domingo, 29 de mayo de 2016

Arturo Pomar

Como ahora ya no compro El País a diario me resulta más difícil hacerlo en Mérida que en Londres, donde tenía a tiro de piedra una tienda regentada por paquistaníes en la que se vendía; aquí el quiosco más cercano me pilla a cuarenta minutos de caminata, y ni siquiera lo tienen siempre, no me enteré hasta ayer de que Arturo Pomar, el gran ajedrecista español, había muerto la semana pasada. Tenía 84 años. Quien primero me habló de él fue mi padre, aficionado al ajedrez, que ponderaba sus éxitos y, a la vez, su potencial desaprovechado, el fracaso de su talento. Muchas tardes, cuando mi padre se cansaba de leer, me proponía que echáramos una partida. Yo, niño obediente y admirador suyo, aceptaba sin vacilar, aunque estuviese enfrascado en una batalla épica (y que, como siempre, iba ganando) con mis soldaditos de plástico. Veía entonces cómo sacaba de un cajón del aparador un tablero lacado, hermosísimo a mis ojos, y disponía minuciosamente las piezas, que tenían en la base un pegote de fieltro para que no dañaran la madera de los escaques, y cuyo brillo ebúrneo y fino cincelado con las crines talladas de los caballos, y el yelmo redondo de los obispos, y la cruz que remataba la corona del rey me remitía a remotos paraísos orientales, a palacios exóticos donde visires y maharajás entretenían sus muchos momentos de ocio con aquella ocupación sofisticada, propia de gente sagaz. Pronto comprobé que me resultaba fácil ganar a mi padre, y él también. A mí me daba un poco de pena cuando, tras una derrota, decía que había jugado sin prestar atención, y que en la revancha se iba a concentrar de verdad. Quizá se concentrase más, pero yo le ganaba igual, y entonces mi padre guardaba el tablero en el cajón del aparador y se retiraba otra vez a sus libros. Nunca dejó de hablarme de la historia del ajedrez en cuyos orígenes encontramos al gramático y humanista Ruy López de Segura, natural de Zafra, uno de sus primeros teóricos y considerado el primer campéon del mundo ni de informarme de lo que sucedía en las competiciones contemporáneas y, naturalmente, de lo que hacía o había hecho Arturo Pomar, aquel niño prodigio mallorquín que había sido, en la España apesadumbrada y autárquica de la posguerra, la demostración de la inteligencia nacional. A los cinco años ya jugaba con habilidad; a los once, se había proclamado subcampeón provincial; a los doce, hizo tablas con el campeón del mundo, el soviético Alexander Alekhine (con quien, por cierto, también empató el padre del poeta Fernando Beltrán, otro gran aficionado al ajedrez, aunque no tenía doce años); y a los quince ganó por primera vez el campeonato de España, como haría, hasta 1966, seis veces más. Alcanzó la categoría de gran maestro en 1962 y su lista de logros es notable, aunque nunca tan alta como sugería su enorme talento. La vida de Arturo Pomar demuestra cómo el azar del nacimiento determina, en gran parte, el desarrollo de nuestra existencia. El gran maestro Alexander Kótov afirmó que, si hubiese sido soviético, habría sido un serio candidato a campeón mundial. Pero Pomar nunca recibió la atención ni la formación adecuada a su potencial, y hubo de espabilarse por su cuenta, sin entrenadores ni preparación, y con el único apoyo de su modesta familia su madre le preparaba unos bizcochos de chocolate para que se alimentase durante las partidas y, eso sí, un empleo de funcionario de Correos en Ciempozuelos que el régimen de Franco le concedió en 1959 como recompensa por sus servicios a la patria (además de hacerlo protagonista de numerosos NO-DOs y hasta de una visita al Caudillo, en 1946, que lo recibió con una venenosa simpatía; pero la popularidad, en aquellos tiempos, no daba de comer). Así, cuando había de participar en algún torneo internacional, pedía un permiso sin sueldo para asistir. Cuando hizo tablas con Bobby Fischer en el torneo interzonal de Estocolmo, en 1962, al que Pomar había acudido sin entrenador, el genio norteamericano, con la crueldad que lo caracterizaba, le espetó: "Pobre carterito español, cuando acabe el torneo volverás a pegar sellos". (Pomar compartió la condición de artista y cartero con Charles Bukowski; y Faulkner trabajó en una estafeta de correos, pero no era técnicamente cartero. Y tampoco puede decirse que trabajara mucho para el servicio postal: cuando la gente iba a comprar sellos o hacer envíos, él la despachaba diciendo que no molestaran, que estaba escribiendo). Arturo Pomar publicó cuatro libros de ajedrez y se retiró de la alta competición en 1977, aunque disputara después alguna partida contra grandes figuras, como la que libró y perdió en 2000 con Veselin Topalov, el gran maestro búlgaro que sería campeón del mundo cinco años después. Jugó esta partida en Sant Cugat, donde ha muerto. Nunca supe que vivía en la ciudad donde he residido tantos años. Si me hubiera enterado, me habría gustado ir a conocerlo. (Debe de haber, en todas las ciudades españolas y del mundo,  muchos personajes así: que han conocido largos momentos de gloria, pero que hoy subsisten, en residencias de ancianos o casas familiares, en un absoluto anonimato, sin que nadie sepa de su ilustre pasado). Hay algo de extrañamente melancólico, con la belleza de toda melancolía, en la figura de Arturo Pomar, alguien que luchó contra unas dificultades casi insuperables y que se vio engullido por las circunstancias oscuras de su tiempo y su lugar, pese a lo cual fue capaz de afirmar su ser, su inteligencia y su voluntad, y enriquecer la historia de un arte tan sutil y tan despiadado como el ajedrez. Yo, hoy, sigo jugando al ajedrez, ya no con mi padre, que murió hace muchos años (y que es otro ejemplo de inteligencia que no gozó del entorno adecuado para desarrollarse plenamente), sino con algo tan indiferente, pero tan implacable, como las máquinas, con las que pierdo casi siempre. Pero sigo siendo un devoto de las figuras del tablero, esos seres apenas comprensibles que se entregan, de por vida, a la tortura mental que ese tablero representa, y a su exquisita y matemática belleza. 

