martes, 31 de mayo de 2022

Cosas que veo y oigo por el balcón cuando escribo

La masa verde de las copas de los plataneros del parque. Los ladridos de un perro. Pedazos de cielo entre las ramas espesas. El petardeo de una moto adolescente. Una mujer que le grita a un niño que haga el favor de dejarle la pelota un rato a su hermano. Las palmeras de los fuegos artificiales que se dibujan en la cúpula negra del cielo cuando llegan las verbenas y los festejos (y cuando gana el Barça; ahora hace tiempo que no se ven). Las inflorescencias globulares y vellosas que cuelgan de los plataneros. El rumor asordinado de algunos coches. El explosivo de otros. Un abejorro que se detiene en el aire, husmea en el cristal y desaparece como un minúsculo helicóptero atigrado. Una tórtola que acarrea ramas en el pico para construir el nido en la horquilla de un platanero. Un termómetro metálico de pared que me traje de la terraza de mi madre y colgué en la mía. El monstruo paralelepipédico del motor del aire acondicionado. El estruendo salsero de los ecuatorianos que pasan las tardes de domingo, en familia, en el parque. Las hojas polilobuladas de los plataneros, que parecen manos, y que me saludan incansablemente, movidas por el viento. Una urraca que saquea el nido construido por las tórtolas. Los ladridos de otro perro. Un árbol de jade, que también rescaté de la terraza agonizante de mi madre y que ha crecido tanto que amenaza con ensombrecer a las demás plantas de la mía. Los ladridos de otro perro. Un áloe al que le he cortado una hoja para curarme alguna quemadura, y que ahora me enseña, en el muñón, su adentro pulposo y oscuramente verde. La cara de Á. reflejada en el cristal. Un murciélago que cose de negrura veloz el espacio transparente de la terraza. Los troncos moteados de los plataneros, que parecen llevar uniforme de camuflaje. Una ambulancia que chilla como Macarena Olona. Unos geranios que no dejan de florecer, pero cuyas flores no dejan de marchitarse. El fantasma de un carillón metálico que compramos en el barrio chino de San Francisco, y que ya no está, y uno de hojas de cerámica, que sí pende del techo, y cuyo aburrido y hasta sombrío clac-clac no puede compararse con el armonioso tintineo de aquel. Los ladridos de otro perro. Un lagarto de cabeza plana y cuerpo breve que escala la pared de la terraza hasta el piso de arriba (nel mezzo del camin se para y parece mirarme con desconfianza; luego, acelerando a golpes de cola, culmina su andadura). La esquina desmochada del suelo de la terraza del piso de arriba (que es el techo de la mía), en la que se descubren los hierros que arman el hormigón. Otro lagarto que corretea por los ladrillos. El escándalo hediondo del camión de la basura. Una paloma que se posa en la baranda del balcón. Un autobús urbano eléctrico inaudible. La mesa de cristal de la terraza, con una cazoleta metálica en el centro que contiene un puñado de nidos fósiles de abejas, de 10.000 años de antigüedad, que nos trajimos de una playa de Fuerteventura. Los ladridos de otro perro. Unos desalmados que tocan los bongos en el parque. Una cotorra argentina que se confunde con el verde glabrescente de las hojas de los plataneros, pero que se distingue por su inconfundible e insoportable chirrido. Más y más coches que pasan. Uno de los dos sillones granates del comedor. Los ladridos de otro perro. Las campanadas lejanas del monasterio. El ruido distante de los trenes que pasan. Hojas secas entre las hojas nuevas de los plataneros. Un gorrión que se posa en la baranda del balcón. Los cerramientos de aluminio del comedor, que me costó 600 euros reparar (dejaban pasar el agua porque no había limpiado en años las guías por las que se desplazan, y eso había acabado con su impermeabilidad). La conversación sosegada de unos vecinos en el portal. El hijo de los vecinos de arriba, muy dado a saltar. El viento, que se enreda en la vegetación. Jirones de nubes. Los ladridos de otro perro. Una avispa despistada. Una oruga que recorre, ceremoniosa, el suelo de terrazo. Las marañas traslúcidas que deja la lluvia en los cristales. Las carcajadas de un grupo de quinceañeros. Un mirlo que pasea su sotana de plumas y su pico anaranjado por entre la fronda. El polvo que se posa en todas partes. El piar constante de unos polluelos que no alcanzo a ver. Los humildes aperos de jardinería que descansan debajo del apabullante corpachón del motor del aire acondicionado. El soniquete de un afilador (¡todavía!). Las peladuras de la pintura de la baranda, que dibujan una delicada escena dadaísta. Mi cara reflejada en el cristal.

miércoles, 25 de mayo de 2022

Turner

Se acaba de inaugurar, en el Museu Nacional d'Art de Catalunya, en Barcelona, la exposición «Turner: la llum és color» ['Turner: la luz es color'], que durará hasta el próximo 11 de septiembre. Es una ocasión excepcional para conocer la obra de quien probablemente sea el mejor pintor inglés de todos los tiempos, y, a título personal, mi favorito entre los artistas de las islas Británicas. En Londres, tuve ocasión de admirar, en numerosas ocasiones, la pintura de Turner, expuesta en la Tate Britain, el Museo Británico y otras pinacotecas y salas de exposiciones, y el 13 de octubre de 2013 —cuando hacía apenas unos meses que me había instalado en la capital británica, lo cual revela la rapidez con la que me sedujo— colgué una entrada en mi blog Corónicas de Ingalaterra en la que recogía mis impresiones sobre figura y su obra. Como homenaje a Turner y celebración de su presencia en Barcelona, la reproduzco hoy aquí:

Inglaterra es un país difuso. Abundan la lluvia, el viento, la nieve y la niebla: todo diluye sus perfiles. A veces, cielo y tierra presentan la misma pátina metálica, como si fueran una sola piel: la grisura lo engulle todo. En invierno, los días son muy cortos, y a primera hora de la tarde se instala ya una oscuridad invencible, que desbarata los volúmenes y extingue los colores. Durante muchos siglos, además, la gente quemaba madera y carbón para combatir el frío, y el humo que desprendían las hogueras ennegrecía el cielo. También las fábricas han tendido, desde finales del s. XVIII, un manto de hollín sobre las ciudades inglesas. Niebla y contaminación, aunadas durante mucho tiempo, crearon el famoso smog, aquella insalubre cortina de negrura que se cernía sobre los habitantes de Londres. No es extraño, pues, que un pintor como Turner sea inglés. Nacido en 1775, en plena revolución industrial, ingresó a los catorce años en la Royal Academy of Art, y mereció, desde muy pronto, la consideración del «pintor de la luz». Es cierto: Turner es un virtuoso de la luz y el color, porque, cuando el ambiente está despejado, cuando luce el sol —este sol diamantino que a veces asoma—, no hay paisaje más nítido, ni formas más limpias, ni colores más intensos, que los de la campiña inglesa. Sin embargo, lo glorioso de Turner no es su claridad, sino, precisamente, su difuminación. Claro es Joshua Reynolds; claro es el magnífico John Constable; claros son tantos otros retratistas o paisajistas ingleses, que han atinado con las formas minuciosas, fugazmente ígneas, de su país. La parte de la obra de Turner que me fascina es, sobre todo, la final, aquella cuyas imágenes se contagian de esa imprecisión que cobran las cosas en Inglaterra cuando están impregnadas de bruma o de agua, cuando sus perfiles están ateridos de frío, o los bate un viento pertinaz. La luz sigue ahí, pero diluida en un espacio inconcreto: deviene espectral, sin dejar de ser fulgurante. Los paisajes se dilatan en un encadenamiento de manchas sin entramado, en un tumulto de claridades inexactas. Los crepúsculos se enzarzan en rosas y amarillos deshilachados, en esplendores oleosos. En las marinas, abundantes, el agua y el cielo se abrazan en explosiones laxas, mientras, en sus laberintos, advertimos siluetas que podrían ser de barcos veloces o de barcos naufragados. Hasta la noche pierde su rotundidad tenebrosa: su extensión se matiza de fulgores y transparencias, de objetos en movimiento, de oquedades irradiantes. Y esto es lo que refleja la polícroma difuminación de Turner: el movimiento, el hacerse de los seres, de los hechos, en el flujo indetenible de la realidad. Su inconcreción tiene, pues, un sentido moral: el de la relativización de lo evidente, el de la captación de lo que cambia, el de la comprensión de la incomprensiblidad de todo. Sus latigazos de luz, dispersos, y las heridas que infligen a los óleos, prefiguran a los impresionistas y, con ellos, a la pintura contemporánea. Turner se percibe como irremediablemente moderno, como el Greco, El Bosco o Goya, contemporáneo suyo: como todos aquellos que desdeñaron las exigencias estéticas de su tiempo, para incorporar a su obra una percepción singular, una psicología propia. Turner transforma la realidad en la realidad vista, o, mejor, sentida, por Turner. Lo que vemos en sus cuadros no es la naturaleza, sino su alma cabalgando a la naturaleza, o penetrándola. Como vemos también, en sus muchos cuadros y esbozos eróticos —que no se exhiben en la Tate Britain, donde radica la mayor parte de su producción—, sus pasiones en penumbra: vaginas, cópulas, felaciones. Esta carnal oscuridad —que los ingleses mantienen a oscuras— aparece también empapada de luz: una luz titubeante, de aposentos arrinconados, de rayos vespertinos. Turner es, probablemente, el mejor pintor de siempre de un país del que se ha dicho que no es país de pintores. No sé si esto es cierto. Lo que sé es que su pintura refleja mejor que ninguna otra la esencia huidiza, casi incorpórea, de este país sin límites.

sábado, 21 de mayo de 2022

Esperando al Rey de España

Eso es lo que muchos llevaban tiempo haciendo: esperar al rey de España. Pero, sorprendentemente, también es el título de un libro de poesía: Waiting for the King of Spain, 'Esperando al Rey de España', escrito por una poeta norteamericana, Diane Wakoski, y publicado por la editorial californiana Black Sparrow Press —la misma que dio a conocer casi toda la obra de Charles Bukowski— en 1976, muy poco después, por cierto, de que muchos españoles hubieran visto satisfecho su deseo de que la monarquía regresara a España. Eso ocurrió en 1975. También ellos llevaban años esperando al rey de España. Descubrí el libro en una librería de viejo en mi último viaje a los Estados Unidos, y me llamó la atención tanto el título como la textura de los poemas: dinámicos, biográficos, sentimentales, alegres, desgarrados. Y escritos por una mujer. En la librería, de pie, picoteando en los poemas del libro, no tardé en comprender que el rey de España que aparecía en ellos no era una figura histórica, esto es, no era ninguno de los preclaros monarcas españoles que habían iluminado nuestro devenir colectivo, y mucho menos el entonces recién coronado (y hoy recién regresado al lugar del crimen), sino una figura mítica, un símbolo dentro del vasto cosmos simbólico de la autora. El rey de España significa para Diane Wakoski el amante ideal. Y en eso sí acierta la poeta, porque nuestras testas coronadas, y en particular los Borbones (los Austrias eran un poco más abstinentes y contrarreformistas, con la excepción de Felipe IV, el rey pasmado, que era un rijoso de órdago, aunque reprimido), siempre han destacado por sus capacidades amatorias; y no digamos el penúltimo de ellos, el insuperable Emérito, que nos ha enseñado a todos cómo hay que tratar a una mujer: con regalos rumbosos, más aún, munificentes, haciendo barbacoas (esos inventos del demonio) con los hijos de las amadas, y organizando suntuosas cacerías en el África negra. En cualquier caso, el poemario de Wakoski es un espléndido ejemplo, a mi juicio, de una poesía hondamente enclavada en la vida, que no se avergüenza de exponer los miedos e inseguridades que asaltan a una mujer deseosa de amor, y que maneja con pericia admirable los ritmos de una poesía inquisitiva y sensorial. Esperando al Rey de España participa de la bohemia californiana de los setenta, pero también de un amplio conocimiento de las tradiciones poéticas estadounidenses, tanto clásicas como contemporáneas, entre las cuales la más influyente es, en Wakoski, la de los poetas de la San Francisco Renaissance —Kenneth Rexroth, Robert Duncan, Jack Spicer y Madeline Gleason—, y logra un equilibrio infrecuente entre experimentación y relato, entre atrevimiento y mesura, entre carnalidad y abstracción. Reproduzco a continuación un fragmento del prólogo del libro:

Esperando al Rey de España es un diario amoroso, que alberga un concienzudo análisis de los sentimientos: es, pues, intimidad revelada, angustia sacada a la luz. En el proceso hay verdad: persuadida de que el pudor es uno de los grandes enemigos de la literatura, a Wakoski no la arredra revelar que su amante la ha dejado ni preguntarse por qué, entre otras cuestiones comprometedoras. En «Contando tus bendiciones con los seis dedos de la mano: una vigilia», reconoce necesitar al hombre al que ama: lo necesita «en casa, / como necesito el fuego, / como necesito agua para beber, / como necesito algo de aire para respirar, / como necesito (…) tus ojos». Es un reconocimiento franco, que desvela una fragilidad muy humana, una dependencia más allá del decoro, que arraiga en la pasión inmoderada de amar y ser amada. En «Noche vacía, cuando oyes el golpear de las olas», la poeta se describe en soledad: ella ama a hombres, pero ninguno la ama a ella. La escena de la protagonista sola en casa, o en un bar, bebiendo algo, se repite en varios poemas del libro. En otros alude a un físico que considera poco afortunado, y que explica, en parte, su pertinaz fracaso sentimental. En «Oda a una fuente libanesa de olivas», uno de las composiciones más significativas de Esperando al Rey de España, escribe: «A veces me pregunto / si, de haber nacido guapa, / de haber sido una Venus en la costa de California, / habría aprendido a comer y beber tan bien. / Porque (…) / de haber tenido un rostro agraciado o un cuerpo armonioso, / seguramente no habría encontrado el mismo placer / en la comida». Esta valentía introspectiva aguza su propuesta y asombra por su desnudez. La acompaña un erotismo confeso, pero nunca explícito, condicionado por una duda permanente sobre la respuesta del otro, suscitada, a su vez, por la inseguridad sobre el atractivo o el valor de uno mismo. Así, en «El esquiador», la poeta —sola, de nuevo, en una casa oscura— recuerda al atleta al que deseó «mucho más de lo que tú me habrías deseado jamás a mí»». Diane Wakoski, pese a haber sido reconocida como una poeta feminista, no considera que lo sea. Sostiene que «feminista» es un término político, y que ella no escribe sobre los aspectos políticos de ser mujer, sino como mujer. 

Y un poema del libro:

BUSCANDO AL REY DE ESPAÑA

Suenan voces de mujer,
como etiquetas de botellas conocidas,
en el corredor.
Y yo, sola, con el kimono amarillo,
pienso en el sueño de anoche.
Sigo siendo aquella niña
que dormía desnuda en el viejo baúl con una colcha bordada
con rosas y signos del zodíaco.
Todavía pende una espada
sobre mi cabeza.
Y debajo de mí, en el arcón,
están los huesos de los muertos.
Despertarme significa enfrentarme a la vida
sin ti,
a quien con tanta imprecisión llamaba El Hombre de la
                                                                       [Hebilla de Plata
hasta le compré esa hebilla
para tener la integridad de la leyenda
en las manos.

Pero, por supuesto, no eras el Hombre de Plata ni el Rey
de España.
Solo un hombre llamado
M.,
como todos.

Las voces de mujer
podrían haberme alertado,
o incluso aquella misteriosa voz de tu padre,
si hubiera escuchado.
Pero esas voces
sonaban como
meros murmullos de pasillo,
y yo llevaba entonces también el kimono amarillo,
y escribía,
y escuchaba los sonidos de seda.

Y, estúpidamente,
no oí lo que decían,
porque estaba escuchando música o quizá
otra voz,
una que creía tuya.
El Rey de España, que a menudo pronunciaba palabras de
                                                                                                [amor.
Aquello debería haber bastado para ponerme sobre aviso:
la voz no era tuya.

Mi amante está tocado por la oscuridad.
Tú, en cambio, M.,
te plantas ahí para que todos te vean.

Ahora ya no se oyen las voces del pasillo.
Pero oigo pisadas.
¿Son las tuyas, visibles, M.,
o pertenecerán esta vez a mi amante de verdad,
el hombre al que he hablado
tantos años en la oscuridad?




