Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 31 de mayo de 2022
Cosas que veo y oigo por el balcón cuando escribo
miércoles, 25 de mayo de 2022
Turner
sábado, 21 de mayo de 2022
Esperando al Rey de España
Eso es lo que muchos llevaban tiempo haciendo: esperar al rey de España. Pero, sorprendentemente, también es el título de un libro de poesía: Waiting for the King of Spain, 'Esperando al Rey de España', escrito por una poeta norteamericana, Diane Wakoski, y publicado por la editorial californiana Black Sparrow Press —la misma que dio a conocer casi toda la obra de Charles Bukowski— en 1976, muy poco después, por cierto, de que muchos españoles hubieran visto satisfecho su deseo de que la monarquía regresara a España. Eso ocurrió en 1975. También ellos llevaban años esperando al rey de España. Descubrí el libro en una librería de viejo en mi último viaje a los Estados Unidos, y me llamó la atención tanto el título como la textura de los poemas: dinámicos, biográficos, sentimentales, alegres, desgarrados. Y escritos por una mujer. En la librería, de pie, picoteando en los poemas del libro, no tardé en comprender que el rey de España que aparecía en ellos no era una figura histórica, esto es, no era ninguno de los preclaros monarcas españoles que habían iluminado nuestro devenir colectivo, y mucho menos el entonces recién coronado (y hoy recién regresado al lugar del crimen), sino una figura mítica, un símbolo dentro del vasto cosmos simbólico de la autora. El rey de España significa para Diane Wakoski el amante ideal. Y en eso sí acierta la poeta, porque nuestras testas coronadas, y en particular los Borbones (los Austrias eran un poco más abstinentes y contrarreformistas, con la excepción de Felipe IV, el rey pasmado, que era un rijoso de órdago, aunque reprimido), siempre han destacado por sus capacidades amatorias; y no digamos el penúltimo de ellos, el insuperable Emérito, que nos ha enseñado a todos cómo hay que tratar a una mujer: con regalos rumbosos, más aún, munificentes, haciendo barbacoas (esos inventos del demonio) con los hijos de las amadas, y organizando suntuosas cacerías en el África negra. En cualquier caso, el poemario de Wakoski es un espléndido ejemplo, a mi juicio, de una poesía hondamente enclavada en la vida, que no se avergüenza de exponer los miedos e inseguridades que asaltan a una mujer deseosa de amor, y que maneja con pericia admirable los ritmos de una poesía inquisitiva y sensorial. Esperando al Rey de España participa de la bohemia californiana de los setenta, pero también de un amplio conocimiento de las tradiciones poéticas estadounidenses, tanto clásicas como contemporáneas, entre las cuales la más influyente es, en Wakoski, la de los poetas de la San Francisco Renaissance —Kenneth Rexroth, Robert Duncan, Jack Spicer y Madeline Gleason—, y logra un equilibrio infrecuente entre experimentación y relato, entre atrevimiento y mesura, entre carnalidad y abstracción. Reproduzco a continuación un fragmento del prólogo del libro:
Esperando al Rey de España es un diario amoroso, que alberga un concienzudo análisis de los sentimientos: es, pues, intimidad revelada, angustia sacada a la luz. En el proceso hay verdad: persuadida de que el pudor es uno de los grandes enemigos de la literatura, a Wakoski no la arredra revelar que su amante la ha dejado ni preguntarse por qué, entre otras cuestiones comprometedoras. En «Contando tus bendiciones con los seis dedos de la mano: una vigilia», reconoce necesitar al hombre al que ama: lo necesita «en casa, / como necesito el fuego, / como necesito agua para beber, / como necesito algo de aire para respirar, / como necesito (…) tus ojos». Es un reconocimiento franco, que desvela una fragilidad muy humana, una dependencia más allá del decoro, que arraiga en la pasión inmoderada de amar y ser amada. En «Noche vacía, cuando oyes el golpear de las olas», la poeta se describe en soledad: ella ama a hombres, pero ninguno la ama a ella. La escena de la protagonista sola en casa, o en un bar, bebiendo algo, se repite en varios poemas del libro. En otros alude a un físico que considera poco afortunado, y que explica, en parte, su pertinaz fracaso sentimental. En «Oda a una fuente libanesa de olivas», uno de las composiciones más significativas de Esperando al Rey de España, escribe: «A veces me pregunto / si, de haber nacido guapa, / de haber sido una Venus en la costa de California, / habría aprendido a comer y beber tan bien. / Porque (…) / de haber tenido un rostro agraciado o un cuerpo armonioso, / seguramente no habría encontrado el mismo placer / en la comida». Esta valentía introspectiva aguza su propuesta y asombra por su desnudez. La acompaña un erotismo confeso, pero nunca explícito, condicionado por una duda permanente sobre la respuesta del otro, suscitada, a su vez, por la inseguridad sobre el atractivo o el valor de uno mismo. Así, en «El esquiador», la poeta —sola, de nuevo, en una casa oscura— recuerda al atleta al que deseó «mucho más de lo que tú me habrías deseado jamás a mí»». Diane Wakoski, pese a haber sido reconocida como una poeta feminista, no considera que lo sea. Sostiene que «feminista» es un término político, y que ella no escribe sobre los aspectos políticos de ser mujer, sino como mujer.
Y un poema del libro:
BUSCANDO AL REY DE ESPAÑA
Suenan voces de mujer,como etiquetas de botellas conocidas,
en el corredor.
Y yo, sola, con el kimono amarillo,
pienso en el sueño de anoche.
Sigo siendo aquella niña
que dormía desnuda en el viejo baúl con una colcha bordada
con rosas y signos del zodíaco.
Todavía pende una espada
sobre mi cabeza.
Y debajo de mí, en el arcón,
están los huesos de los muertos.
Despertarme significa enfrentarme a la vida
sin ti,
a quien con tanta imprecisión llamaba El Hombre de la
en las manos.
Pero, por supuesto, no eras el Hombre de Plata ni el Rey
de España.
Solo un hombre llamado
M.,
como todos.
Las voces de mujer
podrían haberme alertado,
o incluso aquella misteriosa voz de tu padre,
si hubiera escuchado.
Pero esas voces
sonaban como
meros murmullos de pasillo,
y yo llevaba entonces también el kimono amarillo,
y escribía,
y escuchaba los sonidos de seda.
Y, estúpidamente,
no oí lo que decían,
porque estaba escuchando música o quizá
otra voz,
una que creía tuya.
El Rey de España, que a menudo pronunciaba palabras de
la voz no era tuya.
Mi amante está tocado por la oscuridad.
Tú, en cambio, M.,
te plantas ahí para que todos te vean.
Ahora ya no se oyen las voces del pasillo.
Pero oigo pisadas.
¿Son las tuyas, visibles, M.,
o pertenecerán esta vez a mi amante de verdad,
el hombre al que he hablado
tantos años en la oscuridad?
