sábado, 28 de septiembre de 2019

Calles do casi viaja el que transita

Londres pesa mucho. Y aún más que físicamente —con sus 1.600 km2 y sus casi 10 millones de habitantes—, pesa emocionalmente: en los recuerdos, en los sentimientos, en la sensibilidad. Como todas las grandes metrópolis, puede ser indiferente, cuando no hostil: las muchedumbres abruman; su propia extensión la vuelve inhóspita; el ruido, en muchos barrios, es insufrible; y los precios, en casi todos, resultan disparatados. El carácter del londinense se ha forjado con el fuego de las multitudes y el caos, y la frialdad resultante se asienta en un temperamento reservado per se, el temperamento inglés. Tratar con muchos de cuantos viven en la ciudad es tratar con piedra. Pero Londres es también un lugar inagotable y riquísimo, y no me refiero solo a sus espectaculares riquezas, pasadas y presentes, sino, sobre todo, a los estímulos que procura: sociales, culturales, vitales; es un manantío de cosmopolitismo, donde todo, literalmente todo, está representado y todo es accesible (si se tienen buenas libras para pagarlo, claro); es un lugar donde la historia te asalta a cada paso: ha sido, y en buena medida sigue siendo, capital del mundo, y eso se nota en cada calle, en cada plazuela, en cada rincón, por anodino que parezca; y es un lugar de libertad, donde, a pesar del bréxit, cualquiera cabe, haga lo que haga y sea lo que sea. Yo viví en Londres dos años y medio: no sé si fue feliz —no lo sé de ningún sitio en el que haya estado, ni de ninguna época por la que haya pasado; en realidad, no sé en qué consiste la felicidad—, pero sí que me sentí vivo, desafiado, renacido. Y eso basta, aunque se fracase. También sé que yo, que cada vez me siento menos de ningún sitio, me siento londinense. Un poco, al menos. O un mucho. Y, desde que dejé Londres, he querido mantener algún vínculo íntimo, pero también exterior, objetivo, con una ciudad que ha marcado un punto de inflexión en mi vida. A eso responde el libro que acabo de publicar, Streets Where to Walk Is to Embark, una antología de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por poetas españoles de los dos últimos siglos, desde Francisco Martínez de la Rosa hasta María Salvador. El título es la traducción del verso de José Alcalá Galiano que da título a esta entrada: «Calles do casi viaja el que transita», una traducción que se debe al poeta, hispanista y buen amigo Terence Dooley, responsable asimismo de la versión al inglés de mi antología Selected Poems, publicada en el mismo sello en el que ahora ve la luz Streets Where to Walk Is to Embark, Shearsman, la única, que yo sepa, que dedica atención, y mucha, a la poesía escrita en español, tanto en España como en Hispanoamérica. El límite temporal de la antología no es arbitrario, sino el único posible, según mis investigaciones: no conozco obra poética sobre la ciudad anterior a 1800. Hay, sin duda, muchos más poemas que los aquí se recogen escritos por poetas que se encontraban en Londres a la hora de componerlos. Pero yo solo he querido juntar textos que hablasen de la ciudad, aunque hablen también de muchas otras cosas. Todos los seleccionados presentan, pues, algún vínculo explícito con la urbe. En algunos casos, Londres es la protagonista de los poemas; en otros, el escenario o marco en el que se desarrollan; en otros más, en fin, se trata de un espacio exterior que el poeta absorbe e interioriza, pero que sigue reconociéndose como un lugar concreto. No he atendido, en cambio, a estilos ni formas. En Streets Where to Walk Is to Embark caben todos los modos de decir, hijos de todas las tradiciones, expresión de todas las voces y de todas las sensibilidades, siempre que cumplan un requisito inexcusable de calidad. La antología es, de hecho, además de un recorrido histórico desprejuiciado, una muestra sustancial de la diversidad estilística que caracteriza a la actual poesía española y que, en buena medida, la ha caracterizado históricamente. Los poemas han de haber sido publicados, los autores son solo españoles, y el idioma, solo el castellano. Hay más autores españoles con poemas sobre Londres, pero los han escrito en otras lenguas peninsulares: conozco bastantes, por ejemplo, en catalán, y es más que probable que los haya también en gallego y vasco. Muchos son, asimismo, los poetas hispanoamericanos que han escrito sobre Londres, en varias lenguas, desde el peruano Antonio Cisneros al brasileño Vinicius de Moraes. También lo han hecho muchos autores portugueses, por sus inveterados vínculos históricos con Inglaterra, como Alberto Lacerda, Mário Cesariny o Manuel A. Domingos, y franceses, empezando por Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, que llevaron su tormentoso idilio, con pistoletazo incluido, a la capital británica. En realidad, Londres ha sido centro de atención de la literatura mundial, en multitud de idiomas, y esta antología no pretendía —ni podía— ser tan ambiciosa como para abarcarlos o reseñarlos a todos. Me he ceñido, pues, a mi lengua materna, que es también mi lengua de creación, en la que la muestra es, me parece, representativa y generosa. No me satisface, en otro orden de cosas, que en Streets Where to Walk Is to Embark haya muchos más hombres que mujeres: me gustaría que la representación femenina fuera mucho mayor de lo que es. Pero, a pesar de mis esforzadas pesquisas, no he encontrado más poemas escritos por mujeres que pudieran ser incluidos en la selección. Y espero que se me perdone la vanidad de haber incluido un poema mío en el conjunto. He creído que, por ser esta una antología temática, no resultaba inaceptable que lo hiciera, y quiero pensar que su inclusión no desvirtúa la exigencia de calidad que me ha guiado a la hora de seleccionarlos. La presencia de ese poema es también un homenaje personal a la ciudad en la que pasé dos años y medio de mi vida, zarandeado por la incertidumbre, pero también vivificado por la esperanza. Hoy la echo de menos más que nunca.

Esta es la relación de autores que figuran en la antología: Francisco Martínez de la Rosa, Domingo María Ruiz de la Vega, José de Espronceda, José Alcalá Galiano, Miguel de Unamuno, José Antonio Balbontín, Luis Cernuda, Luis Gabriel Portillo, Basilio Fernández, Pedro de Basterra (José García Pradas), José María Aguirre Ruiz, Manuel Padorno, Rafael Guillén, Carlos Sahagún, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Juan Luis Panero, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Leopoldo María Panero, Rafael Argullol, Efi Cubero, Joaquín Sabina, Luis Suñén, Ángeles Mora, Javier Viriato, Javier Pérez Walias, Carlos Marzal, Eduardo Moga, Manuel Vilas, Juan Carlos Marset, Antonio Rivero Taravillo, Balbina Prior, Javier Sánchez Menéndez, Melchor López, Antonio Orihuela, Juan Luis Calbarro, Juan Carlos Elijas, Susana Medina, David Torres, Jordi Doce, Anxo Carracedo, Francisco León, Julio Mas Alcaraz, Mercedes Cebrián, Óscar Curieses, Teresa Guzmán, Ernesto García López, Antonio Reseco, José Luis Rey, Ignacio Cartagena, José Manuel Díez, José Daniel García, Mario Martín Gijón, Jèssica Pujol y María Salvador.

