miércoles, 29 de julio de 2020

La carta de Harper's y una carta española

Nunca se me han dado bien las causas. No me gustan, aunque sean nobles, aunque estén justificadas. Me disuade de abrazarlas el espíritu gregario que promueven —y que las sustenta—, la fatal disolución de la individualidad en la masa, y la pérdida de matices y de ecuanimidad que suelen comportar. Además, una causa —sobre todo si se escribe en mayúsculas— es algo que me resulta muy grande. Bastante tengo yo con articular un pensamiento propio, si es que llego a articularlo, y con defenderlo frente a los embates y las injusticias del mundo como para abrazar algo tan magno, tan trascendente, algo que reúne a tantísima gente, sea lo que sea, como una causa. Una causa desborda por completo mi capacidad de comprensión y se acerca, las más de las veces, a una posición casi religiosa; y eso me pone los pelos de punta. Soy, pues, poco dado a sumarme a manifestaciones callejeras, a agitar pancartas en ningún sitio, a suscribir manifiestos colectivos, a afiliarme a partidos políticos, a militar en iglesias; hasta me di de baja de la Asociación de Ateos de España, de la que había caído en la tentación de hacerme miembro: me resultaba incómodo sujetarme a la disciplina de un pensamiento doctrinal, aunque fuese una doctrina muy laxa y saludable frente a las sectas nauseabundas de las religiones. Pero esta incapacidad mía para someterme a la petrificación de las reivindicaciones no significa que no luche por aquello en lo que crea (y que me parezca que merece ser defendido). Lo hago en petit comité, a veces tan petit que solo lo integro yo: procuro adecuar mi comportamiento, en la medida en que me lo permite la carne, que es débil, y el espíritu, que aún lo es más, al modelo ético que me he dado; voto a los partidos y apoyo a las organizaciones cuya labor estimo conducente a mi ideales colectivos; hago las donaciones que juzgo oportunas; y, sobre todo, expreso siempre y sin recato mis opiniones. Suscribir utopías, no; pero callarme, tampoco: decir lo que pienso es la mejor, si no la única, forma que conozco de estar en el mundo y de secundar o repudiar sus solicitaciones. No obstante, todo tiene excepciones. O casi todo: la muerte, de momento, no. Por eso, en alguna rara ocasión, me he adherido a iniciativas colectivas que me han parecido, en unas circunstancias determinadas, especialmente necesarias. Y una de estas ocasiones se ha dado hace poco. En los Estados Unidos se publicó el pasado 7 de julio una carta, firmada por 150 intelectuales, que alertaba del daño que estaban causando a una sociedad abierta ciertos movimientos sociales, cuyas justas reivindicaciones dejaban de serlo cuando conducían a la imposición ideológica y alimentaban prácticas inquisitoriales inaceptables en una comunidad democrática. La carta,  "A Letter on Justice and Open Debate", aparecida en la revista Harper's, puede leerse aquí: https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/ (El País dio su traducción: https://elpais.com/cultura/2020-07-08/una-carta-sobre-la-justicia-y-el-debate-abierto.html). Poco después surgió la iniciativa de apoyar el manifiesto con otro en España, me llegó la propuesta y la firmé. Entre los demás firmantes hay gente a la que admiro y gente a la que detesto (incluso alguno que me es particularmente repulsivo). Pero pensé que precisamente por eso era necesario que la firmara: porque, en este caso, no se trata de sumarse al rebaño de los que piensan como uno (o uno como ellos), sino de reivindicar con todos el derecho a decir lo que sea sin sufrir represalias materiales: sin que se te despida del trabajo, ni se destruya tu carrera, ni se te someta a un linchamiento digital, ni se te convierta en un paria para los restos. Esto es lo que ha sucedido siempre en los regímenes totalitarios, de cualquier época y cualquier ideología, pero lo que no puede suceder en un mundo que deseamos justo y amable, donde quepa la crítica, por acerba que sea, pero no la venganza, y donde las revoluciones se lleven a cabo en el seno de la civilización, acreciéndola, no animalizándola. Como dice la carta de Harper's, se trata —en los Estados Unidos, pero también en España; en todas partes— de derrotar las malas ideas con el debate abierto, la argumentación y la persuasión, no mediante el aplastamiento o el ostracismo de quienes las sostengan. Es difícil no estar de acuerdo con eso.

Esta es la carta que suscribí:

Los abajo firmantes somos de la opinión que la carta remitida a HARPER’S por escritores e intelectuales norteamericanos de diversas procedencias y tendencias políticas, dentro de una corriente liberal, progresista y democrática, contiene un mensaje importante. 

Queremos dejar claro que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad occidental como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, el ostracismo y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente. Desafortunadamente, en la última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad que apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables.

Así, lamentamos que, tal como escriben nuestros colegas estadounidenses, se hayan producido represalias en los medios de comunicación contra intelectuales y periodistas que han criticado los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age; represalias que se han hecho también patentes en nuestro país mediante maniobras discretas o ruidosas de ostracismo y olvido contra pensadores libres tildados injustamente de machistas o racistas y maltratados en los medios cuando no linchados en las redes. De todo ello (despidos, cancelación de congresos, boicot a profesionales) tienen especial responsabilidad líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción, temerosos de la repercusión negativa que para ellos pudieran tener las opiniones discrepantes con los planteamientos hegemónicos en ciertos sectores.

La conformidad ideológica que trata de imponer la nueva radicalidad que tanto parecido tiene con la censura supersticiosa o de la extrema derecha— tiene un fundamento antidemocrático e implica una actitud de supremacismo moral que creemos inapropiada y contraria a los postulados de cualquier ideología que se reclame de la justicia y del progreso.

Por si fuera poco, la intransigencia y el dogmatismo que se han ido abriendo paso entre cierta izquierda, no harán más que reforzar las posiciones políticas conservadoras y nacional-populistas y, como un bumerán, se volverán en contra de los cambios que muchos juzgamos inaplazables para lograr una convivencia más justa y amable.

