La derechización de los intelectuales españoles, si es que aún queda alguno (los llamaremos así, en cualquier caso, por comodidad taxonómica), es un fenómeno general y bien estudiado, aunque no deje de sorprendernos a los que siempre hemos creído que los principios de la izquierda, fundamentados en la idea de que no solo la responsabilidad individual determina la suerte de las personas, sino también las condiciones y las leyes impuestas por el grupo en el que el azar ha hecho que nacieran, constituían una garantía de humanidad —esto es, de compasión— y de progreso ético. Y esa derechización se está trasladando a los medios de comunicación en los que esos intelectuales se expresan, un proceso descorazonador para los que seguimos creyendo en la justicia social y, por tanto, en la necesidad de atenuar las iniquidades de la economía de mercado con una vigorosa actuación de los poderes públicos. El País, en particular, un faro socialdemócrata en un país de agónicas y recurrentes pulsiones conservadoras, cuando no algo peor, que me ha acompañado desde los catorce años y al que he sido —y sigo siendo— fiel (en casa, antes de 1976, solo entraba La Vanguardia, que todos los días compraba mi padre y que yo siempre empezaba a leer por la sección de deportes, una costumbre que mantengo ahora con El País), derrota hacia el conservadurismo en la medida en que lo hacen sus más augustos colaboradores. Algunos siguen esa deriva desde hace tiempo. Mario Vargas Llosa —un buen escritor, aunque su última gran obra fuese La guerra del fin del mundo, publicada en 1981— mudó hace décadas sus inclinaciones comunistas de juventud —llegó a defender la revolución cubana— por una ideología ultraliberal, y lleva sus veinte años de colaboración en El País dándonos la matraca con un conservadurismo cada vez más cerril, que le ha llevado a apoyar públicamente a Keiko Fujimori, hija y heredera ideológica de Alberto Fujimori, el presidente más siniestro que ha tenido el Perú (condenado a veinticinco años de cárcel por allanamiento ilegal, homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado, peculado doloso por apropiación [malversación de caudales públicos] y falsedad ideológica en agravio del Estado, violación del secreto de las comunicaciones y cohecho activo) y a ese gorila trumpista que es Javier Milei, que habla con el espíritu de su perro para que le diga cómo ha de gobernar la Argentina. (Según esto, Milei gobierna como un perro, y la verdad es que, dicho así, tiene bastante sentido). (No entraré a valorar la relación senil que Vargas Llosa ha mantenido con Isabel Preysler, la mayor cocotte de España desde La Bella Otero, pero sí diré que ese arrejuntamiento con el fascio rosa me parece coherente con su tránsito ideológico). Otro ejemplo de la infiltración del pensamiento reaccionario en El País es nada menos que Juan Luis Cebrián, que fue su primer director, desde 1976 hasta 1988, y que luego ostentó diferentes y altas responsabilidades en el Grupo PRISA, del que depende el periódico. En los artículos que publica de unos años a esta parte se advierte un vehemente alejamiento de los presupuestos socialdemócratas y una crítica crudísima a los gobiernos socialistas de coalición, en una línea de tosca hostilidad y partidismo camuflado que recuerda mucho a la involución de otras grandes figuras del progresismo patrio, como Felipe González o Alfonso Guerra, que han salido de sus sarcófagos para recordarnos que está muy feo pactar con los comunistas y, sobre todo, con los que quieren romper España (aunque no lo consigan nunca, por más que lo intenten). No sé si en este cambio tan radical ha tenido algo que ver que en 2016 se descubriera la vinculación de Cebrián con “los papeles de Panamá” a través de la empresa petrolera Star Petroleum, y que dos años más tarde fuera apartado de todos sus cargos ejecutivos en el Grupo Prisa (aunque se le mantuviese como presidente de honor y se le permitiera seguir publicando en el periódico, una facultad que ha ejercido con un ahínco que consterna). Juan Luis Cebrián ha pasado de ser una figura legendaria del periodismo nacional a un militante más del neoliberalismo que nos asfixia. Un tercer personaje que demuestra qué mal envejecen algunos cerebros es Fernando Savater, un filósofo saludablemente iconoclasta y lleno de una luminosa acracia en sus