jueves, 28 de septiembre de 2023

La trascendente (y ensangrentada) tilde del adverbio solo

La tilde del adverbio solo es trascendente porque, en algunos casos malhadados, trasciende el ámbito de la ortografía e impacta de lleno en la esfera literaria e incluso humana de las personas. En general, la ortografía suele considerarse, por parte de la gran mayoría de los hablantes, de escasa o ninguna conciencia lingüística, una dificultad innecesaria o un galimatías prescindible; en cualquier caso, un código meramente formal que no afecta a lo importante: la comunicación del mensaje. (Esto no es cierto, claro está: hay un mundo de diferencia entre “Vamos a comer niños” y “Vamos a comer, niños”, pero mantendremos lo afirmado como una generalización válida). Sin embargo, a veces un debate lingüístico se encona hasta el punto de exceder sus fronteras, digamos, naturales e incidir en otros terrenos, más sensibles o íntimos. A mediados de la década pasada, cuando ejercía como director de la Editora Regional de Extremadura, impuse en la editorial el criterio de que el adverbio solo no debía acentuarse nunca en nuestros libros, salvo que hubiera algún (altamente infrecuente) caso de ambigüedad con el adjetivo solo (que, aun dándose, siempre podía resolverse por el contexto del enunciado), en cuyo caso el autor podía acentuarlo, si quería. Seguía, pues, el criterio de la Real Academia Española, que llevaba ya años intentando desfacer el entuerto que ella misma había cometido al permitir, años atrás, tildar una palabra llana acabada en vocal, en la que, además, la tilde no tenía ni podía tener carácter diacrítico. Y en esa guerra sigue, por desgracia, años después. Pero entonces a mí me pareció respetuoso con el idioma, con la editorial y con los propios autores atenerme a las normas ortográficas de la docta casa, de forma que nuestros libros no se publicaran con lo que era, y sigue siendo, una falta de ortografía, como lo sería escribir incoerente o hanalfabeto. Sin embargo, al hacerlo, choqué con uno de los gurús de las letras extremeñas, que, acantonado en su reducto de la dehesa, se sintió hondamente vejado por que en las pruebas de la antología de poesía que le íbamos a publicar se hubiese suprimido el puñado de tildes que él había asestado al desdichado adverbio. Yo le expuse que aquella supresión respondía a un criterio editorial amparado en el criterio académico, que se apoyaba, a su vez, en las normas generales de acentuación de la lengua española, pero él no aceptó mis explicaciones y me retiró la palabra y la amistad, aunque no hizo lo mismo con el libro en el que se había realizado la limpieza, que se publicó en una magnífica edición sin tildes innecesarias. Curiosamente, a aquel hombre al que le sentó como un tiro que le corrigiera las faltas de ortografía que había cometido, yo lo había invitado a mi casa, donde había sido agasajado por mi familia y por mí; le había reseñado favorablemente uno de sus poemarios (en aquel entonces, aún escribía dignamente; lo que ha hecho luego, y sigue haciendo, es una nadería estólida); y hasta había atendido a su hijo en Londres, cuando viví allí: el gurú me pidió que le echara un cable (“tú también eres padre...”, me dijo), porque el joven estaba precariamente en la ciudad, y yo lo hice con gusto: lo fui a buscar, lo llevé a mi casa, mi mujer y yo le dimos de comer una gigantesca marmita de macarrones con tomate, pasamos una agradable sobremesa charlando y lo despedimos poniéndonos a su disposición por si necesitaba de nosotros. Era un buen chico. Nada de todo esto, o que al incorporarme al cargo de director de la ERE le asegurara al gurú que tenía abiertas las puertas de la editorial, evitó que la eliminación de la tilde maldita lo sumiera en una desazón insuperable y pasara a profesarme un odio africano, que perdura hasta hoy y perdurará hasta el fin de los tiempos. Doy ahora un salto hasta este mismo año, 2023, y prosigo con las desdichas acarreadas por la turbulenta existencia de dicha tilde. Acabo de leer Azada de jardín, un estupendo diario de José Ángel Cilleruelo, recientemente publicado por la infatigable editorial Polibea. Y ahí, en la entrada correspondiente al 11 de mayo de 2021, encuentro la explicación de las mismas razones que acabo de exponer yo para no acentuar el adverbio, y este relato: “Vivía en ese limbo ortográfico feliz, escribiendo cientos de solo maravillosamente con la cabeza descubierta, cuando recibo las pruebas de unas traducciones. Les echo un vistazo y me quedo de piedra. Alguien ha corregido todos mis solos, en el texto de presentación y en el texto traducido, y los ha convertido en sólo. (...) Hablo con el editor, once años después de que la RAE decidiera ser consecuente con sus propias normas ortográficas, y me lo confirma. Ha sido él. En su editorial, todos los libros acentúan ‘sólo’ si es adverbio. Reviso el libro y no existe ningún ‘solo’ adjetivo del que deban distinguirse los adverbios. (...) Una tilde que regresa como una pesadilla recurrente, un mal que uno ve reaparecer cuando ya estaba curado. Un agobio: tener que discutir obviedades. Recordé, entonces, que cuando empecé a dar clase una parte del alumnado aún acentuaba sistemáticamente fué y fuí, tilde que había sido suprimida en 1956, treinta años antes de que empezara yo a trabajar. Descuelgo el teléfono para decir que siento todos los problemas ocasionados, y que retiro las traducciones”. Pues bien, esto que cuenta José Ángel es lo mismo que me ha pasado a mí, aunque no con una traducción, sino con un poemario propio. Hacía tres años, había convenido con una de las editoriales de poesía más importantes del país la publicación de mi próximo libro de versos. Cuando, tras la larga espera, llegó por fin el momento de sacar el libro y me enviaron las primeras pruebas, descubrí lo mismo que denuncia Cilleruelo: que a todos mis solos, natural y gloriosamente mondos, la editorial les había colocado el vergonzante penacho de la tilde. Primero pensé que se trataba de una equivocación y, no sin candor, así se lo señalé a mi interlocutora en la editorial. Pero ella me respondió que no era un error, sino un criterio editorial adoptado “tras analizar minuciosamente criterios y argumentos de lingüistas, sectores académicos, escritores, algunos miembros de la propia Academia, medios periodísticos, etc.”, y que constituía “la postura más rigurosa acorde con nuestra defensa del cuidado de de (sic) nuestro idioma con la mayor precisión y rigurosidadposible (sic)”. Insistí en las razones —las obviedades— que hacían incorrecta la acentuación del dichoso adverbio, de acuerdo con las normas de la RAE, y en el hecho de que, precisamente por cuidado, precisión y rigor en el uso del idioma, el adverbio solo no debía acentuarse nunca, salvo en el caso de ambigüedad con el adjetivo, siempre que el autor lo quisiera así. Y en mi libro no había ambigüedades ni, aunque las hubiera habido, hubiese acentuado yo el adverbio. Pero la posición de la editorial era inflexible, y así se me comunicó: en aquel tema, como si fuese un asunto de Estado o materia que afectase a los derechos humanos reconocidos por la Declaración Universal de 1948, “no podían transigir”. Más aún: se me enseñó la puerta si no estaba de acuerdo con el disparate. Así que, en efecto, con las primeras pruebas del poemario en la mesa, cogí mis bártulos y la puerta, y retiré el libro de la editorial. Defender lo correcto, el adverbio solo sin tilde, me ha costado, de momento, una amistad y la publicación de un libro. A ver qué es lo siguiente.