jueves, 26 de mayo de 2016

La Feria del Libro de Badajoz: sobre los toros y el Jardín de Venus

Aunque he ido tres veces a la plaza de San Francisco, de Badajoz, donde se celebra, como todos los años, la Feria del Libro de la ciudad, apenas he podido visitar las casetas. Lo que hice el primer día no puede decirse que fuese explorarlas. Entonces, atendiendo a las obligaciones del cargo, recorrí todo el recinto, acompañando al alcalde y a las demás autoridades que participaban en la inauguración, estrechando las manos de los libreros y deseándoles buena suerte. Pero he descubierto que estos deberes protocolarios, por importantes que sean (y lo son mucho), me importan poco, y me desagradan aún más. A mí lo que me gusta en las ferias del libro es ver libros, husmearlos, revolverlos, hojearlos, olerlos, acariciarlos, comprarlos y por fin leerlos. Así que una tarde de la semana pasada, coincidiendo con la presentación de Limados. La ruptura textual en la última poesía española, una antología de poesía preparada por Óscar de la Torre, heterónimo del cacereño Julio César Galán, y recientemente publicada por Amargord, hice una pausa para pasear ahora sí, de verdad por los puestos. En el del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo tuvieron la amabilidad de regalarme Las Hurdes. El texto del mundo, de Fernando Rodríguez de la Flor, una de las exquisitas ediciones de la Fundación Ortega Muñoz (de otra, curiosamente, una antología poética de mi paisano Marià Manent, hablé no hace demasiado en Corónicas de Ingalaterra), y en otros dos compré sendos ejemplares de dos volúmenes singulares: A favor de los toros, de Jesús Mosterín, y Veintidós cuentos picantes, de Félix María Samaniego. Reconozco que el primero me lo quedé con cierto apuro. En una tierra tan taurina como Extremadura, a lo mejor me llevaba el exabrupto o la colleja de algún apasionado de la fiesta. Me pareció estar haciendo algo subversivo y hasta vergonzante. Aunque pronto caí en la cuenta de que solo habría podido ofenderse por mi gesto quien conociera a Jesús Mosterín, uno de los más feroces defensores de los derechos de los animales, porque el título del libro no puede ser más tranquilizador: A favor de los toros, que cualquier taurófilo consideraría un alegato en pro de la fiesta nacional. Llevaba tiempo con ganas de conocer a fondo los argumentos de Mosterín, un filósofo combativo e inteligente que, no obstante, siempre parece tener demasiada razón: cuando discute (y discute casi siempre: en este libro está muy preocupado por refutar a su colega conservador Fernando Savater), no solo rebate los argumentos del contrario, sino que, transido de la superioridad moral que le otorga estar en posesión de la verdad lógica, científica y dialéctica (aunque no necesariamente de la verdad sin adjetivos), rebate al propio contrario. Con los toros me pasa como con el boxeo: reconozco su brutalidad, la intolerable violencia que se ejerce con un animal que no ha elegido su destino, pero no puedo evitar que me seduzca su danza, su poesía visual: su belleza, sí. Quizá porque, como explica Mosterín en uno de los capítulos del libro, el cerebro de un niño es muy plástico y lo que le inculcan las figuras de autoridad es muy probable que permanezca en él toda la vida, y el mío fue moldeado por un hombre, mi padre, que, por ser pobre e hijo de la posguerra, solo podía disfrutar de los espectáculos populares: los toros, el boxeo, el fútbol y hasta la lucha libre, que reconozco me ha proporcionado algunos de los momentos más divertidos de mi infancia. A favor de los toros, una recopilación de artículos ya publicados en varios medios de comunicación, que ve ahora la luz en Laetoli, es una virtuosa, razonada y algo reiterativa arenga contra el maltrato animal y, en particular, contra el toreo, que define como un ejercicio de crueldad inaceptable en una sociedad avanzada. Nadie con espíritu crítico y sentido moral puede estar en desacuerdo con Mosterín. Sin embargo, el conflicto al que muchos nos enfrentamos subsiste. Porque Mosterín, como todos los antitaurinos, comete un error fundamental: da por supuesto que lo que hace gozar a los amantes de los toros es el sufrimiento del animal. Y no es así: los taurinos no son energúmenos sádicos que se solacen con la tortura del cornúpeta, con los espadazos crueles, las banderillas negras o los puyazos alevosos del individuo del castoreño como no lo fueron García Lorca, Rafael Alberti, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Orson Welles, Mario Cabré o Ernest Hemingway, entre muchos otros: creadores cuyas obras acreditan una sensibilidad mayor que la que demuestran algunos animalistas, sino gente hechizada por la dimensión estética del espectáculo, a la que los animalistas son ciegos. De hecho, los taurinos no reparan en el daño que se le inflige al toro, sino solo en su comportamiento en el ruedo, al alimón con el del torero. Aunque esa es precisamente su falla: no reparar en el daño que se le inflige al toro. Yo, tras años de persuasión racional contra algunas enseñanzas insidiosamente inoculadas en la niñez por los padres (tanto los sacerdotales como los biológicos), he conseguido asumir —y reprobar la salvajada que es la tauromaquia, y eso me ha hecho adoptar la posición que mantengo ahora: estoy a favor de que se prohíba, pero, mientras no se haga, me gusta disfrutar de una buena corrida ("Eso, ¡y de los toros!", añade el chiste).

Veintidós cuentos picantes es otra debilidad mía: tengo ya varias ediciones del mismo título, con diferentes formatos y presentaciones. He sumado esta, de la editorial Pepitas de Calabaza, por su calidad formal y por las atractivas ilustraciones de Javier Jubera García. Lo singular de este libro es que revela el lado oscuro de alguien que difundía la luz, un ilustrado, Félix María Samaniego. No fue el único, desde luego. De hecho, casi todos los afrancesados españoles se dieron con denuedo al rijo y la sicalipsis: Nicolás Fernández de Moratín escribió su extraordinario Arte de las putas, precursor del expresionismo; su hijo Leandro parece ser el autor de las Fábulas futrosóficas o la filosofía de Venus en fábulas, que contiene, entre otras composiciones merecedoras de recordación, el inenarrable "Desafío del carajo y el chocho"; Tomás de Iriarte se despachó a gusto con unas elocuentemente tituladas Poesías lúbricas inéditas y que no se pueden imprimir; y, en fin, Samaniego alumbró estos cuentos picantes en verso, titulados originariamente Jardín de Venus, que, aunque tuvieron una gran circulación manuscrita, no se publicaron en España hasta 1899. Para más inri, los escribió en un seminario. Naturalmente, como casi todos estos autores, fue perseguido por la Inquisición. De Veintidós cuentos picantes me ha interesado siempre la modernidad de algunas de sus fantasías y, en especial, la hipérbole surrealista de "Las bendiciones de aumento", que narra los efectos en dos personajes de cierto anillo mágico cuyo poder consiste en que, puesto en la mano derecha, aumenta el pene con cada bendición que imparta, y, en la izquierda, lo reduce asimismo con cada una. El primero de esos personajes, un hombre sufriente por la parvedad de su miembro, lo usa con su mujer, quejosa de su escasez, y esto es lo que sucede: 

alzándola en el aire el miembro fuerte,
la moza en él clavada parecía
un esclavo que empalan en Turquía.
Viéndose contra el techo así ensartada, 
pide al cielo favor. Entra asustada 
la madre, y viendo cuadro tan terrible 
da un alarido horrible,
diciendo: "¡Santa Bárbara bendita, 
qué visión tan maldita!
¡Venga un hacha que esté bien afilada
para cortar un nabo de este porte!"
A lo que la hija dijo atragantada:
"¡Ay, no, madre, desteche, mas no corte!". 