Y este, el poema de Luis Cernuda, «Impresión de destierro», perteneciente a Las nubes e incluido en el libro:


Fue la pasada primavera,

Hace ahora casi un año,
En un salón del viejo Temple, en Londres,
Con viejos muebles. Las ventanas daban,
Tras edificios viejos, a lo lejos,
Entre la hierba el gris relámpago del río.
Todo era gris y estaba fatigado
Igual que el iris de una perla enferma.

Eran señores viejos, viejas damas,
En los sombreros plumas polvorientas;
Un susurro de voces allá por los rincones,
Junto a mesas con tulipanes amarillos,
Retratos de familia y teteras vacías.
La sombra que caía
Con un olor a gato,
Despertaba ruidos en cocinas.

Un hombre silencioso estaba
Cerca de mí. Veía
La sombra de su largo perfil algunas veces
Asomarse abstraído al borde de la taza,
Con la misma fatiga
Del muerto que volviera
Desde la tumba a una fiesta mundana.

En los labios de alguno,
Allá por los rincones
Donde los viejos juntos susurraban,
Densa como una lágrima cayendo,
Brotó de pronto una palabra: España.
Un cansancio sin nombre
Rodaba en mi cabeza.
Encendieron las luces. Nos marchamos.

Tras largas escaleras casi a oscuras
Me hallé luego en la calle,
Y a mi lado, al volverme,
Vi otra vez a aquel hombre silencioso,
Que habló indistinto algo
Con acento extranjero,
Un acento de niño en voz envejecida.

Andando me seguía
Como si fuera solo bajo un peso invisible,
Arrastrando la losa de su tumba;
Mas luego se detuvo.
«¿España?», dijo. «Un nombre.
España ha muerto». Había
Una súbita esquina en la calleja.
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.


lunes, 23 de septiembre de 2019

Noticias literarias

Mario Martín Gijón ha dedicado su columna de hoy en El Periódico de Extremadura a la reseña de dos de mis últimos libros: el ensayo El sonido absoluto. Un análisis de Cortejo y Epinicio, de David Rosenmann-Taub, publicado por RIL, y el poemario Mi padre, que ha visto la luz en Trea, ambos aparecidos hace unos meses. Celebro especialmente que le haya prestado atención al primero, a lo que sin duda ha contribuido su propia condición profesional: Mario es un destacado filólogo e investigador de la Universidad de Extremadura y uno de los mejores ensayistas literarios del país. Los libros de crítica literaria no suelen ser objeto de crítica literaria en España, con muy raras excepciones, como esta. Y eso me tiene intrigado y decepcionado, porque la crítica literaria puede —debe— constituir una pieza de creación tan sugerente y placentera para el lector como cualquier novela o poemario. Las reseñas de Jorge Luis Borges, como he señalado muchas veces, aunque no haga ninguna falta, son auténticas obras de arte; Octavio Paz y Pere Gimferrer revelan, en sus prólogos y ensayos, una lucidez alarmante, casi insoportable; Julio Torri escribió un delicioso manual de literatura española; y recuerdo, en fin, un libro de Bitzoc, Críticas ejemplares, que reúne un puñado de ellas, firmadas por los mejores escritores —Juan Benet, Marcel Proust, George Steiner, Lytton Strachey, entre otros—, y que me deparó, hace años ya, una de las más agradables lecturas que haya tenido nunca. Estos trabajos —y no los horrísonos papeles de los funcionarios de la academia, escritos con una inconfundible jerga burocrático-jeroglífica— son los que han iluminado la composición de El sonido absoluto, aunque mis fuerzas se hayan quedado, fatal e inevitablemente, muy lejos de mis aspiraciones (y de las obras que lo inspiran). El espíritu de esos trabajos excelentes es también el que impulsa a Mario Martín Gijón, cuya labor crítica (y poética) derrocha hondura y precisión.

Otro autor que se caracteriza, desde hace muchos años, por un trabajo crítico exhaustivo e iluminador es Vicente Luis Mora, asimismo poeta y novelista. Por correo electrónico me ha enviado hoy el enlace de su más reciente artículo, El conflicto producido por la llegada de la poesía pop tardoadolescente, publicado en su blog Diario de lecturas, en el que hace un atinado análisis de las reacciones suscitadas por la aparición de la poesía youtuber o instagramer (o como se llame: los fenómenos nuevos tardan, a veces, en tener un nombre en el que todos convengan) en España, y, al hilo de ese análisis, formula un juicio personal sobre esta lírica, si es que puede llamársele así, pueril y analfabeta. Yo he hablado también del fenómeno en una entrada de esta bitácora, Interpoetas o poetanautas, de 11 de junio de 2018, y de ella ha extraído Vicente algunas citas para su trabajo: en una critico, precisamente, la falta de oficio de estos sedicentes poetas. Aunque toda labor de investigación es encomiable, y más aún una como, en este caso, la de Vicente Luis Mora, especialmente preocupado por que se diluyan el juicio del gusto y las jerarquías estéticas, de forma que todo valga y Defreds aparezca a la misma altura que César Vallejo, yo opino que no hay que dar mucha importancia al fenómeno de la poesía pop tardoadolescente: es un borborigmo del mercado, como ha habido tantos en la historia de la literatura, que se disolverá, antes pronto que tarde, en su propio e implacable flujo. Los que no la practicamos, es decir, los que creemos en la poesía como un arte verbal que sirve a la indagación y el descubrimiento, a la transformación de la conciencia y de la realidad, y, en último término, al placer estético, hemos de seguir el consejo que nos dio el malogrado Eduardo García en uno de sus mejores versos: Nosotros, a lo nuestro: hacia alta mar.

