En realidad, el fascismo nunca se ha ido: siempre ha estado latente en nuestra sociedad, en las sociedades del mundo. Ya no es, salvo desgraciadas excepciones, el movimiento político ideado por Benito Mussolini y materializado en un partido homónimo –su derrota en la Segunda Guerra Mundial y sus posteriores derrotas a manos de la democracia parlamentaria lo han mantenido en las catacumbas de la vida política-, pero sigue existiendo, disfrazado de racismo, de xenofobia, de algunas de las peores formas del nacionalismo: del conservadurismo más sórdido, en suma, del cesarismo más tenebroso. Yo alcancé a verlo todavía, y a sentirlo en carne propia, en los primeros años tras la muerte de Franco, cuando aún campaban por calles y comisarías los nietos de los vencedores de la Guerra Civil y todos cuantos se habían beneficiado de aquel régimen de terror gracias al cual, en palabras de Jaime Mayor Oreja, aquel egregio capitoste del PP que pudo haber sido líder del partido y, quizá, presidente del gobierno si el dedazo de Aznar se hubiera posado en su frente, en lugar de hacerlo en la del, quién lo iba a decir, añorado Mariano Rajoy, gracias al cual, decía, se vivieron en España 40 años de una envidiable placidez. Aquellos cachorros negros, falangistas, guerrilleros de Cristo Rey o miembros de la Alianza Apostólica Anticomunista, entre otros, imponían la dictadura de la porra, el botellazo y, en algunos casos, el tiro, y aterrorizaban a cuanto rojo, rosa o simplemente gris encontraban a su paso. Recuerdo una asamblea en el aula magna de la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en 1980, en la que el fascista más conspicuo de la facultad, hoy reputado abogado mercantilista y exejecutivo de Intereconomía, acompañado por un gorila con una espalda como un ropero abierto, amenazó a todos los presentes al grito de: "¡Como siga habiendo asambleas como esta, habrá palos!". Y los hubo, ciertamente: yo escapé a unos cuantos corriendo delante de los grises –que, a pesar de la Constitución del 78, llevaban el fascismo pegado a los uniformes– o de los fachas, que les hacían el trabajo fuera de las horas de oficina. Por suerte, aquella violencia, constitutiva del fascismo, fue atenuándose hasta hacerse casi invisible. Pero no desapareció. Nada desaparece nunca, y la inmundicia, menos que nada. Quedó larvada, bajo el oleaje montuoso de la Transición y la transformación social, hasta que las circunstancias permitieran su resurgimiento. Y eso ha hecho, con otros ropajes, es decir, con otros discursos, cuando la situación se ha vuelto favorable, y no solo en España, claro, sino en el mundo, que es casi lo mismo que decir en la sociedad capitalista. El fascismo es un producto de las leyes del mercado, una exudación, patológica pero útil, del capitalismo: permite combatir las fuerzas que disgregan o amenazan el mantenimiento de las condiciones de producción y, por lo tanto, de la acumulación de capital. Dicho más claro: el fascismo es una de las formas –quizá la más salvaje– que adopta, que sigue adoptando el capitalismo para subsistir. Pero, como he dicho antes, ese fascismo ya no se enfunda hoy en camisas negras, azules o pardas, ni desfila a la luz de las antorchas, ni hace el saludo romano ante el líder salvador. Eso es arqueológico y contraproducente. Hoy se ha empapado (y empapelado) de business school y redes sociales, de glamour y dizque respeto institucional. Y con todo ello, y una crisis económica –de esas, recurrentes, que genera el propio capitalismo, igual que la serpiente muda de piel cada cierto tiempo para seguir siendo serpiente– que ha sacudido la confianza de millones de personas en los sistemas de gobierno, se ha lanzado, de nuevo, a la conquista del poder. Y, en buena medida, lo está consiguiendo. Donald Trump es el paradigma del nuevo fascista: trajeado, empresarial, televisivo, tuitero, pero rezumante de basura, sudoroso de grosería, iracundo, machista, elemental, constructor de muros, defensor de la tortura y valedor del resentimiento de docenas de millones de paletos norteamericanos, incomprensiblemente narcisista y pertinazmente mentiroso, lo cual no le ha impedido construir la mayor campaña nunca realizada contra la prensa, tachándola de manipuladora y mentirosa. Pero a su alrededor orbita una serie de líderes que ejercen el fascismo contemporáneo con igual o mayor ahínco que él. Uno es especialmente abominable, Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas, que lleva años combatiendo el narcotráfico y la guerrilla de su país con escuadrones de la muerte, ejecuciones extrajudiciales y toda violación imaginable de los derechos humanos, que han causado miles de víctimas: una de sus últimas perlas ha sido anunciar que ha dado la orden de que a las mujeres guerrilleras no se las mate, como se ha hecho formulariamente hasta ahora, sino que se les dispare en la vagina. Y en Brasil está a punto de ganar, si la providencia no lo remedia, Jair Bolsonaro, un militar en la reserva que añora la dictadura de sus conmilitones, que, como Trump, considera legítima la tortura, que preferiría que su hijo estuviera muerto a que fuese homosexual, que considera que los negros no sirven ni para reproducirse y que ha afirmado que nunca violaría a una diputada del Partido de los Trabajadores que lo criticaba, porque era demasiado fea. Comparado con estos mendas, los líderes de la ultraderecha europea parecen aprendices: Matteo Salvini, ministro del Interior italiano, que rechaza acoger a inmigrantes embarcados en peligro de muerte y que planea expulsar a todos los gitanos de Italia, menos a los que tengan la nacionalidad italiana: a esos "tendrán que quedárselos" (Salvini es digno sucedor de Silvio Berlusconi, el fascista con el mejor bótox, la sonrisa con más dientes y los trajes más caros); Nigel Farage, el triunfante inductor del Bréxit; el húngaro Víktor Orbán y sus políticas antiinmigratorias, antieuropeas y antiliberales; o la clásica Marine Le Pen, hija de un torturador de argelinos con un solo ojo (el torturador, no los argelinos), que sigue diciendo las barbaridades que lleva soltando veinticinco años, ahora con el apoyo de Steve Bannon, el principal asesor de Trump, hoy caído en desgracia, que recorre Europa, como antaño hiciera el fantasma del comunismo, predicando la lúgubre nueva de la lucha contra el forastero, contra los gobiernos supranacionales, contra la justicia social, contra la racionalidad democrática. En España también hemos tenido ejemplos de estos, menos cosmopolitas, pero no por ello menos peligrosos: Jesús Gil y Gil, que dejó hechos unos zorros todos los lugares por los que pasó, fue el fascista patrio por antonomasia durante unos cuantos años, hasta que el Señor quiso llamarlo a Su lado. Lo caracterizaba ese rasgo tan español: la cutrez, la zafiedad entre aldeana y suburbial, la caspa radioactiva, la cochambre del que se toma un carajillo o varios con los amigachos en un bar, el pie de cuya barra está plagado de servilletas de papel arrugadas y cabezas chupadas de gambas, y luego los eructa. Pero hoy tenemos a Santiago Abascal, que ha ocupado varios cargos en el País Vasco con el PP y a quien Esperanza Aguirre, la inolvidable Espe, nombró director de la Agencia de Protección de Datos de la Comunidad de Madrid, y que ha creado varias entidades y partidos, como la Fundación para la Defensa de la Nación Española y VOX (o, mejor, BOX), cuyo único propósito es defender a una