jueves, 29 de abril de 2021

Madrid y sus políticos

Cuando era joven, me interesaba la política. Es decir, la seguía, la vivía, la debatía. Creía que era una herramienta esencial para definir lo que éramos, social y también individualmente. Hoy solo me inspira hastío, y la esencialidad de antaño se ha convertido en inevitabilidad, que es algo mucho más deprimente. Asisto a las peripecias diarias de la política patria y a la sucesión de elecciones en nuestro país con una mezcla de asombro, indiferencia y cansancio. En España, la política cansa mucho. De hecho, España cansa mucho. España es un país agotador: uno tiene la sensación de pedalear mucho para no moverse apenas del sitio; de que todo cuesta horrores; de que las cosas van muy despacio, si es que llegan a ir; de que siempre estamos empezando. Vivir es difícil, decía mi sabia madre, con síntesis insuperable. Pero hacerlo en España es borrascoso. O desesperante. Entre otras cosas, porque ahí siguen los callos culturales, formados por la historia, que hacen de la sociedad española un organismo esclerótico: el catolicismo entenebrecedor; la derecha cerril y corrupta; el populismo de las izquierdas radicales; la falta de cultura democrática; el patrioterismo campanudo; la garrulería y la vulgaridad. Asistimos estos días a la enésima contienda electoral, ahora en la comunidad de Madrid. En Cataluña también hubo elecciones autonómicas hace dos meses, pero aún no se ha constituido el nuevo gobierno. Los independentistas siguen discutiendo, en una espiral interminable de encuentros y desencuentros, de acercamientos y distanciamientos, cómo repartir el poder y cuál ha de ser la estrategia, una vez ocupadas las parcelas de mando —y de presupuesto— que le correspondan a cada uno, para lograr la anhelada separación del perverso Estado español. Mientras tanto, ni se gobierna, ni se legisla, ni se progresa, ni se hace nada. Las listas de espera —del paro, de la dependencia, de tantos asuntos vitales para mucha gente— siguen creciendo, pero la atención de los gestores de la cosa pública en Cataluña continúa concentrada en el estragante —e inútil— debate de la soberanía. En Madrid, por su parte, se ha desatado una lucha sin cuartel, cuyos más disparatados rebuznos han correspondido, hasta el momento, a VOX. De la brutalidad y grosería del partido de Abascal casi todo el mundo se hace lenguas, pero que a mí no me han sorprendido. ¿Qué esperábamos? ¿Tan ingenuos éramos como para no saber que ambos rasgos están en su ADN ideológico y que son imprescindibles para satisfacer las necesidades psíquicas y emocionales a las que responden? VOX es el nuevo fascismo (como ya argumenté en otra entrada de este diario, "El fascismo de VOX": https://eduardomoga1.blogspot.com/2020/06/el-fascismo-de-vox.html) y se comporta como siempre lo han hecho los de su calaña: con furor, con desprecio por la razón y los derechos humanos, españoleando con tres cojones (con dos es poco), y sin compasión, pese a ser una caterva catoliquísima. Me pregunto qué opinará Jesucristo, que todo lo ve, de la propuesta de estos hijos putativos de Franco de devolver a los menas a sus países de origen o de hundir las pateras que se acerquen a España por el Mediterráneo. Creo recordar que el de Nazaret predicaba dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo y amparar al desamparado, y me imagino que su prédica era extensible también a salvar al náufrago o rescatar al que se haya quedado clavado en la concertina de una valla fronteriza. Y mientras la Monasterio, tras una inmarcesible sonrisa de crótalo, sigue desgranando sus salvajadas, Ayuso tampoco ceja en las suyas, que carecen de la crueldad de su colega de la derecha, pero que, para compensar, están animadas por la indesmayable idiotez de una niña bien, esto es, de una jovencita conservadora, creyente, superficial, colmada de certidumbres y encantada de haberse conocido. Recuerdo que, cuando esta antigua community manager de Pecas, el perro de Esperanza Aguirre, salió de las sombras digitales en las que había medrado, y yo oía sus declaraciones a los medios de comunicación, llenas de una seguridad entre disneyana y jesuítica, esa era mi impresión ineludible: la de una arraigada y asombrosa idiotez, cuyo último ejemplo corrió ayer por las ondas —al parecer, en Madrid hay más libertad que en todas las demás ciudades de España porque es lo suficientemente grande como para que no te encuentres con tu ex al salir de copas—, pero que ya se había manifestado, con mayor virulencia y bajeza moral, en ocasiones anteriores, como cuando tachó de "mantenidos" a los que hacían las colas del hambre en esa capital mundial de la libertad que es Madrid. Pero no le faltaba razón: esa gente, desde luego, era libre de elegir entre acudir a los comedores sociales o morirse de inanición. Claro que la estulticia de Ayuso, fundadora de este insólito