En El País aparece también hoy un artículo sobre Andreu Navarra, autor del reciente Devaluación continua, que acaba de publicarse en Tusquets, y que contiene un demoledor análisis de la situación actual de la enseñanza no universitaria en España. Se trata de un análisis introspectivo: Andreu, además de doctor en Filología e historiador, es profesor de Lengua y Literatura de Secundaria desde hace seis años. También ha publicado varios libros —excelentes, por cierto— de poesía, ensayo y novela. Tuve el placer de contratar uno de ellos para la Editora Regional de Extremadura, donde acaba de aparecer: Piedra y pasión. Los viajes extremeños de Miguel de Unamuno. Andreu vino a Mérida, cuando yo vivía en la ciudad, para investigar las deambulaciones del autor de El sentimiento trágico de la vida por la región, y lo hizo como suele abordar todos sus trabajos: sin prejuicios y con pasión. Andreu Navarra es la persona que conozco con mayor capacidad para descubrir material inédito o desconocido en los archivos y bibliotecas españoles, y para sacarle partido literario. No he leído todavía Devaluación continua, pero las opiniones que vierte en el artículo de El País condicen con su personalidad radiográfica y desbordante: Los profesores queremos crear ciudadanos autónomos y críticos, y en su lugar estamos creando ciberproletariado, una generación sin datos, sin conocimiento, sin léxico. Estamos viendo el triunfo de una religión tecnocrática que evoluciona hacia menos contenidos y alumnos más idiotas. Estamos sirviendo a la tecnología y no la tecnología a nosotros. Y el profesor está exhausto, devorado por una burocracia para generar estadísticas que le quita energía mental para dar clase”. Cuando Andreu está convencido de algo, nunca se abstiene de exponerlo, y lo hace siempre con alegría, por crítico que resulte, y vigor torrencial: “Hemos conocido varios capitalismos y ahora mismo estamos en el capitalismo de la atención, en una economía de plataformas que mercantilizan tu atención. Si estás viendo unos mensajes, alguien gana dinero, y, si ves otros, lo gana otro alguien. No podemos repensar la educación si no pensamos cómo devolver la atención a las aulas, el regreso del mundo virtual. Ahora no podemos ensimismarnos, como defendía Ortega, porque todo es ruido, la política es gritos, eslóganes, nadie piensa, nadie escribe, todo es tontería y eslogan, y eso ha llegado a las aulas: lo simplista, lo binario, el bien y el mal (...) Hasta que arreglemos la sociedad, no podremos arreglar el sistema educativo”.

Otra noticia del día son los nombramientos de Luis Sáez como nuevo director de la Editora Regional de Extremadura y de Virginia Aizkorbe como coordinadora del Plan de Fomento de la Lectura. Celebro que Luis haya sido designado para ocupar el cargo, cuyas responsabilidades ya ostentó entre 2008 y 2011: es un hombre de indudable valía intelectual autor de un ensayo sobresaliente, Animales melancólicos, entre otros títulos reseñables— y que conoce bien el negocio. Y celebro especialmente que se haya desdoblado el puesto que yo mismo ocupé en los dos que históricamente lo habían configurado: director de la ERE y coordinador del PFLEX, cada uno con su propio responsable. La fusión de ambos, consecuencia, según me dijeron, de los recortes impuestos por la crisis económica, suponía una carga de trabajo excepcional, a la que había que atender con equipos asimismo menguados, que necesariamente disminuía la eficacia de la acción pública. En mis dos años largos de trabajo para la Junta no dejé de reclamar, entre otras mejoras, que se recuperara la división entre la edición y el fomento de la lectura. Mi petición fue pertinazmente desatendida, pero me alegro de que finalmente con la lentitud, eso sí, que caracteriza a la administración pública— alguien haya reparado en la conveniencia de recuperar esa división en el organigrama. Ojalá Luis Sáez sea capaz de resolver los muchos desafíos que sigue teniendo planteados la Editora Regional de Extremadura, el principal de los cuales quizá sea, a mi juicio, la definición del modelo al que quiere responder: un pequeño sello obligado a fajarse en el mercado literario con las herrumbrosas herramientas de la administración pública, o un proyecto real de apoyo a los autores y ciudadanos de Extremadura. Tanto a él como a Virginia Aizkorbe, a la que no conozco, les deseo toda la suerte en su gestión y el mejor de los desempeños.

[Todas estas noticias me han llegado el mismo día, el 15 de septiembre. Hay jornadas en que, sin duda, se acumulan las informaciones felices].