domingo, 15 de mayo de 2022
En el Centro Cultural Generación del 27, de Málaga
miércoles, 11 de mayo de 2022
César Vallejo: triste y dulce
La celebración del centenario de dos de los títulos más importantes de la literatura universal, Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot, ambos publicados en el annus mirabilisis de 1922, ha opacado un tanto la de otros libros asimismo fundamentales, aparecidos también ese año: el mayor de todos, Trilce, de César Vallejo, del que no ha habido, me parece, demasiados recordatorios, al menos en España. Y eso sorprende, incluso aunque estemos acostumbrados a la tradicional incuria hispana, porque fue en España donde se dio a conocer realmente el libro de Vallejo: se publicó en Madrid, en 1930, con prólogo de José Bergamín y un poema-salutación de Gerardo Diego. Hasta entonces, Trilce solo había generado un estruendoso silencio —odumodneurtse, como dice Vallejo en el poema XIII—, pespunteado por una crítica privada en la que prevalecían la incomprensión y el vituperio. A esta desfavorable acogida no contribuyó que el poemario se publicara en los talleres de la penitenciaría de Lima, un lugar poco sofisticado, pero al que el poeta tenía fácil acceso, dado que ya había disfrutado de la hospitalidad de las cárceles peruanas: entre 1920 y 1921, había pasado casi cuatro meses en la de Trujillo, acusado injustamente de agitador e incendiario. No cabe pensar que el Estado peruano, resuelto a favorecer la integración social de los penados, asumiera la publicación de la poesía que escribiesen y contribuyera así al engrandecimiento de la lírica patria. No: Vallejo tuvo que pagarse la edición, y lo hizo con los 150 soles que había ganado con un cuento en un premio literario de la capital (los 200 ejemplares de la exigua tirada de Trilce se vendían a tres soles cada uno: Vallejo, siempre bordeando la miseria, no renunciaba a ganar dinero con el libro), con lo que se sumó a la lista de grandes autores que se han autopublicado sus primeras obras, como Lorca, Rimbaud, Whitman o Proust, un hecho excepcional que ha dado a legiones de escribidores la excusa perfecta para justificar la autopublicación, aborrecible e inútil, y autopublicarse ellos también.
Trilce es el segundo libro de Vallejo. Antes había publicado Los heraldos negros, una coda del modernismo que había sacudido las mohosas aguas de la poesía en español a ambos lados del Atlántico y sentado las bases para el establecimiento de las vanguardias, a las que Vallejo no solo se acogió, sino que, con Trilce, superó. En el poemario laten una realidad, el dolor, y una aspiración, la libertad. El primero no resulta extraño: preceden a la publicación del poemario varios hechos luctuosos en la vida de Vallejo: la muerte de su madre, en 1918; varios fracasos amorosos, el último de los cuales, con una muchacha de quince años, Otilia Villanueva, cuñada de otro de los profesores del colegio donde había empezado a dar clases en Lima, le acarrea perder el trabajo, en 1919; el fallecimiento de su amigo, el escritor Abraham Valdelomar, también en 1919; y su estancia en la cárcel de Trujillo, cortesía de un juez venal que urdió el proceso para hundir a los jóvenes socialistas y anarquistas, como Vallejo, que denunciaban las condiciones de semiesclavitud que imponían las compañías agrícolas y mineras a los trabajadores en Santiago de Chuco, su ciudad natal. La aspiración de Trilce, la libertad, se plasma en la incontenible ruptura de todas las convenciones líricas y gramaticales —léxicas, morfosintácticas y ortográficas; incluso la acentuación se trastoca, zarandeada por el torbellino de la dicción— que hasta aquel momento habían encauzado la creación poética. Vallejo se asoma a los abismos de la vida y de la conciencia con un lenguaje descreído y descreado. La forma de ver —y de hacer ver— otras cosas —o las mismas, las que nos afectan a todos, pero con incisiva desnudez, con agudeza ensangrentada— consiste en quebrar el órgano de la visión: solo un lenguaje fracturado, y por lo tanto doliente, será capaz de comunicar —o de alumbrar— un ser desfigurado y roto. Vallejo es el poeta del dolor: el Celan de la poesía en español. Aunque sería más justo decir que Celan es el Vallejo de la poesía en alemán: Trilce es veintiséis años anterior a la primera obra del rumano. Pero en Trilce no hay solo desesperación y muerte. También se canta al amor y a la esperanza, aunque siempre con la amargura del desvalido: de quien ya ha experimentado la frustración infinita de ser y no sabe —o no puede— eludir la desgracia: «Pienso en tu sexo», escribe Vallejo en el poema XIII, «simplificado el corazón, pienso en tu sexo / ante el hijar [sic] maduro del día. / Palpo el botón de dicha, está en sazón. / (…) Pienso en tu sexo, surco más prolífico / y armonioso que el vientre de la Sombra». (En otro poema, el XX, rescata, aliterativo y alterativo, la urgencia del deseo: «Bulla de botones de bragueta…»). El recuerdo dichoso de la familia y la casa de la niñez atempera la infelicidad que lo carcome y le ofrece un refugio para el sufrimiento: «Esta casa me da entero bien, entero / lugar para este no saber dónde estar». Qué diferente resulta ese «Esta casa me da entero bien…» de lo que escribiría cualquier escritor mediocre, es decir, cualquier escritor incapaz de expandir el lenguaje más allá de sus estrictos cauces, de sus mecanismos consolidados, y de utilizarlo para trastornar la mirada y volverla reveladora.