patria amenazada por los indescriptibles peligros de la inmigración, el multiculturalismo, el separatismo, el autonomismo, el socialismo, el comunismo, el podemismo, el feminismo, el ateísmo, Venezuela, los moros, los sudacas y Julen Lopetegui, un manifiesto inepto en el banquillo de la selección nacional. (Y no solo a Abascal: Pablito Casado, esa hormiga atómica de los másteres e hijo predilecto de Ánsar, se apresura a correr a su estela, deseoso de recuperar los votos que se le ha llevado el bilbaíno y vengarse de los sociatas usurpadores y malignos; y debo confesar que siento una malsana curiosidad por saber, en esa carrera descabellada, qué burrada, más gorda que la anterior, va a decir hoy). Pero, en realidad, los culpables de que estos personajes siniestros existan no son ellos mismos, que tienen derecho, en una sociedad libre, a pensar y manifestarse como les plazca, sino quienes los votan: los ciudadanos que depositan su confianza en unos canallas sin educación, inteligencia ni moral; en unos zotes sin civilizar, en suma. Y ese hecho deplorable y catastrófico se explica porque el fascismo se aviene con algunos rasgos fundamentales de la psique humana. Y por eso perdura; por eso siempre está ahí, aunque puede que ande encubierto. Quienes votan a los fascistas –a estos fascistas edulcorados, digo; a estos fascistas de nuevo cuño, con los trampantojos del paso por las academias militares o las universidades católicas; a estos fascistas con traje de Prada de camuflaje– votan contra el miedo que sienten, votan contra la incertidumbre que nos define, votan contra la debilidad frente a las adversidades, votan contra la aceptación de las miserias que sufrimos, de la miseria que somos. Pero todo eso –el miedo, la incertidumbre, la adversidad, la miseria– nos constituye: es lo que nos hace hombres y mujeres. Con ello hemos de luchar y de bregar, pero sin temor y quizá también sin esperanza. Hemos de relativizar o, mejor aún, prescindir de esas certezas rigurosas que nos amurallan –o eso creemos, con error manifiesto– frente al tiempo y sus azares, frente al sufrimiento y la muerte: dioses, ejércitos, códigos, credos, clanes, jefes, salvadores terrenos o ultraterrenos. Son consuelos indignos. La única dignidad posible consiste en aceptar nuestra esencial fragilidad, esta nada provisional que somos, hasta que se haga definitiva. Y para ello hace falta valentía, que no es sino una forma de entendimiento, una apesadumbrada lucidez. El fascista, el integrista, el fanático, son cobardes: tanto más cuanto con más ferocidad se aferren a la ideología que juzguen redentora. No confían en sí mismos ni en el prójimo lo suficiente como para dejar que las cosas sean sin arrebato ni ensañamiento. Sí, paradójicamente, quienes más predican la disciplina y la fuerza son los más pusilánimes: sus prédicas les sirven para ocultarlo, o para transformarlo en una energía que les impulse a sobrevivir. Trump, Duterte, Bolsonaro, Abascal y todos los demás fascistas contemporáneos son, antes que fantoches de la caverna (una caverna, insisto, bien iluminada por lámparas led y pantallas de plasma), ejemplos de nuestras quebraduras más íntimas, del pánico que nos amenaza, de lo peor que albergamos.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 27 de octubre de 2018
lunes, 22 de octubre de 2018
Jardín de grava
Hoy se presenta el último libro –que siempre es el último por poco tiempo, porque su autor siempre tiene otro próximo a aparecer– de Ernesto Hernández Busto, Jardín de grava, publicado por Godall Ediciones, una joven y activa editorial barcelonesa. Ernesto nació en Cuba en 1968 y, como tantos otros cubanos espabilados, se fue –o lo mandaron– a estudiar a la Unión Soviética. Iba para matemático, pero en 1991 decidió que prefería las letras a los números y el mundo libre al castrismo. Emigró, pues, a México y empezó a desplegar una intensa actividad cultural y literaria –colaboró con Vuelta, entre otras revistas e instituciones–, y en 1999 se estableció en Barcelona, donde ha seguido cultivando el ensayo –La ruta natural–, el diario –Diario de Kyoto–, la poesía –antes de Jardín de grava publicó Miel y hiel. 44 versiones latinas–, la traducción –Pound y Brodsky han sido los últimos autores que ha abordado– y el periodismo. A Ernesto lo conocí en la presentación de El corazón, la nada. Antología poética 1994-2014 en Madrid, cuando yo vivía en Londres. Me llamó la atención su sobriedad –infrecuente, quizá, en un cubano– y su porte cuidado, distinguido. Hoy renueva la favorable impresión que entonces me causó con una elegante americana y un suéter delicadamente amarillo, que no tiene –que no puede tener, en su caso– ninguna connotación política. Nunca había estado en la librería Haiku, en el barrio de Gracia, especializada, como su nombre sugiere, en literatura oriental y, en especial, japonesa. Es muy pequeña: varios espacios, tan exiguos que apenas pueden llamarse espacios, atiborrados de libros, se suceden desde la entrada hasta el patio trasero. Este, en cambio, supone un desahogo: ocupa casi todo el interior de la manzana en la que se encuentra la librería. Observo, sin embargo, que no hay ningún jardín de grava, y ni siquiera un triste cerezo (aunque sí algunos árboles que no sé identificar: yo soy de ciudad; para mí, todo lo que tiene ramas y hojas, y no se mueve de donde está, son árboles). La amplitud es suficiente, pero presentar Jardín de grava en un jardín sin grava y sin cerezos me decepciona un poco. (Tampoco hay geishas ni sake: la ambientación es decididamente escasa). Pese a todo, el ambiente es sugerente. La noche no tarda en caer, y las sombras envuelven a los ponentes –Ernesto está acompañado por Jordi Mas, profesor de traducción y experto en literatura asiática– hasta casi difuminarlos. Lo impiden tres velas que el dueño de la librería ha dispuesto en la mesa a la que se sientan, y que la brisa, no obstante, se empeña en apagar. También enciende un foco lateral cuyo haz golpea antes que ilumina (yo evito el golpe pegándome a Matilde, la editora de Godall, que se ha sentado a mi lado; espero que me perdone, pero para eso están los editores: para dar amparo a los autores). El juego de las sombras de la noche y las luces de las candelas dibuja turbulentos arabescos en las caras de los ponentes. Con esta escenografía, no sé si sería más adecuado presentar un libro de Poe o de Lovecraft. Nos sobrevuela, cantando, algún pájaro (con los pájaros me pasa como con los árboles, aunque alcanzo a distinguir gorriones, palomas y, de un tiempo a esta parte, cotorras argentinas; todos los demás nutren la categoría inespecífica de pájaros), pero también, por desgracia, el insufrible estruendo de los helicópteros, que apaga la voz de Ernesto. Al parecer, la policía está desalojando una casa okupada, Ca La Trava –Gracia es el epicentro de todas las okupaciones del país: el paraíso de los perroflautas–, y los helicópteros garantizan el control del aire, al que los okupas solo pueden acceder mediante tirachinas y bengalas. Ernesto se sobrepone gallardamente a las circunstancias y nos da una charla espléndida sobre las tradiciones poéticas del Japón y su presencia en la literatura de Occidente, y, por supuesto, en su propia literatura. Habla sin leer papeles ni notas, y su discurso, sin perder un flujo unitario, se ramifica en una multitud de referencias, de excursos, que revelan una formación cosmopolita y una capacidad