domingo, 31 de octubre de 2021

El dolor

El día es otoñal. Llueve, sin dureza, pero con tenacidad. Rezuma el gris de las nubes y su viscosidad transparente me alcanza en forma de algo que a veces son perdigones y otras, lágrimas. Zarandeado por la lluvia, todo se mueve, pero, abrigado por la lluvia, todo está quieto. Los álamos se rejuvenecen con el agua: espejean, sombríos, solares. Voy a Correos para recoger un envío de Inglaterra, pero la estafeta está cerrada. Ha cambiado el horario: antes sí abrían los sábados por la mañana. Vuelvo a casa por calles desiertas, en las que brotan los charcos, y pájaros con el plumaje esponjado por el agua aguantan, estoicos, el chaparrón, y los repartidores que tienen que hacer su trabajo, entregan el género con urgencia y una brizna de irritación. Siento que dentro también llueve. Llueve en un lugar vacío, en el que no se forman charcos, ni hay pájaros, ni los repartidores reparten su mercancía. Dentro no hay nada. No queda nada. Ni siquiera un perro, confuso, cruza ese paisaje horro de cuerpos y amaneceres. Paso junto a una ventana en la que la lluvia dibuja una telaraña de fulgores. Cierro el paraguas, porque el aguacero parece que mengua, pero no siento que tenga las manos más libres. La grisura del cielo se me mete por la nariz, por los oídos. Las gotas que levantan mis pasos del suelo se hermanan con las que aún caen de lo alto, o de dentro, y forman una costura irregular, una costra plomiza. Escudriño en la oquedad que camina. Y advierto que sí hay algo: una niebla, una borrosidad que hiere. Es dolor, un dolor cuajado que circula espesamente por la sangre, a la que lo he confinado para sobrevivir. El dolor destilado por la pérdida, que es siempre. El dolor pronunciado por el silencio, cuyas sílabas se hincan en la carne como un shuriken. El dolor que suda la soledad. La voluntad se empeña en sofocarlo, y el dolor se doblega a ese mandato, porque el dolor es inteligente: sabe dónde refugiarse para subsistir. Uno se entrega a lo cotidiano con la esperanza de disolverlo, como se disuelven ahora, bajo la lluvia, las glebas de los parques y los cartones abandonados en las calles y las luces de los semáforos, pero el dolor no claudica, sino que se aúpa debajo de las alfombras, en el cuarto de la plancha, en los taquillones que no se abren nunca. Si está bien asentado en la conciencia, el dolor, aunque postergado, prevalece siempre. Voy a comprar unos platos para sustituir los que tengo, descantillados, pero ahí sigue. Quiero aplacarlo aprovisionándome de fruta —hoy los mangos están de oferta—, pero no me deja. Me acerco a una camisería para renovar el vestuario, pero continúa, pero muerde. Aplico insecticida a los geranios, para liquidar a las cochinillas y pulgones que los están desgraciando, pero persevera (y los insectos también). Encargo unas estanterías en el cuarto que Pablo ha dejado vacío, para colocar los libros que ahora tengo por el suelo o en las profundidades de los armarios, pero no se va. Los actos cotidianos, las costumbres domésticas, son un breve maquillaje para el dolor, que se esfuma por el peso del dolor, por la corrosión del dolor, por la nada hirviente que es el dolor. Y al final me quedo cuarteado y desnudo, a solas con el dolor, como un payaso al que un remojón inesperado —acaso esta lluvia— le hubiese desdibujado los coloretes de la cara. Entonces decido unirme a mi enemigo. Si convivo con el dolor, si soy dolor, ¿por qué no serlo absolutamente?, ¿por qué no definirme por él, convertirlo en pulpa mía, incorporar hasta el tuétano su pujanza? Esa bruma que me oscurecía y me atontaba, que se desflecaba en mi conciencia deshabitada, deviene cuerpo. Y lo ocupa todo. Siento una extraña alegría sabiéndome lleno de él, poseído por la ausencia, felizmente devastado. Me enorgullece esta pesadumbre, que atesoro como algo precioso, como algo que me atenaza y, a la vez, me justifica. El dolor me dice. Pero yo no se lo cuento a nadie. Voy por la calle, camino de mis intrascendentes ocupaciones diarias, y me cruzo con otros que, como yo, han salido a comprar pan, o arreglar unos zapatos, o llevar un electrodoméstico viejo al punto verde, o recoger un envío de Inglaterra en la estafeta de Correos, para descubrir que ahora cierra los sábados por la mañana, y los miro a los ojos huidizos, preguntándome si ellos también habrán hecho del dolor su columna, su casa —una casa que se alza en su interior—, y sonrío, porque yo sí, porque yo he sabido transformarlo de molestia continua, como una muela cariada o unos calzoncillos que no ajustan bien, en compañero de viaje, en ser vivo y radiante, que tiene mis mismos ojos y mi mismo nombre, y a todo atiende, con solicitud imperturbable, bajo esta lluvia desquiciada, como atiendo yo. 