Pero el arrebato alcanza su cota mayor, y nunca mejor dicho, cuando, en la segunda parte del relato-poema, el tal marido pierde en una fuente el anillo y un obispo que por casualidad pasa por allí se lo pone en la mano derecha. A fuerza de repartir bendiciones a la gente con la que viaja en un carruaje y de santiguarse ante lo que le crece entre las piernas, la verga se le inflama hasta tal punto que sus pajes han de acudir en su ayuda. Y así sigue la historia:

Los pajes al obispo rodearon
y a sostener el peso le ayudaron
de aquella inmensa cosa,
encubriendo la mole prodigiosa
con todos sus manteos y sotanas;
pero estas diligencias eran vanas,
porque apenas un nuevo pasajero
se quitaba el sombrero
viendo al obispo y él le bendecía,
cuando otra vara aquel lanzón crecía.
Por fin, cerca la noche,
como mejor pudieron, a su coche
llevan al ilustrísimo afligido;
pero para que fuese en él metido
el cristal delantero le quitaron
y así la mitad fuera colocaron
de aquel feroz pepino
semejante a una viga de molino.
A oscuras, muy despacio,
al obispo llevaron a palacio.
Con mil mañas le ponen en su lecho
y de la alcoba abrieron en el techo
un agujero por que penetrara
según su altura aquella cosa rara.


La cosa se resuelve cuando el primer propietario del anillo, a quien llega la fama que, por razones obvias, ha cobrado el obispo, decide acudir a recuperarlo. El clérigo se lo entrega, y él, bendiciéndolo muchas veces con la mano izquierda, reduce presto el órgano episcopal, aunque el prelado se alarma por que no lo reduzca demasiado: "Por Dios, que se detenga / y no otra nueva bendición prevenga, / que me pierde con ella si porfía: / ¡Déjeme al menos lo que yo tenía!". Toda la historia, con ese pene monstruoso saliendo primero del carruaje y luego por el techo de la habitación del mitrado, chorrea machismo y obscenidad, pero su misma exageración dibuja un disparate dadaísta, un esperpento patafísico, una astracanada surreal. Y eso, esa modernidad bufa (más su anticlericalismo), me la hace simpática, además de divertida. Hizo muy bien don Marcelino Menéndez Pelayo en llamar estas composiciones "nefandas" (y señalar que "no era lícito sacar a plaza ni sus títulos siquiera..."). Si para él lo eran, para muchos de nosotros habían de ser estupendas.

domingo, 22 de mayo de 2016

Palabras para Ashraf

Hace algunos meses, Juan Luis Calbarro, amigo, poeta y editor de Los Papeles de Brighton, el sello en el que aparecieron en 2014 mis Décimas de fiebre, tuvo la feliz iniciativa de publicar un libro en homenaje y que contribuyera a la liberación del poeta saudí Ashraf Fayad. Como ha explicado Juan Luis en diversos foros, Ashraf, poeta y comisario artístico, fue condenado por un tri­bunal saudí, primero, a cuatro años de prisión y, un año des­pués, a muerte, por los deli­tos de blasfemia, ateísmo y ofen­sas al Islam. Su error había sido escribir versos. Reciente­mente, gracias en parte al trabajo denodado de su familia y en parte a la enorme repulsa internacional, le ha sido conmutada la pena por la de ocho años de prisión más ochocientos latiga­zos, administrados en dieciséis series de cincuenta. Las verdaderas causas de su condena parecen ser la visión crítica de la realidad que encierra su poemario Instrucciones en el interior (2008), su posición influyente en la renovación del arte saudí y, también, que grabó y publicó imágenes de una actuación represiva por parte de la policía religiosa del régimen. Durante el proceso que lo abo­có a la muerte se había conculcado el derecho universal a la de­fensa: el juez ni siquiera había hablado con el reo. Pese a la conmutación de la pena capital impuesta inicialmente, el castigo que aún ha de soportar Ashraf es brutal: ocho años de cárcel y ochocientos latigazos. Tantos los atroces vergajazos como el hecho de que exista una policía religiosa o que se encarcele a la gente por ateísmo y ofensas a la religión, esto es, por expresar la propia opinión y el contenido de la conciencia individual, nos retrotraen de lleno a la Edad Media, que es el periodo histórico en el que el Islam se sitúa doctrinal y moralmente. Que se den situaciones así y casos como el de Ashraf —abundantes en muchos países, sobre todo en los musulmanes, aunque solo tengan eco en nuestras sociedades occidentales los que, por la personalidad y circunstancias particulares de los reos, salten a la palestra internacional— constituye una vergüenza universal y un baldón ignominioso para los propio mahometanos. Uno se pregunta, ante situaciones como esta, dónde están los musulmanes progresistas, si es que esto no es una contradicción en los términos; dónde, los que creen que la religión ha de respetar los derechos humanos y las libertades individuales; dónde, los que consideran que penas como las que ha de sufrir Ashraf degradan al género humano. Los que tanto se preocupan por que las mujeres puedan seguir tapándose como momias, o por disponer de un lugar para arrodillarse en dirección a La Meca y rezar a un dios inexistente pero cruel, harían mejor practicando la compasión e impugnando, por decencia, por dignidad, leyes como las saudíes, propias de los neanderthales (aunque es probable que los neanderthales fueran más caritativos que la Casa de Saud). El libro pensado por Juan Luis ya existe: se titula Palabras para Ashraf: cuenta con un prólogo del propio Juan Luis Calbarro, otro de Mounir Fayad, hermano de Ashraf y una de las personas más implicadas en la lucha por su liberación, un hermoso poema de Ashraf, perteneciente a su libro Instrucciones en el interior, y las colaboraciones, en forma de poemas, relatos, artículos o pequeños ensayos, de 61 escritores españoles (y algunos hispanoamericanos), entre ellos algunos tan notables como Antonio Gamoneda, Jaime Siles, Félix de Azúa o Juan Carlos Mestre, y muchos excelentes amigos: Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo, Jordi Doce, Marta Agudo, Juan Luis Calbarro, Kepa Murua, Luis Ingelmo, María