miércoles, 30 de enero de 2019

Bukowski, otra vez

Vuelve a publicarse Poemas de la última noche de la Tierra (1992), de Charles Bukowski, con mi traducción. Lo hace en Visor, después de que viera la luz en castellano por primera vez, en 2004, en DVD ediciones. Aquella edición, auspiciada por el olfato y la sabiduría de Sergio Gaspar, alcanzó cinco ediciones, vendió miles de ejemplares y recibió, en general, buenas críticas. Bukowski era, y sin duda sigue siendo, un poeta muy popular, uno de los pocos que leen o que al menos conocen los que no leen poesía. Para gozar de este raro privilegio, Buko tuvo la inteligencia de convertirse en personaje, una de las medidas más refinadas que cabe adoptar para afamarse. Con su vida asendereada y su carácter atrabiliario, el norteamericano fue capaz de perfilar una historia y proyectar una imagen, y ese caparazón lo amparó y lo hizo célebre hasta el fin de sus días, y hasta hoy mismo. Ciertamente, Bukowski había desempeñado toda suerte de trabajos temporales y mal pagados, y vagado por los Estados Unidos de pensión en pensión; había protagonizado borracheras y peleas; se había embarcado en idilios tormentosos y propiciado rupturas huracanadas; había ingresado en hospitales a causa del alcohol y dormido en bancos públicos; había rehuido el alistamiento en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial e ingresado en la cárcel por ello; había merecido la reprobación de sus supervisores cuando era empleado de Correos "su categoría moral deja mucho que desear", rezaban los informes sobre él y había sido investigado por el FBI por su trayectoria disoluta y sus artículos lujuriosos. Todas estas circunstancias la mayoría, desdichadas cesaron cuando John Martin, un empleado de una empresa de artículos de oficina, decidió crear una editorial, Black Sparrow Press, para publicar sus libros y pagarle un sueldo de 100 dólares semanales durante toda su vida para que se dedicara exclusivamente a escribir (un acuerdo que, desde aquí, abogo por generalizar, aunque actualizando el estipendio). Pero la seguridad económica, que lo alejaba de la errancia, no alteró el carácter que se había forjado. Siguió siendo mujeriego, peleón, bebedor e inconformista; y nunca dejó de apostar a los caballos. Su figura –que ha inspirado sendas películas de Barbet Schroeder (El borracho, protagonizada por Mickey Rourke) y Marco Ferreri (Ordinaria locura)– cobró dimensiones legendarias con su participación en Apostrophe, el no menos memorable programa de libros de la televisión francesa, dirigido y presentado por Bernard Pivot, en el que insultó a los contertulios, se bebió una botella de vino —libación que se sumó a las que había hecho antes de entrar en el plató—, desquició a Pivot y abandonó, tambaleante, el programa, para esgrimir, a la salida de los estudios, un cuchillo de considerables dimensiones. Su poesía está muy alejada de la que yo practico, y también de mis intereses como lector. Sin embargo, traducirlo fue una experiencia muy estimulante, porque me obligó a abandonar el onanismo literario en el que todos tenemos tendencia a recluirnos y a adentrarme en terrenos creativos y, si se me permite el término tratándose de Bukowski, espirituales por los que rara vez había transitado. Practicar la lectura radical, extrema, que supone una traducción, de un autor tan diferente de mí como Bukowski me forzó a examinar —y entender estrategias, inquietudes, técnicas y perspectivas en las que había reparado poco o nada, y eso ensanchó mi propia visión del proceso creador y de la factura de la poesía. Por esa razón considero saludable afrontar de vez en cuando al menos a autores muy distintos a uno, incluso desagradablemente distintos. Cuando uno profundiza en ellos (y toda traducción, insisto, es un acto de abismamiento), descubre que están mucho más cerca de uno o uno de ellos de lo que nunca había imaginado. Además, a Bukowski no le faltan virtudes literarias. Su poesía es imperfecta y nudosa, desaliñada y hasta harapienta, pero está dotada de un vigor animal. La verdad que impulsa al poeta se traspasa al poema y lo impregna de sequedad, y ahí quedamos atrapados, seducidos por su aridez sin dobleces, por su agrio desabrigo, por su descarnadura. Admiro también la voluntad ciega de ser escritor que animó a Bukowski. Pasara lo que pasara, estuviese donde y como estuviese, la necesidad de escribir se imponía a todo. Y esa necesidad desesperada se convirtió, felizmente para los lectores, en rapto y autenticidad. 

He introducido muy pocos cambios solo cuestiones de detalle en la traducción que ahora se republica y en el prólogo que la acompaña. Me habría gustado que el libro fuera bilingüe, pero, dada su extensión, habría encarecido mucho la edición y dificultado el manejo del volumen. Tampoco la de DVD ediciones lo fue. Transcribo a continuación uno de los poemas más famosos del libro, "The bluebird", en la versión original y en la traducción que sale nuevamente al mercado.

THE BLUEBIRD

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too tough for him,
I say, stay in there, I'm not going
to let anybody see
you.

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I pour whiskey on him and inhale
cigarette smoke
and the whores and the bartenders
and the grocery clerks
never know that
he's
in there.

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too tough for him,
I say,
stay down, do you want to mess
me up?
you want to screw up the
works?
you want to blow my book sales in
Europe?

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too clever, I only let him out
at night sometimes
when everybody's asleep.
I say, I know that you're there,
so don't be sad.

then I put him back,
but he's singing a little
in there, I haven't quite let him
die
and we sleep together like
that
with our
secret pact
and it's nice enough to
make a man
weep, but I don't
weep, do
you?

EL PÁJARO AZUL

tengo un pájaro azul en el corazón que
quiere salir,
pero soy demasiado duro para él.
le digo: quédate ahí, no dejaré
que nadie te
vea.

tengo un pájaro azul en el corazón que
quiere salir,
pero lo empapo de whisky y me trago
el humo del tabaco
y las putas y los camareros
y los empleados de las tiendas
no se enteran de que
está
ahí.

tengo un pájaro azul en el corazón que
quiere salir,
pero soy demasiado duro para él.
le digo:
no te muevas, ¿quieres
fastidiarme?
¿quieres joderlo
todo?
¿quieres cargarte la venta de mis libros en
Europa?

tengo un pájaro azul en el corazón que
quiere salir,
pero soy demasiado listo: solo lo dejo salir
a veces por la noche,
cuando todos están dormidos.
le digo: sé que estás ahí,
no te
aflijas.

luego lo devuelvo a su lugar,
pero se pone a
cantar: no lo he dejado
morirse
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto,
y es muy agradable,
tanto como para hacer llorar
a un hombre,
pero yo no lloro,
¿y tú?