martes, 26 de octubre de 2021

Una visita a un hijo enfermo

Visito esta tarde a mi hijo Pablo, que se ha estropeado la espalda haciendo escalada y apenas se puede mover de (ni en) casa: una lumbalgia inmisericorde se lo impide. Vive a un par de kilómetros de donde vivo yo: en veinticinco minutos de grato paseo estaré allí. Me preocupan sus problemas de espalda (en general, me preocupan todos sus problemas: soy padre) porque es una persona joven y porque denotan un sedentarismo pernicioso y precoz. Él procura combatir las muchas horas que tiene que pasar, por su trabajo, delante del ordenador con ejercicio intenso. Pero esta vez ha sido demasiado intenso. No me parece sensato escalar en una hora varios muros como los del Annapurna después de no haber movido el pescuezo durante varios días. Y sé de la dureza del esfuerzo porque yo también lo he intentado. En un momento de ofuscación (mío), Pablo me sedujo para que lo acompañara a un rocódromo cercano y emulara las gestas a Adam Ondra o Ashima Shiraishi, pero ese propósito bienintencionado y casi heroico chocó con la abrumadora realidad de que yo peso cerca de cien kilos, y que oponer ese lastre a la fuerza de la gravedad por una pared vertical, ayudándome solo de los dedos de las manos y los pies, excedía de mis capacidades físicas y, sobre todo, psicológicas. Yo prefiero ejercicios más tranquilos: una caminata por el parque, nadar un rato (pero solo un rato), llevarme una copa de vino o una jarra de cerveza a los labios en una terraza agradable (que supone un saludable movimiento del brazo, sobre todo si la jarra de cerveza es de medio litro, y de todo el tracto bucofaríngeo). Pero él es amante de las emociones fuertes, y así le va. En cualquier caso, el paseo me servirá también para airearme y mitigar los males de amor, singularmente encrespados estos días, en los que se ha cancelado una relación que solo me daba disgustos. Enfilo, pues, la calle que conduce hasta su casa (llamada de Josep Irla, el presidente de la Generalitat en el exilio que nunca pisó, como tal, el Palau de la Generalitat), que flanquea uno de los límites del parque del Turó de Can Mates, y disfruto de los paisajes otoñales que el lugar ofrece ya con generosidad. Los árboles de hoja perenne no alteran su aspecto, siempre verde, por la llegada del otoño, pero los caducifolios, sí, y mucho, aunque cada uno a su manera. El follaje de los plátanos se vuelve ocre. Algunas hojas apuntan un naranja prometedor, pero esta perspectiva siempre se frustra: el verde solo alcanza a clarear, a amarillear con recato y, por fin, a sumirse, descorazonadoramente, en un marrón grisáceo. Los arces, en cambio, se enrojecen como poseídos por una vergüenza infinita. No es casual que una hoja de arce presida la bandera canadiense, cuyos bosques son océanos de acer saccharinum. Veo varias hileras de ellos, encendidos, a lo largo de mi caminata; alguno parece, incluso, de color frambuesa. Y me sorprende esa puñalada cromática en la homogeneidad glauca del parque mediterráneo. Un sol melancólico lame las arboledas y despierta, con su lengua de berilo, los matices más escondidos de las cortezas y las copas. Paso junto a una escuela, en cuya valla algunas trabajadoras han colgado una pancarta reivindicativa: "Les que hi som, ens quedem" ['Las que estamos, nos quedamos']. Hoy he leído en la prensa que las administraciones públicas del país van a prescindir de más de 20.000 médicos, enfermeros y otro personal sanitario contratados para luchar contra la COVID (y que planean despedir a muchos más), aunque buena parte de las necesidades generadas por la pandemia, y que estos profesionales han atendido con diligencia admirable, van a continuar existiendo, por no hablar de las carencias estructurales de las plantillas de la sanidad pública derivadas de los recortes asestados por los gobiernos del PP y sus homólogos autonómicos de derechas. Quizá el personal de este colegio, reforzado para hacer frente a la enfermedad, prevea o se oponga ahora su expulsión. O quizá se trate de otro conflicto laboral. Pero el hecho de que los poderes públicos se deshagan de los empleados que han desempeñado un trabajo fundamental —que en muchos casos ha salvado vidas— en estos años de crisis y que podrían paliar ahora el debilitamiento de las plantillas ocasionado por el neoliberalismo patrio (mundial, en realidad), revela una visión perversa de la gestión pública y de la vida en comunidad. Muy cerca ya de casa de mi hijo, se levanta una de las grandes masías que antes abundaban en pueblos como Sant Cugat, dedicados a la agricultura: Can Revella (o Rabella), cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XIV. Entre las que han quedado en pie (no muchas: la mayoría cayeron bajo la piqueta en los años del desarrollismo y la transformación industrial), el ayuntamiento ha restaurado algunas (y las ha convertido en museos, como Can Quitèria, o centros sociales, como Torre Blanca), pero esta todavía está a la espera, aunque algunas vallas, carretillas y carteles anunciadores sugieren que la recuperación está en marcha, pese a que no hay indicios de obras (y los carteles están despintados). El edificio es impresionante, aun con su aspecto penoso, sucio, desconchado, grafiteado y parcialmente derrumbado. Cuando estas grandes fincas familiares estaban en pleno funcionamiento (es decir, durante muchos siglos), no solo constituían entidades autónomas, capaces de suministrar a quienes vivían en ellas todo lo necesario para el sustento y una vida digna, sino que estructuraban la vida social y continuaban una cultura ancestral. Eran fábricas rurales autárquicas y casi indestructibles. En el frontispicio de la fachada principal leo las siglas «JB», que no se refieren a una marca de whisky, y un año: 1885. Cerca, dos chumberas enormes montan guardia, aunque no tienen higos. Algunos pinos salpican también el recinto. Y un patinador temerario emerge de la espesura para casi atropellarme. Llego por fin a casa de Pablo. Tarda en abrirme, porque la lumbalgia es paralizante y criminal. Cuando lo abrazo, procuro no apretar.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Con amar no alcanza

