domingo, 24 de febrero de 2019

En la muerte de Antonio Machado

Anteayer, 22 de febrero, se cumplieron 80 años de la muerte en Colliure de Antonio Machado. Aunque con dos días de retraso, quiero homenajear su memoria, la de un poeta grande, un republicano íntegro, un referente moral en un país muy necesitado de referentes morales y, no menos importante, una buena persona, con el poema que le dediqué en Insumisión, un poemario publicado en 2013. El texto contiene también un homenaje a otro poeta esencial, asimismo enterrado en suelo francés, César Vallejo, con el que Machado mantiene un diálogo ctónico, plagado de cercanías; y un error, que, siete u ocho años después de su composición, ya no soy capaz de explicar. Dice —digo que Machado vio morir a su madre en su exilio francés, y no fue así: el poeta falleció tres día antes que ella. Quiero pensar que no importa mucho, que lo importante es que la muerte de ambos, con apenas 72 horas de diferencia, explica la tragedia de la Guerra Civil, el drama del exilio y la perduración del amor, y que el poema, aun con mi retraso y mi error, es un testimonio sincero de mi admiración:

Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules —a pesar de las salpicaduras de la sangre— y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas.

[En otro lugar he escrito: El cementerio de Montparnasse está atiborrado de lápidas; apenas se puede caminar entre tantos muertos. Llueve, y la lluvia embarra los senderos, desorganiza las flores, destiñe el silencio. Buscamos el lugar en el que está enterrado César Vallejo, pero tampoco lo encontramos. Cuando sugiero que abandonemos la búsqueda, me conmueve la insistencia de mis hijos —que nada saben de Vallejo, pero que advierten mi ilusión por dar con su tumba— en no rendirnos todavía. Tras fracasar en la lectura de los mapas que supuestamente indican la ubicación de cada sepulcro, la distingo por fin, gracias a un retrato del poeta depositado a los pies del túmulo. Es un enterramiento sencillo, de losa perlina y nulo ornato, excepto una fugaz inscripción en francés. Les cuento a mis hijos que Vallejo escribió en un poema que moriría en París un jueves de aguacero, y que, en efecto, murió en París con aguacero, aunque no fuese jueves, sino viernes. Junto a su foto de indio hambreado —perdonen la tristeza— y a una cinta verde dejada en homenaje por la embajada del Perú, encuentro un folio doblado con el poema, «Piedra negra sobre una piedra blanca». No es jueves, ni siquiera viernes, pero cae un aguacero respetable y estamos en París. Leo: «Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ talvez un jueves, como es hoy de otoño.// Jueves será, porque hoy, jueves, que proso/ estos versos, los húmeros me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo.// César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro// también con una soga; son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros,/ la soledad, la lluvia, los caminos...». Ángeles, Pablo y Álvaro me miran, apretados bajo el paraguas y velados por el cendal de la lluvia, en silencio, mientras el agua me corre por la cara y se borran las palabras del poema].

martes, 19 de febrero de 2019

La maledicencia

Cuando era joven, feliz e indocumentado, me iba a trabajar cada verano a campings de los que la costa catalana estaba llena para ganar un dinerillo que me permitiera viajar por el mundo en septiembre. Empecé a hacerlo en 1981, a mi vuelta de los Estados Unidos. Pero no tenía ningún contacto en el negocio del turismo, ni sabía apenas nada de él, así que no me quedó más remedio que conseguir, en alguna oficina pública que ya no recuerdo, la relación de los campings existentes en Cataluña y escribirles a todos una carta ofreciendo mis servicios de buen chico, estudiante de Derecho y hablante de idiomas. Respondieron más de los que yo me imaginaba, y varios parecían dispuestos a contratarme. El primero por el que me interesé, y que fue, a la postre, en el que trabajaría aquel y el siguiente verano, estaba en L'Estartit, un pueblo de la Costa Brava. Llamé al lugar, me citaron para una entrevista en sus instalaciones y para allí que me fui, en autobús, claro: ni yo ni nadie de mi familia teníamos coche. Hice la entrevista ante un tribunal de varias personas —entre las que estaban el director y el propietario, un señor gordo, abogado, que me animó a perseverar en mis estudios de Derecho y al que nunca volví a ver y salió bien. Al cabo de poco, me comunicaron que estaba contratado y que, si aceptaba, me destinarían a la recepción. Aquel primer verano trabajé de julio a principios de septiembre y, cuando la temporada ya estaba a punto de acabar, alguien me contó que entre los demás trabajadores del camping circulaba la especie de que me habían fichado por ser el novio de la hija del dueño (la filla de l'amo, un clásico del braguetazo, en versión catalana). El dueño era el abogado gordo con el que solo había hablado una vez en la vida y que ni siquiera sabía que tuviese una hija. Pero aquel infundio, nacido de alguna mente ociosa y malevolente, había arraigado y hube de sobrellevarlo —aunque, en realidad, me importaba muy poco, es más, casi me halagaba, por presentarme como un seductor diligente, como un embaucador de mujeres y, lo que era aún más importante, de suegros— hasta el final de mi segundo verano en el camping, en el que lo dejé para probar suerte en otros lugares de la costa donde las condiciones de trabajo no se acercaran a la esclavitud y pagaran algo mejor. Aquella primera experiencia mía con la maledicencia me enseñó varias cosas que se han repetido siempre que he tenido que sufrirla: que no tiene nada que ver con los hechos, sino exclusivamente con la mente empozada de quien la practica; que suele ser patrimonio de los mediocres y los tristes; y que, en España al menos, es compañera casi siempre de la envidia. Y no me refiero, claro está, a la mera crítica, por acerba que sea. La crítica constituye un aspecto fundamental de la tarea intelectual, que hay que ejercer, con amplitud pero con rigor, es decir, con respeto a los hechos y a las personas, y con luz y taquígrafos y esto es muy importante, sobre todo hoy, en que las redes sociales permiten un ignominioso anonimato—, en cualquier dimensión de la vida. La maledicencia es otra cosa: es la mentira interesada, la denigración cobarde, la supuración de los detritos de la propia conciencia. 

