Anteayer, 22 de febrero, se cumplieron 80 años de la muerte en Colliure de Antonio Machado. Aunque con dos días de retraso, quiero homenajear su memoria, la de un poeta grande, un republicano íntegro, un referente moral en un país muy necesitado de referentes morales y, no menos importante, una buena persona, con el poema que le dediqué en Insumisión, un poemario publicado en 2013. El texto contiene también un homenaje a otro poeta esencial, asimismo enterrado en suelo francés, César Vallejo, con el que Machado mantiene un diálogo ctónico, plagado de cercanías; y un error, que, siete u ocho años después de su composición, ya no soy capaz de explicar. Dice —digo— que Machado vio morir a su madre en su exilio francés, y no fue así: el poeta falleció tres día antes que ella. Quiero pensar que no importa mucho, que lo importante es que la muerte de ambos, con apenas 72 horas de diferencia, explica la tragedia de la Guerra Civil, el drama del exilio y la perduración del amor, y que el poema, aun con mi retraso y mi error, es un testimonio sincero de mi admiración:
Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules —a pesar de las salpicaduras de la sangre— y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas.
[En otro lugar he escrito: El cementerio de Montparnasse está atiborrado de lápidas; apenas se puede caminar entre tantos muertos. Llueve, y la lluvia embarra los senderos, desorganiza las flores, destiñe el silencio. Buscamos el lugar en el que está enterrado César Vallejo, pero tampoco lo encontramos. Cuando sugiero que abandonemos la búsqueda, me conmueve la insistencia de mis hijos —que nada saben de Vallejo, pero que advierten mi ilusión por dar con su tumba— en no rendirnos todavía. Tras fracasar en la lectura de los mapas que supuestamente indican la ubicación de cada sepulcro, la distingo por fin, gracias a un retrato del poeta depositado a los pies del túmulo. Es un enterramiento sencillo, de losa perlina y nulo ornato, excepto una fugaz inscripción en francés. Les cuento a mis hijos que Vallejo escribió en un poema que moriría en París un jueves de aguacero, y que, en efecto, murió en París con aguacero, aunque no fuese jueves, sino viernes. Junto a su foto de indio hambreado —perdonen la tristeza— y a una cinta verde dejada en homenaje por la embajada del Perú, encuentro un folio doblado con el poema, «Piedra negra sobre una piedra blanca». No es jueves, ni siquiera viernes, pero cae un aguacero respetable y estamos en París. Leo: «Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ talvez un jueves, como es hoy de otoño.// Jueves será, porque hoy, jueves, que proso/ estos versos, los húmeros me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo.// César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro// también con una soga; son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros,/ la soledad, la lluvia, los caminos...». Ángeles, Pablo y Álvaro me miran, apretados bajo el paraguas y velados por el cendal de la lluvia, en silencio, mientras el agua me corre por la cara y se borran las palabras del poema].