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Una excursión en bicicleta

En Hoyos tengo una bicicleta. Tiene ya unos cuantos años —me la regaló mi mujer con la esperanza de que hiciera ejercicio—, pero luce casi nueva: la esperanza de mi mujer se ha visto pertinazmente defraudada. Cada vez que paso por su lado, en el patio, una insidiosa voz interior me susurra: "Venga, ánimo, recupera tu pasado glorioso; no dejes que la barriga te disuada". Porque, en efecto, yo tengo barriga, pero también un pasado glorioso: con 23 años, hice el Camino de Santiago en bicicleta. Era una cabra infame, de un solo plato y cuatro piñones —así los llamábamos entonces; hoy son marchas—, que me prestó Carlos, el amigo con el que me lancé a aquella aventura desaforada: yo solo tenía una mobylette de paseo, heredada de mi infancia en el pueblo, que pesaba como un tractor. Con aquel insensato cacharro fui capaz de dar las casi 800.000 pedaladas que nos separaban de Santiago de Compostela, e irrumpir en la plaza del Obradoiro como quien cruza la meta en el Alpe d'Huez. Desde entonces, sin embargo, mi regreso a los sillines (de los sillones, en cambio, soy un usuario contumaz) se ha limitado a alguna cabalgada ocasional con mi hijo, de la que he salido con los pulmones en la úvula y una sensación general de colapso. He llegado a pensar que me invitaba a salir con él para heredar antes. Hoy, quizá porque llevo varios días solo en el pueblo y nada me distrae de la visión de la dichosa bicicleta, esa pérfida voz interior que solo desea mi mal ha conseguido persuadirme de que podría ir a Acebo, en bici, a bañarme en la piscina natural del Jevero, una de las que más me gustan de la sierra. Total, son solo seis kilómetros por trayecto: por bajo que esté de forma, no puede pasarme nada malo. Impulsado por un renacido sentimiento de aventura, he cogido la bomba y he inflado ambas ruedas, y luego he buscado algo que lubrificara los engranajes —platos, piñones y frenos—, prietos como puños, y encontrado, entre limpiadores jabonosos, geles desincrustantes e insecticidas para avispas, entre muchos otros productos cuya naturaleza y finalidad me son desconocidas, un aflojatodo lubricante que podría servir a mis propósitos, aunque me barrunto que lo que conviene a la máquina no es que las piezas se aflojen, sino que se engrasen, porque, si se aflojan, a lo mejor se me descuajaringa el vehículo en plena ascensión al Tourmalet. Pero no tengo otra cosa: es el aflojatodo lubricante o no poder dar un paso. Por fin, adecento la bici —le quito las telarañas y el polvo—, me calo el casco de ciclista, que me da aspecto de astronauta, me cuelgo la mochila con la toalla y un libro, y acometo con resolución la empresa. Quién me lo iba a decir. Lo primero a lo que he de habituarme es al cambio de marchas, y también el cambio de marchas ha de habituarse a mí. De hecho, toda la bici ha de habituarse a mí: ofuscada por mis más de cien kilos de peso, cruje, chirría: se queja, creo. Pero sigue adelante, de momento. Yo debo ajustar mi punto de apoyo al sillín. Y el punto de apoyo es delicado. También lo es el buruño en el que se convierten los pudenda, sometidos a la presión simultánea del sillín elevado, el cuerpo inclinado y, en mi caso, la barriga caída. Difícilmente adaptado a tantas y tan infrecuentes compresiones, también yo sigo adelante, de momento. Aunque los primeros metros no parecen difíciles: las piernas se mueven con alegría inaugural, y uno avanza, confiado, sintiendo el viento en la cara y admirado del bellísimo paisaje que se abre ante él, y hasta ufano por que los vecinos lo miren, al pasar, como los aficionados debían de mirar a Perico Delgado en el Tour del 88. Pronto, no obstante, asoman las dificultades: una subida. El desnivel no debe de ser mayor del 2 o 3%, pero para mí son las rampas del Mortirolo. Empiezo con ímpetu; ciento cincuenta metros después, acabo haciendo eses. Siento cuchillos en los pulmones. Alcanzo la llanura como un náufrago el islote coralino, y me abandono a una reparadora bajada, angustiosamente consciente, no obstante, de que, a la vuelta, la reparadora bajada se convertirá en una subida asesina. Todo el camino hasta la piscina natural de Acebo será así: un sube y baja que me dejará las piernas temblando, como si no fueran piernas, sino cuerdas que colgaran. Antes de llegar a Acebo, me cruzo que un indicador que apunta al "Campus Phi", acompañado por el lema "Vida y conciencia". El Campus Phi es eso, un campus —construido antes de la supuesta universidad de la que ha de ser residencia— perteneciente a una secta, la Fundación Phi, que se ha instalado en la Sierra de Gata con el beneplácito de las autoridades locales y la Junta de Extremadura. Hablé de ella en otra entrada de este blog https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/10/de-politica-4-cosas-preocupantes-que.html), pero, claro, sería presuntuoso pensar que mi crítica hubiese podido hacer reflexionar a los mandatarios de la región sobre la conveniencia de favorecer el establecimiento de esta camarilla de charlatanes —los que mandan— y retrasados mentales —los que obedecen— en la comunidad. Llego por fin a Acebo, el pueblo de Jesús Alviz, aquel escritor huido a Londres y regresado después a España, muerto de SIDA en 1998, cuya obra iconoclasta y rompedora, en la desértica y durísima Extremadura de último franquismo y