sábado, 23 de septiembre de 2023

Medidas cautelares, de Anay Sala

Anay Sala (Sabadell, 1975) publicó Medidas cautelares —su segundo poemario, tras Y (turno de réplica)— en 2012. Vuelve ahora a publicarse gracias a Libros de Aldarán. Sus brevísimos poemas, hijos de una tradición en la que se funden el epigrama, el aforismo, la greguería y el haiku, constituyen la crónica de un desamor, o, dicho con más precisión, de todas esas pequeñas decepciones y fracasos que se gestan en un proceso de alejamiento, que suele ser también, especularmente, un proceso de acercamiento a uno mismo, a los rincones de la conciencia que no se habían visitado hasta que los ha iluminado, sombríamente, el dolor. La poeta, con una poesía enjuta, sintética, se adentra en los pliegues de la conciencia y explora las resonancias, las torceduras, los vacíos que supura la creciente sospecha de que las cosas no son como se pensaba. En Medidas cautelares se intuye una convivencia resquebrajada, un desbarajuste del corazón, uno de los motivos recurrentes del poemario, aplacado —o disimulado— por la continuidad enmascaradora de los gestos y las palabras: «Cuando el dolor regresa, / de improviso, / y te asalta en el umbral de la nostalgia / y encañona tu sien contra el recuerdo, / sabes bien que solo puedes claudicar», leemos en el poema «El asalto», que acaba así: «Y de nuevo, / te impones la distancia, / la lógica febril, la compostura. / Y lo llamas cordura o equilibrio / cuando solo son ganas de llorar». El libro recurre a la simbología del ajedrez —en la cubierta hay un tablero, en el que uno de los bandos (que no sé por qué sospecho que es el de la autora) solo tiene un peón— y al lenguaje jurídico, del que su propio título es ejemplo, como metáfora de la necesidad de recurrir a la razón en la gestión de los conflictos humanos para alcanzar alguna paz, o siquiera una tregua, en la permanente lid de la vida. Sin embargo, esa razón no es pura, ni cierta, ni definitiva. Por el contrario, se ve atravesada por otras fuerzas que la subvierten o desdibujan: la duda, el olvido, el miedo. También el silencio barre estos poemas temblorosos, que persiguen alguna fijeza, pero que solo se encuentran con su propia desnudez, con su mudo temblor. En «Rosa Rosae», leemos: «¿Por qué, / si te provoco con verdades, / insistes en salvar / todas mis dudas? // Porque el amor de pétalos no sabe / —le aclara tu silencio a mi impostura». Algún poema desborda los diques racionales y esas otras escolleras que levantan la educación y la prudencia, y se atreve a comunicar su desolación, como «Respirando»: «Sobrevivo a la noche / y su tormenta / respirando penumbra / hasta el amanecer». En otros, el dolor asimismo se acera. En estas ocasiones, el poema, es decir, la realidad estricta de las palabras bailando en forma de versos, con su música y su misterio, acude a socorrer a la poeta, que se refugia en esa frágil certidumbre para sobreponerse a la turbación. En «La tentación», dice: «Me lo dijo un diablo / al mediodía, / mesándome la crin de la conciencia: // “Abandona toda muesca / de dolor. / Y déjate llevar por el poema”». 

Medidas cautelares habla de las emociones fundamentales: el amor, la felicidad, la soledad. En sus poemas, que son viñetas, suntuosas en su laconismo, el yo —azogado por la confusión— asoma poco a poco, a retazos, mediante sutilísimos desvelamientos: cada suceso o reflexión alumbra un lugar fosco, un paraje que aún no se ha hollado, una esquina espiritual. La inteligencia que demuestran no abruma, sino que se despliega, fragmentaria y sinuosa, en miniaturas cuajadas de sentido. El conjunto documenta una atrevida indagación en la conciencia, una aventura que aúna el esclarecimiento de las propias perplejidades, como señala con acierto José Luis Piquero, el prologuista del volumen, y la exposición de los inevitables padecimientos a los que nos somete la búsqueda del otro.

[Este artículo se publicó en Quimera, nº 469, enero de 2023, p. 63].