El año pasado, ya regresado de Extremadura, comí en Barcelona con un buen amigo, escritor en catalán y castellano. El procés estaba en plena ebullición y hablamos de ello, como casi todo el mundo. Ninguno somos indepe: yo me defino como federalista y él no se define, ni tiene por qué hacerlo, sino que sobrevive al maremoto político y social en las difíciles y denostadas aguas de la equidistancia, que yo prefiero llamar ecuanimidad. En un momento de la conversación, y para mi pasmo, me reveló al autor de un comentario en las redes sociales anónimo, claro sobre una entrada de mi blog en la que hablaba del procés y exponía algunas de mis críticas al independentismo. El comentario, que yo no había leído cuando apareció no chapoteo en las redes sociales, me lo reenvió algún amigo: estaba escrito con ese tono agrio, característico de las redes, engreído y vejatorio, sin un solo argumento o razón, y con esa ignorancia abismal con la que casi todo el mundo habla de casi todo el mundo. Lo más estupefaciente de la revelación de mi amigo era que mi embozado y despectivo interlocutor le había enviado un mensaje, después de publicar el comentario, en el que seguía insultándome, pero esta vez no por mis opiniones, sino, según él, por haberle pasado indebidamente documentos del Departamento de Economía y Finanzas de la Generalitat, donde trabajaba yo como subdirector general, nada menos que a Miquel Iceta, secretario general del PSC. Su bulo no especificaba qué papeles había contrabandeado, ni cómo, ni por qué, ni con qué propósito, y, naturalmente, no atendía a detalles insignificantes como que yo no conocía —y sigo sin conocer— a Iceta (salvo por haberlo visto en la tele, bien haciendo declaraciones, bien marcándose algunos bailecitos no exentos de encanto). Es maravilloso, pero también terrible, que la mente humana pueda urdir estas fabulaciones y que se expongan en público sin pudor alguno. Y debo suponer que, si este energúmeno le había contado semejante patraña a un amigo, también la había propalado entre mucha otra gente. Este ejemplo de maledicencia ilustra, además de los rasgos clásicos del fenómeno la ignorancia, la falsedad y la bajeza, otro muy característico también, y asimismo exacerbado en la España de nuestros días: la difamación partidaria, esa en la que uno incurre por el siniestro peso de la ideología propia. En este caso, las orejeras políticas se suman al estercolero moral en el vive el individuo para alumbrar una invención cuyo fin no es enriquecer el debate político, sino perjudicar a la persona. Lo que defendemos nos ciega o nos estimula la visión, pero una visión viperina, embetunada hasta crear una nueva realidad, por absurda o inverosímil que resulte.

Durante mi ejercicio como director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, y también después —hasta hoy mismo—, he sido objeto de minuciosas y perseverantes campañas de maledicencia, desarrolladas por seres ratoniles, emponzoñados de resentimiento. Pero no voy a hablar de ellos. Supondría enaltecerlos, aunque revelara su pútrida condición, lo que haría mucho bien a la higiene pública. El fango no se limpia con agua, sino con silencio. 