nacionalismo chulapo que nos invade, cuenta con el apoyo —y el, digamos, refinamiento— de un spin doctor maligno, Miguel Ángel Rodríguez, que fue secretario de Estado de Comunicación con José María Aznar, y que ha sido condenado ya varias veces por la justicia: por injurias a un médico y por conducir borracho y atropellar a un peatón en 2013. (El hombre también escribe: la última obra que nos ha regalado se titula Así habló Zapatustra. El fracaso de un izquierdista radical en el poder; antes había alumbrado una hagiografía de Aznar). No obstante, cuando criticamos a los políticos, no hay que olvidar que no son ellos, por muy lamentables que nos parezcan, los culpables de que se apliquen sus planes o se difundan sus majaderías: los culpables son los ciudadanos que les votan, que les votamos. VOX ha recibido la estremecedora adhesión de cuatro millones de compatriotas en las últimas elecciones generales y Ayuso —con independencia de que su gestión de la pandemia, por ejemplo, haya sido la peor de todas las comunidades autónomas, como acreditan todos los datos— va a llevarse de calle las próximas elecciones madrileñas y a doblar el número de diputados regionales. Entre los votos con que contará, estará incluso el de una figura antaño tan admirada como la de Fernando Savater, que en la columna de El País donde deja constancia cada semana de su senil derechización ha revelado que le dará apoyo. Aunque esto no resulta, en realidad, tan sorprendente, teniendo en cuenta que Savater se ha labrado un sólido prestigio como báculo de la derecha apoyando a una política tan espeluznante como Rosa Díez; pero no deja de ser descorazonador. Al igual que la defensa que hace de Ayuso otro intelectual otrora respetado, Félix de Azúa, aunque este confiese que votará, con lealtad digna de mejor causa y cierto espíritu suicida, a Ciudadanos, esa formación que se empeña en decir que es de centro cuando se ha hartado de militar con la derecha, incluyendo a VOX, en actos, campañas y gobiernos, locales y autonómicos. De la izquierda solo puedo decir que Gabilondo —educado, mesurado, inteligente, filósofo— sería un buen presidente autonómico, pero que, como candidato, no va a atraer al votante hispánico, que necesita eso tan manoseado del carisma —que en realidad es exabrupto, redaños y chulería— para considerar que alguien tiene la capacidad suficiente como para merecer el poder. Y que Mónica García es una candidata aseada, dotada de una gran naturalidad, y que se beneficia de su condición de neófita en las fangosas lides políticas, lo que le da un halo de frescura y novedad, pero que se me antoja carente de fuste, aunque Más Madrid/Más País —capitaneado por uno de los mayores valores políticos del país, Íñigo Errejón— sea un proyecto plausible. De Pablo Iglesias quiero subrayar dos cosas: su extraordinaria capacidad de aguante y el también extraordinario gesto que ha tenido abandonando la vicepresidencia del Gobierno de la nación para descender al barro de la pelea partidista de una comunidad autónoma. En cuanto a lo primero, hay que recordar que su familia y él llevan soportando un acoso desmedido desde que saltaron a la política nacional, y no solo político, sino también personal, que incluye escraches ominosos e insultos incalificables, y que ha venido a culminar la carta que ha recibido con cartuchos y amenazas de muerte, aunque todas las denuncias que se han interpuesto contra su partido o contra él, por los motivos más peregrinos, hayan sido desestimadas por la justicia; Iglesias se ha convertido en el villano por antonomasia de la política patria: el que concita odios más desaforados, el objeto de una persecución inmisericorde, pero a él no parece hacerle mella, y eso requiere entereza y valor. En cuanto a lo segundo, me ha sorprendido que, después de llevar toda la vida escuchando que en este país todo el mundo se aferra a la poltrona, que los políticos solo están donde están por el dinero y el poder, que aquí no dimite nadie, nadie haya aplaudido, o por lo menos reconocido, un gesto tan insólito como que el número tres del Gobierno haya renunciado voluntariamente a las mieles de esa posición por un compromiso ideológico, que hay que considerar también ético: enfrentarse a una derecha que amenazaba con arrasar (y salvar, de paso, a su partido de la desaparición de la Asamblea de Madrid), sabiendo, además, que de ninguna manera va a ganar esas elecciones y que su futuro durante los próximos cuatro años solo va a ser el de líder del quinto grupo de la cámara, a menos que se alcance un improbable gobierno de coalición de izquierdas y pueda optar a responsabilidades más altas, aunque siempre ceñidas al escaso firmamento de la circunscripción autonómica. Pablo Iglesias ha cometido muchos errores —entre otros, propiciar que Errejón abandonara Podemos—, pero esta decisión suya merece aplauso, aunque nadie se lo dé.