lunes, 18 de septiembre de 2023

La Sagrada Familia, ayer y hoy

Ha venido E. a Barcelona y, como casi todo el mundo que viene a Barcelona, ha querido conocer la Sagrada Familia. No la culpo. Yo no le había propuesto visitarla, pese a ser uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad, por ser uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad. Y los principales atractivos turísticos de una ciudad suelen tener todos el mismo problema: están llenos de turistas. Aunque no sabía hasta qué punto. Desde que los Juegos Olímpicos del 92 catapultaron a Barcelona como destino turístico internacional, los barceloneses nos hemos enterado de los crecientes problemas que causa el turismo masivo en el barrio donde se encuentra el templo expiatorio (y en toda la ciudad, de hecho): caravanas de autobuses, ruidosas y humeantes; multitudes ingentes de hacedores de fotografías; proliferación bacteriana de chiringuitos idiotas y tiendas de suvenires absurdos; ocupación de la vía pública por el crecimiento de ameba de la edificación; y, sobre todo, la sustitución del tejido urbano y los ritmos ciudadanos tradicionales por una artificiosa y vacua realidad de comercios, hoteles y negocios, igual a la que puede encontrarse en cualquier otra ciudad bendecida, o más bien maldita, por el turismo de masas. (Si nadie lo remedia, Barcelona —la millor ciutat del món, según un estúpido eslogan publicitario del ayuntamiento de hace algunos años— acabará convirtiéndose en otra Venecia, sin sus canales ni su carnaval, pero con idéntico vaciamiento: ya solo será un escenario, un decorado exánime, piedra hueca, hermosa pero muerta). Sin duda, los vecinos expían la presencia del templo expiatorio. La conciencia de esta expiación me inducía a eludirla, aplicando el principio por el que procuro regirme en mis tratos con la sociedad capitalista en la que no me queda más remedio que vivir hasta que se vuelva a ocupar el palacio de Invierno: consumir menos, comprar menos, producir menos, dejarme arrastrar menos por las persuasiones de la publicidad y el entretenimiento —del poder, en suma—, sustraerme, en la medida de mis fuerzas, a esta espiral aniquiladora y macabra de trabajo, ingreso y gasto, de fabricación ininterrumpida, de superación y rendimiento sin fin. Por eso no le había sugerido a E. visitar la magna obra de Gaudí (y sus sedicentes sucesores). Pero su insistencia y la cortesía y hospitalidad debidas me hicieron capitular, y un buen día, con trasnochado candor, E. y yo nos presentamos en la puerta del templo, dispuestos a conocer las edificadas (y quizá edificantes) tripas del monstruo. Un adusto segurata nos hizo caer de la higuera en pocos segundos: en la Sagrada Familia no hay ya taquillas en las que comprar entradas; solo pueden adquirirse por Internet. La verdad es que, pese a la decepción, lo comprendí: a la vista de la muchedumbre que nos rodeaba (y la que previsiblemente había dentro de la basílica), y que me recordaba a un termitero de la sabana de Namibia, comprar las entradas como se hacía antaño habría supuesto unas colas que ríete tú de las que se forman en Venezuela para comprar papel higiénico. Mientras nos retirábamos con el rabo entre las piernas y yo le prometía a una desolada E. que encontraríamos el modo, digital o no, de entrar, me acordaba de mis remotas visitas al monumento, de niño, de la mano de mis padres. De vez en cuando, siempre en domingo, mis padres me llevaban al templo para que conociera aquella extraña fabulación de piedra imaginada por alguien que contaba, además, con el indiscutible mérito de ser catalán. Porque, para mi padre sobre todo, ser catalán era un privilegio que el destino nos tenía reservado, y por el que debíamos estar agradecidos. Hacíamos los tres una cola generalmente breve, pasábamos por la taquilla —un cubículo asimismo breve en el que alguien, de cara indefinible, nos entregaba un tique parecido a los del autobús o el metro, previo pago de unas pesetas— y ya estábamos dentro. Y dentro nos esperaba una obra en pura construcción, todavía sin techar y llena de sillares —que yo identificaba como meros pedruscos— que había que sortear durante el paseo. Me sorprendía especialmente que el recinto no estuviera cerrado y que pudiera verse el cielo desde el interior: las nubes desfilaban por encima de nuestras cabezas como si el techo fuera una inmensa pantalla azul en la que nunca dejara de proyectarse una película muda. Pero uno no podía despistarse mirando a lo alto, que era lo que pedía el cuerpo, porque corría el riesgo de tropezar con alguno de los barrocos mampuestos que jalonaban el paso. Había en las paredes fotografías y una información rudimentaria sobre la historia de la basílica, y en todas partes el aire de algo que se estaba haciendo, aún en sus etapas preliminares (aunque la construcción se inició en 1882), como un gran chalé en las afueras o un edificio de oficinas en una zona comercial. Y la gente que visitaba la obra era como nosotros: barceloneses humildes, familias trabajadoras, católicos del barrio, señoras que venían a rezar, curiosos de diverso pelaje y también algunos —pocos— turistas: una fauna amable y dominical que no distorsionaba nada, ni imponía su presencia tumultuosa, ni sustraía a los residentes la certeza de que aquel era su vecindario, donde se había desarrollado (y esperaban que siguiera desarrollándose pacíficamente) su vida. Recuerdo también que podía subirse a las torres de la fachada del Nacimiento, la única que estaba construida por entonces, por unas escaleras angostas que daban a una suerte de puentecillo entre las dos torres interiores, desde el que uno se asomaba a la plaza de Gaudí (en cuyos bancos, en mi adolescencia, y a la abigarrada sombra del glorioso arquitecto, hice manitas con una novia que tuve en el barrio) y veía volar gaviotas y palomas, que acaban posándose en las floridas figuras de la fachada. Hoy, para subir a las torres, hay que pagar, como comprobamos E. y yo cuando, por fin, podemos entrar en el templo. Una hermana de la novia de mi hijo trabaja en el arzobispado de Barcelona —el dueño de la Sagrada Familia; Gaudí era un hombre catoliquísimo— y nos ha facilitado dos entradas gratis, es decir, nos ha ahorrado cincuenta y dos euros de vellón. Con su trabajo en el arzobispado se está ganando el cielo y con su gesto generoso se ha ganado nuestro agradecimiento. Acceder al templo es casi tan difícil como hacerlo a un vuelo transoceánico: debemos pasar varios controles manuales y un riguroso escáner. La entrada en la nave descubre un espacio irreal, lleno de una luz teñida de los colores de las enormes vidrieras (no de aquella luz cruda, desnuda, de los cielos de mi niñez) y poblado de las columnas arborescentes —y, por si fuera poco, helicoidales— que estallan en una marejada de paraboloides, hiperboloides, helicoides, conoides