domingo, 15 de mayo de 2022

En el Centro Cultural Generación del 27, de Málaga

Visito hoy Málaga, invitado por el Centro Cultural Generación del 27 a participar en el ciclo «Las Islas Invitadas», en el que dos poetas mantienen una conversación, entre sí y con el público, sobre poesía y literatura; en realidad, sobre lo que les dé la gana. El otro poeta es Jordi Virallonga, y es de celebrar que se reúna en una ciudad andaluza a dos autores catalanes que escriben en castellano (aunque Jordi lo hace también en catalán). Los autores catalanes que escriben en castellano están habitualmente excluidos de los círculos poéticos nacionales, las antologías y los premios oficiales. Son —somos— una isla en otro mar. En cualquier caso, volver a Málaga es un placer. La visité hace un lustro, de la mano de Jesús Aguado, coordinador de otro ciclo de lecturas en la Fundación Rafael Pérez Estrada; leí entonces junto a Juan José Millás. Y también hace un cuarto de siglo, en el mismo Centro Cultural Generación del 27, invitado por el anterior director del Centro, Ignacio Caparrós, desgraciadamente fallecido en 2015. Nos viene a recoger al aeropuerto Francisco Javier Torres, poeta y editor de E. D. A., una de esas pequeñas editoriales independientes que lleva funcionando, es decir, resistiendo, dieciocho años ya, y que tanto hacen por la salud del ecosistema cultural español, en la que Jordi ha publicado su último libro, Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras). Paco nos lleva a comer a un restaurante adyacente al Centro de Arte Contemporáneo, donde el yantar es soberbio, pero la dolorosa también: 60 eurazos por barba. Lo primero que hago después de instalarme en el hotel es, como siempre, callejear morosamente por la ciudad. Málaga vuelve a estar atiborrada de turistas. La pandemia no ha remitido —al contrario, crece; esta última semana todavía han muerto cincuenta personas por COVID en España—, pero ahora que estamos vacunados y nos sentimos inmunes todos preferimos creer que sí y obrar en consecuencia, es decir, como siempre: buscando el placer, la juerga, el aturdimiento. Las terrazas, pues, están llenas, los restaurantes también, y cientos de visitantes de pelo rubio y piel clara inundan las calles. Al margen de esta primaveral invasión de guiris, Málaga siempre me ha parecido una ciudad poderosa, muy urbana, valga la redundancia; nulamente provincial. Haberse convertido en un polo de atracción de los museos del mundo (Picasso, Thyssen, Pompidou; el Museo Ruso San Petersburgo ha sido temporalmente clausurado, a la espera de tiempos mejores) ha reforzado ese perfil de lugar universal, del que otras ciudades, como la mía, Barcelona, trabajan con ahínco por alejarse, como ha demostrado rechazando el establecimiento del Hermitage en el Puerto Olímpico. Las calles malagueñas siguen ofreciendo un espectáculo sin fin de minucias maravillosas. Veo, en un portal, el anuncio medio borrado de un «cirujano callista» que hace «destatuajes». Eso de un cirujano callista debe de ser como los cirujanos barberos del Siglo de Oro, pero para los pies. Y no entiendo por qué ha cerrado el negocio, como el letrero despintado parece sugerir, con la de tatuajes que podría destatuar. Hoy los tatuajes están por todas partes: y no solo ensucian los cuerpos, sino también los ojos de quienes los contemplan. Con lo bonita que es la piel humana, dejaba a su libre albedrío, limpia y natural. Más allá del curioso negocio quirúrgico, veo una de las numerosísimas cofradías de la ciudad, la de la Columna, dicho abreviadamente. Porque el nombre oficial de la entidad es Venerable y Muy Ilustre Hermandad de Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Columna y María Santísima de la O, un análisis del cual —una vez recuperados del esfuerzo respiratorio que exige decirlo— nos conduciría a perturbadoras honduras sociológicas y, sobre todo, psicológicas. El portalón de la Cofradía es impresionante. Está diseñado para que salgan por él las imágenes santas, a lomos de los esforzados costaleros, entre las ovaciones y saetas de los creyentes. Pero igual podría salir un dinosaurio o un carro de combate. Cerca de la sede del Centro Cultural, donde va a tener lugar el encuentro, admiro una plaza en la que se ha instalado un hermoso jardín vertical y un homenaje a la imprenta Sur, aquella que, de la mano de Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, fabricó, con exquisito gusto, tantos libros de los poetas de su generación, la del 27, y otros de feliz recuerdo. El texto grabado en una sobria plancha de metal, debajo del muro cubierto por la vegetación y flanqueado por sendos bustos de Prados y Altolaguirre, fue escrito por este, y dice: «Nuestra imprenta tenía forma de barco, con sus barandas, salvavidas, faroles, vigas de azul y blanco, cartas marinas, cajas de galletas y vinos para los naufragios. Era una imprenta llena de aprendices, uno manco, aprendices como grumetes, que llenaban de alegría el pequeño taller, que tenía flores, cuadros de Picasso, música de don Manuel de Falla, libros de Juan Ramón Jiménez en los estantes...». Con la belleza de rincones como este, y tantos otros de la urbe, se entreveran lugares moderadamente sórdidos, como un pasaje, cercano también al Centro, cerrado por una verja oxidada —que ahora está abierta—, tras la cual una gitana habla a gritos por el móvil, con un par de churumbeles rondándola, entre flores y bolsas de basura. No dejo de visitar el único Re-Read de la ciudad. En los establecimientos de la franquicia suelen recalar ejemplares de colecciones locales y provinciales que es imposible conseguir fuera de la ciudad o del ámbito en el que han visto la luz. Por eso vale mucho la pena husmear en ellos. Aquí me hago con tres títulos de la colección «Poesía Circulante», que dirigió e imprimió muchos años Rafael Inglada, exquisito editor, el más divertido de los cuales es, sin duda, el de Jesús Aguado, que vivió también mucho tiempo en Málaga: Veintidós más veintidós más dos haikus (o eso creo) con muchos bichitos y varios mensajes ocultos, publicado en 2004 (aunque no entiendo por qué no se acentúan los dos veintidoses que aparecen en él). Mientras revuelvo en los estantes, entra un cubano y envuelve a la librera en un discurso sabrosón sobre cierto proyecto literario, imprescindible, según él, para el que necesita saber a qué buenas editoriales puede dirigirse para publicarlo. Y por eso le pregunta a la librera, que, según él, tiene conocimiento de la materia (y que le responde con otro discurso sabrosón, pero este malagueño, hecho de acordes dulces y delicados seseos, fruto de una amabilidad ubicua). Pago y me voy justo cuando el cubano le pasa una tarjeta con sus datos para que pueda proporcionarle la información necesaria. Al acto para el que hemos sido invitados acude poca gente. José Antonio Mesa Toré, el director del Centro Cultural, nos ha contado que la Diputación Provincial de Málaga, de la que depende, ha sufrido un grave problema informático, que les ha afectado mucho, hasta el punto de no poder publicitar el acto como siempre habían hecho. Esta falta de difusión se traduce en una alarmante falta de público. No obstante, Jordi y yo, que hemos toreado