viernes, 25 de enero de 2019

Los hábitos de lectura (en Extremadura)

Se acaba de publicar el informe sobre hábitos de lectura y compra de libros correspondiente a 2018, preparado por la Federación de Gremios de Editores de España (http://federacioneditores.org/lectura-y-compra-de-libros-2018.pdf). Y no da malas noticias: la lectura en España tiene buena salud y sigue incrementándose (el porcentaje total de lectores alcanza el 96,1% entre la población de 14 o más años), el desarrollo de la lectura en soporte digital continúa creciendo, aumenta la proporción de compradores de libros y la compra media, las bibliotecas están bien valoradas (aunque desciende el préstamo de libros) y la lectura en niños está generalizada (aunque decae a partir de los 14 años). En este panorama en general halagüeño, Extremadura está a la cola de casi todo, con índices muy inferiores a los del resto del país. El más doloroso es el de lectura de libros en tiempo libre: la región ocupa la última posición de las comunidades autónomas, con un 52,2% de lectores, por debajo de la media nacional (61,8%) y a gran distancia de la comunidad más lectora, Madrid (72,8%). Y el porcentaje ha disminuido: en 2017, era el 52,6%. Las dos comunidades que la anteceden en la clasificación son Andalucía (56,8%) y Canarias (56,7%), que le sacan más de cuatro puntos. Pero aún hay un índice más inquietante, que es el de compra de libros (no de texto) en el último año, en el que Extremadura ocupa la antepenúltima posición, con un 42,2%, apenas por delante de Castilla y León (41,4%) y Canarias (41,1%), y a tres puntos de distancia de la que la precede, Cantabria (44,9%). La media española es del 50%. La situación no es tan catastrófica en valoración de bibliotecas, en la que Extremadura es novena, empatada con otras tres comunidades, con una nota que coincide con la nacional (8,1). Y el mejor resultado se obtiene en compra de libros (de texto) en el último año, en el que figura en cuarto lugar, con un 34,7% (la media española es del 30,9%), aunque la media de libros comprados vuelva a caer a los últimos lugares (la penúltima, con 6,8; solo Galicia tiene una media peor: 6,4). Recuerdo que, cuando era coordinador del Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura y se publicaba este u otro estudio de los hábitos lectores en España, que inevitablemente certificaban que Extremadura seguía en el furgón de cola, como lleva desde hace muchas décadas, si no siglos, me crucificaban en el trabajo. De repente, a los responsables de Cultura de la Junta cuando no había Consejería de Cultura en la Junta parecía caerles encima toda la preocupación por la falta de lectores en la comunidad y, sobre todo, por el impacto que esta carencia pudiera provocar en la opinión pública. Y todo eran angustias, y exigencias, y expurgación del informe correspondiente para encontrar cualquier migaja de información positiva que se pudiera presentar en sociedad como demostración de que sí, de que se hacían cosas, de que se mejoraba, aunque fuese en aspectos técnicos o tangenciales que poco tenían que ver con el hecho vivo, arraigado, trascendente, de la lectura y del acceso a la cultura y a las ideas que la lectura comporta. Yo intentaba hacerles comprender, con escaso éxito, que los resultados difícilmente llegan sin medios. Uno puede destinar esfuerzos ingentes a una tarea, pero sin recursos (y con muchísima burocracia, con una burocracia asfixiante, con una burocracia oceánica) esos esfuerzos serán en vano. A menos que uno sea un genio, claro; y yo no lo soy, ni he pretendido nunca serlo. En mis poco más de dos años en el cargo, el equipo específicamente destinado al fomento de la lectura en la comunidad lo componíamos yo, que solo podía dedicarle media jornada, porque la otra media debía ejercer de director de la Editora Regional de Extremadura, una responsabilidad asimismo dificultosa y necesitada de mucha atención, y una técnica de gestión, contratada a una empresa de servicios temporales, que trabajaba siete horas al día y cobraba un salario apenas superior al mínimo interprofesional. El presupuesto de que disponía era de unos 90.000 euros al año, es decir, 7.500 euros al mes, con los que había que conseguir que ese millón largo de extremeños, desperdigados por el ancho territorio de la comunidad, que apenas leían ni compraban libros, los comprasen y leyesen (y les aprovecharan, claro, aunque esto ya dependiera de muchos otros factores en los que yo no tenía ningún ascendiente). Había otras partidas, pequeñas, relacionadas con la promoción de la lectura para atender los gastos de los clubes de lectura, por ejemplo y un servicio de bibliotecas, entregado a la causa de la burocracia, como casi todo el mundo. Y eso era todo. Me consta que en Extremadura hay mucha gente sinceramente preocupada por el avance de la lectura y el libro (y, con ellos, de la conciencia crítica, de la madurez ciudadana, de la ilustración y el progreso). Conocí a funcionarios competentes, que hacían lo que podían, con la mejor voluntad, en la maraña de normas, procedimientos, penurias e inercias que es hoy, por desgracia, la Administración; a bibliotecarios maravillosos, que se desvivían por su trabajo, que ejercían gratuitamente de animadores culturales, que sacrificaban horas de ocio o con su familia para organizar o participar en actividades en sus pueblos y ciudades, con entusiasmo ejemplar; a profesores que no dejaban de idear, más allá de las obligaciones de su cargo, formas de aficionar a sus alumnos a la lectura; a libreros animosos, batalladores, que no claudicaban ante las dificultades y sostenían el negocio de los libros en una región donde ese negocio ha dado siempre muy poco dinero; a periodistas culturales que se partían la cara por difundir el arte y la literatura, y por que el público se interesara por ellos; a gente, en fin padres y madres de familia, jóvenes y mayores, voluntarios, que creía en el valor de la palabra y de la palabra escrita, y que se desvelaba por promoverlas. Pero las políticas públicas de fomento de la lectura estaban dejadas de la mano de Dios, sin apoyo ni implicación ni dinero. Ciertamente, Extremadura no es una plaza fácil: con déficits seculares que no se revierten en pocos años (ni en muchos: suelen hacer falta décadas, y no quiero ser aún más pesimista, para mejorar la situación), altas tasas de paro y pobreza, y una población escasa (y menguante), dispersa y en la que predomina el prototipo del no lector: varón, mayor de 65 años, sin estudios o con estudios primarios y residente en un pueblo o ciudad de menos de 10.000 habitantes. Pero precisamente por eso, por su dificultad, los esfuerzos han de ser redoblados. Y las administraciones no parecían estar por la labor. Porque, claro, en este terreno no solo la Junta de Extremadura es competente; también lo son el Estado y las administraciones locales. Y siempre me llamó la atención la escasa disposición a colaborar, a sumar esfuerzos, que demostraban. La Consejería de Educación de la propia Junta, a la que propuse varias, a mi juicio, excelentes (y baratas) iniciativas de fomento de la lectura entre los jóvenes, nunca se dignó siquiera responder. Y las diputaciones provinciales, que tienen sus propios planes de fomento de la lectura y que son, por tanto, corresponsables de la lamentable situación en que se encuentra, en este terreno, la comunidad, tampoco se mostraron proclives a la cooperación, aunque también a ellas les hice llegar algunas propuestas: allí cada cual hacía la guerra por su cuenta, no fuese que otro les pisara el terreno, o se colgara la medalla, o les obligara a gastar dinero. Y daba igual que todas tuvieran el mismo color político: la competencia es la competencia, y mi espacio es mi espacio, y aquí solo toso yo. El fomento de la lectura es una tarea muy delicada y compleja, en la que resulta muy difícil trazar (y valorar) el camino que conduzca de una situación de desinterés u olvido del libro a otra en la que el libro y la lectura formen parte sustancial de la vida cotidiana de las personas. Excede, desde luego, la actuación administrativa: implica a toda la sociedad, a todas sus instituciones culturales, a todos sus medios de comunicación. Y requiere una creencia fuerte: la convicción de que el libro y la lectura nos hacen mejores personas y mejores ciudadanos, además de darnos consuelo y placer. Pero la actuación administrativa es fundamental, y esta, como cualquier otra, no puede darse sin herramientas: técnicos, presupuesto, compromiso. Más importante es aún que la Administración piense: que investigue, que estudie, que compare, que debata, y que, fruto de esa reflexión y ese empeño, alumbre ideas eficaces que sirvan al propósito deseado. Pero eso, de nuevo, requiere formación, tiempo y, aunque sea mucho pedir, alguna agilidad, alguna flexibilidad en la forma de hacer las cosas. Había muy poco de todo esto en el bienio en el que yo fui responsable un responsable, eso sí, con muchos otros responsables por encima; un mandado, en realidad, sobre todo después de uno de estos informes de hábitos de lectura, a resultas del cual se me privó de capacidad decisoria en este terreno que supuestamente coordinaba y sí, en cambio, mucha grisura, muchas estrecheces, mucha ley de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común. Extremadura necesita bastante más que esto para dejar, de una vez, ese sonrojante último puesto que ocupa, casi permanentemente, en los rankings de la cultura en España. 