Ángeles Pérez López, Máximo Hernández, Ramón García Mateos, Regino Mateo, Ricardo Hernández Bravo, Tomás Sánchez Santiago o Teresa Domingo Catalá, entre otros. Yo participo con dos entradas de mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra: "Alá no es grande", publicado el 10 de enero de 2015, y dedicado, precisamente, a Ashraf Fayad, con ocasión de los atentados yihadistas contra el parisino Charlie Hebdo; y "Si insulta a mi madre, le espera un puñetazo", aparecido nueve días más tarde, a raíz de las declaraciones del papa Francisco sobre la reacción violenta que cabía esperar si se criticaba a la Iglesia. Palabras para Ashraf, como todos los libros de Los Papeles de Brighton, se vende por Amazon, pero el producto de esa venta será destinado, íntegramente, a una ONG que actúe en pro de los derechos humanos en Arabia Saudí. Aunque nunca he incorporado mensajes publicitarios ni propuestas de compra a mi blog, creo que en este caso está justificado. Os adjunto, pues, la portada del libro y el primero de los textos con los que he colaborado en el volumen, y os indico también el enlace con Amazon (https://www.amazon.es/Palabras-para-Ashraf-Varios-autores/dp/8494515837/), para que adquiráis tantos ejemplares como os apetezca. Yo animo a todos a hacerlo. 
                                           CUB.jpg
Alá no es grande, ni mediano, ni pequeño; no es bueno ni malo; no es justiciero ni misericordioso, clemente ni compasivo: Alá no es nada, porque Alá no existe. Como todos los dioses, es una creación de los hombres para hacer más soportable su vida y, sobre todo, su muerte. Dos musulmanes, sin cerebro ni alma, han asesinado en París, al grito de Allahu Akbar, a doce personas: dibujantes, periodistas, administrativos y policías. Vengaban así, al parecer, las reiteradas ofensas de la publicación en la que trabajaban a su Dios y a Mahoma, su profeta. Islam significa sumisión, y estos energúmenos estaban ciertamente sometidos: a la ceguera de la creencia, a la irracionalidad de lo descabellado, a la violencia de la jerarquía y el credo. Yo creo, por el contrario, en la insumisión, y así he titulado uno de mis últimos poemarios: una insumisión luciferina contra la sinrazón, contra la mentira, contra la ebriedad de los consuelos sobrenaturales, contra las verdades reveladas, contra las verdades únicas. Contra todos estos lastres de lo humano, de su debilidad y su ignorancia, no hay ofensas: hay un deber indeclinable de crítica. La ofensa es el nombre que los fanáticos dan a lo que cuestiona su fanatismo. Todo sistema de creencias —y, sobre todo, aquellos que articulan sociedades, como sucede en la mayoría de los países musulmanes, en muchos de los cuales rige la sharia; otros son teocracias— ha de poderse discutir; toda idea ha de ser susceptible de crítica; en último extremo, de todo hemos de poder reírnos, hasta de la idea de reírnos de todo. A mí me ofenden las prácticas religiosas, tanto del Islam como del Cristianismo, como de cualquier otra doctrina: me ofende su machismo, su homofobia, su subordinación a lo invisible y lo inverificable, su alianza con los corruptos y los autócratas; me ofende su hipocresía, su pederastia, su certeza de tener razón, su convicción en lo inmutable; me ofende que sus practicantes sigan fieles a dogmas, preceptos y ritos que se inventaron pastores palestinos hace 2 000 años o camelleros árabes hace 1 400; me ofende que se crea en un Dios —que se haya creado un Dios— que permite que sus creyentes asesinen, en su nombre, a otros seres humanos. Me ofende casi todo de las religiones, pero he de aguantarme, porque ellas también forman parte de lo humano y porque no puedo negar el derecho de nadie a pensar —es un decir— como quiera. Lo que no estoy dispuesto a hacer es a callarme. Ni un paso atrás en la libertad de expresión. Por eso, ¡viva la blasfemia! Dan ganas de salir a la calle y gritar: "¡No hay Dios! ¡Dios no existe! Abandonad, de una vez por todas, esa creencia perniciosa y estúpida, y asumid la incertidumbre, la fragilidad, la caducidad de nuestra naturaleza: lo que nos hace, de verdad, seres humanos". En la prensa española de los días siguientes al atentado de París, los intelectuales de guardia se han apresurado a restar importancia al factor religioso para explicar el crimen: no ha sido la religión, sino el fanatismo (Francesc de Carreras); no ha sido la religión, sino la política (José Ignacio Torreblanca); no ha sido la religión, sino todo lo demás (Luz Gómez). Pero los asesinos no salieron de la sede del Charlie Hebdo al grito de "¡Abajo el capitalismo!", "¡Muera el judaísmo!" (aunque esto se da por supuesto) o "¡Viva yo!"; salieron gritando: "¡Alá es grande!". Nadie se ha atrevido a decir que, si estos salvajes han sido capaces de liquidar a sangre fría a doce de sus semejantes (como en su momento otros, más bárbaros aún, mataron a 3 000 en las Torres Gemelas), ha sido, en buena parte, porque estaban imbuidos del odio al que conduce la convicción de poseer la verdad eterna, una verdad que solo transmiten las religiones, expertas en dar respuesta a todo cuanto puede conturbar nuestra existencia y, lo que es aún mejor, en garantizar supervivencias extraterrenas, bien sea rodeados de beatitudes angélicas o de huríes con poca ropa. Hay otros factores, sin duda, que contribuyen a la gestación y ejecución de un acto tan sanguinario; y hay muchos creyentes, musulmanes y católicos, que en su vida matarán a una mosca. Pero la religión es un fulminante siempre dispuesto a estallar, porque no atiende a la razón, sino a las tripas, y las tripas sirven para alimentarnos, pero también para expulsar el vómito y la defecación. La religión es, y seguirá siendo siempre, un combustible muy destructivo que puede transformar cualquier conflicto político o social en un debate sobre lo más íntimo de las personas: su razón de estar en el mundo y su esperanza de estar en el siguiente. No: Alá no es grande. Alá no existe.

