Una de las escenas más desgarradoras de la Biblia es la prueba a la que somete Dios a Abraham, ordenándole que mate a su hijo Isaac. «Y dijo [Dios]: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Génesis, 22, 1-3), traducen Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, aquellos sabios luteranos que tuvieron que refugiarse en Inglaterra para que la Inquisición no los achicharrara en España. Sé que los caminos del Señor son inescrutables, pero la inescrutabilidad del que siguió en esta ocasión para comprobar la devoción de Abraham (como si, omnisciente como dizque es, no la conociera) se parece mucho a la crueldad: a una crueldad indecible, inimaginable en un padre. Y el hecho de que detuviera la mano del patriarca, presta ya a degollar a su primogénito, no lo redime de la salvajada: nadie que nos ame, o incluso que nos odie, debe someternos a un examen tan atroz. El padre es una figura bifronte en la literatura de Occidente: es el protector y amante, pero también el opresor y castrante. A menudo, es ambas cosas a la vez. En la ineludible Carta al padre, de un hijo apabullado por la magnitud del progenitor, Franz Kafka, esa condición ambivalente asoma desde las primeras líneas: «Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta». «Queridísimo» y «te tengo miedo» se oponen y, a la vez, se abrazan. Y no poder responder a la pregunta constituye la estéril síntesis de esa antítesis fraternal. Esta contradictoria dualidad se refleja también en otra Carta al padre, la que Jesús Aguado publicó en 2016, y que representa una de las más agudas y dolientes exploraciones de las relaciones paterno-filiales en la poesía española contemporánea. Aunque no está exenta de humor, negro, por supuesto: «Una vez me perdí en un bosque. Mi padre, en vez de salir a buscarme, se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron». Una tercera carta al padre, asimismo claroscura, dirige Leopoldo María Panero al suyo en «Glosa a un epitafio», donde, tras declarar que Dios estaba en su vaso de whisky (en otro poema se reconoce, sin más metáforas, «hijo de padre borracho»), concluye así: «¡Oh, quién nos traerá (…) la música del beso! / De ese beso, final, padre, en que desaparezcan / de un soplo nuestras sombras, para, / asidos de ese metro imposible y feroz, quedarnos / a salvo de los hombres para siempre, / solos yo y tú…».
Del padre son mucho más frecuentes los elogios, de los que en las letras españolas tenemos un antecedente insigne: las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, cuya graves endechas han resonado en nuestra poesía, como solemnes campanadas de difunto, hasta bien entrado el siglo XX. Entre los poetas españoles que han cantado al padre para ensalzarlo, destaca Vicente Aleixandre, que compuso el bellísimo «Padre mío», de Sombra del paraíso, ese canto luminoso al recuerdo inacabable de la Málaga donde había pasado su infancia. También aquí hay un beso: «Padre, tú me besaste con labios de azul sereno, / (…) Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco / que así, en los brazos, desvalido, me hubiste».
La literatura hispanoamericana ha tratado con largueza, y casi siempre con reverencia, la figura del padre. El del protagonista de Pedro Páramo determina toda la acción —y, a la postre, todo el significado— del libro: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», empieza la novela de Rulfo —si es que es una novela—, con uno de esos principios memorables —como el de Cien años de soledad, en el que también concurre el padre: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…»— que todo amante de la literatura debería saberse de memoria (o, mejor, de corazón, como se dice en inglés —by heart— y en catalán —de cor—). Los poetas también han cultivado la elegía del padre. En «A mi padre», Borges lo rememora en el momento de la muerte: «Te hemos visto morir sonriente y ciego. / Nada esperabas ver del otro lado, / pero tu sombra acaso ha divisado / los arquetipos últimos que el griego / soñó y que me explicabas. Nadie sabe / de qué mañana el mármol es la llave». El argentino sofoca el sentimiento, según costumbre, con endecasílabos y filosofías. La mexicana María Baranda, en cambio, empapa los versos de Teoría de las niñas, una punzante evocación paterna, de fiebre y alegría: «Entra mi padre. / Se pone una cuchara de metal en el ojo / para mirar lo súbito, el tiempo / en la superficie de todas las raíces. Llora, / llora un poco. / Se apaga el agua de tan llovida. / (…) Mira a lo lejos, / ve sílabas de alumbre…». Antes que ella, Alejandra Pizarnik había expuesto la hondura de su orfandad en «Poema para el padre»: «Con la lengua muerta y fría en la boca / cantó la canción que no le dejaron cantar / (…) sino a través de sus ojos azules ausentes / de su boca ausente / de su voz ausente. / Entonces, desde la torre más alta de la ausencia / su canto resonó en la opacidad de lo ocultado…». Las políptotos y repeticiones esculpen la obsesión y transparentan la pérdida. En fin, otro mexicano, Jaime Sabines, firma en Algo sobre la muerte del mayor Sabines un planto sobrecogedor, una obra que conmueve por la pureza de sus líneas y la naturalidad de su aflicción: «De las nueve de la noche en adelante, / viendo la televisión y conversando, / estoy esperando la muerte de mi padre. / Desde hace tres meses, esperando. / En el trabajo y en la borrachera, / en la cama sin nadie y en el cuarto de niños, / en su dolor tan lleno y derramado…».
[Este artículo se ha publicado en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 29 de enero de 2021]