domingo, 20 de enero de 2019

Una lectura en el IES Sierra de Guadarrama

Voy hoy a Madrid, invitado a leer poemas en el Instituto de Enseñanza Secundaria Sierra de Guadarrama, de Soto del Real. Debo la invitación a mi buen amigo Juan Luis Calbarro, que trabaja allí como profesor de lengua y literatura. La invitación se enmarca en un programa de fomento de la lectura del Ministerio de Cultura, en el que ya he participado en otras ocasiones, gracias igualmente a otros amigos poetas y profesores. El programa, no obstante, es austero: solo cubre el viaje del autor. El alojamiento se lo ha de procurar uno. Por suerte, y no es ironía, en Madrid vive mi suegra, y me quedaré en su casa. He dudado de si ir a la capital en avión o en tren. El primero, asombrosamente, es más barato, pero también mucho más incómodo: la diferencia de precio no compensa la incomodidad, y opto por el AVE. Pero el ferrocarril, por moderno que sea, también tiene sus inconvenientes, como que se siente a tu lado un dinámico ejecutivo, de esos que trabajan para una importante multinacional de cualquier tontería y se pasan la semana yendo de la capital a provincias, y decida aprovechar las horas de tren para despachar trascendentales asuntos de negocios. Estos hombres son profesionales responsables y afrontan sus obligaciones con dedicación plena y rigor ejemplar. El que me ha tocado en suerte a mí desenfunda el móvil, que maneja con tal soltura que parece una prolongación natural de la mano, y empieza a apretar botones. La cháchara, tan incomprensible como vacua, se ve jalonada a menudo por un "¿me escuchas?". Pero digo yo que su interlocutor lo estará escuchando; lo que pasa es que no lo oye. De las mujeres con las que habla se despide con un jovial "¡que seas feliz!"; de los hombres, con un aséptico y escasamente promisorio "¡hasta luego!". Para mi desesperación, mi otro vecino, al otro lado del pasillo, aunque no luce pinta de ejecutivo, pero tiene alarmantemente encendido un portátil en cuya pantalla no dejan de aparecer tablas alfanuméricas, decide blandir asimismo su telefonino y propinar a todo el vagón una minuciosa charla sobre componentes del automóvil. Procuro aislarme con la música que escucho por los auriculares que ha repartido el azafato de RENFE y la lectura de Instrumental, el sobrecogedor libro de James Rhodes, pero las voces mercantiles y automovilísticas de mis putos vecinos se me infiltran en el cerebro como gusanos insidiosos, o como virus. Por suerte, alabado sea el Hacedor, el primero decide hacer una pausa en su jornada de trabajo, apaga el móvil (aunque no lo suelta), saca de un bolsillo interior una cajita con tapones para los oídos, se pone dos, se recuesta en la ventanilla y se queda dormido con la boca abierta. Siempre me ha admirado esta capacidad que tiene la gente para dormirse en cualquier parte. Yo no soy capaz de hacerlo en casi ninguna, y mucho menos en los inclementes espacios de los medios de transporte, que en los autobuses y los aviones no son asientos, sino féretros. Este ejecutivillo, además, lo ha hecho ipso facto. Y no ronca. Tampoco pugna por el reposabrazos, el objetivo de peleas épicas pero silenciosas en trenes y aviones, ni practica el manspreading, esa lamentable costumbre masculina, denunciada por las feministas más puntillosas, consistente en abrirse de piernas cuando están sentados e invadir con ellas el espacio que corresponde a sus vecinos. (Vi hace poco un vídeo en Internet, en el que una activista rusa se dedicaba a recorrer el metro de Moscú, armada con una botella de agua con lejía, para derramar el corrosivo líquido en entrepierna de los que se despatarraran. Afortunadamente, no utilizaba ácido sulfúrico). En realidad, y salvo por la pulsión telefónica, este ejecutivo es bastante llevadero: discreto y recogido; ni siquiera se tira pedos. El del otro lado del pasillo, en cambio, continúa con sus palimpsestos de excel y su parloteo automotor. Me voy un rato a la cafetería, a descansar del soniquete. Allí me tomo un té, que me resulta dulzón tiene poca agua para el sobrecito de sacarina que le he echado, y hojeo la prensa. En La Razón, el rotativo cómico, descubro un compungido artículo sobre la persecución de los cristianos en el mundo. No me sorprende comprobar que donde peor lo pasan es en los países árabes (aunque sí que los acosen en México, un país, para su desgracia, profundamente católico). Ni la violencia ni la venganza son nunca encomiables, pero pienso que, a lo mejor, el hecho de que, después de siglos de ser la opresora, con una brutalidad que hace que los yihadistas parezcan críos de teta, la Iglesia pruebe ahora su propia medicina y sea la oprimida, podría enseñarle algo. Cuando vuelvo a mi asiento, los dos ejecutivos están callados: uno sigue dormido, y el otro está absorbido por la fascinante manipulación de sus jeroglíficos de números. Ya en Madrid, llego al IES Sierra de Guadarrama en autobús (que tampoco paga el Ministerio). Va casi vacío. Soto del Real está a 40 kilómetros, que se me pasan deprisa. El norte de la comunidad de Madrid es un lugar fantástico y sorprendentemente desconocido, incluso para los propios madrileños. Los paisajes, enturbiados hoy por el día frío y gris, reúnen la sobriedad castellana y cierta exuberancia mediterránea. Y la calidad de la luz es única: una luz metálica y viva, exacta, explosiva. La lectura no se hace en el Instituto, sino en el Centro de Artes y Turismo, del ayuntamiento de Soto, muy cercano, no obstante, al Sierra de Guadarrama. Me agrada la bienvenida que me da el edificio: en la fachada se lee un gigantesco CAT. El patio de butacas es casi una pared de butacas: han recuperado la disposición grecolatina de los teatros, con gradas muy elevadas con respecto al escenario. Los chicos, como casi todo el público del mundo, se sientan atrás y dejan las primeras filas vacías. No saben lo descorazonador