lunes, 25 de abril de 2022

La soledad invencible

La evidencia de la soledad es una de las más palmarias que he experimentado. La primera redacción de esta frase inicial (más importante, en un texto, que la última, contra lo que suele creerse) decía: «que experimentamos». Pero no quería generalizar, que es otra forma, más grosera, de imponer el propio pensamiento —el propio yo— a los demás, precisamente porque estoy hablando de la soledad, un asunto irreductiblemente individual (aunque, sumado a tantos otros asuntos irreductiblemente individuales como personas existen, constituye un problema radicalmente colectivo). «La vida es soledad. / Nadie conoce a nadie. / Cada uno está solo», decía Herman Hesse, aquel alemán al que tanto leíamos cuando éramos adolescentes, en «Entre la niebla». Es una formulación estricta y exacta de un hecho que no puede sino imponerse, si mantenemos abiertos los ojos de la conciencia y despejada la capacidad para reconocer la verdad: para construirla en cada circunstancia de la vida. Manoteamos, a lo largo de los años, por vulnerar ese hecho, o por inadmitirlo: la familia nos estabula en un reducto no elegido, que tanto puede mitigar las arideces de los días como acrecentarlas hasta convertirlas en una condena o una tortura; la amistad procura un alivio cálido pero inevitablemente transitorio, susceptible, además, de numerosos palideceres y enflaquecimientos; y el amor, ¡ah, el amor!, se presenta como el gran redentor de la soledad humana, como la fusión de un ser con otro ser, como la compaginación casi mística de sendos devenires naturalmente separados. Pero, como los anteriores bálsamos, es solo una quimera: un sucedáneo epidérmico de la consonancia, transido de intereses e inflado de mitos consoladores. Algunos, más desengañados o más incapaces o más ilusos, encontramos algún refugio en el arte; yo, en la literatura. Con un libro nunca estás solo, han dicho muchos por ahí y he pensado yo también, voluntariosamente, mucho tiempo; hasta cierto punto, lo sigo pensando, pero con mayor escepticismo que antes. Porque mi creencia ha pasado a ser: no importa lo que hagas, siempre estarás solo, aunque algunas tareas puedan aturdirte y apartarte, siquiera fugazmente, de esa realidad inexorable. Batallamos por que no haya fronteras entre el ser y el mundo: por no hallarnos a la deriva en una unidad incomunicada e incomunicable, que surca la oscuridad esencial de la existencia; por no flotar en una nada en la que solo estamos nosotros, o que somos nosotros. Salir del yo para encontrar al otro significa abandonar el agridulce refugio que, pese a todo, nos proporciona nuestra intemperie —la que edificamos con nuestras debilidades, nuestras imperfecciones y nuestros miedos— y empezar un baile de golpes con las aristas de las intemperies ajenas, que son mudas, o que apenas balbucean, pero que hieren; una zarabanda de rozaduras con las asperezas de los demás, tan callosas como las nuestras. A veces creemos que podremos tender puentes, o que seremos capaces de vencer la incomprensión, o que gobernaremos las diferencias y la distancia. Pero el centro está lejos. Y, ay, la periferia también. Ese núcleo en el que ciframos la disolución de nuestra soledad es inalcanzable. Y el territorio que debemos atravesar para comprobar que lo es, no solo se prolonga sin horizonte durante la vida, sino que está plagado de secretos, y rincones inconfesables, y convenciones (que, además, no hemos establecido nosotros, sino seres desconocidos y casi siempre malignos), y cobardías, y olvidos, y un mar de estratos y superposiciones que anulan cuanto somos: que lo minan, aunque pretendan acorazarlo. El otro es, en realidad, inaccesible. Y nosotros mismos, también. He dicho «cuanto somos», pero ni siquiera sé si somos algo —si el ser puede fijarse, si cabe delimitarlo como un continente de fenómenos incontrovertibles—, y acaso eso constituya la soledad más cierta (y más horrenda): la de quien ni siquiera es capaz de afirmarse. Borges escribió memorablemente en «Un sábado»: «Está solo y no hay nadie en el espejo». Churchill, que practicaba sin descanso la mordacidad inteligente, dijo algo parecido, pero exento de implicaciones existenciales: «Llega un taxi vacío y se baja Clement Atlee», refiriéndose al líder laborista, durante muchos años su principal rival político, un hombre, por cierto, delgado y pequeño (pero enorme en la defensa de los valores públicos: él creó, por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud, la atención médica universal en su país). La carcajada que suscita la boutade del viejo Winston no dinamita el pasmo profundo: por la invisibilidad que nos procura la soledad; por la certidumbre de la soledad que te hace desaparecer. Quizá vivamos muchos años con una persona y descubramos al final que nunca hemos sabido nada de ella. O quizá descubramos que, tras muchos años de convivencia con nosotros mismos, también nosotros éramos unos desconocidos. Que nuestro estar aquí es solo una ficción, o un búnker en el que es imposible entrar, y más aún salir, o un campo de batalla en el que nunca derrotamos a nuestra incapacidad para expresarnos, o en el que siempre nos derrota nuestra incapacidad para entender: para salvar la lejanía de otros cuerpos que se nos resisten, aun entregándose carnalmente; de otras conciencias que se niegan a volverse porosas, a ser penetradas; de otros espíritus —si es que tal cosa existe— en los que podamos poner las manos, como las ponemos en la arena o en la nieve. En esa conexión material depositamos nuestras esperanzas, que no pueden verse sino frustradas. La soledad es la antesala de la muerte, que visitamos a cada instante. La soledad es el camino que recorremos cada día, minuciosa, interminablemente. La soledad es la respiración. Y es irremediable, por más que gritemos, o sonriamos, o hagamos el amor con alguien a quien queramos. Somos soledad, y no podemos redimirla con nadie. No podemos diluirnos en nadie.

