jueves, 30 de marzo de 2017

Poesía completa, de César Simón

Hay poetas que consiguen el milagro: crear una obra redonda, aunque atravesada por numerosas fracturas, por múltiples líneas de fuga; alumbrar una voz propia, consciente de sí, igual a ninguna; cantar con verdad, con pasión, con el cerebro y las tripas: cantar incluso cuando se calla. Uno de esos pocos felices (y también infelices) fue César Simón, el valenciano que murió en 1997, a unos tempranos 55 años de edad. En sus no muchos libros –ocho, desde Pedregal, publicado en 1970, hasta El jardín, que vio la luz el mismo año de su fallecimiento–, Simón perfiló un espíritu poético caracterizado por la contradicción, pero dolorosamente coherente, en el que conviven la celebración de la vida y la indiferencia –y hasta el desprecio– por la vida, el goce sensual y el abandono místico, el júbilo del amor y la aceptación de la pérdida, la derrota y el olvido, el estoicismo y la exaltación, el nihilismo y el todo.

Enraizado en una mediterraneidad en la nunca atardece, César Simón participa de una visión que aúna los contrarios, y cuya mutua impregnación destila una síntesis emocionante, por radical y por humana. Por una parte, se deleita con la naturaleza –el mar, el aire, la tierra, el viento, la luz: los azules y transparencias de un levante material, pero también mítico– y con la carne, siempre enredada en el deseo o la aspiración amorosa, o abismada en la contemplación atónita del propio cuerpo. Por otra, arrastra la condena del paso del tiempo, la injuria de la muerte y el peso de la nada. El choque, o más bien abrazo, de ambas fuerzas –del placer y la destrucción, de la sangre y el vacío– se resuelve en una poderosa conciencia de ser, en una plenitud radical de la existencia experimentada por el yo, que no se manifiesta, sin embargo –y este es uno de sus rasgos esenciales–, en efusiones sentimentales ni en cascabeleos narcisistas, sino en una práctica acendrada del recogimiento y la quietud. El planto y el canto, fundidos, conducen, en la poesía de Simón, a un rumor muy próximo al silencio, pero un silencio exultante de intensidad, labrado con el buril de una mirada penetrante y un pensamiento tan incisivo como los propios sentidos que lo alimentan.

Frente al fuego de los días, que aportan por igual maravilla y sufrimiento, el poeta se refugia en sí: se atrinchera en su cuerpo y su soledad, y ve las cosas suceder, estallar, extinguirse. En ese instante de ensimismamiento, se hace uno con lo que ocurre: lo acepta o lo desmiente, pero no vacila: se corrobora ser sintiente, ser que respira y ama, que disfruta, al borde de la afasia, del asombro infinito e incomprensible de estar vivo. Su forma de asomarse al mundo es introducirse en su interior y observar cómo lo recorren –cómo lo acarician– los acontecimientos, ya sean propicios o desgraciados. Siente entonces el estupor del estar, que es mirar, absorber lo trágico y lo amante –y, al hacerlo, transformarlo: crearlo–; siente «la riqueza inútil de uno mismo», como afirma en un poema muy revelador de Extravío, «Celebración»; siente, en fin, la plenitud del momento, sin trascendencias, sin certidumbres, sin entusiasmos, como leemos en ese mismo y extraordinario poema: «Hoy es doce de enero de no sé bien qué año / y he llegado a la siguiente conclusión: / no esperes de la vida tiempos mejores, / aposéntate bien en ella y saboréala, es decir, posesiónate bien del día, / siéntate aquí y medita. Esta es tu plenitud, / esta celebración en solitario de ti mismo, de tus horas y de tus versos». En esta realidad introspectiva, que no es sino otra manera de contemplar –de acceder– al mundo, Simón, un poeta tenido por claro, no duda en afirmar: «Aquí sucede el hermetismo». Porque su cerrazón es otra apertura a las cosas: desde su decantación en la conciencia, desde su puro derramarse en el cuenco de la percepción y en lo recóndito de la sensibilidad.

La aceptación triste y exultante a la vez de la sencillisíma realidad de uno mismo no es solo una opción estética, sino también, y más importante, una decisión moral, que nos vincula con la verdad de nuestra liviandad y nuestro tránsito, y nos exime de vasallajes terrenos y, peor aún, ultraterrenos. En la poesía de César Simón es fundamental esta apretura del instante y de la captación del instante –de su comprensión– en la quietud y el aislamiento del yo. Son muchos los poemas en los que el protagonista lírico se describe inmóvil, mudo, tumbado en una cama, por ejemplo, o sentado en el sillón de un cuarto cualquiera, arrebatado por su propia soledad, sintiendo la totalidad de las cosas en un fugaz pero espesísimo vislumbre. Y el cuerpo acoge esa totalidad como una casa vacía, en el que el temblor de los latidos, y de la extinción de los latidos, retumba con ecos inacabables, agudos como cuchillas, pero sosegados, sin estridencias inelegantes. La palabra de Simón no chirría nunca: se desliza por la página con sobriedad y exactitud, sin excluir el ímpetu de la visión y el cincelado de la analogía. Muchos símbolos articulan esta experiencia de adentramiento y, a la vez, de huida: la pared y el muro, metáforas de los obstáculos que impiden gozar de la realidad y el ser; el pozo y el agua, de los que el yo se surte para sobrevivir o esconderse (aunque, a veces, esas aguas, estancadas, sean representación de la muerte); el tren, alegoría del movimiento hacia el otro lado, o hacia este lado, donde estamos, aguardando la lluvia de lo existente; y la casa, con sus habitaciones, con sus desvanes, con los rincones en los que se enzarzan el sol y la penumbra, imagen del refugio que somos o queremos ser, del espacio interior en el que se aloja el mundo y se apaciguan sus querellas.