jueves, 19 de mayo de 2016

Túnez (y 4): despedida y cierre

Hoy es el día turístico del encuentro, es decir, más turístico todavía. Por la mañana nos llevan al Museo Nacional del Bardo, en las afueras de Túnez. Ángeles y yo lo visitamos en nuestro primer viaje al país, y quedamos impresionados por la colección de mosaicos romanos que alberga. El museo rebosaba entonces de gente. Hoy, en cambio, está vacío, salvo por nosotros y un grupo de escolares a los que también han movilizado aquí en autobús, y que desfilan, en razonable desorden, ante las piezas expuestas. Este hecho es un reflejo a escala de lo sucedido en el país con el turismo. Desde el atentado del 18 de marzo del año pasado, en el que terroristas del Estado Islámico mataron aquí a 22 personas 19 turistas extranjeros y tres tunecinos, el turismo, la principal fuente de ingresos de la república, ha menguado hasta prácticamente desaparecer. Y no es solo que el museo esté vacío: es que para entrar en él hay que pasar por un control de seguridad que ni en una discoteca de moda. Nada más acceder a las instalaciones, acudimos todos, capitaneados por los representantes del PEN Internacional que han venido al encuentro, a hacer una ofrenda floral en el monumento que recuerda a los 22 asesinados, dos de ellos españoles. Depositamos una corona fúnebre al pie de la lápida con sus nombres, rodeada por las banderas de los países de los que eran nacionales, y nos dejamos fotografiar. En ese momento, Chris me susurra al oído: "Uno nunca sabe qué cara poner en estas ocasiones, ¿verdad? ¿Sonríe uno o se muestra triste?". Rendido el homenaje, deambulamos por las renovadas salas del Bardo, escuchamos las explicaciones de nuestro guía y vuelvo a maravillarme de lo exhibido aquí. Lamento decirlo, pero, comparado con esto, el arte romano que se conserva en el Museo de Mérida es apenas nada (aunque la información que se proporciona en el Bardo sobre lo expuesto es manifiestamente mejorable; y no digamos los artículos de la tienda, que se limitan a cuatro librejos polvorientos y algunas bagatelas para guiris). En realidad, el Bardo no solo alberga las colecciones romanas, sino las de todas las civilizaciones que han pasado por esta encrucijada de caminos marítimos y terrestres: contemplamos un baptisterio cristiano, los restos de un mercante griego naufragado, arte líbico-púnico, imágenes bizantinas, alfarería islámica y cerámica otomana. Nos detenemos, con razón, en el harén porque el Bardo fue, antes que museo, el palacio residencial del bey de Túnez, y admiramos el estuco andalusí que recubre las paredes y los techos, hermano del que adorna la Alhambra. En cada esquina de la sala central del gineceo hay una puerta: la de los aposentos de las cuatro esposas del bey. El guía llama nuestra atención sobre el hecho de que más del 90% de las estatuas romanas que se conservan en Túnez no tienen nariz ni órganos genitales: arrancarlos era la forma que tenían los ocupantes de negar simbólicamente el poder de Roma. Entre el esplendor de lo acopiado aquí, distinguimos los impactos de las balas de los terroristas en algunas vitrinas, que se han conservado como recuerdo de la barbarie yihadista. Cuando los turistas atacados corrieron al museo para protegerse de los disparos, los asesinos los siguieron dentro y continuaron disparándoles. Curiosamente, el guía, que se muestra siempre muy locuaz, no menciona los balazos, aunque él también pasa a su lado. Yo los contemplo junto a dos poetas mauritanos, un hombre y una mujer: él, de un negro brillante, es más alto que yo, y, ay, mucho más joven, delgado y sonriente; ella me llama la atención por alternar con naturalidad la vestimenta occidental y la tradicional de su país, colorista, pero que la tapa hasta las orejas. Hasta nos parece observar que, cuando se viste a la francesa, se muestra más desenvuelta que cuando lo hace a la mauritana, pero podría ser una apreciación errada. Alguien me dice que Mauritania es "el país de los mil poetas". Me sorprende: yo creía que era España, más aún, que España era "el país de los diez millones de poetas", pero me deja con ganas de conocer mejor ese venero subsahariano de poesía. Por la tarde nos toca ver las ruinas de Cartago, aunque apenas quedan ruinas de Cartago: en el 146 a. C., los romanos cumplieron la exhortación de Catón el Viejo —Carthago delenda est tan metódicamente hasta sembrarla de sal que hoy solo quedan escasísimas basas y desvaídos cimientos. Pero desde la colina Byrsa en la que nos encontramos, hay cosas que sí se ven con claridad: un jamelgo pastando; más allá, un rebaño de cabras; y entre ambos, un campo de fútbol con hierba artificial. Cerca de la entrada, junto a un trono de pega, flanqueado por dos maniquíes disfrazados de cartagineses, en el que pueden fotografiarse los turistas (es decir, solo aquellos lo bastante tontos como para hacer algo así), observamos también a un grupo de tunecinos jugando a la petanca, legado, acaso, de su pasado francés. De las ruinas nos trasladamos a los baños de Antonino, construidos en el s. II d. C., pero descubiertos en 1942. Ángeles y yo también visitamos este lugar hace años: lo único que recuerdo de aquella tarde es el calor insoportable, que nos hacía buscar desesperadamente las sombras de este balneario desmoronado. Hoy, en cambio, la temperatura es ideal. Las aguas del Mediterráneo son aquí hermosamente verdes, y el sonido de las olas que rompen se enreda y luego se deshilacha en las columnas y los pasadizos supervivientes. Mohamed, nuestro guía, nos cuenta que las termas estaban conectadas con un burdel situado bajo lo que es hoy el palacio presidencial, que vemos a nuestra izquierda, tras un muro que es más bien una muralla, en una elevación natural del terreno. Supieron que se trataba de un prostíbulo porque encontraron un pene labrado en piedra que apuntaba hacia el lugar; y era un pene muy visible. Sospecho que la señalización de los romanos era mejor que la actual del Bardo. Mohamed no especifica si el lupanar sigue activo, pero sí se queja de que el turismo anda flojo: los cruceros, por ejemplo, que antes desembarcaban legiones de guiris en los puertos del país, como romanos en la tercera guerra púnica, ahora paran en Malta. Al volver de nuestro tour, entretengo las horas que me quedan de estancia con la lectura en una terraza de Sobre nada y otros escritos, de Mark Strand, aquel poeta alto y canadiense que vivió sus últimos años en España y murió en Madrid, recientemente publicado por Turner. Veo, como en Cartago, el mar, arrullado por una dulcísima música árabe y un té no menos dulce. Pero la tarde se vuelve desapacible: amenaza lluvia y se levanta un viento frío. Entro en calor paseando por Sidi Bou Saïd. Me cruzo con jóvenes tunecinas con minifalda y con adultas tunecinas con capisayo: contrastes de un país que se debate entre el conservadurismo es decir, el miedo y la libertad. La arquitectura de Sidi Bou Saïd también es andalusí: de los moros expulsados de España a principios del s. XVII. Atraído por una estantería repleta de libros, entro en una tienda de una de las calles principales. Me decepciona comprobar que casi todos están dedicados al Islam, pero así sucede, me parece, en todas las sociedades árabes, incluso las más tolerantes, como la tunecina: la religión tiene un peso, una omnipresencia, que me repele y que, en mi opinión, constituye el meollo de los problemas que las aquejan. Para más inri, cuando estoy saliendo de la tienda, oigo al almuédano llamar a la oración vespertina. El paseo acaba en un mirador sobre la bahía de Túnez y el puerto deportivo de Sidi Bou Saïd, al que algunos lugareños descienden por senderos que serpentean entre la maleza. Por fin, ceno con Luisa e Isabel, mis anfitrionas del Instituto Cervantes, y sus maridos en un restaurante de La Goleta, el puerto de la ciudad de Túnez, que me recuerda extraordinariamente a los antiguos figones de la Barceloneta, con camareros empajaritados, pescado fresco que uno podía escoger (aunque no supiera muy bien lo que estaba escogiendo) y un olor aturdidor a calamares fritos. Nos escolta la imponente mole de la fortaleza de La Carraca, construida por los españoles después de que Carlos I desalojara de la ciudad a Barbarroja, el pirata otomano, en 1535. Cuando, ya de madrugada, vuelvo al hotel en Sidi Bou Saïd, encuentro la puerta entornada y una oscuridad casi total: la oscuridad es marca de la casa. Al pasar, me sobresalta una voz de ultratumba, acabada de salir del sueño, que me pide que ajuste la puerta: es el señor de bigote que me ha atendido estos días, que duerme en un catre en la recepción. Sin duda, es un hombre entregado a su trabajo.

