sábado, 29 de mayo de 2021

Padre no hay más que uno

Una de las escenas más desgarradoras de la Biblia es la prueba a la que somete Dios a Abraham, ordenándole que mate a su hijo Isaac. «Y dijo [Dios]: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Génesis, 22, 1-3), traducen Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, aquellos sabios luteranos que tuvieron que refugiarse en Inglaterra para que la Inquisición no los achicharrara en España. Sé que los caminos del Señor son inescrutables, pero la inescrutabilidad del que siguió en esta ocasión para comprobar la devoción de Abraham (como si, omnisciente como dizque es, no la conociera) se parece mucho a la crueldad: a una crueldad indecible, inimaginable en un padre. Y el hecho de que detuviera la mano del patriarca, presta ya a degollar a su primogénito, no lo redime de la salvajada: nadie que nos ame, o incluso que nos odie, debe someternos a un examen tan atroz. El padre es una figura bifronte en la literatura de Occidente: es el protector y amante, pero también el opresor y castrante. A menudo, es ambas cosas a la vez. En la ineludible Carta al padre, de un hijo apabullado por la magnitud del progenitor, Franz Kafka, esa condición ambivalente asoma desde las primeras líneas: «Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta». «Queridísimo» y «te tengo miedo» se oponen y, a la vez, se abrazan. Y no poder responder a la pregunta constituye la estéril síntesis de esa antítesis fraternal. Esta contradictoria dualidad se refleja también en otra Carta al padre, la que Jesús Aguado publicó en 2016, y que representa una de las más agudas y dolientes exploraciones de las relaciones paterno-filiales en la poesía española contemporánea. Aunque no está exenta de humor, negro, por supuesto: «Una vez me perdí en un bosque. Mi padre, en vez de salir a buscarme, se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron». Una tercera carta al padre, asimismo claroscura, dirige Leopoldo María Panero al suyo en «Glosa a un epitafio», donde, tras declarar que Dios estaba en su vaso de whisky (en otro poema se reconoce, sin más metáforas, «hijo de padre borracho»), concluye así: «¡Oh, quién nos traerá (…) la música del beso! / De ese beso, final, padre, en que desaparezcan / de un soplo nuestras sombras, para, / asidos de ese metro imposible y feroz, quedarnos / a salvo de los hombres para siempre, / solos yo y tú…».

Del padre son mucho más frecuentes los elogios, de los que en las letras españolas tenemos un antecedente insigne: las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, cuya graves endechas han resonado en nuestra poesía, como solemnes campanadas de difunto, hasta bien entrado el siglo XX. Entre los poetas españoles que han cantado al padre para ensalzarlo, destaca Vicente Aleixandre, que compuso el bellísimo «Padre mío», de Sombra del paraíso, ese canto luminoso al recuerdo inacabable de la Málaga donde había pasado su infancia. También aquí hay un beso: «Padre, tú me besaste con labios de azul sereno, / (…) Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco / que así, en los brazos, desvalido, me hubiste».

La literatura hispanoamericana ha tratado con largueza, y casi siempre con reverencia, la figura del padre. El del protagonista de Pedro Páramo determina toda la acción —y, a la postre, todo el significado— del libro: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», empieza la novela de Rulfo —si es que es una novela—, con uno de esos principios memorables —como el de Cien años de soledad, en el que también concurre el padre: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…»— que todo amante de la literatura debería saberse de memoria (o, mejor, de corazón, como se dice en inglés —by heart— y en catalán —de cor—). Los poetas también han cultivado la elegía del padre. En «A mi padre», Borges lo rememora en el momento de la muerte: «Te hemos visto morir sonriente y ciego. / Nada esperabas ver del otro lado, / pero tu sombra acaso ha divisado / los arquetipos últimos que el griego / soñó y que me explicabas. Nadie sabe / de qué mañana el mármol es la llave». El argentino sofoca el sentimiento, según costumbre, con endecasílabos y filosofías. La mexicana María Baranda, en cambio, empapa los versos de Teoría de las niñas, una punzante evocación paterna, de fiebre y alegría: «Entra mi padre. / Se pone una cuchara de metal en el ojo / para mirar lo súbito, el tiempo / en la superficie de todas las raíces. Llora, / llora un poco. / Se apaga el agua de tan llovida. / (…) Mira a lo lejos, / ve sílabas de alumbre…». Antes que ella, Alejandra Pizarnik había expuesto la hondura de su orfandad en «Poema para el padre»: «Con la lengua muerta y fría en la boca / cantó la canción que no le dejaron cantar / (…) sino a través de sus ojos azules ausentes / de su boca ausente / de su voz ausente. / Entonces, desde la torre más alta de la ausencia / su canto resonó en la opacidad de lo ocultado…». Las políptotos y repeticiones esculpen la obsesión y transparentan la pérdida. En fin, otro mexicano, Jaime Sabines, firma en Algo sobre la muerte del mayor Sabines un planto sobrecogedor, una obra que conmueve por la pureza de sus líneas y la naturalidad de su aflicción: «De las nueve de la noche en adelante, / viendo la televisión y conversando, / estoy esperando la muerte de mi padre. / Desde hace tres meses, esperando. / En el trabajo y en la borrachera, / en la cama sin nadie y en el cuarto de niños, / en su dolor tan lleno y derramado…».