en todo tipo de plazas, salimos airosos del trance, me parece. De hecho, la conversación se prolonga casi hora y media, y solo acaba porque Mesa Toré anuncia que, si eso, ellos se van a cenar y luego ya volverán. Los dos somos parlanchines, y las tribunas nos excitan hasta el punto de hacernos inacallables. En una de sus últimas intervenciones, Jordi expone lo que para mí constituye uno de los tópicos habituales sobre la literatura española: que no hay erotismo en ella hasta el siglo XX. Como estamos al final de la charla, apenas hay tiempo para refutar esa falsa carencia, pero la anoto mentalmente para discutirla por escrito en el futuro. A la mañana siguiente, Jordi y yo decidimos visitar el Museo Picasso, en el que, además de la obra estable del pintor malagueño, hay dos exposiciones temporales: una, Face to Face, sobre la presencia de la pintura de los maestros antiguos en la de Picasso, y otra de la portuguesa Paula Rego, que también nos gustaría ver. La visita se ve permanentemente entorpecida por varios grupos muy populosos de escolares, que, capitaneados por explicativos profesores, dificultan, y hasta imposibilitan, disfrutar de los cuadros (y del silencio). En un caso, estando yo contemplando Sueño y mentira de Franco, acompañado de varios poemas del propio Picasso (que era un excelente poeta), el grupo de colegiales me envuelve y se me traga como una ameba. Ya no puedo ver nada: he sido engullido por la masa de chavales y la recia pero coleguil voz del maestro. En la exposición, una Pequeña figura, de fecha tan temprana como 1907, recuerda ya al arte africano en el que Picasso cifró la esencia del arte, al menos del que le gustaría practicar a él. Un tapiz de 1958 reproduce Les demoiselles d'Avignon, que, en realidad, es el retrato de un grupo de prostitutas de la calle Avinyó de Barcelona. En Las tres Gracias, gris y plata, como un traje de torero, se funden lo helénico y lo cubista, el clasicismo y la modernidad, que Picasso supo hermanar celularmente, sin chirridos ni contradicciones. En otro ejemplo de este mestizaje atemporal, un dibujo preparatorio de Lisístrata, de 1933, me recuerda el perfil asimismo cubista de Rossy de Palma (que, inverosímilmente, también escribe poesía); y un Retrato de Paulo, hijo del artista, de 1922, tiene aires de Botero. Los genios siempre encuentran predecesores y continuadores. O más bien los encuentra quien los contempla: su obra se enraíza, como si tendiera tentáculos, en el arte universal. Piezas de un sosiego esencial, como La siesta, de 1932, azul y verde, conviven con otras eróticos o violentas, o ambas cosas, como muchas con los acostumbrados minotauros. Ante una de ellas, titulada La violación, de 1932, que describe eso, la violación de una mujer por parte de un minotauro (que es lo que hacían los minotauros en la mitología griega), nos preguntamos si algún puritano (o puritana), escandalizado por que un acto tan reprobable sea expuesto en un lugar público, no le podría buscar las vueltas al museo y exigir la retirada de la pieza, además de lapidar al pintor, una tradición reciente, por machista, rijoso y maltratador. Una de sus mujeres, supuestamente maltratadas, Dora Maar, aparece retratada en varios cuadros, entre muchos otros bustos de hombres y mujeres anónimos, perfectamente surrealistas, como sus títulos: por ejemplo, Hombre con sombrero de paja y cucurucho de helado, de 1938. El erotismo de Picasso, permanente y revitalizador, prosigue en otras obras y series, como en Paisajes carnales y la magnífica Susana y los ancianos, de 1955, donde Picasso revela lo que ha sucedido siempre y sigue sucediendo, aunque más agriamente, hoy: la mujer se exhibe y los viejos miran. Y digo agriamente porque a esa exhibición no puede seguir una respuesta masculina: la menor reacción al aireamiento del capital erótico hecho por la hembra provoca el descrédito y el castigo del varón. Y mientras pienso todo esto, pasa un crío que aúlla en un carrito empujado por su madre. Para asordinarlo, la mujer cierra la cremallera del toldo que cubre a la criatura, pero los alaridos infantiles siguen haciendo temblar a todo el museo. La exposición Face to Face, que visitamos a continuación, apenas aporta nada a la comprensión de la pintura de Picasso, porque ni Jordi ni yo somos capaces de ver la relación entre las obras acopiadas, más allá de algún tenue, genérico y casi inevitable punto en común. Por ejemplo, en una pared están emparejados un cuadro de Zurbarán en el que un monje contempla un pajarillo, de 1645, y otro de Picasso titulado Hombre desnudo contemplando a su compañera desnuda, de 1922, a los que nada relaciona salvo el hecho de contemplar. Nos parece poco nexo para deducir una influencia. En cambio, la exposición de Paula Rego nos fascina a los dos. Su obra describe un gran arco evolutivo, desde algo parecido al vanguardismo del principio hasta el matizado figurativismo posterior, pasado por etapas cercanas al prerrafaelismo. Sin embargo, sus cuadros, sea cual sea su estilo, son siempre concurridos, atmosféricos, minuciosos, ambiguos, pánicos. Un sobrecogedor Salazar vomitando la patria, de 1960, revela su constante preocupación social, y viaja en el tiempo hasta hoy mismo, con los patrióticos vómitos de VOX y tantas fuerzas neofascistas en el mundo. Rego gusta de pintar series: una, que podría llamarse del mono rojo, hace que un simio protagonice varios inquietantes óleos: Mono rojo ofrece a Oso una paloma envenenada; Su mujer le corta la cola a Mono rojo; y Mono rojo pega a su mujer. La violencia, en el contenido y en la forma que adopta, subyace en casi toda su producción, donde abundan los monstruos y los diablos. En otra, de rimas infantiles inglesas, aparecen arañas, murciélagos y machos cabríos: la fealdad y el mal se han adueñado de la inocencia. En una tercera, las figuras representadas son mujeres, tumbadas, agachadas o acostadas, que han abortado clandestinamente y que arrastran en silencio y soledad su dolor. Rego las pintó con ocasión del referéndum sobre el aborto en Portugal, en 2007. En Ángel, en fin, vemos una figura de mujer, vestida como en el siglo XIX, sombría, con una espada corta en una mano y lo que podría ser una esponja o dos testículos en la otra. Jordi comprueba en la audioguía que es una esponja, lo cual me tranquiliza. Los dos nos relajamos al salir por el hermoso atrio, rodeado de columnas, del edificio del museo. Él se va a almorzar con unos amigos. Yo tardo en encontrar un restaurante donde comer, pese a los muchos que hay en la ciudad, porque casi todos son demasiado caros, o agobiantemente pijos, o innecesariamente internacionales. Por fin encuentro una casa de comidas decente, frente a una iglesia, donde me asesto una porra —que no es un churro grande, como en Madrid, sino un salmorejo de Antequera— y unas albóndigas con tomate. De camino al aeropuerto, en taxi, diviso la inacabada catedral de la ciudad. Si está inacabada, nos ha contado Mesa Toré, es porque el dinero destinado a rematarla se dedicó a apoyar a los rebeldes norteamericanos en su guerra de independencia contra los ingleses, cuyos descendientes pululan hoy, sonrientes y rojos como langostinos, alrededor del templo trunco.

miércoles, 11 de mayo de 2022

César Vallejo: triste y dulce

La celebración del centenario de dos de los títulos más importantes de la literatura universal, Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot, ambos publicados en el annus mirabilisis de 1922, ha opacado un tanto la de otros libros asimismo fundamentales, aparecidos también ese año: el mayor de todos, Trilce, de César Vallejo, del que no ha habido, me parece, demasiados recordatorios, al menos en España. Y eso sorprende, incluso aunque estemos acostumbrados a la tradicional incuria hispana, porque fue en España donde se dio a conocer realmente el libro de Vallejo: se publicó en Madrid, en 1930, con prólogo de José Bergamín y un poema-salutación de Gerardo Diego. Hasta entonces, Trilce solo había generado un estruendoso silencio —odumodneurtse, como dice Vallejo en el poema XIII—, pespunteado por una crítica privada en la que prevalecían la incomprensión y el vituperio. A esta desfavorable acogida no contribuyó que el poemario se publicara en los talleres de la penitenciaría de Lima, un lugar poco sofisticado, pero al que el poeta tenía fácil acceso, dado que ya había disfrutado de la hospitalidad de las cárceles peruanas: entre 1920 y 1921, había pasado casi cuatro meses en la de Trujillo, acusado injustamente de agitador e incendiario. No cabe pensar que el Estado peruano, resuelto a favorecer la integración social de los penados, asumiera la publicación de la poesía que escribiesen y contribuyera así al engrandecimiento de la lírica patria. No: Vallejo tuvo que pagarse la edición, y lo hizo con los 150 soles que había ganado con un cuento en un premio literario de la capital (los 200 ejemplares de la exigua tirada de Trilce se vendían a tres soles cada uno: Vallejo, siempre bordeando la miseria, no renunciaba a ganar dinero con el libro), con lo que se sumó a la lista de grandes autores que se han autopublicado sus primeras obras, como Lorca, Rimbaud, Whitman o Proust, un hecho excepcional que ha dado a legiones de escribidores la excusa perfecta para justificar la autopublicación, aborrecible e inútil, y autopublicarse ellos también. 

Trilce es el segundo libro de Vallejo. Antes había publicado Los heraldos negros, una coda del modernismo que había sacudido las mohosas aguas de la poesía en español a ambos lados del Atlántico y sentado las bases para el establecimiento de las vanguardias, a las que Vallejo no solo se acogió, sino que, con Trilce, superó. En el poemario laten una realidad, el dolor, y una aspiración, la libertad. El primero no resulta extraño: preceden a la publicación del poemario varios hechos luctuosos en la vida de Vallejo: la muerte de su madre, en 1918; varios fracasos amorosos, el último de los cuales, con una muchacha de quince años, Otilia Villanueva, cuñada de otro de los profesores del colegio donde había empezado a dar clases en Lima, le acarrea perder el trabajo, en 1919; el fallecimiento de su amigo, el escritor Abraham Valdelomar, también en 1919; y su estancia en la cárcel de Trujillo, cortesía de un juez venal que urdió el proceso para hundir a los jóvenes socialistas y anarquistas, como Vallejo, que denunciaban las condiciones de semiesclavitud que imponían las compañías agrícolas y mineras a los trabajadores en Santiago de Chuco, su ciudad natal. La aspiración de Trilce, la libertad, se plasma en la incontenible ruptura de todas las convenciones líricas y gramaticales —léxicas, morfosintácticas y ortográficas; incluso la acentuación se trastoca, zarandeada por el torbellino de la dicción— que hasta aquel momento habían encauzado la creación poética. Vallejo se asoma a los abismos de la vida y de la conciencia con un lenguaje descreído y descreado. La forma de ver —y de hacer ver— otras cosas —o las mismas, las que nos afectan a todos, pero con incisiva desnudez, con agudeza ensangrentada— consiste en quebrar el órgano de la visión: solo un lenguaje fracturado, y por lo tanto doliente, será capaz de comunicar —o de alumbrar— un ser desfigurado y roto. Vallejo es el poeta del dolor: el Celan de la poesía en español. Aunque sería más justo decir que Celan es el Vallejo de la poesía en alemán: Trilce es veintiséis años anterior a la primera obra del rumano. Pero en Trilce no hay solo desesperación y muerte. También se canta al amor y a la esperanza, aunque siempre con la amargura del desvalido: de quien ya ha experimentado la frustración infinita de ser y no sabe —o no puede— eludir la desgracia: «Pienso en tu sexo», escribe Vallejo en el poema XIII, «simplificado el corazón, pienso en tu sexo / ante el hijar [sic] maduro del día. / Palpo el botón de dicha, está en sazón. / (…) Pienso en tu sexo, surco más prolífico / y armonioso que el vientre de la  Sombra». (En otro poema, el XX, rescata, aliterativo y alterativo, la urgencia del deseo: «Bulla de botones de bragueta…»). El recuerdo dichoso de la familia y la casa de la niñez atempera la infelicidad que lo carcome y le ofrece un refugio para el sufrimiento: «Esta casa me da entero bien, entero / lugar para este no saber dónde estar». Qué diferente resulta ese «Esta casa me da entero bien…» de lo que escribiría cualquier escritor mediocre, es decir, cualquier escritor incapaz de expandir el lenguaje más allá de sus estrictos cauces, de sus mecanismos consolidados, y de utilizarlo para trastornar la mirada y volverla reveladora. 

Trilce se rebela, con esa rebelión triste y humilde que es la poesía, contra el tedio, la pobreza, la soledad, el desamor y la muerte, los males que a todos acucian, pero que pocos reconocen, porque reconocerlos supone admitir la fragilidad y el desconcierto —que, no obstante, nos son consustanciales—. Y lucha contra ellos diciéndolos. A Vallejo le «extraña cada firmeza», como escribe en el poema XXIX, porque la incertidumbre constituye la espina dorsal de nuestro ser. El poeta nunca dejó de caminar por la senda del dolor: emigró a Europa —jamás volvería a su país—, pasó estrecheces sin cuento, enfermó, fue expulsado de Francia por comunista, abrazó la causa de la República y sufrió trágicamente su derrota, y murió en París a los 46 años, de paludismo, un día de lluvia, como había predicho en su poema «Piedra negra sobre una piedra blanca», de Poemas humanos: «Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño». No era otoño ni jueves, pero da igual: el poema acierta en todo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 8 de abril de 2022]

viernes, 6 de mayo de 2022

Cosas tristes

Perchas vacías en un armario. Llegar a un aeropuerto y que no haya nadie esperándote. Un guante solo. Un pájaro con un ala rota. Un perro mojado por la lluvia. Mandar un mensaje de amor y que no te contesten. «Lacrimosa», del Requiem de Mozart. Dormir solo. Una ciudad bombardeada. Un libro mordido y desencuadernado. Una carta en la que alguien, a quien ya no recuerdas, te dice que te quiere. La carretera, de Cormac McCarthy. Una patera llena de gente. Una patera volcada en la playa. Alguien que llora en silencio. Una anciana que apenas puede moverse y, con esfuerzo, te sonríe. Un cajón con cosas de alguien que ya no está. Una pluma estilográfica sin tinta. La escena de La lista de Schindler en la que los judíos le regalan a Oskar un anillo de oro, hecho con el metal de los dientes que algunos de ellos se han arrancado. Que alguien te pida algo con la mirada turbia, extraviada, y siga mirándote mientras tú te alejas. Una planta mustia. Una pelota deshinchada. El cadáver de alguien a quien has querido. Un paisaje quemado. Una agenda antigua, llena de números de teléfono. Pensar en quien no piensa en ti. Una amistad rota. Un helado que se deshace. Una familia que huye por una carretera con unos pocos enseres a cuestas. Un niño calvo. Un pájaro caído del nido. Un velatorio sin nadie. Una llave que ya no sabes qué puerta abre. Los puentes de Madison. Que la persona de la que podrías enamorarte te diga que quiere una relación abierta. La sirena de una ambulancia. Que nadie se levante para cederle el asiento a un anciano. Reír a destiempo. Un tren que pasa y no para. Una lámpara de mucho brazos en la que solo funciona una bombilla. Que tu madre no recuerde tu nombre. Que no asista nadie a la presentación de un libro. Las campanadas a muerto. Una cola en un banco de alimentos. No poder honrar un cuerpo hermoso. Que alguien te diga adiós desde una estación de tren. Que VOX crezca en España. Que el neofascismo crezca en el mundo. No poder acabar una frase. Una mancha de sangre en el suelo. Que no te acepten un regalo, o que te lo devuelvan. Un imán que predica el horror. Una tarde de domingo en casa sin nada que hacer. The Boxer, de Simon & Garfunkel. La poesía de César Vallejo. La imagen de miles de hectáreas devastadas en la Amazonia. Morir de hambre o de ébola o de tifus en África. Un atardecer lluvioso en un pueblo olvidado. Que nadie se acuerde de tu cumpleaños. Enfermar. El olor a cárcel y orfanato. El gemido de alguien que sufre. Las fotos de los lugares que han desaparecido en las ciudades. Un lápiz sin punta. Una ofensa gratuita.

domingo, 1 de mayo de 2022

Mi Leópolis

Leópolis tenía un «Castillo Alto», como todos los castillos, pero ya no lo tiene. Los leopolitanos, no obstante, siguen llamando «la colina del Castillo» al promotorio donde se levantaba. Tampoco tiene una leyenda asociada a su nacimiento: la fundó, a principios del siglo XIII, un rey ruteno, Danilo, que le puso el nombre de su hijo León, sin más mitologías. Sí tiene un río, aunque no se ve: es el Peltev, y es subterráneo. Fluye por debajo del edificio de la Ópera, y es el responsable de que el arquitecto que lo construyó, y a quien se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, Zygmunt Gorgolewski, se suicidara cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Peltev. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Leópolis tiene muchas cosas que ya no están, o que no se ven. Ha sido siempre ciudad de frontera —entre Occidente y Oriente, entre Europa y Asia— y ya se sabe que por las ciudades de frontera no solo pasan los viajeros, sino también las guerras. Por Leópolis han pasado muchas, con su negro legado de destrucción, y una más, desatada por un tirano llamado Vladímir Putin, llama hoy, cuando ya las creíamos olvidadas, a sus puertas. 

Pero en Leópolis también subsisten (todavía) muchas cosas: iglesias fastuosas de múltiples confesiones —la de la Dormición de la Santa Virgen, la de la Asunción de la Virgen, la de la Transfiguración, la de San Andrés, la sinagoga—, edificios irreprochablemente austrohúngaros —Leópolis fascinaría a Luis García Berlanga—, parques extensísimos, avenidas de geometría vienesa, destartalados enjambres soviéticos de pisos y oficinas, estatuas de poetas (muchas), un museo del boxeo, el hotel George —donde se han alojado desde Tolstói o el sha de Persia hasta la nomenclatura soviética, pasando por los nazis que ocuparon la ciudad, y que utilizaron sus aristocráticas habitaciones, ¡ay!, como calabozos y salas de tortura— y el cementerio Lychakiv —que alberga 2000 panteones y más de 500 esculturas fúnebres: un verdadero museo de la muerte—. Todos estos lugares asoman en uno de los libros de memorias —o ensayo autobiográfico, como también ha sido llamado— más deliciosos que podemos leer: Mi Leópolis, del polaco Józef Wittlin, publicado en 1946. (Leópolis es una de las ciudades con mayor flexibilidad nominal que conozco: Lvov, Lwów, Lviv, Lemberg, nombres acordes con sus diferentes pertenencias: rutena, polaca, austríaca, soviética y ucraniana; y, en buen castellano, Leópolis).