dialéctica afilada por la reflexión y la escritura incansables. Este es el aspecto, a mi juicio, más importante de la charla: el relato de cómo ha hecho suyas esas tradiciones orientales, de cómo se ha apropiado –y adaptado a su propio impulso creador– un corpus retórico muy alejado de su educación literaria, pero, quizá por eso, muy fructífero, que ensancha hasta el asombro las posibilidades expresivas. Me interesa mucho ese paso. Yo también he cultivado el haiku y sé de sus dificultades, casi de sus peligros: convencidos de su facilidad, muchos lo practican como si fueran los pistachos de la poesía: composiciones que se pergeñan al desgaire, casi sin querer, sobre cualquier cosa, casi de cualquier manera. Y, por supuesto, muy pocos son conocedores del inmenso bagaje retórico y cultural que sostiene al haiku (y al renga, y al tanka, otras formas poéticas con las que está emparentado). Ese bagaje se pierde con el trasvase y la práctica inadvertida y universal. Lo peor que le puede pasar al haiku es que se convierta en una suerte de aforismo enjoyado, en un engarce de tropos espectaculares. El haiku no es solo, ciertamente, esa aprehensión del instante que han predicado los manuales y el propio Octavio Paz: no tiene carácter iluminativo ni sacro. Pero sí ha de mantener, a mi juicio, cierta levedad constitutiva, cierta prieta fugacidad. Ha de ser un trazo momentáneo, que incorpore la agilidad del aire y la espesura de la luz. Lo que pesa, lo deshace. Puede hablar de cosas triviales u hondas –los jiseis, poemas de despedida de la vida, constituyen una tradición singular en el mundo del haiku–, pero debe hacerlo con el equilibrio de un chispazo o la etereidad de una revelación. Jardín de grava incorpora, explica Ernesto, tres conjuntos de poemas: las versiones –traducciones– de otros poemas; las piezas que "son alusiones (...), guiños y resonancias, poemas que no hubieran existido sin los autores que menciono"; y los haikus propios de la última sección. De nuevo, todo aparece entretejido, todo es eco o jirón o vástago de otra cosa que integra un único tronco conceptual y un solo impulso existencial. Ernesto lee unos cuantos poemas, iluminando las páginas del libro con la linterna del móvil (a estas alturas, el viento, encabritado acaso por los helicópteros, ha apagado dos de las tres velas de la mesa). Y yo transcribo a continuación sendos ejemplos de estos tres ejercicios poéticos de Jardín de grava:
(Ishikawa Takuboku)
Cielo de otoño:
tan vasto, tan vacío,
tan desolado.
¡Que al menos algún cuervo
o cualquier cosa vuele!
*
[Valerio Magrelli]
Aire de abril,
casi tan tibio como
una mejilla.
*
Hace una pausa
la luna en la persiana:
pez en su jaula.
miércoles, 17 de octubre de 2018
Oscar Wilde, Alfred Douglas y el (odioso) marqués de Queensberry
Siempre me ha atraído la figura de Oscar Wilde. Digo bien: su figura antes que su literatura. Su inteligencia acerada, su amor por la paradoja, su dandismo trasnochado (todo dandismo, deliciosamente, lo es), su esteticismo implacable y la persecución que sufrió, por maricón, por parte de la sociedad victoriana me lo hacen irremediablemente simpático. Su obra no acaba de seducirme, aunque De Profundis, la Balada de la cárcel de Reading y algunas piezas de teatro sean seductoras. No es un mal bagaje, en realidad: muchos escritores que alcanzan la fama no dejan en la literatura tantas obras meritorias como él. Cuando viví en Londres, veía a menudo la que fue su casa durante una década, entre 1885 y 1895, en el número 34 de Tite Street, en el barrio de Chelsea. Allí estaba la placa redonda y azul con que la ciudad recuerda a sus residentes célebres. De mis paseos por Tite Street di cuenta en una entrada de mi blog inglés, Corónicas de Ingalaterra (https://eduardomoga.blogspot.com/2013/10/oscar-wilde-en-tite-street.html). También colgué otra sobre la cárcel de Wandwsorth, en la que estuvo encerrado casi cinco meses en 1895, antes de ser trasladado a la definitiva de Reading, donde cumpliría el resto de la condena a dos años de trabajos forzados que se le había impuesto por "ultraje a la moral pública", el tipo penal que castigaba las prácticas homosexuales que no supusieran penetración (cuando había cópula, era sodomía: así de minuciosa y eufemística era la justicia británica de la época), y donde escribiría su célebre Balada (https://eduardomoga.blogspot.com/2014/09/clapham-junction-y-la-carcel-de.html). Hace poco, en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión de Barcelona, me hice por unos pocos euros con un ejemplar de Cartas a Lord Alfred Douglas, una recopilación de las epístolas de Wilde a su enamorado (las pocas que sobrevivieron a este, que confesó haber destruido más de 150), traducidas, prologadas y anotadas por Luis Antonio de Villena (Barcelona, Tusquets, 1987). El libro tiene, en las páginas de respeto, un exlibris de un unicornio y una dedicatoria de Juanvi a Eulalia, fechada en enero de 1990. El tal Juanvi demuestra conocer la poesía de Wilde y saber escribir: "Aquí tienes", dice, "dispersas en su pasión y sus momentos, las semillas (aunque burbujas) del DE PROFUNDIS. Te las entrego en la confianza de que nunca, Eulalia, habrá cartas así entre nosotros... Aprendo a amarte". Me encantan las dedicatorias: me llenan de melancolía, me sugieren visiones, me permiten, fugazmente, meterme en la piel de otros, que es, precisamente, uno de los fines de la literatura. Esta es, además, una dedicatoria cultivada y muy personal (aunque no muy existosa, a la vista del destino que se le ha dado al libro): mejor aún. Las cartas –casi exclusivamente de Wilde a Douglas; de este solo hay una, en apéndice, junto con el soneto "El poeta muerto", escrito en 1901 e incluido en Sonnets, de 1909, e inspirado por Oscar– revelan la pasión –muy idealizada, sí, pero también muy física– y la torrencial admiración del autor de El retrato de Dorian Gray por su "queridísimo muchacho". Así lo veía él, y así lo vemos nosotros, todavía, en las fotos que se han conservado del Douglas joven: un efebo rubio, delicado, casi virginal, aunque, según todos los testimonios, dotado también de un genio imprevisible y un carácter endemoniado. Esto le escribía Oscar en la carta del 20 de mayo de 1895, mientras esperaba, con pesimismo, el veredicto del juicio al que había sido sometido, que se dictó cinco días después: "Mi dulce rosa, mi delicada flor, mi lirio de los lirios, será a buen seguro en la prisión donde tendré que probar el poder del amor. Veré si puedo convertir en dulces las aguas amargas con la intensidad del amor que te tengo (...). Aunque cubierto de fango, te enalteceré, te llamaré desde los más profundos abismos [he aquí, acaso, la semilla más reconocible del De Profundis posterior, el salmo 130: De profundis clamavi ad te, Domine...]