En septiembre de 2013, recién llegado yo a Londres, empecé a escribir en un blog, y desde entonces no he parado. Primero fue en Corónicas de Ingalaterra, que mantuve durante mis dos años y medio de estancia en la Pérfida Albión, y luego en este Corónicas de Españia, en el que llevo contando las peripecias de mi intrépida vida de funcionario y escritor desde que volví a la Madre Patria, en febrero de 2016. Hasta hoy. En mi blog inglés, incluso, llevé a cabo el experimento de colgar una entrada al día. Me obligué a ello para sentir plenamente lo que significaba ser escritor: los rigores y placeres, las servidumbres y libertades de una vida de escritor. Aquel experimento duró un año: lo que resistí sometido a semejante imperativo, que me forzaba a vivir como los antiguos galeotes, encadenado al duro banco de trabajo, pero no con un remo en las manos, sino con un teclado de ordenador. No obstante, no estoy insatisfecho de haberlo probado. Aprendí mucho, reflexioné mucho y, como es natural, escribí mucho. Aunque también recuerdo el alivio que sentí cuando abandoné el deber diario y pasé a colgar una entrada cada cinco días, un lapso que considero razonable y que mantengo a día de hoy. La única interrupción que ha conocido mi actividad bloguera fue en 2015, cuando pasé unas vacaciones con mi familia, como si fuéramos ingleses (de hecho, estábamos rodeados por hordas de británicos), en la isla de Lanzarote, y no pude sobreponerme a las dificultades para conectarme, tener una buena señal de Internet y, sobre todo, abstraerme de las placenteras solicitaciones de la isla y dedicar varias horas, encerrado en la habitación, a escribir las entradas debidas. Fueron once días de abstinencia bloguera, que no me sentaron mal (aunque me hicieron sentir un poco culpable: qué curiosa es la conciencia), pero no se han repetido. Hasta dentro de muy poco. Porque ayer empecé las vacaciones, ¡albricias!, y mañana domingo acometo un viaje transoceánico que me llevará por parajes accidentados y desconocidos, en compañía de amigos muy queridos, con los que no quiero estar pendiente del mantenimiento del blog, si es que es posible mantener el blog. De modo que he decidido hacer una pausa, por primera vez voluntaria, en esta bitácora e interrumpirla hasta septiembre. A mi vuelta de la excursión retomaré la actividad y, eso sí, espero poder contar en el blog algunos de los episodios más interesantes del viaje, como siempre he hecho luego de mis expediciones anteriores. De modo que me despido por un mes, con mi deseo a todos de un feliz verano y la esperanza de reencontrar, a mi vuelta, a los abnegados lectores que me siguen y a los que mando, junto con este aviso de cierre temporal, mi agradecimiento por su paciencia y un gran abrazo.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 13 de agosto de 2022
lunes, 8 de agosto de 2022
Tuk
miércoles, 3 de agosto de 2022
Elogio de la corbata
La corbata demuestra la ley de la gravedad, y lo hace con una elegancia rara entre las cosas caedizas: derrama linealmente la tela, atraída por la masa terrestre, como si persiguiera la raíz de lo que es, la razón de cuanto pesa. Pero esa caída, como todas las caídas, es también un ascenso: de la ligereza, de la rectitud, del color. La corbata apunta a lo alto con el mismo ímpetu con el que se dirige a lo bajo, aunque se encuentre con el gendarme del nudo, que le impone una linde infranqueable, porque más allá del nudo no hay nada: solo hombre. Pero ese freno es también un sello: de su vigencia, de su existir. La corbata, no obstante, no solo anhela el suelo, como todas las cosas materiales, y emprende el vuelo, como todas las espirituales, sino que ocupa un lugar central: el que va del cuello, por donde transitan el aire y la palabra, al estómago, el horno íntimo, pasando por el corazón. La corbata es el eje que emerge, la columna de la superficie, la frontera de lo exterior y lo interior, la compañera mediata de la piel, la vanguardia del pecho y la retaguardia de la espalda, el dedo grande que nos falta en el cuerpo, el horizonte vertical de los sueños. Quién les iba a decir a los jinetes croatas que llegaron a París —después de combatir a los turcos, que seguían deseando conquistar Viena— en el siglo XVII, para ponerse al servicio del Rey Sol, que aquella prenda que portaban al cuello, y que simbolizaba el país por el que luchaban —hrvatska, ‘Croacia’ en croata—, iba a seducir a los dandis, a los cortesanos y, sobre todo, a las damas, y consagrarse como el símbolo de la elegancia masculina en Europa. Símbolo de la elegancia, pero también del falo, cuyas dimensiones, que algunos exageran, incumpliendo así uno de los mandatos del buen vestir —que la corbata nunca sobrepase la cintura del pantalón—, trasluce acaso un secreto y un deseo.