Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 27 de septiembre de 2022
En los Estados Unidos (4): mi vecino Donald Trump
jueves, 22 de septiembre de 2022
En los Estados Unidos (3): la Casa de los Cisnes
sábado, 17 de septiembre de 2022
En los Estados Unidos (2): Carl Sandburg y un ángel llamado Sara
Ayer, mi amigo Jeff y yo visitamos la casa natal de uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX, Thomas Wolfe, en Ashville, Carolina del Norte. Faulkner lo consideraba mejor que él. Y para que Faulkner, que no se caracterizaba por su modestia, lo considerara mejor que él, tenía que ser muy bueno. Dicha casa natal fue, durante muchos años, una casa de huéspedes. La madre de Wolfe era una mujer pragmática e imbuida de espíritu comercial, de forma que transformó el hogar familiar en un alojamiento popular, que rindió pingües beneficios. Nuestra guía —la casa no puede visitarse libremente— fue una joven encantadora, Sara: rubia, delicada, vestida con un vestido verde manzana que le llegaba hasta las rodillas, y, sobre todo, una profunda amante de la literatura de Wolfe y, por extensión, de la literatura. Nos hizo una visita llena de sensibilidad y devoción, y rica en detalles: la pasión por Wolfe le rezumaba por los poros de la piel. En una de las habitaciones, donde murió un hermano del escritor, había una repisa con un libro de pie. Nos dijo que en aquel libro se podía leer la descripción que Wolfe había hecho de la escena de la muerte, y que podíamos leerla si gustábamos. Ella no iba a hacerlo, porque se pondría a llorar. No me pareció una mera frase prevista en el guion de la visita, y repetida en cada tour, sino la expresión sincera de una debilidad, de una entrega íntima, total, a la palabra. Los cuarenta y cinco minutos que Sara nos dedicó para presentar —con notable profundidad, no obstante— la figura de Wolfe se nos pasaron volando, y tanto Jeff como yo salimos encantados. La experiencia había sido tan positiva que al día siguiente decidimos visitar otra finca literaria, Connemara, a cuarenta y cinco minutos en coche de Ashville, donde había pasado los últimos veinticinco años de vida otro gran autor estadounidense, el poeta Carl Sandburg, cuyo mejor título, Poemas de Chicago, había yo traducido para DVD ediciones hacía un montón de tiempo. En una visita anterior a Carolina del Norte, quien entonces era mi mujer y yo ya habíamos intentado visitar el lugar, pero nos fue imposible, porque habíamos llegado muy cerca de la hora de cierre y apenas nos dio tiempo a ver una película informativa en uno de los establos que forman parte de la propiedad (donde la Sra. Sandburg criaba a sus opulentas cabras, cuyas descendientes siguen en la finca; en 1952, llegó a tener más de 200). Yo llevaba años acumulando ganas de rendir esa visita a la casa de Sandburg en Connemara y satisfacer mis ansias fetichistas. En Connemara nos presentamos, pues, Jeff y yo a media mañana de un domingo nublado. No podemos entrar en la finca por la entrada natural, porque el puente que da acceso al camino principal está cerrado a causa de las fuertes lluvias de ayer, que han vuelto inestable el lecho del lago donde se asienta. Hemos de dar un rodeo por una de las colinas que rodean la propiedad, y que nos permite —no hay mal que por bien no venga— disfrutar de la frondosidad del lugar, tupido de árboles y vegetación baja, que arraiga en una superficie siempre verde, ahora elevada a esmeralda por el lustre del agua. Cuando llegamos a la casa, nos llevamos una desagradable sorpresa: no hemos reservado, y todos los grupos concertados para las visitas de hoy —tampoco aquí se admiten por libre—, que solo pueden ser de seis personas como máximo, están completos. Las normas han cambiado con el dichoso COVID: antes se pagaba y se entraba; ahora es gratis, pero hay que reservar y se hace en grupos reducidos. Jeff apela a todo