[Este artículo se ha publicado en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 29 de enero de 2021]


lunes, 24 de mayo de 2021

Pilar Bayona

Mi madre solo hizo el bien en su vida. Y fue así porque no sabía hacer el mal. No concebía el mal, ni cualquiera de los disfraces con los que se camufla: la ingratitud, el desprecio, la falta de hospitalidad. Mi madre era la forma que tenía el amor de hacerse humano. Había nacido en un lugar áspero, en un tiempo áspero, y le tocó una vida difícil, como a todos, pero, en su caso, un poco más difícil que a los demás. Fue pobre de cosas, pero rica de amor. Sobrevivió a una guerra, a una posguerra, a una dictadura, pero, sobre todo, sobrevivió a una sociedad injusta y cruel. Pero nunca dejó de dar amor. Se tragó el silencio de muchos que debieron haber hablado, y se echó a la espalda el peso de un hombre, y de un hijo, y de una madre, y de un mundo equivocado y sombrío. Ella no fue para que nosotros fuésemos. En las sombras del mundo, ella era mi luz, ella era nuestra luz. Recorrió, de niña, carreteras polvorientas, y visitó lugares helados, y trabajó años, décadas, toda la vida, como alguien para quien el trabajo es una manera de decir: existo, estoy aquí, soy Pilar, una mujer buena, una mujer que lo acoge todo en su seno, aun a costa de su intimidad, de sus propios sueños. Mi madre careció de muchas cosas, pero nunca de amor: del que daba a manos llenas, cuando sonreía, y cuando cosía, y cuando callaba. Mi madre ofreció tanta abnegación como paciencia, esos atributos olvidados del amor. Porque el amor se le salía por las costuras, le rezumaba de los ojos y se reía con ella: asomaba en los labios, que nunca gritaron, y en los pechos, que erradicaron el desconsuelo, y en las manos, que sostuvieron tantos días. Mi madre nunca pensó en la muerte. La muerte era algo que se oponía a su ser: su ser empujaba por abrirse siempre al otro, como el pájaro se abre siempre al cielo o el río se abre siempre al mar. Mi madre no quería pensar en la muerte: como al mal —porque la muerte es el mal—, tampoco la concebía. Hoy, aun atrapada por ella, sigue siendo inmortal, porque el amor, cuando es cierto, cuando ha brotado sin pausa, como brotó el de mi madre, no se extingue con la pérdida del cuerpo, sino que se sobrepone a ese accidente pasajero y perdura en el latido del mundo, en la respiración del universo. Pilar Bayona, mi madre, ha sido un ejemplo de amor. Y ha sido difícil corresponder a un don tan alto. Hoy, aquí, cerca de las personas que la quisieron o que quieren a quienes ella dio vida, deseo decir que ha sido, que ha hecho el bien, que ha derrochado amor, y que el mundo es mejor gracias a ella. 