Trilce se rebela, con esa rebelión triste y humilde que es la poesía, contra el tedio, la pobreza, la soledad, el desamor y la muerte, los males que a todos acucian, pero que pocos reconocen, porque reconocerlos supone admitir la fragilidad y el desconcierto —que, no obstante, nos son consustanciales—. Y lucha contra ellos diciéndolos. A Vallejo le «extraña cada firmeza», como escribe en el poema XXIX, porque la incertidumbre constituye la espina dorsal de nuestro ser. El poeta nunca dejó de caminar por la senda del dolor: emigró a Europa —jamás volvería a su país—, pasó estrecheces sin cuento, enfermó, fue expulsado de Francia por comunista, abrazó la causa de la República y sufrió trágicamente su derrota, y murió en París a los 46 años, de paludismo, un día de lluvia, como había predicho en su poema «Piedra negra sobre una piedra blanca», de Poemas humanos: «Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño». No era otoño ni jueves, pero da igual: el poema acierta en todo.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 8 de abril de 2022]
viernes, 6 de mayo de 2022
Cosas tristes
Perchas vacías en un armario. Llegar a un aeropuerto y que no haya nadie esperándote. Un guante solo. Un pájaro con un ala rota. Un perro mojado por la lluvia. Mandar un mensaje de amor y que no te contesten. «Lacrimosa», del Requiem de Mozart. Dormir solo. Una ciudad bombardeada. Un libro mordido y desencuadernado. Una carta en la que alguien, a quien ya no recuerdas, te dice que te quiere. La carretera, de Cormac McCarthy. Una patera llena de gente. Una patera volcada en la playa. Alguien que llora en silencio. Una anciana que apenas puede moverse y, con esfuerzo, te sonríe. Un cajón con cosas de alguien que ya no está. Una pluma estilográfica sin tinta. La escena de La lista de Schindler en la que los judíos le regalan a Oskar un anillo de oro, hecho con el metal de los dientes que algunos de ellos se han arrancado. Que alguien te pida algo con la mirada turbia, extraviada, y siga mirándote mientras tú te alejas. Una planta mustia. Una pelota deshinchada. El cadáver de alguien a quien has querido. Un paisaje quemado. Una agenda antigua, llena de números de teléfono. Pensar en quien no piensa en ti. Una amistad rota. Un helado que se deshace. Una familia que huye por una carretera con unos pocos enseres a cuestas. Un niño calvo. Un pájaro caído del nido. Un velatorio sin nadie. Una llave que ya no sabes qué puerta abre. Los puentes de Madison. Que la persona de la que podrías enamorarte te diga que quiere una relación abierta. La sirena de una ambulancia. Que nadie se levante para cederle el asiento a un anciano. Reír a destiempo. Un tren que pasa y no para. Una lámpara de mucho brazos en la que solo funciona una bombilla. Que tu madre no recuerde tu nombre. Que no asista nadie a la presentación de un libro. Las campanadas a muerto. Una cola en un banco de alimentos. No poder honrar un cuerpo hermoso. Que alguien te diga adiós desde una estación de tren. Que VOX crezca en España. Que el neofascismo crezca en el mundo. No poder acabar una frase. Una mancha de sangre en el suelo. Que no te acepten un regalo, o que te lo devuelvan. Un imán que predica el horror. Una tarde de domingo en casa sin nada que hacer. The Boxer, de Simon & Garfunkel. La poesía de César Vallejo. La imagen de miles de hectáreas devastadas en la Amazonia. Morir de hambre o de ébola o de tifus en África. Un atardecer lluvioso en un pueblo olvidado. Que nadie se acuerde de tu cumpleaños. Enfermar. El olor a cárcel y orfanato. El gemido de alguien que sufre. Las fotos de los lugares que han desaparecido en las ciudades. Un lápiz sin punta. Una ofensa gratuita.