lo que se le ocurre para que yo pueda ver la casa (ha traducido al español Poemas de Chicago y ha venido desde España para visitarla [esto no es exactamente así, pero cabe considerarlo una licencia poética, una hipérbole]; ¿tan grave sería que un grupo tuviera seis miembros y no siete?; ¿no podría organizarse un tour especial en su caso?), pero se encuentra con la rocosa inflexibilidad de la recepcionista y de Ginger Cox, la uniformada guarda del National Park Service (el organismo que gestiona la finca) que es también la guía de los visitantes, y que zanja nuestros esfuerzos con un concluyente "todo el mundo tiene una buena razón para saltarse las normas, pero hay que respetarlas". Lo dice, eso sí, sin dejar de sonreír. Las normas, en efecto, están para respetarlas, sobre todo en los países anglosajones, en los que son el principio fundamental, y a veces uno sospecha que único, de las relaciones social. La única posibilidad que nos queda es que alguien que ha reservado para la siguiente visita no comparezca. Nos ofrecen esperar unos veinte minutos, hasta la hora prevista, para comprobarlo. Si alguien faltase, podríamos ocupar su lugar. Vamos al mismo establo al que fuimos Ángeles y yo en la anterior visita frustrada para hacer tiempo, y vemos la misma película, que yo recuerdo vagamente, en la que descendientes de Sandburg y estudiosos de su obra nos hablan del hombre y del poeta, y también de Connemara, que Sandburd acertadamente definió como "a baronial state for an old socialist" ['una finca señorial para un viejo socialista']. En las paredes se leen frases o versos de Sandburg que el National Park Service ha considerado inspiradores: "Poetry is a sliver of the moon lost in the belly of a golden frog" ['la poesía es una tajada de luna perdida en el vientre de una rana dorada'] o "Poetry is the achievement of the synthesis of hyacinths and biscuits" ['la poesía es la consecución de la síntesis entre los jacintos y las galletas']. Nuestra sorpresa es reconocer entre el público a Sara, nuestra guía en la casa de Thomas Wolfe. Sigue siendo rubia y delicada, pero ya no lleva el delicioso vestido verde manzana de ayer, sino el típico uniforme veraniego y dominical de una joven norteamericana: blusa, shorts tejanos y botas. También ella ha venido, sola, a visitar la casa de Sandburg. Nos saludamos y nos sonreímos brevemente: su discreción no le permite ir más allá. A mí me gustaría ir más allá, pero apenas tengo tiempo. La película pasa deprisa y volvemos a la taquilla. Lamentablemente, todos los que habían reservado se han presentado. Jeff vuelve a intentar, con gallardía, que se abra una fisura en la impenetrabilidad de los funcionarios, pero choca de nuevo con una escrupulosidad marcial. Así que le digo que lo deje y que es mejor que nos marchemos. Pero, cuando ya estamos cerca de la puerta, Sara, que esperaba sentada en un sillón de la sala —ella es uno de los integrantes del siguiente grupo— y que, obviamente, ha oído nuestros ruegos y sabe que no han sido atendidos, se levanta y me ofrece su entrada. "Si quiere, yo se la cedo y así puede entrar. No me importa". La veo ahora no solo como a la atractiva e inteligente joven que había visto hasta ese momento, sino como a un ángel rubio que, si no ha desplegado todavía las alas, ha sido porque está bajo techo y, al hacerlo, como son tan grandes, podrían desmontar los estantes con libros y suvenires de Sandburg que ha dispuesto el National Park Service. Estoy seguro de que su motivación para renunciar a su visita dominical no es otra que la que ya percibimos ayer: su profundo amor por la literatura, que le hace considerar intolerable que alguien que comparta ese amor lo vea frustrado por la rigidez burocrática. Sara representa, además, frente a la severidad luterana de los empleados, lo mejor del carácter estadounidense: su alegría, su largueza, su amabilidad. Sé