la primera transición, siempre he tenido interés por investigar. En Acebo esquivo las naranjas caídas de los árboles que flanquean la carretera —muchas de ellas aplastadas ya— y veo una virgen en una hornacina callejera, enguirnaldada con adornos que parecen naranjas. La gente, sentada a la puerta de las casas o paseando por el camino, me mira con una mezcla de curiosidad e indiferencia. Yo sigo hacia el Jevero, remontando, hercúleo, otro repecho al final de la travesía del pueblo. Y casi no llego. En los momentos de extenuación, que son casi todos, recurro a un viejo conjuro, el hermoso salmo 23 del rey David, y recito para mí sus reconstituyentes palabras: "El Señor es mi pastor: / nada me falta. // En verdes pastos me hace descansar; / junto a aguas tranquilas me conduce. // Él restaura mi alma; / me guía por senderos de justicia, / por amor de su nombre. // Aunque camine por el valle de la muerte, / no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; / tu vara y tu cayado me infunden aliento. // Tú preparas la mesa delante de mí en presencia de mis enemigos; / has ungido mi cabeza con aceite; / mi copa rebosa. // El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida; / en la casa del Señor moraré muchos días". Lo que más me gusta es eso de que me conduzca junto a aguas tranquilas, las del Jevero, y me haga descansar en verdes pastos, aunque, tras un verano seco, por lo que se ve en el campo, muy verdes no van a estar tampoco en la piscina. Poco antes de llegar, en un descenso pronunciado (que mi peso hace más pronunciado todavía), cedo a la inconsciencia, me incorporo en el sillín y quito las manos del manillar. Gobierno la bici con la presión de la cadera y me dejo golpear por el aire limpio de la sierra, que, con la velocidad, parece enfurecido: vuelvo a ser un niño, aunque el adulto que arrastro conmigo no deja de recordarme que los dentistas son muy caros, y vuelvo a apoyarme donde debo. La piscina está, como suponía, vacía, excepto por dos señoras que han cometido la temeridad de bañarse. Nunca había visto este lugar así: tenso, quieto, insomne: una cuña de agua negra entre los canchos arbolados. Me meto yo también en el agua helada y nado furiosamente. Sigue sobrecogiéndome la oscuridad del fondo. Debe de haber algo reptiliano, inscrito en el cerebelo, en este temor por los fondos oscuros de las masas de agua, que siempre me imagino habitados por bichos abisales, llenos de antenas tentaculares y aletas bífidas (o trífidas). Y que el agua me llegue al pecho no desvirtúa mis imaginaciones. Otras veces me figuro que un cadáver podrido aparece en el lecho subacuático. Debería leer menos relatos fantásticos, supongo; o beber menos gin-tonics. Salgo del agua con los músculos erizados y la sangre corriendo desesperada por las venas, y me siento en la terraza del bar "Buenos Aires", regido —no sorprende— por un argentino. Saluda mi llegada el vozarrón, con acento vasco, de alguien que está hablando (mal) de los catalanes: "A esos lo único que les importa es que les toquen el bolsillo. ¿Quieren independencia? ¡Pues que les den independencia!".  Admirado por la sutileza y originalidad del pensamiento de mis compatriotas, de las que no dejo de tener constancia, me tomo un par de claras (y dos platitos de cacahuetes) para olvidar, mientras acabo de leer la poesía completa de Olga Orozco, otra argentina, y una de las mejores poetas en español del s. XX, publicada en 2013 por Adriana Hidalgo. Escribe Orozco: "Muchas veces, en los desvanes de la noche, / cuando la soledad se llena de ratones que vuelan o escarban bajo el piso / para roer, tal vez, los pocos nudos que me atan a este asilo, / busco a tientas la tabla donde asirme o el lazo que todavía me retenga. / Entonces te adelantas, aunque no sé quién eres, / sombra fugaz y sombra de mí misma, mi sombra ensimismada, / sí, tú, la más cercana, pero la más extraña, / y siento que aun con tu inasible custodia me confirmas un lugar en el mundo". Qué barbara. Qué tía. Pero he de afrontar ya el regreso: no tardará en oscurecer. Cojo otra vez la cabra. Durante la vuelta, el cielo, hasta entonces nublado, azulea hasta la transparencia. Paso junto a higueras sin higos y a zarzas cuyas moras no ha cogido nadie: agarrotadas, envejecidas, puntean de negrura el cristal del aire. Como no ha llovido, el campo está ocre, pero la vida empuja: cada vez cuesta más reconocer las cicatrices del incendio de 2015. Otra vez en Acebo, veo a un señor mear contra una tapia, mientras su mujer espera al otro lado de la carretera. En una finca, una yegua y su potro me miran, mientras siguen masticando: las bolas negras de los ojos de los caballos me han fascinado siempre tanto como las profundidades de los embalses. Pasa un coche de la Guardia Civil. Pasa también, en sentido contrario, otro ciclista, este con pinta de serlo. Lo hace alegremente: va de bajada. Yo, en cambio, resoplo como un asmático. El ácido láctico me llena los músculos de púas. Con un esfuerzo supremo ("el Señor es mi pastor..."), digno de un Alejandro o un Kublai Kan, cubro los últimos metros hasta Hoyos. Y, cuando llego a casa, tras los doce kilómetros de suaves desniveles y temperatura benigna, con un baño regenerador y una pausa poético-alcohólica que Olga Orozco ha hecho memorable, sé que no me sentiría diferente si hubiera cruzado el desierto del Gobi a lomos de un camello. 