domingo, 1 de mayo de 2022
Mi Leópolis
Leópolis tenía un «Castillo Alto», como todos los castillos, pero ya no lo tiene. Los leopolitanos, no obstante, siguen llamando «la colina del Castillo» al promotorio donde se levantaba. Tampoco tiene una leyenda asociada a su nacimiento: la fundó, a principios del siglo XIII, un rey ruteno, Danilo, que le puso el nombre de su hijo León, sin más mitologías. Sí tiene un río, aunque no se ve: es el Peltev, y es subterráneo. Fluye por debajo del edificio de la Ópera, y es el responsable de que el arquitecto que lo construyó, y a quien se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, Zygmunt Gorgolewski, se suicidara cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Peltev. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Leópolis tiene muchas cosas que ya no están, o que no se ven. Ha sido siempre ciudad de frontera —entre Occidente y Oriente, entre Europa y Asia— y ya se sabe que por las ciudades de frontera no solo pasan los viajeros, sino también las guerras. Por Leópolis han pasado muchas, con su negro legado de destrucción, y una más, desatada por un tirano llamado Vladímir Putin, llama hoy, cuando ya las creíamos olvidadas, a sus puertas.
Wittlin no había nacido en la ciudad, sino en Dmytrów, aunque pasó en ella dieciocho años: los escolares —entre 1906 y el estallido de la Primera Guerra Mundial— y luego como maestro de escuela. A lo largo de su vida no dejó de volver a ella y sentirla como propia: como el lugar del que formaba parte. Max Aub tenía razón cuando decía que uno es de donde ha hecho el bachillerato. La juventud de Wittlin en Leópolis la convirtió para siempre en su patria. Por eso Mi Leópolis no es solo un recorrido por los lugares evocados, un álbum de postales, una guía arquitectónica y urbanística. Lo es, y de gran viveza descriptiva, pero va mucho más allá: es, sobre todo, un libro sobre personas. Sobre las que conoció en sus muchos años en la ciudad, que han ido madurando —fermentando, quizá— en su memoria, y de los que traza un retrato lúcido, irónico y misericordioso. Wittlin nos previene de que en Leópolis tenían «una friolera de condes, un sinfín de héroes y más de una decena de poetas». A estos, no obstante, es a los que recuerda con más cariño, por su cercanía existencial, supongo: el anciano Wladyslaw Beklza; el ciego Stanislaw Baracz («colaborador de Chimera», un insólito antecedente de nuestra actual revista literaria); el «eterno adolescente» Stanislaw Maykowski; el «gran lírico» Józef Jedlicz, que tradujo a Aristófanes; Henry Zbierzchowski (del que Wittlin publicó una necrológica en un periódico local cuando aún no había muerto; no sabemos si Zbierzchowski contestó lo mismo que Faulker cuando también de él se publicó que había fallecido: «Es una noticia exagerada», pero sí que respondió con un poema satírico contra su necrólogo); el «florentino» Leopold Staff; y «el divo de su adolescencia», Jan Kasprowicz. Todos ellos —que para la mayoría de nosotros no son sino una sucesión de nombres apenas pronunciables— forman un conglomerado de sombras —«oigo las voces de un millar de sombras», dice Wittlin al principio de su relato— que desfilan por su mente, y que él recrea, actualizando el tópico medieval del ubi sunt. Pero en esas tumbas inmateriales también descansan muchos otros personajes de Leópolis, caracterizados siempre por el humor delicado de Józef Wittlin, como el comisario superior Trauer, «experto en dispersar manifestaciones preelectorales»; el inspector Ginzberg, que prefería «cachear al servicio doméstico femenino»; o el concejal y químico Walery Wlodzimirski, «flanqueado de grandes y negras patillas imperiales», que, en un laboratorio inverosímil, frente al Pabellón del