y cosas aún peores, y de las formas curvas, vegetales y caprichosas, que no se repiten nunca (Gaudí detestaba la homogeneidad), de los capiteles, basas, arcos, estatuas y contrafuertes del templo. El modernismo de Gaudí es una forma de surrealismo, asentada, como el propio surrealismo, en una racionalidad férrea pero oculta, en una suprarrealidad a duras penas accesible pero categórica. A ese surrealismo desquiciadamente geométrico se suman las hordas de visitantes, que pululan por todos los rincones de la basílica: andan (andamos), sin excepción, con la cabeza alta, pero no por engreimiento, sino para contemplar, admirados o desconcertados, el quieto oleaje de las bóvedas, el bullir granítico de las nervaduras, la imprevisibilidad de todo. Con el sobrio desafuero de Gaudí se mezclan gorras de camuflaje o sombreros tejanos, pies enfundados en sandalias y calcetines, pantalones cortos ceñidísimos (ellas), camisetas de la Universidad de Florida o de Notre Dame, gafas de sol, pamelas con lazos, botellas de agua, señoras mayores en sillas de ruedas, niños turbulentos, bastones de marcha nórdica, chanclas, viseras, mochilas y móviles, muchísimos móviles: yo diría que hay más móviles que visitantes. El sosiego que uno asocia con una iglesia tan majestuosa como esta se ve desbaratado por el frenético deambular de un ejército internacional de fotografiadores. No queda nada, ¡ay!, de aquella calma provinciana, de aquel parsimonioso hacerse, de la paradójica modestia que acompañaba al templo cuando solo lo visitábamos los indígenas. Salimos de la Sagrada Familia, nos abrimos paso entre la multitud que está más o menos acampada en las inmediaciones haciéndose selfis o comprando llaveros con la figura de un toro o una bailaora de flamenco, y decidimos seguir disfrutando del modernismo con una visita al antiguo Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, hoy reconvertido en complejo monumental, y verdadera obra maestra de Lluís Domènech i Montaner. Está a menos de un kilómetro por la aledaña avenida de Gaudí. En quince minutos hemos llegado. Y allí no hay nadie. Apenas algunas parejas y un par de pequeños grupos de turistas. Los operadores turísticos atiborran de viajeros el icono de la Sagrada Familia, pero desdeñan —o ignoran— algo tan fantástico como el hospital (para algunos, aún más seductor que la obra de Gaudí). Ojalá siga siendo así mucho tiempo. La visita a Sant Pau es una delicia de paz y satisfacción. Una vez me atendieron allí de un pie averiado, pero yo lo había visto con los ojos de un enfermo, que son siempre dolientes, nunca como ahora: deslumbrado, casi extasiado. Y E. también.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Excéntricos (los dieciséis de Brighton)

Durante mucho tiempo, la poesía la compusieron, cantada o escrita, unos pocos y la recibieron, oída o leída, muchos. Luego la siguieron escribiendo unos pocos, pero ya solo eran unos pocos también los que la leían. Por fin, hoy, muchos la escriben (o la cantan) y no la lee casi nadie, a menudo ni siquiera los que la escriben. El estallido digital ha supuesto una simultánea deflagración de la poesía, que se ha llenado de practicantes, aunque mucho menos de lectores, y casi nada de buenos lectores, aquellos que entendían que, para poder escribir buena poesía, antes había que leer buena poesía. La democratización radical —esto es, la unánime vulgarización— que conlleva la supresión de los filtros de conveniencia y valor aplicados por la industria editorial tradicional —y también de los baremos de calidad de la crítica literaria clásica—, inducida por el imperio digital, ha dado lugar a una pululación inacabable de poetas y aspirantes a poeta, que consideran que, dado que comparten el instrumento con el que Charles Bukowski o Mario Benedetti crearon su obra, el lenguaje, ellos no necesitan otra cosa para crear también la suya. En esta constelación multitudinaria de atolondrados pergeñadores de versos, se hace más necesario que nunca el juicio ponderado de lectores expertos que hayan cultivado el gusto y asumido la tarea de seleccionar lo que vale la pena, por su enjundia estética (y también ética), de entre una producción abigarrada, por lo general negligente y con frecuencia incomprensible. Los Papeles de Brighton, capitaneados por Juan Luis Calbarro, que, además de editor aguerrido, es un excelente poeta y crítico, llevan cumpliendo con ese papel censor —en el sentido más noble del término, que lo tiene— desde hace, felizmente, diez años. Fruto de esa década de esclarecimiento y tasación son los dieciséis poetas que han visto la luz en las varias colecciones de su editorial. Singularmente, la mayoría de ellos se caracterizan por ser poetas periféricos, es decir, autores que no radican ni en el centro geográfico ni en las capitales culturales del idioma, y que tampoco practican la poesía previsible en los núcleos de poder, repeinada, mesocrática y sumisa. Y ello es aplicable tanto a los quince poetas de habla española (catorce españoles y un peruano) como al representante de la lengua inglesa publicado por Los Papeles de Brighton, el inglés Terence Dooley. Son, pues, escritores excéntricos: ajenos a ejes y cauces imperativos, que solo obedecen a sus inclinaciones creadoras y a las tradiciones que ha tamizado su sensibilidad. Más de la mitad de ellos han nacido en la década de los sesenta del siglo pasado y cabe pensar que se encuentran en plena madurez creadora. Los estilos que practican son una muestra precisa de la diversidad estética que caracteriza el actual momento de la poesía en España, en la que, desde el declive, por agotamiento natural, de la otrora dominante poesía de la experiencia, en la primera década de esta centuria, aún no ha cuajado ninguna otra corriente fundamental. Ello no obstante, entre los dieciséis de Brighton cabe observar, a grandes trazos, un grupo mayoritario de autores que se nutren señaladamente, en formas, temas y, sobre todo, tono, de la tradición clásica, caracterizados por un figurativismo juicioso, es decir, amigable con el vuelo de la imaginación y aun con la fractura de las formas, una dicción sosegada, aunque imbuida de la inevitable convulsión contemporánea, y una preocupación por lo comunitario o social (grupo en el que se encuentran la mayoría de los autores sénior: Goldemberg, Pernas, Dooley, Máximo Hernández, Fernández Benéitez, Planas Bennásar y López Navia, pero también Osset, Marinas y Juliá Braun); y otro grupo cuyos miembros se adscriben cabalmente a la tradición de la ruptura, como la definió Octavio Paz, esa que busca arrancar relumbres del propio lenguaje y desafiar las convenciones expresivas para adentrarse en los dominios más sombríos o inaccesibles de la realidad y la conciencia (y aquí están Galindo, Domingo Català, Ingelmo, Gómez Calderón y Pérez Rod).