viernes, 13 de septiembre de 2019

Españoles en Chipre

En el castillo de Limassol, en Chipre, hace un calor apabullante, como en toda la ciudad. Una losa de aire sahariano aplasta a personas, animales y plantas. Los muros de la fortaleza, pese a su grosor, no enfrían: tanta es la fuerza del sol. Y tampoco lo hacen los administradores del edificio, en cuyo recinto solo un esforzado ventilador de pie, en el piso superior, aporta algún alivio a los visitantes: varios están parados delante de él, como ante un tótem, desdeñando las riquezas que se alinean en las antiguas mazmorras, convertidas hoy en breves salas de exposiciones, y bebiendo frescor. El castillo de Limassol es como tantos otros castillos medievales: una mole de piedra en la que se acumulan las cicatrices de la historia, y también su botín: joyas, monedas, piezas de cerámica, cálices, cuadros, armaduras y lápidas funerarias —en una contrasta la delicadeza de la imagen cincelada de Akylina, hija del obispo Joannis Smerlinos, que no tuvo reparo en que su inadecuada paternidad constase grabada en mármol, con la lobreguez de la gran calavera y las tibias cruzadas que la sostienen—. Deambulamos por los sofocantes pasillos de la construcción con una cierta sensación de déjà vu y alguna decepción por la previsibilidad de todo. Pero descubrimos que aquí ha sucedido —al menos para nosotros, españoles— algo que la particulariza: en la capilla bizantina de san Jorge, el 12 de mayo de 1191, se casó Ricardo Corazón de León con Berenguela de Navarra, primogénita del rey Sancho VI. De aquella capilla no queda nada: varios terremotos dejaron el castillo muy maltrecho a finales del s. XV, y los venecianos, que por entonces mandaban en Chipre, decidieron destruirlo antes de que lo ocupasen los otomanos, que asediaban la isla y pretendían sustituirlos en el poder. Sus ruinas fueron incorporadas por estos a la nueva fortificación que erigieron en 1590. Pese a la desaparición de la capilla, nos emociona sabernos cerca de aquel hecho singular: hace 800 años, una infanta navarra desposó, en este rincón perdido del Mediterráneo, a uno de los grandes héroes del Medievo, el que luchara con su hermano, el malvado Juan sin Tierra, por la justicia y la libertad en Inglaterra. O, al menos, así nos lo han presentado la literatura y las películas de Hollywood. (Qué aparición memorable la de Sean Connery, ataviado con todas las galas de la realeza normanda, al final de Robin Hood: príncipe de los ladrones, el remake protagonizado por Kevin Costner, uno de los muchos que han cultivado el mito). Pero Ricardo Corazón de León tuvo más bien un corazón de hiena. Ya demostró maneras cuando, con 17 añitos, se rebeló contra su padre, Enrique II (aunque puede que algo tuviera que ver en ello que el monarca hubiese convertido a su prometida, Adela de Francia, en su amante). En los muchos combates en los que participó a lo largo de su vida, se distinguió por su crueldad: saqueaba y quemaba ciudades, violaba a las mujeres (aunque, como revela alguna crónica, si eso no bastaba para apagar el ardor de su lujuria, echaba mano de sus soldados "para lo mismo") y masacraba a los prisioneros: en Acre (donde se cuenta que mataba con una ballesta a los defensores de las murallas mientras, enfermo de escorbuto, era llevado en camilla) pasó a cuchillo a 2.700 musulmanes apresados tras la encarnizada toma de la ciudad: la sangre, cuentan los historiadores árabes, se embalsaba en charcas enormes. En su muerte se aliaron la soberbia y la estupidez. Durante el asedio al castillo de Châlus-Chabrol, en una de las muchas revueltas que hubo de sofocar, un ballestero que se cubría con una sartén como escudo le lanzó un virote. Falló, pero Ricardo, más chulo que un ocho, aplaudió su intento. Una segunda flecha del mismo ballestero lo alcanzó en un hombro, cerca del cuello. El rey se la intentó quitar él mismo en su tienda, pero no fue capaz. Sí lo logró un cirujano carnicero, valga la redundancia, aunque a costa de producirle una gangrena que finalmente le causó la muerte. No obstante, antes de fallecer, Ricardo hizo que llevaran ante él al ballestero, que resultó ser un niño. Este confesó que buscaba la muerte del rey en venganza por haber matado a su padre y a dos de sus hermanos. Corazón de León, impresionado por la valentía del muchacho, ordenó que lo liberaran y lo despidió con cien chelines. Pocos días después, falleció. El chaval, empero, no tuvo tiempo para disfrutar de la magnanimidad in articulo mortis del rey: su mercenario más abyecto, el capitán Mercadier, lo volvió a apresar, lo despellejó vivo y lo ahorcó (y le quitó los cien chelines). (La muerte de Ricardo me recuerda a la de otro personaje histórico, tan cruel y desaforado como él: Lope de Aguirre, el loco Aguirre, que le reprochó al primer sicario que fue a matarlo que no hubiese acertado el tiro; el segundo tuvo la puntería que reclamaba y lo dejó tieso de un arcabuzazo). Con Berenguela Ricardo tuvo poca relación, y algunos testimonios afirman que ni siquiera llegó a consumar la unión. Vivieron separados la mayor parte de su matrimonio, y no solo porque Ricardo estuviera guerreando casi todo el tiempo, sino también por su supuesta homosexualidad. En realidad, a Ricardo le gustaba tanto la carne como el pescado: se acostaba con el rey Felipe de Francia y con los soldados más descollantes de su ejército, pero se hartaba a violar a mujeres y llegó a tener un hijo bastardo, Felipe de Cognac. Pero nos volveremos a encontrar con Berenguela. En la Fundación Pierides de Lárnaka, un elegante museo sobre la historia de Chipre, una de las piezas sobresalientes es un joyero de la reina consorte, hallado en unas excavaciones submarinas. En él se lee con toda claridad: "Berenguela de Navarra".  Contiene cuatro sortijas de oro y piedras preciosas —cada una de las cuales representa no una virtud, sino un deseo: amor, sabiduría, gloria y riqueza— a las que se han adherido pequeñas formaciones coralinas, que los conservadores del museo han tenido el buen criterio de preservar: las joyas parecen así pequeñas criaturas extraterrestres, como gemas desmelenadas, fruto de un diseño contemporáneo. El azar mejora a veces las cosas. En este caso, las han acrecido y desordenado; las han vuelto, en cierta medida, surreales. Bien está. (Por otra parte, ¿cómo llegaron esas joyas al fondo del mar? ¿A resultas de un naufragio? ¿Las arrojó la propia Berenguela, quién sabe si despechada? ¿Fue un robo frustrado, un descuido? Ah, la de historias que se entretejen en estos pecios de la historia...). Pero tampoco será esta la última ocasión en que sepamos, durante nuestra estancia en Chipre, de un español (aunque Berenguela no lo fuera todavía, técnicamente, en 1191, la sentimos compatriota) consorte de un monarca de Inglaterra. En nuestro paseo por la Nicosia turca —la mitad de la ciudad perteneciente a la fantasmal República Turca del Norte de Chipre—, a la que se accede desenfundando el pasaporte en medio de la calle Ledra, la principal vía comercial de la Nicosia griega, visitamos el mercado, típicamente otomano, pero de hechuras modernas, y en uno de sus rincones damos con una librería que se llama, pertinentemente, "Walk Until the End" ['Camina hasta el final']. Es un lugar polvoriento y caótico, con cojines por el suelo y pósteres carpetovetónicos en las paredes, que no parece vigilar nadie. Pero hay mucho libro en inglés, porque el turismo inglés predomina en ambas partes de esta isla. Los turistas se desprenden de sus libros para hacer hueco en la maleta a los souvenirs chipriotas, y muchos acaban en estas azacaneadas librerías de viejo. La inmensa mayoría son nefastos superventas de aeropuerto, pero doy con un interesante Elizabeth and the Prince of Spain ['Isabel y el príncipe de España'], de Margaret Irwin, publicado por The Companion Book Club, de Londres, en 1954. Está razonablemente bien conservado, incluye tres huecograbados (uno de ellos, del "príncipe de España", que no es otro que Felipe II) y solo cuesta tres euros. Al casarse con María Tudor, también llamada María la Sanguinaria, por orden de su padre, Carlos I, Felipe II fue, en efecto, rey consorte de Inglaterra entre 1554 y 1558. Aún recuerdo cuando, visitando el palacio de Hampton Court, en Londres, me sorprendió descubrir un retrato suyo en una de las salas principales del lugar. Pese a que Felipe constituye una de sus némesis históricas, los ingleses no ocultan —no pueden ocultar: su sentido del fair play se lo impide, y la historia es incontrovertible— su condición de rey de Inglaterra, por fugaz e impopular que fuese. Y lo fue mucho: sufrió unas capitulaciones matrimoniales draconianas, la desconfianza de los nobles ingleses, el desprecio del populacho (que se extendió a los españoles que se encontraban entonces en Londres, víctimas de asaltos y robos) e incluso un atentado en Westminster en 1555, del que salió milagrosamente vivo. Él había intentado caer bien, pero caer bien no era el punto fuerte de Felipe: había comido en público y, cómo no, bebido cerveza, aunque ambas cosas le desagradaban, y hasta había besado a su esposa en la mejilla y la boca, algo inconcebible en España. Cuando María murió, Felipe, que ya no estaba en Inglaterra, se apresuró a reconocer a su sucesora, su hermana Isabel, con quien luego tendría aquella pejiguera de la Armada Invencible. Berenguela y Felipe, dos hispanos a los que recordamos en Chipre. La de vueltas que dan las vidas.