Otro poema resulta capital para la comprensión de la dualidad que recorre la poesía de César Simón y que se resuelve en un deslumbrado asentimiento a la magnitud de todo y a la humildad del yo. Es «Brindis para 1984», de Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único, publicado en 1985. Vivir, escribe Simón, «es solo intensidad, / son esta carne y estos huesos, / este sorbo de vino que saboreo conscientemente sin celebrar nada concreto, / una inmanencia de mí mismo, / una convicción de encontrarnos esencialmente solos en el mundo y aceptarlo / (…) Desvinculado del ayer y el mañana, tal es lo que poseo: / mi poco peso, toda mi redondez intransferible, / mi brillo de un instante, mi autarquía / (…) Porque vivir es solo aislamiento, / apuesta de verdad a la nada del mundo, a la nada total que soy y a la vida que he sido en un instante». El poeta asume su cuerpo sarmentoso y sin gloria, y asume la espera –de lo que ocurra, del fin–, sin levantar la voz, sin quejidos ni aclamaciones: se limita a ser él mismo, a ser lo pobre y frágil y breve que es, esa poca cosa que se enfrenta a la enormidad de las cosas, con la alegría callada del que atisba el núcleo de lo que pasa, del que comprende el prodigio incomprensible de la vida y de la muerte.

[Esta reseña de Poesía completa, de César Simón (Valencia, Pre-Textos, 2016), se ha publicado en el núm. 186 de Letras Libres (marzo, 2017, pp. 49-50)]

domingo, 26 de marzo de 2017

Un finde en Hoyos

Modero el viernes una mesa redonda en Hoyos, cuyo tema es "El cuento en el S. XXI". Forma parte del programa de la V edición de  "Extremacuentos", un festival de narración oral de la Sierra de Gata que vuelve a la vida, tras cinco años de parón. Lo patrocinan los ayuntamientos de Hoyos y Villasbuenas de Gata y la diputación de Cáceres, y cuenta con el apoyo los comerciantes soyanos, que contribuyen con publicidad a su financiación. Llego a la biblioteca local, donde se celebra la mesa redonda, con el tiempo justo: hemos salido tarde de Badajoz a donde he tenido que desplazarme en coche para recoger a Ángeles, dado que no había trenes a Mérida a esas horas: las conexiones ferroviarias en Extremadura, siempre espléndidas y hemos tenido que correr (pero nunca a más de 120). La biblioteca es un buen lugar para celebrar un acto de estas características: amplio y bien surtido de libros, que crean ambiente. Además, ha venido mucho público. En general, y contra lo que pueda parecer, el público de los pueblos responde a la oferta cultural: la gente tiene ganas de ver cosas, de disfrutar de espectáculos, de sentirse también objeto de la atención de los creadores. No obstante, en cuanto empezamos a hablar nos percatamos de una carencia fundamental: no tenemos micrófono, lo que nos obliga a todos a casi gritar para que se nos oiga en las filas de atrás. Yo no tengo problema a mí hablar alto me sale de forma casi natural, pero los demás miembros de la mesa, sobre todo las chicas, no son tan estentóreos como el moderador. Los invitados al debate son el rapero Abraham Rodríguez, la maestra y bloguera Ana Nebreda, el poeta y músico Julio César Fuentes Domínguez, más conocido por Niño Índigo (es curiosa la abundancia de extremeños que se llaman como el famoso emperador romano), el escritor y director de la revista Madreselva (y muchas cosas más: poeta experimental, profesor, editor, gestor cultural...) José Juan Martínez Bueso, a quien conocí hace poco con ocasión del premio Dulce Chacón en Zafra, y la hispano-uruguaya Myriam Lago, actriz y directora de teatro. La primera pregunta parece obligada: ninguno de ellos salvo, acaso, José Juan, que ha practicado, como escritor, los géneros aledaños de la novela corta y el microrrelato cultiva específicamente el cuento: todos se dedican a otras artes o modalidades creativas. ¿De qué forma lo integran en sus respectivas disciplinas? ¿Cómo abordan el cuento en el rap, la canción, el poema, el artículo o el escenario, según? El debate pronto se aviva, y las preguntas y respuestas se suceden. Como moderador, me he de preocupar de lo que han de preocuparse todos los moderadores: controlar el tiempo, estimular (o acortar) las intervenciones, tener una batería de preguntas lo suficientemente grande como para que la discusión no decaiga. Procuro, también, que los invitados se sientan cómodos: los miro a todos a los ojos cuando planteo los temas; los llamo por su nombre de pila; introduzco alguna broma; sonrío. Los debates han de estar bien planificados y ejecutados, pero, paradójicamente, solo se hacen debates dignos de ese nombre, es decir, enriquecedores, sorprendentes, cuando se rompen las rigideces de la planificación y la ejecución. Ana hace observaciones muy valiosas: los medios digitales acercan lo lejano, lo que está muy bien, pero alejan lo cercano, lo que quizá ya no sea tan bueno; y reivindica, en el lector y en la vida, la memoria, el silencio, la lentitud, esto es, todos aquellos elementos que niegan la fragmentación y la prisa, y propician la reflexión. Myriam, por su parte, enfoca el cuento como una estructura tradicional que es imperativo adaptar a los nuevos papeles de la mujer en la sociedad. Anuncia ejemplos de subversión de los relatos tradicionales y, en general, una aproximación iconoclasta a la cuentística clásica, sobre la que emite algún juicio categórico: "Odio a los hermanos Grimm". Tras la conversación entre los miembros de la mesa, doy paso al debate con el público, que siempre es lo más motivador, aunque también lo más peligroso: nunca sabes qué interlocutor vas a encontrar entre la gente. Hoy tenemos a un joven impetuoso y locuaz que ya ha querido intevenir antes, pero al que he rogado que esperase a hacer sus preguntas o comentarios en esta ronda que nos alecciona sobre la, a su juicio, característica fundamental del cuento: la moraleja. Un caballero de largas guedejas blancas, sentado solo a una mesa cerca de la nuestra, canta las excelencias del cuento: le vacía la mente, hace que se le pare el pensamiento, y eso le da paz. Nadie le responde, pero yo pienso que a mí lo que me gusta del cuento, y de la literatura en general, es que me llene la mente, que me active el pensamiento, que dispare la emoción. Para quedarme en paz, practico el zen. Una señora de la última fila sugiere algo importante: que los índices de lectura lleven décadas aumentando en España, es decir, que se lea más (porque se lee más: es un dato empírico; lo contrario es mentira), no significa que se lea mejor, cuando lo que más se consume es Harry Potter o las flatulencias de Belén Esteban. Le doy la razón: hay que acompañar el consumo de educación y criterio. De otro modo, seguiremos revolcándonos en la basura del mercado. De todos modos, y aunque a mí lo que escribe J. K. Rowling no me gusta, es más, se me antoja detestable, siempre me parecerá mejor que se lea Harry Potter a que no se lea nada. Mi amiga Toña, que está entre el público, añade que leer es un hábito, y que Harry Potter, o cualquier otro título, potencia ese hábito. Es cierto: lo importante es que los niños (y los mayores) adquieran la costumbre de leer, sea lo que sea. Más adelante, ya seleccionarán sus preferencias. (Aunque mi temor, como el de Harold Bloom y perdón por la equiparación, sea que no se pase de Harry Potter: que la menesterosa presencia, si no la desaparición, de la literatura en la educación y su pérdida de influencia en la sociedad impidan la decantación de criterios propios y el perfeccionamiento del gusto. Los niños de hoy que leen las aventuras de los alumnos de Hogwarts ¿leerán mañana las de Don Quijote y Sancho o las del príncipe de Dinamarca?). Dos actuaciones del cómico Pablo Hoyos han punteado la mesa: El príncipe azul desanimado y Alien y los alienados. Son excelentes monólogos, que Pablo desgrana sin aspavientos, un poco a lo Eugenio, el malogrado humorista catalán, o a lo Buster Keaton. Su actuación encaja bien en el acto: ¿qué son los cuentos, las narraciones orales, sino monólogos? Dejo aquí la definición que da Pablo del amor, entendido como acrónimo: apego mórbido obsesivo recurrente. 