jueves, 14 de febrero de 2019

Los hombres del Norte

Hace algunos meses asomó por el horizonte la posibilidad de irme a vivir a Dinamarca el segundo país más feliz del mundo después de Finlandia, según las últimas estadísticas, aunque un poco frío para mi gusto, pero el asunto se frustró. No obstante, como siempre que voy a visitar un lugar que no conozco procuro documentarme, me compré varios libros sobre el viejo reino de Jutlandia. Uno fue Grandes borrachos daneses, de Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch. Reconozco que lo compré seducido por el título, y no me ha defraudado. Otro se titula Los hombres del Norte. La saga vikinga (793-1241), del inglés John Haywood (Ariel, 2018; va por la cuarta edición). Me pareció adecuado ilustrarme sobre un aspecto tan definitorio de la cultura danesa, junto con Kierkegaard, la Sirenita y la cerveza Carlsberg. De los vikingos sabía yo lo que más o menos sabemos todos, tal como los han representado algunos clásicos de la literatura y el cine, como aquella maravillosa película, Los vikingos, de Richard Fleischer, en la que Kirk Douglas y Tony Curtis competían en encanto y brutalidad, asaltaban fortalezas, conquistaban con sonrisas a damas rubicundas, navegaban en longships, se hartaban de cerveza y jabalí en cenas pantagruélicas, y calzaban unos cascos con cuernos muy puntiagudos. También recordaba lo que había visto en una casa vikinga reconstruida en las islas Lofoten, de Noruega, uno de aquellos alojamientos alargados que compartían personas y ganado, y cuyos aspectos más familiares y amables los guías se esforzaban mucho en recalcar (hasta nos invitaron a jugar con ellos a una especie de bolos con los que, decían, los vikingos se entretenían mucho al regresar de cortar cabezas en el continente), así como los vestigios de su dilatada presencia en las islas Orcadas, hoy escocesas, donde habían garabateado grafitis rúnicos en refugios de piedra, en los que se leían cosas como "Qué buena está Astrid; cuánto me gustaría follármela" o "Sigurd estuvo aquí y echó una larga meada". Inscripciones así les quitan todo el encanto místico a los vikingos, pero los hacen mucho más próximos y amigables. Por supuesto, también resonaban en mí lo escrito por Borges sobre los pueblos del Norte y sus maravillosas metáforas, o kenningar, y las sagas del Beowulf y el Kalevala. Muchos de los conocimientos que tenemos sobre este pueblo aguerrido, marinero y negociante se parecen a la verdad, sin duda. Pero no todos los vikingos, por ejemplo, nunca llevaron cascos astados; esa creencia se debe a una confusión de los anticuarios del s. XIX, que se trasladó a la cultura popular y, en cualquier caso, la civilización vikinga, si es que se la puede llamar así, fue mucho más allá de los tópicos cinematográficos y literarios, que, como todos los tópicos, simplifican y reducen. Destaca, en primer lugar, la extensión de la presencia vikinga: desde Islandia hasta Terranova, desde las islas Feroe hasta Constantinopla, desde Lisboa hasta Bagdad. Durante cuatro siglos, los hombres del Norte fueron unos visitantes habituales —y temidos de todo el mundo conocido, y de una buena parte del desconocido. Unos visitantes que solían llevar destrucción a dondequiera que fuesen, pero también técnicas y bienes. Eran piratas —vikingo viene de ívíking, "saqueo"—, pero también comerciantes: intercambiaban el producto de sus pillajes por otros artículos apreciados, desde ámbar a, naturalmente, esclavos. Y allí donde se establecían, para horror de las poblaciones autóctonas, generaban asimismo fructuosos intercambios comerciales. No obstante, el origen de sus riquezas era siempre la depredación. Los vikingos se especializaron en asaltar monasterios, de los que Europa estaba llena a finales del primer milenio, y en los que se acumulaba gran parte de las riquezas de los territorios fruto de donaciones y tributos, aunque no le hacían ascos a nada. Los monasterios y luego las ciudades ingleses sufrieron especialmente el latrocinio vikingo, que iba casi siempre acompañado de grandes dosis de crueldad, aunque en aquella época la crueldad se veía como una circunstancia inevitable y, hasta cierto punto, normal en toda actividad militar (y política). Cuando en el año 867 los daneses asaltaron York, convirtieron al rey local Aelle en un "águila de sangre", esto es, le abrieron la caja torácica a ambos lados de la columna y le sacaron los pulmones para que pareciesen unas alas ensangrentadas. Claro que Aelle tampoco era un angelito. En la lucha, había capturado al legendario jefe de los asaltantes, Ragnar Lodbrok, y, según las fuentes escandinavas, lo había tirado a un pozo de víboras (para que se reuniera con sus congéneres, es de suponer), de donde, como era previsible, no salió vivo. En otros casos, los vikingos le rajaban la tripa al preso y lo obligaban a caminar alrededor de un árbol hasta que se le desparramaban las entrañas. En otros, cortaban narices o testículos, o sacaban ojos. Cuando se sentían benévolos, solo decapitaban. Algunos de los cabecillas vikingos eran tan dados a arrasarlo todo y a no dejar a enemigo vivo que fueron descritos en términos insuperables. Dudo de San Quintín, un monje normando, describió así a Hastein, un comandante que llevaba 30 años saqueando Francia: "cruel y duro, destructivo, conflictivo, salvaje, feroz, malvado, (...) descarado, presuntuoso y sin ley, mortífero, rudo, siempre alerta, rebelde traidor y hacedor del mal", que es más o menos lo que opina Pablo Casado de Pedro Sánchez. Pero el salvajismo vikingo, como la propia cultura vikinga, era pragmático: no se practicaba porque proporcionase un placer sádico, sino como herramienta de dominación, por los beneficios que pudiera rendir. Los hombres del Norte eran muy capaces de saquear varias veces un monasterio, pero de respetar a algunos de sus miembros o dependencias, o de ofrecer exvotos y diezmos, o de dejar de hacerlo cuando llegaban a la conclusión de que atesoraba virtudes espirituales (o políticas) superiores al provecho que pudieran obtener de su pillaje. Rapiñar monasterios, violar a las monjas y vender a los monjes como esclavos solo eran negocios. También firmaban alianzas y pactos con las poblaciones autóctonas, o utilizaban sus causas y