domingo, 15 de mayo de 2016

Túnez (3): la reunión, ay, de escritores

En mi primera mañana de estancia en Sidi Bou Saïd, compruebo las abismales diferencias que hay entre algunos invitados y otros. Y me sorprende, porque el de igualdad es uno de los principios fundamentales de la Unión Europea. Yo he sobrevivido, con algún sobresalto, al alojamiento que me ha reservado la organización, pero, a la hora de desayunar, compruebo que el grueso de la delegación de escritores se hospeda en uno de los mejores establecimientos de la costa tunecina, con una terraza espléndida sobre la bahía de Cartago y una piscina intensísimamente azul en el centro del patio donde solícitos camareros con pajarita (y sin bigote) nos abruman con cruasanes, pastelillos, dátiles, quesos, fruta, té y café. Por suerte, un compañero compasivo me ha soplado que, en tanto que invitado de la Unión Europea, podía venir a desayunar aquí, porque, de otro modo, aún estaría peleándome con un raquítico bizcocho en mi no menos escuálido albergue, como me confesarán luego otros sufridos huéspedes del hostal. Comparto con ellos la buena nueva del desayuno espléndido bajo la intemperante luz mediterránea, y todos los días vendremos a disfrutar del ágape aquí. Me dirijo luego al palacio Ennejma Ezzhara, donde me espera Isabel, la encantadora responsable de las actividades culturales del Instituto Cervantes de Túnez, para llevarme a conocer el centro y a Luisa, su directora. La verdad es que no me siento muy culpable por abandonar, antes siquiera de empezar, las sin duda fascinantes ponencias del encuentro. He asistido a tantos cursos, conferencias, charlas, exposiciones, comunicaciones y simposios en mi vida que no pasará nada, pienso, por perderme los de esta mañana. Sobreponiéndonos al tráfico infame, gracia a la experiencia y la habilidad adquirida por Isabel, charlamos, en efecto, en la sede de Instituto, en el antiguo barrio francés de Túnez, donde apenas sobreviven unas pocas y hermosas casas coloniales, cada vez más estrechamente cercadas por los grandes bloques de apartamentos. Se explica esta devoración: si derruyen las viejas mansiones y construyen colmenas modernas, los propietarios multiplican los beneficios: en lugar de una renta, por alta que sea, obtienen docenas. Así sucede aquí, así ha sucedido en todas partes y así seguirá sucediendo en el mundo por los siglos de los siglos. Observo las medidas de seguridad establecidas para acceder al Instituto: dos policías, con subfusiles al pecho, vigilan la entrada (aunque el concepto de vigiliancia es muy laxo en Túnez; apoyados en un árbol, fuman y charlan, o se abisman en las honduras intelectuales del móvil), y varios guardias se aseguran en la recepción de que nosotros, con nuestras pertenencias, pasemos por un detector de metales y firmemos en un libro-registro. Pasan por la calle señores cubiertos con sombreros de paja de ala ancha: grandes chambergos amarillos, como los que antes también lucían los campesinos españoles para protegerse de un sol inclemente. Son los mejores: cómodos y frescos, proporcionan una sombra acogedora. Vuelvo a Sidi Bou Saïd a tiempo para comer. Pero no en el restaurante que nos ha reservado la organización, cuyo aparato, en opinión de Chris Stewart, no compensa la mediocridad de la cocina, sino en otro, popular, que Chris ha localizado en el centro del pueblo. Allí nos vamos él, María una simtica estudiante sevillana de cine, aunque no acabo de entender por qué una española que quiere estudiar cine decide hacerlo en Túnez y un amigo tunecino de esta, Marwen, también cineasta. Comemos ensalada y dorada en una especie de trono desportillado que ocupa el centro del patio del restaurante, acariciados por la brisa del mar. Sigo echando en falta un buen vino en las comidas o, al menos, una cerveza, pero el alcohol solo se consigue en ciertos restaurantes y a ciertas horas, y este es un mesón proletario. Nos reímos mucho con Chris: su simpatía natural cautiva a todos. Hay gente que ha nacido para tocar el violín, o para jugar al fútbol, o para hacer papiroflexia: Chris ha nacido para gustar. Políglota, cosmopolita, bienhumorado y, como buen inglés, razonablemente excéntrico, su presencia en un corro de gente garantiza que la atención se vuelva hacia él desde el primer momento. Sin embargo, compruebo, una vez más, que se puede sacar a un inglés de Inglaterra, pero que no se puede sacar nunca a Inglaterra de un inglés. Cuando nos despidamos, y ante las muestras de afecto de todo el mundo, incluido yo, que le piden un abrazo, un apretón de manos o un correo electrónico, Chris, sin perder la sonrisa, se mantiene distante, con esa frialdad irreductible de los britanos, con ese alejamiento emocional que los singulariza y los momifica, y se despide de todos en general, sin compromisos ni inclinaciones personales. Por la tarde, actúo en el congreso. He preparado una ponencia, en inglés, sobre Cervantes y el Islam. Ya que hemos de hablar de literatura y diálogo, qué mejor ocasión para hacerlo que el cuarto centenario de la muerte del autor del Quijote, que combatió a los turcos y a los piratas berberiscos, estuvo preso cinco años en Argel y vivió en España la expulsión de los moriscos. No sé si lo que digo, en el escenario que nos han preparado en Ennejma Ezzhara, gusta o no: hay demasiadas intermediaciones: el idioma, la traducción simultánea, la distancia cultural, la distancia física. A mi lado, otra participante larga, en italiano, una ponencia sobre El cortesano, de Baltasar de Castiglione. No acabo de ver su relación con el objeto de nuestro encuentro, pero da igual; tampoco entiendo que se pueda utilizar para la comunicación pública un idioma distinto del inglés, el francés o el árabe: a mí no me dieron esa opción, pero, si lo llego a saber, habría hecho la ponencia en castellano. Tras las lecturas, se abre el correspondiente debate. Un argelino dice que Cervantes