martes, 19 de abril de 2022

Apuntes sobre pintura

Juan Manuel Uría es un poeta que pinta y un pintor que escribe poesía. Aunque en estos Apuntes sobre pintura nos descubra que empezó siendo pintor —en el papel pintado recién colocado de su casa, cuando tenía dos años, como sus padres podrán recordar; entonces, inconscientemente, quería copiar a Kanagawa— y que, tras muchos años de ejercicio de ambas artes, prefiere la pintura, porque en ella no hay mediación alguna —ningún lenguaje articulado ejerce de filtro, de estadio intermedio, entre la conciencia y la obra—, tanto da: poesía y pintura se funden en su sensibilidad, y en su trabajo, con una naturalidad admirable. En ambas empieza por lo mismo: mirar. Mirar no solo para deslindar un fragmento de la realidad, sino también, y aun sobre todo, para deslindar un fragmento del ser: ese que se proyecta, o quiere proyectarse, desde el magma de la psique, en un objeto o un instante, y constituirse en trazo o verso. Esa revelación del espíritu es también la revelación de algo que ya existía, pero que aún no se había visto, que aún no se sabía que estaba ahí, aunque estuviera delante de los ojos. La mirada de Juan Manuel Uría crea realidad: la suya, la nuestra. Es un error muy común creer que el poeta es alguien que escribe. No: en primer lugar, el poeta es alguien que mira, que sabe mirar, y que luego, si acaso, vierte esa mirada en la horma del lenguaje, para que sea también la de todos. La tarea del poeta, y la del pintor, es mirar y construir, construirse, con esa mirada.
    En Apuntes sobre pintura, Juan Manuel Uría repasa y analiza el proceso de creación que sigue como pintor. Y lo hace fragmentariamente, una manera caleidoscópica —lo caleidoscópico le seduce— de afrontar la reflexión sobre su propia labor, una forma clásica de la contemporaneidad: el apunte, el fragmento, el aforismo. El uróboros del pensamiento se constituye así a ráfagas, saltando de tesela en tesela hasta configurar el mosaico de un círculo infinito, interrumpiendo a cada paso la continuidad del discurso para alcanzar, paradójicamente, una continuidad más firme, que trasciende la línea y se asienta en una multitud dispersa, en una nube de asedios y fulguraciones. En estas notas, que, pese a su brevedad, no son a vuelapluma, sino que están gravemente pensadas, se reúnen la inteligencia y la incertidumbre, la ironía y la subjetividad. Con una prosa en la que se transparenta su condición de poeta —tan precisa como depurada, y hospitalaria con algunos procedimientos singularmente líricos, como la paradoja o la repetición—, Juan Manuel Uría labra un diario personal, un cuaderno de trabajo y un tratado de estética. La suma de estos elementos le permite expresar tanto sus preocupaciones existenciales como su concepción del arte; tanto el trato que debería darle la sociedad a la pintura como el servicio que esta puede prestar a la sociedad; tanto sus mecanismos creativos —incluso sus trucos de taller— como las dificultades que ha de vencer; tantos los artistas que estima como las escuelas que aborrece; tanto sus filias como sus fobias, y ambas muy razonadas, con lo difícil que es razonar los gustos y los disgustos.
    Juan Manuel Uría se asienta en la tradición estética de la vanguardia y, con mayor precisión, en el afán surreal, que razona con tino y convencimiento. Para él, la pintura no es, no puede ser, la simple traslación de algo exterior al lienzo o al papel. Porque, si lo es, no significa nada: no aporta nada. Para él, la correspondencia no se establece entre el ojo y lo que está fuera del ojo, con el fin de confeccionar una reproducción reconocible, sino entre la conciencia y lo que está fuera de la conciencia (o dentro, pero aún no lo hemos aprehendido): es esta la que retrata al mundo, la que se vuelca en el mundo, la que es el mundo. La pintura no plasma los paisajes que están ahí afuera, sino los que están aquí adentro; no el mundo que vemos, sino lo que vemos en el mundo. “La pintura”, escribe Juan Manuel Uría, hegeliana (y marxistamente), “es un intento de levantar puentes entre el adentro (tesis) y el afuera (antítesis) para lograr la síntesis de la superrealidad, rozando con un dedo la belleza”. Por eso su rechazo del realismo es absoluto; y del hiperrealismo, hiperabsoluto. Juan Manuel Uría huye en la pintura, como de la peste, de la normalidad, de la sensatez, de lo previsible y contemporizador. No atiende a límites ni a comodidades. Solo lo difícil es estimulante, decía Lezama Lima. Y lo difícil es el objetivo de Juan Manuel Uría, como él mismo declara en una de sus anotaciones; y su tendencia, lo imposible. La pintura es para él un rapto y un combate, que nunca sabe cómo