se dejaban utilizar por ellas, si así conseguían mayores réditos. Aunque su palabra, en estos asuntos, no valía mucho. En el 860, el rey Carlos el Calvo de Francia pagó más de una tonelada de plata a Volund, el jefe de un ejército vikingo que estaba desplumando la región del Somme, para que atacase a otros vikingos situados en Oissel, que le estaban causando aún más daño. Volund aceptó el trato, cogió el dinero y se fue a invadir Inglaterra. Los nórdicos nunca se enzarzaban en largos asedios y, si encontraban demasiada resistencia donde habían atacado, seguían su camino hasta encontrar a quien fuese más fácil robar. Los vikingos no tenían ningún sentimiento nacionalista: constituían comunidades independientes, que compartían costumbres y lazos lingüísticos y religiosos, pero a las que no preocupaba en absoluto defender un supuesto territorio, o una bandera de la que carecían, o un proyecto político, por laxo que fuese. Nunca formaron, más allá de sus clanes, una organización que los agrupase a todos, y la adhesión o lealtad a sus caudillos era estrictamente personal, y muy voluble. De hecho, los vikingos no tenían inconveniente en pelearse entre ellos, y lo hicieron a menudo cuando eso resultaba más enriquecedor que pelearse con otros. Eran, indudablemente, guerreros feroces, a cuya ferocidad contribuía la creencia de que, si su muerte había sido honrosa, es decir, en batalla, viajarían al Valhalla, en el que moraban las gloriosas valquirias, que los llenarían de íntimos agasajos. Como los musulmanes, que creen que docenas de bellísimas huríes los esperan en el paraíso, los escandinavos confiaban en una vida de ultratumba regalada, y eso estimulaba su desprecio por la supervivencia terrenal. En esto, los cristianos, que solo aspiran a los páramos celestiales, habitados por vírgenes poco concupiscentes y ángeles que ni siquiera hoy se sabe si tienen sexo, van muy retrasados. Algunos de los reyezuelos escandinavos alcanzaron, como guerreros, reputaciones magníficas. Solo hay que pensar en Thorfinn Rompecráneos o Erik Hacha Sangrienta para imaginar su comportamiento en el campo de batalla (y en la retaguardia). No obstante, pese a su belicosidad, los vikingos no eran necesariamente mejores combatientes que los demás pueblos de su época, si estaban bien organizados; de hecho, fueron derrotados muchas veces. La clave de su éxito era la movilidad: practicaban una suerte de guerra de guerrillas, asaltando y huyendo, tanto por tierra como por mar, por el que navegaban con gran facilidad con sus longships, de escaso calado y manejo sencillo. Eso sí: solo podían hacerlo cuando el tiempo era bueno; en cuanto llegaban los fríos y la nieve, los vikingos se retiraban a sus cuarteles de invierno, con sus familias. Las campañas de saqueo eran solo estivales. En su gran expansión territorial, los vikingos visitaron en varias ocasiones la península Ibérica, que los atraía por las enormes riquezas de las ciudades del califato de Córdoba. Su primera incursión se remonta al 844, en que saquearon las costas gallega y asturiana, incluyendo el pequeño puerto de Gijón, luego la costa de Lisboa y, por fin, el puerto de Cádiz y Medina-Sidonia. No contentos con el botín costero, decidieron remontar el Guadalquivir los vikingos, con sus embarcaciones ligeras, solían adentrarse por los ríos, las autopistas de la época, en tierra firme y llegaron hasta Sevilla: una semana entera estuvieron arrasándolo todo. Pero tuvieron un mal final: los moros, reagrupados, les tendieron una emboscada en Tablada, cerca de la ciudad, mataron a más de mil, incluido su jefe, y otros 400 fueron hechos prisioneros; también capturaron 30 barcos. Colgaron entonces a los muertos de las palmeras, quemaron los longships, decapitaron a los cautivos y el emir envió 200 cabezas rubias a los reinos vecinos amigos para anunciarles la victoria. Pero siempre había más vikingos para sustituir a los muertos: las riquezas del mundo no dejaban de atraerlos. Y no les importaba que solo una tercera o cuarta parte de los que se embarcaban en las expediciones de pillaje volvieran a casa: sabían que los éxitos se mezclarían con las derrotas y lo aceptaban con el pragmatismo que los caracterizaba. En el 861, en otra incursión en la península Ibérica, al jugoso expolio de Algeciras, la costa murciana y las islas Baleares siguió el desastre en el estrecho de Gibraltar, donde una flota mora hundió 40 de los 60 barcos de la flota vikinga que se paseaba por el Mediterráneo. Sus comandantes, Björn Brazo de Hierro y Hastein (sí, el mismo que Dudo de San Quintín había descrito con tanta delicadeza), decidieron entonces poner proa a sus refugios hiperbóreos, pero sin desaprovechar ninguna ocasión de seguir haciendo caja. Y, así, atacaron Navarra y saquearon Pamplona, no por nada: pasaban por allí. En un golpe espectacular, capturaron a su rey García I y lo liberaron a cambio de la increíble cantidad de 70.000 dinares de oro. Los supervivientes de la expedición de Björn y Hastein fueron, pues, pocos, pero muy ricos. Como ilustra el suceso con García I, el rescate de los prisioneros distinguidos era otra importante fuente de ingresos para los vikingos. También les proporcionaba pingües beneficios el comercio de esclavos, de los que llenaron los mercados de Europa. Esta trata produjo episodios singulares, como el de Murchad, un irlandés capturado por los vikingos que fue vendido a un convento. Nada disgustado con su suerte, sedujo a todas las monjas y convirtió el cenobio en un burdel. Pero fue expulsado y empujado al mar en una barca sin remos ni vela como castigo por su impiedad. En el mar volvieron a apresarlo los vikingos, que esta vez lo llevaron a Alemania y se lo vendieron a una viuda, a la que, naturalmente, también sedujo. Por fin, tras muchas otras aventuras, Murchad regresó a Irlanda, se reunió con su familia y emprendió una honorable carrera como maestro de gramática latina, que es de suponer había aprendido, en favorables circunstancias, con sus primeras dueñas, las monjas. Los vikingos removieron durante cuatro siglos largos el cóctel político, económico y territorial de los futuros estados europeos, y también, como ilustra el caso de Murchad, la vida de muchos individuos de aquel tiempo, a veces para bien.