Desde estas líneas recabamos el apoyo de quienes comparten la preocupación por la censura que se ejerce sobre el debate acerca de determinadas cuestiones que quedan convertidas de esta forma en nuevos tabúes ideológicos que se suponen intocables e indiscutibles. La cultura libre no es perjudicial para los grupos sociales desfavorecidos: al contrario, creemos que la cultura es emancipadora y la censura, por bienintencionada que quiera presentarse, contraproducente. Tal como opinan nuestros colegas americanos, “la superación de las malas ideas se consigue mediante el debate abierto, la argumentación y la persuasión y no silenciándolas o repudiándolas”.

viernes, 24 de julio de 2020

A vueltas con Woody Allen

El otro día, de visita en Madrid, quedé para tomar algo con una antigua amiga, peruana, pero radicada en España desde hace mucho. En un punto de nuestra conversación, por un asunto que me concierne, se me ocurrió citar una frase de Woody Allen: "Algunos matrimonios duran toda la vida; otros acaban bien". Woody Allen es como un diccionario de citas ambulante: se puede recurrir a él para casi cualquier cosa y con la seguridad de que resultará gracioso. Pero esta vez no. A mi amiga no le pareció gracioso. Se limitó a señalar, lúgubremente: "Supongo que sabes que no son buenos tiempos para citar a Woody Allen". Yo creo que siempre son buenos tiempos para citarlo: es un creador ingeniosísimo y un cineasta fundamental. Pero mi amiga no lo veía así, y enseguida me di cuenta de la razón por la que torcía el gesto: juzgaba a Allen un abusador de mujeres, como otros hombres del mundo del espectáculo que habían sido denunciados por actrices (o actores) por acoso o violación. Las aristas más lacerantes del movimiento Me Too gravitaban sobre ella y comprometían su juicio hasta el punto de convertirlo en un prejuicio. Yo intenté exponerle algunos hechos: el caso que se le reprocha a Allen —haber violado a su propia hija, Dylan, nada menos— ha sido objeto de sendas investigaciones por parte de dos instituciones especializadas (la Clínica de Abuso Sexual Infantil del Hospital Yale-New Haven y la Agencia de Bienestar Infantil de Nueva York del Departamento de Servicios Sociales del Estado), que han resuelto que no hay ningún indicio de que se haya producido un abuso sexual; y ese caso es el único que se le ha planteado en la ya dilatada vida del director neoyorkino, que tiene 85 años, y que, a lo largo de su más de medio siglo como cineasta, ha trabajado con centenares de actrices, ha proporcionado a esas actrices 106 papeles protagonistas y ha nombrado a 230 mujeres jefas de cuanto ocurre detrás de las cámaras, además de un número igualmente abultado de montadoras y productoras. A diferencia de Harvey Weinstein, el tristemente célebre depredador de Hollywood, incapaz de relacionarse con una sola mujer con la que tuviera contacto profesional sin que intentara beneficiársela (y al que le han llovido las denuncias, de hasta tres décadas atrás), ni una sola de las mujeres que han trabajado con Allen ha sugerido jamás que hubiese tenido un comportamiento inadecuado. Es llamativo, por el contrario, que el único caso en el que se ha visto envuelto tenga que ver con una niña de siete años, hija de una mujer de carácter irascible y personalidad manipuladora, Mia Farrow, con la que Allen mantenía una relación que se estaba deshaciendo y que estalló definitivamente al enterarse de que su todavía pareja se había enamorado y empezado un idilio con otra hija suya, adoptada, Soon-Yi, que ya era mayor de edad. A mi amiga el hecho de que el actor y director haya sido declarado inocente por dos investigaciones oficiales y de que, por las circunstancias del caso, es muy probable que la vengativa madre de Dylan haya manipulado a su hija para que sostenga que hubo algo que no existió jamás, le traía sin cuidado. Ella, como las jaurías de las redes sociales, ya había dictado sentencia, una sentencia independiente de la que hubiese emitido la justicia de verdad. Y lo mismo había hecho sobre la unión de Allen con Soon-Yi, otro ejemplo de este machismo oprobioso que solo merece abominación y cárcel. Para ella, el asunto se reducía a esto: como la diferencia de edad era muy grande entre ambos (cuarenta años), y como toda diferencia de edad supone una posición de poder por parte del miembro mayor de la pareja, sobre todo si es un personaje influyente de la industria cinematográfica, la unión de Allen y Soon-Yi estaba viciada de origen, y el varón solo merecía reproche. Yo le recordé entonces que la lucha contra el machismo implica, en primer lugar, dar voz a las mujeres, y que en este caso había que dársela a Soon-Yi, la mujer del asunto, por cuya opinión, extrañamente, muy pocos (y pocas) se habían interesado nunca. Cuando se hace eso, nos enteramos de que Soon-Yi ha manifestado su amor por Woody Allen, con el que ya lleva casada casi un cuarto de siglo; que no hubo ningún forzamiento ni abuso en el surgimiento de su relación, sino solo acercamiento, complicidad y, por último, pasión; y que su marido le parece una persona excelente, con el que es muy feliz y con el que ha tenido dos hijos de los que ambos se sienten muy orgullosos. Soon-Yi, por cierto, también ha hablado de su madre adoptiva, Mia Farrow, y en términos muy distintos a los utilizados para describir a su marido: le pegaba, la maltrataba, era autoritaria y mentirosa, se despreocupaba de ella y de casi todos sus hijos (una opinión en la que coincide con otro hermano suyo, Moses, que siempre ha defendido que el abuso sexual de Dylan por parte de Allen ha sido una invención de una madre desequilibrada). Todo esto tampoco le interesaba a mi amiga, que considera que la premisa general de que toda relación con una gran diferencia de edad era una forma de estupro y de que, por lo tanto, también la de Woody Allen con su esposa era rechazable, con independencia de lo que ambos dijeran. No le pregunté si opinaría lo mismo —es decir, que todo desequilibrio cronológico supone un ejercicio ilegítimo de poder y esclaviza a la parte más joven— en el caso, cada vez más frecuente, de que fuera la mujer el miembro de más edad de la pareja, pero me gustaría saberlo. De cualquier forma, el affaire Woody Allen ilustra con claridad, a mi juicio, el linchamiento del que todos podemos ser víctimas por parte de una opinión pública a la que el cauce tumultuoso, estupidizante y con frecuencia anónimo de las redes sociales priva de sensatez crítica y convierte en una masa sometida al furor colectivo, ajena a toda ecuanimidad y consideración racional, además de refractaria al respeto por las personas y a la preservación de algo tan anticuado como la presunción de inocencia (que, en el caso de Allen, se ha visto confirmada por dos investigaciones oficiales). He leído, por cierto, A propósito de nada, la autobiografía de Allen que Alianza acaba de cometer la temeridad de publicar, y me ha parecido magnífica, aunque no necesariamente por lo que explica sobre el desgraciado asunto de los presuntos abusos sexuales y su matrimonio con Soon-Yi. Esto es meramente informativo y más bien triste, aunque él se esfuerza por que sea como todo lo que él hace: airoso y llevadero. A propósito de nada me ha gustado porque lo que cuenta es divertido e interesante, y porque está muy bien escrita: sus 437 páginas, en las que menudean las dedicadas a aspectos más, digamos, gremiales de su carrera profesional, se leen con una fluidez envidiable y procuran un gran disfrute. Salvo la parte final, casi concentrada en el ominoso asunto Dylan-Farrow, todo el libro se lee con una sonrisa en los labios, que a menudo se convierte en carcajada. De hecho, en varios momentos Allen se define no como cineasta, sino como escritor, y eso es lo que probablemente en su raíz sea: un escritor humorístico, un parodiador de la vida, un crítico de la cultura contemporánea malgré lui. Y, como buen escritor que es —expone con orden, construye bien las frases, mantiene el ritmo narrativo, es conciso y preciso, maneja ejemplarmente la hipérbole, tiene, por supuesto, un enorme sentido del humor—, sabe que la ironía, de la que él es un practicante acérrimo, para ser creíble, esto es, para ser aceptada, ha de empezar por uno mismo, y cumple ese principio a rajatabla. Aunque, en este sentido, rinda pleitesía a S. J. Perelman, "el ser humano más gracioso que ha existido durante el tiempo que yo llevo en este planeta", y que a mí me pareció, cuando leí Perelmanía —una selección de los artículos de este famoso humorista en The New Yorker—, alguien que pica en el humor como el minero pica en la mina, alguien que se pelea con el mundo y consigo mismo para ser gracioso, alguien que hace reír malhumoradamente, a quien se le nota que le duele el estómago por conseguir un mal chiste que ofrecer a los lectores. Pero no es extraño que Allen elogie a Perelman: es cierto que este hombre fue muy importante en su formación, pero también lo es que el director de Match Point elogia a casi todo el mundo (hasta a Mia Farrow, a la que considera una gran actriz y cuyos primeros años de matrimonio recuerda con agrado). Y también habla con admiración de muchos lugares, algunos en España: de Oviedo, por ejemplo, una ciudad "de clima londinense" (a Allen le pirran los cielos encapotados y la lluvia), en la que le han erigido una estatua callejera (sin comunicárselo: simplemente la levantaron en su honor; a la estatua los vándalos, acaso partidarios de la versión de Mia Farrow en el litigio con el director, le roban periódicamente las gafas); y de Barcelona, "un sueño", a cuyo restaurante Ca l'Isidre, quizá el mejor de cocina catalana de la ciudad, solía acudir cuando rodaba Vicky Cristina Barcelona, una de sus peores películas. 