Es verdad: con amar no alcanza. Para que alcance, hay que saber amar. El amor no puede ser solo una construcción mental: ha de implicar actos; supone tomar decisiones; tiene que hacerse realidad, presencia, cuerpo. Quien solo piensa el amor, no ama. El que ama lucha por que el amado ocupe en su vida el lugar que ocupa en su corazón. El que ama no dice nunca que no; o solo lo hace cuando ese «no» beneficia al amado. El que ama no rehúye al amado, no lo arrincona, no lo descarta. El que ama recorre todos los caminos posibles para llegar al amado, o al menos se asoma a ellos: no se resiste a explorarlos. El que ama no es inflexible, sino que considera todas las posibilidades, y se afana por multiplicarlas, para encontrar al amado. Incluso cuando al que ama lo cerca un muro, se esfuerza por hacerlo poroso, por subvertir sus límites, por reblandecerlo o saltarlo o abatirlo. El que ama no incumple sus promesas: no crea ilusiones para luego desbaratarlas. El que ama no es cruel: sus palabras nunca persiguen el menoscabo, sino la confianza; sus actos no buscan herir, sino compadecerse. No es menester que el que ama sea perfecto: basta con que su imperfección congenie con la del amado, que sabrá hacer de ella otra razón para amarlo. El que ama debe satisfacer antes las necesidades del amado que las suyas propias: debe desear su bien, aunque su bien suponga un contratiempo y hasta una catástrofe. El que ama ha de entregar su cuerpo al amado como quien se abandona a las turbulencias de un río o a las llamas de un incendio. En el que ama conviven la lucidez de quien sabe que el amor que lo posee es la razón de todo, y la confusión de las pasiones y las contradicciones que ese amor levanta. Pero la confusión es su mayor contribución a la armonía universal: el desorden que causa lo justifica. El que ama debe querer en todo momento unirse al amado, acariciar sus palabras, lamer sus raíces y sus esquirlas, sentirlo en el aire y en las yemas de los dedos. No hay goce sin el amado, ni amor sin tacto: sin el barro del beso y la posesión. El que ama siempre le coge al teléfono al amado: no lo abandona a la angustia de la incomunicación. El que ama acepta por igual las razones y las locuras del amado. El que ama reconoce los sacrificios del amado y procura que cesen. El que ama, ama la paciencia del amado, pero no la desea: trabaja por que sea innecesaria. El que ama ha de ver el mundo con los ojos del amado, o, por lo menos, entrever sus fracturas y sus sombras como este lo hace; igualmente, tiene derecho a que el amado lo vea con los suyos. El que ama no guarda silencio, no se arrebuja en ruinas, no prolonga lo destruido, no desmerece de la pasión que suscita, no tropieza consigo mismo. El que ama sabe romper cadenas para crearlas con el amado y alzar el vuelo con ellas. El que ama ejerce la autocrítica: sabe que sus errores lastran al amado. El que ama nunca se desembaraza del amado, ni rehúsa que se le acerque, ni soslaya sus ansias: solo se opone a cuanto se opone al amado. El que ama se enorgullece de amarlo, y de que se sepa que lo ama. El que ama apoya al amado, lo defiende de quienes lo atacan, le da una mano firme para sostener su mano vacilante. El que ama no conoce desfallecimientos: su andadura hacia el amado, o con él, nunca se interrumpe; todos sus pasos pronuncian su nombre. El que ama no desconoce que, pese a todas sus grandezas, el amor no lo puede todo, ni sobrevive a la muerte, como han escrito algunos desesperados por amar. El que ama sabe, pues, que el amor se acaba. Pero ese acabamiento es otro motivo para abrazarlo: para que no decline en la certeza de lo imperecedero. El amor rara vez consiente dilaciones: necesita futuro, pero ese futuro ha de ahincarse en el presente, desplegarse, siquiera fugazmente, en el ahora. El amor vivifica cada instante, y los instantes que no se viven con amor son instantes desperdiciados. El que ama no humilla al amado, ni permite que se humille. El que ama sabe que el tiempo es breve y que no cabe derrocharlo con privaciones y malandanzas. El que ama pone la alegría por sobre todas las cosas. El que ama no excita las bajezas del amado, sino que fortalece sus virtudes. El que ama no ignora que el amor es garantía de dolor, pero sabe transformar esa certeza sombría en estímulo para el placer. El que ama no se rinde, ni se resigna, ni desaparece: siempre está ahí, dispuesto a construir el amor. El que ama ha de estar listo para empezar una nueva vida con el amado: el amor es la vida nueva.

sábado, 16 de octubre de 2021

Sine amicitia, vita esse nullam

La poesía española ha conocido, hace muy poco, un hecho singular: un poeta habla bien de otro poeta. Y lo hace públicamente. Y, además, ese poeta es de su misma generación. Elogiar a poetas muertos, o aún vivos, pero ya envueltos por un aura pretérita, no tiene mérito: a uno no lo compromete el elogio. Sin embargo, cantar las virtudes de un coetáneo, formado en tu vecindad, crecido a los pechos de la misma sociedad, de las mismas circunstancias históricas y culturales, eso sí es digno de encomio, porque rebate el principio, tan asentado, tan hispano también, de que reconocer al otro supone desconocerse uno, o rebajarse. De hecho, lo normal es lo contrario: o callar, aparentando indiferencia; o imprecar con la sátira o el insulto. Y en España, desde las puñaladas del bilbilitano Marcial a otros vates o los sonetazos inmisericordes que se propinaron Quevedo y Góngora, sabemos mucho de la ferocidad deletérea de algunos prohombres de las letras, que es la punta del iceberg del odio que se profesan tantos en el proceloso piélago de la poesía.

Pero no es esto lo que ha hecho Alfredo Gavín en Juanitus Magníficus (Silva Editorial, 2021). En Juanitus Magníficus, Gavín, destacado poeta y pintor tarraconense, firma un libro en loor de otro poeta, Juan López-Carrillo, aunque sea un loor matizado, que no elude la descripción de las contradicciones o lo que algunos podrían considerar defectos de su protagonista. Todo en este poemario, desde el título —que recuerda la inolvidable escena de Pijus Magníficus en La vida de Brian, de los Monty Python: bigus dickus, en inglés—, está impregnado de una extraña alegría, que acaso sea la propia alegría que irradia su personaje, Juan López-Carrillo. En muy pocas ocasiones la naturaleza nos otorga un don, pero a veces sucede: a Mozart le fue concedido el don de la música; a Lope de Vega, el de la poesía; a Giacomo Casanova, el de la seducción; a Messi, el del fútbol. A Juan López-Carrillo le ha regalado el don de la alegría, inasequible al desconsuelo, vencedor de toda tristeza, que se expande en una multitud de virtudes públicas y privadas: la tolerancia, la simpatía, la capacidad para gozar de los placeres mundanos, la aptitud para la amistad, la generosidad, el humor. Y esa gaudium vivendi es la que canta Alfredo Gavín en unos poemas cuyo tono alborozado, celebratorio, lo impregna todo, hasta esas tenues sombras que asoman en las páginas del libro.

