Diario de una vida breve es el diario que Juan Manuel Silvela Sangro —de la misma familia Silvela que dio a dos políticos prominentes de la Restauración, Francisco y Manuel— publicó póstumamente en 1967, y que ahora Pre-Textos recupera, con la cuidada edición de José Muñoz Millanes, que incluye, en epílogo, el prólogo de la editio princeps, de Julián Marías, que fue amigo de la familia Silvela y del propio Juan Manuel. Diario de una vida breve se extiende de 1949 a 1958 y recoge, por lo tanto, los años de formación de su autor, nacido en 1932. Este es una de las características más llamativas del volumen: que fuera escrito por una persona tan joven. Cuando redacta la primera entrada, tiene 16 años. Y esto escribe con esa edad: "Soy un espectador de este atardecer madrileño. No sé si por instinto, pero he cogido la pluma. En la mesa del despacho de mi cuarto contemplo la fuga de la luz, oculta y acabada. Quisiera escribir. No hay nadie en casa. La puerta abierta. Ni me distrae, ni me da miedo. Me da pena encender la luz, tengo enfrente mi reloj de pulsera, que se empeña en hacer picadillo el tiempo y mi paciencia. Miro la ventana. A través de ella, amplia y sensata, veo uno de mis perennes paisajes: el macizo edificio del ex-Colegio Alemán...". Me abruma la melancolía cuando pienso que eso era capaz de componer un adolescente madrileño en la sórdida posguerra española y lo comparo con lo que redactan, si es que redactan algo, los dieciseisañeros de hoy (y los treintañeros, aunque tengan másteres en ESADE, y los cuarentañeros, aunque sean abogados o políticos). Claro que Silvela Sangro era miembro de una familia culta y de posibles, gracias a la cual —sobre todo a su madre, cuyas inclinaciones artísticas nunca dejó de favorecer en su hijo— disfrutó de una amplia biblioteca, fue asiduo de museos y salas de conciertos y conferencias, tuvo amigos artistas e intelectuales —Marías, Ortega y Gasset, Ramón Tamames, Gerardo Rueda, Fernando Zóbel—, estudió Derecho, y viajó y aprendió idiomas. Diario de una vida breve es un delicioso repaso por los años iniciales de la vida de una persona que ama la música, el arte y la literatura, y que también quiere amar a las mujeres, pero no lo consigue, por timidez, hipersensibilidad o infortunio; un repaso que incorpora la asombrosa conciencia de avanzar en la vida y crecer en inteligencia y educación, como si fuese capaz de salir de sí mismo y contemplarse desde fuera, mientras sigue leyendo libros, viendo cuadros y asistiendo a recitales. Su prosa azoriniana atiende con minucia a las infinitas mutaciones de la luz, a la evolución de las plantas de los parques, al perfil de las gentes que atestan las calles de Madrid y las llenan de ruido y color (o a esas mismas calles vacías y silenciosas): a todos los rincones del paisaje urbano, siempre cambiante y siempre el mismo, luminoso y nocturno a la vez. De lo que no se preocupa mucho es de la situación política ni de las circunstancias sociales: su pasión está entregada a los poemas de Rilke, las novelas de Proust o la música de Liszt. Silvela Sangro abandonó su bitácora en 1958 para psicoanalizarse y no volvió a retomarla. Y murió en 1965, en París, de una cardiopatía congénita que un médico —descrito en su diario con, comprensiblemente, poca amabilidad— había definido como "corazón de pato". Tenía 33 años. Aquel hombre todo lo había hecho joven: despertar al mundo, escribir y morirse. Pero había tenido el tiempo suficiente para dejar un relato conmovedor de los entusiasmos, esperanzas e incertidumbres de alguien, sensible e inteligente, que se enfrenta al milagro y la condena de la vida.
La decadencia de la mentira. Un comentario, de Oscar Wilde, en Acantilado, con la excelente traducción de Javier Fernández de Castro, es un opúsculo, publicado por primera vez en 1898, en el que dialogan dos personajes, Cyril y Vivian, en "la biblioteca de una casa de campo de Nottinghamshire". Su tesis es sencilla: la mentira es necesaria para transformar la realidad en arte; más aún: el arte es mentira, se compone de mentira; toda creación lo es: la mentira es la herramienta —la sustancia— que nos permite emerger del barro cotidiano para construir un mundo superior de hermosura e inteligencia. La posición del autor de la Balada de la cárcel de Reading es exactamente la contraria a la que ha defendido mi buen amigo J. Jorge Sánchez en su por otra parte magnífico poemario Contra Visconti —que he reseñado en el último número de la revista Turia—, gran sostenedor de un arte que respete la verdad de los hechos, la verdad histórica. Como puede verse, las polémicas tienden a repetirse en el siempre resbaladizo terreno de la estética. Yo aplaudo la posición de Wilde: también soy un gran defensor de la mentira. Sin ella no existirían muchas de las cosas buenas de que disfrutamos —no solo el arte: también la amistad y el amor—, ni sería posible, de hecho, la convivencia. La mentira está asociada al desarrollo de la inteligencia —se ha demostrado en los primates y en los seres humanos— y constituye uno de sus principales cimientos, así como sostén ineludible de la moral. En esta nouvelle dialogada o entremés retórico, Wilde defiende sus ideas con sus instrumentos habituales: la ironía y la paradoja. Para concluir en una imbatible defensa de la autonomía del arte, de su realidad autosuficiente y desvinculada de todo propósito ajeno a su propio ser: "El Arte únicamente se expresa a sí mismo. Posee vida independiente, como el Pensamiento, y solo obedece a su propio criterio. No tiene por qué ser realista en una época de realismo, ni espiritual en una época de fe. De manera que, lejos de ser una creación de su época, por lo general se opone directamente a ella, y la única historia que preserva para nosotros es la de su propio desarrollo. A veces regresa sobre sus propios pasos y renace en alguna forma antigua, como ocurrió con el movimiento arcaizante del último arte griego o con el movimiento prerrafaelita contemporáneo. Otras veces se anticipa totalmente a su época y en un siglo crea una obra que cuesta otro siglo asimilar, apreciar y disfrutar. En ningún caso reproduce su tiempo. (...) Todo el arte malo surge de volver a la Vida y la Naturaleza y erigirlas en ideales. La Vida y la Naturaleza puede ser utilizadas en ocasiones como materia prima del Arte, pero para que le resulten de alguna utilidad real hay que traducirlas a convenciones artísticas. Cuando el Arte renuncia a ser imaginativo, renuncia a todo". Y termina, no menos rotundamente, con algo a lo que me adhiero: "Mentir, mostrar cosas bellas que no existen, es el auténtico objetivo del Arte" (aunque quizá no sea el único auténtico objetivo del Arte...).
Un ojo de cristal, de la vasca Miren Agur Meable, publicado por Pamiela en 2014, y que va ya por la segunda edición (por cierto, yo creía que Pamiela, de la que tanto leí hace años, había cerrado; pero no: existe y sigue publicando, aunque a un ritmo muy inferior al de sus años de bonanza), es un relato autobiográfico, apoyado en una realidad que comparten protagonista y autora: ambas tienen un ojo de cristal. El relato del origen y la presencia de esa prótesis es paralela —y metáfora— de los conflictos sentimentales —y existenciales— que las sacuden a ambas. La novela constituye una investigación emocional en la familia, el cuerpo, el paso del tiempo, los amores, la realidad cotidiana, la vocación y la práctica literarias, y el entorno social de su protagonista, escrita con delicadeza y humor, pero también con franqueza (que a veces deriva en crudeza) y sentido autocrítico (magnífico el capítulo titulado "Autorretrato"), y con una gran perspicacia analítica, no exenta de compasión. Las abundantes referencias literarias se mezclan, para ilustrarlas, o como mero brote asociativo, con la reflexión y la angustia. Un ojo de cristal es excelente literatura de mujeres sobre la mujer: articulada en capítulos por lo general breves, y sin otro hilo narrativo que el diapasón explicativo de ese ojo perdido y ahora protético, fluye con ligereza y profundidad, y da cuenta del magma emocional en el que vive sumergida una mujer de mediana edad sobre la que pesan, además de todas las dificultades del mundo, la de haber de convivir con una bola de vidrio en la cara. Esto leemos en "El mes de las caléndulas": "Observo la naturaleza con más concentración que antes. Rastreo hierofanías (registro mensajes en el canto de los pájaros, en las volteretas de las libélulas, o en el espejeo de la poza verdecida por el musgo), no por obtener agrado, sino entendimiento. Sé perfectamente que la lógica de este comportamiento es nula, que me muevo en el vértice de la superstición. Pero esos guiños del paisaje funcionan como avisos que abren hendiduras en mi estatismo: me dan el acento para la escritura de cada día".