A los cinco años (1940)



A los 18 años (1954)



A los 85 años (2021)

jueves, 20 de mayo de 2021

Tú no morirás

Acaba de aparecer mi poemario Tú no morirás, en la editorial Pre-Textos. Lo escribí en Mérida en el otoño de 2016, poco después de llegar a Extremadura para hacerme cargo de la Editora Regional y del Plan de Fomento de la Lectura de la región. Ha tardado, pues, casi cinco años en publicarse, y eso lo convierte en el libro, de los ya muchos —espero que no demasiados— que llevo escritos, que más tiempo ha necesitado para ver la luz. Y es que a Tú no morirás, como a tantos otros libros y proyectos, lo ha pillado de lleno el coronavirus. Había de entrar en imprenta a finales de 2019, pero el virus lo alcanzó antes que las rotativas. Entonces sufrí la frustración de no ver materializado algo que me ilusionaba y que ya casi tocaba con la punta de los dedos, pero hoy, a pesar del mucho tiempo transcurrido, me alegro de que fuese así. Si el libro hubiera aparecido en aquel momento, al principio de la pandemia, con el confinamiento total, se habría diluido en un limbo peor que la inexistencia: no habría llegado a las mesas de novedades de las librerías, cerradas, ni, por lo tanto, a manos de los lectores; no habría sido ni distribuido, ni vendido, ni leído, ni criticado, ni nada de nada. Habría languidecido en los almacenes de la editorial y desaparecido de la realidad del mercado, por pequeño que sea siempre el mercado de la poesía, sin haber llegado nunca realmente a él. De modo que celebro que se publique ahora, cuando ha decaído el estado de alarma, se relajan las restricciones por el virus y parece que, felizmente, atisbamos el final de la pesadilla. Tú no morirás es un poemario de amor y desamor: el relato, en doce poemas o conjuntos de poemas, de la cercanía y la lejanía, del camino y el despeñadero, de lo construido y lo destruido, porque la construcción contiene siempre, inevitablemente, la semilla de su destrucción. El título del libro proviene de una certeza intuida con una persona de mi vida: la de que alguien a quien se quiere tanto no puede desaparecer; la de que es injusto, inconcebible, que alguien que inspira tanto amor, tanta conformidad con las cosas, sea arrastrado por el inicuo oleaje de la muerte; la de que es imposible que las cosas sucedan así, que el mundo sea tan ciego, que algo tan fuerte sea tan frágil. Curiosamente, esa persona ya no está en mi vida, pero yo sigo convencido de que no morirá, de que no puede morir. Y lo estoy sin que mi razón se violente: es un pensamiento irracional, pero que yo asumo con la naturalidad del que ha vislumbrado una verdad inaccesible. La muerte está para otras cosas, más vulgares: la caída de las hojas, la irrupción de un terremoto, la extinción de los seres, pero no para algo que la excede, para algo que no tiene derecho a arrebatar. Agradezco a Pre-Textos la confianza depositada en el poemario y el magnífico trabajo editorial realizado con él, cuya portada luce un encantador y muy apropiado dibujo a plumilla de Ramón Gaya.

Transcribo el soneto prologal, que es también el que aparece en el separador que acompaña al libro: 

Acaso, porque te amo, creas que la fortuna
te ha señalado; acaso, que el ciego escalofrío
de mi cuerpo en tu cuerpo te ennoblece; que el frío
del mundo es menos frío si abrigo la duna

de tu pecho con la ola del deseo; que la luna
que me alumbra, te alumbra también a ti; que el río
fuerte que soy te entrega las aguas sin vacío
con que inundas el tiempo, y en las que ninguna

tiniebla se enraíza, porque he abatido el muro
que te circunvalaba como el sol, y te he dado
el júbilo y la sombra. Te alegras de que, oscuro, 

te humedezca de luz, pero has equivocado
esta labor que ejerzo, este don que aventuro.
Porque, amándote, yo soy el afortunado.




Título: Tú no morirás
Autor: Eduardo Moga
Editorial: Pre-Textos
Colección: La Cruz del Sur   
ISBN: 9788418178146
Páginas: 84
Formato: 22 x 14 cm
Precio: 16 €

sábado, 15 de mayo de 2021

José Manuel Caballero Bonald, in memoriam

Entreguerras. O de la naturaleza de las cosas, de José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926-Madrid, 2021), es una autobiografía poética, constituida por un solo poema, que se sitúa bajo la advocación del caudaloso De rerum natura con el que Lucrecio, aquel ateo tan apreciado por Montaigne, quiso explicar los fenómenos del mundo, para disipar el miedo del hombre a los dioses y a la muerte: un propósito que, dos milenios después, sigue haciendo falta reivindicar. Además del título y de la extensión de sus libros, el jerezano y el latino comparten otros rasgos, como el verso dilatado, que en Lucrecio es el hexámetro y en Caballero Bonald, el versículo, y cierto tono admonitorio, más didáctico en De rerum natura –aunque descienda a honduras de pesimismo en asuntos capitales, como el amor–, más áspero y encabritado en Entreguerras.