domingo, 19 de julio de 2020

Una participación singular en el Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat

Estoy citado hoy, a las cinco y media de la tarde, en el claustro del monasterio de Sant Cugat para grabar mi intervención en el próximo Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat. Este festival, uno de los más importantes de Cataluña, cuenta con una ya larga tradición la de 2020 será la vigésima edición, pero el coronavirus manda y hogaño se hará prácticamente todo por Internet, es decir, teleleeremos, telerecitaremos y hasta teleactuaremos. La tele, como se ve, sigue siendo muy importante en nuestras vidas. Por suerte, el festival nacional de poesía no es un festival de poesía nacional. Si lo fuese, no creo que mi poesía tuviera cabida. Hasta 2013, solo era el festival de poesía de Sant Cugat. Al año siguiente se le añadió "nacional" al título, por decisión, supongo, de algún munícipe especialmente interesado en subrayar el carácter soberano del acaecimiento, y así, autóctono, vernáculo y hasta patriótico, ha lucido y sigue luciendo hoy. Hace tiempo, cuando me radiqué en este pueblo hoy ya ciudad, con más de 90.000 habitantes, me invitaron en un par de ocasiones a leer poemas en alguno de sus actos, y lo hice con placer. Recuerdo una lectura en un bar atiborrado (por las copas, claro, no por mi presencia) y otra con Jordi Virallonga y Francesc Garriga en la biblioteca Gabriel Ferrater, epónima del poeta que se suicidó en Sant Cugat al cumplir cincuenta años: había prometido que no superaría esa edad y cumplió su palabra por el expeditivo procedimiento de vaciarse un frasco de barbitúricos en el estómago. Pero, tras aquellas ya lejanas participaciones, desaparecí del mapa poético del festival. Este año, para mi sorpresa, han vuelto a contar conmigo. Y yo, de nuevo con mucho gusto, participo en el acontecimiento. Cuando llego al monasterio, todavía no hay nadie del equipo de filmación. Pero veo algo raro: dos caballos de madera, pintados como cebras. Para mayor rareza, las rayas blancas y negras que los adornan forman ángulos. Me pregunto qué harán estas criaturas, de piel zigzagueante, en un claustro del siglo XII, pero hace tiempo que aprendí que en el mundo pasan cosas muy extrañas y prosigo mi recorrido. Luego me siento en una silla que encuentro en el patio del claustro, alfombrado de césped donde hay apiladas muchas junto a un pequeño escenario para conciertos—, y disfruto de la paz del lugar. He estado muchas veces aquí, pero siempre me parece la primera vez (y esta es, sin duda, la primera en que lo veo con dos caballos disfrazados de cebras). Hoy hace calor y en esta sombra se está de perlas. Oigo el leve frufrú de los pasos de los escasísimos visitantes una pareja con un bebé en un carrito, dos señoras que reparan en todos los detalles y contemplo los gigantescos cipreses que llevan aquí desde tiempo inmemorial. Los muros son blancos. Los capiteles todos distintos: Arnau Cadell, su hacedor, gustaba de singularizar sus obras; y todos sobre columnas dobles, salvo uno, asentado en una triple: así no se les derrumbaba— introducen una sutil maraña gris en la alba lisura de la piedra. Sobrevuelan pájaros, con chillidos que no rebotan en la piedra, sino que son absorbidos por ella. Josep, el empleado de la concejalía de Cultura que me ha citado hoy aquí, aparece por fin y me presenta a Jordi, el director del rodaje, que lleva una mascarilla roja. Yo, beneficiándome del privilegio de ser el invitado y el único que ha de hablar públicamente, me he quitado la mía al llegar. A continuación, Jordi me aclara la razón de la presencia de los equinos: forman parte del decorado de la filmación. Como también la cama que me enseña en la sala capitular. Dado que el tema que vertebra el festival de este año son los sueños, se ha creído que ambos, caballos y cama, en este entorno subrayaban el carácter onírico del encuentro. Pero, si bien los caballos conservan cierta esbeltez, la cama no más que es un colchón viejo colocado en un armazón metálico, blanco, de cabecera y pie ligeramente historiados. Jordi me dice que l0 sacarán a la galería del claustro y que leeré los poemas sentado o acostado en él, como yo quiera. En realidad, no quiero: el colchón parece extraído de un orfanato de Charles Dickens. Al advertir mi expresión dubitativa, Jordi me aclara que, aunque parezca mugriento, lo han lavado. Le agradezco la precisión, pero seguiré sin acostarme en él. Como mucho, me sentaré, y en un cantito. Además, no me imagino recitando poemas míos acostado en un jergón: se me antoja vagamente indigno. Cuando informo a Jordi de mis intenciones, me revela que, de todos los invitados que ya han pasado por aquí, solo una, de profesión actriz, se ha tumbado en la cama, lo que me confirma en la sensatez de mi decisión y en lo alocado del gremio de los actores. Dispuesto el dudoso lecho en la galería occidental, justo delante del primero de los dos caballos claustrales, Jordi me sugiere que lea con las piernas cruzadas, con aire nonchalant. Lo entiendo: todos los cineastas buscan imágenes con alguna singularidad, no meros bultos parlantes, pero, cuando empiece la perorata, descubriré que estar sentado en el borde de una cama vieja con las piernas cruzadas mientras se leen poemas de un libro en voz alta, procurando no equivocarse ni olvidar a qué cámara hay que mirar cuando se levanta la vista, no resulta lo más cómodo del mundo, así que, al segundo poema, las destrenzaré y las mantendré así, destrenzadas, hasta el final de la filmación. Pero, antes de empezar a leer, el equipo ha de prepararse. Hay de todo: un micrófono gordo como un pepino premiado en alguna feria agrícola, una ayudante que introduce cada, digamos, escena con un golpe de claqueta, y hasta un trávelin: una cámara que se acerca y aleja por un riel para, como me explica Jordi, subjetivizar la lectura: para