domingo, 8 de septiembre de 2019

Machado en la Voivodina

Duška, mi encantadora traductora al serbocroata, me invita a pasar el día en Titel, el pueblo de la Voivodina —donde el Tisza afluye al Danubio— en el que vive con su familia. Y allí me presenta a sus padres. Él, Lazar, tiene 93 años (uno menos, pienso, de los que tendría hoy mi propio padre) y ella, Marija, 88. Ambos se mantienen activos y lúcidos, aunque la madre, bellísima, guarda en todo momento un atento silencio. Cuando llego a la casa, Duška me enseña en primer lugar la biblioteca de su padre, que ha sido, entre otras cosas, bibliotecario y sigue siendo historiador del libro. Es un espacio deliciosamente caótico. Los libros y documentos no solo atiborran los estantes, sino también el suelo, como un sotobosque de papel en el que apenas se abre un sinuoso sendero que lleva al otro extremo de la habitación. Lo recorro despacio, contemplando con admiración la ininteligible sucesión de volúmenes, prácticamente todos en serbocroata y muchos en cirílico. Duška me cuenta que su padre se ha propuesto muchas veces poner orden en los plúteos, pero que, cuando se decide a hacerlo, siempre descubre algún libro interesante que ya no se acordaba de que tenía, y se dedica a leerlo en lugar de a ordenar. Luego me invitan a sentarme, algo que, según la tradición serbia, los invitados deben hacer siempre "para que los niños duerman bien". Acomodado en el comedor, me ofrecen un vaso de rakia, un aguardiente balcánico que me recuerda mucho al ajenjo o a algunos agrestes licores de hierbas españoles, aunque el rakia se elabora con fruta, y en Serbia, especialmente, con ciruelas. Me lo tomo con placer. Me gustan los alcoholes. Lazar, de rostro sereno y pelo blanquísimo, me enseña entonces revistas surrealistas de los años 20 y 30 y libros antiguos, de los siglos XVII y XVIII. Uno de ellos relaciona los países en los que hay comunidades serbias. Su estado de conservación no es bueno. En alguno veo desgarraduras remendadas con celo —esa materia engañosa, que parece primero solucionar los problemas, pero que, a la larga, solo deja un poso de oxidación y pringue— y los vasos colmados de rakia circulan por sobre los libros y a veces se posan en ellos. Por suerte, no hay que lamentar desgracias bibliográficas. Lazar, que fue amigo de Vasko Popa, acaso el mejor poeta serbio del s. XX, me cuenta lo importantes que han sido para él dos poetas españoles: Lorca y Machado. En su juventud, Lorca era Dios. Tras él iban Goethe y Byron, pero el granadino los excedía a todos. Y Machado escribió su poema favorito, "La plaza tiene una torre". Me lo recita en serbio, con voz suave pero firme: suena con ácida dulzura, como una canción de cuna levemente áspera. Yo recuerdo el poema de mis clases infantiles, cuando la poesía de los mejores poetas aún tenía algo que decir en la educación de los niños. Con Duška lo buscamos en Internet. Me llevo el portátil al comedor, y se lo leo en castellano:

La plaza tiene una torre, 
la torre tiene un balcón, 
el balcón tiene una dama, 
la dama una blanca flor. 

Ha pasado un caballero, 
¡quién sabe por qué pasó!, 
y se ha llevado la plaza, 
con su torre y su balcón, 
con su balcón y su dama,
su dama y su blanca flor.

Él me escucha con complacida atención y una sonrisa. En la Voivodina, una apartada región de Serbia, un poema escrito por un maestro de escuela español hace casi un siglo une, por un momento, a dos personas que no se conocían y a las que separan muchas cosas: el idioma, la edad —aunque no puedo dejar de representarme al padre de Duška como mi padre, que también tenía el pelo blanco y también amaba la poesía— y las circunstancias políticas y sociales, tan difíciles, sobre todo, en Serbia. Duška me recuerda que tenemos que irnos a comer. Me despido, pero tanto su padre como su madre nos acompañan afuera. Allí, mientras echamos un vistazo al pequeño jardín de la casa, Lazar me apoya una mano en el brazo, como si no quisiera que la unión que ha propiciado la poesía de don Antonio se rompiera todavía. Y a mí me gusta que tenga ahí la mano. No nos decimos nada. En realidad, nos lo hemos dicho todo ya. Nos vamos por fin. Yo, alegre y triste a la vez. 

martes, 3 de septiembre de 2019

Sobre Mi padre

Varias son las reseñas aparecidas sobre mi más reciente poemario, Mi padre. Son las siguientes: 

Manuel Simón Viola, en su blog Notas al margen http://simonviola.blogspot.com/2019/05/mi-padre.html. 

Juan Manuel Macías, en su blog Las diosas y las nubeshttps://diosas-nubes.blogspot.com/2019/05/mi-padre-de-eduardo-moga.html. 

Francisco Martínez Bouzas, en su blog Brújulas y espiraleshttps://brujulasyespirales.blogspot.com/2019/06/mi-padre-se-llama-abel.html?fbclid=IwAR2hJezNrWDPyWzvLU_dunfSMG8-mfmUKEfuIicixKdJGybtcB8I3p1395E. 

Francisco H. González, en su blog Devaneos: http://www.devaneos.com/2019/mi-padre-eduardo-moga/. 

José Ángel Cilleruelo, en su blog El balcón de enfrentehttp://elbalconenfrente.blogspot.com/2019/05/a-vueltas-con-la-biografia-mi-padre-de.html. 

Enrique García Fuentes, en el suplemento "Trazos" del periódico Hoy: "Moga en forma", 25 de mayo de 2019. 

José María Castrillón, en la revista digital El Cuadernohttps://elcuadernodigital.com/2019/06/20/hijo-de-hombre/. 

Agustín Calvo Galán, en la revista Quimera"Escribir en relieve", nº 427-428, julio-agosto 2019.

Y Jesús Aguado, en la revista El Ciervo: nº 776, julio-agosto 2019.

Todas han sido alentadoras, todas me han permitido aprender y a todos les agradezco el tiempo que han dedicado al libro y sus valiosas observaciones. Reproduzco a continuación la más extensa, la de José Ángel Cilleruelo, publicada el 18 de mayo con el título de "A vueltas con la biografía: Mi padre, de Eduardo Moga":

Dos de los poetas sobre los que más he escrito han coincidido en publicar sendos títulos paralelos: Carta al padre (2016), Jesús Aguado, y ahora, tres años después, Mi padre (Trea, Gijón, 2019), Eduardo Moga. De hecho, el libro de este arranca con una cita del de Aguado, muy bien elegida, por cierto, pues atina con el tono que Moga va a utilizar en el suyo: "Una vez me perdí en el bosque. Mi padre, en vez de salir a buscarme, se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron". Curiosamente este fragmento de Carta al padre resulta más representativo del libro que lo cita que del libro al que pertenece. El rápido trazo sintáctico, la anécdota simbólica, el final irónico van a ser la marca estilística de Mi padre. En las antípodas, por cierto, del desarrollo estilístico que se espera de Eduardo Moga.

Antes de entrar en el libro, me he quedado pensando en el asunto. Mi padre. En una ocasión escribí una serie de poemas sobre la evocación que hacía un hijo de su padre. Es lo más cerca que me he encontrado del tema. El último texto, siguiendo la lógica interna de la secuencia, culminaba ante el cuerpo yerto del padre. La materia poética lo exigía, era una reflexión sobre el desamparo. Y la muerte de un padre, o de una madre, es una manera de concretarlo poéticamente. Una persona conocida, que leyó aquel libro y quiso comentármelo, hizo una mención sobre la muerte de mi padre que me dejó paralizado. En aquel momento, mi padre vivía, y aún tardaría muchos años en fallecer. ¿Un poeta ha de desmentir lo que los versos dicen? Decidí callar. De hecho, se refería a los poemas, y en el poema mi padre había muerto, aunque eso no hubiera ocurrido en la realidad. Es curioso cómo cuesta despegar al poema —pese a los esfuerzos ingentes de todo tipo de vanguardias— de los vínculos biográficos. Ahora, en el momento en el que escribo, mi padre ya ha muerto, y el antiguo poema, de repente, ha cobrado un inesperado (para mí) valor real. Diré más: una exactitud biográfica. Como tantas veces ocurre, uno no escribe lo que le ha pasado, sino lo que le va a ocurrir.