empieza y menos aún cómo puede acabar; normalmente, dice, con la tela o el papel rasgados, y los lápices rotos, y las pinturas derramadas, y el cuerpo exhausto, pero el ánimo feliz, aunque el cuadro no haya salido. La pintura es una aventura por lo imprevisible, por lo no pensado —aunque en estos apuntes piense muy bien lo que dice, y él pinte para pensar—, en busca de lo que siempre han buscado los artistas verdaderos: el otro lado, la otra realidad, la sustancia oculta de lo que ocurre, de lo que nos ocurre. Su manipulación de lo visible aspira a lo invisible. Y en esta aventura, que es una lid muy fiera, parte del vacío, de un vacío creador, de un vacío a la escucha, atento a cualquier vibración de la conciencia, y se adentra, armado de intuición y con toda la libertad de la que es capaz de revestirse —en interminable pugna con los prejuicios y las arbitrariedades que imponen el orden social y las escuelas de Bellas Artes—, en el territorio de lo desconocido, de lo que nos revela a la vez que se revela. Juan Manual Uría no teme, en esa pelea constante, la imperfección ni la contradicción. Ambas encarnan lo humano, y él abraza lo humano; ambas son claraboyas —a veces, puertas— a lo no sido pero que ahora es, a lo ininteligible pero cristalino, a lo áereo y no obstante grávido. Se trata de que la pintura —como la poesía— transmita calor: que sea aliento y sudor, como una vaharada en invierno, como un derramamiento de esperma; que sea sombra y día, bondad y perfidia, inconsciencia y razón; que lo sea todo, en realidad, y que esa síntesis se traduzca, como dice Uría en uno de estos fragmentos, “en un desvelamiento que se [acerque] al silencio metafísico, sublime, de un mar en calma”. Como tampoco teme a a lo monstruoso. De hecho, lo busca, lo ensalza: gracias a lo monstruoso —a la pintura, verbigracia, de Francis Bacon, de Toulouse-Lautrec, de El Bosco, de William Blake, que fue también conspicuo poeta— se han conseguido visiones nuevas de lo humano. Lo monstruoso forma parte, para Juan Manuel Uría, de un conjunto de características que definen el mundo otro, radicalmente individual, quebrantador de lo canonizado, espurio y por eso mismo iluminador, en el que también se encuentran la deformidad, la desproporción, la ausencia: todas las formas de la asimetría, que garantizan la realidad verdadera, la realidad que está más allá de lo pactado, de lo común. Coherentemente con su teoría, la contradicción está presente en estos Apuntes sobre pintura. “¿Me contradigo?”, se preguntaba Walt Whitman en un poema; y se respondía: “Pues bien: me contradigo”. Uría demuestra el sentido profundamente humano que tiene este reconocimiento. En un apunte, afirma: “La belleza no es codificable ni se puede someter a reglas. Además, a la verdadera belleza le importamos un comino. Le da igual si la contemplamos o no. No nos necesita”. No importa que no se esté de acuerdo con el aserto —la belleza solo existe si es contemplada; y también es codificable, como todo en el mundo atómico (y en el subatómico), aunque los códigos sean siempre falibles y estén sujetos al azaroso curso de la historia—; lo importante es su pertinencia discursiva y su adecuación al cosmos estético del autor, y, por lo tanto, su íntima veracidad. Como también es veraz este otro apunte, formulado muchas páginas más tarde, que acaso desmienta la invocada indiferencia de la belleza por su contemplador: “¿Seguirá ahí el cuadro cuando el observador desaparece?”.
    La pintura es, para Juan Manuel Uría, una actividad sagrada, esto es, partícipe de una condición trascendente. Pero es una sacralidad laica: no pretende el vínculo con ninguna divinidad exterior, sino con la muy interior del propio ser humano: con sus entrañas sintientes y su razón creadora. Esa actividad tiene muchos objetivos, de varios de los cuales ya se ha dado cuenta en este prólogo —innecesario, como todos—. Pero otro, esencial, y cuya mención no quiero omitir aquí, es la captura del instante, como también persigue el haiku, del que Uría se demuestra conocedor y, como poeta, es practicante. El pintor, como el poeta, quiere detener el tiempo en el papel. “Todo arte”, leemos en uno de estos Apuntes sobre pintura, es “un esfuerzo (…) por aprehender, fijar, retratar el instante”.
    Apuntes sobre pintura es un vasto, modélico fresco de las tribulaciones y pensamientos de un espíritu creador, que busca entender su arte para entenderse a sí mismo y al mundo. La prosa de este libro es excelente. No lo es menos el arsenal de intuiciones y dudas que despliega, que nos interpelan como una pincelada incisiva o un brochazo mordiente. Todo en él es vívido y vivido; todo, hasta lo incomprensible, tiene sentido.