sábado, 9 de febrero de 2019

Clayton Hall y Leonardo da Vinci

En Mánchester hace un frío del carajo. Estos días pasados ha nevado, y aún hay grumos de nieve por las calles. El canal que rodea nuestra casa se ha helado. Dos cisnes, acogotados en los escasos reductos de agua, intentan abrirse paso por el hielo. En realidad, solo uno, el delantero, trabaja, picoteando la capa traslúcida y acabando de quebrarla con la proa del pecho; el otro, más cuco, se mantiene tras el zapador, observando la maniobra. Antes de darnos al placer, Ángeles ha dispuesto que atendamos al deber: hemos de ir al banco a hacer unas gestiones. En la sucursal, en la plaza de Santa Ana, nos atiende un veinteañero con un portátil en un cubículo apenas separado de los demás cubículos por una mampara curva de plástico. No viste traje ni corbata: va en camiseta, una camiseta negra en la que se lee el nombre del banco como en otras consta impreso Fontanería López o Repollos González. Se conoce que el mundo bancario no deja de modernizarse. Al traste con las viejas costumbres: nada de americanas, ni despachos de maderas nobles, ni espacios distintivos, ni tratamiento de usted. Nada de aquella aparatosidad hipócrita. Ahora lo que se lleva es la informalidad juvenil: que te reciban como en una tienda de Vodaphone y te traten como en un vuelo de Ryanair. Los servicios que ofrecen los bancos son tan leoninos como antes, cuando las americanas y los despachos, y el cliente sigue siendo estafado, como debe ser, pero las formas se han relajado un montón y eso sosiega mucho el espíritu. Cumplidos los trámites mundanos, nos encaminamos a nuestra primera visita del día, Clayton Hall, un caserón cuya construcción se remonta al siglo XII, pero que ha sido destruido y reedificado varias veces, hasta presentar el aspecto que luce hoy, en el que se mezclan la arquitectura georgiana y el estilo tudor. Una particularidad del conjunto es el foso medieval que lo rodea, uno de los pocos de la arquitectura civil que subsisten en Gran Bretaña, y que hasta hace poco aún contenía agua, aunque producía filtraciones, y para filtraciones de agua los ingleses ya tienen bastante con la lluvia. Ha sido, pues, desecado. La larga historia de esta manor presenta episodios interesantes: por ejemplo, durante 400 años perteneció a la familia Byron, la del poeta, aunque pasó a otras manos mucho antes de que el famoso lord naciera. Entre sus propietarios también asoma un judío español, Mordecai Greene, y el inevitable estando en Mánchester Humphrey Chetam, el fundador, a mediados del s. XVII, de la biblioteca que lleva su nombre, y que es la biblioteca pública aún en funcionamiento más antigua del mundo anglosajón. Un visitante famoso de Clayton Hall fue Oliver Cromwell, que, según la leyenda, se alojó aquí tres noches, después de que su caballería lo utilizara como cuartel general para arrasar Mánchester en la Guerra Civil. Tras hacer una pausa en la tea room del lugar, atendida por voluntarios amabilísimos que, no obstante, sirven un café horroroso, asistimos a una exposición deliciosa, impartida por otra voluntaria, remedo mancuniano de Miss Marple, que subraya que en las construcciones como aquella se utilizaba paja, barro y cow poo, es decir, caca de vaca. Paseamos después por las habitaciones de la casa, que recrean la mansión victoriana que fue. En el salón, descubro un ejemplar decimonónico de La sombra de Ashlydyat, tremebunda novela gótica de Ellen Woods, que firmaba sus muchísimos y popularísimos libros como "Señora de Henry Woods": ni siquiera con un nombre de varón, como George Eliot, George Sand o nuestra entrañable Fernán Caballero, sino con su condición civil de esposa y después viuda. También veo, enmarcadas y colgadas en una pared, unas normas de aquellos tiempos victorianos para el servicio doméstico, cuyo principal criterio era que los sirvientes hicieran el trabajo para el que habían sido contratados (o más bien esclavizados), pero como si fueran invisibles o, mejor aún, como si no existieran. Los criados eran algo prosaico y hasta sórdido, una vulgaridad necesaria pero vergonzante, que solo había de notarse cuando no hubiera más remedio. La norma ocho, por ejemplo, prescribía que, si el mucamo o mucama se encontraba en algún lugar de la casa, o en las escaleras, con alguno de sus betters —de sus "mejores"; de sus superiores, diríamos en castellano—, tenía que hacerse, literalmente, todo lo invisible que pudiera, guardando silencio, "volviéndose hacia la pared y apartando la vista". La washroom de la mansión, con unos aparatos de lavado que parecen sacados de la casa de Pedro Picapiedra, tan prehistóricos como las normas de servicio que nos acaban de dejar helados, merece una visita, aunque la que hacemos se ve perturbada por la hiperactividad de un niño gordo, cubierto con gorra campera, que quiere tocarlo todo, incluso el rodillo de secar la ropa, en el que un rótulo escalofriante avisa de cómo le quedarán a uno los dedos si los mete entre los cilindros. La madre, también gorda, aunque sin gorra, no deja de darle