Como nos hemos pasado el día en casa yo, sentado, escribiendo, salimos a pasear el sábado, aprovechando que se ha abierto un poco el cielo: lleva toda la jornada lloviendo. Vamos hacia la ermita del Cristo Bendito del Valle, un cubo granítico del s. XVI, a la salida del pueblo, y seguimos más allá, por la carretera de Cilleros, por la que a estas horas (y casi a ninguna hora) apenas hay circulación. Baja mucha agua por los arroyos y por debajo de las calles: los cimientos del pueblo son líquidos, como puede comprobarse en las casas, siempre amenazadas de humedad. El ruido de los torrentes en los que no faltan los plásticos que tiran los desaprensivos se mezcla con el canto de los pájaros, entrelazado con el aire lavado. No sabemos qué pájaros son, pero su música es transparente. Las nubes, grises, feroces, se amontonan sobre la sierra, del lado de Trevejo, y dejan al descubierto el horizonte donde están posados, como puños blancos en un mantel verde, Gata y Santibáñez el Alto. La frontera de las nubes, móvil como ellas mismas, dibuja un espacio híbrido, en el que combaten el algodón sombrío de los cúmulos, el añil encendido del atardecer y los reflejos anaranjados de un sol caedizo. A veces, los bajíos de las formaciones gaseosas se enredan con los rayos perentorios del ocaso, y el resultado es un bullir de llamas blancas que recuerda a un infierno nevado. Nos acompañan, en los arcenes de la carretera, matas de romero florecidas de azul. Me agacho, froto una y le doy a oler la mano a Ángeles: hummm, dice, elocuente. El musgo recubre las piedras: invita a acariciarlo, a fregarse contra él. La hierba está crecida: del incendio de hace dos años quedan la tizne de algunos troncos y claros con pinos esqueléticos, pero la vida se abre paso: la vida expulsa a la devastación del reino arrasado en el que se instaló. Vemos, aquí y allá, pilas de leña. Ladran, en los rincones, los perros. De un redil con muros tejados, junto a la vía, nos llega un intenso olor a oveja. A Ángeles le ofende; a mí no me disgusta. Los olores de pueblo el romero de antes, las boñigas de ahora me retrotraen a mis veranos de infancia en Aragón y me devuelven el recuerdo de mi padre, con el que paseaba por aquellos campos feraces, muerto hace tanto tiempo ya. Tras la lluvia, las rapaces se atreven a salir en busca de roedores y tiran sus líneas negras en un cielo sin mancha. Se les escapa, no obstante, el conejo que vemos atravesar el asfalto, a pocos metros de nosotros. Los almendros han engordado de flores blancas, y la retama se estira en innumerables flores amarillas, aunque también las hay rojas, rosadas y lilas. Todo el campo es una suma de colores, cuya unión dibuja una estampa monetiana, caótica y pura. Cuando volvemos, oímos un repiqueteo que no viene acompañado de agua: es granizo. El paraguas que he traído nos protege del impacto de las bolas. Pasamos por delante del polideportivo del pueblo, donde, al ir, estaban jugando un partido de fútbol sala. Ahora ya han acabado: no queda nadie. La tregua que habían dado el agua y el frío también ha terminado. Vuelven, con vigor nocturno. Llegamos por fin a casa y encendemos la chimenea.

El sábado por la noche hay cuentacuentos para adultos en la casa de la cultura del pueblo. Actúan la española Concha Real y la peruana Mercedes Carrión, en un espectáculo que se titula Ser o no ser. El teatro de la casa de la cultura es formidable para un pueblo de menos de 1000 habitantes: 200 de ellos caben aquí. Los asientos son estrechos, aunque no tanto como los de los aviones; pero para mí todos los asientos son estrechos. Las cuentistas lo hacen bien. Bajo el lema "Yo quiero ser una chica Almodóvar", de la canción de Sabina, cantada con su expresiva no voz, desgranan seis relatos en los que se mezclan el humor y la poesía. El timbre limpio de Concha Real combina bien con el acento desgarrado de Mercedes Carrión, que cuenta la historia descacharrante de su triunfo como actriz en Europa con la versión en húngaro del famoso monólogo to be or not to be, de Hamlet, en Barcelona. Tras interpretarlo superlativamente, gracias a su sólida formación y sus muchos recursos, observó que en el teatro no había quedado ni el tato. El público de Hoyos, en cambio, está a la altura de las circunstancias: nadie se va ni dice nada durante las actuaciones. No como aquel señor que, en una representación de Platero y yo, en una residencia de ancianos de Cáceres, se puso en pie y gritó: "¡Ten cuidado, a ver si un gitano te va a robar el burro!". El cuentacuentos acaba con una lluvia de rollos de papel higiénico que Pepa Miranda, la principal promotora y organizadora del festival, saca al escenario y empieza a tirar al público, entusiásticamente acompañada por Concha y Mercedes. La idea es que los rollos se desenrollen en el aire y creen, como el confeti, un ambiente carnavalesco. Algunos lo hacen, pero otros, arrojados acaso con menor pericia, acaban, enteros como piedras, en la cabeza de algún espectador. Es un final agridulce para un acto feliz, pero aun así nos reímos mucho.

