Hay poetas que consiguen el milagro: crear una obra redonda, aunque atravesada por numerosas fracturas, por múltiples líneas de fuga; alumbrar una voz propia, consciente de sí, igual a ninguna; cantar con verdad, con pasión, con el cerebro y las tripas: cantar incluso cuando se calla. Uno de esos pocos felices (y también infelices) fue César Simón, el valenciano que murió en 1997, a unos tempranos 55 años de edad. En sus no muchos libros –ocho, desde Pedregal, publicado en 1970, hasta El jardín, que vio la luz el mismo año de su fallecimiento–, Simón perfiló un espíritu poético caracterizado por la contradicción, pero dolorosamente coherente, en el que conviven la celebración de la vida y la indiferencia –y hasta el desprecio– por la vida, el goce sensual y el abandono místico, el júbilo del amor y la aceptación de la pérdida, la derrota y el olvido, el estoicismo y la exaltación, el nihilismo y el todo.
Enraizado en una mediterraneidad en la nunca atardece, César Simón participa de una visión que aúna los contrarios, y cuya mutua impregnación destila una síntesis emocionante, por radical y por humana. Por una parte, se deleita con la naturaleza –el mar, el aire, la tierra, el viento, la luz: los azules y transparencias de un levante material, pero también mítico– y con la carne, siempre enredada en el deseo o la aspiración amorosa, o abismada en la contemplación atónita del propio cuerpo. Por otra, arrastra la condena del paso del tiempo, la injuria de la muerte y el peso de la nada. El choque, o más bien abrazo, de ambas fuerzas –del placer y la destrucción, de la sangre y el vacío– se resuelve en una poderosa conciencia de ser, en una plenitud radical de la existencia experimentada por el yo, que no se manifiesta, sin embargo –y este es uno de sus rasgos esenciales–, en efusiones sentimentales ni en cascabeleos narcisistas, sino en una práctica acendrada del recogimiento y la quietud. El planto y el canto, fundidos, conducen, en la poesía de Simón, a un rumor muy próximo al silencio, pero un silencio exultante de intensidad, labrado con el buril de una mirada penetrante y un pensamiento tan incisivo como los propios sentidos que lo alimentan.
Frente al fuego de los días, que aportan por igual maravilla y sufrimiento, el poeta se refugia en sí: se atrinchera en su cuerpo y su soledad, y ve las cosas suceder, estallar, extinguirse. En ese instante de ensimismamiento, se hace uno con lo que ocurre: lo acepta o lo desmiente, pero no vacila: se corrobora ser sintiente, ser que respira y ama, que disfruta, al borde de la afasia, del asombro infinito e incomprensible de estar vivo. Su forma de asomarse al mundo es introducirse en su interior y observar cómo lo recorren –cómo lo acarician– los acontecimientos, ya sean propicios o desgraciados. Siente entonces el estupor del estar, que es mirar, absorber lo trágico y lo amante –y, al hacerlo, transformarlo: crearlo–; siente «la riqueza inútil de uno mismo», como afirma en un poema muy revelador de Extravío, «Celebración»; siente, en fin, la plenitud del momento, sin trascendencias, sin certidumbres, sin entusiasmos, como leemos en ese mismo y extraordinario poema: «Hoy es doce de enero de no sé bien qué año / y he llegado a la siguiente conclusión: / no esperes de la vida tiempos mejores, / aposéntate bien en ella y saboréala, es decir, posesiónate bien del día, / siéntate aquí y medita. Esta es tu plenitud, / esta celebración en solitario de ti mismo, de tus horas y de tus versos». En esta realidad introspectiva, que no es sino otra manera de contemplar –de acceder– al mundo, Simón, un poeta tenido por claro, no duda en afirmar: «Aquí sucede el hermetismo». Porque su cerrazón es otra apertura a las cosas: desde su decantación en la conciencia, desde su puro derramarse en el cuenco de la percepción y en lo recóndito de la sensibilidad.