que es para cualquier conferenciante encontrar ese espacio sin nadie frente a sí, y cuánto se agradece la calidez que proporciona que esas filas más cercanas estén ocupadas. Se lo recuerdo al principio de mi intervención, pero nadie se mueve para llenarlas. Quizá podría yo abandonar el lugar al que me condena la lectura, detrás de la mesa dispuesta en el centro del escenario, y acercarme a las butacas, o incluso pasearme por los pasillos laterales, mientras recito, pero sé de mi torpeza y me aterra tropezar con algún cable, golpearme con una silla o haberme dejado la bragueta abierta. Leo, pues, a una cierta distancia de los alumnos, pero enseguida percibo que hemos establecido una buena conexión. Estas cosas se notan: por el rabillo del ojo advertimos si el lenguaje corporal, si la textura del silencio de quienes nos escuchan (ahora sí: que nos escuchan; confío en que no solo nos oigan), transmite cercanía, comunicación, o desinterés o incluso disgusto. Pero estos son buenos estudiantes. Apenas hay cuchicheos y ninguna interrupción. La tensión en las miradas parece indicar que voy por el buen camino: que les digo cosas que les interesan. Procuro graduar los textos: empezar con cosas relativamente sencillas, como unos haikus y algún poema estrófico una décima, un soneto; no me atrevo con ellos con una sextina soez, aunque estoy bastante seguro de que la aceptarían con placer, y nunca mejor dicho, y voy creciendo hasta los poemas en prosa más extensos y acaso complejos. Cuando llega el turno de preguntas, hay muchas, y casi todos las empiezan con un "¡hola!" que me relaja y al que contesto con otro. Las intervenciones son previsibles pero amables y, en algunos casos, perspicaces. Un alumno dice, por ejemplo, que ha notado mi tendencia a juntar un sustantivo y un adjetivo contradictorios, y que le gustaría saber por qué reúno así las palabras. Le hablo de la voluntad de fusión de reconciliación que toda paradoja supone, y de cómo esa momentánea fusión me consuela de la ruptura que supone estar vivo y tener que morir. Temo que el asunto de la muerte y la insistencia en ella de mi poesía les confunda o disguste, pero es lo contrario: los adolescentes suelen sentir curiosidad por ella, aunque sea una curiosidad, por suerte para ellos, antes científica que existencial. Acabado el acto en el que me han acompañado Juan Luis; Esteban, el director del Instituto; la encantadora Begoña, jefa del departamento; Sofía y María, compañeras de Juan Luis y Begoña; Sonia, profesora de inglés; y, al principio, hasta que ha tenido que marcharse, Manuel Román, concejal de cultura del ayuntamiento de Soto del Real y, según he sabido luego, creador de los Lunnis y ganador de un premio Goya en 2004, una alumna se me acerca por su cuenta y me hace varias preguntas, relacionadas con el tema de la muerte, que no ha querido formular en público. Y entiendo por qué. Le contesto con sinceridad, como le contestaría a un amigo, y ella me mira con sinceridad, también, me parece, como miraría a un amigo. Intuyo que es una persona especial, muy madura para su edad, con una poderosa vida interior, quizá demasiado poderosa. Percibo por un momento la conexión que antes he establecido con todos vigorosamente establecida ahora con ella, más allá del acto literario. Volvemos todos al Instituto, y yo espero a Juan, al que le queda una clase para acabar la jornada, en la cafetería del centro, donde me asesto un pincho de tortilla inenarrable. Charlo allí también un buen rato con Begoña, que me habla con pasión de los paisajes que ha descubierto en esta zona de la comunidad. Luego, cansado por la lectura los actos públicos me agotan, pero fortificado por el pincho y la conversación con Begoña, acompaño a Juan a comer en el restaurante "La casa vieja", donde acabo de recuperar fuerzas con unos raviolis excelentes y un pollo con hierbas muy fino. La tarta tatin de manzana, sin embargo, desmerece: está poco hecha y aún menos cuajada. Pero el orujo a cuenta de la casa con que rematamos la colación nos permite recuperar el tono y salir satisfechos del establecimiento. Juan me devuelve en coche a Madrid en un punto de cuyo recorrido diviso la cárcel de Soto del Real, esa prisión VIP que, vista desde lejos, se diría un aeropuerto (la torre de vigilancia parece una torre de control, y los módulos semejan hangares) y en la que purgan o han purgado sus culpas algunos de los mayores chorizos del país, desde Luis Bárcenas hasta Rodrigo Rato, pasando por Mario Conde e Ignacio González y unos cuantos paisanos míos: Sandro Rosell, Jordi Pujol Prenafeta, Macià Alavedra y los Jordis indepes: Sànchez y Cuixart y desde la casa de mi suegra voy en taxi a Atocha, donde he de coger otra vez el AVE. El taxista, calvo y muy gordo, decide que me interesa saber que los taxistas de Madrid van a ir pronto a la huelga para protestar contra las compañías de vehículos con conductor, y me explica con detalle sus reivindicaciones y las innumerables e incalificables tropelías que cometen esos piratas, y que les están quitando el pan a sus hijos. Lo hace mientras escucha la COPE, donde alguien está insultando a otro alguien, y él mismo saca de vez en cuando la cabeza por la ventanilla para injuriar a otros conductores, incluyendo y esto no lo oía yo desde los tiempos de los Reyes Católicos a una mujer por ser mujer y estar al volante. La civilización de este hombre me aconseja no confesarle que en España no he utilizado nunca Uber ni Cabify, pero sí en Inglaterra, donde funcionan de maravilla: son rápidos, eficaces, pulcros, educados, tienen los coches limpios, no insultan, no echan espumarajos por la boca, no te dan vueltas, no escuchan basura episcopal por la radio, no conducen como maníacos y siempre sabes lo que vas a pagar. Después de este taxista, espero al menos que esta vez en el tren no haya ejecutivos entregados a su trabajo a mi alrededor. 