[Prólogo de Apuntes sobre pintura, de Juan Manuel Uría, Madrid, Polibea, 2022, pp. 7-14]

miércoles, 13 de abril de 2022

En Bilbao: la Fundación Blas de Otero (y 2)

Hoy he quedado para tomar un café con el poeta y escritor José Fernández de la Sota, al que conozco, intercambio de libros mediante, desde hace muchos años, pero al que nunca había tenido la ocasión de saludar en persona. Nos hemos de encontrar en la cafetería del Museo de Bellas Artes de Bilbao, junto al parque de Doña Casilda de Iturrízar, de aires tan británicos, y tan hermoso como su nombre. Para llegar al lugar de la cita, he de atravesar el barrio africano de Bilbao; quizá haya otros, pero este sin duda es un barrio negro. La mucha inmigración magrebí y subsahariana parece concentrarse en estas calles —como la de San Francisco— en las que abundan las tascas étnicas y los locutorios desde los que se puede mandar dinero al infinito y más allá. Aunque también, en este cogollo foráneo, encuentro un misterioso Museo de las Reproducciones, que no sé si es un museo erótico. A continuación, hay una tienda que, según reza el cartel manuscrito colgado en la puerta del establecimiento, no permite entrar en patinete. Y, más allá, una casa de lenocinio. (Me encanta esta expresión: casa de lenocinio, que se usaba mucho en las novelas sicalípticas [otra palabra fantástica: sicalíptico] que leían nuestros bisabuelos, pero que hoy ha caído en desuso [la expresión, no la casa]). Un joven africano, con una cerveza en la mano, canta y bailotea por la calle. Tres marroquíes discuten en un puente. Los autóctonos que transitan por el barrio también dejan su impronta. Una treintañera le cuenta a otra lo que le dijo a un hombre: “¡Qué antiguo eres, con tanto pelo!”; y yo, que no sabía que el pelo se asocia entre los jóvenes con la ranciedad, me siento fatalmente provecto. Un hombre que pasea con su pareja se aparta de golpe de ella y le grita: “¡Cari, coño, que no me hagas eso!”. No sé a qué se refiere, pero debe de ser tremendo. Pasa también un coche patrulla de la policía local, cuya sirena suena como unas maracas: para reducir el impacto acústico, la gendarmería ha elegido a Antonio Machín; no es una mala opción. A José me lo encuentro antes de llegar al Museo de Bellas Artes, por la calle. Yo, que llego con alguna antelación, me dirijo a un Re-Read cercano y, de pronto, José aparece por una esquina. Nos reconocemos y nos abrazamos, y decidimos hacer juntos la visita al Re-Read. Compro varios libros y le regalo uno a él: Libro de las enumeraciones, un excepcional poemario de Bruno Marcos Carcedo, publicado en 1996 en la benemérita colección Provincia, de León, que durante mucho tiempo dirigió Antonio Gamoneda (“No tiene fin la ansiedad y muerde la piel como una solución carbónica y recorre el interior del tiempo y se enquista en los labios como una cifra mientras el corazón se sacude como un pez...”, escribe Bruno). Pero el dueño de la librería se queja de que le vaciamos los estantes. Es el primer vendedor que conozco que lamenta vender. Le digo —y me siento estúpido al decirlo— que vender es bueno para el negocio, y el hombre me contesta, que sí, que vale, que no está mal, pero que a él lo que le gustaría es vender y que los estantes siguieran llenos. “Es que tú lo quieres todo”, añado. “Claro, como todo el mundo”, zanja el insólito mercader. José me lleva, después de la razzia en el Re-read, a ver el nuevo estadio de San Mamés, de aires catedralicios, pero no por su elevación, sino por su majestuosidad, por su espesura anillada y escamosa. El campo, un dónut gigantesco, se alza en un promontorio desde el que se divisa, al otro lado de la ría, el barrio de Zorrotzaurre, unas vistas de las que disfrutaríamos más, no obstante, si no hubiese empezado a llover, y hasta granizar, con rachas de viento que tratan a mi exiguo paraguas como si fuese de papel. Al lado mismo del estadio hay varias facultades de la Universidad del País Vasco: esa cohabitación del espectáculo popular que es el fútbol y la educación superior que es —o debería ser— la universidad, es una certera metáfora de la