como yo (¿de dónde saldrá tanta gente?, me pregunto cada día), y entro, por lo general a empujones, en el vagón. Y allí he de convivir con una humanidad variopinta e ingente. El espacio cerrado del tren delimita un mundo en el que se reflejan las costumbres y se repiten los comportamientos. Los viajeros somos casi siempre los mismos y, en consecuencia, nuestra conducta tiende también a ser siempre la misma. Yo, por ejemplo, ocupo en todos los viajes, si puedo, un asiento de pasillo para poder estirar un poco las piernas y me pongo a leer. Leer es el caparazón que me protege de la aspereza, incluso de la hostilidad de la masa. Abrir el libro supone encerrarme en una cápsula que me aísla de la aglomeración humana: de sus agresiones y suciedades. Pero las páginas en las que me arrebujo no me incomunican de todo. A menudo, los sucesos exteriores llaman a la campana de cristal en la que me refugio y despiertan sin remedio mi atención. Un clásico de esos acontecimientos perturbadores uno de los más perturbadores, de hecho— es el pedo alevoso. En el apretujamiento de los viajes, en esa cercanía casi obscena de los cuerpos, un cuesco es criminal. Resulta admirable, entonces, cómo, apuñalados por el gas, mantenemos todos una imperturbabilidad violenta, una rigidez casi pétrea: un tahúr del Misisipi no parecería más inexpresivo que nosotros. Nadie quiere significarse reconociéndose afectado por el pedo devastador. Y nadie se atreve acusar del delito a nadie. Aunque no todos se comportan así. A veces, alguien arruga la cara con gesto de disgusto o va incluso más allá y empieza a abanicarse las narices con una mano para que conste que no está dispuesto a soportar el atentado en silencio y para reprochar al culpable, siquiera mímicamente, su crueldad. Quienes obran de este modo suelen ser mujeres. Aunque a veces pienso que quizá el culpable sea el que se abanica: así, gritando "¡Yo no he sido!" con las manos, se excluye de la lista de sospechosos. Las mujeres acostumbran a ser también las que deslindan su espacio, como si construyeran en ese momento un reducto propio: ocupan el asiento, cruzan familiarmente las piernas, se echan el pelo para atrás, sacan una botella de agua del bolso y se la ponen a un lado, sacan una carpeta, un libro o unos apuntes de ese mismo bolso y se los acomodan en el regazo, mordisquean una manzana que llevaban en el bolsillo, se ajustan los auriculares, empuñan el lápiz o el móvil. Solo les falta poner una maceta en el alféizar de la ventanilla para que se encuentren como en casa. También son las mujeres las que menos inconvenientes tienen en practicar la higiene personal en el vagón. Una se pinta, moviendo los labios recién untados como un pez; otra se empolva la nariz, mirándose en un espejito en el que me maravilla que vea algo; otra más limpia con un cepillo el bolso de ante que lleva o la chaqueta de cuero en la que ha caído una mancha que solo ella ve. Y, en fin, también acostumbran a ser mujeres las que comen en el vagón: desenfundan de las bolsas que acarrean una fiambrera, que suele contener ensalada o pasta, y se la zampan, con cubiertos de plástico, mientras hacen el viaje. Ese o un bocadillo— es el almuerzo de muchas. Es una costumbre innoble que nos envuelve, además, a los viajeros en una nube de olores y una sinfonía de masticaciones—, pero exigida, supongo, por las obligaciones laborales y los horarios frenéticos. Hay muchas otras invasiones del espacio ajeno en los ferrocarriles de la Generalitat, aunque no es difícil que así ocurra: el espacio es tan exiguo o la humanidad que lo ocupa es tanta— que casi cualquier cosa lo vulnera. Hay quien, en lugar de utilizar los portaequipajes, que están ahí para que los objetos no quiten espacio a las personas, se pone entre los pies la mochila, la cartera, la bolsa del supermercado o lo que sea que lleve, a sabiendas de que ponérselo entre los pies significa también ponérselo