martes, 15 de enero de 2019

La gilipollez del Rally Dakar

Se corre estas semanas la 41ª edición del Rally Dakar. Pero no va a Dakar, sino a Lima. Antes se llamaba París-Dakar, pero tampoco iba de París a Dakar. Al principio, sí: se llamaba París-Dakar porque iba de París a Dakar. Pero las cosas cambian o, como decía don Sebastián en La verbena de la paloma, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Uno sabe que se corre el Rally Dakar (y que va a Lima) porque las televisiones están llenas de noticias sobre la carrera. De hecho, uno sabe que se va a correr el Rally Dakar porque, desde mucho antes de que empiece, las televisiones están llenas de noticias sobre la carrera (y seguirá habiéndolas hasta mucho después de que termine). En realidad, las televisiones y todos los medios de comunicación. Pero es que yo soy de los dinosaurios que todavía ven la televisión (y leen periódicos en papel), y esa es una de mis principales fuentes de información. A mí, el Rally Dakar siempre me ha parecido una gilipollez. Y no solo porque se llame así cuando ya no va a Dakar, sino también porque arrasar durante varias semanas los paisajes de los países pobres con una caravana de vehículos estrepitosos, contaminantes y destructivos (entre los que se cuentan camiones de varias toneladas, con ruedas como tractores) no es ni edificante, ni civilizado, ni divertido. La recua motorizada desfilaba por los países africanos y desfila ahora por los hispanoamericanos con la agresividad de la industria automovilística y la arrogancia del capitalismo, y no para mientes en lo que haya que cargarse. En Chile, por ejemplo, donde se han corrido etapas seis años, las motos, coches, quads y camiones del Dakar han dañado yacimientos arqueológicos de 2.000 años de antigüedad. También han perjudicado zonas del desierto de Atacama en las que crece la flora desértica, un fenómeno natural único en el mundo (en el que asoman especies tan singulares como las añañucas amarillas y rojas [rhodophiala phycelloides], el huille de flores blancas [leucocoryne], la pata de guanaco [cistanthe grandiflora], las coronillas del fraile [encelia canescens]  y las orejas de zorro [aristolochia bridgesii]). Los destrozos que causa esta nueva y más deletérea forma de serpiente multicolor no son solo arqueológicos y medioambientales: también son humanos. No me afectan demasiado los accidentes que sufren los propios conductores (o sus ayudantes), que han dejado un larguísimo reguero de heridos y lisiados, y que a menudo son fatales: 25 de ellos han palmado desde la fundación de la prueba, en 1979, a los que se sumaron, en 1986, el propio fundador, el francés Thierry Sabine, y cuatro personas más, en un accidente de helicóptero. Al fin y al cabo, ellos se lo han buscado. La mayoría se dejan la piel por accidentes y caídas, pero alguno ha muerto de un disparo, al pisar una mina o por deshidratación; y el motociclista Jean-Michel Baron se estampó en 1986, pero no murió hasta 2010, tras 24 años en estado vegetativo. Los accidentes que sobrecogen son los de personas que pasaban por allí. Hace tres días, mis queridas televisiones daban las imágenes de un espectador atropellado por un camión. El hombre no resultó muerto porque el cacharro no le pasó por el pecho, sino por las piernas; de otro modo, lo habría aplastado como a una uva. El conductor, además, no se paró a socorrerlo. Es lógico: estaba en una carrera, y en una carrera se trata de llegar cuanto antes a donde sea que haya que llegar, y no está uno para pararse por menudencias. Pese a lo trágico del incidente, el espectador arrollado había ido a ver el rally e, imprudente, había invadido el camino (o lo que fuera aquello) por el que pasaban los vehículos. Tuvo, pues, parte de culpa. Las desgracias que más duelen, si es que estas cosas tienen todavía la capacidad de afectarnos, son las de las mujeres y niños malienses, nigerianos, mauritanos, guineanos y senegaleses atropellados por los coches de la prueba. Cuando se entrevista a los participantes pasados, presentes o futuros del Rally Dakar, lo que siempre me ha llamado la atención ha sido la justificación de esa participación, que los periodistas deportivos, una de las especies más rastreras y más iletradas de los mass media contemporáneos, reproducen y amplifican en los medios: la superación. Antes era más frecuente apelar al espíritu de aventura, pero ahora de lo que se trata es de superarse. Una superación que invocan con especial vehemencia aquellos que padecen alguna minusvalía o limitación física, como Isidre Esteve, que ya había participado en el Rally Dakar, pero que ha seguido haciéndolo pese a estar postrado en una silla de ruedas desde 2007, a resultas de un grave accidente padecido en otro rally, celebrado en España. Así, cuanto más fastidiado esté uno, si es capaz de afrontar los morrocotudos desafíos de una prueba tan superferolítica como el Rally Dakar (o de cualquier otra igual de exigente, por estúpida que sea), más se supera. Pero superarse en algo tan inútil como conducir un coche de un lugar a otro, con el solo fin de conducir un coche de un lugar a otro (y llegar antes que nadie), es una superación vacua, una superación majadera, una mierda de superación, que solo sirve al negocio de las empresas de automoción y al circo planetario del deporte (y del periodismo deportivo). Si esta gente quiere superarse, que haga como tantas otras, como tantos millones de personas que lo hacen cada día, todos los días del año, con mayor esfuerzo, con mayor heroicidad, y sin ninguna publicidad: ninguna aparece ni un segundo en los telediarios que tanto espacio dedican al Rally Dakar y a sus pistonudos conductores: los que se levantan todas las mañanas sabiendo que se van a pasar el día cuidando de un enfermo incurable o un anciano desvalido; los que trabajan como perros, sin desfallecer, muchas veces en negro, sin derechos, sin protección, para sacar adelante a su familia o, simplemente, para sobrevivir; los que se esfuerzan en lo que hagan, y lo intentan y lo vuelven a intentar, hasta conseguir lo que mejora su condición o sostiene su dignidad; los que ayudan desinteresadamente a los demás, sobreponiéndose a dificultades y limitaciones, por compasión, por solidaridad, por afán de justicia; los que padecen maltrato e iniquidad y luchan sin descanso para defenderse o resarcirse; los que sobrellevan una vida de penalidades, pero se afanan para seguir viviéndola, y para que sea un motivo de alegría para ellos y para los demás; los empresarios, pequeños, modestos, que bregan cada jornada por ofrecer mejores productos o servicios y por garantizar los puestos de trabajo que dependen de su negocio; los que investigan, los que estudian, los que hacen arte, a menudo con pocos recursos, o contra la indiferencia o incomprensión de los demás, para obtener conocimientos, bienes o bellezas que mejoren la vida de todos. Todos esos, y muchos más, se superan cada día, a cada instante, y su superación es sufrida y verdadera, no esa superación idiota de pijos con GPS de última generación y anuncios multicolores en el coche que consideran una hazaña conducir de un lugar a otro, y alcanzar la meta antes que nadie, por muy en Perú que estén. Porque a Dakar el Rally Dakar ya no llega.