hibridación social de esta tierra y de la mezcla de pasiones —o pulsiones— que anima a sus gentes. Como el tiempo no mejora, José y yo nos apresuramos a refugiarnos en la cafetería del Museo, un lugar pequeño, pero, acristalado como está, lleno de luz, hoy gris, y de verdor. Allí hablamos de lo que siempre hablan los letraheridos: de letras y de heridas. Yo le cuento que otra participante en el Festival de las Letras al que me han invitado, una treinteañera profesional de la cultura, que habla con la jerga de los profesionales de la cultura y solo expone las ideas amasadas por los profesionales de la cultura —el coordinador del Festival la ha presentado, en una entrevista que hemos hecho ambos para la agencia Efe, como “pensadora”, entre muchas otras cosas, y yo me echo a temblar de que lo que expele esta mujer sea considerado  “pensamiento”, y, además, pensamiento contemporáneo, progresista: el pensamiento que hay que compartir—, no sabía quién era Ramón J. Sender (igual que otra joven novelista a la que conocí en Inglaterra, que nunca había oído hablar de Ignacio Aldecoa). José me habla, por su parte, de los muchos escritores —varios de ellos, vascos— que fueron referentes intelectuales y hasta éticos en su momento, pero que, por ofuscación o senilidad, han abrazado la reacción. Sánchez Dragó es el ejemplo más evidente: desde los fabulosos pero bien documentados y escritos delirios de Gárgoris y Habidis hasta VOX. Aunque este hombre siempre se ha movido por el pasado: hoy ha culminado su andadura y vuelto al paleolítico. José y yo coincidimos casi totalmente en la valoración de muchos poetas de nuestro tiempo (coincidencias que se dan asimismo en lo personal: por ejemplo, ambos fuimos gastadores en la mili, y haber compartido una condición castrense que te obliga a llevar un CETME al pecho y un serrucho o un hacha a la espalda, une mucho). Ninguno de los dos nos explicamos el prestigio abrumador de Gil de Biedma, que nos parece un poeta insuficiente, por decirlo con suavidad; en cambio, los dos celebramos la poesía y la obra en prosa de Gimferrer y Gamoneda, y la crítica literaria de Miguel Casado. Tras la distendida charla y varios tés, José quiere enseñarme la Fundación Blas de Otero, que dirige, y me acompaña a su sede. Me emociona visitarla, porque Blas de Otero fue un poeta esencial en el despertar de mi vocación poética. De hecho, fue, con Pablo Neruda, el autor que determinó que me dedicara a esta tarea humilde y solitaria, pero salvadora, de la poesía. Hace mucho años, leí Ancia con pasmo y fervor (como el Canto general de Neruda), y supe que aquello era lo que yo también quería hacer; o lo más parecido que pudiese. José me enseña los objetos personales que se conservan de Blas —en primer lugar, su boina, que cuelga de un perchero a la entrada, como si el poeta fuese a salir de casa en cualquier momento, pero también plumas, gafas y papeles— y luego, con delectación, su biblioteca, también personal, de la que extrae, con cuidado, algunos ejemplares especialmente valiosos, como la primera edición española de Trilce, de 1930 —que fue la que realmente propulsó a César Vallejo en el mundo hispanohablante—, o las ediciones princeps de Hijos de la ira (otro libro decisivo en mi formación como poeta), Poemas humanos —de nuevo, Vallejo— o La casa encendida, el enorme poemario de Luis Rosales, entre muchos otros. En una edición de poemas de Unamuno, Blas anotó en una página de respeto: “Si este hombre es poeta, yo soy arzobispo”. Es lo mismo que he garabateado yo en no pocos libros de poesía (comparándome con astronautas, pilotos de cabotaje o el descubridor del Amazonas). No obstante, espero no equivocarme como él, porque Unamuno sí fue poeta, y esencial en la poesía española del siglo XX, aunque no destacara por algo fundamental en Blas de Otero: el sentido musical del verbo. Unamuno, es sabido, tenía poco oído. Cuando salimos de la Fundación, caen el sirimiri y la tarde, y yo me recojo con prisa, pero con buen sabor de boca: ha sido un día espléndido de conversación, literatura y amistad, y celebro haberlo vivido, aunque algo mojado.