empezó a escribir el Quijote en Argel. Tengo que desmentirlo: empezó a escribirlo en una cárcel, sí, pero no en la de Argel, sino en la de Sevilla en que lo recluyó su majestad Felipe II, por supuestas irregularidades en su trabajo como recaudador de impuestos para la monarquía. Por lo demás, el coloquio se me antoja superficial: pese a los buenos oficios del moderador, ni el formato ni el tiempo dan para hablar de los temas realmente importantes: la omnipresencia de la religión en los países musulmanes, la convivencia entre culturas y credos, el islamismo, el terrorismo. A la salida del acto, prosigue la charla, ahora informal. En estas conversaciones colectivas, es imprescindible saber moverse con agilidad. No hay nada peor que quedar apresado con o por alguien: si la compañía es agradable, la conversación acabará decayendo, y uno no sabrá cómo salirse de un círculo en el que ha comprometido su intimidad; si no lo es, el tormento se hará insoportable. Así que no hay que dejar de moverse: como Cassius Clay, se trata de bailar como una mariposa y picar como una abeja. No obstante, y pese al dinamismo que uno sepa mantener, siempre se corre el peligro de ser aprisionado por un irreductible. Y por irreductible entiendo aquel pesado o pesada que desconoce las normas de la conversación y del respeto al otro: que no sabe estar. El que te asesta su discurso sin considerar que quizá no estés interesado en él, o más allá de los límites concebibles de tu interés; o sin reparar en las circunstancias que rodean en ese momento a los interlocutores. Por desgracia, me toca uno: es una chica tunecina, pertrechada con una pamela de tela y un pañuelo multicolor a lo Isadora Duncan (con el que, por cierto, y con muy mala suerte, la Duncan se ahogó; y he de vencer la tentación de hacer paralelismos con la chica que me habla). Una vez me ha agarrado (dialécticamente), su discurso deviene delirante e incontenible. Aquí no hay plática posible: solo un monólogo enloquecido, en un inglés confuso, para más inri, con el que la muchacha nos cuenta a mí y a todo el que tiene la desgracia de acercarse: ella no hace distingos, según alcanzo a entender, las muchas penurias y hasta persecuciones que sufre en su país. En uno de los momentos más dramáticos de su perorata, me parece a punto de romper a llorar, pero logra contenerse. Luego reparte sus señas personales a unos y otros, con la esperanza, supongo, de establecer un contacto que la ayude a salir de su situación. "Lo que tienes que hacer es salir del país", me atrevo a recomendarle en una de las escasísimas ocasiones en que se abre un hueco en su alocución. Pero, curiosamente, eso que uno ve tan claro, ella no lo tiene claro. "¿Y a dónde puedo ir?", me contesta. "Es muy difícil". Sí, claro, siempre es difícil abandonar el lugar donde uno ha vivido, pero el anchuroso mundo nos espera a todos, y a algunos, como ella, tan necesitada de cambio y libertad, más que a otros. Logro, por fin, despedirme de la sufriente joven, para lo que he de ejercer la grosería de dejarla con la palabra en la boca y detesto comportarme así, pero la grosería es desventuradamente necesaria, a veces, para alejarse de los que no reconocen otras señales, y me preparo para asistir a la cena que nos ofrece a los invitados la responsable de que se celebren estos encuentros, que van ya por la cuarta edición. Es la española Laura Baeza, embajadora de la Unión Europea ante la República Tunecina. Acudimos todos a su residencia, una magnífica casa en la colina Byrsa, muy cerca de las ruinas milenarias de Cartago, donde nos espera una legión de mucamos y camareros que se ocupan de darnos paso, repartir aperitivos y atender la cena bufé. Hablo un buen rato con ella, hija y nieta de escritores, que tiene una casa en Montblanc (Tarragona), y que me cuenta que, cuando se jubile, dentro de unos meses, piensa dedicarse, entre otras cosas, a ordenar su archivo familiar y a perfeccionar su catalán, y me revela que, cuando era joven, "no daba un duro por ella misma". En cambio, aquella joven despistada e inexperta, como todo joven, pero trabajadora e inteligente, se hizo funcionaria de la Comunidad Europea y desarrolló una brillante carrera en Bruselas, que la condujo, andando el tiempo, a la posición en la diplomacia internacional que ocupa ahora. Hablo también, otra vez, con Luisa, del Instituto Cervantes, y con su colega del Instituto Italiano, una transalpina muy simpática con la que Luisa ha trabado una especie de alianza tácita: ambas representan a los PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) ante los ojos de los nórdicos (los institutos francés, británico y alemán), y defienden, frente a su arrogancia de europeos más desarrollados, las iniciativas e intereses de los mediterráneos. La cena es una turbamulta de corrillos, paliques y risas, bien regada, esta vez sí, con espirituosos de la tierra (de nuestra tierra, digo, España; no de Túnez). Se presenta el embajador de Polonia, porque hay un escritor polaco invitado al encuentro, y él ha querido acompañarlo en esta magna ocasión; hablo con Juan Ángel del Corral, el fotógrafo de las jornadas, también español, aunque nacionalizado danés y ahora residente en Tenerife (tanto cosmopolitismo abruma, la verdad), hombre de poderosas opiniones y no menos poderosa gestualidad; hablo con Nadia, una agradabilísima maltesa, y con Magdalena, una búlgara igualmente cordial, aunque con ella haya más dificultades de comunicación, ambas abnegadamente alojadas en el mismo hotel que yo; hablo, en fín, con tanta gente, y bebo tanto vino, que al final ya no sé con quién hablo. Todo se convierte en una difícilmente inteligible cháchara anglohispanofrancesa, que solo se resuelve cuando, cerca de la una de la madrugada, salimos de la residencia de la embajadora y volvemos en una furgoneta al hotel bajo la luz oblicua de una luna en cuarto creciente, como exige el Islam.