jueves, 10 de enero de 2019

Compramos un colchón

Hoy vamos a comprar un colchón. En realidad, no hemos hablado aún de comprarlo, sino solo de mirar, pero yo sé, en cuanto cruzamos el umbral de la tienda un establecimiento esquinero, de grandísimo y acristalado escaparate, que de aquí no saldremos sin uno nuevo. Ángeles lo necesita con urgencia y yo no estoy dispuesto a peregrinar por todas las tiendas de colchones de Sant Cugat hasta encontrar el más adecuado, el óptimo, el mejor. Obedezco a mi condición de varón cazador: las compras son un acto cinegético, en el que hay que proceder con rapidez, determinación y eficacia. Ángeles, en cambio, es una hembra recolectora morosa, paciente, deliberativa, una cualidad que, como casi todas las suyas, suele imponerse a la mía. Aunque esta vez tiene prisa: su lumbalgia no tolera ya la curvatura inevitable que sufre un jergón que ha de soportar mi peso y que lleva más de 13 años desempeñando tan esforzada tarea. De eso pienso aprovecharme: aquí, hoy, resolveremos el problema. Que esto sea, por una vez, llegar y besar al santo. Cuando entramos, una dependienta rubia y rolliza acude, presta, a recibirnos y a darnos la bienvenida. Es literal: "bienvenidos", nos dice. Nunca me habían dado la bienvenida en una tienda de colchones, ni, de hecho, en ninguna otra clase de tienda. Me pregunto si también nos ofrecerá un café, pero no, no nos ofrece un café. Va directa al grano: ¿alguno de Uds. [y le agradezco que no nos tutee; el tuteo establece una intimidad impertinente: la intimidad no puede ser impuesta por los demás, sino acordada por uno] tiene problemas de espalda? Ángeles se apresura a responder que sí, y yo añado que mis muchas horas diarias ante el ordenador me pasan también factura en las cervicales. Eso hace que nos conduzca, con una sonrisa de satisfacción, a un espacio aparte, ocupado por dos colchones medicinales. "Que sean medicinales no quiere decir que no sean cómodos", puntualiza, "y son los mejores para los problemas de espalda", remata. Serán cómodos, pienso, pero lucen adustos, puritanos: parecen colchones muy conscientes de su labor terapéutica, colchones que no están por tonterías, colchones con una misión en la vida. A mí me habría gustado que nos hubiese ofrecido otros más jacarandosos: un colchón de agua, por ejemplo, de esos que suscitan asociaciones sicalípticas, y que existen desde hace 5.600 años: los inventaron los persas, que llenaban de líquido recipientes de cuero; o un colchón de pelo de caballo, cuyos mejores modelos de la sueca Hästens cuestan 88.000 euros. Pero no: la dependienta nos lleva ante la presencia de sus colchones medicinales, que, insiste, son fabulosos para combatir nuestras dolencias: son firmes, pero se adaptan como un guante al cuerpo; transpiran; no se deforman; se mantienen libres de ácaros, insectos y otras sabandijas; y presentan una asimetría inteligente, que eleva un poco los pies del resto del cuerpo y favorece, así, la circulación sanguínea, lo que, sin duda, beneficiará a los ancianos que estamos a punto de ser, si es que no lo somos ya. Por si fuera poco, que estén fabricados con una espuma especial, high-density (así lo dice: jai dénsiti, como jai alai), evitará que el movimiento de uno en la cama zarandee al otro. Esta característica cautiva a Ángeles, que ya no está dispuesta a compartir el lecho, como en nuestros años de juventud y colchones muelleros, con un tren de mercancías. Ciertamente, la lista de utilidades del colchón medicinal es apabullante. Pero ante su inocultable severidad, que tiene algo de féretro o tumba, pasan ante mis ojos imágenes de todos los colchones que he tenido a lo largo de la vida. El ser humano pasa un tercio de su existencia durmiendo (o intentándolo), es decir, pasa un tercio de su vida abrazado a un colchón. Eso representa entre 27 y 30 años. El colchón es, pues, en muchísimos casos, más fiel (y más fiable) que la familia, más fiel (y más fiable) que la pareja. El colchón es nuestro compañero y nuestro amigo, aunque también, si padece uno insomnio, puede convertirse en un enemigo cruel. Pero, sea como fuere, siempre está ahí, dispuesto a acogernos, sin una queja (salvo, quizá, la de los muelles desnortados, la de las lamas exhaustas), abnegado, placentero y placentario. Veo el colchón de mi infancia y adolescencia, poco más que una colchoneta de espuma debajo de la cual, por consejo del médico de cabecera de la familia, mi madre puso una tabla de madera para enderezarme una espalda que siempre amenazaba, por mi altura, con venirse abajo. Veo aquel colchón de paja en el que mi padre y yo dormimos algunas noches en Azanuy: a él le encantaba, como demostraban sus ronquidos, porque lo devolvía a su niñez; a mí me resultaba desabrido: me pinchaba, y nunca llegué a captar el embrujo rural que aquella márfega conservaba todavía para él. Veo los colchones de lana que nos esperaban sin remedio en las casas de los pueblos donde pasábamos los veranos, y cuyos grumos jugueteaban azarosamente con mi cuerpo. Veo la colchoneta indeciblemente sucia del refugio de la estación de esquí de Núria, de la que apenas me preservaba el saco de dormir en el que me embutía, y que me procuró la reacción de un eccema galopante. Veo el colchón asimismo inhumano de la compañía en la que hice la mili, en el que se habían depositado los miasmas y toda suerte de sustancias demasiado íntimas de docenas de reemplazos de reclutas y soldados. Veo mi primer colchón de casado, muellero pero prometedor además, entonces no me importaba: era una mejora sustancial con respecto a casi todo lo que había tenido antes, en el que concebimos a nuestros hijos. Veo mi primer colchón viscoelástico, una novedad astrofísica, un lujo asiático, una prueba incontestable de que habíamos venido a mejor fortuna, de nuestro ascenso social. Y veo mi último colchón en Mérida, el mejor en el que quizá haya descansado nunca, donde depositaba las angustias de mis últimos meses en la Editora Regional de Extremadura, y cuyo nombre cometí el error de no anotar: un colchón gordo, acariciador, aterciopelado, infinito, que me envolvía con la dulzura de una madre y la rectitud de un padre. Ahora, en cambio, solo veo el colchón medicinal, con sus aristas sanadoras y su lisura cuáquera, que la dependienta continúa ponderando sin descanso. "Pruébenlo, pruébenlo", concluye, como me temía. Siempre me he sentido incómodo acostándome en los colchones de las tiendas para probarlos. Es algo, de nuevo, demasiado íntimo como para hacerlo delante de una desconocida. (Además, ¿cuántos se habrán acostado ya en él?). Sin embargo, Ángeles, que tiene muchos más escrúpulos higiénicos que yo, pero, incomprensiblemente, nunca ha sentido ningún reparo en tumbarse en los colchones de exposición, salta animosa al medicinal. "Está muy bien", sostiene. Yo lo hago, remiso, después de ella y lo siento duro como una piedra, pero no digo nada. "Es medicinal", pienso; "duro tiene que ser". "Y, si Ángeles lo ha encontrado bien, es que está bien", sigo pensando, algo lúgubremente. Supongo que en su impresión ha pesado con fuerza que no quiera volver a encontrarse como se encuentra ahora: rodando ladera abajo por su mitad de la cama hasta encontrarse conmigo, sólidamente desparramado en la mía. Así pues, y pese a la gravedad que transmite, o quizá por ella, nos quedamos con el colchón medicinal. Además, nos beneficiaremos de la oferta de temporada: una reducción del 21% del precio, coincidente con el importe del IVA. Además, se llevarán el viejo de casa. Además, nuestra espalda nos lo agradecerá. Además, ya habremos liquidado el asunto, a la primera y definitivamente. Hasta dentro de 10 años, como poco, en que quizá ya no haya colchones, o estén hechos con la materia de los sueños, o no sea necesario dormir.