En tanto que autobiografía, el poemario de Caballero Bonald no elude lugares y situaciones concretas, que funcionan a modo de asideros narrativos. Como él mismo señala en su nota prologal, “el desarrollo temático del poema no es ajeno a cierta continuidad cronológica”. Alguna es muy visible, como su llegada a Madrid desde el Sur, con la que, de hecho, se inicia el relato, y se pinta, mediante trallazos expresionistas, una capital burbujeante de sordidez, que chapotea en una posguerra de beatería y tiniebla. Más adelante, el poeta hablará de sus viajes, y citará Chauen, Bogotá o Mallorca, entre otros destinos. Sus menciones serán siempre exaltadas, pero nunca irreflexivas: la contemplación de la patria le mueve a una acedía crítica que no decaerá, desde el cenagal ensangrentado del franquismo a la mismísima caverna filofascista de hoy; y la experiencia de otras patrias le permite gozar de los placeres cosmopolitas tanto como añorar un país más benigno y menos sandio.

Pero Entreguerras pasa de lo fáctico a lo filosófico, de lo personal a lo comunitario, con una fluidez desconcertante. Es el recuento de las andanzas de su autor, moldeado por una memoria agujereada, pero también la exposición de un pensamiento siempre a contrapelo, siempre disconforme: una invectiva –corrosiva, encrespada– contra las certidumbres, contra la lobreguez de lo establecido. Su motor es la insumisión, y su blanco, “los entendimientos deficitarios”, que, por serlo, se aferran con ahínco a lo inapelable, para sustraerse a la radical inestabilidad de lo humano, que es lo que le otorga al hombre su mayor, y acaso única, dignidad. Caballero Bonald se manifiesta, pues, contra los que nunca se equivocan y a favor de los refractarios, de los ungidos por la “halagüeña incertidumbre”, de los que, como Borges en “Los justos”, prefieren que los otros tengan razón.

La actitud consignada por Caballero Bonald no supone un mero alegato de la inteligencia, sino que tiene una dimensión existencial: el suyo es el relato de la no certeza. El poeta se define como adversario: como alguien que se opone, sea lo que sea lo opuesto, y que prefiere dirigirse a lo desconocido para hallar lo nuevo. Su pesquisa ontológica implica una revisión minuciosa de la propia vida, con la intención de desaprender lo aprendido, de olvidarse incluso de lo que ha escrito, y de volver al origen, restallante de enigma y de claridad. Entreguerras concluye con un apóstrofe al “hijo de Adán” –esto es, al ser primigenio, sin doctrinas, que una vez fuimos– y con la expresión del deseo de regresar al vientre materno, en un fulgurante amasijo de paradojas, sustentado por la esperanza y el temor: “tengo miedo de lo acumulativo y lo disperso de no callar de estar callado / de la memoria de la desmemoria de lo inminente de lo alejadizo / de regresar ya anciano hasta tu vientre madre”.

Simultáneamente, su proclama por la desobediencia halla un correlato cívico y moral. Entreguerras es, además de un expurgo existencial, un descarnado fresco de la dictadura en España y, en un sentido amplio, de la corrupción de una sociedad llena de “purulentas adhesiones sin tasa al innombrable”, y presidida por la ignominia y la zafiedad. Ambas perduran en nuestros días, en los que los herederos del “paladín no muerto nunca” siguen despachando eructos totalitarios, y los clérigos, intoxicados por una certidumbre inconmovible, gobiernan todavía las almas de los necios, como ya hacían en las brumas negras del franquismo.