jueves, 12 de mayo de 2016

Túnez (2): la llegada y los señores con bigote

La organización me había prometido que una azafata estaría esperándome en el aeropuerto, pero quien me está esperando es un señor con bigote. Es el taxista. Cuando subimos al coche e intento ponerme el cinturón de seguridad, compruebo que cinturón hay, pero anclaje no. Y no es que no haya por accidente o rotura: falta de serie. Lo echaré enseguida de menos: el tráfico es más que caótico: es indescriptible, y los conductores, como es natural, se han adaptado a él con una habilidad, pero también con una temeridad, que me pasma. Los intermitentes son instrumentos desconocidos o quizá los coches salgan de fábrica sin ellos, como sucede con los anclajes de los cinturones de seguridad, la distancia de seguridad es aún más inexistente que los anclajes de los cinturones de seguridad los tres carriles de la autopista, por ejemplo, crecen a cinco: las dos líneas discontinuas que los delimitan se convierten en carriles en sí mismas y los límites de velocidad son un concepto inaprensible que se cree que algunos tunecinos han alcanzado a conjeturar, pero cuya existencia real nadie ha podido comprobar. A la salida del aeropuerto, veo en un semáforo a un niño, de no más de once o doce años, limpiando cristales y vendiendo clínex. Mientras la luz está verde, se sienta en un bordillo, se lleva la esponja a la cara y ve pasar los coches con aire de infinito aburrimiento. Cuando se pone roja, salta a los vehículos como una ardilla harapienta. El trayecto hasta Sidi Bou Saïd, el pueblo donde se va a celebrar el encuentro de escritores, me ofrece un paisaje tan heterogéneo tan caótico como el tráfico: hay muchos edificios oficiales de nombres largos como lombrices: por ejemplo, oficina gubernamental para la protección y el desarrollo del medio ambiente, o algo parecido, a la que, por el estado del medio ambiente que veo a mi alrededor, le queda mucho que hacer y muchas sedes de superferolíticas empresas occidentales, pero también muchos edificios semiderruidos o en construcción. Recuerdo que, en mi anterior visita a Túnez, los indígenas nos explicaron que muchos tunecinos se construían la casa cuando tenían dinero, pero que, como no tenían dinero siempre es más, como habitualmente no tenían dinero, la construcción podía tardar años. Sidi Bou Saïd, mi destino, es un pueblo singular, situado a veinte kilómetros de la capital, junto a las ruinas de Cartago. Lo visitamos hace veinte años, en una de aquellas paradas en lugares pintorescos que ejecutábamos a la carrera, a las órdenes apremiantes de nuestro guía aborigen, que no debían de ser muy diferentes de las que dirigiría a una manada de camellos. La urgencia de aquella primera visita hizo que apenas me quedaran recuerdos de él, y lo redescubro esta tarde. Le da su singularidad el aspecto de las casas, pintadas todas de blanco, salvo las puertas, ventanas y rejas, pintadas de azul. Así lo dispuso Rodolphe François d'Erlanger, un barón nacido en Francia pero nacionalizado después británico, pintor, musicólogo y orientalista, que se instaló en Sidi Bou Saïd y, con el pueblo bajo su mandato dado que Túnez era por entonces un protectorado francés, promulgó un edicto en 1915 que obligaba a todos sus habitantes a pintar las casas así, blanquiazules: sería el lugar ideal para que el Espanyol de Barcelona tuviera su sede. Hoy, solo una, orgullosamente marrón, ha escapado a ese dictado, no se sabe por qué. Pero sí que el propietario se niega a seguir la norma, precisamente para singularizarse. Es comprensible: si uno estuviera rodeado de capillas sixtinas, una forma eficaz de afirmarse sería pintar un Ecce Homo como el de Borja. Llego por fin al hotel que me ha asignado la organización, que imagino como el palacio de Sherezade, pero, al igual que en el aeropuerto, me encuentro a un señor con bigote. Los señores con bigote están por todas partes. Que el alojamiento no es un compendio de delicias árabes empiezo a sospecharlo nada más cruzar su umbral (agachado, para no descalabrarme: tan bajas son las puertas). En la recepción he de rellenar el típico papelito estúpido para la policía, muy parecido a aquellos que había que cumplimentar en los establecimientos hoteleros españoles hace veinte años, y que dudo de que nunca haya leído nadie. (También en el aeropuerto obligan a rellenar una solicitud de visado, que estampa el propio gendarme del control de aduana). Cuando se viaja fuera del espacio común de la Unión Europea, del que han desaparecido, alabado sea el Hacedor, muchos de esos papeleos entorpecedores, uno comprueba hasta qué punto son inútiles, es más, hasta qué punto son idiotas. Pero el peaje burocrático es solo el anuncio de una habitación tenebrosa, en el sentido más literal del término: solo tiene dos bombillas de poca potencia. Uno vive aquí en semioscuridad, que quizá pretenda reproducir, con estimable pero acaso inoportuno espíritu etnográfico, las condiciones de algunos paisajes de Túnez, como las cuevas del desierto en las que se filmaron algunas escenas de la saga de La guerra de las galaxias. Por lo demás, la puerta del cuarto no cierra bien, la del baño no abre bien, no hay jabón ni alfombrilla en la ducha, el rollo de papel higiénico (que, por fortuna, está) está empezado, y tampoco hay televisión. Y no quiero mirar debajo de las alfombras ni beber agua del grifo, aunque me muero de sed. Sin embargo, y para ser justo, he de admitir que la cama lo que más temía no es mala y que la ducha, aunque sin jabón, proporciona un potente chorro de agua caliente, que, además, no cuesta regular, como en esas otras, desalmadas, que te abrasan o te hielan con solo girar un milímetro el grifo. Tampoco la idea del hotel está mal, con las habitaciones dispuestas alrededor de un patio central, al modo de los antiguos caravansaris. En ese patio, y en todas partes, abundan los gatos: Túnez es un país musulmán, y para el Islam el gato es un animal puro (y el perro, impuro: por eso se ven tan pocos; en Marruecos hasta los matan a tiros. Los mahometanos creen que en la casa donde hay perros no entran los ángeles, otra de esas creencias desquiciadas que caracterizan a todas las religiones). En un banco al lado de la entrada de mi cuarto duerme, enroscado, uno blanco, al que no despiertan los portazos que he de dar para que quede bien cerrado, y por todos los rincones corretean los gatitos de una camada reciente. (Tanta abundancia me crucificará esta noche, cuando estalle una riña terrible entre varios felinos, estrépito al que se sumará, poco después, la llamada a la primera oración del día de un almuédano también cercano: no será una noche tranquila). Pero los gatos no son los únicos animales que abundan en Sidi Bou Saïd: también se ven muchos halcones peregrinos y otras aves de presa, aunque estos sean una atracción turística: herederos del legendario arte de cetrería árabe, los exhiben los tunecinos en los brazos, o los depositan en los manillares de las motocicletas, o, simplemente, los dejan en el suelo, para que los turistas se fotografíen con ellos. A los gatos y los pájaros se suman los policías que circulan por las calles con el arma terciada y el dedo en el gatillo. Su presencia consecuencia de la eclosión del terrorismo en la otrora apacible república me intranquiliza, aunque menos que la posibilidad de un atentado de los yihadistas. Nadie de la organización ha venido a saludarme al hotel, ni me han dejado nota alguna sobre lo que tengo que hacer o a dónde he de dirigirme (aunque Luisa Fernanda Garrido, la directora del Instituto Cervantes de Túnez, sí ha tenido la amabilidad de telefonearme para interesarse por mi llegada), así que investigo por mi cuenta. En la recepción, el señor de bigote me informa de que el encuentro de escritores se celebra en el muy cercano palacio Ennejma Ezzahra, hoy sede del museo nacional de la música, construido en 1921 por el barón d'Erlanger, en estilo arábigo-andaluz, y allí me dirijo. Las actividades ya han acabado, pero llego justo para conocer, a la salida, a algunos de los participantes. Entre ellos, el inglés Chris Stewart, primer batería del grupo Genesis y hoy residente en las Alpujarras, esquilador de ovejas y autor de la celebrada saga que se inicia con el divertidísimo Entre limones. En estas actividades, Chris ha alcanzado un éxito desigual. Si como batería no tuvo demasiada fortuna (Peter Gabriel llegó a afirmar que "Chris Stewart no era precisamente una máquina de seguir el ritmo"), como esquilador de ovejas ha demostrado una diligencia admirable (es capaz de rapar a centenares de bichos en un solo día), gracias a lo cual ha viajado por todo el mundo, máquina de trasquilar en ristre, y como escritor ha logrado un sonado éxito internacional con una serie de libros que narran, al modo de tantos viajeros ingleses establecidos por el mundo (como su compañero Gerald Brenan, que lo precedió en los años 20 en las Alpujarras), su adaptación a un lugar tan distinto de Inglaterra, y tan exótico, como Órgiva, en Granada. Con Chris y otros escritores invitados asisto esa noche a mi primer acto oficial en el encuentro: una reunión con el público tunecino. Pero el público tunecino se compone solo de cuatro personas (dos de las cuales tienen bigote). Estaba previsto que a esta reunión que se celebra en un centro cultural privado llamado Ágora asistieran estudiantes universitarios, pero, por desgracia, no han podido venir, según nos informa el responsable del lugar, porque estos son días de exámenes. Me sorprende que este señor se manifieste sorprendido por su ausencia, cuando los exámenes siempre se hacen en Túnez, y en todas partes, en las mismas fechas. Pero es lo que tiene contar con un público cautivo: que a lo mejor alguien lo ha encarcelado antes. Charlamos entre nosotros un belga con el pelo como Einstein, un francés que vive en Etiopía, un matemático y escritor argelino huido del terrorismo, y un griego preocupado por la naturaleza, además de Chris Stewart y con el público tunecino sobre nuestra actividad como escritores. Casi todo el mundo emplea el francés, pero, como el mío está muy oxidado, prefiero utilizar el inglés. Intento consolarme de la ausencia de cena con un tentempié en la cantina del local, pero la cocina no descuella y, lo que es peor, no hay cerveza. Cuando acaba la charla, una señora me pregunta cómo podemos vivir los catalanes con el odio del resto del país. Le contesto que el resto de los españoles no odia a los catalanes, aunque no esté de acuerdo con el independentismo de algunos. Que no haya odio la deja, me parece, algo decepcionada y pierde interés en seguir hablando conmigo. Me entero entonces, con gran pesadumbre, de que el Madrid se ha clasificado para la final de la Champions. Si la señora se hubiera fijado entonces en mi cara, se habría alegrado: habría comprobado que sí hay odio —o, al menos, consternación entre algunos españoles por otros españoles. Al volver al hotel, veo un café abierto: mi estómago protesta a partes iguales por el inmundo bocado del Ágora y por el hambre que aún siente, y no dudo en entrar y pedir algo de comer. La crêpe de queso y el zumo de plátano que me asesto me saben a gloria. Hay poco gente ya: solo dos parejas de jóvenes, que pelan la pava, fuman y beben té. Todo es lento; todo, sosegado. Tomo las notas que me permitirán escribir esta entrada y casi me duermo en el velador. Con las últimas fuerzas del día, me recojo en mi habitación, en cuya impenetrable oscuridad me abandono al sueño.