La aceptación triste y exultante a la vez de la sencillisíma realidad de uno mismo no es solo una opción estética, sino también, y más importante, una decisión moral, que nos vincula con la verdad de nuestra liviandad y nuestro tránsito, y nos exime de vasallajes terrenos y, peor aún, ultraterrenos. En la poesía de César Simón es fundamental esta apretura del instante y de la captación del instante –de su comprensión– en la quietud y el aislamiento del yo. Son muchos los poemas en los que el protagonista lírico se describe inmóvil, mudo, tumbado en una cama, por ejemplo, o sentado en el sillón de un cuarto cualquiera, arrebatado por su propia soledad, sintiendo la totalidad de las cosas en un fugaz pero espesísimo vislumbre. Y el cuerpo acoge esa totalidad como una casa vacía, en el que el temblor de los latidos, y de la extinción de los latidos, retumba con ecos inacabables, agudos como cuchillas, pero sosegados, sin estridencias inelegantes. La palabra de Simón no chirría nunca: se desliza por la página con sobriedad y exactitud, sin excluir el ímpetu de la visión y el cincelado de la analogía. Muchos símbolos articulan esta experiencia de adentramiento y, a la vez, de huida: la pared y el muro, metáforas de los obstáculos que impiden gozar de la realidad y el ser; el pozo y el agua, de los que el yo se surte para sobrevivir o esconderse (aunque, a veces, esas aguas, estancadas, sean representación de la muerte); el tren, alegoría del movimiento hacia el otro lado, o hacia este lado, donde estamos, aguardando la lluvia de lo existente; y la casa, con sus habitaciones, con sus desvanes, con los rincones en los que se enzarzan el sol y la penumbra, imagen del refugio que somos o queremos ser, del espacio interior en el que se aloja el mundo y se apaciguan sus querellas.
Otro poema resulta capital para la comprensión de la dualidad que recorre la poesía de César Simón y que se resuelve en un deslumbrado asentimiento a la magnitud de todo y a la humildad del yo. Es «Brindis para 1984», de Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único, publicado en 1985. Vivir, escribe Simón, «es solo intensidad, / son esta carne y estos huesos, / este sorbo de vino que saboreo conscientemente sin celebrar nada concreto, / una inmanencia de mí mismo, / una convicción de encontrarnos esencialmente solos en el mundo y aceptarlo / (…) Desvinculado del ayer y el mañana, tal es lo que poseo: / mi poco peso, toda mi redondez intransferible, / mi brillo de un instante, mi autarquía / (…) Porque vivir es solo aislamiento, / apuesta de verdad a la nada del mundo, a la nada total que soy y a la vida que he sido en un instante». El poeta asume su cuerpo sarmentoso y sin gloria, y asume la espera –de lo que ocurra, del fin–, sin levantar la voz, sin quejidos ni aclamaciones: se limita a ser él mismo, a ser lo pobre y frágil y breve que es, esa poca cosa que se enfrenta a la enormidad de las cosas, con la alegría callada del que atisba el núcleo de lo que pasa, del que comprende el prodigio incomprensible de la vida y de la muerte.
Enraizado en una mediterraneidad en la nunca atardece, César Simón participa de una visión que aúna los contrarios, y cuya mutua impregnación destila una síntesis emocionante, por radical y por humana. Por una parte, se deleita con la naturaleza –el mar, el aire, la tierra, el viento, la luz: los azules y transparencias de un levante material, pero también mítico– y con la carne, siempre enredada en el deseo o la aspiración amorosa, o abismada en la contemplación atónita del propio cuerpo. Por otra, arrastra la condena del paso del tiempo, la injuria de la muerte y el peso de la nada. El choque, o más bien abrazo, de ambas fuerzas –del placer y la destrucción, de la sangre y el vacío– se resuelve en una poderosa conciencia de ser, en una plenitud radical de la existencia experimentada por el yo, que no se manifiesta, sin embargo –y este es uno de sus rasgos esenciales–, en efusiones sentimentales ni en cascabeleos narcisistas, sino en una práctica acendrada del recogimiento y la quietud. El planto y el canto, fundidos, conducen, en la poesía de Simón, a un rumor muy próximo al silencio, pero un silencio exultante de intensidad, labrado con el buril de una mirada penetrante y un pensamiento tan incisivo como los propios sentidos que lo alimentan.