La indignación del poeta crece conforme avanza el poemario, y su furor antisectario e irreligioso, emanado de un humanismo que se opone a los dogmas, porque se opone a toda forma de muerte, cuaja en algunas enumeraciones terribles: “oh tez febril de mercuriales ráfagas / oh negro pedernal fuliginoso / oh rotatoria espuma genital que en frascos de aprensión se deposita / oh noche de coyundas clamorosas torvo tropel de mercenarios / estirpe de truhanes de mirada disforme de inquilinos de la hipocresía...”. Frente a estos “hijos de las putas mayúsculas del reino”, se alzan los encarcelados, los perseguidos, los arrumbados por la historia: también el propio poeta, que clama contra el poder y sus tenebrosas alianzas. Frente a los miasmas de la injusticia, tan extendidos en las comunidades estólidas, Caballero Bonald defiende la pertinencia de la rebeldía y el triunfo de los derrotados.

Entreguerras guarda una perfecta coherencia entre su propuesta ético-existencial y su disposición estética. Al igual que en la memoria, tan vacilante, cohabitan la sombra y la claridad, y que en la vida, tanto individual como colectiva, pelean el orden y el caos, la razón y la locura, así también en la palabra se hermanan lo diáfano y lo ilegible. El poemario se erige en una suerte de manifiesto en pro de la oscuridad, o, dicho con mayor exactitud, de “la luz razonadora que irradia de lo hermético”, de esa otra inteligibilidad que, para zozobra de los poetas asimbólicos y, en general, para los carentes de imaginación, se desprende de lo irracional. No le resulta difícil a Caballero Bonald ese propósito: Entreguerras participa de una sensibilidad barroca que ha cultivado con amplitud en su obra precedente, pero que no contradice su intención de exonerar al lenguaje de sus adherencias, de los falseamientos a que lo inducen las lenguas prevaricadoras. Como Mallarmé, el autor gaditano quiere purificar las palabras de la tribu, para que también la realidad sea purificada. Sabe bien que la creación lingüística es creación de realidad: por eso aspira a suplir con analogías un mundo de escombros. El libro se construye, así, por acumulación: las metáforas enjoyan cada pasaje, entrelazadas como sarmientos, a menudo obedeciendo a una estructura de adjetivo, sustantivo y complemento preposicional: “la más lóbrega provincia de la madrugada”, “el polvo cadavérico del odio”, “las desgarraduras vidriosas de la ambigüedad”; los epítetos, lluviosos, hinchen los versículos; las enumeraciones se suceden, estimuladas por la omisión de los signos de puntuación; las preguntas retóricas fracturan la salmodia y avientan dudas que resuenan en la página; en las aliteraciones se arremolina la música arrastrada por el torrente verbal, a veces oratorio, a veces balbuciente; se utilizan, en fin, arcaísmos, tecnicismos y vulgarismos: esa totalidad del diccionario con la que les gusta escribir a los autores de aliento largo y sensibilidad ancha, y que trasluce la totalidad de la vida –y de la emoción– que pretenden comunicar.

[Este artículo se publicó, con el título de «Indignación», en Letras Libres, nº 127, abril 2012, pp. 50-51].

domingo, 9 de mayo de 2021

Willy McKey, amigo y suicida

Hace pocos días me enteré, por la prensa digital, de que mi amigo, el poeta y escritor venezolano Willy McKey, se había suicidado en Buenos Aires, donde vivía desde 2019, arrojándose desde el noveno piso de un inmueble en el barrio de La Recoleta. Tenía 40 años. Según recogen los periódicos, el 28 de abril una joven había contado en las redes sociales cómo se había acercado a él en Caracas, deseosa de que, siendo Willy una persona influyente en el mundo de la cultura, la introdujera en los círculos literarios del país, de los que "se moría por formar parte", y que el escritor, con la promesa de hacerlo, la había acosado hasta acostarse con ella, que tenía entonces dieciséis años. Esa denuncia había desatado inmediatamente una ola de críticas feroces en las redes sociales y los medios de comunicación, y provocado, en menos de 24 horas, que varias mujeres más relataran que Willy había abusado o intentado abusar de ellas, que el portal digital con la que colaboraba cancelara su relación con él, y que la Fiscalía iniciara una investigación. Willy admitió en su cuenta de Instagram que había cometido estupro y pidió perdón por ello. Y solo un día después de que la primera mujer denunciara el caso, el 29 de abril, Willy publicó un último tuit en el que decía: "No sean esto. Crece adentro y te mata. Perdón", y se tiró por el balcón. Mi asombro y mi dolor fueron abrumadores.