que debería rechazar su ofrecimiento: la chica ha organizado su domingo para venir a Connemara y hecho cuarenta y cinco minutos de coche de ida, más otros tantos ahora de regreso, para volverse ahora de balde a casa. Pero la tentación es demasiado fuerte: acepto, sin dejar de darle las gracias, y me apresuro a invitarla a la botella de agua que coge de una nevera para refrescar el camino. Menuda compensación, pienso, pero no sé qué más puedo hacer. La casa de Sandburg, que piso por fin, es un noble y luminoso caserón, el centro neurálgico de la granja, construido en 1838 por un tal Christopher Memminger, que después sería un alto cargo de la Confederación, lo que explica que aquí hubiera esclavos y constituye una triste ironía para quien fue, como Sandburg, un férreo antirracista y el mejor biógrafo de Abraham Lincoln, el liberador de los negros. La propiedad pasaría luego a un industrial textil, cuyos herederos se la vendieron a Sandburg y su familia en 1945. Y aquí murió el poeta en 1967. Sus 14.000 libros siguen en la casa: las paredes de madera de casi todas las habitaciones están cubiertas de estanterías con volúmenes, y en el suelo de los pasillos se apilan revistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Desde la portada de un número de Time que corona una de esas pilas me mira Elizabeth Taylor —probablemente, la actriz más guapa de la historia—, cuya cara siempre me ha recordado a la de Ángeles. En varios cuartos —uno de ellos, el dormitorio de la Sra. Sandburg, Lilian— veo libros de Andrés Segovia. Siento una punzada de orgullo nacional. Sandburg era un juglar y tocaba varios instrumentos, entre ellos la guitarra. No es de extrañar que le interesaran las partituras y técnicas de Segovia. Cuando abandonamos la casa, ha empezado a llover. Yo sigo aturdido por la generosidad de Sara, y urdo un plan para expresarle una gratitud más tangible. Le escribo una carta, le dedico dos de los libros que he metido en la maleta para regalar a mis amigos durante el viaje, y le ruego a Jeff que pida por Amazon un tercero, la antología bilingüe de mi poesía, publicada en Londres en 2017. Y le pido a mi amigo que, cuando reciba el libro, lo meta todo en un sobre y se lo mande a la atención de Sara, en la casa natal de Wolfe, en Ashville. Algunos días después, estando yo en West Palm Beach, le pregunté, y él me confirmó, que lo había hecho. Aún no he sabido nada de Sara. Pero espero tener pronto noticias de ese ángel bueno.
lunes, 12 de septiembre de 2022
En los Estados Unidos (I): Por Salman Rushdie en Nueva York
Un energúmeno pertinentemente apellidado Matar cosió a puñaladas al escritor Salman Rushdie el pasado 12 de agosto en Chautaqua (Nueva York), ejecutando así, treinta y tres años después, la fetua de aquel gran hombre y líder espiritual magnífico que fue el ayatolá Jomeini —que Alá tenga en su gloria—, en la que se ofrecían tres millones de dólares a quien matara a Rushdie. El delito de este había sido publicar un libro, Los versos satánicos, en el que se daba una imagen irónica y crítica del profeta y su doctrina, algo que los musulmanes consideraron una blasfemia merecedora de la muerte. Matar ha demostrado, una vez más, la cara más espantosa del Islam —y, por extensión, del fenómeno religioso—, que algunos creemos la única existente. Para desagraviar al escritor, si es que algún desagravio es posible en estas trágicas circunstancias, y, en todo caso, para mostrarle la solidaridad que merece frente a la abyección de los fanáticos, se ha convocado un acto público en su honor en la Biblioteca Pública de Nueva York. Mi amigo Juan Luis Calbarro, que lleva un mes y medio en la ciudad trabajando en la traducción de una obra de Tennessee Williams, y yo, que estoy pasando unos días de turismo, decidimos asistir. Tomamos un Uber desde nuestro alojamiento en el Bronx, pero Bernardo, el conductor, pronto