Juanitus Magníficus es muchas cosas: un relato biográfico, que recorre casi todas las etapas de la vida de su protagonista, desde una juventud en la que fue campeón de los cien metros lisos —manejando algo, la velocidad, que hoy ha desterrado de su modus vivendi, salvo cuando se trata de comer calçots— hasta un presente en el que no faltan las dificultades económicas y las penurias con las mujeres («Se lamenta Juanitus: / eso que echas, generosa, / a las cucarachas / ¿no me lo echas a mí, / que te quiero tanto?», escribe Gavín en «Polvo»), pasando por los años menestrales en que regentó un bar, con gran éxito de tapas, pinchos y huevos fritos, aunque promotor también de un sibaritismo que todavía perdura; una etopeya, que no elude casi ninguna de las costumbres o los rasgos de carácter de Juan, y una epopeya (de su cotidianidad, de sus minucias diarias); un juego, que participa del espíritu transgresor de las vanguardias, pero también de la tradición clásica del laudo y el homenaje; y un gustoso anecdotario, que reúne muchas de las facecias y hallazgos de López-Carrillo, fruto de un ingenio a prueba de bombas y de siesos. En cierta ocasión, recibió las críticas destempladas de las mujeres que asistían con él a una cena por decir algo que repetía su padre: «ver a un hombre borracho / era un espectáculo penoso, / pero ver a una mujer borracha…». Ante la virulencia de la respuesta femenil, plegó velas, pidió perdón y concluyó diciendo que le parecía bien «que las mujeres beban y se emborrachen y se despeloten, / que la vida son dos días para ir con estrecheces morales, / y que, si a alguna de ellas le apetece follar, / no tiene más que decirlo». Alfredo Gavín, Graco en el poemario, dedica también un largo poema en prosa a una de las obras más singulares de Juan López-Carrillo, Poemax, publicado en 1999, que reúne tanto composiciones suyas como de muchos otros escritores, inspiradas todas por el rijo y la sicalipsis, y, sobre todo, rebosantes de buen humor. Asimismo, en la segunda parte del libro, Gavín cede el punto de vista al propio López-Carrillo, que en algunos poemas concurre con su propia voz. Y en uno de ellos, «Teoría», expone su poética, machadiana: «Yo quiero para mí un tono claro y noble, / que suene como la madera del olivo, / recia, rugosa y bien temperada, / sin enfatizar ni aparentar lo que no soy».

Alfredo Gavín y Juan López-Carrillo forman parte de un grupo de poetas que escriben en castellano en Tarragona (aunque ambos tienen también obra en catalán), junto con Ramón García Mateos, que, con el seudónimo de Rómulo —que prosigue la broma latinizante de Gavín—, participa asimismo en Juanitus Magníficus con un «Atrio» reveladoramente titulado «Juanitus: sine amicitia, vita esse nullam»; un grupo en el que también figura Manuel Rivera, editor del sello en el que ha visto la luz el libro. La amistad trenza, pues, esta obra insólita, cuya brillantez en la descripción de la personalidad de Juanitus cabe atribuir a un profundo —y cordial— conocimiento de la persona, pero también a la pericia creadora: Gavín inventa imágenes felices (y aliterativas: «Juanitus juega al mus con la envenenada envidia del viento soplando en los marjales del ciberespacio») y fluye sin traspiés de una forma a otra: del poema extenso y enumerativo al sintético y percutiente; de la pieza narrativa a la hímnica; de la oda al epigrama. Su agudeza, siempre crítica, se alía a menudo con la socarronería, y el resultado son poemas equilibrados pero ardientes, aun en su benignidad. Uno de sus mayores logros es haber compuesto piezas admirativas, pero no serviles: el elogio no es ni gratuito ni interesado, sino consecuencia de un sentimiento verdadero y un análisis sosegado.

Alfredo Gavín y Juan López-Carrillo se suman, con Juanitus Magníficus, a la no demasiado larga lista de poetas unidos por una amistad inquebrantable, que han sabido cantar en poemas de reconocimiento o alabanza: Boscán y Garcilaso, Hernández y Sijé, Lorca y Sánchez Mejías, Machado y Palacio. A López-Carrillo le cabe, además, la satisfacción de haber conseguido, gracias a Gavín, ser aquello que Gil de Biedma tanto deseara: «Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema».

[Este artículo se publicó en el Diari de Tarragona el 13 de octubre de 2021, p. 44]

lunes, 11 de octubre de 2021

El consulado, el vino y la lista de reproducción

Desde Edimburgo me llega el segundo número de los Cuadernos del Consulado, que contiene mi artículo —que fue conferencia online hace algunos meses— "Cernuda en Glasgow", en el que doy cuenta de la tormentosa relación que el autor de La realidad y el deseo mantuvo con la ciudad en la que estuvo exiliado cuatro años y medio, entre enero de 1939 y julio de 1943. Esa estancia, así como, en general, la que vivió en Gran Bretaña —en Surrey, Cambridge y Londres—, fueron desastrosas en lo personal para el poeta (aunque, dada su personalidad, casi todo, a lo largo de su vida, resultó bastante desastroso), pero muy provechosas, más aún, trascendentales, en lo poético. Por eso he subtitulado el trabajo "Un desencuentro poéticamente fecundo". Los Cuadernos del Consulado son una feliz iniciativa de Ignacio Cartagena, que, a su transitoria condición de cónsul general de España en Edimburgo, añade la vitalicia de poeta, de buen poeta, y de hombre preocupado por la cultura. Ambas cosas, conviene recordar, no siempre van juntas: conozco a muchos vates indoctos. Ignacio ha promovido esta colección, de formato modesto pero de ambición grande, para dar cabida a trabajos que difundan las, me parece, escasamente conocidas relaciones literarias y artísticas entre España y Escocia. Si el mío hace el número dos, el primero, firmado por Yolanda Arencibia, se titula "Galdós en Edimburgo". Y otros seguirán, demostrando que el funcionamiento de la administración pública, en este caso consular, no está reñido, sino que, por el contrario, es compatible con la promoción de la literatura y el pensamiento. Un mérito adicional de los Cuadernos del Consulado es que son ediciones bilingües, cuya traducción al inglés corre a cargo de reputados especialistas del Departamento de Lenguas y Estudios Interculturales de la Universidad Heriot-Watt de Edimburgo. "Cernuda en Glasgow: un desencuentro poéticamente fecundo" puede leerse en https://heyzine.com/flip-book/b8ccf70f8b.html#page/1