Hacía tiempo que no sabía de Willy, salvo por algún vídeo que veía en youtube y que confirmaba que se había subido, con gran éxito, al carro de la comunicación digital, y que se había hecho muy popular entre la gente de su generación y de las generaciones más jóvenes. Su aspecto también había cambiado: en esas imágenes, lucía un peinado aparatoso, una barba espesa y unas gafas oscuras. Quedaba poco del rostro lampiño, risueño y algo adolescente aún que tenía cuando lo conocí en 2007, con ocasión de una bienal de literatura en la ciudad de Mérida, en Venezuela, a la que me habían invitado, y a la que él asistió también como espectador y participante ocasional. Willy me deslumbró; tenía solo 27 años, pero me deslumbró. Y lo hizo estando todos, como estábamos, rodeados de escritores, profesores y gente más o menos encumbrada y/o brillante (también había algunos zotes, pero eso siempre pasa en los congresos literarios; a menudo hasta son mayoría) que palidecían al lado de su bonhomía, su inteligencia, su pasión por la palabra y su cultura literaria. Su novia de aquellos años, Virginia, encantadora también, cubría el encuentro como periodista del diario El Nacional. El deslumbramiento de Willy McKey, que me consta también sintieron otros invitados, era, sobre todo, humano. Uno lo veía, y hablaba con él, y no podía dejar de sentir que se encontraba ante un ser singular: generoso, afable, lúcido, divertido; alguien que no dejaba de reírse de sí mismo y capaz de llorar al escuchar un poema de José Barroeta. Al año siguiente, tuve ocasión de volver a Venezuela con mi mujer y mi hijo Álvaro, entonces solo por turismo, y nos alojamos en el apartamento donde Willy y Virginia vivían en Caracas —este era otro rasgo suyo: la hospitalidad—. Con él recorrimos el barrio de Chacao (el único seguro, decía) y subimos al Monte Ávila, desde donde las vistas del mar Caribe y del paisaje venezolano son espectaculares. Willy nos enseñó, a Álvaro y a mí, a comer perritos calientes echaítos palante, para que las salsas con las que había que regarlos no le decoraran a uno la pechera. También nos descubrió la mejor librería de viejo de toda Caracas, o al menos la más grande y polvorienta, La pulpería del libro, donde él y su amigo Santiago Acosta —con el que dirigía una estupenda revista literaria, El Salmón, cuyos ejemplares adornan todavía mi biblioteca— robaron varios libros de buenos poetas venezolanos —Barroeta, Cadenas, Gerbasi— y me los regalaron para agasajarme. Todas las mañanas, Willy nos preparaba para desayunar unos zumos deliciosos y descomunales, a base de la multitud de frutas que regala la naturaleza en Venezuela: guayabas, mamones (que nos enseñó a chupar; de ahí su nombre), bananas, parchita y muchas otras cuyos exóticos nombres he olvidado. Por fin, antes de despedirnos, me regaló, dedicado, un ejemplar del único poemario que había publicado hasta entonces, Vocado de orfandad, ganador del premio Fundarte en 2007, y que tengo ahora delante de mí, al escribir estas líneas. Lo leí al volver a Barcelona, y me pareció muy prometedor. Lo reseñé en la revista Guaraguao en 2008, y luego incluí la reseña en Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), que vio la luz en México en 2016. También relaté la experiencia de mi segunda estancia en Venezuela, con aquellos días memorables en compañía de Willy y Virginia en Caracas, en La pasión de escribil, aparecido en 2013. Y aún tuvimos ocasión de volver a estar juntos cuando vino a visitar a Virginia, que pasó un año en Barcelona cursando un máster: paseamos por la ciudad —que no le gustó demasiado, salvo el Camp Nou y el museo del Barça: era muy culé—, vino a cenar a casa —donde volvió a demostrar el buen apetito que siempre lo había caracterizado—, hablamos de poesía, de política y del futuro, y, en fin, recordamos los buenos momentos que habíamos compartido en Venezuela. Lo noté, quizá, algo confuso y un punto melancólico, pero sin dejar de ser el hombre inteligente y encantador que había conocido. Estaba ya implicado en la oposición a Chaves y su régimen desastroso, y ahora me he enterado de que llegó a formar parte del equipo de asesores de Juan Guaidó y hasta a escribirle discursos. Volvió por fin a Venezuela y, aunque mantuvimos alguna conversación telefónica e intercambiamos un puñado de correos, nuestras vidas siguieron sus caminos separados, y esa separación se fue acentuando con los años, sin otro motivo que la distancia física, el devenir del tiempo y la propia implicación de cada cual con su presente y sus circunstancias. Pero Willy McKey permaneció siempre en mi memoria y en mi conciencia como alguien tocado por una gracia especial, cuya amistad me sanaba y enorgullecía.