José Luis Pernas, el más veterano de los poetas antologados, nacido en 1943, miembro relevante de la sociedad literaria canaria, en la que ha participado en numerosas antologías y proyectos, como la legendaria colección Mafasca, pero también ausente de la escena poética desde 1984 hasta 2010, en que reaparece con Que no sea el olvido, escribe poemas de una honda serenidad, de regusto clásico, melancólicos y sensuales, no exentos de ironía. Con versos generalmente breves y siempre ceñidos, ajustados a una contenida pauta rítmica, que a veces cristalizan en sonetos, Pernas explora lo humano con una mirada limpia y una emoción templada, y subraya algunos motivos de su entorno, como la luz, el cielo y el mar —símbolo de libertad, pero también de confinamiento—, siguiendo la tradición de tantos poetas canarios. El poeta, evocador, dibuja un mundo delicado pero tumultuoso, donde los accidentes de la existencia repujan sin estridencia la piel de la realidad.

Isaac Goldemberg, distinguido escritor peruano residente en Nueva York, afinca su poesía en la exploración y desvelamiento de las tradiciones judías, y se entrega a la gozosa tarea de nombrar el mundo con una palabra prieta y fluida, que no rehúye ni la reflexión existencial, ni el análisis social, ni el diálogo con la divinidad. Dotado de una voz multitudinaria y sapiencial, de Goldemberg ha escrito Juan Carlos Mestre en el prólogo de Libro de reclamaciones, la antología poética publicada en Papeles de Brighton: «Hay confesión y testificación en estas páginas, hay sonoros retratos cuyo eco inextinguible llega hasta las puertas de la melancolía. Hay melancolía e impaciencia, y una insurgente mas delicada manera de estar en el mundo junto a la gente del mundo, en la naturaleza rebelde de lo libre y en la bienaventurada tarea de los avisadores del fuego ante los abismos terrenales».

Terence Dooley, uno de los mejores traductores del español de su país, habla de los pequeños sucesos que componen la realidad cotidiana, tras los cuales se esconde lo inesperado, lo desconocido, lo fantástico: lo que revela la condición incierta, contradictoria, de la intimidad, en la que se abrazan el entusiasmo y la indiferencia, el rapto y el sueño, la negrura y la luz. En sus manos, la realidad se revela compuesta por innumerables piezas, todas caótica pero hermosamente articuladas por la mirada interrogativa del poeta y una sintaxis rebelde, en la que destacan los giros anómalos, las torceduras expresivas, para subrayar el dolor o el desconcierto de lo dicho. Dooley practica ejemplarmente la inducción: pasa de lo concreto a lo general, siendo lo general lo singular de su espíritu, y lo irrepetible, lo perecedero, de cuanto sucede. Entonces encuentra una conciencia que se interroga; o que se reviste de añoranza; o que escruta el amor pasado, o perdido, o presente; o que critica, con humor sutil y británico estoicismo.

Máximo Hernández ha construido, desde la marginalidad —y cabría añadir, paradójicamente, desde el silencio—, una obra llena de grandeza, caracterizada, como ha señalado Juan Luis Calbarro, uno de sus mejores críticos, por el compromiso ético, la indagación existencial, las estructuras unitarias y cerradas de inspiración clásica, la pluralidad de voces poéticas y una tendencia a la alegoría, a la que cabe añadir otra a la sátira. El ser humano —desprovisto de toda transcendencia: el poeta no cree en demiurgos ni en consuelos ultraterrenos— es el eje de su cosmovisión: que no haya más razón que el azar para explicar su existencia, no significa que no debamos buscarle un sentido a su presencia en el mundo, y a esa búsqueda se aplica con ahínco Máximo Hernández, trajinando con las esperanzas que abriga y las derrotas que padece, con el absurdo y la irrisión de su conducta, con su respirar sincopado y claroscuro.

El zamorano Ángel Fernández Benéitez, un poeta asimismo de inspiración clásica, revela una pasión por la naturaleza, contemplativa pero también erótica, en la que se proyectan las inseguridades existenciales, entre las que la definición de la identidad, de la sustancia del ser individual, descuella con vigor. El poeta habla del pasado y del recuerdo; de la soledad, compañera inevitable; del deseo de libertad, fruto del encarcelamiento existencial y aun físico; y del amor, que siempre ronda, ansiado, frustrado, perdido o, más raramente, consumado. En su poesía, la sobria musicalidad de sus palabras se enreda en un follaje vanguardista y hasta en arboledas neoculturalistas. Se funden, así, un castellano granado, austero y, cuando conviene, arcaizante, con otro brincador y hasta surreal, en el que trajinan metáforas puras y neologismos creacionistas, y que no rehúye lo oscuro. Y ambos, aunados, entonan un canto: lo que sobrevive a todo, lo que redime de todo.

Juan Planas Bennásar, ese bartleby guadianesco —no porque deje de escribir, algo que no hace nunca, sino porque deja de publicar—, consigna en Cercandanza una poesía de verso largo (y de poemas en prosa, un rasgo de modernidad) en la que fluye, y a veces se arremolina, la conciencia. Planas Bennásar hermana lo meditativo y lo narrativo: lo que sucede a su alrededor es causa e interlocutor de lo que sucede dentro; y al revés. Hombre viajado y culto, sus poemas son «andanzas cercanas» que nos llevan muy lejos: paseos, tránsitos, itinerarios, en las que se vuelca una subjetividad vigilante, asombrada de su propio hervor y del hervor a menudo ininteligible del mundo. El amor supone un contrapeso bienaventurado a las injurias de la realidad, y la reflexión sobre la propia actividad creadora supone asimismo un bálsamo, al igual que el escalpelo y el bisturí lo son para el cirujano, o el microscopio para el investigador. 