martes, 21 de marzo de 2017

Escrito con luz

La Editora Regional de Extremadura acaba de publicar Escrito con luz, un libro de fotografías de José Antonio Marcos, con poemas de Javier Pérez Walias. Es un libro singular, y no solo por la alta calidad tanto de sus imágenes como de sus textos y, si se me permite añadir, también de su edición, sino porque demuestra cómo un libro sobre el paisaje de Extremadura puede convertirse en un objeto artístico, sin dejar de exhibir pero enriquecido o, mejor, transformado por la mirada del creador el paisaje de Extremadura. El fotógrafo y el poeta tuvieron la amabilidad de invitarme a prologar el volumen con una breve introducción sobre ese hecho la mirada creadora y la mutación artística y sobre esa realidad, la tierra que nos rodea. Y este fue el resultado, ahora felizmente incorporado al libro.

Mucha gente, incluso mucha gente letrada, cree que un poeta es alguien que escribe. Se equivocan: un poeta es alguien que mira, alguien que sabe mirar. En ese solo y prodigioso hecho radica su esencia de creador. Los versos, si han de venir, vendrán luego, y serán una adición –esencial, pero adición– más o menos afortunada. El poeta escudriña la realidad hasta encontrar el objeto óptimo de la mirada: ese fragmento del mundo, el tiempo o la conciencia –si es que no son lo mismo– que, en cada circunstancia de la vida, define la realidad y lo define a él mismo. Pero el poeta no busca como un aventurero, o como un pescador que lanzase la red de la percepción al ancho mar de lo existente para dar con un objeto sumergido y precioso: el poeta sabe lo que va a encontrar antes de haberlo encontrado; el poeta da con las cosas antes incluso de que las cosas existan; el poeta, si tiene ojos, tiene el poema sin tener aún las palabras. Su intuición lo conduce a crear lo mirado en el acto de mirar. Y, una vez lo ha hecho, él –y todos– reconocemos que eso que ha inventado, no lo ha inventado: que existía antes de él, y que existe gracias a él.

Eso hacen, en este libro, José Antonio Marcos y Javier Pérez Walias: crean un paisaje que ya existía. El primero lo alumbra con imágenes y el segundo, con versos. Si hubiéramos de informar al inadvertido, diríamos que ese paisaje es el de Extremadura –y, en muchas ocasiones, el de la Sierra de Gata–, aunque, en realidad, ese paisaje sea el suyo, el de ambos, el de todos, enraizado –o encarnado– en el paisaje de Extremadura. Los dos son legatarios de la modernidad artística: no exponen la naturaleza como se ve, sino como ellos la ven. Las fotografías y los poemas que aquí se han reunido no aspiran a ninguna objetividad, sino solo a materializar una visión y testimoniar un diálogo: entre el yo y lo otro, entre el adentro y el afuera, entre quien mira y lo mirado. Si son un documento, lo son solo de sí mismos: del vigor y la acuidad de sus hechuras, y de su tumultuosa pero exacta entraña expresiva.

Las instantáneas y los versos de este libro acotan un mundo –o varios– dentro del mundo. Fuera quedan otros, muchos más. Las artes visuales y la poesía comparten la disección que practica la mirada y sacrifican –pero sacrifican jubilosamente– lo informe e indeterminado a la integridad de lo dicho, esto es, de lo nacido en el instante mismo de decirlo. Su presencia es una afirmación de la vida, aun turbulenta o desapacible, frente a la incertidumbre de lo ajeno, de lo indistinto, de lo inmirado. Esa afirmación congela el tiempo –en la palabra, en la imagen– y nos rescata de él. Esa contemplación que nos construye, nos consuela. La realidad ya no es un lugar inhóspito, sino el espacio benigno que hemos cartografiado con nuestro hacer. Otros pueden visitarlo también: nuestra conciencia se ha vuelto cuerpo, cuerpo de las cosas, cuerpo de las palabras y las representaciones que hemos alumbrado, y con las que gritamos que lo que nos rodea existe, y que también nosotros existimos, y que, aunque muramos, ese cuerpo, frágil, desvalido, sometido a todas las inclemencias del mundo, seguirá abrazado al mundo.

viernes, 17 de marzo de 2017

Los aforismos de la isla

Aunque el aforismo es un género muy antiguo Hipócrates fue el primero en utilizarlo, no ha conocido demasiadas épocas de prosperidad. El barroco tardío y el Siglo de las Luces, con su cultivo del saber y la razón, fueron, probablemente, sus momentos más gloriosos, sobre todo en manos de los moralistas franceses, sus más conspicuos practicantes, que lo enriquecieron y también deformaron con un sabroso toque sarcástico, que se abandonaba a menudo, felizmente, al cinismo. Desde el s. XVIII, el aforismo quizá no había conocido un éxito mayor que en la actualidad, propiciado, según los expertos, por las formas de comunicación digital que potencian, y hasta exigen, la concisión y condensación que lo definen. Acaso sea verdad: de unos años a esta parte, los aforismos florecen por doquier, como también han hecho los haikus. La posibilidad de una comunicación inmediata, la fragmentación de los discursos y la cortedad del tiempo han estimulado los mensajes sin otra construcción que su síntesis, sin más forma que su microscopía. Pero la sencillez del aforismo es solo aparente: un buen aforismo ha de reunir laconismo e ingenio, o algo más que ingenio: esa gracia extraña, esa lucidez afortunada, que redondea y a la vez sutiliza el pensamiento. La fusión de parquedad y tino, sin las apoyaturas del discurso, lograda solamente con un fogonazo certero, es muy difícil de conseguir. El aforismo, además, ha de evitar al mismo tiempo la tentación de la prolijidad y, como decía Borges, la charlatanería de lo breve. Si estos requisitos no se cumplen (y lo normal es que no se cumplan), encontramos lo que tanto abunda en las redes sociales y en no pocos libros de la especialidad: memeces abisales exabruptos o futesas, aunque, eso sí, muy escuetas. Las recopilaciones de aforismos tiene otro peligro: que se multipliquen hasta diluir sus perfiles, y que acabemos leyéndolos como quien come pistachos. 