collejas, acompañadas por exhortaciones desesperadas pero inútiles: el crío sigue moviéndose sin signos de fatiga ni de aplacamiento, aunque, por suerte para sus dedos, se desinteresa del rodillo. A la salida de la mansión, vemos en el jardín placas de hielo y snowdrops, campanillas de invierno, las primeras flores que aparecen, mucho antes de que llegue la primavera. Arriba, en el tejado, una breve espadaña aloja una campana traída de la catedral de Mánchester. En el bronce consta escrito en latín: Esperamos tiempos mejores. Y quién no. Es un buen lema no solo para los habitantes de Clayton Hall, sino para toda la humanidad. Más allá, fuera del recinto de la casa, se alza la iglesia de la Santa Cruz, construida entre 1862 y 1865, y flanqueada por un cementerio de lápidas negras y multiformes, algunas caídas, otras acariciadas por las gnómicas campanillas de invierno. Volvemos a Mánchester en tranvía y comemos en el Hawkmoor [El páramo del halcón]. Nos atienden camareros ingleses, portugueses y españoles. En la mesa vecina, un grupo de chinos da cuenta de varias fuentes de langosta. Son silenciosos y metódicos: uno excava con unas tenacillas en las más sabrosas interioridades del palinúrido; otro chupa los arneses y coseletes del exoesqueleto con paciencia de calígrafo; otro, en fin, rumia más que mastica. En el lavabo, un comensal (no chino) se lava las manos antes de orinar, como Torrente. A la salida, nos cruzamos con una joven muy británica, pintada como Nefertiti, que exhibe un busto monumental bajo una camisetita de tirantes. Teniendo en cuenta que estamos bajo cero, su casi desnudez es un ejemplo magnífico del imperio de la imagen al que muchos (y, sobre todo, muchas) viven sometidos y del legendario estoicismo inglés, que algunos llaman flema. También vemos a un tipo de mostachos puntiagudos que da abrazos gratuitos (pero no son abrazos verdaderos, sino oblicuos, abrazos en los que los cuerpos permanecen separados, aunque estén momentáneamente juntos) y a otro que anuncia a "Jesús, el Señor", otra actividad gratuita, oblicua y superficial. En el Empire Exchange, un curioso antro, pese a su campanudo nombre, en el que se revende de todo, siempre que sea viejo y polvoriento, desde libros hasta discos, pasando por camafeos, pósteres, uniformes antiguos, muñecas de cerámica (horribles) y artículos de sex shop de los setenta (más horribles todavía), compro por seis libras una primera reimpresión de la primera edición de 1914 and Other Poems, del malogrado Rupert Brooke, el poeta más guapo de la historia de Inglaterra, que tuvo la mala suerte de sobrevivir a los combates en la Primera Guerra Mundial, pero no a los insectos del barco en el que viajaba: murió de la septicemia que le produjo la picadura de un mosquito. Por fin, visitamos la exposición de los dibujos de Leonardo da Vinci que se acaba de inaugurar en la Manchester Art Gallery. Es una lacónica muestra de un aspecto fundamental de la obra del italiano ha cabido en una sola sala, pero basta para apreciar la magnitud de su genio, aunque para ello haya que batallar con el gentío que se agolpa en la diminuta estancia. Me encanta Cabeza de joven, de 1510, de rizos enmarañados y expresión serena, ejecutado en una superficie uniformemente rojiza. También, aunque por razones contrarias, Dos perfiles grotescos, fechado entre 1485 y 1490, en el que se muestra a dos viejos, un hombre y una mujer, de mentones prominentes y rictus adusto. Su Bautista desnudo es asimismo admirable, y los 18 esbozos que hizo para La dama del armiño demuestran el considerable —y dinámico estudio que requerían las piezas mayores. Igualmente revelador es un niño Jesús, cuyas lorzas, mucho más que rubensianas, desbordan lo imaginable. Lo que se me antoja más interesante, sin embargo, son los dibujos que son, al mismo tiempo, estudios anatómicos, con el detalle del aparato circulatorio o nervioso y los órganos internos, y acompañados por anotaciones en una apretada e ilegible caligrafía. Para trazarlos con tanto esmero, Leonardo se ilustraba practicando autopsias, aunque estaban prohibidas. Se sabe que burlando, por lo tanto, la ley hizo al menos veinte en la Universidad de Pavía. Le gustaban, en particular, los fetos y las articulaciones hombros, codos, cuellos—, por lo que tenían de difíciles, supongo: solo lo difícil es estimulante, decía Lezama. Pese a sus conocimientos de primera mano, los dibujos de Leonardo no eran del todo precisos. Ángeles me señala, como quien no quiere la cosa, que en uno de ellos el corazón está demasiado bajo, los riñones, demasiado altos, y un par de bultos, a la altura de la tripa, no está segura de lo que sean, aunque cree que se trata del hígado y el bazo. Los pulmones, en cambio, no aparecen. Ángeles siempre pilla los errores, empezando por los míos. Tiene mucha práctica. La contemplación de tanta carne y, con la excepción de estos deslices anatómicos, tan bien proporcionada nos ha abierto el apetito, así que decidimos irnos a comer a un griego cercano, donde sirven unos estofados espectaculares. 