parecer que el espectador se introduce en mí. Y son cinco los trabajadores que están montando la cosa. Cuando empieza la grabación propiamente dicha, noto lo que siempre he notado en estos casos: un inevitable envaramiento. Por más que me esfuerzo por mostrarme natural ante la cámara, o sea, como si la cámara no estuviera, no puedo: nunca dejo de percibir que los miembros se me acartonan, que los movimientos se vuelven torpes (es decir, más torpes de lo que ya son), que no sé qué hacer con el cuerpo, que la palabra suena impostada. Y esto es terrible cuando estás recitando versos tuyos. A las dificultades del protagonista se suman los imponderables del rodaje. En medio de la lectura de un poema, pasa un avión. Los aviones tienen esa mala costumbre: pasar. Hemos de parar hasta que deja de hacer ruido y volver a empezar. En medio de la lectura de otro poema, repican las campanas del monasterio, algo, por otra parte, bastante previsible cuando se está en un monasterio. También entonces hay que parar hasta que los bronces dejan de sonar. En otra ocasión, pasa un avión y doblan las campanas del monasterio al mismo tiempo: al menos entonces al parar matamos dos pájaros de un tiro. Y, hablando de pájaros, le hago notar al equipo de rodaje que varios están cantando en el patio, pero me responden que el canto de los pájaros no perturba el sonido de la escena. Los pájaros no les preocupan, aunque no sé yo qué dirían si, en lugar de los mirlos que trinan con delicadeza en el oblongo ramaje de los cipreses, fueran cotorras argentinas. Hay muchas por aquí. Cada vez que vuelvo a recitar un poema que ya he empezado a recitar, o incluso recitado entero, siento que la repetición va a hacerlo aún menos natural que la primera vez, y me afano por insuflarle una soltura adicional, que es, en realidad, una torpeza adicional. Rozo, incluso, un momento de desesperación: mientras leo por tercera vez un poema, tras un Boeing 737 y las siete menos cuarto en el campanario, veo que, al otro extremo de la galería, entran varias personas a visitar el claustro y temo que empiecen a gritar su admiración; si lo hacen, habré de leerlo por cuarta vez. Por suerte, se percatan de que allí está sucediendo algo que merece silencio —y que no es la presencia del Espíritu Santo— y refrenan las voces. Benditas sean. Tengo una sensación general de desastre, que Jordi se empeña en desmentir: "Molt bé, molt bé, genial", insiste. Uno de los poemas que he de repetir es el único que he leído en catalán, de mi reciente antología bilingüe De vegades sento ganes de cridar, que ya he presentado en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2020/07/de-vegades-sento-ganes-de-cridar-veces.html). Jordi aprovecha la circunstancia para corregir una palabra que no he dicho bien: letargia, cuyo acento, en catalán, recae en la i, y no en la primera a, como en castellano, que es como la he pronunciado. Recito, para acabar, un poema que me han pedido que memorizase (he considerado fugazmente la posibilidad de declamar mi La luz oída, de 900 alejandrinos, pero me decanto, al fin, por una décima) y leo también un poema en inglés, de mis Selected Poems, que el festival utilizará como tarjeta de presentación internacional del evento, según me han dicho. Pero, aunque la lectura haya concluido, todavía hay que filmar algunos planos extras. En uno acuestan al libro del que he leído en el colchón y me piden que me lo quede mirando un rato y luego lo acaricie u hojee. Opto por hojearlo. Acariciar un libro, aunque sea mío, se me hace raro. Otra escena me lleva al extremo de la galería en la que nos encontramos. Allí, tras hacerme cambiar de lado para evitar una perturbadora mancha de sol (y retengo ese oxímoron, "mancha de sol", para algún poema futuro), Jordi me filma acariciando el relieve de la lápida frontal de algún noble u obispo enterrado en el monasterio. Ha pensado que, como la muerte es una de las obsesiones de mi poesía, ese gesto se la hará visible al espectador. Obedezco y recorro el altorrelieve con la mano, con significativa pausa en el cuello del difunto, al que no sigue cabeza alguna. Quizá así, acariciando al decapitado, subraye el sentimiento de ausencia que procura la muerte. Por último, el fotógrafo del festival me toma varias fotos contra la pared de la galería y sosteniendo un cubo de cartón con el nombre del festival. Seguramente, y pese a todos los pesares, cuando vea el resultado me sentiré satisfecho, pero esta factura previa, este andamiaje invisible que te obliga a posar y decir y actuar, cuando tú solo eres, o pretendes ser, un poeta que lee sus versos, me resulta incómodo y artificioso. Recuerdo a unos profesionales de la televisión que conocí en Mérida, que, mientras nos tomábamos unas cañas y unas lonchas de jamón, me aseguraron con aplomo: "Todo lo que pasa en la televisión es mentira". Sabían de lo que hablaban. Lo de hoy en el monasterio no ha sido un programa de televisión, pero se le parece bastante. Y lo que más me aterra de estas cosas es que la verdad que pueden contener mis versos, poca o mucha, pero mía, se extravíe en la tramoya inevitable del artefacto, hecho con profesionalidad, pero fatalmente ajeno, exterior. Liberado ya de toda obligación actoral o poética, recojo mis cosas de la sala en que me han permitido dejarlas y Josep me informa de los pasos que debo dar para presentar la factura por mi participación en el festival. Añoro aquellos tiempos en que uno actuaba, le firmaba un papel al encargado de la organización convocante y, al cabo de un tiempo, recibía el ingreso correspondiente; y aquí paz y después gloria. Hoy hay que presentar un presupuesto y una factura, y presentar la factura comporta más trámites que los descritos en El proceso de Kafka. Cuando me marcho, el equipo de Jordi está recogiendo los bártulos y en el claustro siguen cantando los pájaros. El sol ha empezado a declinar.