No sé si se podría decir algo similar en ambos libros. Coinciden en haber sido escritos años más tarde del fallecimiento biográfico. Y subrayan los dos, desde el título, el factor testimonial: «Carta» (con eco indudable del conflicto de Kafka con el padre, que también cita al principio de su libro Moga), y el posesivo «mi», que como se sabe no indica casi nunca posesión, sino una relación directa entre sujeto y objeto. El factor biográfico no puede ser resuelto, tal vez, con la mera reflexión personal sobre mi experiencia del tema, es decir, excluyéndolo. Lo biográfico insiste desde el título y también desde la selección de momentos de intimidad familiar, con múltiples detalles y elementos concretos, que nutren la escritura de ambos libros. Sin embargo, persiste la sensación de que no son dos libros memorialistas, ni hay en ellos un factor testimonial que sobresalga en su interpretación. Junto a la pulsión biográfica, existen otros factores que alejan al lector de esta lectura. El primero es la ironía, elemento que en sí mismo ya establece distancias con cualquier relación directa. En el caso de Carta al padre, además, la compleja estructura del libro, que incluye en cada una de sus secciones modos opuestos de encarar el tema, sitúan el libro de Jesús Aguado más próximo a la meditación sobre los límites de la poesía a propósito de la relación padre-hijo que de su propia memoria.

En Mi padre ocurre un alejamiento de lo biográfico, dentro de la más descarnada biografía, que aporta un matiz interesante. Quien conozca la obra de Eduardo Moga habrá constatado una progresiva, decidida y voluntaria inmersión en lo biográfico, o más concretamente, en el presente vivencial. La diferencia en uno y otro concepto existe, pero también se pueden confundir en una lectura amplia. Esta evolución hacia el presente biográfico Moga la ha realizado desde otro presente con una dimensión opuesta, el del universo. Su obra se puede comprender como una transformación desde el tiempo infinito hasta el instante finito. Pero en esta metamorfosis temática ha contado con un poderoso elemento de cohesión de toda la obra, el estilo. De hecho, uno de los rasgos singulares de Moga ha sido precisamente el hecho de abordar aspectos marginales de la vida cotidiana —bien nimios, bien expresionistas— con un portentoso estilo cuajado, se podría decir, en la descripción del flujo de las galaxias en el universo. Evolución que en los últimos títulos le ha llevado a simbiosis tonales aún más extremas, pero manteniendo la feracidad estilística como cohesión del conjunto. No resulta imprescindible conocer este contexto para leer Mi padre, obviamente; pero sí lo es para interpretar la dimensión biográfica del libro. El estilo con el que Eduardo Moga ha impregnado su en absoluto sedentaria escritura poética, en este libro ha desaparecido. Las marcas, ahora, son otras: sintaxis sencilla, léxico directo, contención expresiva, carácter casi gnómico, trazo ligero de situaciones figurativas, ausencia de introspección, estructura sincopada. El estilo que le había servido a Eduardo Moga para convertir lo biográfico —el presente vivido, un instante ensanchado a categoría de proteico por la escritura—, desaparece ante el posesivo "mi" del título. De hecho, el flujo de escritura magmática con el que convierte en materia poética lo que carece de ella, ahora se interrumpe no tanto por la secuencia fragmentaria como por la organización del texto a modo de viñetas. Cada página recoge el dibujo de una anécdota, y su lectura se realiza página a página, cuadro a cuadro. Y todo ello aleja el libro de una simple lectura biográfica. De hecho, le da a lo biográfico un protagonismo inquietante como fruto de una contradicción esencial entre el enunciado y la secuencia. Entre la manifestación de lo memorístico y su presentación viñeteada, a modo de tebeo.

Esta larga, y acaso inútil, disquisición ha de servir como preámbulo a la que tal vez sea la característica literaria más sobresaliente del libro. E inesperada. Presentado como una declaración personal ("mi"), lo lírico se entrevera, sin embargo, con lo sociológico de forma casi imperceptible. Mi padre es un prodigioso retrato de una generación, la de los padres, vista desde el punto de vista de otra generación, la de los hijos, separadas ambas por un cambio histórico sustancial: el paso de la dictadura, cuyas marcas externas —ausencia de estudios, población extenuada, hábitos procaces…— resultan incomprensibles para quienes, ya en democracia, absorben nuevos estudios, cultura, educación, hábitos… que cambian los valores radicalmente.

El libro entrevera lo sociológico —que es este tebeo generacional extraordinario por su vivacidad, incisiva ironía y certera ejemplificación— con lo lírico. Pero lo lírico no es lo biográfico, no es lo anecdótico. Lo lírico es el sentimiento que late por debajo de esta manifestación casi caricaturesca del padre —de toda la generación de padres—, y es, claro, el dolor soterrado del libro escrito por quien no pudo comprender a su padre, por no poder dar carta de naturaleza a comportamientos que el presente democrático había caducado de golpe. El hijo estudiante, universitario, culto, educado, europeo… frente a una generación, la de su padre, devastada por el estancamiento de décadas de ostracismo social solo superado por una intimidad a veces expresionista: "Mi padre se tiraba pedos en casa". Este aspecto lírico, que no tiene reflejo léxico en el libro, ni siquiera la marca estilística del autor, que no se puede demostrar, es, sin embargo, el valor literario más sobresaliente del libro. El que subyace en aquellas grandes obras de la ironía y del humor en la historia literaria que hoy se leen no para reírse de las anécdotas, sino para comprender algo más de la complejidad humana. Sobre las sutilidades de la incomunicación. De cómo los padres, entregándoles lo mejor que poseen a los hijos, siembran en estos la distancia. De cómo los hijos que no han perdonado a los padres su vulgaridad, no logran perdonarse a sí mismos ese alejamiento y esa incomprensión. En suma, en literatura la biografía no se encuentra en las anécdotas, por real que sea su origen, sino en la amargura que queda después de haber vivido, por más que nos haga sonreír lo escrito.