inicios —su Panfleto contra el todo constituye una referencia para toda una generación de progres, en la que me incluyo—, y un escritor por el que muchos hemos sentido veneración —La infancia recuperada es uno de los mejores libros sobre literatura y el placer de leer escritos nunca en España—, que ha pasado a suscribir, con disciplina de catecúmeno, el argumentario del PP y hasta pedir el voto para Ayuso, la política más obtusa (quitando a Ortega Smith, a quien no hay quien supere en zafiedad) y una de las más retrógradas del panorama nacional, en su columna de El País. Solicitar el voto para un político concreto, gracias al privilegio de disponer de una tribuna en un medio de este calibre, no solo es una inmoralidad, impropia de alguien que ha hecho de la ética el centro de su pensamiento (y en la que ni siquiera la Iglesia incurre), sino también, y aún peor, un ejemplo de sumisión al poder que, si siempre es denostable, en un intelectual de la talla de Savater da vergüenza ajena. Y no es esa la única inmoralidad que el autor de Invitación a la ética ha cometido en las páginas del periódico: la columna en la que frivolizaba sobre los abusos sexuales a menores en España era repugnante, como también lo fue que dijese que la réplica que le dio el escritor Alejandro Palomas, uno de los violados por curas en el colegio, era “lo verdaderamente escandaloso” y lo que no debería haberse publicado. A Savater, no obstante, quizá se le pueda aplicar la atenuante de haber sido víctima del terrorismo, al que él persiguió, y que le persiguió a él: ser amenazado por etarras, comprensiblemente, perturba, y puede que esa lógica perturbación se haya extendido por su mente y empañado una inteligencia que, durante muchos años, ha alumbrado ideas ampliamente compartibles. Félix de Azúa figura también en la lista de los exizquierdistas, hoy derechistas, aunque él no se decanta por Ayuso, sino por Ciudadanos, a los que ha defendido incansablemente en las páginas de El País y escrito en un artículo publicado en el diario que piensa seguir votando mientras existan. Pues que se dé prisa, porque ya casi han desaparecido. En cada elección, Ciudadanos encoge un poco más, pero al menos sabemos —y nos tranquiliza, porque significa que no vota a un partido aún peor— que Azúa los continúa apoyando. Del dilatado historial regresivo del escritor barcelonés destaca lo que dijo de Ada Colau en 2016: “Debería estar sirviendo pescado”, algo muy parecido, por cierto, a lo que acaba de afirmar la depuesta alcaldesa de Pamplona, de UPN, un clon navarro del PP: “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”. Aquí se ven el clasismo y la grosería de Azúa y de la señora Cristina Ibarrola aliados contra los perroflautas (y terroristas, a sus ojos) de izquierda. (Y añado: antes que decir “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”, prefiero votar al PP). A Azúa El País ha tenido el buen juicio de quitarle la columna de la contracubierta y confinarlo en las páginas de Cultura, donde publica ahora un artículo de vez en cuando. Y se agradece, porque fue un poeta estimable y sigue siendo un escritor refinado, cuando quiere, cuyos juicios, en estos ámbitos de la filosofía y la cultura, suelen ser dignos de consideración (aunque nunca deje de colarnos sus pullas cada vez más sectarias). Hay otros colaboradores, más jóvenes y menos afamados todavía (aunque todo se andará), que secundan esta regresión ideológica y prestan un apoyo constante al conservadurismo rampante que no deja de escupir coces, patriotismo y vivas a Adam Smith y Milton Friedman en nuestro país, pero no hablaré de ellos. Los primeros espadas del fenómeno ya han quedado representados en esta entrada. El País justifica su presencia por la necesaria pluralidad de opiniones, reflejo de la pluralidad de opiniones de la sociedad, que el periódico quiere ofrecer a sus lectores. Y recientemente he leído alguna carta al director en el que un comprensivo lector aplaude la pluralidad que representan Vargas Llosa, Cebrián, Savater y Azúa, entre otros (que no es pluralidad, en realidad, sino unicidad: la del pensamiento de derechas, tan monolítico como cualquier otro), y celebra poder disfrutarla de primera mano. Pues, mira, yo no. Yo, si quiero conocer lo que opina la derecha más bravía, leo cualquiera de los muchos periódicos —El