Santiago López Navia, cervantista reputado, es quizá el autor de filiación clásica más reconocible de este conjunto brightoniano. Su gravedad moral, su constante pesquisa en la naturaleza humana y su virtuosismo formal, que le permite escribir afilados sonetos y utilizar desde serventesios a haikús, lo sitúan en la estela de Horacio, de los grandes nombres de los Siglos de Oro y de clásicos contemporáneos como Antonio Machado. Su poesía, añorante, expresa el peso agridulce del tiempo transcurrido y el dolor de la ausencia y la pérdida, pero no renuncia al humor. Coherente con su educación estética, López Navia recurre con frecuencia a —y actualiza— los tópicos clásicos: el homo viator —que refleja la vida como «camino espiritual»—, el beatus ille —con el que plasma su atenta contemplación de la naturaleza—, el carpe diem —con el que reivindica el placer— y el silentium amoris: el silencio como manifestación necesaria del amor.

Moisés Galindo pertenece a la tradición de la síntesis, de aquella máxima condensación del sentido que quería Ezra Pound; o, como se ha establecido en la tradición hispana, a la poesía pura de Juan Ramón Jiménez o José Ángel Valente (aunque en esta «pureza» se esconda notablemente una dimensión social). Sus poemas, siempre breves, diamantinos, descubren a un poeta que, a partir de la contemplación del mundo —y, en particular, de la naturaleza que lo rodea—, traza un viaje metafísico: al ser y a la nada, al viejo combate metafísico entre la vida y la muerte. Galindo expresa, así, la perplejidad que le inspira el mundo y su propio alentar en él, y desnuda la paradoja central de su poesía: vida y muerte son lo mismo; ser y nada se alimentan mutuamente; existir y desaparecer poseen una textura igual, una naturaleza idéntica. 

Miguel Osset Hernández escribe una poesía narrativa y flexible, que atiende a algunos asuntos esenciales: el amor, en el que confluyen un acendrado romanticismo y unos calambrazos eróticos no menos percutientes, la observación maravillada pero también analítica del mundo, y la indagación en la identidad y el ser. La voluntad autorreflexiva se abre paso en los poemas, trazando un camino al interior y, por esa misma vía, a los demás, con quienes aspira a fundirse. La elegía por lo ido —y por lo que se va en este momento— también está presente en los versos de Osset, así como un paradójico pero vigorizante entusiasmo: un ansia por sentir, por vivir, por experimentar cuanto ofrece el mundo, por estallar de pasión, por que la conciencia se llene y hasta rebose. Este entusiasmo es la reacción del ser frente a la pérdida, frente a la certeza de la derrota, cuya culminación es la muerte. 

Julio Marinas es el único antologado, junto con Teresa Domingo, que ha publicado dos libros de poemas en Los Papeles de Brighton, aunque el segundo, Búsqueda de natura, sea una versión corregida y aumentada de la sección homónima incluida en el primero, Poesía incompleta. Poeta andariego y observador, que se mueve por los parajes menos hollados del realismo, reconoce en la naturaleza el código que es preciso descifrar para desentrañar, a la vez, el misterio de la condición humana, a la que solo asiste una certeza: que nadie se escapa de morir. Marinas ha cultivado también, con un lenguaje abrasivo y abrasado, la poesía erótica, y ha transmutado los sucesos de la existencia en un discurso vívido, sin remilgos, a menudo violento, como violento es lo que ha percibido y experimentado.

Carlos Juliá Braun es un clérigo socarrón y sicalíptico, que practica el soneto, entre romántico y rijoso —los románticos, por cierto, fueron grandes erotómanos—, como otros preparan unos huevos fritos: con naturalidad y mucho sabor. No por casualidad el primero incluido en esta antología es un «soneto gastronómico». El padre Juliá Braun, en la estela de los goliardos o los abates libertinos del dieciocho francés, satiriza, mediante la parodia, los modos y motivos de la poesía amorosa tradicional, pero debemos recordar que, para burlarse con acierto de algo, primero hay que conocerlo bien. Y el conocimiento de la literatura que sitúa ante el espejo convexo de su humor —y de su rijo— es preclaro. Con un formidable arsenal retórico, tomado, sobre todo, del renacimiento y el barroco hispanos, estos sonetos canónicos —endecasílabos, consonantes y rimados— hacen sonreír, sin renunciar a su propósito libidinoso.

La poesía de Teresa Domingo Català es un estallido verbal, un torbellino visionario y un hormiguero de símbolos, suscitados todos por un indesmayable escarbar en el humus de la conciencia, en las grietas devoradoras del espíritu. Dotada de una enorme energía elocutiva y, antes que eso, de una mirada escrutadora, que parece solo diseñada para hurgar en las profundidades, Domingo Catalá crea poemas plagados de sufrimiento pero también de deseo, metafóricos y crujientes, musicales y negros, con una negrura en la que confluyen todos los colores; poemas más que sensuales, carnales, donde el sexo se acomoda y se desajusta a cada paso; poemas paradójicos, en los que la poeta no deja de (des)articular un yo que no se entiende, que no se encuentra, que no vive lo que quiere vivir, pero que siente, apasionadamente, el peso monstruoso y benéfico de las cosas. 

Luis Ingelmo es el mejor representante, en esta selección, de lo que se ha dado en llamar «realismo sucio», y que ha tenido, y sigue teniendo, un especial predicamento en los Estados Unidos, donde Ingelmo ha vivido muchos años. El poeta expone una realidad, cotidiana pero también cósmica, despojada de todo aditamento embellecedor, en sus puros y embarrados huesos. Y lo hace con un lenguaje que no reniega de sus múltiples facetas y que no teme resultar antilírico, porque el antilirismo, si está cargado de verdad, constituye una forma más limpia de decir lo que es. Con trazos expresionistas y burlescos, con elipsis retumbantes y latigazos vanguardistas, iconoclasta y moderadamente nihilista, Ingelmo compone un fresco supurante que cuenta los fracasos, las falacias y las iniquidades de una sociedad corrosiva, en la que, no obstante, estamos obligados a vivir.

Isaac Gómez Calderón despliega una poesía saturada de símbolos e imaginería, y se acoge, como Teresa Domingo Català, al reino de lo visionario, aunque sólidamente amparado en el poder esclarecedor de la razón. Filosofía y misterio se aúnan, pues, alumbrando un discurso poderosamente lingüístico e incendiadamente metafórico. No es casualidad que en La parábola del arcoíris, el volumen que ha publicado en Los Papeles de Brighton, haya un importante apartado visual, en el que los poemas son la écfrasis, alucinada pero meticulosa, de ilustraciones de textos maravillosos, bíblicos y medievales, y que llegan a la modernidad iluminada de Blake, el gran veedor, que hablaba con los ángeles, y Gustav Klimt, todos cuyos cuadros son un beso descoyuntado. En Gómez Calderón alientan Maldoror y Rimbaud, Darío y Cirlot, Artaud y Celan, que sustentan un mundo enloquecido y embriagador.

Isa Pérez Rod, la más joven del conjunto, simboliza en la alquimia que da título y estructura su poemario la transformación que operan la sensibilidad y el lenguaje en la realidad turbulenta que rodea a la poeta, y que nos rodea a todos. Con un amplio conocimiento de las técnicas de vanguardia, que hacen de Alquimia orgánica un libro sísmico y experimental —utiliza el caligrama, la poliglosia, el inciso dialógico, la luxación sintáctica, las posibilidades visuales de la tipografía—, y un no menos apto uso del lenguaje científico —Pérez Rod es médica—, que se funde con el vocabulario y la mitología de la alquimia, la poeta da cuenta de un ser atropellado por sus propios anhelos y sus propias insuficiencias, que intenta sobrevivir a otros seres tan trastornados por la existencia como ella, y que lo hace con un lúcido arrebato, sin dejarse vencer por la desesperanza. 