. En mi soledad estarás conmigo. He determinado no rebelarme, sino aceptar cada ultraje por devoción al amor. Dejar que mi cuerpo sea deshonrado tanto como pueda mi alma conservar tu imagen. De tu pelo sedoso a tus delicados pies, representas para mí la perfección. (...) Lo que la sabiduría es al filósofo, lo que Dios al santo, eres tú para mí. Mantenerte en mi alma es el único objeto de este dolor al que los hombres llaman vida. ¡Oh, amor mío, que aprecio sobre todas las cosas, blanco narciso en un campo ubérrimo, piensa en la aflicción que cae sobre ti, aflicción que solo el amor puede iluminar. (...) Te quiero, te quiero, mi corazón es una rosa a la que tu amor ha hecho florecer, mi vida un desierto aventado por la brisa deliciosa de tu aliento, cuyos refrescantes manantiales son tus ojos; la huella de tus pequeños pies forma para mí valles de sombra, el aroma de tu pelo es cual mirra, y donde quiera que vayas exhalas el perfume del árbol de la casia" (págs. 107-109). El veredicto fue, en efecto, condenatorio, y Wilde descendió de golpe de las alturas de la fama a las simas de la lobreguez, de las que ya nunca emergió: tras salir de la cárcel, en 1897, malvivió en Francia bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth y malmurió, solo y en la miseria, en 1900, con 46 años. Volvió a verse con Alfred Douglas en estos años finales, y hasta convivió con él algunos meses en Nápoles. Pero las presiones de ambas familias –el padre del efebo y la mujer de Wilde (porque Wilde estaba casado y tenía dos hijos)– acabaron con toda posibilidad de continuar la relación. El padre del amante de Wilde era nada menos que John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberry, el fundador de las normas modernas del boxeo (que, curiosamente, solo era 10 años mayor que Wilde, y que le dio la satisfacción de morirse unos meses antes que él). El hombre, amén de aristócrata, era bastante zoquete: había estudiado en Cambridge, como todos los jóvenes bien de la nobleza británica, pero no había conseguido licenciarse. Se conoce que el latín le gustaba menos que el críquet, la caza del zorro y, naturalmente, el boxeo. Su oposición a la relación entre su hijo Alfred y el, a sus ojos, marimacho de Wilde fue radical desde el principio: los acosaba en los lugares que frecuentaban, a veces acompañado por un púgil musculoso, como Wilde recuerda en una carta, les dificultaba los encuentros, maldecía públicamente de ambos. Oscar y Alfred lo llamaban "El marqués escarlata", por cómo se le ponía la cara cuando se enfadaba, cosa que sucedía muy a menudo y que debía de ser muy desagradable de ver. En 1895, el marqués, harto de los devaneos filiales, le mandó una tarjeta de visita a Wilde, en su club, en la que había escrito "Oscar Wilde, que presume de sondomita". Sholto ni siquiera había aprendido ortografía en Cambridge, y su confusión ha pasado a la historia universal de la burricie. No obstante, no se entiende cómo alguien tan lúcido como Wilde se dejó convencer para presentar una demanda por difamación contra el marqués. Al parecer, tanto Alfred como los demás miembros de su familia, que odiaban al unísono al padre, le instaron a hacerlo, y Wilde accedió, sin reparar en que así se metía en la boca del lobo. Los jueces absolvieron al aristócrata, como sin duda hacían nueve de cada diez veces cuando el acusador era alguien de la calaña de Wilde, e iniciaron un proceso contra este por sodomía e indecencia, que, entonces sí, acabó en condena de cárcel e incautación de bienes. Es significativo que el marqués de Queensberry fuera tan escrupuloso con las aficiones homoeróticas de su vástago, pero tan desinhibido con sus propias costumbres: su mujer lo demandó por adulterio, él se volvió a casar y a separar, y acabó muriendo de sífilis, es de suponer que no contraída en los pudibundos lechos conyugales, sino en los numerosos prostíbulos de los que era parroquiano. Curiosamente, su hijo mayor, Francis, también le salió sarasa. Este mantuvo relaciones nada menos con Archibald Primrose, quinto duque de Roseberry, que luego sería primer ministro de Su Graciosa Majestad, y el marqués escarlata, al parecer más escarlata que nunca, lo amenazó con divulgar sus aberrantes inclinaciones si el gobierno no encausaba a Oscar Wilde, que estaba, por su parte, corrompiendo a Alfred. A su titubeante ortografía el marqués sumaba un completo desconocimiento del principio de separación de poderes. Pero es que, por una extraordinaria injusticia del destino, le tocó lidiar con una nutrida representación del pecado nefando en su propia familia; a él, guardiamarina, cazador y amante de los puñetazos, que era tan macho. Pese a sus muchos defectos y zafiedades, entre los que brilla con luz propia la homofobia –que era, por otra parte, la homofobia de su época–, Queensberry cuenta con algunos puntos a su favor: civilizó el boxeo –valga el oxímoron–, que antes era una salvajada sangrienta, que resultaba con frecuencia en gravísimas lesiones y muerte, y en 1880 se negó a volver a ocupar el asiento en la Cámara de los Lores en el que se había sentado desde 1872, porque se le exigió que prestara juramento religioso a la reina y él no quiso a hacerlo: era ateo y no deseaba participar en una "payasada cristiana". A mí, todos los ateos me caen simpáticos. Y hasta era escritor: en 1873 había compuesto un largo poema filosófico, El espíritu del Matterhorn, y, algunos años más tarde, un panfleto inquietantemente titulado La religión del secularismo y la perfectibilidad del hombre. Desde luego, él era muy perfectible, y habría sido de agradecer que se hubiese aplicado las enseñanzas del opúsculo a sí mismo. En cuanto a Alfred Douglas, también fue un pájaro de cuidado. Su aspecto eternamente adolescente ocultaba una personalidad turbulenta. Escribió mucha poesía, casi toda mala (aunque Wilde no deja de alabarla en sus cartas, pero se comprende: el amor entontece), y un primer libro sobre su relación con él, Oscar Wilde y yo, publicado en 1914 (y redactado, en su mayor parte, por un negro, el director adjunto de The Academy, la revista literaria que a la sazón dirigía), en el que no dejaba bien parado al que había sido, supuestamente, su gran amor. Era racista, y fundó una revista ferozmente antisemita, Plain English, en la que, entre muchas otras barbaridades, se llegó a afirmar que "hacía falta un Ku Klux Klan" en Gran Bretaña. Al final de su vida, renunció a esas ideas y abrazó el catolicismo, o más bien el integrismo católico, en una nueva demostración de que los que se sitúan en un extremo ideológico nunca cambian, aunque se sitúen en el extremo ideológico contrario. Se pasó, en fin, media vida pleiteando con unos y con otros: el gusto por los juicios le debía de venir del padre. El más conocido de todos fue el que sufrió en 1923 por difamar a Winston Churchill, acusándolo, entre otras lindezas, de participar en una conjura para asesinar a lord Kitchener, secretario de Estado para la guerra. Fue condenado a seis meses de cárcel, una experiencia de la que nunca se recuperó, según propia confesión, pero que aprovechó para escribir un remedo de la Balada de la cárcel de Reading, titulado In Excelsis (seguramente tomado del Gloria in excelsis Deo que se canta en la liturgia católica), que algunos consideran su mejor poema, que no sé si es mucho decir. Esta vez no utilizó a ningún negro, que se sepa, pero no dejó de suscitar dudas: Douglas afirmó haberlo escrito en la cárcel, como había hecho Wilde con De Profundis, pero, como no le dejaron sacar el manuscrito al salir libre, hubo de recomponerlo después de memoria. Y hay quienes creen que no lo escribió entre rejas, lo que le otorgaría una pátina excepcional, semejante a la de su ilustre enamorado, sino cuando ya estaba libre, en la paz del hogar. No obstante, para ser justo con él, transcribo a continuación el poema inspirado por Wilde, con mi traducción. Si lo que expresa es verdadero, habrá que reconocerle a Bosie, como lo llamaba Oscar, alguna virtud creadora y, sobre todo, alguna pureza de sentimiento, algún atisbo de amor.
I dreamed of him last night, I saw his face
All radiant and unshadowed of distress,
And as of old, in music measureless,
I heard his golden voice and marked him trace
Under the common thing the hidden grace,
And conjure wonder out of emptiness,
Till mean things put on beauty like a dress
And all the world was an enchanted place.
And then methought outside a fast locked gate
I mourned the loss of unrecorded words,
Forgotten tales and mysteries half said,
Wonders that might have been articulate,
And voiceless thoughts like murdered singing birds.
And so I woke and knew that he was dead.
Anoche soñé con él. Vi su cara
radiante, sin sombra de aflicción,
y, como antaño, pródiga en música,
oí su voz de oro, lo vi descubrir
la gracia oculta de las cosas triviales
y conjurar los encantos incluso del vacío,
hasta revestir las cosas de belleza, como de un ropaje,
y hacer del mundo un lugar encantado.
Luego me vi ante una reja inamovible,
llorando la pérdida de palabras sin memoria,
de cuentos olvidados y misterios apenas desvelados,
de maravillas que habrían podido decirse
y pensamientos sin voz, como ruiseñores asesinados.
Entonces me desperté. Sabía que había muerto.
viernes, 12 de octubre de 2018
De política (4): Cosas (preocupantes) que pasan en Extremadura
Los presidentes de seis comunidades autónomas –Castilla y León, La Rioja, Galicia, Castilla-La Mancha, Asturias y Aragón: las tres primeras, gobernadas por el PP; las tres segundas, por el PSOE– se han coaligado, y en septiembre se han vuelto a reunir, para instar al gobierno de la nación a una reforma del sistema de financiación y la adopción de medidas urgentes contra la despoblación, uno de los problemas más graves, si no el más grave, de sus regiones. La desertización de Extremadura es vertiginosa, y más alarmante todavía que en esos seis territorios de la España vacía, porque no solo afecta a los pueblos, que están exhaustos y, en muchos casos, a punto de desaparecer, sino también a la población urbana: hasta las ciudades extremeñas pierden ya habitantes. Según las últimas proyecciones demográficas del Instituto Nacional de Estadística, la población de Extremadura se reducirá en más de 70.000 habitantes en los próximos 15 años (el tercer descenso más acusado por comunidades autónomas), hasta situarse por debajo del millón de habitantes (ahora tiene 1.070.000). Pese a lo preocupante de los datos, Extremadura no se ha unido al grupo de comunidades que presiona por revertir o al menos mejorar la situación. ¿Por qué no?
En la Sierra de Gata, cerca de mi pueblo, Hoyos, se acaba de inaugurar un hotel, el primer edificio de un complejo de ocho, que configurará un llamado Campus Phi, sede de la Universidad de la Consciencia (sic), y donde tendrá también su sede la organización promotora del proyecto, la Fundación Phi, radicada hasta ahora en Puçol (Valencia). La buena noticia es que, en una zona deprimida (e incendiada) como la Sierra de Gata, se levante un establecimiento hotelero (de cuatro estrellas) que dé trabajo a la gente del lugar y atraiga el turismo (aunque atraer el turismo no sea algo que queramos necesariamente los que pasamos largas temporadas en aquel sosiego, y sin entrar en consideraciones sobre la ecología: quiero pensar que el mazacote del hotel, y del proyecto en general, que se encuentran en un hermoso paraje del monte Jálama, cuentan con todos los estudios de impacto ambiental y permisos de obras necesarios). La mala es que la Fundación Phi tiene todas las trazas de ser una secta. Y las sectas, a la larga, no dan dinero: lo quitan, además de suponer un grave perjuicio para la integridad intelectual de las personas y las comunidades a las que contaminan. Un vistazo a la página web de esta Fundación intranquiliza, como poco. Que se pretenda crear una "Universidad de la Consciencia" (normalmente, se crea la universidad y luego el campus; aquí ha sido al revés: ya hay campus, esperemos que no de concentración, aunque todavía no hay universidad) es per se preocupante. Pero asomarse a los principios que inspiran a la Fundación, los objetivos que persigue y las técnicas que emplea para alcanzarlos mueve al espanto. Esta es la finalidad principal de la Fundación Phi: "Como ninguna cosa puede verse como separada del Todo al que pertenece, nuestro objetivo es fomentar el necesario respeto al equilibrio entre cuerpo-mente-espíritu-entorno en la sociedad en que vivimos, para favorecer el estado de salud global e integral. Un respeto profundo a la verdad y a la unidad de la existencia es imprescindible para alcanzar la salud global del hombre y del planeta, entendida como un estado de armonía total. Salud Global es un estado de libertad total que llena de felicidad al ser humano”. Y, para alcanzar esa armonía total y esa felicidad que desborda al ser humano, la fundación practica y subvenciona la medicina natural (una denominación bajo la que suelen esconderse seudociencias y estafas, como la homeopatía o los tratamientos de herboristería contra el cáncer y otras graves enfermedades), la respiración holística, el par biomecánico –una terapia según la cual dos imanes pueden depurar el cuerpo, haciendo que los campos magnéticos nivelen el PH del cuerpo y eliminen virus y bacterias– y la medicina cuántica SCIO –que, en palabras de la Fundación Phi, "restablece o neutraliza los patrones de ondas negativas (o sea, pone orden en el caos)"–. Como fuente de financiación de sus actividades, entre otras, la Fundación Phi ofrece a sus asociados, simpatizantes, alumnos (en el futuro) y público en general un completo merchandising, que incluye, entre otros sofisticados productos, tarjetas bioenergéticas (que armonizan y aumentan el nivel de energía), armonizadores electromagnéticos (que neutralizan las radiaciones electromagnéticas nocivas de los móviles y ordenadores) y gafas reticulares-estenopéicas (sic), sea esto lo que sea. El patrón de la cosa es el bilbaíno Félix Balboa Lezáun, que atiende por H. H. Swami Rameshwarananda Giri Maharaj, monje de la orden Advaita Vedanta Sannyasin (Dasanami Sampradaya) y miembro de la Elijah Board of World Religious Leaders [Junta de líderes religiosos mundiales de Elijah], entre cuyos méritos profesionales hace constar que es el "Fundador del Método Phi, Psicoeducador Especialista en D. A. H. y Técnicas de Relajación y Respiración", así, todo con mayúsculas iniciales (y dejándonos con la intriga de qué sea "D. A. H.": ¿director de artimañas horrendas?). Todo recuerda, en fin, a una de esas camarillas yóguicas que predican papillas filosóficas orientales y una espiritualidad de cuchufleta, eficacísimas, empero, para hacer negocios muy occidentales. Lo más preocupante, sin embargo, no es que una organización como esta exista, ni hasta que sea capaz de levantar un hotel e incluso una universidad en una montaña cacereña, sino que los máximos representantes de la comunidad la apoyen y ratifiquen. El presidente Fernández Vara –que es médico– asistió hace un mes a la inauguación del hotel de la Fundación Phi. Y en octubre de 2015 había recibido al swami Félix en Mérida, con memorables resultados: el presidente ha revelado que quedó impresionado: «Cuando se fue del despacho, sentí cosquillas en el estómago; no era capaz de asimilar todo lo que había contado». Entiendo que los gestores públicos estén ansiosos por que se invierta en su comunidad, sobre todo en una tan carente de inversiones como Extremadura, y en una zona tan necesitada como la Sierra de Gata, pero uno preferiría que no le hicieran cosquillas en el estómago los charlatanes seudohinduistas, sino los proyectos racionales, que no insulten la inteligencia de sus conciudadanos, que no vendan tratamientos milagrosos contra las enfermedades ni promuevan fantochadas espiritualistas. Que la Junta de Extremadura no esté en la alianza de comunidades contra la despoblación y sí en esta iniciativa deplorable, es incomprensible.
La Editora Regional de Extremadura ha publicado cinco libros desde mi marcha, el 4 de abril pasado: sendas poesías completas, de Pablo Jiménez y Bartolomé Torres Naharro; las Odas de Miguel Torga; el diario/libro de memorias Espejos invisibles, de María José Chinchilla; y el volumen de ensayo Naturaleza intangible, de Dionisio Romero. Los cinco fueron aprobados y contratados por mí. Y de cuatro de ellos –menos Espejos invisibles– yo, personalmente, corregí pruebas. Sé que han aparecido los libros no porque los haya visto en librerías (aunque, tras año y medio de hercúleos esfuerzos, conseguí que se volviera a licitar el servicio de distribución, se adjudicó a las mismas nefastas distribuidoras que lo tenían asignado), ni porque la ERE haya tenido la cortesía de enviármelos, sino por la información aparecida en su página web y porque algunos amigos, ajenos a la Editora, se han tomado la molestia de mandármelos. No señalo este hecho para afirmar que la ERE esté en el dique seco, ni que mi sucesor me haya relevado con la eficacia de un gato de escayola, sino para reivindicar, objetivamente, la labor realizada durante dos años largos, que, además, y a menos que la actual dirección decida no honrar los compromisos adquiridos, se va a prolongar durante bastante tiempo: los libros aceptados llenaban casi dos años de programación.
La Editora Regional de Extremadura ha publicado cinco libros desde mi marcha, el 4 de abril pasado: sendas poesías completas, de Pablo Jiménez y Bartolomé Torres Naharro; las Odas de Miguel Torga; el diario/libro de memorias Espejos invisibles, de María José Chinchilla; y el volumen de ensayo Naturaleza intangible, de Dionisio Romero. Los cinco fueron aprobados y contratados por mí. Y de cuatro de ellos –menos Espejos invisibles– yo, personalmente, corregí pruebas. Sé que han aparecido los libros no porque los haya visto en librerías (aunque, tras año y medio de hercúleos esfuerzos, conseguí que se volviera a licitar el servicio de distribución, se adjudicó a las mismas nefastas distribuidoras que lo tenían asignado), ni porque la ERE haya tenido la cortesía de enviármelos, sino por la información aparecida en su página web y porque algunos amigos, ajenos a la Editora, se han tomado la molestia de mandármelos. No señalo este hecho para afirmar que la ERE esté en el dique seco, ni que mi sucesor me haya relevado con la eficacia de un gato de escayola, sino para reivindicar, objetivamente, la labor realizada durante dos años largos, que, además, y a menos que la actual dirección decida no honrar los compromisos adquiridos, se va a prolongar durante bastante tiempo: los libros aceptados llenaban casi dos años de programación.
domingo, 7 de octubre de 2018
Víctor Ramírez y la Galerie K (y dos caídas)
Asisto hoy a una doble y simultánea inauguración en Barcelona: la de la Galerie K, del arquitecto alemán Manfred Kluckert, y la de la exposición Entre huellas y rastros, del pintor chileno, pero afincado en Barcelona desde 1975, Víctor Ramírez. Me cuesta dar con el local, porque nada, ningún rótulo ni indicación, lo identifica en la calle. Por fin distingo algunos cuadros de Víctor dentro de un establecimiento en el que aún se están haciendo obras: varios operarios, con mono azul o blanco –una policromía muy mironiana–, entran y salen cargados de cables, cubos, barras y mamparas. El lugar huele intensamente a pintura, y no solo a la del pincel del artista, sino, sobre todo, a la de las brochas gordas que lo han pintado todo de blanco, y que aún deben de estar húmedas. Saludo al llegar a Vicenç Altaió y Juan Bufill, dos de los cuatro poetas que vamos a participar en el acto. A Vicenç, que luce una gallarda coleta, aunque no tan frondosa como la que adorna el revolucionario cráneo de Pablo Iglesias, lo traduje e incluí, hace algunos años, en una antología de poesía contemporánea en catalán que publiqué en el Fondo de Cultura Económica. La cordialidad de aquel contacto ha perdurado hasta hoy, en que charlamos con naturalidad sobre arte, literatura y nuestras respectivas situaciones profesionales. No es fácil que entre antologados y antólogos surja una relación de amistad. De hecho, ejercer de antólogo es una de las tareas más ingratas del mundo literario: los antologados dan por supuesto que deben serlo, por lo que no conceden ningún mérito al antólogo, que se limita a reconocer lo evidente; y los que no lo son, que están seguros de que deberían serlo, tampoco se lo conceden, porque no ha sabido reconocer lo evidente. Por su parte, con Juan Bufill coincidí hace dos días, en la presentación de Un gran ser, el poemario con el que la norteamericana C. D. Wright ha dejado, felizmente, de ser inédita en España. Tanto Juan como yo hemos publicado libros de versos en Vaso Roto: él, Antinaufragios, en 2014; yo, Insumisión, en 2013, y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en 2017. Y esa es una de las razones por las que ambos estamos aquí: Víctor Ramírez es el ilustrador de la editorial, y las cubiertas de nuestros libros son obra suya. Su trabajo, como se advierte con esplendidez en los grandes cuadros que cuelgan hoy de las paredes, maneja una abstracción más que dinámica: arrolladora, plagada de contraluces, fugas y ecos, vital como un estallido. Él, en cambio, es una persona discreta, afable, de una discreción y una afabilidad iluminadoras. Me alegra encontrarme con Blanca Ruiz, muy querida amiga, y su amiga Daniela, rumana pero con una larga residencia ya en España, que han atendido mi invitación y han venido desde Viladecans, donde residen. También veo por ahí al ensayista y poeta Jaime D. Parra, con su inconfundible gorra. La sala se ha llenado. Acostumbrado a las magras asistencias de los actos poéticos, he sugerido al llegar que se invitara también a asistir a los albañiles que aún trasiegan por el local. Pero mi sugerencia solo ha revelado mi ignorancia del funcionamiento de las inauguraciones pictóricas y del mucho público al que convoca, con razón, Víctor Ramírez. La primera intervención corresponde al galerista, Manfred Kluckert, que lee en catalán, con fuerte acerto germánico, un texto de bienvenida. Luego, el editor Jordi Nadal, amigo tanto del pintor como del galerista, hace una vigorosa evocación de los orígenes de esa amistad y concluye anunciando que no podrá quedarse en la inauguración, porque ha de atender una obligación editorial en el cercano Liber. A continuación, Vicenç, que funge de maestro de ceremonias poético, indica que sea yo el que rompa el fuego de la lectura. Así lo hago, no sin antes vencer el vértigo que produce la enorme ventana, abierta de par en par a nuestra espalda (para que el olor a pintura no acabe mareándonos, supongo), que da a la calle México. Esa gran abertura plantea otra dificultad: el ruido del tráfico, espeso –veo pasar una furgoneta de reparto de comida china y un coche fúnebre–, al que los versos que leamos habrán necesariamente de sobreponerse. Antaño, cuando era más joven y feroz, valga la redundancia, yo reivindicaba la sacralidad de la poesía, como si leer poemas, o cualquiera otra de sus manifestaciones, fuera un acto litúrgico, y, por lo tanto, exigía en mi fuero interno –y, a veces, en el externo– que me rodease el silencio. Ya no: la poesía ha de ser tan humana, tan dúctil y porosa, como para enfrentarse al bullicio que impongan las circunstancias, y, para superarlo, para sobrevivir a él, tiene que fundirse con él. Leo, pues, con voz enérgica, intentando que los octosílabos de las décimas (de Décimas de fiebre) que he elegido para la ocasión –hay que ser breve y, sobre todo, no cansar: la gente está apretujada y de pie– resbalen por los acelerones de los coches y los chirridos de los frenazos, y lleguen a los oídos del público contaminados de vida, sí, pero aún íntegros, no despojados de su música. Después de mí, Àngels Moreno, una joven poeta en catalán a la que no conozco, lee un fragmento de un poema-libro inédito de 800 versos, según nos informa. Por suerte, y también por desgracia, es un fragmento. Conozco bien –yo, que tengo una tendencia malsana y casi incurable al poema largo– las dificultades que plantea primero escribir y luego leer piezas tan extensas como esta (de hecho, su poema de 800 versos me recuerda a varios míos, que tienen esa extensión o incluso superior). La imposibilidad de recitarlos enteros supone siempre una amputación, que priva a lo leído de una parte de su ritmo y su sentido, y a los auditores, de una comprensión global del texto. En actos como el de hoy se impone la brevedad, y eso requiere una selección estricta de los poemas. No estoy seguro de que Àngels la haya hecho. El tercero en leer es Juan Bufill. Sus poemas son buenos, pero él no parece dar demasiada importancia a la recitación, y eso los desluce un poco. Por último, en la mejor tradición de la vanguardia, Vicenç Altaió lee un solo poema, aliterativo, monosilábico, onomatopéyico, cuyo núcleo es el fonema /o/: corc, corb, roc, solc, que me recuerda a composiciones de Joan Brossa y la "Tirallonga de monosíl·labs", de Pere Quart (que el ayuntamiento ha impreso en la fachada de una casa de mi pueblo, Sant Cugat), y que, bien ejecutado, con la dosis justa de teatralidad, aterriza dichosamente en el público. Cada vez se me aparece con mayor evidencia la necesidad de leer bien los poemas: con nitidez, sin prisa, con las pausas, inflexiones y cambios de ritmo que reclame su orografía, pero sin monumentalidad ni engolamiento. El poema ha de brotar, en la voz, como una cosa viva, acometida por las fracturas y temblores de todo organismo palpitante, hecha de las luces y sombras de la lengua y el aire. Quien lo declama ha de creer en él, pero tampoco demasiado, como nada ha de ser demasiado. Y no está mal que en su declamación se perciba esa chispa de ironía, esa distancia última, enterrada en la vocalización, que es la misma que nos separa de todo, incluso de nosotros mismos. Unas brevísimas palabras de agradecimiento de Víctor Martínez, al que acompaña su mujer, Lorena, que ha organizado el acto, le ponen fin. Nos invita a tomar una copa en la planta de abajo, y allá que vamos por una escalera metálica. (Esta es otra diferencia significativa, y lacerante, con las presentaciones de libros y eventos poéticos en general: cada vez es más difícil encontrar alguno en el que se dé algo más que las buenas tardes). Cuando llego a los escalones inferiores, varias personas están ayudando a levantarse a una señora que se ha caído y que muestra un gesto dolorido. La sientan en una silla, mientras nosotros seguimos impunemente nuestro camino al bar. Recordaré esa caída cuando yo mismo me caiga, al entrar en el vagón del metro, de regreso a casa. Las puertas están a punto de cerrarse y no quiero que me dejen fuera. Salto, con agilidad improbable, tropiezo en el escalón de entrada (ese que supuestamente es antitropiezos) y me estampo contra el suelo del vagón. Por lo menos estoy dentro, pienso. E, ipso facto, y a pesar de lo que me duele la rodilla, que supongo arrasada por el rasponazo, me pongo de pie todo lo deprisa de que soy capaz, que no es mucho. Me gustaría incorporarme como un gimnasta, pero lo hago como lo que soy: alguien más parecido al potro en el que se entrena o a la colchoneta en la que cae. Me ayuda, no obstante, el sentido del ridículo: no importa lo destrozado que estés; lo primordial es recuperar la dignidad y alejarse cuanto antes de la catástrofe. Y así lo hago. Vuelvo a calzarme la mochilla, que, al vencerme, se me ha venido sobre la cabeza, y me alejo de las jóvenes que se me han acercado, preocupadas; que Dios las bendiga. "¿Está bien?", me preguntan. "Sí, gracias, perdón...", les respondo, confundido. Tengo aún en la cabeza las imágenes de Víctor; en la cara, un leve enrojecimiento; y en la rodilla, un dolor creciente. Pero he sobrevivido a una nueva torpeza.
Estas son dos de las décimas leídas en el acto de inauguración:
Hoy, jueves y lluvia, amando
atrozmente lo que no
tengo, dilapido el yo
que me asfixia y, sin mundo, ando
maquinal y maquinando
espinelas con espinas
que no hieren. Las sentinas
asoman a la cubierta.
Y con esta mano muerta
recojo esperanzas, ruinas.
A Claire Forlani
Tus orejas divergentes
no divergen en finura:
con escueta desmesura,
los cartílagos ingentes
trazan las altas tangentes
de las criaturas aladas.