sábado, 5 de enero de 2019

De bautismos y aeropuertos

El gobierno ha acordado hace poco rebautizar el aeropuerto de Barcelona, que toda la vida se ha llamado El Prat, con el nombre de Josep Tarradellas, el que fuera 125º presidente de la Generalitat de Cataluña: en el exilio desde 1954 a 1977 y en la Generalitat restaurada por la democracia española desde 1977 hasta 1980. La decisión, eminentemente simbólica, es otra de las medidas adoptadas por el gobierno de Pedro Sánchez para apaciguar las  encrespadas aguas del independentismo catalán. Aunque no sé yo si precisamente alguien como Tarradellas, que previó y anunció la radicalización del catalanismo, instigada por el victimismo y la corrupción de Jordi Pujol y sus secuaces, es el más adecuado para sosegar a Puigdemont y los suyos. Méritos, desde luego, no le faltan: como conseller en cap, promovió una ley del aborto progresista, en 1936; vivió 38 años en el exilio, durante los cuales mantuvo la legitimidad de la Generalitat histórica y la República española; sentó las bases de la Generalitat actual; se erigió en símbolo imperecedero cuando pronunció su célebre Ciutadans de Catalunya! Ja sóc aquí! (y obsérvese que no dijo Catalans!, como Franco decía ¡Españoles!, sino ¡Ciudadanos de Cataluña!) al regresar a Barcelona; y gobernó Cataluña tres tempestuosos años sin tacha de sectarismo o corrupción. Pero también dijo, refiriéndose a Pujol, que él "de enanos y corruptos no hablaba", y que el régimen que este había establecido en Cataluña era una "dictadura blanca". No creo que alguien que se exprese en esos términos, íntegro y clarividente, como Tarradellas, suscite el entusiasmo de los actuales cabestros del separatismo, y el recordatorio que hará su nombre en el aeropuerto de Barcelona de su figura será un chinche constante, que diría José Mota, en la conciencia de los hooligans Torra et al. Bien pensado, el acaso malsano placer que algo así nos procure a algunos quizá compense la tristeza que nos cause abandonar ese otro nombre, El Prat, que nos ha acompañado toda la vida y que asociamos con algunos de nuestros recuerdos más felices. 

En Kaliningrado alguien tuvo la feliz idea de proponer el nombre de Immanuel Kant para el aeropuerto de la ciudad. Allí, cuando aún era Königsberg, capital de la Prusia Oriental, mucho antes de que los rusos conquistaran el territorio durante la Segunda Guerra Mundial y lo incorporaran a la Unión Soviética, había nacido, estudiado, profesado, escrito y muerto el que acaso sea el filósofo más importante de la edad moderna, sin el cual no puede entenderse el pensamiento ni la cultura occidentales de hoy. Resultaba, pues, adecuado y plausible que un lugar como el aeropuerto lo homenajeara así. Sin embargo, en Kaliningrado, sede de la flota rusa del Báltico, abundan los almirantes rusos, y ya se sabe que los almirantes rusos no son gente de fiar, sobre todo cuando los manda alguien tan poco de fiar como el ex agente del KGB Vladímir Putin. Henchidos de amor indígena, militares y ultranacionalistas, valga la redundancia, han llamado a Kant enemigo y traidor a la patria (rusa, se entiende), y las turbas, obedientes al dictado de los verdaderos hijos de Kaliningrado, han llenado de pintura y oprobio los varios monumentos a Kant de la ciudad y conseguido que el aeródromo se llame por fin Isabel I (de Rusia, claro; no de Inglaterra ni España), que queda mucho más regio, patriótico y hasta feminista. En este vendaval que avergüenza, o debería avergonzar, a la humanidad, uno de los prebostes de la Armada, el vicealmirante Igor Mujametshin, que tiene nombre de luchador uzbeko de ultimate fighting, y que sin duda mentalmente lo es, instó en plata: ordenó a sus (muchísimos) soldados a no votar a Kant (dado que el nombre se decidía por votación popular), alegando que el filósofo había traicionado a su patria (aunque no especificó cómo), que se había humillado y arrastrado “de rodillas para que le dieran una cátedra en la universidad donde daba clases” (tampoco justificó este aserto, ni falta que le hacía) y, escandalosamente y para concluir, que había escrito “unos libros incomprensibles que nadie de los que están aquí ha leído ni leerá nunca”. En esto último llevaba razón, al menos en lo que a él mismo y probablemente a sus conmilitones concernía. Para el vicealmirante Mujametshin, seguramente los cuentos de Winnie the Pooh sean una lectura ardua. Para cerrar su inflamada intervención, el entorchado cómitre pidió a los marineros y, por su mediación, a sus parientes que votaran por el almirante Alexandr Vasilevski, que había dirigido el asalto de las tropas rusas a Königsberg en 1945, aduciendo que un lugar donde “se había vertido la sangre de soldados y oficiales soviéticos no podía llevar el nombre de un extranjero”, aunque tal extranjero no lo hubiese sido ni un solo minuto de su vida en la ciudad en la que había nacido, estudiado, profesado, escrito y muerto, y a la que había honrado con su presencia y su obra. La arenga de Mujametshin contribuyó al propósito perseguido: que Kant no diese nombre al aeropuerto. Quedó segundo y, para su mayor vilipendio, ex aequo con Vasilevski. (Charlot quedó tercero una vez en un concurso de imitadores de Charlot, en Suiza).