Wittlin no había nacido en la ciudad, sino en Dmytrów, aunque pasó en ella dieciocho años: los escolares —entre 1906 y el estallido de la Primera Guerra Mundial— y luego como maestro de escuela. A lo largo de su vida no dejó de volver a ella y sentirla como propia: como el lugar del que formaba parte. Max Aub tenía razón cuando decía que uno es de donde ha hecho el bachillerato. La juventud de Wittlin en Leópolis la convirtió para siempre en su patria. Por eso Mi Leópolis no es solo un recorrido por los lugares evocados, un álbum de postales, una guía arquitectónica y urbanística. Lo es, y de gran viveza descriptiva, pero va mucho más allá: es, sobre todo, un libro sobre personas. Sobre las que conoció en sus muchos años en la ciudad, que han ido madurando —fermentando, quizá— en su memoria, y de los que traza un retrato lúcido, irónico y misericordioso. Wittlin nos previene de que en Leópolis tenían «una friolera de condes, un sinfín de héroes y más de una decena de poetas». A estos, no obstante, es a los que recuerda con más cariño, por su cercanía existencial, supongo: el anciano Wladyslaw Beklza; el ciego Stanislaw Baracz («colaborador de Chimera», un insólito antecedente de nuestra actual revista literaria); el «eterno adolescente» Stanislaw Maykowski; el «gran lírico» Józef Jedlicz, que tradujo a Aristófanes; Henry Zbierzchowski (del que Wittlin publicó una necrológica en un periódico local cuando aún no había muerto; no sabemos si Zbierzchowski contestó lo mismo que Faulker cuando también de él se publicó que había fallecido: «Es una noticia exagerada», pero sí que respondió con un poema satírico contra su necrólogo); el «florentino» Leopold Staff; y «el divo de su adolescencia», Jan Kasprowicz. Todos ellos —que para la mayoría de nosotros no son sino una sucesión de nombres apenas pronunciables— forman un conglomerado de sombras —«oigo las voces de un millar de sombras», dice Wittlin al principio de su relato— que desfilan por su mente, y que él recrea, actualizando el tópico medieval del ubi sunt. Pero en esas tumbas  inmateriales también descansan muchos otros personajes de Leópolis, caracterizados siempre por el humor delicado de Józef Wittlin, como el comisario superior Trauer, «experto en dispersar manifestaciones preelectorales»; el inspector Ginzberg, que prefería «cachear al servicio doméstico femenino»; o el concejal y químico Walery Wlodzimirski, «flanqueado de grandes y negras patillas imperiales», que, en un laboratorio inverosímil, frente al Pabellón del Champán —al que suponemos que acudía para sus refrigerios entre experimento y experimento—, «despertaba las ponzoñas adormecidas en los frascos» y fascinaba al joven Wittlin, que lo veía todo, por las ventanas bajas, camino del colegio. Entre muchos otros, claro: consejeros superiores eméritos del gobierno imperial y real, consejeros de la voivodía, oficinistas municipales, limpiachimeneas, abogados, carteros, zapateros, tenderos, taberneros y taberneras, confidentes de la policía y mendigos. Y, aunque no llegó a conocerlo, Wittlin no se olvida de mencionar, entre los ciudadanos ilustres de Leópolis, a Leopold von Sacher-Masoch, que dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como La Venus de las pieles (pero no a la tarta sacher, cuya feliz invención se debe al hotelero Franz Sacher, en 1832, o, según otros, a su hijo Eduardo). Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento muy adecuado para alguien a quien normalmente se presenta como un depravado, y que no hizo más que explorar, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.

Cuando Wittlin conoció a todos estos seres, Leópolis se encontraba bajo el dominio austríaco. Oficialmente, era nada menos que la capital del Reino de Galitzia y Lodomeria, con el Gran Ducado de Cracovia y los Ducados de Zator y Oswiecim (Oswiecim, por cierto, es Auschwitz). En Mi Leópolis, la ciudad es, como tantas otras del centro de Europa, un engranaje más del imperio austrohúngaro, de aquella comunidad burocrática y decadente, pero que alumbró a algunos de los artistas y pensadores más brillantes de la contemporaneidad, desde Wittgenstein hasta Strindberg. Los ambientes que describe Wittlin son siempre penumbrosos, contradictorios. Con la marcialidad de los funcionarios uniformados convive la picaresca de los menesterosos; con los relumbres de la ópera, los salones y los teatros, las oscuridades de la pobreza, el despotismo y la crueldad; con las calles polvorientas y a menudo arduas, el sosiego de los cafés, donde los hombres leían el periódico, bebían, charlaban y hasta vivían. Uno lee a Wittlin y piensa en Karl Krauss, en El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hašek, y también un poco en Kafka. Pero en Mi Leópolis prevalece la antisolemnidad, una ligereza en la descripción de los lugares y los seres (y del propio yo que escribe, que padeció la guerra, la enfermedad y el exilio) que, lejos de volverlos irrelevantes, los dota de una gravedad sutil. Todos acuden a estas páginas conmovedoras con una sustanciosa levedad, como espectros felices, arraigados en la mirada de Wittling, que obra como un suelo fértil, como un bullente camposanto. El lirismo y el humor del autor de La sal de la tierra —otra epopeya sobre un soldado paciente, como Schewik—, siempre cosquilleando las palabras, compensa el cansancio y el desengaño inevitable en quien, como él, ha sobrevivido al nazismo y constatado los estragos, en el planeta y en el espíritu humano, de dos guerras mundiales. Wittlin conjura el peligro de la idealización, una tentación siempre presente en las obras memorialísticas, con un acusado sentido de la realidad, que actúa a modo de lastre, pero lastre compasivo. Esta coexistencia nos permite ver una Leópolis híbrida, brillante, decadente, acogedora, fronteriza, romántica, pueblerina, culta, exótica, europea y, sobre todo, radicalmente humana. Józef Wittlin obra el prodigio, en apenas setenta páginas, de que su Leópolis sea nuestra Leópolis, de que la ciudad humilde y magnífica que conoció de niño y adolescente, y que siempre permaneció en su corazón, se acurruque ahora también en el nuestro.

[Prólogo de Józef Wittlin, Mi Leópolis, traducción de Elzbieta Bortkiewicz, Sevilla, Hojas de Hierba, 2022, 140 pág.]