Champán —al que suponemos que acudía para sus refrigerios entre experimento y experimento—, «despertaba las ponzoñas adormecidas en los frascos» y fascinaba al joven Wittlin, que lo veía todo, por las ventanas bajas, camino del colegio. Entre muchos otros, claro: consejeros superiores eméritos del gobierno imperial y real, consejeros de la voivodía, oficinistas municipales, limpiachimeneas, abogados, carteros, zapateros, tenderos, taberneros y taberneras, confidentes de la policía y mendigos. Y, aunque no llegó a conocerlo, Wittlin no se olvida de mencionar, entre los ciudadanos ilustres de Leópolis, a Leopold von Sacher-Masoch, que dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como La Venus de las pieles (pero no a la tarta sacher, cuya feliz invención se debe al hotelero Franz Sacher, en 1832, o, según otros, a su hijo Eduardo). Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento muy adecuado para alguien a quien normalmente se presenta como un depravado, y que no hizo más que explorar, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.
Cuando Wittlin conoció a todos estos seres, Leópolis se encontraba bajo el dominio austríaco. Oficialmente, era nada menos que la capital del Reino de Galitzia y Lodomeria, con el Gran Ducado de Cracovia y los Ducados de Zator y Oswiecim (Oswiecim, por cierto, es Auschwitz). En Mi Leópolis, la ciudad es, como tantas otras del centro de Europa, un engranaje más del imperio austrohúngaro, de aquella comunidad burocrática y decadente, pero que alumbró a algunos de los artistas y pensadores más brillantes de la contemporaneidad, desde Wittgenstein hasta Strindberg. Los ambientes que describe Wittlin son siempre penumbrosos, contradictorios. Con la marcialidad de los funcionarios uniformados convive la picaresca de los menesterosos; con los relumbres de la ópera, los salones y los teatros, las oscuridades de la pobreza, el despotismo y la crueldad; con las calles polvorientas y a menudo arduas, el sosiego de los cafés, donde los hombres leían el periódico, bebían, charlaban y hasta vivían. Uno lee a Wittlin y piensa en Karl Krauss, en El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hašek, y también un poco en Kafka. Pero en Mi Leópolis prevalece la antisolemnidad, una ligereza en la descripción de los lugares y los seres (y del propio yo que escribe, que padeció la guerra, la enfermedad y el exilio) que, lejos de volverlos irrelevantes, los dota de una gravedad sutil. Todos acuden a estas páginas conmovedoras con una sustanciosa levedad, como espectros felices, arraigados en la mirada de Wittling, que obra como un suelo fértil, como un bullente camposanto. El lirismo y el humor del autor de La sal de la tierra —otra epopeya sobre un soldado paciente, como Schewik—, siempre cosquilleando las palabras, compensa el cansancio y el desengaño inevitable en quien, como él, ha sobrevivido al nazismo y constatado los estragos, en el planeta y en el espíritu humano, de dos guerras mundiales. Wittlin conjura el peligro de la idealización, una tentación siempre presente en las obras memorialísticas, con un acusado sentido de la realidad, que actúa a modo de lastre, pero lastre compasivo. Esta coexistencia nos permite ver una Leópolis híbrida, brillante, decadente, acogedora, fronteriza, romántica, pueblerina, culta, exótica, europea y, sobre todo, radicalmente humana. Józef Wittlin obra el prodigio, en apenas setenta páginas, de que su Leópolis sea nuestra Leópolis, de que la ciudad humilde y magnífica que conoció de niño y adolescente, y que siempre permaneció en su corazón, se acurruque ahora también en el nuestro.
[Prólogo de Józef Wittlin, Mi Leópolis, traducción de Elzbieta Bortkiewicz, Sevilla, Hojas de Hierba, 2022, 140 pág.]