El final de su vida no ha podido ser más desolador e inesperado para mí. Ayer me atreví a aventurarme en Twitter —cosa que no hago nunca, por higiene mental y moral— para explorar la noticia y, quizá, entender mejor lo que había pasado. Pero enseguida me encontré chapoteando en la aborrecible jauría digital, que vomitaba una bilis inmisericorde contra el muerto: el más moderado lo tildaba de cobarde por haberse suicidado; muchos deseaban que se pudriera en el infierno. También leí el relato de la denunciante, documentado con los mensajes que Willy le había enviado a lo largo de aquellos meses de persecución. No voy a cuestionar la historia, dado que Willy no lo hizo, aunque en el puñado de mensajes que lanzó en aquellas horas apresuradas y oscuras dejara entrever que las relaciones que mantuvieron habían sido consentidas. Pero si lo fueron, lo fueron con una menor de edad. Muchas cosas de este tristísimo caso me sorprenden y confunden. En primer lugar, la rapidez con la que sucedió todo: que bastasen veinticuatro horas para que la comunidad digital y la empresa para la que trabajaba lo declararan culpable, y esta prescindiera de sus servicios, y para que Willy se suicidara. Pero también que hubiera abandonado el mundo de papel en el que se había educado y crecido para sumergirse en las procelosas aguas de las redes sociales, y que les hubiera otorgado a estas tal importancia en su vida, en la definición de quién era y quién podía ser, que apenas un día de acoso digital bastara para que decidiese quitarse la vida; que alguien a quien siempre había tenido por bueno, entrañable y luminoso como Willy hubiese albergado, en esa ciénaga interior que todos acarreamos en silencio, a un ser capaz de violentar la voluntad de una menor de edad —si eso fue lo que sucedió— y, al parecer, también de otras mujeres para satisfacer el deseo sexual; que la gente esté tan dispuesta a embrutecerse en masa y a participar, con escalofriante facilidad y diría que hasta con alegría, enarbolando la soga de la superioridad moral que les da una causa indubitable, en estos linchamientos digitales, y se regodee después, encendida de indignación, en la tragedia irreparable de la muerte de una persona; que las empresas y las instituciones se plieguen al salvajismo del juicio mediático, prescindiendo de principios irrenunciables como el derecho de defensa y la presunción de inocencia; y que, en fin, este mundo sea tan bestial, tan incomprensible, como para que pasen cosas como esta. Willy McKey ha muerto. Si obró mal, debería haber sido castigado por ello, como cualquier ciudadano que comete un delito, no perseguido como una alimaña, hasta la destrucción, por los anónimos y crueles justicieros de Twitter. Pero no es esto, con ser mucho, lo que ahora prevalece en mí. Lo que siento es una pena inmensa. Después de tantos años, sigo recordando a Willy como siempre fue a mis ojos: afectuoso, brillante, con un corazón grande y comprometido; una buena persona. Aun sintiendo el daño que haya podido causar, más siento el que se ha infligido a sí mismo. Nada borrará ese recuerdo, teñido de emoción y, ahora, de amargura.

Vocado de orfandad empieza con esta cita de Rafael Cadenas: "¡Oh!, tú mi enemigo, dentro de mí, entrégame las llaves definitivas para abrir el más claro aire, las arcas transparentes", y su primer poema dice así:

Frente a un espejo

                       vacío

                palabras

                   vueltas

                         hilo

(surge de nuevo

                el sustituto)


un trazo delicado

nombra los límites


                                       mis afueras



Todo lo ajeno a esta figura altera

                                   temo su borde



Mea culpa de todo el adentro.