lunes, 13 de julio de 2020

De vegades sento ganes de cridar / A veces tengo ganas de gritar

Acaba de publicarse mi primer libro en catalán: De vegades sento ganes de cridar ('A veces tengo ganas de gritar'). Y lo defino así, "libro en catalán", aunque sea, en realidad, una edición bilingüe, castellano-catalán, de una selección de poemas míos, porque me ilusiona verme traducido y publicado por primera vez en mi segunda lengua, pero que, en mi formación como persona y como escritor, ha tenido la misma importancia que la primera, el castellano que mamé de mis padres. Era un poco raro que un escritor barcelonés de mi edad, casi provecta ya, ¡ay!, no contase con obra publicada en catalán, que finalmente ha sido posible gracias a la conjunción de dos circunstancias: la participación en el seminario de traducción de Farrera de Pallars, organizado por la Institució de les Lletres Catalanaes en septiembre de 2018, que me permitió disponer de varios poemas magníficamente traducidos a esa lengua, gracias al impecable trabajo de los traductores allí reunidos (Francesc Parcerisas, Marta Pessarrodona, Àlex Susanna, Josep Porcar, Carlos Vitale, Ramón Sanz, Maria Teresa Ferrer, Anay Sala y Xavier Montoliu), de lo cual ya di cuenta en otra entrada de este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/09/el-seminario-de-traduccion-en-farrera.html); y la constante dedicación a la poesía, y desde hace algunos años también a la poesía en catalán, de Joan de la Vega, poeta en castellano y catalán él mismo, que creó y dirige, con tenacidad admirable, la editorial La Garúa, donde publiqué, hace mucho tiempo, Soliloquio para dos y en cuya colección Tanit ve ahora la luz este De vegades sento ganes de cridar. El volumen incluye poemas pertenecientes a varios libros (Las horas y los labios, Los haikús del tren, Insumisión, Décimas de fiebre y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue) y dos inéditos de otros tantos poemarios. Uno de estos inéditos, que da título al libro, lo he traducido yo mismo: en el seminario de Farrera aún no existía y he querido asumir yo la tarea, espero que con un resultado medianamente feliz. De vegades sento ganes de cridar cuenta también con un prólogo de Francesc Parcerisas.

Este es el enlace con toda la información sobre el libro: https://tanitpoesia.cat/project/25-de-vegades-sento-ganes-de-cridar/

Transcribo a continuación el poema "Escribo para tenerte..." / "Escric per haver-te...", de Tú no morirás, de próxima publicación, si el coronavirus no lo impide. El poema recrea la voz de Mariana Alcoforado, la monja portuguesa que dirigió —supuestamente; hoy se creen escritas por su editor parisino— cinco maravillosas cartas de amor al noble francés Noël Bouton de Chamilly.

[ESCRIBO PARA TENERTE...]

A Noël Bouton de Chamilly, conde de Saint-Léger
Convento de Nuestra Señora de la Concepción
Beja
1668

Escribo para tenerte. Para que la estela que dejaste no sea espuma, sino soga. Las palabras que arracimo entre estos muros negros como la ropa que me cubre, solo aspiran a traerte de la nada en la que habitas, para que sea yo lo que intuí al verte: alguien cierta, enclavada en tu cuerpo, enraizada en el mundo. Escribo para arrancarte del silencio que eres. Tu lejanía es estruendosa. Los pasos que oigo por los pasillos del convento son tus pasos. La realidad espinosa de tu lengua, que no poseo, que me hiere, ausente, pronuncia un vendaval de sombras. No concibo tu cuerpo sin el mío, sin su ruido paralelo, sin los sonidos especulares de la impaciencia y la agonía. Ten la misericordia de ser. Despójame de la toca que me pesa, de los hábitos que encubren la humedad que me consume, de la muerte apacible de cada día, bajo la cual se amadriga el anhelo de oírte y tenerte y vivirte. Dime: déjame saberte. Cabalga otra vez, como cuando te hiciste a mis ojos, o cuando accediste a mi reducto: cabálgame. Apaga esta luz a cuyo amparo escribo y sé tú la luz en cuya noche perderme. No atiendas a la envoltura de estas cartas menesterosas: atiende al dolor que las arroja a tu vacío; entrégate a sus cadenas de amor, a su apremio sacrílego. Veo por la ventana de mi celda el espacio que cruzaste. No eres, pero te veo. No estás, pero galopas, y digo tu nombre en cada mortificación, en cada plegaria. Escribo para que envenenes esta claridad en la que vivo. Para que vuelvas, aunque nunca te hayas ido. Para que te inmiscuyas en la cruz que me gobierna y aplaques con tu peso este martirio. Huele a sándalo y a comino: la especiera trastea en la cocina. Y la noche se aviene a ser: tizna tu hueco y mi desesperación. Desde esta mesilla, capaz de soportar el peso vergonzante del deseo, junto a esta vela que entrega su esperma como me entregaste tú el tuyo, y como entrego hoy mi alma inmortal, te escribo porque te veo, porque no he dejado de verte, porque el silencio te dice, porque las palabras te sueldan a mi carne, te hacen esta distancia de ti que soy, esta carne mía exasperadamente tuya.

Une passion sur laquelle tu avais fait tant de projets de plaisirs, ne te cause présentement qu'un mortel désespoir, qui ne peut être comparé qu'à la cruauté de l'absence, qui le cause. Quoi? Cette absence, à laquelle ma douleur, toute ingénieuse qu'elle est, ne peut donner un nom assez funeste, me privera donc pour toujours de regarder ces yeux, dans lesquels je voyais tant d'amour et qui me faisaient connaître des mouvements, qui me comblaient de joie, qui me tenaient lieu de toutes choses, et qui enfin me suffisaient?