Frente al fuego de los días, que aportan por igual maravilla y sufrimiento, el poeta se refugia en sí: se atrinchera en su cuerpo y su soledad, y ve las cosas suceder, estallar, extinguirse. En ese instante de ensimismamiento, se hace uno con lo que ocurre: lo acepta o lo desmiente, pero no vacila: se corrobora ser sintiente, ser que respira y ama, que disfruta, al borde de la afasia, del asombro infinito e incomprensible de estar vivo. Su forma de asomarse al mundo es introducirse en su interior y observar cómo lo recorren –cómo lo acarician– los acontecimientos, ya sean propicios o desgraciados. Siente entonces el estupor del estar, que es mirar, absorber lo trágico y lo amante –y, al hacerlo, transformarlo: crearlo–; siente «la riqueza inútil de uno mismo», como afirma en un poema muy revelador de Extravío, «Celebración»; siente, en fin, la plenitud del momento, sin trascendencias, sin certidumbres, sin entusiasmos, como leemos en ese mismo y extraordinario poema: «Hoy es doce de enero de no sé bien qué año / y he llegado a la siguiente conclusión: / no esperes de la vida tiempos mejores, / aposéntate bien en ella y saboréala, es decir, posesiónate bien del día, / siéntate aquí y medita. Esta es tu plenitud, / esta celebración en solitario de ti mismo, de tus horas y de tus versos». En esta realidad introspectiva, que no es sino otra manera de contemplar –de acceder– al mundo, Simón, un poeta tenido por claro, no duda en afirmar: «Aquí sucede el hermetismo». Porque su cerrazón es otra apertura a las cosas: desde su decantación en la conciencia, desde su puro derramarse en el cuenco de la percepción y en lo recóndito de la sensibilidad.
La aceptación triste y exultante a la vez de la sencillisíma realidad de uno mismo no es solo una opción estética, sino también, y más importante, una decisión moral, que nos vincula con la verdad de nuestra liviandad y nuestro tránsito, y nos exime de vasallajes terrenos y, peor aún, ultraterrenos. En la poesía de César Simón es fundamental esta apretura del instante y de la captación del instante –de su comprensión– en la quietud y el aislamiento del yo. Son muchos los poemas en los que el protagonista lírico se describe inmóvil, mudo, tumbado en una cama, por ejemplo, o sentado en el sillón de un cuarto cualquiera, arrebatado por su propia soledad, sintiendo la totalidad de las cosas en un fugaz pero espesísimo vislumbre. Y el cuerpo acoge esa totalidad como una casa vacía, en el que el temblor de los latidos, y de la extinción de los latidos, retumba con ecos inacabables, agudos como cuchillas, pero sosegados, sin estridencias inelegantes. La palabra de Simón no chirría nunca: se desliza por la página con sobriedad y exactitud, sin excluir el ímpetu de la visión y el cincelado de la analogía. Muchos símbolos articulan esta experiencia de adentramiento y, a la vez, de huida: la pared y el muro, metáforas de los obstáculos que impiden gozar de la realidad y el ser; el pozo y el agua, de los que el yo se surte para sobrevivir o esconderse (aunque, a veces, esas aguas, estancadas, sean representación de la muerte); el tren, alegoría del movimiento hacia el otro lado, o hacia este lado, donde estamos, aguardando la lluvia de lo existente; y la casa, con sus habitaciones, con sus desvanes, con los rincones en los que se enzarzan el sol y la penumbra, imagen del refugio que somos o queremos ser, del espacio interior en el que se aloja el mundo y se apaciguan sus querellas.
Otro poema resulta capital para la comprensión de la dualidad que recorre la poesía de César Simón y que se resuelve en un deslumbrado asentimiento a la magnitud de todo y a la humildad del yo. Es «Brindis para 1984», de Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único, publicado en 1985. Vivir, escribe Simón, «es solo intensidad, / son esta carne y estos huesos, / este sorbo de vino que saboreo conscientemente sin celebrar nada concreto, / una inmanencia de mí mismo, / una convicción de encontrarnos esencialmente solos en el mundo y aceptarlo / (…) Desvinculado del ayer y el mañana, tal es lo que poseo: / mi poco peso, toda mi redondez intransferible, / mi brillo de un instante, mi autarquía / (…) Porque vivir es solo aislamiento, / apuesta de verdad a la nada del mundo, a la nada total que soy y a la vida que he sido en un instante». El poeta asume su cuerpo sarmentoso y sin gloria, y asume la espera –de lo que ocurra, del fin–, sin levantar la voz, sin quejidos ni aclamaciones: se limita a ser él mismo, a ser lo pobre y frágil y breve que es, esa poca cosa que se enfrenta a la enormidad de las cosas, con la alegría callada del que atisba el núcleo de lo que pasa, del que comprende el prodigio incomprensible de la vida y de la muerte.
[Esta reseña de Poesía completa, de César Simón (Valencia, Pre-Textos, 2016), se ha publicado en el núm. 186 de Letras Libres (marzo, 2017, pp. 49-50)]