sábado, 9 de abril de 2022

Ideas sobre la traducción

Muchos críticos y reseñistas dicen, ante un libro traducido: “Como dice [el autor]...”. Pero el autor no dice eso, sino otra cosa. Quien ha escrito las palabras que se leen, es el traductor.

Aquel que, ante diferentes traducciones de un autor, pedía con desesperación: “¿Pero qué dice? ¿Qué dice de verdad?”. Esa es la esencia –y el drama– del traductor. “Qué dice de verdad” solo se puede saber leyendo el texto original.

Todo es traducción: de los actos de los demás, del sentido de las cosas, de nosotros mismos. Pugnamos siempre por convertirnos en algo comprensible, porque nos resultamos extraños, porque no entendemos nada.

Y todo es traducible, bien sea con la correspondencia léxica pertinente, con una traducción circunlóquica que explique el original o con una nota a pie de página, aunque esta última implique un cierto reconocimiento de derrota. Porque se traduce el sentido, no las palabras, como se advierte con claridad en las frases hechas. Si queremos decir “de perdidos al río” y solo traducimos las palabras, obtendremos from lost to the river. Si traducimos el sentido, recurriremos a términos que no tienen nada que ver con “perder” y “río”, pero que comunicarán correctamente la idea: in for a penny, in for a pound.

Hay muchas formas de decir bien las cosas.

Traducir supone comprender que cada idioma tiene una lógica particular (y solo cuando se aprende esa lógica, se aprende en realidad el idioma): relativiza la concepción del mundo, subraya la arbitrariedad de las ideas y las descripciones que manejamos, porque las ideas y las descripciones solo puede formularse con palabras, solo pueden revestirse de la carne de las palabras.

Hay que ser modesto: por una parte, las cosas siempre se pueden decir mejor de lo que las ha dicho uno; por otra, la traducción está fatalmente destinada a diluirse con el tiempo en el flujo del idioma, salvo que se convierta en una obra de arte en sí misma, como el Cantar de los cantares de Fray Luis de León.  

La traducción es la lectura más radical posible, que permite un abismamiento asimismo radical en la vida/psique del autor. Ese “ser otro” y ese “vivir más”, en la piel del autor, es uno de los grandes objetivos de la literatura: incrementar la vida, existir con más intensidad.

A quien traducimos, nos traduce.

Al traductor, una figura flexible por naturaleza, se le puede considerar muchas cosas: además de un traidor y un impostor, también un camaleón. Pero un camaleón que deja su impronta –su estilo– en lo que traduce: Borges, por ejemplo, simplifica al torrencial Whitman. Y un actor: los traductores son los actores de la literatura, los que interpretan el papel de otro, los que dan vida en un idioma a lo escrito en otro.

Los traductores y los actores suelen ser gente de izquierdas. Como los mineros. Los tres se sumergen en otros mundos y devienen conscientes de la relatividad de todo, o de su discrecionalidad: la realidad, tal como la entendemos –es decir, tal como la construimos–, no es más que una disposición arbitraria de los elementos del mundo; y nada está más allá de su representación. 