[ESCRIC PER HAVER-TE…]

A Noël Bouton de Chamilly, comte de Saint-Léger
Convent de Nostra Senyora de la Concepció
Beja
1668

Escric per haver-te. Perquè el solc que vas deixar no sigui escuma, sinó soga. Els mots que arraïmo entre aquests murs negres com la roba que em vesteix, sols aspiren a portar-te del no-res on habites, perquè sigui jo allò que vaig intuir en veure’t: alguna de veres, enclavada al teu cos, arrelada en el món. Escric per arrencar-te del silenci que ets. La teva llunyania és eixordadora. Les passes que sento pels passadissos del convent són les teves passes. La realitat espinosa de la teva llengua, que no posseeixo, que em fereix, absent, pronuncia un vendaval d’ombres. No sé veure el teu cos sense el meu, sense el seu brogit paral·lel, sense els sons especulars de la impaciència i l’agonia. Tingues la misericòrdia d’ésser. Allibera’m de la toca que em pesa, dels hàbits que velen la humitat que em consumeix, de la mort plàcida de cada dia, sota la qual s’encaua l’anhel de sentir-te i haver-te i viure’t. Digues-me: deixa’m que et sàpiga. Cavalca un altre cop com quan vas fer-te als meus ulls, o quan vas entrar al meu reducte: cavalca’m. Apaga aquesta llum a redós de la qual escric i sigues tu la llum de la nit on perdre’m. No facis cas de l’embolcall d’aquestes cartes freturoses, ans del dolor que les llença al teu buit; lliura’t a les seves cadenes d’amor, a la seva urgència sacrílega. Veig per la finestra de la meva cel·la l’espai que vas creuar. No ets, però t’hi veig. No hi ets, però galopes, i dic el teu nom en cada mortificació, en cada pregària. Escric perquè enverinis aquesta claror on visc. Perquè tornis, encara que mai no te n’hagis anat. Perquè envesquis en la creu que em governa i apaivaguis amb el teu pes aquest martiri. Fa olor de sàndal i comí: l’especiera trasteja per la cuina. I la nit s’avé a ser: ensutja el teu buit i la meva desesperació. De la tauleta estant, que pot suportar el pes vergonyant del desig, prop d’aquesta espelma que lliura el seu esperma com tu em vas lliurar el teu, i com jo lliuro avui la meva ànima immortal, t’escric perquè et veig, perquè no he deixat de veure’t, perquè el silenci et diu, perquè els mots et fonen amb la meva carn, et fan aquesta distància de tu que soc jo, aquesta carn meva exasperadament teva.

Une passion sur laquelle tu avais fait tant de projets de plaisirs, ne te cause présentement qu'un mortel désespoir, qui ne peut être comparé qu'à la cruauté de l'absence, qui le cause. Quoi? Cette absence, à laquelle ma douleur, toute ingénieuse qu'elle est, ne peut donner un nom assez funeste, me privera donc pour toujours de regarder ces yeux, dans lesquels je voyais tant d'amour et qui me faisaient connaître des mouvements, qui me comblaient de joie, qui me tenaient lieu de toutes choses, et qui enfin me suffisaient?




Eduardo Moga, De vegades sento ganes de cridar
Traducción de Francesc Parcerisas, Marta Pessarrodona, Àlex Susanna, Josep Porcar, Carlos Vitale, Ramón Sanz, Maria Teresa Ferrer, Anay Sala, Xavier Montoliu y Eduardo Moga 
Prólogo de Francesc Parcerisas
Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), La Garúa Libros-Tanit, 2020, nº 25.
ISBN: 978-84-122104-4-6
www.tanitpoesia.cat