encima de los pies al viajero que tiene enfrente. Pero eso da igual: ya los quitará cuando se le empiece a cortar la circulación, piensan casi todos. Hay también quien escucha música por unos auriculares, pero a un volumen tan salvaje que la música que solo debería taladrar su cerebro, taladra también el de los vecinos. Y hay —he aquí otro clásico los que hablan y, peor aún, los que hablan a gritos. De estos existen dos modalidades: los que lo hacen con alguien que viaja con ellos o los que lo hacen por el móvil. Los segundos resultan un incordio mayor: al no estar presente el interlocutor, parecen muñecos de feria, autómatas parlantes, monologuistas sin gracia, pero, ay, con mucho público. Su soledad elocutiva los vuelve absurdos, como chalados que hablaran consigo mismos. Sin embargo, no es el hecho de que el hablador sea uno o varios lo que más me incomoda. He reflexionado largamente sobre ello: lo que me desquicia es tener que enterarme de las banales intimidades de un sujeto desconocido. Esas intimidades me empapan como la lluvia, como una lluvia ácida. No solo me impiden leer, o disfrutar de lo leído, sino que me pringan de las miserias ajenas: de sus reyertas, enfados, hipocresías o mezquindades. Que alguien aconseje a otro alguien, en público y con muchos decibelios, que mande a la mierda a su novio o novia, porque es un capullo o una capulla, no difiere para mí de que cuelgue su colada en mi comedor; o detallarle, con la indignación requerida, los pasos que debe dar contra la empresa que acaba de despedirlo, se me antoja equiparable a que tire los calcetines sucios en mi cocina. No quiero saber nada de todo eso: es antihigiénico, es innecesario, es desagradable, pero me veo obligado a oírlo por más que no lo escuche casi todos los días, de lunes a viernes, a la ida y a la vuelta. Y me maravilla que los que se confiesan así, lo hagan con la indiferencia con que lo hacen: son inmunes a la vergüenza. De hecho, su facundia es un insulto para quienes los rodeamos: no solo nos imponen obscenamente su yo (que es exactamente lo contrario de la educación), sino que nos lo imponen porque no sienten que existamos. Como no les importamos nada, como ni siquiera estamos ahí, pueden decir lo que quieran y como quieran. Los demás, para estos vertedores (y vertederos) de sórdidas familiaridades, somos invisibles. Frente a la insolente futilidad de su cháchara, unos pocos más y yo nos refugiamos en los libros, pero estamos en franca minoría. (Una vez se sentó delante de mí una señora mayor que leía un libro de versos; tuve ganas de abrazarla, aunque llevase el lacito amarillo en la solapa y el poemario fuese de Joan Margarit). La mayoría se atrinchera en el móvil: el móvil es el refugio favorito de casi todos, la prolongación de su mano, su cerebro y su vida toda. (Me atrevo a predecir que pronto las funciones que permiten los móviles, si no los móviles mismos, se instalarán directamente en el cerebro, para que obtengamos con más rapidez aún la gratificación que nos proporcionan). Y en ellos lo sé porque a veces no he podido resistir la tentación de espiar sus pantallas la ocupación principal consiste en escribir mensajes (las mujeres suelen utilizar dos dedos, uno de cada mano, para teclear; los hombres, solo uno), ver fotos o jugar al solitario. Las fotos, infinitas, se pasan a golpe de índice, y yo me pregunto si alguien ve realmente algo ahí. Luego están los que enriquecen la dimensión sonora del vagón con toses, estornudos y una rica gama de gargajeos, que yo nunca habría sospechado tan rica. En esas circunstancias, uno comprende mejor que nunca la fragilidad de la especie humana. Y, gracias al coronavirus, el hecho de que se siente a mi lado alguien que suda mucho y no deja de toser con tos seca, se ha convertido en un motivo de jolgorio más entre los muchos que ya acompañan mis viajes en tren todos los días, de lunes a viernes, a la ida y a la vuelta.