[Prólogo de Dieciséis de Brighton, Eduardo Moga (antólogo), Madrid, Los Papeles de Brighton, 2023]

viernes, 8 de septiembre de 2023

Ser escritor no es fácil ni romántico (y 2, aunque podrían ser muchísimas más)

Quevedo era putero, borracho (Góngora lo llamó Francisco de Quebebo), misógino, racista, antisemita, pendenciero e insultador. Adriano del Valle saqueó la biblioteca de la revista y editorial Cruz y Raya cuando su director, José Bergamín, partió al exilio, y Félix Ros hizo lo propio con la de Juan Ramón Jiménez cuando este y su mujer, Zenobia, abandonaron España. A Gregorio Martínez Sierra le escribió todas sus obras —más de un centenar— su esposa, María de la O Lejárraga. Pedro Luis de Gálvez iba por las tabernas de Madrid sableando a los amigos con el cadáver de su hijo en una caja de zapatos. Al estallar la guerra civil, Camilo José Cela se ofreció por carta como delator al comisario general de Investigación y Vigilancia. Jorge Folch murió ahogado en un conducto subterráneo de Barcelona en el que le gustaba sumergirse. Antonio Machado, huyendo de Franco, cruzó a pie la frontera con Francia, con su madre octogenaria y enferma, y murió en Colliure dos días antes de recibir una carta de la universidad de Cambridge en la que se le ofrecía un puesto de profesor. Reinaldo Arenas fue internado en campos de trabajo en Cuba por ser homosexual, se sumó al Éxodo del Mariel haciéndose pasar por Reinaldo Arinas, y se quitó la vida en Nueva York. Jack London fue vagabundo, estuvo preso, trabajó en un molino de yute, hizo jornadas de doce a dieciocho horas en una fábrica de conservas, robó ostras, cazó focas, traficó con opio, porteó carga en la fiebre del oro de Alaska, padeció escorbuto y acabó suicidándose. Osamu Dazai intentó matarse cuatro veces, hasta que a la quinta lo consiguió. Lucia Berlin, con cuatro hijos a su cargo, fruto de tres matrimonios diferentes, fue recepcionista en un consultorio de ginecología, ayudante de enfermería en la sala de urgencias de un hospital y limpiadora. Max Jacob murió en el campo de concentración nazi de Drancy, e Irène Némirovsky, en Auschwitz. Verlaine le pegó un tiro a su amante Rimbaud en una mano y pasó dos años en la cárcel. César Vallejo fue encarcelado en Perú por orden de un juez venal que defendía los intereses de las compañías agrícolas y mineras contra cuyas injustas condiciones de trabajo protestaban Vallejo y otros jóvenes socialistas. A Saint-John Perse las autoridades de Vichy lo privaron de la nacionalidad, y la Gestapo allanó su domicilio en París y destruyó cinco poemarios manuscritos inéditos. Roberto Saviano vive desde 2006 amenazado por la mafia, lo protegen las veinticuatro horas cuatro guardaespaldas y ha de cambiar constantemente de domicilio. Unamuno fue desterrado a Fuerteventura por el general Miguel Primo de Rivera. Walter Benjamin se suicidó en Portbou, cuando, huyendo de los nazis, la policía española no le permitió cruzar la frontera. Ángel Ganivet se tiró desde un barco al mar del Norte, junto al puerto de Riga, pero fue rescatado por los tripulantes de otro barco; no obstante, en un descuido de estos, volvió a arrojarse al mar, esta vez con éxito. Miguel Servet fue quemado vivo en la hoguera por los seguidores de Calvino. Giordano Bruno y Diego de Enzinas fueron achicharrados en Roma por el Santo Oficio. Saint-Exupéry cayó al mar en un vuelo de reconocimiento en la Segunda Guerra Mundial. Antonio Gamoneda, huérfano de padre, empezó a trabajar con catorce años como meritorio y recadero en un banco de León. Dalton Trumbo pasó once meses en la cárcel y tuvo que exiliarse en México porque no se le permitía trabajar en Hollywood por sus ideas supuestamente comunistas. Salvador Dalí le mandó a su padre, notario, una carta con una mancha de semen y la siguiente frase: «Te devuelvo todo lo que te debo». Pietro Aretino y Julián del Casal murieron de un chiste: los ataques de risa que sufrieron le produjeron al primero una apoplejía y al segundo, un aneurisma. Christopher Marlowe murió en una reyerta de taberna (le clavaron un cuchillo en el ojo, que le alcanzó el cerebro). Sherwood Anderson, por una peritonitis causada por un palillo de dientes (de un martini) que se había tragado. Julien Offray de la Mettrie, por un atracón de paté de trufas. Esquilo, descalabrado por un caparazón de tortuga que un águila dejó caer sobre su cabeza. Li Po, ahogado en el Yangtzé cuando, borracho, intentaba abrazar el reflejo de la luna. Thomas Merton y Rosario Castellanos, electrocutados por un enchufe en su casa. Stieg Larsson, por un infarto causado por subir corriendo los seis pisos de un edificio en el que el ascensor no funcionaba. A Hipatia hordas cristianas la desnudaron, la golpearon con tejas hasta descuartizarla y pasearon sus restos por el pueblo. A Gustav Kobbé le cayó encima un hidroavión. Emily Dickinson pasó los últimos quince años de su vida recluida, por voluntad propia, en casa de su padre. François Villon, ladrón y asesino, fue torturado y condenado a la horca, pero se le conmutó la pena de muerte por la de destierro y no volvió a saberse de él. Raymond Radiguet murió a los veinte años; Thomas Chatterton, a los diecisiete; Félix Francisco Casanova, a los diecinueve; John Keats, a los veintiséis; Alain Fournier y Georg Trakl, a los veintisiete; Anna Frank, a los quince; el conde de Lautréamont y Manuel Acuña, a los veinticuatro; Bernardo Couto Castillo, a los veintidós. Knut Hamsun le regaló su medalla del premio Nobel a Joseph Goebbels y fue recibido por Hitler. Leopoldo Panero pegaba a su mujer y a sus hijos. Anne Perry mató, con quince años, a la madre de su mejor amiga golpeándole cuarenta y cinco veces la cabeza con un ladrillo envuelto en una media. Josep Pla fue espía de Franco. Alfredo Bryce Echenique fue condenado por plagiar dieciséis artículos periodísticos y Arturo Pérez Reverte, por hacer lo propio con el guion de la película Gitano, de Antonio González-Vigil. A Lucía Etxebarria la denunciaron por presentar versos de Antonio Colinas como propios en uno de sus libros. Gerard Manley Hopkins destruyó una buena parte de su obra, escandalizado con ella, tras una conversión religiosa. A Garcilaso de la Vega lo descalabraron de una pedrada en el asalto a la fortaleza de Le Muy, y a José Cadalso le reventó la cabeza la metralla de un obús en el asedio a Gibraltar. Miguel Delibes daba clases en la escuela de peritos mercantiles. Jesús Galíndez fue raptado en Nueva York y asesinado en la República Dominicana por orden del dictador Rafael Leónidas Trujillo. Santa Teresa de Jesús, Molière, Thoreau, Bécquer, Éluard, Katherine Mansfield, Novalis, Chéjov, Tristan Corbière, Aloysius Bertrand, Jules Laforgue y Màrius Torres murieron de tuberculosis. Dan Anderson falleció por inhalar el cianuro de hidrógeno con el que habían fumigado el hotel en el que se alojaba. Valérie Valère sufría anorexia. Un gato se comió el corazón del cadáver de Thomas Hardy. El frasco que contenía el cerebro de Walt Whitman se le cayó al médico que lo estaba manejando y los sesos del poeta se espachurraron contra el suelo. Gógol arrojó al fuego la segunda parte de Almas muertas antes de dejar de comer y morir de inanición. Juan Ramón Jiménez compraba (y robaba) todos los ejemplares que podía encontrar de sus dos primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, de los que se sentía avergonzado. Robert Musil falleció antes de acabar Historia de las ideas, en la que llevaba trabajando veinte años. También Virgilio murió antes de terminar la Eneida (y le pidió al emperador Augusto que destruyera lo que había escrito; por suerte, el césar no lo hizo). Marcel Proust se batió en duelo con Jean Lorrain, que había dicho que su libro Los placeres y los días era pestilente y que Proust era homosexual. Vicente Huidobro viajó a París en barco con su familia y la vaca Jacinta para disponer en Francia de leche fresca y de confianza; a su vuelta a Chile, embarcó 300 ruiseñores con los que quería alegrar los cielos de Sudamérica, ninguno de los cuales sobrevivió a la travesía. María Kodama, la viuda de Borges, obligó a retirar del mercado El hacedor (de Borges). Remake, de Agustín Fernández Mallo, un homenaje al escritor argentino. Gustave Flaubert fue denunciado y juzgado por la inmoralidad de Madame Bovary. Philip Roth, William Wordsworth, Scott Fitzgerald, José Antonio Ramos Sucre, Susan Sontag, Vladimir Nabokov y Percy B. Shelley fueron insomnes. Fernando Villalón se arruinó intentando criar una raza de toros bravos de ojos verdes. André Chenier fue guillotinado durante el periodo del Terror de la Revolución Francesa. Stalin y Mao Tse Tung escribieron poemas. Hitler, un libro. Franco, el guion de una película. Ted Hughes conoció el suicidio de su mujer, Sylvia Plath, y, seis años después, el de su segunda mujer —con la que había engañado a Plath—, Assia Wevill, que también asesinó a la hija, de cuatro años, que había tenido con él. José Rizal fue condenado por traición en Manila y fusilado por la Guardia Civil. Victoria Amelina murió por un misil ruso lanzado contra Kiev durante la Guerra de Ucrania. Rafael Sánchez Mazas sobrevivió a un fusilamiento en masa en la guerra civil española. Demóstenes se afeitaba la mitad de la cabeza para que le diera vergüenza salir a la calle y pudiese seguir escribiendo. Dickens hacía lo mismo, pero con la barba. Philip K. Dick tenía alucinaciones y visiones místicas. William Blake hablaba con los ángeles. John Steinbeck fue empleado de una piscifactoría. Stephen King hacía turnos de hasta veinte horas en una fábrica textil. Dionisio Ridruejo, Manuel Machado y Eduardo Marquina escribieron poemas en alabanza de Franco; los tres, junto con Gerardo Diego, Eugenio d’Ors, Luis Rosales, Álvaro Cunqueiro y Pedro Laín Entralgo, también loaron en verso a José Antonio Primo de Rivera. Fernando Arrabal acudió a una tertulia de televisión completamente borracho. Francisco Umbral tiraba los libros que no le gustaban a la piscina de su casa. Ramón Gómez de la Serna daba conferencias subido a un trapecio o a una farola, o se comía una vela. Nicolás Chamfort, perseguido durante el periodo del Terror, se intentó matar de un pistoletazo, pero no lo consiguió; luego, se apuñaló repetidamente con un cortapapeles, por cuyas heridas falleció al cabo de cuatro meses. Arthur Cravan se enfrentó en Barcelona al campeón del mundo de boxeo de los pesos pesados, Jack Johnson, que lo derribó en el sexto asalto, aunque habría podido hacerlo en el primero si no hubieran pactado una duración mínima del combate para que pudieran filmarlo y exhibirlo comercialmente (meses después, se enfrentó al francés Franck Hoche, pero Cravan, que se había presentado borracho al combate, abandonó en el primer asalto). Mário de Sá-Carneiro se tomó, con veintiséis años, cinco frascos de arseniato de estricnina.