El tercer y último caso de disputa por el nombre que ha de llevar un aeropuerto se ha dado, se está dando todavía, en Santiago de Chile, para cuyo aeropuerto internacional se busca nueva denominación, más glamurosa y universal (actualmente, se llama Comodoro Arturo Merino Benítez; por muchos méritos que atesorase el comodoro –tal que ser el  creador de la Fuerza Aérea de Chile y el fundador de sus líneas aéreas nacionales, que no es moco de pavo, su atractivo internacional es escaso). En el Parlamento se debate si ese honor debería recaer en Pablo Neruda. Así parecía que iba a ser, dada la magnitud de su figura y la importancia de su obra, pero los grupos feministas han protestado airadamente porque, según dicen, el poeta fue un maltratador de mujeres: primero abandonó a una hija enferma, Malva Marina, nacida en 1934 y aquejada de hidrocefalia, y luego reveló en Confieso que he vivido que había forzado a una criada en Ceilán, donde había sido cónsul en 1928. Los grupos opositores proponen que el aeródromo lleve el nombre de Gabriela Mistral, premio Nobel como Neruda. Una investigación reciente ha dejado al descubierto la relación o, mejor, la falta de relación de Pablo Neruda con la infortunada Malva, pero el caso del abuso sufrido por la ceilandesa estaba ante los ojos del público, descrito por el propio Neruda, desde 1974, el año de la publicación de sus memorias. Como la muerte del poeta (asesinado, por cierto, por Pinochet, según las últimas pesquisas) interrumpió la redacción del libro, su ordenación y salida a la luz corrió a cargo del también poeta Miguel Otero Silva y de su mujer Matilde Urrutia. Sobre la tortuosa paternidad de Neruda no tengo nada que decir: no conozco con el suficiente detalle el caso como para condenarlo. De cualquier modo, me resulta muy difícil, si no imposible, juzgar moralmente a alguien por las bondades o maldades de sus relaciones familiares, que pertenecen siempre al complejo mundo de los afectos o desafectos más íntimos de la persona. Tampoco yo quiero ser juzgado por ellas. Y, en cualquier caso, ni afectan ni tienen por qué afectar a la valoración de su obra, que es o debería ser ajena al desempeño civil del escritor. 

En cuanto a la alegada violación de la sirvienta, este es el relato que hace Neruda (Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974, pp. 140-141):

El cubo [en el que Neruda hacía sus necesidades en el cuchitril en el que vivía en Colombo: era 1928] amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.

Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.

Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.

Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.

Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.

En el actual momento de la reivindicación feminista, álgido y combativo, y que a veces, llevado por su propio impulso censor, resbala a lo inquisitorial, este relato le ha valido a Neruda descalificaciones feroces Confieso que he violado, ha pasado a titularse su libro en pasquines digitales, amén de la negativa a que su nombre sea el del aeropuerto de Santiago. La reacción de los críticos ilustra bien el fenómeno del juicio retroactivo: de repente, en lo que había estado a la luz durante más de cuatro décadas, por la propia voluntad del acusado, sin que nadie reparara en ello, recae el rayo láser de la opinión vigente, hirsuta y en ocasiones ordálica, y cobra una nueva y siniestra vida, a cuyo vilipendio acuden con presteza todos los moralmente indignados, los enarboladores de la razón ética, los puros de pensamiento, palabra y obra. Se censura, así, lo sucedido en el pasado según los criterios actuales; proyectamos lo que a muchos nos subleva hoy en lo que no suscitaba sublevación o no en la misma medida cuando ocurrió. No digo que mantener una relación sexual con una persona como la que describe Neruda sea, ni fuese hace casi un siglo, moralmente aceptable (el poeta, de hecho, remata la escena con una avergonzada autocondena), pero sí creo que su bajeza estaba atenuada por el contexto en el que se produjo: la propia pasividad de la mujer parece denotar que asumía lo que su sociedad había establecido como tolerable o incluso inevitable. Si condenamos a los escritores que cometieron actos que hoy consideramos inadmisibles, una buena parte de la nómina empezando por Dios, cuyo Antiguo Testamento es un compendio de barbaridades incalificables debería ser arrojada a las llamas del infierno, junto con casi toda la literatura mundial. Ambos planos deben mantenerse separados: el comportamiento personal de los artistas pertenece a una esfera distinta de la de sus obras, que han de juzgarse por sus méritos estéticos. Y los de Neruda son indiscutibles: su poesía, crítica, sensual, exaltada y exaltadora, reivindicativa de la solidaridad y la justicia, uno de los mayores monumentos literarios del siglo XX, ha dado placer y mejorado moralmente a millones de personas, y no sin razón García Márquez ha llamado a su autor "el más grande poeta de la centuria en cualquier idioma". Fueran cuales fueran sus equivocaciones, Neruda ha hecho mucho bien a hombres y a mujeres, y no solo con su obra, sino también con su labor personal, con su implicación en la defensa de la República española y sus infatigables esfuerzos, que culminaron con éxito, para llevar a Chile a más de 2.000 republicanos españoles, el mayor contingente de pasajeros de toda la historia del exilio español tras la Guerra Civil, a bordo del Winnipeg, y salvarlos así de la persecución, la cárcel y acaso la muerte. A mí me gustaría que el aeropuerto internacional de Santiago de Chile llevara su nombre. Además, su poesía me gusta mucho más que la de Gabriela Mistral.