Desde Santiago de Chile arriba Vino y literatura. Ensayos literarios sobre la ebriedad, que reúne siete estudios sobre la presencia e influencia del vino en las letras hispánicas, coordinado por la poeta mexicana Ana Franco Ortuño y publicado por LOM ediciones. Ciertamente, la influencia del vino, y de tantos otros espirituosos, en la literatura en español ha sido mucho mayor de lo que sus páginas reflejan, aunque reflejen muchísimo: el vino ha fluido con generosidad por el torrente sanguíneo de innumerables escritores, pero eso, a veces, ha impedido escribir y, en otras ocasiones, no se ha hecho presencia, asunto, elogio o imprecación; canto, en suma. Vino y literatura —en el que participan Raúl Andrés Cuello, Pedro Ignacio Vicuña, Eleni Sikelianos, Ana García Bergua, Richard Gwyn e Inés Garland, además de un servidor— recoge y analiza las formas en que el vino comparece e inspira la obra literaria, y también refiere las experiencias alcohólicas de algunos autores. Mi colaboración se centra en la poesía española, desde los medievales "Denuestos del agua y el vino", incluidos en Razón de amor, de principios del siglo XIII, hasta los poemas del conspicuo libador que fue José Hierro, miembro de una generación generosamente entregada al empine de codo, pasando por el clérigo beodo de los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, las arengas contra la intemperancia de Juan Ruiz en el Libro de buen amor, las coplas de Manrique (no las escritas por la muerte de su padre, tan luctuosas, sino otras "a una deuda que tenía empeñado un brial en la taberna") y los poemas de Lope de Vega, Baltasar del Alcázar, Juan de Arguijo, Quevedo, Espronceda, Bécquer, Manuel Machado, Salvador Rueda, Alberti, Lorca, Miguel Hernández y Claudio Rodríguez, entre otros. Pese a ser un trabajo sobre poesía, no he sabido evitar la tentación de hablar también de La Celestina y el elogio inigualado que hace del vino su protagonista; del Lazarillo y el jarrazo que recibe Lázaro en los morros cuando estaba aplicado a birlarle al ciego el rico néctar del morapio; del Quijote, en el que Sancho está mirando las estrellas, con la bota en las manos, un cuarto de hora, y, al acabar de beber, exclama: "¡Oh, hideputa, bellaco, y cómo es católico!"; y de Larra, que, moralista como era, sitúa al vino en el epicentro del desastre descrito en "El castellano viejo". Este es el enlace del libro en la página web de LOM:  https://lom.cl/products/vino-y-literatura#:~:text=Vino%20y%20literatura%20es%20una,cuantiosas%20referencias%20hist%C3%B3ricas%20y%20culturales.

Finalmente, mi buen amigo Juan López-Carrillo, poeta e incansable activista poético, me ha incluido en la lista de reproducción "Poetas y sus poemas (2)" que mantiene en youtube, donde ha recopilado una gran parte de las grabaciones de mis lecturas de poemas o intervenciones públicas que circulan por ese canal de Internet. Resulta extraño, y hasta cansado, verse reproducido tantas veces en la pantalla, pero la difusión digital de la actividad de los poetas es inevitable: no cabe sustraerse a ella, a menos que uno opte por una existencia eremítica y ajena a las servidumbres y veleidades del mundo; y no es mi caso, pese a los constantes cantos de sirena de la soledad. Esta es la lista preparada por Juan:  https://www.youtube.com/playlist?list=PLCymT9VYqdrC919zfFr6LDN29-um5TZD9

 