miércoles, 8 de julio de 2020

El surrealismo, un arte práctico

Hoy, un domingo en el que explota la luz, visito con mis hijos la exposición Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020 en el CaixaForum, junto a la fuente de Montjuïc. A mí me interesa el surrealismo y a ellos, el diseño: Pablo es diseñador gráfico y Álvaro está acabando los estudios de Animación, que es lo que uno tiene que aprender si quiere producir efectos especiales para el cine o crear un videojuego, entre otras maravillas digitales. El surrealismo de la exposición empieza en la misma entrada, donde un tipo con una máscara antigás de la Primera Guerra Mundial ha colocado dos carteles en los que se lee: "Los de la Obra de La Obra Social de La Caixa son unos mafiosos" —una crítica muchas veces formulada a los capitostes del Opus Dei de la entidad, aunque hay que reconocer que esta vez está hecha con cierto ingenio retórico— y "La Obra Social de La Caixa practica la eugenesia nazi", una acusación mucho más radical y novedosa. El hombre no da detalles, pero sería interesante conocerlos. Al entrar en el edificio, hemos de cumplir el estricto protocolo anticoronavírico establecido por la institución: gel, mascarilla, lectura digital de las entradas (sin contacto manual) y un constante recordatorio de la necesidad de mantener la distancia de seguridad. Las medidas preventivas hacen también que no haya folletos de la exposición, para que no puedan manosearse y contribuyan a la expansión del virus (¡con lo que a mí me gustan los folletos!), y que no podamos entrar en la primera sala, de las cuatro que componen la muestra, porque ya hay demasiada gente y no debemos apelotonarnos: una cancerbera uniformada se asegura de ello. Se me ocurre que acaso las medidas exigidas por la pandemia tengan una consecuencia positiva: evitar la acumulación de visitantes en los museos (y en cualquier parte) y disfrutar mejor de lo expuesto. Pocas cosas me incomodan más que pasear por una pinacoteca tropezando con todo el mundo, como si estuviéramos en unos grandes almacenes en época de rebajas, y viendo las piezas en lontananza, allende un oleaje de cabezas. Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020 se divide en cuatro espacios, no demasiado grandes, en los que se expone el surrealismo aplicado, esto es, no el movimiento literario y artístico teóricamente considerado, sino su proyección práctica: su plasmación en objetos y realidades cotidianas. Y resulta fascinante la transformación que opera en esas cosas tan comunes, tan anodinas —de tan acostumbrados como estamos a ellas—, que muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de que están ahí. Las salas están llenas de mesas, sillas, escritorios, lámparas y toda suerte de objetos domésticos, retorcidos por la imaginación de aquellos artistas que creían en el poder transformador del inconsciente, de la psique liberada de sus ataduras racionales. Todo se altera, pues; todo se subvierte: se asocia ilógicamente o, mejor dicho, con una lógica distinta, subterránea. Vemos una escoba doblada de Alicja Kwade (y no es una que se haya dejado la señora de la limpieza); un carrito de bebidas con forma de pipa, de Aldo Tura (y, desde Ceci n'est pas une pipe, todas las pipas remiten a Magritte, al igual que, desde Psicosis, todos los asesinatos de una mujer en la ducha remiten a Hitchcock); una mesa cuyas patas son ruedas de bicicleta, de Gae Aulenti (titulada, pertinentemente, Tour); un sofá que se desparrama, con charcos del mismo material que el mueble a los pies de este, de Robert Stadler; una tetera hecha con un cráneo de cerdo, de Wieki Somers (aunque hay que tener mucho temple para servirse de ella); una cajonera sinuosa; una estantería con un árbol en medio; y hasta un silla de Antoni Gaudí, Cadira per a la casa Calvet, diseñada entre 1900-1901, el enredamiento de cuyas maderas ha hecho que los comisarios de la exposición juzgaran adecuado incluirla en la colección, aunque quede lejos, en el tiempo y en el propósito perseguido, del desafuero surreal, a mi parecer. Todos estos objetos, por revolucionados que estén por las fantasías de Breton y sus discípulos, siguen cumpliendo su función: se pueden utilizar para alcanzar el objetivo para el que fueron creados, aunque suponga algún esfuerzo (y hasta algún sufrimiento). Otros, en cambio, lo han perdido. No veo cómo un anillo cuya gema es un azucarillo, de la suiza Meret Oppenheim (una de las muchas mujeres surrealistas que se reivindican aquí: Lee Miller [de la que hablé en otra entrada de este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/12/lee-miller-y-el-surrealismo-en-gran.html], Mimi Parent, Leonor Fini o la ya mencionada Somers), pueda sobrevivir a un chaparrón, o un cepillo de pelo cuyas cerdas son pelo humano, peinar a nadie, o una plancha con púas (titulada Regalo audaz: ciertamente, lo es), de Man Ray, alisar ninguna camisa. En otros casos, las invenciones son meros objetos decorativos, tan sorprendentes como sugestivos, como la lámpara adosada a una botella de Johnnie Walker ideada, en 1962, por Achille y Pier Giacomo Castiglioni; la pistola hecha con huesecillos, Le génie de l'espèce, de Wolfgang Paalen, fechada en 1938 (una fecha muy adecuada para representar pistolas, con la Guerra Civil desarrollándose en España y la Segunda Guerra Mundial a punto de ser desencadenada por los nazis, que ya las usaban con generosidad en Alemania); algunas enormes piezas que presiden el centro de las salas, como un pie y una mano gigantescos, un caballo negro con una lámpara en la cabeza o un bombín monstruoso con una manzana dentro (otra pieza que remite a una obra capital del surrealismo; en este caso, El hijo del hombre, de Magritte, que universaliza el bombín y la manzana); o el colorista tapiz de Jean Lurçat, bajo el ingenioso título de Juegos de artificio, que ilumina una pared entera. Los títulos suelen ser otro elemento utilizado por los artistas para subrayar la condición anómala de sus creaciones. En este caso, Lurçat practica un mero juego de palabras. En otros, como en Modelo rojo, del casi omnipresente Magritte, que da nombre a dos zapatos que son al mismo tiempo pies, o al revés, y en el que no hay ni un solo trazo rojo, el título no parece tener nada que ver con la obra. Esta aparente contradicción, que se repite a menudo, rompe las expectativas e intriga, si es que no incomoda, al contemplador, uno de los objetivos confesos de vanguardistas, en general, y surrealistas, en particular. En la sección correspondiente al "Erotismo", encontramos pocas piezas que lo susciten. Incluso hay alguna que lo anula por completo, como una fotografía de mi admirada Lee Miller de un pecho amputado en un plato, con un cuchillo y un tenedor a cada lado. Es de 1929 y parece evidente que la norteamericana quería exponer no sé si denunciar aquel deseo de ingestión del que habló Freud y que tan a menudo recae en los pechos de las mujeres, pero su forma de hacerlo no tiene nada de voluptuoso. Aunque quizá fuese esto lo que quisiera transmitir: la violencia y el primitivismo de ese deseo. Junto con las fotografías de Miller y de otros, en las paredes se proyectan películas del surrealismo, como La concha y el reverendo, de Germaine Dulac y Antonin Artaud, de 1928, que pasa por ser la primera película del movimiento, a la que seguirían, en 1929, el clásico Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí, y en 1943, Redes de la tarde, de Maya Deren y Alexander Hammid. Salvador Dalí está muy presente en la exposición: además de su perro andaluz, en el que participó como guionista, admiramos El sueño de Venus, de 1939, con sus relojes blandos (que se han popularizado tanto que hasta se venden ya, de plástico, para adornar las estanterías de las casas; yo tengo uno en la librería del comedor), sus jirafas en llamas y sus pechos que son cajones, todos dispuestos en superficies diáfanas y claroscuras; el Busto de mujer retrospectivo, de 1976-77, una alegoría del pan, con las inevitables hormigas en la frente de la mujer y coronada por las figuras de los campesinos orantes de El ángelus, de Millet; Mujer con cabeza de rosas, de 1935, que es eso, una mujer con cabeza de rosas, pero acompañada por otra mujer que lee, un huevo en una mesa y un monstruo colmilludo al fondo, en cuya testa han crecido unas montañas que me recuerdan a la de Montserrat; y, en fin, Projecte per a mobiliari espacial, de 1937, que en la cartela informativa aparece como Projecte per a mobiliari espectral: una errata apropiadamente surrealista. La constelación de pintores que trabajaron en la órbita del surrealismo es muy nutrida: De Chirico, Tanguy, Picasso (que aporta sus dibujos de luz), Arp. También Jean Cocteau y los arquitectos Alvar Aalto y Le Corbusier aportan piezas a la exposición. Este último, un Toro VI, con una cabeza picassiana, cubista, que disgusta a mis hijos, pero no por el cubismo, sino por la taurofilia. En una vitrina, en un rincón, se exhiben primeras ediciones de Nadja y L'amour fou, de André Breton, el padre de todo esto. Las admiro con unción. 