Traducir siempre es un campo de minas, y el error puede estallar en cualquier momento. La traducción es tan importante que ese error puede generar una diferencia civilizatoria. Nuria Barrios, en su reciente ensayo La impostora, recoge la tesis de Delphine Horvilleur, en En tenue d’Eve, según la cual, si en el cristianismo hubiera prevalecido la primera versión del Génesis sobre la creación de Adán y Eva [“Y creó Dios al hombre a su imagen: varón y hembra los creó”] sobre la segunda [“No es bueno que el hombre esté solo; (...) mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco de carne. Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre”], la mujer no habría estado condenada a la subordinación al hombre, como ha ocurrido en los últimos dos mil años. El error proviene de traducir la palabra hebrea del Génesis tzela como “costilla” –es decir, como parte de un cuerpo, como elemento supeditado de un ser– en lugar de como “lado”/“costado”, tal como se traduce casi siempre en los Evangelios. En el Éxodo, por ejemplo, tzela se refiere a los lados del tabernáculo.

En el traductor hay siempre un poso de insatisfacción, pero también puede quedar deslumbrado por un fogonazo de perfección (le mot juste que perseguía Flaubert; o, ya puestos, la phrase juste, le paragraphe juste y hasta le livre juste). Se percibe entonces una naturalidad exacta. Esos momentos en los que uno no se siente atrapado por la sintaxis del original –nos liberamos, sin violencia, de sus redes léxicas y rítmicas, y alcanzamos la desenvoltura y la llaneza ansiadas– y la traducción fluye con plenitud, son la mejor retribución del traductor (además de la paga, claro).

Traducir consiste en tomar decisiones constantemente, en cada palabra, en cada signo de puntuación. Y tener que decidir agota. Por eso me siento siempre exhausto después de una sesión de traducción.

Uno de los principios de la traducción dice que no ha de notarse que es una traducción, es decir, que el texto debe parecer escrito originalmente en el idioma de llegada. ¿Sí? ¿Siempre? ¿O debería ser como la restauración de monumentos históricos, en las que se deja ver que es un monumento antiguo, que no se reconstruye, sino que se rehabilita? En todo caso, que se note por deliberación, no por ignorancia.

Hay dos tipos de traductores: los onanistas (que solo traducen lo que se parece a lo que escriben ellos, o lo que les gusta) y los masoquistas (los que también traducen, y casi prefieren traducir, a los autores que difieren de sus preferencias, o incluso a los autores que detestan, porque eso les obliga a enfrentarse a otras estrategias comunicativas a las que, de otro modo, no se acercarían). Yo, que soy onanista, como todos, he practicado el masoquismo, entre otros autores, con Bukowski, que estaba en los antípodas de mi sensibilidad como poeta (y casi como persona). Pero no me arrepiento de haberlo hecho. Aprendí mucho.

Como traductor, me dan mucho más trabajo, y me dejan mucho más insatisfecho, los pasajes descriptivos. En los que predomina la acción son mucho más gratificantes (y más fáciles).

Traducir es como conducir (bien): no basta con mover el volante y pisar los pedales. Hay que estar atento a todo, con el radar permanentemente puesto, con las orejas siempre levantadas, para captar todo lo que suceda en el texto, o lo que pueda suceder.

Úrsula le Guin recomienda traducir con “rigor imaginativo”, como pedía también el surrealista: “ser riguroso en la alucinación”. A menudo, yo diría que casi siempre, para ser fiel al original –a lo que dice y a cómo lo dice: ritmo, musicalidad, color, que nacen de la estructura profunda del texto, de su lógica subyacente, que es tanto la del autor como la del idioma que emplea–, hay que apartarse del original. 

La busca de la literalidad conduce a productos monstruosos (de un rigor aplastante, no imaginativo, como propugnaba Le Guin): Nabokov tradujo al inglés, palabra por palabra, Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, en una edición que requirió cuatro volúmenes: uno con el texto de la traducción, dos dedicados a las notas del traductor, y el último, con el original del cirílico en facsímil.

¿Es la traducción colectiva la mejor traducción posible?

martes, 5 de abril de 2022

En Bilbao: el Gutun Zuria-Festival Internacional de las Letras (1)