martes, 5 de octubre de 2021

Zascandileando por España (y 4): en la Fundación Helga de Alvear, de Cáceres

La Fundación Helga de Alvear acabará siendo a Cáceres, si no lo es ya, lo que el Museo Guggenheim es a Bilbao: una magnífica sinécdoque de la ciudad. Aunque yo la he visitado ya dos veces, me encamino hoy a sus renovadas instalaciones con la ilusión del neófito. Supero los dos filtros, en forma de educados ordenanzas, establecidos antes de llegar a la recepción —cosas del Covid—, y me encuentro, para abrir boca, con Descending Light, la descomunal instalación del chino Ai Weiwei, activista al tiempo que artista, consistente en una gran araña de cuentas rojas, que deslumbra por su suntuosidad y su sinuosidad. Una simpática bedel me sugiere que empiece la visita por la sala Goya. Luego comprobaré que en todas las plantas del edificio las vigilantes le informan a uno del recorrido que conviene seguir, aunque yo, como he hecho en todos los museos del mundo que he visitado, hago de mi capa un sayo y solo sigo el  camino que mi intuición o mi curiosidad me sugieren. En la sala Goya, donde se exponen los facsímiles de sus Caprichos, tengo la mala, la pésima suerte de coincidir con un grupo que empieza una visita guiada, y que me perseguirá, con sus ruidos y la superficial pero estridente perorata de la guía —que explica, por ejemplo, morosa y aplicada, qué son las vanguardias—, por todos los rincones de la Fundación, aunque no llegan a expulsarme del lugar, como inverosímilmente hacen con una pareja de visitantes que han llegado antes que nosotros, para que el grupo pueda ocupar a sus anchas el lugar. Cuando inicio la visita de la colección de arte contemporáneo propiamente dicha (aunque Goya es, sin duda, arte contemporáneo), compruebo que muchas obras me interesan poco, pero que las teorías sobre el arte de sus autores, recogidas en las cartelas que informan sobre las piezas, me intrigan y dan que pensar. Yves Klein, por ejemplo, que aporta una Victoria de Samotracia jibarizada y en yeso azul, acierta con un sintagma perturbador: "el lirismo de la dislocación". Víctor Vasarely, por su parte, dice que "la forma-color pura es capaz de dar a entender el mundo" (también la forma-color pura de la poesía, pienso yo). Y Agnes Martin: "Todo se puede pintar sin representación" (¿se puede decir todo sin representación?, me pregunto). Y Gerwald Rockenschaub: "La música es sexo para los oídos y el arte puede, o debería ser, para los ojos" (y la poesía, para la piel y el cerebro, añado mentalmente). Y Matt Mullican: "No es el mundo que tú ves; es el mundo que yo veo representando el mundo que tú ves" (lo que resume bien la principal revolución del arte moderno, el Romanticismo, del que proviene todo, y en particular las vanguardias: el imperio del yo, de la subjetividad, en la interpretación y recreación del mundo). Los textos, en fin, una vez más, me interesan más que los volúmenes, los colores o las formas: cosas de los letraheridos. Pero para disfrutar de las obras expuestas, he de sobreponerme no solo al barullo del grupo al que pastorea colegialmente la guía, y al interés solo moderado que tienen algunas de ellas, sino también a la puñetera mascarilla, que no deja de empañarme las gafas. A veces me la pongo de cualquier manera y no me molesta en absoluto; en otras ocasiones, como ahora, la coloco y recoloco sin descanso y no consigo acomodarla de manera que no me ciegue. Entre las brumas de los cristales distingo cosas de Klee, de Canogar, de Tàpies (cuyo Faraga, de 1949, me recuerda mucho a Miró), de Louise Bourgeois, de Cy Twombly (que aporta un conjunto de garabatos, literalmente; pero la musicalidad de su nombre sigue fascinándome), de Joseph Beuys, con una prensa de rodillos y dos pilas de planchas de cobre, y de Olafur Eliasson, al que tuve ocasión de admirar el año pasado en el Guggenheim de Bilbao, precisamente, y que suma al juego de grandes aros y espejos que se exhibe aquí algunas contundentes reflexiones, quizá demasiado contundentes, como "la realidad es relativa" (quizá la realidad lo sea, pero la frase "la realidad es relativa" es absoluta, por lo que ese trozo de realidad que es dicha frase, al menos, se refuta a sí misma) o "podemos cambiar lo que es real" (¿de verdad?). Constato con melancolía que en no pocas ocasiones me resulta difícil tomarme en serio el arte contemporáneo. Veo una pieza de Alan Charlton que reúne unos meros plafones grises. Luego, otra de Ettore Spalteri que es un simple cuadrado azul. Una imagen de Imi Knoebel es solo amarilla, aunque presenta la novedad de mostrar dos tonos ligeramente distintos de ese color. Ignasi Aballí contribuye con más plafones de colores, hechos con billetes de euro triturados. Heimo Zobernig, otro plafón, ahora blanco, surcado por gruesas líneas verdes, como un mantel. Rosemarie Trockel, un plafón más, de lana, negro, sin más. Stanley Whitney hace un simple acopio de cuadros de colores, al modo de Mondrian, pero de textura levemente rugosa. Y Peter Roehr se limita a repetir, en una grabación, una sucesión de escenas o movimientos iguales. Me cuesta sentir nada con estas obras. Apenas experimento emoción estética, y me pregunto quién podrá hacerlo, aparte de sus autores, cuando lo único que se nos ofrece es una superficie desnuda, incluso desolada. Para compensar, doy con una interesantísima pieza de Jesús Rafael Soto, Sin título, de 1979, que ha desgajado el color de la superficie del cuadro mediante un juego de varillas superpuestas, lo cual genera, en las certeras palabras del autor, una "relación cromo-dinámica". Es cierto: el color adquiere otro brío, más difuso, más interrogativo, más inquieto, en este singular divorcio. De Philippe Parreno veo otro Sin título (subtitulado, no obstante, velas), que es, en efecto, un grupo de velas, o más bien cirios, apoyados en un rincón de la sala. Parreno subraya, en la cartela correspondiente, que "la realidad, como todos sabemos, no existe". Otro que anda a vueltas con la realidad. Y no sé yo si todos sabemos que no existe. Pero no ha de sorprender: la principal tarea del artista es esa: andar a vueltas con la realidad, para subvertirla, transformarla, anularla o, simplemente, y esto quizá sea lo más duro, aceptarla. No obstante, me pregunto si Parreno diría lo mismo en el caso de que alguien destruyera sus velas. El agresor podría alegar: "No sé por qué se molesta Ud; si la realidad no existe, estas velas tampoco". Me gusta mucho, en cambio, una caótica pintura de Rudolf Stingel, igualmente Sin título, pintarrajeada de grafitis, sobre una superficie de aluminio. Doloso. Chapata, de Ana Prada, una corona de tostadas pegadas, en bronce, rebaja mi entusiasmo. En una amplia sala, dividida en varios espacios, encuentro una de las instalaciones más originales de todas, Power Tools ('Herramientas de poder'), de Thomas Hirschhorn, fechada en 2007. Está llena de cosas: sierras, martillos, hachas (algunas tan grandes que ocupan toda la pared de la planta), discos y listones de madera (en muchos de los cuales se ha escrito la palabra love), enormes piezas de lego, maniquíes, cajones atiborrados de libros de filosofía amarillos en alemán, navajas suizas, naranjas, sillas, mesas, tarugos cubiertos de clavos clavados y muchas pancartas, todas con lemas a medio camino entre la autoayuda y el Mayo del 68: "Live now, pay later" ('Vive ahora, paga después'), "No hay problemas; solo soluciones"; "Solo hay problemas, no soluciones". El apartado cinematográfico de la colección, además de aquellas recurrencias obsesivas de Peter Roehr que he contemplado no sin asombro, se nutre de un vídeo de Julian Rosefeldt —dos camiones con bombas de agua describen círculos y sueltan chorros a los sones de un vals—, que sostiene que "el surrealismo es, antes que un capítulo de la historia del arte, una forma saludable para equilibrar lo que llamamos realidad" (y también una de las mayores convulsiones espirituales del siglo XX: la introducción de la irracionalidad, y el establecimiento de su soberanía, en el arte contemporáneo), y de otras dos grabaciones, en una de las cuales se ven grandes formaciones de hielo, pingüinos, barcos surcando o varados en la grisura antártica y una orquesta que ensaya; y en la otra, farolas, galgos rebuscando en la basura, una señora que pasa con el carrito de la compra y una araña roja en una flor amarilla. Me sobrecoge una sencilla pero poderosa imagen de Helena Almeida, en la que se ve a una mujer joven, vestida de negro, con una mano masculina que surge de más allá del cuadro y que le tapa completamente la cara. Y cobra sentido lo que, en una cartela cercana, afirma Vik Muñiz: "Lo más importante es sentir que el espectador no está simplemente viendo la imagen y sí sintiendo la visión". Nam June Paik, por su parte, pronostica que "asistiremos al nacimiento de la literatura sin libros y del poema sin papel". Pero la literatura sin libros y el poema sin papel existen desde hace mucho; para ser exactos, desde el principio. Cuando bajo las escaleras a la última planta —porque aquí no se sube a ellas, sino que se baja, como si descendiéramos a las profundidades del arte—, oigo unos gritos desgarradores, como si me acercase a una sala de tortura. Hombre, aunque algunas de las obras que he visto hasta ahora no han suscitado mi entusiasmo, no es para tanto. En el último piso, me encuentro con los gigantescos huevos y pelotas, pintados y encajados unos en otros, de Katharina Grosse, en una instalación titulada Faux Rocks, de 2006. La artista escribe: "No hay resistencia cuando pinto. El interior y el exterior coexisten". Así me siento yo, justamente, cuando escribo: sin compuertas entre lo de dentro y lo de fuera, entrando y saliendo con fluidez de mí, como si las distancias y las diferencias entre el mundo y yo, que son innúmeras, hubieran desaparecido gracias a una comunicación líquida, a un intercambio ilimitado. Tomás Saraceno habla del "polvo cósmico de la comunicación". Georg Baselitz pinta un vaquero a caballo dado la vuelta. Y Miguel Ángel Campano, un Pórtico de las vocales, cuya cartela remite al famoso soneto "Vocales" de Rimbaud, aunque me cuesta apreciar qué relación guarda el óleo con el poema de Arthur. Luis Gordillo contribuye con un título metapictórico que me hace sonreír: Blancanieves y el Pollock feroz, de 1996, una imagen como de células metastásicas, azules y blancas. Fatigado ya el edificio, salgo al jardín, donde prosigue la exposición. Antes que en cualquier otra pieza, reparo en Azor. Síndrome de Guernica, de Fernando Sánchez Castillo, un largo gusano metálico, compuesto por bloques de chatarra compactada, que se extiende a lo largo del poyo que flanquea el camino de salida. Lo más singular de la pieza es que está hecha con los materiales del Azor, aquel yate infausto en el que Franco se entrevistaba con don Juan, el padre del emérito fugado a Arabia, y pescaba los peces descomunales que le preparaban discretamente sus acólitos. Durante mucho tiempo no se supo qué hacer con aquel barco. Felipe González llegó a usarlo para unas vacaciones marineras. Luego se quiso instalar en un restaurante de carretera, para atraer a camioneros y morbosos (o a camioneros morbosos). Por fin ha acabado como materia prima de Sánchez Castillo, que ha sabido convertirlo en algo bueno, arte, seguramente lo único bueno para lo que esta embarcación del demonio haya servido en toda su existencia. Un arte, además, que simboliza bien cuál debiera ser el destino de los símbolos de la dictadura y la dictadura misma: la chatarra, la basura. Cerca ya de la salida, contemplo el atardecer: un deshilachamiento de nubes, encendidas de rosa por el sol poniente, le pone un gorro fantástico a la Fundación. Eso también es arte contemporáneo. Junto a la puerta, me despide la última obra del museo: un grupo escultórico integrado por un gran pene rosa y, a su lado, un dónut verde. Se titula Together, y es de Franz West. 

viernes, 1 de octubre de 2021

Zascandileando por España (3): Madrid y el Premio Nacional de Poesía

Vuelvo a volar después de más de un año y medio en el dique seco (aunque sería más adecuado decir "en el hangar"). He de ir a Madrid para asistir a la reunión del jurado del Premio Nacional de Poesía, del que soy miembro, y lo hago desde Badajoz, donde estoy pasando unos días. Celebro volver a los aires y, sobre todo, embarcar en un aeropuerto tan lacónico como el pacense. Había llegado a odiar los aeropuertos, esos no lugares constrictores y monstruosos en los que todo es igual y todo es inexistente. Los únicos que soporto son los aeródromos provinciales, cuanto más pequeños mejor, con una sola terminal, una sola pista, un solo mostrador de embarque (en el que nunca hay cola, más aún, en el que nunca hay nadie), un solo bar con un solo camarero, y un solo policía. Qué delicia: uno vuelve a sentirse humano en ellos. Pero, ah, el mundo de la aviación es un cosmos imprevisible. A la alegría que me embarga por volver a surcar los cielos, camino de un acontecimiento literario, y de hacerlo sin prisas ni amontonamientos, se le opone la irritación que me causa muy pronto una pareja de pasajeros —él, un cincuentón calvo, y ella, una veinteañera con una tatuaje de algo con alas en la teta izquierda— que se sientan a mi lado, al otro lado del pasillo. Llegan los últimos, cuando todos estamos ya encajados en los asientos y a la espera de despegar. No tardan en pedir dos cervezas. Para servírselas, la azafata se inclina obsequiosamente y me incrusta las nalgas en la cara. El hombre no para de moverse: se remueve en el asiento, ora apoyando la cabeza en el hombro de ella, ora las rodillas en el respaldo del asiento de delante, ora levantándose para sacar unas hojas impresas del equipaje de mano (y metiéndome también el culo en la cara). En uno de esos espasmos, tira el vaso de plástico, que me cae entre los pies. Por suerte, ya se ha bebido la cerveza. Los dos hablan mucho, sobre todo él, con fanfarria retórica y excitación apenas contenida. Como se han quitado la mascarilla para beberse la birra, aprovechan la circunstancia y ya no se la vuelven a poner: su recia conversación resuena entonces aún más en la atmósfera opresiva del avión. Al aterrizar, el hombre saca el móvil a la velocidad del rayo y llama a alguien, dándole la novedosa información de que ya ha aterrizado. Cuando se levanta, vuelvo a encarar sus asentaderas, ahora nítidamente delineadas por la raja del culo, que, con tanto movimiento como ha sufrido, ha rebasado el borde superior de los calzoncillos y asoma, oscura y esplendorosa, ante mis aterrorizadas narices. Ya en Barajas, voy al lavabo, feliz por haberme librado del pelmazo. Pero, mientras micciono, oigo con espanto una sucesión de cuescos, gemidos y salpicaduras que provienen del retrete contiguo, y luego veo salir al mismo menda del avión con aire de felicidad y la expresión de quien está deseando contarle muchas cosas a su compañera de aventura. 

La reunión del jurado del Premio Nacional de Poesía se desarrolla con diligencia administrativa. Nada de reuniones previas, de prolegómenos o charlas: se va directo al grano. Nos conducen sin demora a la sala donde se ha de celebrar, y donde ya ocupan sus puestos varios de los miembros del honorable comité, ante los que se ha dispuesto una caja con algunas viandas y una sospechosa lata de café autocalentable. Todos miraremos con desconfianza el extraño recipiente, aunque alguno se atreverá a abrirlo, desafiando la posibilidad de que ese acto se convierta en un inolvidable "momento Mr. Bean", que, no sé si afortunada o desgraciadamente, no se produce. Yo no lo intento, aunque sí atacaré, más adelante, el bocadillo de jamón que contiene la caja. El proceso (para conceder el premio, no para asaltar la comida) es sencillo: tras una ronda inicial en la que cada uno de nosotros, a invitación de la presidenta del jurado, la directora general del Libro, defiende a los candidatos que ha presentado y, en su caso, a los que hayan presentado los demás y que pueda hacer también suyos, o dice lo que crea conveniente, se inician las votaciones, que son secretas —solo se sabe qué autor ha recibido los votos, no quién los ha emitido— y eliminatorias. Por azar, la directora general me da la palabra en primer lugar, y expongo las razones que me han llevado a proponer a mis cuatro candidatos (el máximo que permite la convocatoria): Los árboles que nos quedan, de Ramón Andrés; La curación del mundo, de Fernando Beltrán; Río que vuelve, de Juan Malpartida; y Medea, de Chantal Maillard, a los que añado Cómo guardar ceniza en el pecho, de Miren Agur Meabe, propuesto por la representante de la Academia Vasca, que me ha parecido un poemario asimismo excelente. Luego hablan los demás y empezamos a votar. Antes de la penúltima votación, de la que saldrán las dos finalistas (desde la segunda, ya solo quedan candidatos mujeres), la presidenta nos da una nueva posibilidad de hablar, y un miembro del jurado aprovecha la ocasión para preguntarle a la ganadora del año pasado, Olga Novo, qué quiere decir la palabra "sináptica", que ha leído en el poemario en gallego que concurre al premio y que supone gallega. Una compañera le aclara, sin conseguirlo, que significa "relativo a la sináptica" —definición que incumple el principio fundamental de no incluir el término definido—, y varios más le damos la respuesta correcta, que es "relativo a la sinapsis", esto es, a la conexión entre las neuronas. Resuelta la duda que atormentaba a nuestro compañero, proseguimos con las votaciones hasta la última y definitiva, antes de la cual tanto Katixa Aguirre, la representante vasca, como yo mismo subrayamos que nos encontramos ante la oportunidad histórica de reconocer a la poesía en eusquera, que nunca ha recibido el Premio Nacional y que este año podría lograrlo con un poemario en verdad magnífico. Hacerlo, añado, beneficiará tanto a la literatura en vasco como a la cultura española, que se nutre de todas las lenguas peninsulares y buena parte de cuya riqueza proviene de esa misma pluralidad y de su consecuente diversidad estética, de sus múltiples y felizmente contradictorias riquezas particulares. No sé si nuestra arenga surte efecto, pero de lo que no cabe duda es de que Cómo guardar ceniza en el pecho ha convencido a la gran mayoría del jurado, porque el premio lo gana, con mucha holgura, Miren Agur Meabe. Recibo el fallo con alegría, seguro de que el libro, y con él el reconocimiento que ha merecido, no defraudará a sus lectores. Meabe se suma a unos últimos premios nacionales, en la modalidad de poesía, que han reivindicado la lírica escrita por mujeres en lenguas distintas del castellano: Tots els cavalls, de Antònia Vicens, en 2018, en catalán, y Tempo fósil, de Pilar Pallarés, en 2019, y Feliz Idade, de Olga Novo, en 2020, ambos en gallego, reparando, así, dos injusticias al mismo tiempo. Una vez tomada la decisión, un miembro del jurado, que no estoy seguro de que no haya descabezado un sueñecito durante la sesión, empieza a teclear en el móvil, pero enseguida aclara, ante la mirada inquisitiva de muchos —y, en particular, de la directora general, que nos ha pedido discreción hasta que el ministro le comunique la decisión a la ganadora—, que no está transmitiendo información, sino diciéndole a su mujer que llegará tarde a comer, lo cual nos tranquiliza, sobre todo a la directora general. La salida de la reunión es tan apresurada como la entrada: tampoco hay ahora palique ni confraternización, y cada mochuelo parte sin tardanza a su olivo. Pero el sol de Madrid me resulta acogedor, y más limpio que nunca.

Por la tarde, cojo el metro. En el andén, veo llegar a una mujer, de veinteymuchos o treintaypocos años, por las escaleras mecánicas. Lleva el pelo corto, apenas una media melena meticulosamente despeinada, con rizos que descansan unos en otros. La mascarilla me impide verle la cara, pero los ojos, negros, brillan como si estuvieran lacados. Los mantiene fijos en un móvil, del que también escucha música por unos auriculares blancos. Lleva un vestido de verano —todavía hace calor: aún no ha llegado la DANA tenebrosamente anunciada por los telediarios—, de un beis muy suave y topos de color de luna, que no le llega a la rodilla. La tela, vaporosa, tiembla a cada movimiento suyo y deja una suerte de caricia en el aire y en las pupilas de quien la mira. Las piernas, moldeadas a cincel, trigueñas, resultan en unos zapatos abiertos, con tacón alto de esparto. Es alta, como sus pechos, que empujan sin miramientos la tela que los guarda. Cruza la espalda, mucho más escotada que el busto, la tira gruesa y rosa del sostén. Lleva las uñas largas y pintadas de violeta. Cuando sube al vagón, camina con rectitud juncal, con la entereza y a la vez con la delicadeza de una masái. Ah, el deseo de un cuerpo puede ser abrumador. Y también la voluntad, casi siempre frustrada, de amar.