jueves, 2 de julio de 2020

El rey campechano

Al rey campechano lo conocí una vez, en toda su campechanía. El año en que Francisco Umbral había obtenido el premio Cervantes, la Casa Real nos invitó a los ganadores del premio Adonáis de poesía a asistir, como representantes del "mundo de la cultura", a la recepción que se daba en su honor en el Palacio Real. Nunca me he hecho ilusiones: sé que estábamos allí para hacer bulto. Otros años los representantes del mundo de la cultura serían los ganadores del premio Planeta, que ya me diréis. Se trataba de que los nobles salones del Palacio no aparecieran desangelados, como si el magno acontecimiento no interesara a nadie. Pues bien: allí estuvimos los poetas (y otros), a pie firme, varias horas, beneficiándonos de un destacable yantar (alguno se apostó a la puerta por la que salían los camareros con los canapés, con la indisimulada intención de ser el primero en trincarlos y no correr el riesgo de que la bandeja con los más apetecibles le llegara luego vacía) y viendo a los prebostes de la cultura, la política (Luis Alberto de Cuenca departía con José María Aznar...) y la monarquía. Y allí estaban todos, antes de caer en sus respectivas desgracias: Urdangarín, el yernísimo apandador, cuya mano estrujadora todavía revelaba su pasado balonmanero (y cuya fortaleza era una metáfora del vigor con el que atraparía comisiones y contratos indebidos); las infantas: la de naranja, la abnegada esposa del atleta mangante, y la de limón, taurina y amazónica; y Él, naturalmente, derrochando campechanía. Yo lo veía en el centro de sucesivos corrillos, contando chistes muy animadamente y soltando carcajadas. Aunque Pureza Canelo, otra de las invitadas, me animaba a sumarme a alguno de aquellos conciliábulos y participar de sus risas, no me animé a hacerlo. Me daba cosa. Veía a los que estaban con él y no me gustaba: todos lo rodeaban como se rodea al más popular de la fiesta, con una sonrisa petrificada en la cara, pendientes de cualquier cosa que dijera, por idiota que fuese, encantados de compartir aquel momento con quien nos había salvado de Tejero y sus energúmenos, y que era, además, tan campechano. Siempre me ha maravillado la inatacabilidad del rey durante aquellas décadas. Y por inatacabilidad no solo me refiero a su inviolabilidad constitucional —que también: se trata de un residuo medieval, impropio de una sociedad democrática—, sino a la pétrea coraza que rodeaba su figura. Era imposible criticarlo públicamente: los medios de comunicación lo elogiaban sin tasa y, cuando no, se plegaban a una muy aséptica información oficial. La clase política, con muy escasas excepciones en la izquierda, veneraba su figura, y todo eran siempre parabienes y agradecimientos. Y la población en general, es decir, nosotros, nos conformábamos con alguien no muy lúcido ni brillante, pero a quien veíamos con un pacificador, o un normalizador, que había ahuyentado los miedos a un nuevo enfrentamiento civil. Nadie investigaba nada, ni rascaba nada, ni decía nada. Y era lógico: quien le tocara un pelo al rey o a cualquier de los privilegiados miembros de su familia se arriesgaba a una querella que lo empapelaba hasta la asfixia y podía incluso llevarlo al trullo. El hecho de que Juan Carlos hubiese sido ungido como sucesor por un dictador sanguinario como Franco, a quien le bailó el agua durante décadas, no se le tenía en cuenta. Su inveterado compadreo con las monarquías árabes, algunas de las más repugnantes del planeta, se entendía como una inteligente medida de política internacional, que garantizaba jugosos beneficios a las empresas españolas (y también al propio bolsillo del monarca, pero eso, aunque se sospechara, nadie habría osado denunciarlo, y solo se ha sabido años después). También era conocido que Juan Carlos, continuando una viejísima tradición borbónica, era un adúltero contumaz, y que su matrimonio solo tenía un sentido institucional. Esto pertenecía a su estricto ámbito personal, es cierto, pero era denotativo de una forma de proceder que necesariamente tenía que afectar a su desempeño público, como por fin se ha visto: cayó en desgracia, precisamente, cuando andaba por Botswana de picos pardos (y elefantes abatidos); y la caída, de madrugada, al levantarse de la cama que probablemente compartía con la princesa serenísima Corinna zu-Sayn Wittgenstein, fue literal: se partió la cadera izquierda. Pero nada de todo esto preocupaba. La figura del rey era sagrada, un tótem, un tabú y, como todos los tabús, inviolable. Hasta que la conjunción de la crisis de 2008, que exasperó a los ciudadanos, y los devaneos de un monarca que quería ser joven otra vez, o acaso recuperar la vida gastada en una labor ardua —regir España siempre ha sido una tarea de titanes— para la que no estaba ni preparado ni llamado, rompieron la armadura que lo protegía y lo dejaron a merced de los lobos. La misma ferocidad con que se le había amparado, haciéndolo inaccesible a la crítica y a toda oposición política, se aplicó a partir de entonces a derribarlo. El español es un ser que conoce poco el término medio. Y, en las mentes unidimensionales, con la cerrazón con que se defiende una cosa se defiende también la contraria. Hoy es raro encontrar a quien lo apoye. Más aún: se ha convertido en objeto de chanza. Hasta los más acérrimos partidarios de la monarquía lo han borrado de su agenda. Su propia familia, o lo que queda de ella, le ha dado la espalda, y hasta le ha retirado la asignación que recibía del presupuesto de la Casa. Pese a ello, no se puede decir que malviva, porque para eso se ha labrado un patrimonio cuantioso a lo largo de los años, pero anda por ahí, fugitivo y demacrado, al cobijo de unos pocos amigos leales, armadores mallorquines o dueños de resorts de lujo en la República Dominicana. Aunque ya me gustaría a mí estar demacrado en un resort de lujo en la República Dominicana. Desde aquel fatídico 13 de abril de 2012, en que dio con sus regios huesos en el suelo, tras una noche de amor con una Corinna que acabaría costándole la corona, prologado por el asunto Noos, que había empezado a agrietar el hasta entonces granítico edificio de la monarquía, ha salido de todo: los negocios pegajosos con los jeques saudíes (el primero de los cuales se remonta a los primeros años de la democracia, cuando se pactó que Juan Carlos cobrara una comisión de uno o dos dólares por cada barril de petróleo comprado por el Estado español a los países árabes, lo que le ha supuesto una fortuna incalculable), las donaciones multimillonarias a las amantes y a sus descendientes, provenientes de comisiones hediondas, las fundaciones oscuras y las cuentas opacas, además de un larguísimo sainete de amantes y barraganas, para alguna de las cuales —y aquí aparece de nuevo la inigualable Corinna— llegó a habilitar una casona, muy cerca de la Zarzuela, en una versión de alto standing del castizo: "¡Te pongo piso!". Tras casi cuarenta años de respeto reverencial, la mierda brota de la figura del rey emérito como un géiser. Roto el pacto de silencio sellado a su alrededor, la realidad asoma con su rictus tenebroso. ¿Pero qué esperábamos? ¿Que no fuera así? ¿Que el Rey demostrara que el poder —vitalicio e inatacable— no corrompe y que alguien con tanta capacidad de influencia, además de tanta campechanía, se abstendría de utilizarlo en su favor y en el de los suyos? Soy partidario de que se denuncien y se castiguen todas las malandanzas del emérito, sobre todo aquellas que han repercutido en la hacienda pública, que me imagino serán casi todas (aunque los partidos dominantes han demostrado ya varias veces que no están dispuestos a facilitarlo), pero no puedo evitar que me sobrecoja la saña con que la opinión pública se ha volcado contra él, una crueldad análoga a la que el amante despechado suele ejercer con quien ha sido durante mucho tiempo el objeto de su amor, y que me dé, incluso, alguna pena. No debería ser así, porque el emérito se beneficia de unas leyes creadas para preservarlo de cualquier mal y goza de una jubilación, pese a todo, mucho más dorada de lo que jamás será la mía, si es que llego a disfrutarla. Además, cada vez que pienso que, si yo le defraudo un euro a Hacienda, me caerá un puro del copón, pero que él puede haberse pasado la vida estafando a todo el mundo millones de euros sin que se le pueda cursar ni una multa administrativa, y me enciendo. Pero la compasión no conoce de razones. En fin, ya se me pasará.