Christian T. Arjona, un hombre del Renacimiento —poeta, ensayista, pintor, traductor, fotógrafo y, desde hace algunos meses, también editor—, acaba de publicar en el sello que ha creado y dirige, Libros de Aldarán, una antología de mi poesía erótica. Christian ha recurrido al famoso dicho de Valéry para titularlo: Lo profundo es la piel. Antología de poesía erótica. En él ha seleccionado —porque también ha ejercido de antólogo— 35 poemas de un buen número de mis libros, que dan cuenta de una de las constantes temáticas —y existenciales— de mi poesía. A este corpus —y nunca mejor dicho— él ha sumado un prólogo y seis magníficos dibujos, pertenecientes a una serie de obras gráficas eróticas titulada Visiones de Gaya, realizada con carboncillo sobre papel artesanal de morera; y yo, un epílogo, que reproduzco a continuación, tras dos de las décimas incluidas en el volumen.
MI boca en ti se deslengua:
masco el hueco de tus ingles
para que, sin viento, singles
por mis dientes. Y no mengua
el taladro de la lengua,
que en las entrañas se pierde
para que el cuerpo recuerde
que agua y fuego son lo mismo.
Quiero besar el abismo
con una lengua que muerde.
AÚN quepo en ti. Visito
tu adentro con el denuedo
de un adolescente. Puedo
cabalgar en tu infinito
regazo: me callo y grito
a la vez. Y me acompaña
esa sosegada saña
con que recibes mi darme,
tu ahínco por entregarme
el latido de tu entraña.
ALGUNAS RAZONES PARA ALGO QUE NO NECESITA RAZONES (EPÍLOGO)
Escribo poesía erótica porque el amor me salva. Del tedio, de la soledad, de la infelicidad, de la muerte. Pero no me refiero al sentimiento del amor, sino a su materialidad venérea; hablo del amor en su sentido primigenio: del goce físico, del placer sexual. No desconozco las razones químicas del amor, que lo reducen a mera secreción hormonal. Sea: eso me basta. También el alma es un producto del cuerpo; también la conciencia y la inteligencia. Y todo ello, alumbrado, amparado por el cuerpo, me configura como hombre. El amor, con su demorada incubación y su estallido instantáneo, anula las oscuridades de los días: su oscuridad ilumina. Solo el amor despeja, siquiera fugazmente, el desconcierto —aunque el desconcierto nos persiga siempre, con tenacidad orbital, tras el instante que lo culmina—. Pero digo mal: no solo el amor abonanza las horas tristes que nos constituyen (hasta la hora, acaso alegre, en que cesen). También el lenguaje nos eleva del polvo que somos, del sinsentido que nos sostiene. Amor y palabra: un tándem imbatible. Escribo poesía erótica porque aspiro a reproducir en la página el momento cegador de la posesión, y de cuanto —gesto a gesto, labio a labio, piel a piel— conduce a ese espasmo providencial. Ese momento y ese camino que permiten que, por fin, entendamos: que la nada sea inteligible; que nosotros lo seamos. La ceguera de la petite morte alumbra una visión esclarecida, a la que no escapa ninguna incógnita. La materialidad de la caricia, la espesura de los cuerpos, la plenitud tangible del ser amado, excluyen la retórica de los conceptos y el artificio de los dogmas. Todo es cierto en ese momento, todo está vivo: todo dice. Y no hay otra razón que esa para nuestro existir: esa certeza de que existimos, de que reunimos sangre y miedo, de que, cuando perezcamos, se secarán los mismos nervios y los mismos músculos que ahora, en el amor, se enderezan y multiplican, en un inverosímil encrespamiento de nuestro estar en lo transitorio, en lo incomprensible. El cuerpo, el cuerpo. Y la palabra. Escribo poesía erótica porque quiero trasfundir a la página ese suero de vida, ese acto desesperadamente humano que consiste en mitigar la muerte siendo en otro, siendo otro. En la pasión que desprende unto las palabras con que lo escribo, sin olvidar que, para que la pasión sea plausible en poesía, no debe darse sin naturalidad, ni la excitación sin sosiego; y procurando, al tiempo, que lo cantado no se repita, sino que adquiera un carácter sinfónico, una progresión que atienda a los matices, y hasta a la declinación o la mengua, de los arrebatos y las inervaciones. En Ángel mortal celebré, en verso libre, el nacimiento del amor y sus turbulencias urbanas. Lo hice, me temo, con exultante ingenuidad y no poco desorden afectivo, pero hoy reconozco en esos poemas inmaduros y proclives al deshilachamiento todo lo que después he desarrollado: las claves y obsesiones de toda mi poesía, también de la erótica. Uno de los cinco cantos de La ordenación del miedo, todos ellos en hexadecasílabos monorrimos asonantados, está dedicado a eros, aunque su imaginería comparta todavía el ímpetu juvenil de mis primeros libros, y resulte, pues, con demasiada frecuencia, excesiva. Expuse luego, en alguna sección de El corazón, la nada, integrado por poemas en prosa, el sereno deslumbramiento que me produjeron ciertas experiencias, la evocación de los cuerpos trabados en viajes amables y lugares que aprendí a querer. Unánime fuego, con el que insistí en el poema en prosa, fue una explosión de amor —para cuya composición me encerré en un monasterio, un reducto donde el amor ha encontrado históricamente formas clandestinas y no menos insólitas de manifestarse— con la que intenté acallar la pérdida del amor, y su índole dinamitadora me llevó a una poesía tan plástica como irracional. La montaña hendida se pretendía pornográfico, pero palideció en erótico. La pornografía me ha planteado siempre un reto singular: que sea poética sin que pierda la suciedad (si es que la pornografía es sucia, algo de lo que cada vez estoy menos seguro). La poesía, si es verdadera, ha de ser capaz de transformar todas las realidades, aun las más groseras o incívicas; o, dicho con más precisión, no transformarlas, sino depurarlas de todas las gangas físicas o morales, para que sean íntegramente ellas, para que recuperen el ser obliterado por una mirada adversa. En La montaña hendida, otra vez en verso libre, no conseguí, me parece, ese adentramiento regenerador, salvo en algún pasaje alimentado por una ferocidad coital del que el poema es el mejor, si no único, ay, recuerdo. Seis sextinas soeces abunda en esa búsqueda del lirismo en la inmundicia (si es que, de nuevo, lo más directo, lo menos inmaterial de la pasión corpórea, lo es), sostenido esta vez por la férrea estructura de la sextina, que supongo Arnaut Daniel, el trovador que cometió la excentricidad de inventarla, nunca imaginó dedicada a materia tan indecorosa. Pero me gusta que una fantasía ilimitada, que la figuración más exuberante se aloje en la jaula más exigua: su pequeñez la aviva; su cerrazón la exacerba. En Las horas y los labios y Bajo la piel, los días, en los que vuelvo al poema en prosa, eros se extravía en los vericuetos de la cotidianidad, participa de las refriegas domésticas y se enreda en los asuntos elementales, que siempre acaban por ser los fundamentales: a veces los ilumina y otras los ensombrece, como el propio cuerpo, que en ocasiones esplende, pero más a menudo cruje, flaquea y desfallece. Otras tres formas estróficas —una oriental, el haikú, y dos occidentales, el soneto y la décima— me han servido, en Los haikús del tren, Diez sonetos y Décimas de fiebre, respectivamente, para anticipar o renovar el propósito de las sextinas y buscar en la cárcel de la forma la libertad de la expresión: así, aprisionada por un espacio mínimo, la experiencia erótica adquiría su dimensión máxima: se reconcentraba e, instada por la coerción que sufría, estallaba. Uno de los poemas versales de Insumisión, que alterno en el mismo libro con otros en prosa, canta la cercanía del cuerpo aún deseado y, con ello, la presencia constante del amor en la vida consciente, aunque la asedien el aburrimiento y la decadencia. Tú no morirás, en fin, todavía inédito cuando se publican estas páginas, es una proclama crepuscular, que se aferra a la esperanza, pero que ya no concibe el amor sino como un lento apagamiento, en el que brillan, no obstante, fogonazos de deseo y cópulas enrabietadas. Estas páginas, estos libros, tan humildes y menesterosos, persiguen una totalidad: la del cuerpo en otro cuerpo; la del cuerpo sin muerte; la del yo vaciado de toda herida, exento de la incertidumbre que lo constituye, y entregado, siquiera una fracción de segundo, a su propia eternidad.
ISBN: 978-84-697-5719-2
www.librosdealdaran
librosdealdaran@gmail.com
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