Si con ellas separadas
eres bella, qué belleza
luciría tu cabeza
si las tuvieras pegadas.
martes, 2 de octubre de 2018
De política (3): desenterrar muertos
Desenterrar muertos es muy desagradable. Así nos lo recuerda el Dr. Viktor Frankenstein, en el El jovencito Frankenstein, cuando está desenterrando, con pico y pala, el cuerpo que le servirá para su experimento, que ha de revolucionar la ciencia: "¡Qué trabajo más desagradable!", le dice a Igor, su fiel y contrahecho ayudante. "No se queje, doctor, podría ser peor", le responde este. "¿Ah, sí? ¿Cómo?", pregunta a su vez el galeno. "Podría llover", contesta Igor. Y en ese momento suena un trueno descomunal. La sonrisa que esta escena me pone inevitablemente en la cara cada vez que veo la película –y la he visto muchas veces– se me borró cuando hube de desenterrar a mi padre. Su cadáver había pasado 25 años en un nicho del cementerio de Castelldefels, pero con el cuarto de siglo se agotaba el plazo en el que podía ocuparlo. Mi padre era un cadáver de alquiler, y lo iban a desahuciar; y lo hicieron sin más demora. Yo observé la tarea, que llevaron a cabo dos diligentes operarios municipales, y la recuerdo con horror, aunque no lloviese. Toda exhumación remueve no solo huesos, sino también, y principalmente, recuerdos y emociones, casi siempre arraigados en lo más profundo de la conciencia. Hay que tener, pues, mucho cuidado con ellas. Alguna, no obstante, por su significación colectiva, puede tener sentido y hasta ser necesaria. La de Franco, por ejemplo, recientemente acordada por el gobierno socialista, era imprescindible. Los partidos de derechas, el PP, heredero sociológico y, en buena parte, ideológico del franquismo, y Ciudadanos, ejemplo de autoritarismo dorado, por no hablar de los fascistas sin tapujos de VOX, se han opuesto a ella con argumentos tan peregrinos como capciosos. "No es un asunto urgente", han afirmado a coro. Sí lo era: llevaba 43 siendo urgente. Que nadie hubiese tenido el valor de acometerlo hasta 2018 no le restaba perentoriedad. Resultaba apremiante reparar el colosal insulto que representaba para la nación, y para cualquier persona decente, que un dictador sanguinario, responsable de una sublevación militar, una guerra civil y una autocracia de casi 40 sórdidos años, estuviese enterrado con boato en un monumento de Estado, construido con el sudor y las vidas de miles de prisioneros republicanos y disidentes políticos. La decisión de sacar los restos del déspota del Valle de los Caídos –y entregárselos a su familia, para que dispongan de ellos como crean conveniente– es justa, legítima y necesaria, dignifica la vida política y honra –ahora sí– a los muertos que Franco causó. Otras que se reclaman quizá no lo sean tanto. Acaba de iniciarse, o está a punto de hacerlo, la enésima busca de los restos de Federico García Lorca, promovida por el infatigable Ian Gibson, que ya lleva unas cuantas en su haber, todas infructuosas, y que ha confesado que dicha busca se ha convertido en una cuestión personal, en un fuego interior suyo, que solo se aplacará cuando los encuentre. Yo confieso, a mi vez, no saber muy bien qué puede aportar ese hallazgo, si es que se produce. Se conoce perfectamente el paraje en el que Lorca fue asesinado: el camino entre Víznar y Alfacar; también quiénes lo asesinaron y quién dio la orden de hacerlo: el general Gonzalo Queipo de Llano (al que, dicho sea de paso, muchas localidades cacereñas tienen, ignominiosamente, calles dedicadas). Un memorial en ese lugar, que dé cuenta de ese hecho infausto y de su significación histórica y literaria, basta para honrar su memoria. Si su cuerpo está ahí, es suficiente. Y si no está ahí, sino en paradero desconocido –una de las teorías que mejor explican que no se encuentre su cadáver es que se lo llevase su familia inmediatamente después del fusilamiento; quizá por eso se haya opuesto siempre a que se excave el lugar–, resulta asimismo coherente que se recuerde su figura y su muerte cruel en el sitio en el que, sin ninguna duda, le dieron café, con el vomitivo eufemismo cuartelero con el que Queipo de Llano decidió su suerte. Otro caso de reivindicación exhumatoria es el de Antonio Machado, enterrado, como es sabido, en el cementerio del pueblecito francés de Colliure, a donde llegó huyendo de las tropas franquistas desde Barcelona con su anciana madre. Pero no sobrevivió al Miércoles de Ceniza de aquel año terrible de 1939. Y en Colliure descansa desde entonces, en una tumba modesta, a la vera del mar, en la que siempre hay, sin embargo, flores, poemas y cartas. Recurrentemente se alzan voces que reclaman el traslado de sus restos a España. También discrepo: Machado está bien cuidado donde está: con humildad y cariño, como a él le habría gustado. Y que se encuentre en suelo francés forma parte de nuestra historia. De un modo doloroso pero cierto, su tumba también es España. Porque eso hemos sido (y seguimos siendo, me temo, en buena medida): un pueblo cainita, de hermanos implacables; un pueblo que ha asesinado a los mejores de entre los suyos, como a Lorca, o que los ha empujado más allá de sus fronteras, como a Machado y a tantos otros. Allí llegó el poeta, y allí murió, porque sus compatriotas así lo quisieron. Y su esfuerzo por marcharse al exilio, por abandonar un país sumido en la irracionalidad y la sangre, y ejercer con su sacrificio los valores que había predicado en su vida y su literatura –la comprensión, la compasión, la justicia, la libertad, también el amor–, merece reconocerse en ese destino final suyo, en esa tumba sencilla, en ese pedazo de tierra al otro lado de la frontera.
Como muestra de mi alegría por el destierro funeral, por fin, de Francisco Franco y como homenaje a todos los enterrados buenos del mundo, reproduzco el poema de Insumisión sobre la visita que mi familia y yo hicimos, hace algunos años, a la tumba de Antonio Machado:
Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules –a pesar de las salpicaduras de la sangre– y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas.
[En otro lugar he escrito: El cementerio de Montparnasse está atiborrado de lápidas; apenas se puede caminar entre tantos muertos. Llueve, y la lluvia embarra los senderos, desorganiza las flores, destiñe el silencio. Buscamos el lugar en el que está enterrado César Vallejo, pero tampoco lo encontramos. Cuando sugiero que abandonemos la búsqueda, me conmueve la insistencia de mis hijos —que nada saben de Vallejo, pero que advierten mi ilusión por dar con su tumba— en no rendirnos todavía. Tras fracasar en la lectura de los mapas que supuestamente indican la ubicación de cada sepulcro, la distingo por fin, gracias a un retrato del poeta depositado a los pies del túmulo. Es un enterramiento sencillo, de losa perlina y nulo ornato, excepto una fugaz inscripción en francés. Les cuento a mis hijos que Vallejo escribió en un poema que moriría en París un jueves de aguacero, y que, en efecto, murió en París con aguacero, aunque no fuese jueves, sino viernes. Junto a su foto de indio hambreado —perdonen la tristeza— y a una cinta verde dejada en homenaje por la embajada del Perú, encuentro un folio doblado con el poema, "Piedra negra sobre una piedra blanca". No es jueves, ni siquiera viernes, pero cae un aguacero respetable y estamos en París. Leo: "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ talvez un jueves, como es hoy de otoño.// Jueves será, porque hoy, jueves, que proso/ estos versos, los húmeros me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo.// César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro// también con una soga; son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros,/ la soledad, la lluvia, los caminos...". Ángeles, Pablo y Álvaro me miran, apretados bajo el paraguas y velados por el cendal de la lluvia, en silencio, mientras el agua me corre por la cara y se borran las palabras del poema].
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