Traigo hoy aquí tres buenos libros de aforismos, que revelan distintas maneras de abordar el género, todos ellos publicados en la colección ad hoc de La Isla de Siltolá, por la que también han pasado otros autores destacados en la materia, como Isabel Bono y Elías Moro.

El primero es Lunáticos, de José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1962), uno de nuestros mejores polígrafos: novelista, poeta, crítico, ensayista, bloguero, traductor y ahora también aforista. Sus creaciones son sustancialmente líricas: instantes brevísimos, escenas fugaces, impresiones captadas al vuelo, quedan plasmados en textos que se acercan o se parecen mucho a poemas: casi podríamos llamarse afolirismos. Hay 365, numerados correlativamente: tantos como días tiene el año. No es extraña esta articulación matemática, a la que Cilleruelo es proclive. El sostén aritmético cimienta y acicatea la creación, y da un sentido de conjunto a lo alumbrado; aún más: rescata al tiempo de su irrecuperable fluir: "Trato de amarrar cada jornada al noray de un aforismo...", nos dice Cilleruelo en el 242 (y remata, burlón: "...pero al cabo pierdo dos barcas"). De hecho, el paso del tiempo, en sus diferentes manifestaciones, está muy presente en estos aforismos lunáticos, como en toda la obra de José Ángel Cilleruelo: las cosas en tránsito, los seres que se pierden en los meandros de la existencia, los minutos que agonizan, las sucesos que apenas dejan un rasguño en la memoria. La mirada del aforista y poeta, incisiva, hospitalaria, transforma la realidad a menudo de la naturaleza; con ser un escritor urbano, no es Lunáticos un libro sobre la ciudad en realidad lingüística, que arrastra los colores, las texturas de lo visto, a los entresijos verbales. Las paradojas, una de las herramientas fundamentales del género, abundan aquí, y conviven con la ironía y el humor que propende, en ocasiones, a la greguería y una admirable precisión descriptiva: "El autobús arranca y, detrás de su miscelánea de estrépitos, no deja a nadie en la parada donde estoy aún esperándolo", reza el 125. Pero de estas impresiones sutiles se obtiene siempre un sentido trascendente, aunque el poeta no haya pretendido alcanzar con ellas ningún resultado edificante: se lo otorga su propia revelación, su verdad precisa y asombrada, su atención a lo inútil, a lo insignificante, y, por eso mismo, su potencia epifánica, independiente de objetivos y utilidades. Así nos lo revela el propio Cilleruelo en uno de los no pocos aforismos metapoéticos (o metaaforísticos) de Lunáticos, el 146: "El poeta es el que mira hacia otra parte. Es una frase peyorativa, sí, pero también simbólica con solo añadir un artículo: hacia la otra parte"; y así consta también en el iluminador epílogo con que cierra el volumen: el aforismo que él quiere es el "que no describe nada, que no denuncia nada, que no revela nada; en suma, que no dice nada. Y en su no decir nada se  halla, para mí, lo único que vale la pena decir. Del resto ya se ocupan los periódicos y las novelas". 

Nanomoralia, de Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970), otro sobresaliente hombre de letras como Cilleruelo, toca prácticamente todos los palos de la literatura, es una propuesta heteróclita y voraz, tanto en los temas tratados que son casi todos los relevantes de la cultura de hoy como en la forma de hacerlo. Los asuntos directa o indirectamente relacionados con la propia literatura, que Mora conoce bien por su ingente labor como crítico, nutren muchos de sus aforismos, a veces con socarronería, como este, contra los poetas, que podría firmar Gombrowicz: "POETA: alguien capaz de aguantar estoicamente, durante años, todo tipo de elogios y alabanzas, un ser con una resistencia proverbial para aceptar lisonjas, parabienes y piropos década tras década, sin rechistar, sin hacer un mohín: un atleta de la admiración ajena. POETA: alguien incapaz de perdonar, por muchos siglos que pasen, la más pequeña de las críticas". Las parodias literarias, teñidas de humor negro, afluyen también a sus creaciones, como esta, machadiana: "El muerto que tú ves no es muerto porque tú lo veas; es muerto porque no te ve". Vicente Luis Mora se ocupa también de la filosofía, un terreno siempre de su interés, y no elude lo onírico, como en un larguísimo aforismo, valga la paradoja, titulado "[Artefactos inquietantes vistos en sueños:]". La sección en la que se incluye este texto, "Anotaciones de diario", revela, en su caso, la cercanía del aforismo con otras modalidades de la anotación personal. En los aforismos más propiamente dichos de Nanomoralia que podrían denominarse, con justeza, textículos se agazapan microrrelatos, como este: "Soledad es lo que sientes cuando, tras hacer una llamada de necesidad en un teléfono público, te sobra saldo y no se te ocurre a quién llamar". En muchos otros asistimos a juegos verbales ("Hay mucha narrativa española basada en el copio y ego") o incluso visuales, como los contenidos en la sección "Visualforismos", elaborados con técnicas de vanguardia, caligramáticas o puramente tipográficas. Así, "[Cabeza de manifestación] iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii". Esta preocupación formal se alía con el interés por la ciencia y los nuevos medios de comunicación, a los que se refieren numerosos aforismos, y que se refleja en el título del libro, cuyo prefijo alude a la tecnología microscópica que permite el funcionamiento de buena parte de los aparatos de nuestro mundo, empezando por los ordenadores. El lexema principal, moralia, tiene un sentido inequívoco: Vicente Luis Mora es un moralista de nuestro tiempo, en la más noble y necesaria acepción del término: un agudo fustigador de las tonterías y mezquindades del mundo literario y del mundo, en general.