Me invitan este año a participar en el Festival Internacional de las Letras-Gutun Zuria, que se celebra en Bilbao, con una conversación titulada "Escritura y traducción: frunces, puntadas, pliegues" con mi buena amiga, y reciente Premio Nacional de Poesía, Miren Agur Meabe. El Festival, que cada ejercicio se dedica a un tema concreto —en 2022 es la traducción—, se desarrolla en el Centro Azkuna, la antigua Alhóndiga de la ciudad, que alguien me dice que se conoce como "el segundo Guggenheim de Bilbao". Y, ciertamente, lo es. La planta baja recuerda a la sala hipóstila del Park Güell, con paredes de hormigón y acero, pero columnas gruesas, salomónicas, coloristas, escamosas e historiadas, que resultan hermosamente contradictorias. Bajo un punto del enorme techo, se ve la piscina superior, de fondo transparente, en cuyas aguas se mueven, como lentos peces voladores, algunos nadadores. Por un momento, nos quedamos pegados a las ondas que estos crean y que, a su vez, generan levísimas sombras, ondulaciones tan fugaces como acariciantes, aun en la distancia. En el acto, me siento, por una muy rara vez, como una estrella del rock. Hay hasta camerino, al que nos conducen por un laberinto de catacumbas de obra vista y en el que dejamos nuestras cosas, con un gran espejo, muchas botellas de agua, un sillón muy cómodo y un baño privado. Como tiene que ser un camerino, desde luego (aunque yo añadiría al agua algún espirituoso, para fomentar la desinhibición que requiere la espectacularidad). Para un poeta acostumbrado a los actos gratis et amore, a los encuentros voluntariosos y prácticamente familiares, a los rincones polvorientos y sombríos, a la legendaria capacidad de improvisación española, formar parte de un acontecimiento como este supone, cuando menos, una novedad. Pero las estrellas también están sometidos a unos horarios, y en este festival esos horarios (y todo) son muy estrictos. Urgidos por una ayudante, de las muchas con que cuenta el Gutun Zuria, los técnicos de imagen y sonido nos microfonan y nos informan de que un cronómetro fungirá de apuntador en el escenario (la tecnología sustituye, una vez más, un entrañable oficio humano) y nos irá indicando el tiempo que nos queda, que solo es moderadamente prorrogable. (Por suerte, somos la última actuación del día, con lo que no tendremos que marcharnos, como impulsados por un resorte, cuando llegue la hora de los siguientes). Esperamos, tensos, su indicación para que salgamos, mientras una voz en off informa al público sobre nosotros. Conmigo, quien ha preparado el texto, que no me ha consultado, ha cometido un error: no dice que soy poeta y sí traductor y director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, cargos que ya no ocupo desde hace cuatro años. Nuestros intereses nos llevan a elegir aquellos aspectos de la realidad que más nos convengan, y en este caso supongo que el Festival tenía interés en subrayar, precisamente, mi condición de editor, para ampliar el espectro de la charla y de la experiencia que relatásemos como "escritores y traductores". La técnica de sonido nos da por fin paso y entramos en el escenario, frente al cual hay unas 60 o 70 personas. Como suele pasar, no distinguimos ni una cara, porque los focos que nos deslumbran impiden reconocer los rostros. Solo advertimos una masa borrosa de cabezas y tórax, entre la cual se reconoce, a veces, una melena abundante. El cronómetro inicia su marcha implacable (que concluirá una hora y veinticinco minutos después, con un extraño time's up! ['se ha acabado el tiempo', lo cual constituye, por otra parte, una extraordinaria máxima filosófica], y que yo, ejerciendo de experto en traducción, me apresuro a verter al castellano. Esta forma de cerrar el acto condice con la impresión general que he extraído del Festival. Se trata de un encuentro bien pensado, bien organizado y bien ejecutado, y que cuenta para ello con muchos medios, pero un tanto falto de calor humano. He recibido muchas llamadas de auxiliares y administrativos sobre asuntos relativos al viaje o la estancia, pero ninguna del director, ni de los coordinadores, ni de ningún responsable del Festival. De hecho, nadie se me ha presentado en ningún momento para saludarme o darme la bienvenida. Todo ha funcionado con la eficiencia y la profesionalidad de una producción en serie, sin nada, o muy poco, que vincule esa producción con el cosmos multifacetado de los sentimientos humanos y el arte. Así funciona la industria cultural, y lo que los autores —y partícipes de la literatura, en general— crean es fagocitado por esos canales de producción que funcionan gracias al dinero de las empresas o las administraciones públicas que los patrocinan, y ofrecido al público como un artículo más de consumo, encelofanado y perfecto. Aunque tampoco sé si lo que ofrecimos Miren y yo fue demasiado perfecto. No podía serlo: somos seres fabulosa y hasta orgullosamente imperfectos (sobre todo yo). No obstante, todo lo que dijimos había sido reflexionado y sentido —vivido, en un sentido muy amplio— y eso nos hizo encontrarnos a gusto y estar seguros de que habíamos tratado al público con respeto.

Nuestras intervenciones se recogen en el siguiente vídeo: