sábado, 13 de agosto de 2022

Hasta septiembre

En septiembre de 2013, recién llegado yo a Londres, empecé a escribir en un blog, y desde entonces no he parado. Primero fue en Corónicas de Ingalaterra, que mantuve durante mis dos años y medio de estancia en la Pérfida Albión, y luego en este Corónicas de Españia, en el que llevo contando las peripecias de mi intrépida vida de funcionario y escritor desde que volví a la Madre Patria, en febrero de 2016. Hasta hoy. En mi blog inglés, incluso, llevé a cabo el experimento de colgar una entrada al día. Me obligué a ello para sentir plenamente lo que significaba ser escritor: los rigores y placeres, las servidumbres y libertades de una vida de escritor. Aquel experimento duró un año: lo que resistí sometido a semejante imperativo, que me forzaba a vivir como los antiguos galeotes, encadenado al duro banco de trabajo, pero no con un remo en las manos, sino con un teclado de ordenador. No obstante, no estoy insatisfecho de haberlo probado. Aprendí mucho, reflexioné mucho y, como es natural, escribí mucho. Aunque también recuerdo el alivio que sentí cuando abandoné el deber diario y pasé a colgar una entrada cada cinco días, un lapso que considero razonable y que mantengo a día de hoy. La única interrupción que ha conocido mi actividad bloguera fue en 2015, cuando pasé unas vacaciones con mi familia, como si fuéramos ingleses (de hecho, estábamos rodeados por hordas de británicos), en la isla de Lanzarote, y no pude sobreponerme a las dificultades para conectarme, tener una buena señal de Internet y, sobre todo, abstraerme de las placenteras solicitaciones de la isla y dedicar varias horas, encerrado en la habitación, a escribir las entradas debidas. Fueron once días de abstinencia bloguera, que no me sentaron mal (aunque me hicieron sentir un poco culpable: qué curiosa es la conciencia), pero no se han repetido. Hasta dentro de muy poco. Porque ayer empecé las vacaciones, ¡albricias!, y mañana domingo acometo un viaje transoceánico que me llevará por parajes accidentados y desconocidos, en compañía de amigos muy queridos, con los que no quiero estar pendiente del mantenimiento del blog, si es que es posible mantener el blog. De modo que he decidido hacer una pausa, por primera vez voluntaria, en esta bitácora e interrumpirla hasta septiembre. A mi vuelta de la excursión retomaré la actividad y, eso sí, espero poder contar en el blog algunos de los episodios más interesantes del viaje, como siempre he hecho luego de mis expediciones anteriores. De modo que me despido por un mes, con mi deseo a todos de un feliz verano y la esperanza de reencontrar, a mi vuelta, a los abnegados lectores que me siguen y a los que mando, junto con este aviso de cierre temporal, mi agradecimiento por su paciencia y un gran abrazo.

lunes, 8 de agosto de 2022

Tuk

Tuk es un cachorro de pastor alemán, de unos cuatro meses, que acaban de adoptar mis amigos Christian y Teresa, con los que he pasado el último fin de semana en su masía de La Garrotxa. A Christian y a Tere les gusta la vida en el campo y les gustan mucho los animales, por los que profesan un amor que, según confesión propia, es extensión del que sienten por los seres humanos. Por eso su masía tenía ya mucho de zoológico antes de la llegada de Tuk. Tienen gallinas —que pueden estar (¿ser?) abiertas o cerradas, según campen libremente por la finca o se recluyan en el gallinero para pasar la noche, en la que acechan zorros y jabalíes, y las tormentas—, dos gatos —uno modoso y manso; otra impasible y feroz—, un estanque con peces —ocho de los cuales murieron, literalmente cocidos, en la última ola de calor: fue una masacre térmica; Christian y Tere se sumieron en una tristeza inconsolable— y una tortuga —pequeña, mediterránea, a la que Christian le ha construido un tortugario muy cuco, con la reproducción de una isla tropical, con palmera y todo, en el centro, que, no obstante, no es lo bastante atractivo como para que el quelonio no intente escaparse cachazudamente, como lo hace todo: las tortugas trepan, y Christian se ve obligado a construir cada vez muros más altos, a base de tarugos y viejos marcos de ventanas—. A todo este mundo doméstico de Félix Rodríguez de la Fuente se ha sumado, hace muy poco, Tuk, un cachorro indómito y feliz, lleno de energía, como casi todos los cachorros (salvo los del oso perezoso), y siempre deseoso de la compañía y la atención humanas. En cuanto te ve, te abraza a su manera: saltándote encima, con garras notablemente afiladas —Christian, Tere, una sugerencia: llevadlo a que se las recorten—. Resulta, pues, problemático entrar en la casa con algo delicado en las manos, porque es muy probable que, gracias a la efusividad de Tuk, eso que lleváis con tanto cuidado acabe en vuestra camisa, en el suelo o en el hocico de Tuk. No obstante, pasado ese momento de tribulación, la relación con Tuk se simplifica: él lo busca a uno para que lo acaricie y uno lo acaricia. Se tumba a tu lado, o se echa patas arriba ofreciéndote la tripa, una superficie infinitamente rascable, o te pone la cara en el regazo para que se la masajees. Yo así lo hago, y Tuk me lo agradece lamiéndome con aplicación la mano. Por la tarde salimos con Christian a pasear, y nos llevamos a Tuk, que intuye la excursión y se apuesta en la puerta, con la correa en las fauces y una expresión en los ojos con la que parece decirnos: "¡Venga, remolones! Deberíais estar en el tortugario con vuestra colega...". El paseo nos lleva por los caminos del valle de Llémena, que alberga, entre bosques y sierras admirables, vastos campos de maíz. En uno de los campos, este sin maíz, Tuk encuentra una vaca, o más bien la descubre. La vaca está tumbada en el suelo, rumiando apaciblemente. Es amarilla, como en el poema de Dámaso Alonso, y enorme. Cuando llegamos, gira vagamente la testuz y nos mira con una mezcla de indiferencia y desdén. Esta vaca parece singularmente estoica. A esta vaca uno tiene la impresión de que nada podría perturbarla: ni una catástrofe nuclear ni una canción de Raphael. Pero en Tuk la vaca causa el efecto contrario: lo confunde, lo desquicia, lo enajena. A Tuk la vaca debe de parecerle Godzilla. Se encara con la bestia, se agacha en posición de ataque, con todos los jóvenes músculos en tensión, y ladra como si quisiera hacer conocedor al mundo de su hallazgo y su espanto. Pero Tuk, en su aturdimiento, se ha olvidado de un pequeño detalle: justo delante de su morro se encuentra la valla que guarda al ganado, y está electrificada. Christian me explica que Tuk ya se ha acalambrado en alguna ocasión, y que supone que habrá aprendido la lección: esos hilos no se tocan. Pero la suposición es la madre de todas las cagadas. Porque Tuk, en uno de sus espasmos ladradores, se enreda en los alambres malignos y sufre una descarga que lo hace retroceder entre gañidos de dolor y un desconcierto alborotado. Se le ha erizado el pelo del lomo y nos mira con un gesto de incomprensión existencial. Cuesta tranquilizarlo, pero lo conseguimos. La vaca lo ha mirado todo con inconmovible indiferencia, sin dejar de rumiar, aunque me parece reconocer un destello de complacencia en sus ojos como pelotas negras de pimpón: "Te está bien empleado, chucho zopenco, por molestar", parece decir. Me pregunto si esta forma de cuidar los campos y el ganado es aconsejable, y doy por supuesto que es legal, lo cual me extraña aún más. Los agricultores, me explica Christian, quieren protegerse de los jabalíes, que son muy destructivos, y de los humanos furtivos o descuidados. Pero por este camino no solo pasan perros; también niños. Y gente despistada, como yo mismo, a la que, si no se la avisa de que está rondando una valla como la que rodeaba los campos de concentración nazis, podría electrocutarse. El único cartel(ito), borroso ya, que he visto en toda nuestra ronda, de varios kilómetros, decía: "Pastor eléctrico" (que es una ingeniosa metáfora futurista, pero que resulta poco clara para el paseante y, sobre todo, para el perro del paseante). También, aquí y allá, se veían, colgados de los alambres, jirones de ropa: la versión cutre de las bolas de plástico que se colocan en los cables aéreos de la electricidad para que los helicópteros no se queden fritos contra ellos. Otro mecanismo poco informativo y poco disuasorio. Seguimos nuestro camino, con un Tuk achantado, al que le cuesta sacar la cola (dolorida, que se lame) de entre las piernas. Pero por fin se espabila, a lo que contribuye que lleguemos a la riera de Llémena, la corriente (es un decir, con esta sequía) que da nombre al valle. Allí, en un remanso lleno de algas, Tuk se lanza al agua, a correr y a beber, actividades que hace simultáneamente. A cada zancada, echa un bocado al agua. Es decir, en rigor no bebe, sino que come agua. Por este camino, embarrado por las lluvias, me caí yo, mientras paseaba con Christian, en mi anterior visita a su casa. Esta vez no me caigo. Esta vez es Tuk el que, con su doloroso descubrimiento de la vaca, se lleva el lacerante protagonismo de la jornada. En casa, nos recuperamos todos del paseo. Tuk lo hace zampándose el cuenco de pienso con que Teresa lo agasaja. Nosotros, en el piso de arriba, tomamos café y charlamos. Pero, cuando bajo a mi cuarto, descubro que Tuk no ha tenido suficiente con el yantar que le ha servido Tere (y que yo no he tenido la prudencia de cerrar la puerta de la habitación) y se ha tomado de postre mi pantalón del pijama (que acababa de comprar, antes de las rebajas): hay trozos de tela esparcidos por el suelo, y el cadáver de la prenda yace en la cama, descuartizado. Curiosamente, a Tuk no le ha despertado el apetito ninguna otra de mis pertenencias, que estaban junto al pijama: mi mochila, mi gorro de coronel Tapioca, unos calzoncillos nuevos, mi cartera. Alabado sea el Hacedor. Cojo el pantalón y se lo entrego a un compungido Christian para que lo utilice de paño de cocina o, mejor, dado su estado, se lo ponga de sombrero al pastor eléctrico, como un aviso más para los navegantes de los caminos. El pobre Tuk no es consciente de su hazaña. Aún le están creciendo los dientes, que yo noto ya como prometedoras agujas cuando juego con él, y aún se está educando. Christian me cuenta que a él se le ha comido su camisa preferida, y que ha roído casi todos los muebles de la casa. Y yo recuerdo cuando Betty, una simpática perrita que pasó unos días en casa cuando Pablo se dedicaba a pasear chuchos y los dueños se los dejaban a él siempre que se iban de fin de semana, se me comió la edición facsímil de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, que yo tenía, entre muchos otros libros queridos, en el suelo de mi estudio. Betty acabó borracha de papel y yo, de enfado. Tuk se gana mi perdón a la mañana siguiente, cuando estoy leyendo el periódico en el jardín. Tras husmear alegremente a la gata de la casa, que le comunica, lanzándole tres zarpazos, que antes de desayunar no le apetece hablar con nadie, se me tumba junto a los pies y empieza a lamerme el dedo gordo del derecho. He leído en algún lugar que el hecho de que los perros laman los pies de alguien significa sumisión. No sé si es cierto, pero, si lo es, tengo a Tuk totalmente sometido. Me lame la bola del dedo con diligencia y meticulosidad, recorriendo con la lengua húmeda y caliente, como una bayeta, todos los ángulos y anfractuosidades de las uñas y la piel, y también se extiende, de vez en cuando, a los otros dedos, como si formaran un teclado: pasa la lengua como una vicuña por el marfil. Y no tiene miramientos: los lametazos cubren la carne, sí, pero alcanzan también la sandalia y la suela de la sandalia, con su rico bagaje de tierra, hierbas y Dios sabe cuántas cosas más. Lo encuentro sumamente erótico. Me hace cosquillas y me da ganas de más. "Tuk, cariño —pienso—, me parece que estamos hechos el uno para el otro". Cuando me marcho, de regreso a Barcelona, Tuk viene a despedirme con su vehemencia habitual y yo, pese a todo, se lo agradezco. Le agarro las enormes orejas —las dumbas, las llama Christian— y le manoseo el hocico hasta la próxima ocasión. En la que no traeré pijama y me habré hecho las uñas de los pies, para facilitarle el trabajo.

miércoles, 3 de agosto de 2022

Elogio de la corbata

La corbata demuestra la ley de la gravedad, y lo hace con una elegancia rara entre las cosas caedizas: derrama linealmente la tela, atraída por la masa terrestre, como si persiguiera la raíz de lo que es, la razón de cuanto pesa. Pero esa caída, como todas las caídas, es también un ascenso: de la ligereza, de la rectitud, del color. La corbata apunta a lo alto con el mismo ímpetu con el que se dirige a lo bajo, aunque se encuentre con el gendarme del nudo, que le impone una linde infranqueable, porque más allá del nudo no hay nada: solo hombre. Pero ese freno es también un sello: de su vigencia, de su existir. La corbata, no obstante, no solo anhela el suelo, como todas las cosas materiales, y emprende el vuelo, como todas las espirituales, sino que ocupa un lugar central: el que va del cuello, por donde transitan el aire y la palabra, al estómago, el horno íntimo, pasando por el corazón. La corbata es el eje que emerge, la columna de la superficie, la frontera de lo exterior y lo interior, la compañera mediata de la piel, la vanguardia del pecho y la retaguardia de la espalda, el dedo grande que nos falta en el cuerpo, el horizonte vertical de los sueños. Quién les iba a decir a los jinetes croatas que llegaron a París —después de combatir a los turcos, que seguían deseando conquistar Viena— en el siglo XVII, para ponerse al servicio del Rey Sol, que aquella prenda que portaban al cuello, y que simbolizaba el país por el que luchaban —hrvatska, ‘Croacia’ en croata—, iba a seducir a los dandis, a los cortesanos y, sobre todo, a las damas, y consagrarse como el símbolo de la elegancia masculina en Europa. Símbolo de la elegancia, pero también del falo, cuyas dimensiones, que algunos exageran, incumpliendo así uno de los mandatos del buen vestir —que la corbata nunca sobrepase la cintura del pantalón—, trasluce acaso un secreto y un deseo.

La corbata es locuaz: dice que la pulcritud importa, y que el tiempo dedicado a la composición propia no es tiempo malgastado, sino señal de respeto, y que el lucimiento de los artificios exquisitos inventados por el hombre implica un valor moral. La corbata es más que locuaz: tiene un lenguaje propio, como antaño los abanicos de las mujeres. Que las rayas suban supone optimismo; que bajen, desánimo. Que los colores chillen es euforia; que se apenumbren, desmayo. En cambio, que asome el extremo delgado por debajo del grueso, o por los lados, solo significa que quien la lleva no ha sabido ponérsela.

La corbata estiliza, y acaricia, y acompaña. Pero la corbata está en libertad condicional. A veces la apuñala una aguja inmisericorde, cuya factura en oro o plata no disimula su maldad, y entonces se queda quieta, inerte, sin la cadencia sinuosa con la que acompasa los movimientos de su dueño: las agujas son inflexibles. Y siempre está encadenada al nudo. Pese a ello, esta sumisión la estimula. Sin límites no hay camino; sin resistencia no se escala.  

La corbata es desafiante y corajuda. Arrostra numerosos peligros: el tajo despiadado (la castración en efigie) de los mozos en la boda; el hundimiento en el plato o en el charco; el ahogamiento accidental, porque la corbata y la faringe son vecinas, y no siempre bien avenidas. Pero, si bien la corbata amenaza a la nuez, también la protege. La corbata es contradictoria: acalora y abriga, expande y deslinda, se dispone con patricia dignidad y se tumba a la bartola en un hombro.

La corbata admite, en su horma inalterable (aunque se ensanche o adelgace, aunque tenga el extremo apuntado o recto, aunque sea de lazo —un lacito, decía mi padre— o de bolo, o incluso corbatón), toda la paleta de géneros y de colores. Encarna en lino o en lana; parece tartán o gasa; consiente el poliéster y festeja el cachemir. Aunque nunca es más luminosa que si es de seda. Las corbatas lisas transmiten sobriedad: su dueño no cree en la extravagancia. Pero también hay quien confía en la imprevisibilidad del universo: las corbatas son entonces multicolores como un cuadro de Chagall. A veces se geometrizan y la tela despide los entrecruzamientos y curvaturas de las celosías árabes o las inscripciones rúnicas. Nuestro mundo cinematográfico les ha regalado también, como si fueran catalejos que nos acercaran a paisajes remotos, animales y figuras. Las jirafas habitan las corbatas, las bicicletas las recorren, los caballos pastan entre sus hebras y hasta Mickey Mouse o Popeye el marino se asoman a sus escuetas praderas. Hay corbatas de rayas, de lunares, de punto, de granadina. Hay corbatas con banderas, las más indigestas, más todavía que las corbatas torpes: las estampadas con camisas a cuadros o las amarillas con camisas naranjas. Y hay corbatas negras, que nos recuerdan que hay muerte y que también nosotros hemos de morir. Ellas están siempre dispuestas a acompañarnos, y a menudo las vemos en el ataúd, con el mismo rigor mortis que su dueño, un acicalado cadáver.

La infinita variedad de la corbata se modera, aunque no cesa, en su parte más delicada: el nudo. Los nudos son importantes en algunos aspectos olvidados pero capitales de la vida: la navegación, el ahorcamiento, los zapatos. Y la corbata. Balzac describió veintidós maneras de hacer el nudo en L’art de se mettre la cravatte. Ninguno es tan señorial como el Windsor, que homenajea el empuje que dieron los ingleses a la prenda: Beau Brumell necesitaba dos mozos para anudársela (aunque se entiende: la atiborraba de almidón). Frente al Windsor, el nudo español solo ofrece una alternativa demediada y mocha, aunque más común. No en vano se le llama «el medio Windsor». Hacerse el nudo de la corbata es creer en el rigor de los actos y acentuar la participación en el mundo. Hacerse un nudo minuciosamente triangular, sin gorduras, pero tampoco escuchimizado, de cuyo extremo inferior surja recto el tallo de la prenda, sin frunces ni estrías (incomprensiblemente, se estima el hoyuelo, que yo considero una pifia), es una afirmación de amor a las cosas y, por extensión, a la existencia. La corbata no solo ennoblece a quien la viste, sino también a quien la ve. La corbata nos afirma en lo que somos: hacedores, estetas, ciudadanos. Pasará, como pasa todo. Pero, de momento, resiste, como resisten las hojas de los árboles y la sonrisa de los desventurados. Debe enfrentarse a una oposición creciente, en la que militan sentimientos indignos, libertades gelatinosas y acracias de cuchufleta (y algunas buenas pero equivocadas intenciones), cuyo leitmotiv no es otro que la desidia. Contra la descompostura, la corbata. Contra la zanganería, la corbata. Contra el desamor, la corbata.