Por último, El hilo de la luz, de Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969), ensayista, narrador y traductor, ofrece un conjunto de aforismos signados por una concisión extrema y una desilusión igualmente radical. Ningún aforismo se prolonga: apenas doce o quince alcanzan las tres líneas; todos los demás son tan sucintos y concentrados como este: "¿En la onda? Mejor en lo hondo". No hay, pues, coqueteos con otras fórmulas: El hilo de la luz es aforística stricto sensu, sin veleidades, a palo seco, pero palo muy sustancioso. Insausti echa mano de muchos de los recursos retóricos que mejor convienen al aforismo, también empleados por Cilleruelo y Mora: las paradojas y antítesis, los calambures y paronomasias ("Correspondencia biunívoca: los párpados son par pá dos") y el humor (que también se desliza a la greguería: "Los aleros de los tejados son el ceño fruncido de las casas poco hospitalarias"). Pero lo que singulariza este cuaderno no son sus mecanismos expresivos, con ser pertinentes, sino su profunda decepción con el mundo. Muchos de ellos subrayan la importancia del viaje, de la pregunta, de la búsqueda, frente a la llegada, la solución y el hallazgo. Por eso, lo que los inspira y no tanto su conclusión es el desengaño de todo: del lenguaje y la literatura, en primer lugar, pero también de la vida. Insausti se sabe derrotado y no espera nada, ni desea nada, excepto, si acaso, destilar ese desencanto en aforismos eficaces. La certeza del fracaso y la decepción de las expectativas llegan, no pocas veces, al nihilismo: "El nihilista ya no milita: constata". Los únicos refugios que reconoce son la ironía, ese amparo de los vencidos (o de los que se han cansado de luchar), y la discreción, la modestia, el silencio: el hilo de luz que constituye una última y claroscura esperanza. Insausti se retira, pues, a los aforismos, ese lugar, como señala en el prólogo del volumen, "adonde se acude cuando se está de vuelta de la literatura y se ha comprendido que ser exhaustivos y dar cuenta de las cosas, a la postre, resulta imposible". Y ahí, paradójicamente, en la imposibilidad y el recogimiento, pero también en la inteligencia, lo encontramos.