lunes, 4 de febrero de 2019

Un concierto en el Museo Europeo de Arte Moderno

Anay ha querido descubrirme hoy el Museo Europeo de Arte Moderno (MEAM, un acrónimo de regusto latino que puede, asimismo, sugerir interesantes actividades sexuales) y sus conciertos de los sábados. Por lo que me ha descrito, estos recitales son muy parecidos a los que se celebraban todos los viernes en la National Portrait Gallery de Londres, y a los que Ángeles y yo íbamos siempre que podíamos. Allí, además, eran gratis, aunque las entradas para el MEAM, que incluyen la visita del museo, no son caras: nueve euros por cabeza; una bagatela. La pinacoteca se encuentra en la calle Barra de Hierro, a pocos metros del Museo Picasso. El nombre de la vía es inquietante, pero no responde a ninguna razón macabra, sino a una simplemente sórdida, aunque indicativa del progreso histórico de la ciudad: en 1668 se tapó la boca de la cloaca, y la calle misma, con unas barras de hierro que mejoraban la seguridad y la higiene de la zona. El museo ocupa allí el palacio Gomis, construido en 1792 por Francesc Gomis, un acaudalado comerciante textil. No obstante, el pobre Gomis pudo disfrutar poco de ella. En 1808, el general Lechi, un militar italiano al servicio de Napoleón, entró en Barcelona al mando de 5.400 hombres y 1.500 caballos y, poco después, se proclamó gobernador de la plaza. Lechi se instaló en el palacio Gomis y, no contento con birlarle el fruto de sus esfuerzos al dueño del caserón, lo hizo detener. Por suerte, Lechi solo vivió allí poco más de un año, pero a Gomis le quedaba poco tiempo ya para disfrutar de su obra: murió en 1815. El palacio sufrió, a partir de entonces, varias modificaciones entre ellas, una partición: la actual calle de la Princesa lo dividió por la mitad— hasta llegar a la Guerra Civil, tras la cual se utilizó como prostíbulo y como casa de caridad, dos actividades igualmente benefactoras en la deprimida Barcelona de la posguerra. Hoy, restaurado y propiedad de una fundación privada, acoge una interesante colección de retratismo y arte figurativo en eso también coincide con la Portrait Gallery londinense y múltiples actividades culturales, entre las que se cuentan las musicales de los sábados. La sala en la que nos reunimos es muy pequeña, pero su pequeñez aumenta la calidez del acto: las piernas de los cantantes casi tocan las del público de la primera fila. Hay algo en la cercanía física, en la inmediatez del arte en el teatro, en la poesía, en la música—, que refuerza la emoción, aunque no sea un arte depurado, aunque sea, incluso, un arte defectuoso. Pero impacta con mayor vigor que el contemplado a distancia. El contraste entre la decoración neoclásica de paredes y techo y el crudo realismo de las piezas expuestas cuadros de jóvenes contemporáneos, con shorts y auriculares en los oídos— es también muy estimulante. En la mesita que nos corresponde, nos esperan galletas, chocolates y bizcochos, y pronto desfilarán unas solícitas azafatas que nos ofrecerán café y té. Anay me pregunta si voy a comerme la palmera. Pensaba hacerlo, pero su pregunta me obliga a cedérsela. A Anay le encantan las palmeras. La actuación se desarrolla con una refrescante informalidad: nadie presenta a los intérpretes, la pianista Laia Armengol y el barítono Joan Sebastià Colomer, que irrumpen en la sala como por sorpresa. Ambos van de riguroso negro, pero el cantante destaca por un estudiado desaliño: aparece despeinado, sin corbata y con una bolsa de viaje en la mano, como si acabara de salir de la ducha para ir en autobús a un funeral; y después se quitará incluso la americana. Encuentro que empieza algo titubeante, con escaso empaque, pero, conforme se le calienta la voz, su actuación se hace más persuasiva. La digitación de la pianista es prodigiosa; además, tiene que pasar