domingo, 3 de septiembre de 2023

Ser escritor no es fácil ni romántico (1)

Spinoza pulía lentes en un tabuco inmundo. Pessoa traducía cartas comerciales para empresas navieras. Manuel Vázquez Montalbán cobraba los recibos de los seguros de decesos (los muertos) puerta a puerta. Hemingway se pegó un escopetazo en la boca apretando el gatillo con el dedo gordo del pie. Manuel Altolaguirre, Luis Martín Santos, Albert Camus, W. G. Sebald y José Carlos Becerra se mataron en accidentes de coche. Alejandra Pizarnik se suicidó con Seconal tras escribir en el pizarrón de su cuarto: «No quiero ir / nada más / que hasta el fondo». Delmira Agustina fue asesinada, de dos tiros en la cabeza, por su marido, del que había decidido separarse. Jorge Cuesta se intentó castrar en el manicomio en el que estaba ingresado. Federico García Lorca fue asesinado por un grupo de falangistas, que remataron la acción metiéndole dos balas en el culo «por maricón». Paul Celan, toda cuya familia había muerto en un campo de concentración nazi, se arrojó al Sena. Sylvia Plath metió la cabeza en el horno, después de dejar unos vasos de leche y algunas galletas para cuando se despertaran sus hijos. A Miguel Hernández lo dejaron morir de tuberculosis, a los treinta y un años, en una cárcel franquista. Osip Mandelstam fue desterrado a los Urales por un epigrama contra Stalin y murió en el campo de trabajo de Vladivostok. También a Ovidio lo desterraron, en el Mar Negro, por diferencias con el emperador Augusto. Virginia Woolf se llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse. A Boris Pasternak las autoridades soviéticas lo obligaron a renunciar al Premio Nobel que había recibido en 1958. A Abelardo lo castraron unos sicarios del tío de su amada Eloísa. Oscar Wilde pasó dos años en la cárcel, condenado por mantener una relación homosexual con el hijo de un marqués, y murió en la miseria en París. A Walt Whitman lo despidieron varias veces de su trabajo y fue denunciado, por la obscenidad de su poesía, por la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio. Leopoldo María Panero peregrinó de manicomio en manicomio hasta el final de sus días. Baudelaire, que era alcohólico, fumaba hachís y padecía sífilis, fue condenado y multado por publicar Las flores del mal. Miguel de Cervantes fue comisario de abastos y recaudador de impuestos, y estuvo preso por no recaudar los suficientes. San Juan de la Cruz, fray Luis de León y Miguel de Molinos fueron perseguidos por la Inquisición (Molinos pasó los últimos siete años de su vida en una mazmorra romana y murió en ella). Gérard de Nerval se colgó de la verja de una cloaca en París. José Asunción Silva perdió los manuscritos de dos poemarios inéditos en el naufragio del buque en el que volvía a Colombia (y luego se suicidaría de un pistoletazo en el corazón). Ambrose Bierce se unió al ejército de Pancho Villa y desapareció en Chihuahua, México, sin que se haya vuelto a saber de él ni encontrado nunca su cuerpo. Pushkin y Lérmontov murieron en sendos duelos. Rimbaud volvió para morir de cáncer en Francia, a los treinta y siete años, después de un viaje infernal desde Etiopía, donde se dedicaba al tráfico de armas (y algunos añaden que de esclavos), y de que, ya en Marsella, le amputaran una pierna. Edgar Allan Poe, Herman Melville, Emilio Salgari, O. Henry y Benito Pérez Galdós murieron en la miseria. Sergio Gaspar echó al fuego media docena de poemarios inéditos en su juventud. Salman Rushdie publicó Los versos satánicos y el ayatolá Jomeini lo condenó a muerte por ello;  cuarenta años después, fue apuñalado por un islamista que quería ejecutar la orden del clérigo, y que lo dejó ciego de un ojo y sin movimiento en una mano. Naguiv Mahfuz también fue apuñalado por un integrista islámico. A José María Hinojosa lo asesinaron milicianos comunistas y a Pedro Muñoz Seca le dieron matarile en Paracuellos. A Cicerón le cortaron la cabeza y las manos. A Pier Paolo Passolini le pasaron varias veces por encima con su propio coche. Frank O’Hara murió también atropellado, en una playa. George Orwell fregó platos en Londres. Larra se mató de un tiro en la sien, delante de un espejo, con veintisiete años, porque su amada, Dolores Armijo, lo había abandonado. César Dávila Andrade se degolló, también delante de un espejo. Franz Kafka trabajó en casas de seguros y murió de tuberculosis de laringe a los cuarenta años. Charles Bukowski, alcohólico, desempeñó oficios infames buena parte de su vida (y le dio una patada en el estómago a su mujer, Linda Lee). Rupert Brooke murió por la picadura de insecto, a los veintisiete años, cuando lo trasladaban a Galípoli, durante la Primera Guerra Mundial. Raymond Chandler recogió albaricoques y encordó raquetas. Jacques Prévert fue mozo de almacén. Eunice Odio murió pobre y sola en su casa, y su cadáver no encontró hasta diez días después del fallecimiento. Philip Larkin era erotómano, y Henry Miller, sexópata. A Karl Krauss un damnificado por sus feroces sátiras le partió la cara. Balzac murió por los litros de café que bebía todos los días para mantenerse despierto y poder escribir. A William Hope Hodgson lo hizo picadillo un obús en la batalla de Ypres. Mishima practicó el seppuku. Horacio Quiroga —su padre se mató de un disparo fortuito; su padrastro y su primera mujer se suicidaron; dos hermanos murieron de fiebre tifoidea; él mismo mató a su mejor amigo, que iba a batirse en duelo, de un disparo accidental al limpiarle el arma; su tercera mujer lo abandonó en la selva; y él desarrolló cáncer de próstata— se bebió un vaso de cianuro. Séneca tomó cicuta. Anne Sexton se intoxicó con monóxido de carbono. Alfonsina Storni se tiró al mar desde una escollera. Pedro Casariego Córdoba, a las vías del tren. A Juan Rulfo le aplicaron electrochoques para que superase su alcoholismo (sin conseguirlo). También a Antonin Artaud, que pasó nueve años en manicomios. Dylan Thomas murió a los treinta y nueve años, jactándose de que había llegado a tomarse dieciocho whiskies seguidos. Jack Kerouac pasó a mejor vida a los cuarenta y siete por una hemorragia interna causada por el exceso de alcohol. Robert Louis Stevenson era cocainómano. Thomas de Quincey y Elizabeth Barrett Browning, opiómanos. Bob Dylan, heroinómano. Jean-Paul Sartre y Philip K. Dick, adictos a las anfetaminas. Tennessee Williams se ahogó con el tapón de un envase de gotas para los ojos; lo encontraron muerto rodeado de papeles, paquetes de tabaco, pastillas y con dos botellas de vino abiertas en la mesa. Jane Austen falleció por el arsénico que le daban para tratar su reumatismo. El doctor Johnson y André Malraux padecían el síndrome de La Tourette. Emily Brontë, el síndrome de Asperger. Milton, Borges y Joyce se quedaron ciegos. Guy de Maupassant, Alfred de Musset y Alphonse Daudet eran sifilíticos. A Valle-Inclán le estropeó el brazo de un bastonazo un contertulio que había sufrido sus corrosivas burlas. A Octavio Paz se le quemó buena parte de la biblioteca en un incendio en su casa de la Ciudad de México. Thomas Carlyle hubo de reescribir su monumental Historia de la Revolución Francesa, después de que una criada echara al fuego el manuscrito, pensando que eran desechos para alimentar la chimenea. Mijaíl Bulgákov también tuvo que reescribir su novela El maestro y Margarita, cuya primera versión había quemado al enterarse de que otra de sus obras ha sido proscrita. Los amigos de Lord Byron, preocupados por su reputación, destruyeron a su muerte el único manuscrito de sus Memorias. John Kennedy Toole se suicidó después de que numerosas editoriales rechazaran la publicación de su novela La conjura de los necios. Salvador Benesdra se tiró por el balcón después de que todas las editoriales a las que se la había mandado se negaran a publicar la suya, El traductor. Isaak Babel fue sometido a setenta y dos horas seguidas de interrogatorio en la Lubianka y, después, fusilado. Hart Crane se echó al mar después de que la tripulación del barco en el que viajaba le diera una paliza por haber abordado a un marinero con intenciones deshonestas. Louis Althusser estranguló a su mujer. William Burroughs mató a la suya de un disparo en una fiesta, imitando (bastante mal) a Guillermo Tell. Thomas Griffiths Wainewright envenenó a su cuñada (y se sospecha que también a su tío, a su suegra y a un amigo). Joan Salvat-Papasseit fue estibador del muelle de Barcelona y murió tísico a los treinta años. Roque Dalton fue asesinado por sus propios compañeros revolucionarios. Jean Genet alardeaba de ser vagabundo, ladrón y chapero. Alfonso Vidal y Planas asesinó a Luis Antón del Olmet. Félix Romeo estuvo preso por negarse a hacer el servicio militar. Álvaro Mutis, por malversación. Chester Himes, por atracar a dos ancianos a mano armada. Wilfred Owen murió en combate, con veinticinco años, una semana antes de que se declarara el armisticio en la Primera Guerra Mundial. Maurice Sachs y Robert Brasillach colaboraron con los nazis. Ezra Pound lo hizo con el régimen de Mussolini y luego pasó meses en una jaula, en el patio de un campo de prisioneros estadounidense, hasta que fue juzgado, declarado loco y recluido doce años en un hospital mental. Louis Ferdinand Céline escribió panfletos antisemitas. Primo Levi fue enviado a Auschwitz y se suicidó treinta y dos años después, incapaz de soportar la culpa de haber sobrevivido. Mary Shelley perdió a tres de los cuatro hijos que había tenido y a su marido, Percy B. Shelley —ahogado en la bahía de la Spezia—, sufrió múltiples enfermedades y murió de un tumor cerebral con cincuenta y tres años. Tolstói, Hermann Hesse, Mark Twain, Lovecraft, Kierkegaard, Foucault y William Styron eran depresivos. Alfonso Cortés, esquizofrénico. Dostoievski, Dickens y Lewis Carroll, epilépticos. El Marqués de Sade pasó más tiempo en la cárcel que fuera, por sus numerosos escándalos, y murió en el asilo de Clarendon, arruinado física y mentalmente. Marina Tsvietáieva pasó catorce años en el exilio y se suicidó después de que fusilaran a su marido y detuvieran a su hija y su hermana. Ana Ajmátova también vivió el fusilamiento de su primer marido y la deportación de su hijo a Siberia en dos ocasiones, vio cómo se incluían todos sus libros en el índice de libros prohibidos, y fue acusada de traición y deportada. Gabriel Ferrater había dicho que nunca olería a viejo y se suicidó al cumplir cincuenta años. Neruda reconoció en sus memorias haber violado a una criada ceilanesa. María Luisa Bombal estuvo a punto de matar a tiros a un antiguo amante (y sufrió cárcel por ello). César González-Ruano estafaba a los judíos que querían huir del París ocupado por los nazis y traficaba con sus bienes. Dino Campana murió de la sepsis que le produjo una herida con el alambre de púas que rodeaba el hospital mental donde estaba recluido y del que había intentado fugarse. Roberto Bolaño fue vigilante nocturno de un camping barcelonés. Charlote, Emily y Anne Brontë, Caterina Albert, Cecilia Böhl de Faber, Amantine Dupin, Mary Anne Evans y Karen von Blixen-Finecke adoptaron seudónimos masculinos para publicar sus obras. Jane Austen lo hizo de forma anónima, y Colette, con el nombre de su marido. Heidegger fue miembro del partido nazi desde 1933 hasta 1945 y rector de la Universidad de Heidelberg bajo el nazismo. [...]