se encuentra con la calle bloqueada por una ambulancia. Las ambulancias y los coches de policía y bomberos paran en Nueva York en el centro de la calzada, completamente indiferentes al caos que generan detrás. Lo hacen así, deducimos, para poder maniobrar con diligencia en caso de que, como es probable, tengan que hacerlo: no aparcan, no se apartan, no apuran los rincones. En el centro, et pereat mundi. Dos de los ocupantes de esta ambulancia bajan tranquilamente, van hasta la puerta de una casa vecina, llaman, no les responden, vuelven a llamar, siguen sin responderles, se asoman a una ventana, insisten en dar timbrazos sin respuesta discernible, y por fin sale un señor negro, muy tieso, muy digno, muy lento, que sube por su propio pie al vehículo, seguido por la pareja de sanitarios, que cierran el portón sin prisa ninguna y vuelven a la cabina de la ambulancia. Mientras esta compleja operación se desarrolla, Bernardo ha encendido las luces traseras y hasta bajado del vehículo para indicar a los coches que se han amontonado detrás, con grandes gestos y en castellano (Nueva York es una ciudad prácticamente bilingüe, y el Bronx, monolingüe hispano), que debían asimismo retroceder para que pudiéramos salir todos de aquella ratonera. Pero cuando la información aún no ha llegado al último coche de la enorme y subitánea fila, la ambulancia se pone en marcha y todos seguimos adelante, aliviados por que el enfermo esté ya en camino de recibir la atención que necesita, y nosotros, de llegar a nuestro destino. Cuando llegamos a la Biblioteca, no encontramos una gran manifestación, pero sí un gentío suficiente y, sobre todo, un enjambre de micrófonos de radio y cámaras de televisión, dispuestos frente a la noble escalinata de la New York Public Library, que han acudido al poderoso reclamo de los participantes en el acto, entre los que se cuentan algunos de los más importantes escritores norteamericanos de la actualidad. Hablan en primer lugar —y lo hacen con puntualidad; la puntualidad es un deber existencial en los países anglosajones— el director de la Biblioteca y la presidenta del PEN de los Estados Unidos, que ha publicado, y distribuye entre los asistentes, un cartel en el que se cita algo que dijo Rushdie en un discurso sobre la censura en 2012: «Si no confiamos en nuestra libertad, es que no somos libres». Junto a la frase, aparece el propio escritor, sonriente, sosteniendo un ejemplar de la primera edición de 1984, de George Orwell. Juan y yo nos hemos situado todo lo delante que hemos podido, y nos ha tocado al lado una pareja de jipis de los años 70, ahora septuagenarios, cargados aún de melenas y abalorios, con una pancarta de apoyo, elaborado por la Sociedad de Escritores de Libros de Niños. Estos veteranos defensores del amor y el pensamiento libres me resultan entrañables. Por todas partes pululan, bajo el cielo aguamarina de un día caluroso, gente con libros, con gafas, con lemas reivindicativos. También baja, por unas escaleras aledañas de la Biblioteca, un tipo con una camiseta del Barça (la segunda equipación, la amarilla y cuatribarrada; ah, me siento como en casa). Juan, que lamentablemente es del Madrid, rabia un poco, pero no me dice nada. En las escalinatas se suceden los parlamentos. El primero en hablar es Reginald Dwayne Betts, poeta y abogado negro, con sombrero (abundan los sombreros, las gorras, los tocados), que lee unos versos enérgicos y comprensiblemente agrios. Luego, el novelista Jeffrey Eugenides, que cuenta que fue a visitar a Rushdie cuando estuvo en Londres, donde vivía el escritor, pero que no lo encontró —estaba de vacaciones en Italia— y que mantuvo una conversación muy agradable con su suegra. Eugenides subraya lo fácil que era entrar en contacto con Rushdie, cuyas señas estaban en el listín telefónico, y yo recuerdo, al hilo de la anécdota, que yo mismo tuve