Quizá tanto las palabras de la cita como las del poema se lean hoy de otro modo a como se han leído siempre.

miércoles, 5 de mayo de 2021

My father

La editorial Shearsman acaba de publicar en Gran Bretaña la traducción de mi poemario Mi padre, que vio la luz en España en Trea, en abril de 2019. Continúa una tradición que me complace especialmente: en Shearsman han aparecido ya dos libros míos: Selected Poems, una antología de mi poesía (de la que he hablado en este blog:  https://eduardomoga1.blogspot.com/2017/04/selected-poems-una-antologia-en.html) y Streets Where to Walk Is to Embark. Spanish Poets in London (1811-2018), una antología de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por autores españoles de los dos últimos siglos (también de ella he dado cuenta aquí: https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/09/calles-do-casi-viaja-el-que-transita.html). Ambos, y también My father, son bilingües, y los tres han sido traducidos por Terence Dooley. My father, como el editor de Shearsman ha consignado en la portada, ha nacido acompañado por un honor infrecuente: ser elegido por la Poetry Book Society como el libro traducido del trimestre (https://www.poetrybooks.co.uk/blogs/news/announcing-the-pbs-summer-selections). La Poetry Book Society es una organización privada, fundada por T. S. Eliot en 1953 —y dirigida por Philip Larkin en los 80—, con el sencillo pero a la vez dificilísimo propósito de "propagar el arte de la poesía". Y lo hace seleccionando cada trimestre un libro en las diferentes categorías (una de la cuales es la de "libro traducido"), más varias "recomendaciones", que integran una lista de compras aconsejables. (No sé, por cierto, por qué no se intenta crear algo parecido a la Poetry Book Society en España. La lectura de poemas está mucho más extendida en Gran Bretaña que en nuestro país, pero quizá aquí habría también un hueco para impulsar la iniciativa). En cualquier caso, me alegra la decisión de la PBS; y también me alegro por Terence y por Tony Frazer, el editor que ha confiado, nuevamente, en lo que escribo. 

Este es el enlace con el libro en la página web de Shearsman: https://www.shearsman.com/store/Eduardo-Moga-My-Father-p304461927.

Y estos son algunos de sus poemas traducidos:

My father had white hair. I have white hair too. Hair goes white from oxidative stress.

Mi padre tenía el pelo blanco. Yo también tengo el pelo blanco. El pelo encanece por oxidación.

My father let the nail on the little finger of his left hand grow long. He said mandarins would let their nails grow long to show they didn’t do manual work. He sold things. 

Mi padre tenía muy larga la uña del meñique izquierdo. Decía que los mandarines se dejaban crecer las uñas para demostrar que no hacían trabajos manuales. Él vendía cosas.

My father recalled with pride that he’d been second in his class. In his time, pupils were seated in the classroom according to their efforts, so he had a desk in the front row. But he didn’t even complete primary school. War broke out.

Mi padre recordaba con orgullo que había sido el segundo de la clase. Como en sus tiempos escolares se disponía a los alumnos en el aula según su mayor o menor aplicación, él ocupaba un pupitre delantero, acorde con su jerarquía. Pero ni siquiera pudo acabar la educación primaria. Estalló la guerra.

Even after his death the sofa in the dining-room smelt of him. We kept finding his hairs in the cretonne.

Aun muerto, el sofá del comedor olía a él. En la cretona que lo recubría había canas suyas.

My father took me out into the countryside to spot hares, rabbits and birds. I couldn’t tell one from the other, but he identified buzzards, eagles, hawks, kites, ospreys, sparrowhawks. Or so he said.

Mi padre me llevaba al campo a avistar liebres, conejos y pájaros. Yo era incapaz de distinguirlos, pero él reconocía a buitres y águilas, a halcones y milanos, a quebrantahuesos y azores. O eso decía. 

My father lived in bed. He came home, took off all his clothes and put himself to bed. His night-table drawer was stuffed with snot-stained handkerchieves from his frequent noisy nose-blowing. His slippers were always at the foot of the bed. He shook them off with practised accuracy.

Mi padre vivía en la cama. Llegaba a casa, se desnudaba y se acostaba. El cajón de su mesita de noche estaba lleno de pañuelos pringosos, que ensuciaba con ruidosas regurgitaciones de mocos. Las zapatillas siempre quedaban al pie de las sábanas. Se las quitaba con sacudidas breves y rápidas.