domingo, 25 de abril de 2021

Cosas que he encontrado en el piso de mi madre

Recibos de mi colegio de 1974. Cartas de mi tío abuelo Jesús, al que mataron en la guerra —sin que jamás se encontrara su cuerpo— a principios de 1939: la última, garabateada en un papel basto, es del 2 de enero. Una hoz pequeña y oxidada en la caja de herramientas. El bolillo con el que mi madre hizo sus encajes durante años. Sombras. El dibujo dadaísta de una antigua humedad en la pared. Los viejos vinilos —de jazz, clásicos rusos y Raphael— que oíamos los domingos por la mañana. El viejo tocadiscos en que los oíamos. Cajones vacíos. Una cajita de seguridad con algo dentro, pero sin llavín. Cartas de mi abuelo bígamo. Un paquete de cigarrillos, «labor de guerra». La máquina de coser «Singer» cuyos pedales mi madre se pasaba horas moviendo. Un informe psicotécnico del colegio en el que se concluía que yo sería un buen matemático. La canica rectangular de un aguamarina sin colgante. Agendas viejas en cuyas direcciones y citas reconozco la letra de mi padre. Una lupa abollada. Un catalejo en el que entra la luz, pero con el que no se ve nada. Cartas de mi padre a mi madre, llenas de dibujos divertidos, y de mi madre a mi padre, una de las cuales acaba diciéndole «te quiero». Unas fichas de ajedrez sin tablero. Frascos llenos de alfileres. Campanillas de cerámica recuerdo de primeras comuniones. Carretes de hilo. La ropa que llevé en mi bautizo, guardada en una maleta de cartón. Los guantes que llevó mi madre cuando se casó. Flores de tela. Penumbra. Una botella de Agua del Carmen. Un buda sedente (de metal). Otro buda sedente (de jade). Y otro (de cerámica negra). Fotografías de mi tía Josefina, que murió de cáncer con cincuenta años (y el recordatorio de su defunción). Carretes de hilo. Abanicos bordados por mi madre. Pergaminos egipcios para turistas. Las llaves del piso de Chalamera. Un transistor que no funciona. Otro que sí. Cartas de Jeff a mis padres. Un diploma a mi padre por haber asistido en 1954 a un curso de formación de vendedores de electrodomésticos en tienda. Zapatos sin estrenar. Unas tazas decimonónicas para tomar chocolate, descantilladas pero con finos dibujos grabados. Recuerdos de los encuentros de encajeras a los que mi madre asistía cada año. Un mortero con dos manos de metal. Carretes de hilo. Fotografías de mi tía Lolita, que murió de cáncer con cincuenta años (y el recordatorio de su defunción). La tarjeta con la que mis padres celebraron «mi primera sonrisa». Casquillos de bala. Un cubilete con dados. Escrituras notariales manuscritas de gente que ya no sé quién es. Dedales. Tijeras. Productos de limpieza caducados en 1980. Un mantón de Manila. El parchís de cartón con el que jugábamos por las tardes. Los ruidos del ascensor. Puntas de lápiz y bolígrafos secos. Diarios de mi madre, en los que detallaba los cuidados que necesitaba mi abuela y las incidencias de la relación con mi tía. Una carta de un amigo de mi padre emigrado a Suecia. Una carta de un amigo de mi padre emigrado a Brasil. Carretes de hilo. Botellas de licor sin abrir. Postales de Francia. Ejemplares de mis libros dedicados y de algunos sin dedicar. Pasaportes caducados. Recortes de las cartas al director que mi padre publicó en La Vanguardia. Nóminas de mi abuela en la clínica mental en la que trabajó de limpiadora. Una carta del jefe de gabinete del presidente del Gobierno en la que acusaba recibo de la propuesta de mi padre y, tras agradecérsela, aseguraba que le daría el curso adecuado. La luz que entra por el balcón. Radiografías. Una participación de la boda de mis padres. Otra de la mía. Telas pintadas, que mi madre empezó a hacer cuando ya no podía manejar el bolillo. Carnés de identidad caducados. Carretes de hilo. El botiquín con docenas de cajas de medicamentos. La cubertería de plata, en la que faltan varias piezas. Dibujos que hice de niño. La silla de ruedas. Una edición del Kamasutra, con ilustraciones, que guardaba mi padre. Un espadín recuerdo de Toledo. Monederos, uno lleno de monedas de peseta. Dos potos que han crecido tanto que casi llegan al suelo. Cafeteras. Un poema que le escribí a mi madre en 1982 por el Día de la Madre: «amor que como el rayo silba, callado...». Una foto mía de soldado. Otra de la familia al completo (entonces), en la que sonrío con el brazo apoyado en los hombros de Ángeles. Cajitas con bisutería. Carretes de hilo. Estampas de vírgenes. El rumor de los vecinos. Las plantas de la galería, mustias. El relato manuscrito que hizo de la familia Moga mi tía Germena, cuyo padre, Mauricio, fue maquis y murió de un tiro por la espalda. Una caja llena de esferas de relojes. Carretes de hilo. Una llave inglesa. La taza, en forma de cabeza de pirata, que le traje de regalo a mi padre la primera vez que fui a Inglaterra. Una mecedora plegada en lo alto de un armario. Un libro gordísimo sobre Aragón. Fotos de mi abuelo en el balcón de la casa de Chalamera, cuando todavía era de adobe. El permiso de mi abuela para que mi madre, aún niña, trabajara en un oficio industrial. El olor añoso, pero aún amable, de la casa. Llaves que ya no sé a qué puertas corresponden. Un encendedor en forma de pistolita. Una foto de mi madre con 18 años, vestida como una apache parisina y con un cigarrillo entre los dedos (ella, que nunca ha fumado), de una belleza sobrecogedora. Fotos mías de carné dentro de cajas de cerámica, de vasos, de sobres. Carretes de hilo. Sombras. Destellos. Silencio. 

martes, 20 de abril de 2021

Vivir en el error

Esta mañana he ido a llevar cosas al trastero. Porque he alquilado un trastero. No deja de sorprenderme la cantidad de cosas que se acumulan en un piso, aunque uno no quiera que se acumulen. Pero lo hacen, con saña y perseverancia. Creemos poseer las cosas, pero son las cosas las que nos poseen. Se reproducen con promiscuidad cunicular y nos invaden: se deslizan debajo de las camas, se meten en los cajones y las grietas, se cuelan en el tubo de la pasta de dientes, se infiltran por todas partes. Las cosas tienen vida propia y unas ganas locas de seguir existiendo. Y no veas lo que duran. Contra lo que predican los sociólogos y economistas, las cosas son intrínsecamente longevas: están hechas para sobrevivir, aunque sea en forma de trasto viejo, despojo tecnológico o papel arrugado. Uno deja, no sé, una cámara fotográfica, unos zapatos, una camisa, un fajo de papeles, una caja de preservativos en cualquier rincón y allí seguirá, por maltrecho que esté, cuando uno ya no sea más que polvo y olvido. Pero esto es una digresión. A lo que iba: esta mañana he ido a llevar cosas al trastero. Y al volver a casa, me he encontrado con que había dejado la puerta del piso abierta. Pero abierta, abierta: de par en par. Se conoce que, cargado como iba y con las prisas por que no se me escapara el codiciado ascensor, se me ha olvidado cerrarla. He ofrecido, pues, sin darme cuenta, una jornada de puertas abiertas de mi casa, a la que por suerte nadie ha concurrido. La desafortunada invitación a conocer mi intimidad ha sido mi primer error. Luego he ido a un chino a comprar unas cajas de plástico que necesito para seguir confinando las cosas que me asedian en algo parecido a un orden y evitar así morir asfixiado por libros, papeles y aparatos. Ya he comprado estas cajas antes, así que la gestión no debe suponer ningún problema. Pero lo supone: cuando llego al hogar, dulce hogar, cuya puerta esta vez sí he cerrado, compruebo que me he vuelto a equivocar: son más grandes de lo que necesito. Segundo error. Ya me ha escamado que me cobraran más de lo que recordaba haber pagado la última vez, pero he reaccionado como en tantas otras ocasiones cuando alguna sospecha me cruza la mente: la he descartado, pensando que el destino no sería tan aciago como para hacerla realidad. Pero el destino es muy perro, y suele hacerlas realidad. Pese a lo cual no aprendo: me da pereza actuar, y así me luce el pelo. Vuelvo a cargar, pues, con las cajas —que pesan lo suyo: solo el nombre intimida, plasticforte— y regreso al chino, donde expongo el caso y, blandiendo el tique de compra, me permiten cambiarlas por otras más pequeñas. El chino me dice entonces que no me pueden devolver el dinero, pero sí hacerme un vale por la diferencia, que podré utilizar cuando compre más cosas. No le explico que yo no quiero cosas, que justamente si estoy comprando estas cosas es para domeñar a las cosas, para encerrarlas de una vez y que no molesten, para perderlas de vista. Sospecho que a alguien que se gana la vida vendiendo cosas, multiplicando las cosas que pueblan el mundo, distribuyendo cosas con paciencia oriental, esto no va a interesarle, si es que llega a entenderlo. Regreso con las flamantes cajas a casa y, al llegar, me doy cuenta, consternado, de que me he equivocado otra vez. Ahora lo que está mal es el tamaño de las tapas, cuyas pilas se alternan con las de las cajas: en lugar de coger las que estaban a la derecha, he cogido las que estaban a la izquierda (o al revés), y me he llevado las que correspondían a otra medida. Tercer error. Por si fuera poco, advierto que una de las cajas tiene un agujero en el fondo. También me he equivocado al no comprobar que estuvieran en perfecto estado. Reprimo las ganas de aullar como un apache y pienso que no voy a volver hoy al chino. Ya lo haré mañana. No me apetece ver cómo me mira el chino cuando le diga que quiero cambiar otra vez las cajas. Con suerte, mañana habrá otro chino. Por la tarde voy en metro a visitar a mi madre, que está en una clínica en la Zona Franca, es decir, muy lejos. Tengo que coger los ferrocarriles de la Generalitat hasta la plaza de Catalunya y luego dos metros. A la ida, comparto vagón, en el primer tramo, con un brasileño que se pasa todo el trayecto hablando por el móvil con una mujer. Pero si colgara, barrunto, la mujer lo oiría igual, porque este hombre sí aúlla como un apache. En el trayecto central, tengo por compañeros a un par de bailarines de breakdance que practican su estruendoso arte en el vagón, entre las barras de sujeción y los enmascarillados viajeros; ellos, por cierto, no llevan mascarilla, como Miguel Bosé. Recuerdo que, al principio, los que se atrevían a cantar en el tren lo hacían con cierta discreción, a capela o, a lo sumo, acompañándose con algún instrumento manual: una guitarrita o similar. Luego, las exigencias del espectáculo (y del estómago) hicieron que el acompañamiento fuera eléctrico o electrónico, y se generalizaron los altavoces y las percusiones grabadas. Hoy ya se baila breakdance, y pronto los titiriteros se subirán al vagón con un oso amaestrado que nos deleitará con sus movimientos al son de los ukeleles. En el tramo final del viaje, quienes amenizan mi lectura de De corazones y cerebros, de César Martín Ortiz, son dos borrachos que debaten arduas cuestiones existenciales al calor de sendos vasos de plástico llenos de calimocho o algún aguarrás semejante. Pero todo esto es otro excurso: hoy estoy especialmente disperso. Lo que quería decir es que, en el viaje de regreso, me meto en el andén equivocado, donde paran los convoyes que van en la dirección opuesta a la que quiero ir. Cuarto error. Me doy cuenta de que algo anda mal (yo: yo soy el que anda mal) cuando veo que el tren llega en la dirección contraria a la que suele, y eso me evita partir rumbo a un destino desconocido. Llego a casa, ya de noche, preguntándome si equivocarme tanto es un designio del azar, de la edad o, ay, de mi propia naturaleza. Y sospechando que, pese a los días en que se suceden las pifias, como hoy, son muchas más las veces en que el error no acaece. Nos acecha por todas partes, nos envuelve como otra piel, pero no ocurre. Por azar, por edad o por una extraña equidad cósmica, que podría llamarse entropía. Me siento, por fin, agotado, a cenar algo en el sofá y restaurar la fe en la inteligencia humana viendo El intermedio. Cuando llego al postre, me doy cuenta de que el yogur griego que compré el otro día en el supermercado es azucarado. Y yo los como naturales. Me equivoqué de montón.

jueves, 15 de abril de 2021

Notas para una reseña de "Notas para unas memorias que nunca escribiré" que nunca escribiré

Notas para unas memorias que nunca escribiré, el libro póstumo de Juan Marsé (Barcelona, Lumen, 2021), no acrecerá el caudal de la literatura española contemporánea ni el bien ganado prestigio como narrador de su autor, pero sí arrojará luz sobre algunas de las obsesiones personales y literarias del escritor barcelonés, y, sobre todo, nos hará pasar un buen rato. Estas Notas de Marsé, cuya edición ha preparado, con su tino habitual, Ignacio Echevarría, son las que escribió en un diario de 2004 y en tres libretas posteriores, que abarcan desde 2006 hasta 2019. Sorprende, hasta cierto punto, que Marsé preparase y autorizara la publicación de este material —como así fue— cuando las notas están trufadas de reflexiones, gruñonas o desalentadas, sobre su futilidad y falta de interés, condignas de la nada de aquellos días. En sus páginas, ciertamente, se amontona la hojarasca: anotaciones rápidas sobre una cotidianidad chata, amenizada por la presencia juguetona de su nieto Guille, la visita, a veces pesarosa, de los amigos y algunos hábitos reparadores, como nadar o leer tres periódicos al día —El País, El Mundo y La Vanguardia—, esa costumbre que casi nadie practica ya; de hecho, casi nadie lee ni un solo periódico escrito. Pero, entre todo el baratillo de unas jornadas siempre muy parecidas a sí mismas, salpicadas por unos achaques crecientes —en 2004, Marsé tenía 71 años— y unas asimismo crecientes dificultades para escribir, Notas para unas memorias que nunca escribiré es un ejercicio de afirmación personal frente a la turbamulta de idiotas que nos circunda y el peso abrumador de la estupidez cósmica. Y esta rotundidad crítica, que no se deja amedrentar por una opinión pública adocenada ni por las censuras digitales (en 2004 aún no tan caníbales como hoy), cae como maná del cielo. Estas Notas son una fiesta del pensamiento indócil que regocija y con el que a menudo nos carcajeamos (al menos los que estamos cerca de su sensibilidad política y literaria: los fieles lectores de Marhuenda o Pilar Rahola encontrarán más bien motivos de desagrado y hasta de detestación). La televisión y la prensa le suministran cada día a Marsé razones para el exabrupto, aunque no tanto por lo que sucede en el mundo, que también, como por los artículos lamentables de tanto alcornoque metido a periodista, como los que colaboran con El Mundo y ABC. En la entrada del 7 de julio, escribe Marsé: «Me pregunto una vez más por qué compro y leo el diario El Mundo. Repaso la lista de su plantilla de colaboradores y es terrorífica: Justino Sinova, Antonio Burgos, Raúl del Pozo, Josep Miró i Ardèvol, Isabel San Sebastián, Gabriel Albiac, Victoria Prego, Martín Prieto, Pedro J. Ramírez y ¡Ricardito Bofill! Horripilante. La lucha contra la estupidez en el mundo será larga, pero mucho me temo que la lucha contra la estupidez de El Mundo será eterna». Marsé cultiva otras obsesiones en su diario: la enemistad africana con Baltasar Porcel, el desprecio por los Goytisolo (Juan, en particular, «que siempre se saca en procesión a sí mismo, aunque escriba de otro», es objeto de una mofa constante) y el rechazo de Umbral o Cela. La injusticia de muchos de estos juicios (me es particularmente doloroso el referido a Umbral, cuyo Mortal y rosa es uno de mis libros de cabecera) no los invalida: son, por el contrario, una nueva demostración de franqueza a contrapelo, de rectitud ética y de coherencia indiferente a la domesticación general. El disgusto de Marsé por todos ellos era estético (la prosa de Umbral, por ejemplo, le parecía sonajero), pero tengo para mí que también le debía mucho al hecho de que hubieran abrazado el poder: «Lo primero que debería aprender un escritor (…)», escribe el 22 de junio, «es que su lugar y su responsabilidad en la sociedad en que vive es un lugar contrario al privilegio, a los poderes y a los fastos públicos, y lejos de cualquier honor» (aunque el propio Marsé recibiría el Premio Cervantes pocos años después de escribir esto). Otro de los destinatarios preferidos de las pullas de autor de Si te dicen que caí es el nacionalismo, tanto el catalán como el español —que para los nacionalistas españoles no existe—, y la figura nacionalista para la que reserva sus dardos más ácidos es Pilar Rahola, biógrafa de Artur Mas —el padre de la zapatiesta indepe actual— y adelantada hoy de Puigdemont (junto a una de cuyas fotos anotó Marsé: «La masa capilar me aplasta la masa cerebral»). El 17 de mayo de 2017, escribe: «La firma más desvergonzada, aberrante, risible y repulsiva del periodismo nacional es la de Pilar Rahola. ¿Me repito? Pues vale». En una anotación anterior, se ha limitado a consignar: «Rumores de aumento de pecho de Pilar Rahola». Entre las revelaciones más asombrosas de este «diario tartamudo», como lo llama en una de los últimos apuntes del diario, figura la escasa consideración en que se tenía Marsé como escritor: «Yo no soy un escritor, no en el sentido corriente de lo que se entiende por escritor. Soy desinteresado (…), perezoso, poco observador, ignorante en muchos aspectos, desmemoriado (salvo para tres o cuatro obsesiones), sin fe en mí mismo y sin casi ninguna de esas cualidades que se suelen atribuir a un novelista: verbosidad, ingenio, agudeza. Desconfío de mis métodos de trabajo y nunca veo nada claro, nunca me acaba de satisfacer lo que escribo. Y menos que nada este diario que empecé como una autoflagelación, hay que ser estúpido». Que el autor de una de las mejores novelas en español del siglo XX, Últimas tardes con Teresa, y del mejor cuento de un autor español que yo haya leído nunca, «Teniente Bravo», diga esto de sí mismo, sí, sorprende. Pero la sorpresa se desvanece cuando comprendemos que Marsé es tan crítico consigo mismo como con los demás: que no ejerce con Juan Marsé una sinceridad menos descarnada que la que practica con el ensotanado Juan Manuel de Prada, la patriótica Isabel-Clara Simó o el abyecto Arcadi Espada, pongamos por caso.

[Este artículo se publicó el 9 de abril de 2021, con el título de "Marsé y el pensamiento indócil en su despedida", en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla]

sábado, 10 de abril de 2021

Felipe, la circunspección dicharachera

Este Felipe circunspecto y dicharachero no es nuestro sexto, ni ningún otro de los muchos felipes que corren por el mundo, sino Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II, que murió ayer con 99 primaveras (sin haber alcanzado, por un par de meses, la condición de centenario, que sí logró su suegra, Isabel Bowes-Lyon, la Reina Madre, y a la que su esposa, que se mantiene en un estado de salud admirable, previsiblemente llegará dentro de cinco años). A mí, Felipe de Edimburgo siempre me ha parecido una figura tan pintoresca como divertida. Me caía bien, qué le vamos a hacer. Era, entre otras cosas, el epítome del inglés, aunque fuese hijo de un griego y de una medio alemana: tieso, elegante (aunque esto iba con el cargo), conservador (esto también), irónico y despistado. Su muerte nos deja huérfanos de un personaje singular, a cuya función principal de inseminador de quien portase la corona británica sumó, durante sus casi diez décadas de vida, una propensión notable a meter la pata. Pero sus meteduras de pata no tenían consecuencias, salvo las inevitables sonrisas (o carcajadas): los consortes de los reyes están a resguardo de los efectos de sus pifias; de hecho, están a resguardo de casi todo. Con ocasión de una visita de Isabel y Felipe al papa Francisco, hace varios años, escribí una entrada sobre él en el blog que mantenía entonces, mientras vivía en Londres, Corónicas de Ingalaterra. Hoy quiero recuperarla, con muy pequeños cambios, como homenaje in memoriam a una figura irrepetible, que los amantes del esprit inglés vamos a añorar. Se titulaba «Una visita real" y la publiqué el 5 de abril de 2014.

«Ayer, El País daba cuenta de la visita que habían rendido la reina de Inglaterra y el príncipe consorte al papa Francisco (con este nombre, uno siempre tiene la sensación de quedarse corto, sobre todo después del ordinal, nada menos que el decimosexto, que utilizaba su predecesor, el simpático Ratzinger: ¿Francisco qué?, ¿Francisco cuántos?). La noticia venía acompañada por una foto impagable. En ella se veía al príncipe Felipe, de 92 años, exhibir orgulloso (y con una expresión que denotaba una gran familiaridad) la botella de whisky escocés que le traían de regalo al papa, ante la mirada circunspecta de su esposa, de 88, y la estupefacta del pontífice, que cuenta 78 primaveras. Uno se imagina a estos tres mozos disfrutando de los placeres del malta de Balmoral, y le entran unas ganas locas de sumarse al guateque, a los sones del ¡Asturias, patria querida!. En realidad, no era el único presente que los reyes de Inglaterra le habían llevado al sucesor de Pedro: portaban también una botella de zumo de manzana y un tarro de miel. Esta había sido recolectada en el palacio de Buckingham, cuyas abejas tienen fama de industriosas, pero se desconoce el origen de las manzanas. Al agrícola agasajo correspondió Francisco con un valioso facsímil sobre san Eduardo el Confesor, rey de Inglaterra, un tríptico con las monedas de su pontificado y un regalillo para el reciente nieto de los monarcas. Pero vuelvo a la imagen de la prensa, que ha sabido captar, con sobresaliente genio fotográfico, el espíritu del momento. La reina, como digo, no parecía entusiasmada por lo que estaba sucediendo, pero eso no ha de sorprender: a la reina, por británica y por reina, nunca le entusiasma nada. Todavía recuerdo aquella imagen extraordinaria de Isabel arreglándose las uñas en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres: la televisión la enfocó, cuando no estaba previsto que lo hiciera, en la tribuna de honor, y allí estaba ella, limándoselas, o arrancando padrastros, o poniéndose laca (sobre esto aún debaten los politólogos), ante la mirada de la nación y del mundo. Aunque puede entenderse su desinterés por el acto: Isabel II ha inaugurado ya unas cuantas olimpiadas, y todos sabemos que no hay nada más aburrido que la rutina. El príncipe Felipe, por su parte, no solo comparte el tedio que le causan a su costilla las ceremonias inaugurales, sino que es partidario de eliminarlas: "lo sacan a uno de quicio", ha precisado. Felipe de Edimburgo es una joya: su capacidad para meter la pata en los momentos más comprometidos es legendaria. Yo creo que debería clonarse, para que semejante virtuosismo pifiador, insólito en las aristocracias europeas —con la excepción de las meritorias aportaciones de Ernesto de Hannover, alias de hangover, aunque vayan acompañadas, con frecuencia, de poco diplomáticas combinaciones de puñetazos—, no se perdiera. En Inglaterra albergan por él sentimientos contradictorios: muchos admiran su franqueza; otros muchos, en cambio, se sienten abochornados. La prensa lo busca, ávida de jocoserías, aunque él no corresponda a su amor ("Uds. tienen mosquitos; yo tengo a la prensa", confesó en un hospital del Caribe, con lo que consiguió indisponerse, simultáneamente, con caribeños y periodistas). A mí me cae bien. Hay hasta libros sobre sus planchazos, que, sin duda, no lo son para él. Felipe se limita a abrir la boca y a emitir sonidos, sin que dichos sonidos hayan pasado por el tamiz del pensamiento. Antropológicamente, es muy interesante. Qué grande Felipe cuando, en un acto oficial, le soltó al presidente de Nigeria, ataviado con la amplia túnica multicolor tradicional de su país: "Ya veo que está Ud. listo para irse a la cama". O cuando, en 1947, le preguntó a un trabajador de los ferrocarriles por sus posibilidades de ascenso. "Para eso tendría que morirse mi jefe", contestó el operario; a lo que Felipe añadió: "Eso es justo lo que me pasa a mí". También en la intimidad se luce. Después de su coronación, le preguntó a Isabel: "¿Dónde has conseguido ese sombrero?". Pero es en el ámbito étnico donde, como ya demostrara con el presidente nigeriano, más destacan sus virtudes. En 1986, en una visita de estado a China, advirtió a un grupo de estudiantes británicos: "Si siguen Uds. aquí mucho tiempo, se les achinarán los ojos". En 1998, en Papúa-Nueva Guinea, les dijo a los ingleses que habían recorrido el país: "Enhorabuena: han conseguido Uds. que no se los comieran". Y en una visita a Hungría, le espetó a otro compatriota: "Se nota que no lleva Ud. aquí mucho tiempo: no tiene barrigón cervecero". Pero para formular sus luminosas observaciones sobre otras gentes y culturas, no tiene por qué estar fuera del país: también las hace dentro. En un festival de música en Cardiff, mientras sonaban las notas atronadoras de un grupo jamaicano, le presentaron a un grupo de jóvenes sordos: "Aquí no me extraña que estén Uds. sordos", les dijo, aunque no consta que le oyeran. Con ocasión de una visita a una fábrica, advirtió que los cables de una caja de fusibles estaban sueltos. "Los debe de haber puesto un indio", señaló. Ante las protestas que suscitó su comentario, insistió: "¿Ha estado Ud. en la India? ¿Ha visto cómo están allí las cajas de fusibles?". Sus contribuciones, en fin, a los debates sobre política contemporánea son igualmente celebrados. Aún se recuerda cuando, para solucionar el problema del tráfico en Londres, propuso que se prohibiera el turismo en la ciudad, porque eran los turistas los que lo entorpecían, algo que se parece mucho a lo que, en aquel maravilloso sketch de Sí, ministro, el director de un hospital, impoluto pero vacío, le respondía al ministro de Sanidad cuando este le preguntaba por qué no había enfermos: "¿Enfermos? De ningún modo: si hubiera enfermos, habría déficit". La noticia de El País no ha dado cuenta de la conversación que mantuvieron Felipe, Isabel y Francisco, lo que nos ha impedido saber si el duque de Edimburgo ha protagonizado alguna otra de sus magistrales intervenciones (como preguntarle, por ejemplo, al papa: "Y usted, ¿qué le echa a la ropa para tenerla tan blanca?"). No obstante, sí ha informado de que el encuentro fue extraordinariamente breve: duró solo 17 minutos. Felipe e Isabel llegaron casi media hora tarde, y Francisco quiso devolverles la gentileza acortando el tiempo de la entrevista. Para justificar su retraso, la reina de Inglaterra había dicho: "Oh, discúlpenos, por favor. Estábamos teniendo un almuerzo muy agradable con el presidente Napolitano". Se conoce que tantos años de matrimonio la han contagiado de las mejores prendas de su marido».

domingo, 4 de abril de 2021

De traducciones y reivindicaciones

Ha tenido mucho eco en la prensa la reciente polémica sobre la traducción al holandés del poema «The hill we climb» ('la colina que subimos' o 'que ascendemos', si queremos ponernos un poco más líricos) que la joven poeta Amanda Gorman leyó ante el mundo en la investidura de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos. Al parecer, la designada para hacerlo era una traductora llamada Marieke Lucas Rijneveld, una profesional que reunía muchos méritos, como ser joven y «no binaria», pero a la que le faltaba uno decisivo, como enseguida descubrieron las redes y algunos medios de prensa con creciente indignación: ser negra. Ser blanca —mucha gente en Holanda lo es, qué le vamos a hacer— la descalificaba para la exigente tarea. Lo más llamativo del caso —lo más preocupante, en realidad— fue que tanto la editorial que la había propuesto como la propia traductora entendieron que se les negara la posibilidad de traducir y publicar el poema por esa razón, y se disculparon por el error cometido. Esta situación se ha repetido también en Cataluña, aunque con alguien aún menos capacitado que Rijneveld para acometer el trabajo, Víctor Obiols, que no solo no es negro, sino que, asombrosamente, ni siquiera es joven (lo siento, Víctor: con 61 años, ya no eres un mozo), ni mujer, ni mucho menos, que yo sepa, binario. La estupidez que estos casos reflejan es grande; de hecho, es una de las situaciones más estúpidas que he conocido en estos tiempos de estupidez multitudinaria. Pero la chirigota a la que pueda dar lugar, no debe ocultar el hecho inquietante de que, si el caso se ha dado, es que el pensamiento que lo sustenta, por llamarlo de alguna manera, ya ha cobrado cuerpo y se convertirá pronto en regla de conducta, en criterio universal. Sí, ha sucedido en los Estados Unidos, pero desde hace mucho tiempo todo nace en los Estados Unidos, y desde allí se exporta, fatalmente, a todos los rincones del globo: llegará también, pues, a nuestra sociedad, como han llegado el jazz, el lenguaje de la corrección política, la generación beat o el trumpismo: la empapará y, en este caso, la sojuzgará. En la holandesa, como hemos visto, ya se ha infiltrado. Los que nos dedicamos a la traducción habremos de empezar a pensar en limitar nuestras actividades o, incluso, en trabajar en otra cosa. Si la discriminación racial, o sexual, o cronológica, o de cualquier índole, se impone —y se acabará imponiendo—, yo mismo, un limitadísimo varón, blanco (aunque tirando a morenito), casi sesentón, incorregiblemente heterosexual y, si he entendido bien de qué va la cosa, muy binario, ya no podré traducir, como he hecho hasta ahora, a Frank O'Hara, Walt Whitman o Arthur Rimbaud, que eran gays (y, además, están muertos), ni a Tess Gallagher, Penelope Fitzgerald o Diane Wakoski, que son mujeres. A fecha de hoy, no he traducido todavía a ningún autor negro, ni de ningún otro color, y eso me libra de la pesadumbre, y hasta del oprobio, de haber abordado la traducción de una obra para la que me incapacitaba el color de mi piel. Con la expansión de estos nuevos requisitos profesionales, ya sé que, a partir de ahora, es poco probable que lo haga, y eso me deja mucho más tranquilo: así no invadiré terrenos que no me corresponden. Lo más divertido de esta triste historia es que el poema de Gorman es muy malo: un engrudo, entre adolescente y whitmaniano, de tópicos patrióticos y bienaventuranzas colectivas, como comprobará cualquiera que se acerque a él con alguna ecuanimidad crítica y sin anteojos ideológicos (o con anteojos de pocas dioptrías). Supongo que, para un acto como la investidura presidencial, algo así era bienvenido, más aún, era exigido. No me imagino a Ezra Pound o a Evan S. Connell, pongamos por caso, ni a ninguno de sus discípulos o admiradores, leyendo memeces más o menos épicas como «The hill we climb» ante el presidente ni ante nadie. Pero Gorman, ataviada como la bandera de Alemania, sí lo hizo, con el desparpajo de los veinte años y la convicción de la activista. La calidad de lo que leía importaba poco: lo importante era su homenaje a la nueva Administración, que libraba a los norteamericanos (y a todos los habitantes del planeta) del espanto de Trump, y, sobre todo, su afirmación icónica de los valores que representaba: la juventud, la negritud, la feminidad, el progresismo. 

Del surgimiento de una censura implícita (o incluso explícita, como en el caso de Gorman y la traducción de «The hill we climb») por la expansión de las reivindicaciones de grupos o comunidades históricamente discriminados, puedo dar fe personal. Hace poco, Vaso Roto, la editorial en la que he publicado dos de mis últimos poemarios, Insumisión, aparecido en 2013, y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en 2017, me comunicó que se había presentado a unas ayudas a la traducción de autores españoles convocadas por una organización internacional. En mi caso, iba a aportar, como muestra de mi obra, un poema de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, cuya traducción correría a cargo de mi amigo y habitual traductor al inglés Terence Dooley. A mí todo me pareció estupendo, y quedé a la espera del resultado de la convocatoria. Pero, al poco, Terence me escribió un correo para decirme que había un par de breves pasajes en el poema —una larga composición que mezclaba el verso y la prosa— que no pasarían los filtros de lo que era aceptable o no en la convocatoria (aunque sus bases no dijeran nada al respecto). El primero formaba parte de la descripción del paisaje humano del barrio en el que viví en Londres, Battersea, y decía así: La inglesa leptosómica se opone a la inglesa negra, que despliega labios, pechos y nalgas como si pusiera pasteles a la venta, y que pasa al lado de uno como un ciclón de chocolate. Terence, que está al día del neopuritanismo impuesto por las causas del feminismo y el antirracismo, me hizo notar que, para los ojos de los avezados en discriminaciones y agravios, que cada día son más numerosos, aquella fugaz consideración de las mujeres (y más aún, ay, de las mujeres negras) como mero cuerpo (y más aún, ay, ay, como cuerpo deseable) probablemente se interpretase como una reducción o, peor aún, como una degradación heteropatriarcal del ser de la mujer y, para más inri, por tratarse de una mujer negra, como una muestra de racismo. La segunda inconveniencia incluida en el poema era algo aún más sucinto: la referencia al suajili que se contenía en esta frase: Un sujeto paralelepipédico, roturado por tatuajes indescifrables, cuya mandíbula sobresale como un pecho, cuyo inglés no se distingue del swahili, y que bebe cerveza como quien come palomitas. Se conoce que aquí lo inadecuado era establecer una comparación denigratoria con un lenguaje africano, es decir, negro. Yo era, pues, deplorablemente etnocéntrico y, de nuevo, racista. No estoy seguro de que, si en lugar de establecer el símil con una lengua de keniatas y tanzanos lo hubiera hecho con el chino, como hacemos habitualmente los españoles (o como hacen los ingleses con el griego), la reacción de los jueces del poema habría sido la misma, pero Terence no tenía dudas de que la forma que había elegido para describir la incomprensión de aquel inglés masticado no superaría el riguroso listón ético —calvinista— de los árbitros. Por suerte, no había peligro de que los paralelepipédicos, los tatuados, los prognáticos ni los fabricantes de palomitas establecieran también sus propios límites, en cuyo caso me habría visto en serios aprietos: sus reivindicaciones, con ser legítimas, no han alcanzado todavía la altura de otros colectivos que han sufrido el maltrato de la historia. Ante la disyuntiva de eliminar, preventivamente, los pasajes problemáticos o de sustituir este poema por otro exento de semejantes irreverencias, opté por lo segundo: no estaba, ni estoy, dispuesto a aceptar la censura de lo que escribo por la aplicación de criterios morales que no atienden a razones literarias, que se basan en suposiciones injustas y equivocadas, y que practican aquello mismo que dicen criticar. El feminismo y el antirracismo son causas nobles que todos debemos apoyar. Pero la integridad de la literatura y la libertad de expresión también son causas nobles que los feministas y los antirracistas deberían apoyar.