las páginas de las partituras ella misma, y lo hace igualmente a una velocidad supersónica: no tiene a nadie detrás que siga las notas y le ahorre haber de levantar los dedos del teclado. Supongo que este es un privilegio de los grandes intérpretes o de las organizaciones millonarias. Me deslumbra la rapidez inverosímil con que realiza los movimientos, pero eso es algo normal, supongo, en alguien como yo, que no tiene dedos, sino salchichas de frankfurt, ni apenas coordinación para encender una cerilla. El barítono, a la vez que canta, también actúa, y hasta lee fragmentos de las obras representadas: un fragmento de Las alegres comadres de Windsor; otro de Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais, que luego Mozart convertiría en ópera, aunque en este caso sostiene el libro al revés, como sostenía George W. Bush aquel libro infantil cuando le comunicaron el ataque a las Torres Gemelas; y hasta uno de Karl Marx para ilustrar la espléndida "Udite!", de El elixir de amor, de Gaetano Donizetti. Además de Mozart y Donizetti, interpretan piezas de Puccini, Verdi y Wagner, entre las cuales la pianista entretiene los descansos del barítono con deliciosos fragmentos de La flauta mágica. Para concluir, Colomer ataca la célebre "Largo al factotum", de El barbero de Sevilla, de Rossini, que resuelve con brillantez. Me descubro emocionado como por una elegía o un aria dramática. Pero es una pieza cómica, cuya potencia, cuya proximidad, me impactan nos impactan: también a Anay— con una fuerza equiparable a la de una composición espiritual y grave: otro más de los prodigios del arte. Tras el recital, que no dura más de una hora y que se salda con una apretada ovación, visitamos el museo. No es grande apenas dos plantas, más una sala diminuta en el piso superior, pero contiene una sustanciosa colección de retratos, entre los que predominan los de mujeres, la mayoría desnudas. De hecho, hacía tiempo que no veía una colección tal de vaginas: abiertas, cerradas, semiescondidas, escondidas del todo, viejas, jóvenes, de mediana edad, depiladas y sin depilar (alguna, incluso, dotada de una fabulosa melena). También hay hombres, aunque muchos menos, y también la mayoría están desnudos, con sus correspondientes penes, que lucen, no obstante, una menor variedad. Son, casi todas, imágenes modernas, urbanas, cuyas protagonistas lucen tatuajes y en cuyos paisajes asoman edificios, máquinas, tecnología y mascotas, muchas mascotas. Alguna, eso sí, me parece espantosa, pero quizá su autor buscaba precisamente eso: suscitar el espanto, que es algo también muy contemporáneo. Así me pasa con "Identity", una escultura de resina de Rigoberto Camacho Pérez, que representa a una vieja desnuda y calva, sentada en un columpio, con una nariz de payaso. Otras imágenes, en cambio, pese a retratar también la ancianidad, transmiten belleza, como la titulada "Mesmerizing beauty", de Rajnikanta Laitonjam, protagonizada por una indígena asiática muy arrugada y mayor, pero naturalmente atractiva. En un sala lateral, los alumnos de una clase de pintura están pintando a un modelo, hombre y vestido. Huele a pigmentos, aceites y trementina. Más allá nos esperan las esculturas, que se me antojan modiglianescas, de Grzegorz Gwiarzda, que, con este nombre, solo puede ser polaco. Luego, en la tienda del museo, lo veo presentado como "el Rodin del siglo XXI", y salgo de mi error. Nos despedimos del MEAM echando un vistazo al libro de visitas, que es el rincón del cotilleo de toda exposición pública. Entre las numerosas rúbricas, en todos los idiomas imaginables, que destacan la calidad del lugar y el interés de sus colecciones (y actividades), leemos una de una familia de Valladolid, que se queja de que no toda la informacion que ofrece el museo esté en castellano, que es el idioma de todos.