domingo, 12 de marzo de 2017

Las delicias del tren

Ayer presentamos Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres en Madrid y hoy voy a pasar el día en la ciudad, hasta mi regreso a Mérida, entrada ya la tarde. Me acerco a un lugar que desconozco de la capital: el Museo del Ferrocarril, donde trabaja A., hermana de una amiga muy querida de Mérida. A., a quien su hermana envió un ejemplar de Los haikús del tren, un poemario que publiqué en 2007 en la ya desaparecida editorial almeriense El Gaviero, ha tenido la idea de utilizar algunos de ellos en una instalación que quiere montar el próximo Día del Libro en el Museo, y hemos quedado en que me pasaría por allí algún día para conocernos, hablar del proyecto y, quizá, dejar unos pocos ejemplares del libro en la tienda del establecimiento, por si algunos de los que lean mis poemas quieren leerlos todos. No obstante, voy al Museo sin cita, y no estoy seguro de que nos veamos. Pero, aunque no sea así, me apetece conocer este lugar enorme y extraño, que recrea un mundo que ha sido muy fértil para la literatura y que no puedo dejar de asociar a mi juventud, cuando viajaba en interrail, leía Orient Exprés, de Graham Greene, o Asesinato en el Orient Exprés, de Agatha Christie (siempre he preferido, como destino, Estambul a Vladivostok), y me enamoraba en cada hauptbahnhof. Llego después de un viaje en metro es decir, en tren subterráneo– en el que he visto cómo se comunican dos sordomudos ciegos: escribiéndose en las palmas de las manos y palpando los signos que cada uno hace con los dedos. El Museo del Ferrocarril se encuentra en la antigua estación de Delicias, inaugurada en 1880, cerrada al tráfico de viajeros en 1969 y al de mercancías dos años después, y utilizada como museo desde 1984. Causa sensación, al entrar, la altísima nave de hierro que la cubre. En el bosque de remaches y pináculos de esa cubierta desmesurada pero airosa se posan los pájaros, que no dejan de cantar. El lirismo de la escena esconde una realidad más prosaica: los excrementos de las palomas están dañando la estructura. Las palomas son una plaga nefasta cuyas deyecciones martirizan a los edificios y a las personas, pero resultan muy difíciles de combatir. Me lo explica A., a la que sí he encontrado en su despacho, y que se ha ofrecido amablemente a hacerme de cicerone. También me cuenta que el lugar no recibe una financiación suficiente (como, por otra parte, casi ningún equipamiento cultural del país), y que eso explica el aire decadente del conjunto. En las dos vías que alberga la estación-museo se alinean diferentes locomotoras y vagones que han circulado por España desde que se inaugurara la primera vía de tren en 1848, entre Barcelona y Mataró. Y en los andenes se suceden otras piezas menores, relacionadas con la historia del tren, o salas con exposiciones de maquinaria u objetos que tienen que ver también con el mundo ferroviario. Entre esas piezas menores se encuentran, por ejemplo, una vagoneta de tracción manual o "zorrilla" no sabemos si porque así se llamaba quien la diseñó o por alguna otra connotación menos confesable que apareció en El imperio del sol –no el modelo, sino esta misma pieza, que pidieron prestada para la filmación–; otra apagafuegos "a brazo", con la que se sofocaban los muchos incendios que provocaba el vapor de las locomotoras antiguas en las estaciones y las instalaciones de la vía; y una camioneta –una Fargo Power Wagon WM300, de 1946, fabricada por la norteamericana Dodge– el diseño de cuyas ruedas le permitía circular tanto por la vía férrea como por carretera. Entre las salitas que visitamos a lo largo de los andenes hay una de relojes, la mayoría de los cuales funcionan –y todos marcan la una menos cinco–, y otra de maquetas, oficialmente denominada "de modelismo ferroviario", con tres complejísimas construcciones animadas por las que circulan trenecillos, se encienden y apagan semáforos, y mana agua de las fuentes. Las atienden varios voluntarios que se afanan en que todo funcione sin percance. Uno de esos voluntarios está poniendo pegamento en un rincón de la maqueta mayor para levantar un nuevo elemento del paisaje: una montaña, quizá, o un castillo. A. los llama voluntarios, pero en realidad son friquis del tren, una cofradía universal en la que se juntan todos aquellos que desean prolongar las tardes de la infancia en las que montaban el tren eléctrico, lo ponían a funcionar y se pasaban horas hipnotizados por la pautada circulación de los convoyes. (El fútbol es otra prolongación de la niñez: cuando los jugadores se retiran, se acaba el patio; y la lectura, otra, pero esta, por fortuna, no tiene fin). A. también me cuenta que uno de ellos, falangista, desliza entre los muñequitos figuras de Franco, y que periódicamente han de retirarlos de las maquetas. A continuación, me enseña el archivo y la biblioteca del Museo, que alberga más de 31000 títulos y 3000 títulos de publicaciones periódicas, además de una importante colección cartográfica, y que se encuentra en las dependencia del "jefe de estación", como reza todavía una placa metálica encima de la puerta de entrada, de cristal añejo. Los datos que se conservan en esta biblioteca son muy útiles no solo para los ingenieros y los historiadores, sino también para los escritores, que necesitan saber a qué hora y por dónde circulaban los trenes que aparecen en sus novelas. Ah, el afán de verosimilitud, cuánto trabajo nos da. A. me muestra también una mítica guía Bradshaw, de 1838, y los archivadores en que se conservan los papeles de Canfranc, la documentación que un guía turístico francés descubrió en la abandonada estación oscense, que revelaba el paso de mercancías a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial –entre ellas, wolframio, un mineral esencial para la fabricación de proyectiles y blindajes– y la entrada de toneladas de oro en pago de esos materiales. Lo más sorprendente de esta historia es que los papeles estaban desperdigados en la estación porque se acababa de filmar en ella un anuncio del "calvo de la Navidad" –aquellos alopécicos spots que nos prometían la suerte de la lotería– y el equipo de rodaje había puesto patas arriba el lugar, sin darse cuenta de su valor ni casi de su existencia. (Aunque no: lo más sorprendente es que RENFE los hubiera dejado tantos años allí). No obstante, lo más espectacular del Museo son sus locomotoras y vagones, que en algunos casos permiten verdaderos viajes en el tiempo, y nunca mejor dicho. Así, por ejemplo, un talgo antiguo, el Virgen de Aránzazu, cuyas paredes parecen fuelles de aluminio y en el que se puede entrar. Cuando lo hago, me encuentro con una familia de ingleses que ya lo está recorriendo (pero no, los niños no lo recorren: brincan de asiento en asiento). No es extraño este interés britano: ellos fueron los inventores del artilugio, y gracias a él pudo hacerse la revolución industrial. Todo es verde aquí dentro, y todo huele a pasado. Se me hace extraño revivir esta realidad enterrada en la memoria, y no sé si me gusta. Es como si el mundo usurpase mi mente y me dijera que lo que contiene ya no solo le pertenece a ella, sino también al mundo objetivo, a la materialidad de las cosas. Lo siento –qué tontería– como una violación de mi intimidad: de mi recuerdo. Veo un tren Ruta de la Plata, que iba de Sevilla a Gijón por Extremadura, y todo tipo de locomotoras: entre las de vapor, desde las minúsculas que circulaban en Jerez de la Frontera o las minas asturianas (a las que llamaban "maquinillas", como las de afeitar) hasta las gigantescas, de los tipos muy adecuadamente llamados mamut o mastodonte (y en España bautizadas con nombres de ríos: la "Alagón", la más antigua, construida en 1863, y la "Cinca", uno de los ríos de mi infancia, construida en 1864 y operativa hasta 1962, el año de mi nacimiento). Hay también una máquina Confederación, con su característico color verde, de las únicas diez que construyó, en 1955, La Maquinista Terrestre y Marítima, que desarrollaba una potencia de 4226 caballos, una monstruosidad en su época, y alcanzaba una velocidad de 150 km/h, algo no menos brutal. Paradójicamente, aquella bestia solo funcionó 20 años en España, hasta 1975: quizá, como los dinosaurios, no supo adaptarse al cambio de los tiempos. Veo también locomotoras diésel, americanas –en cuyo vagón-restaurante se ha intentado recrear el ambiente poniendo junto a una ventana una cafetera antigua y un bote de Nescafé–, y eléctricas, entre ellas una trifásica suiza. Algunos de los coches repartidos entre las máquinas sí reproducen el lujo de los antiguos convoyes, con terciopelos, lámparas de araña y baños de loza, que me hacen recordar las novelas de Agatha Christie y tantas películas con viajeros sofisticados y asesinatos no menos exquisitos. En uno de ellos, de 1930, el Museo ha instalado su propio bar, donde me tomo, en la escueta pero muy enmaderada barra, una sabrosa cerveza. Cuando salgo del Museo, los pájaros siguen cantando (y cagándose, supongo).

martes, 7 de marzo de 2017

Los niños tienen pene; las niñas tienen vulva.

Así empezaba la leyenda con la que un autobús fletado por la organización Hazte Oír (cuyos miembros se autodenominan "defensores de la familia"; en realidad, son integristas católicos) ha intentado recorrer estos días las calles de Madrid. El resto del mensaje decía: "Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo". Hay que reconocer que la provocación ha tenido éxito: aunque el autobús haya sido sancionado e inmovilizado al poco de empezar su gira, por varias denuncias que se han presentado contra la campaña e incumplir la ordenanza municipal que regula la publicidad en los vehículos a motor, Hazte Oír ha cobrado una popularidad que no le habían proporcionado hasta hoy sus iniciativas anteriores, que han ido desde manifestaciones contra el aborto (un clásico de la ultraderecha española) a protestas contra el matrimonio homosexual, pasando por escraches contra políticos que apoyasen medidas a favor de la diversidad sexual. Aunque no es poco, es, quizá, lo único que les ha salido bien. Por lo demás, el mensaje transmite la estulticia de sus promotores, que ni siquiera se dan cuenta de la contradicción que alberga su aparente pleonasmo: la afirmación "Si naces hombre, eres hombre" no contradice, sino que más bien confirma, la realidad de los transexuales varones, que nacen hombres en un cuerpo de mujer. Ellos se sienten hombres: son hombres por dentro. Han nacido hombres y, por lo tanto, son hombres, aunque su anatomía sea femenina. Y lo mismo cabe decir de las mujeres transexuales: son psicológica y emocionalmente mujeres, a pesar de sus atributos masculinos, y, en consecuencia, lo seguirán siendo. De lo que se trata es de que puedan y de que la sociedad les ayude a conciliar su realidad interior con su realidad exterior, con una finalidad muy sencilla: que dejen de sufrir; que sean felices. Uno de los axiomas morales más afortunados con los que he dado en esta vida de hecho, uno de los pocos que me han ayudado realmente a orientar mis acciones, y que me parece haría un gran bien a la humanidad si se generalizara, es este: no causar daño. Otro es un clásico: vivir y dejar vivir, que todos los fanáticos del mundo, como estos de Hazte Oír, harían muy santamente en repetir como un mantra cada día, a ver si se les mete en la mollera. Con ambos, me parece, superaríamos ese estado en el que muchos chapotean diariamente, un estado en el que las ideas o, mejor, la ideología, se impone a la certeza del sufrimiento a que esa ideología es decir, esos prejuicios, esa intolerancia conduce a quienes la padecen. La Iglesia y su grey más cerril prefieren la vigencia de la doctrina a la eliminación del sufrimiento, garantizar el credo a mitigar el dolor, cumplir con los preceptos a tener compasión. Y para ello, en este caso, apelan a una tautología que tiene, además de la contradicción ya señalada, algunas connotaciones terribles. La primera es que recurra al determinismo genital para condenar una conducta social: a estas alturas del partido, ya sabemos, gracias a la biología y la psicología, que la identidad sexual no la dan los órganos reproductivos, sino el complejo entramado de la mente. La segunda, que la apelación a la naturaleza como razón para aprobar o reprobar determinadas acciones humanas es tan falaz como, de nuevo, contradictoria: siguiendo la lógica de estos talibanes de Cristo, a los transexuales los trae Dios al mundo, igual que a los homosexuales, y no optan desnortadamente por una identidad sexual, sino que persiguen la única que sienten, desde niños, como propia. Son, pues, tan naturales como los heterosexuales. (Por otra parte, nada me parece más antinatural que el celibato de los curas y monjas, que, esa sí, atenta contra las leyes reproductivas del mundo, reprime una condición esencial de la personalidad humana y, con lamentable frecuencia, revela su dañina artificiosidad a costa de niños y desamparados). La tercera y última, y acaso la más atroz de todas, es que el mensaje de los militantes de Hazte Oír (todos ellos, por cierto, gente de orden, educada, muy bien peinada, seguramente con licenciaturas universitarias, muy convencida de la sacralidad de sus ideas; nada de perroflautas vocingleros: excelentes ciudadanos) se refiere a un colectivo, el de los transexuales (y, en particular, el de los niños transexuales), el 42% de los cuales declara haberse intentado suicidar alguna vez, y muchos de cuyos miembros han sufrido, y siguen sufriendo, en los colegios y las calles, los insultos y agresiones de la jauría machota que no entiende otra realidad que la contenida en las angostas paredes de su cráneo (o de su pene, o de su vulva). Pasear proclamas que refuerzan la visión de los que injurian, escupen o apalizan a personas, es una vileza, impropia de quienes se dicen seguidores de un dios misericordioso, aunque coherente con muchos de sus antepasados en la fe, desde Torquemada a Francisco Franco. Algo más me ha llamado la atención en este asunto, aunque no debería hacerlo, porque ya tengo comprobado que es lo habitual. En los medios de comunicación los que yo he seguido, al menos, la charlotada siniestra de Hazte Oír ha encontrado múltiples explicaciones, aunque todas podrían resumirse en una: Hazte Oír es una organización de friquis, de gente trasnochada y poco menos que pintoresca, que se afana por hacerse notar en una sociedad que progresa mucho más deprisa que ellos. Pero ningún periodista ni contertulio al que haya oído opinar ha dicho lo que me parece evidente: que la religión es la culpable de lo que estos seres inclementes dicen y hacen. Sus cerebros, tan cultivados en los centros privados o concertados de enseñanza y en las universidades del Opus Dei o de cualquier otra secta judeocristiana, y sin embargo tan escleróticos, están infectados por la superstición religiosa: no entienden nada, ni aceptan nada, ni toleran nada, que viole los dogmas que les han inculcado en la infancia y que les dan las certidumbres necesarias para no ahogarse en el marasmo y la confusión de la existencia humana y de su necesario final. Es la religión la católica, en este caso, pero diría lo mismo de cualquier otra, incluso con más vehemencia aún, como el Islam la que determina la actitud de los borricos de Hazte Oír: la transexualidad vulnera los límites de la naturaleza creada por Dios, y a nosotros con ella: que alguien quiera y, lo que es peor, pueda alterar el cuerpo, la realidad material, que ese Dios ha decidido que tuviera, es una transgresión que socava la idea misma de un ser superior, que resta fuerza a su poder omnímodo y a su papel absoluto en la creación, y eso es más que escandaloso: es inaceptable. (Igual que la eutanasia, que permite la decisión humana al otro extremo de la existencia, negando la inexorabilidad de la muerte natural y poniéndola en manos de la persona). Las razones por las que Hazte Oír ha sacado su autobús a la calle no son de orden ético, político ni social: son estrictamente religiosas, aunque se enmascaren de muchas cosas. Y los que las analizan, los opinadores públicos, debería saberlo y atreverse a decirlo. Más que nada, para que el lenguaje no oculte, sino que revele la realidad, y para que la verdad resplandezca. Caramba, qué católico me he puesto.