mucho tiempo una dirección del escritor en la capital británica, aunque ya no me acuerdo de dónde la saqué (quizá del propio listín), y que, desde luego, no tuve valor para ir a visitarlo. Siri Hustvedt, alta, muy delgada, interviene con sobria emotividad, como casi todos los participantes. Viste de un luctuoso pero estilizador negro. Solo el pelo rubio disiente: fulge como una antorcha. Hablan también, entre otros, Colum McCann, escritor irlandés residente en Nueva York; Francesco Clemente, un pintor napolitano, también establecido en la Gran Manzana, que recuerda las interminables discusiones sobre arte y política que ha mantenido con Rushdie y que han contribuido a edificar una amistad fraternal, como les suele pasar a los discutidores que debaten con franqueza de ánimo y voluntad de comprenderse; Roya Hakakian, una autora iraní, cuya presencia demuestra —aunque no hacía ninguna falta— que no todos los iraníes son unos fanáticos; la estadounidense A. M. Homes, que lee fragmentos del discurso sobre la censura de 2012; la india Kiran Desai, que lo hace del Quijote de Rushdie, un libro que cosechó críticas tibias en España; y el inglés Hari Kunzru, que da vuelo, como no podía faltar, a las primeras palabras de Los versos satánicos, que me saben a gloria: «"Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. (...) Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. (...) ¿Cómo volver a sonreír si antes no has llorado? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...". Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido...». A estas alturas, el público está caliente y recompensa con abiertas ovaciones a los oradores. Yo también lo hago, aunque no dejo de preocuparme por que, aprovechando la confusión, un pickpocketer me afane el móvil o la cartera. Los policías bostezantes que observan el acto desde la acera, apoyados en el capó de un coche patrulla, no me ofrecen demasiadas garantías contra los descuideros. A sus espaldas, prosigue, incólume, el tráfico endemoniado de la Quinta avenida, aunque me sorprende que, por la singular acústica del lugar, el ruido que genera no perturbe el desarrollo de los parlamentos. Hablan también dos de las figuras más destacadas del encuentro, junto con Hustvedt: su marido Paul Auster, que me parece muy envejecido, aunque conserva la apostura del galán que siempre ha sido, que viste, como ella, enteramente de negro (lo que demuestra la sintonía matrimonial y estética de los dos escritores), y que lee fragmentos de Joseph Anton, el libro de Rushdie que relata sus años de clandestinidad, forzado por la condena a muerte de Jomeini, bajo el seudónimo del título, que homenajea a dos de sus escritores favoritos: Joseph Conrad y Anton Chéjov; y el gran Gay Talese, que baja por la escalinata como una aparición: muy despacio, encorbatado, con un impecable traje beis (tan impecable como la prosa con la que lleva medio siglo retratando a la ciudad de Nueva York y sus habitantes) y un sombrero de ala ancha a juego, y que hace una alocución muy breve, con voz rasposa. Por desgracia, tenemos que abandonar el acto antes de que acabe, porque dentro de unas horas he de coger un avión para la siguiente etapa de mi viaje, pero hemos presenciado lo sustancial y nos cabe la satisfacción de haber contribuido, muy modestamente, a su éxito. Que es planetario, porque ese mismo día y los siguientes la noticia del homenaje aparece en todos los periódicos y televisiones del mundo (menos los de Irán, donde aún están celebrando el apuñalamiento del blasfemo). En algunas de las imágenes, si uno se fija bien, puede apreciarse una cabecita blanca sobresaliendo del gentío. Es la mía, y yo me siento muy orgulloso de esa mancha blanca. Juan, en cambio, que además de ser del Madrid es más bajo que yo, no se distingue. Pero él también está orgulloso de haberse sumado a este grito contra el horror.