Mundo, ABC, La Razón— o de las muchas cadenas de radio o televisión —la COPE, El Toro TV, Trece TV— que la encarnan (por no hablar de la fachosfera digital, desde El Español hasta OK Diario): ahí me enteraré, sin cortapisa alguna, de lo que piensan esa caterva de luminarias que son Isabel San Sebastián, Arcadi España, Federico Jiménez Losantos, Salvador Sostres, Jorge Bustos, Carlos Dávila o Pedro J. Ramírez, entre tantos otros (y donde, por cierto, es improbable que encuentre a colaboradores que canten las bondades de la economía centralizada, despotriquen de Feijóo, pidan el voto para Pedro Sánchez, aplaudan la amnistía o expliciten su apoyo a Sumar). Yo quiero un periódico que pueda seguir reconociendo como mío y que conserve la sensibilidad social y la coherencia ideológica, lo que no significa que desee una sola voz, un diario petrificado o un muermo repetitivo. Por eso me gustan los artículos de Ignacio Peyró, de Javier Cercas (aunque en su último artículo dominical llamaba a la rebelión contra los políticos actuales y propugnaba que se eligieran por sorteo: espero que a él no lo afecte también el virus de la derechización), de Antonio Muñoz Molina, de Xavier Vidal-Folch, de Elvira Lindo, de Víctor Lapuente, de Josep Ramoneda o de Ana Iris Simón, entre otros. Celebro la crítica y la discrepancia, pero también la ecuanimidad y la moderación. Lo que desde luego no celebro es que quienes gozan del privilegio de escribir en el periódico más importante de España, el mío, lo conviertan en una hoja parroquial de la derecha española, tan ultramontana como siempre, tan nacionalcatólica como siempre, tan incomprensible como siempre, tan sobrecogedora como siempre.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 30 de diciembre de 2023
lunes, 25 de diciembre de 2023
El paseo de Nochebuena
En Nochebuena casi nadie sale a pasear. En Sant Cugat, yo soy el casi. Pero es que me gusta hacerlo cuando nadie más lo hace, porque la quietud de los lugares repletos es una quietud más espesa, más fértil, cuando están vacíos. Las familias se recogen en casa para celebrar la gran cena del clan, y en las calles queda la oquedad de lo desaparecido: la ausencia de lo que siempre es y hoy no. Naturalmente, las calles no transmiten la sensación de apocalipsis que reinaba durante la pandemia. Entonces, el miedo se percibía en los portales, en los escaparates de los pocos negocios que seguían abiertos, en la hosquedad de todo, y una como nube de abandono sepultaba la ciudad: la luz de los semáforos, el asfalto apenas pisado, los insólitos paseantes sólitamente enmascarillados. Hoy, el sosiego de Sant Cugat es una tranquilidad algodonosa, refugiada en mesas abundantes y, quizá, algún villancico desafinado. En mi andar, veo una excepción: la gente sale del monasterio. Ha debido de haber misa. Casi todos asoman con una vela encendida, que jaspea de oro y temblor una oscuridad maquillada por los colores de las luces y de sus reflejos en las ventanas, de los anuncios, de los toldos recogidos, pero todavía toldos. Pienso que estos vecinos son afortunados, porque, confesos y comulgados, irían derechos al cielo si ahora los fulminara un infarto, aunque sean asesinos en serie o se hayan comido a su abuela. La institución del perdón, mucho más que la novedad de que Dios se hiciera Hombre, es la aportación más revolucionaria del cristianismo a la historia humana, la que más ha hecho por que el pobre ser humano sea capaz de sobrellevar sus miserias, y las de los demás, en este mundo al que Dios los ha condenado. Los benditos que veo cruzar la plaza del monasterio se disgregan en pequeños grupos y se pierden por las calles centrales, camino de sus hogares. Yo sigo el mío, mi recorrido habitual, hacia el extremo del pueblo. Por encima de mí se despliega la malla de luces que el ayuntamiento ha dispuesto por las vías principales —esto es, las comerciales— de Sant Cugat. (No me consta que, en punto a iluminación navideña, el ayuntamiento haya competido con otras ciudades del país por ser quien la tuviera más grande; y es de agradecer). También los cipreses de la plaza del monasterio y los restos de la muralla del cenobio están vestidos —o presos— con serpenteantes cables de luces navideñas, que me recuerdan a las bombillas de colores de las verbenas o las terrazas veraniegas: los extremos se tocan, aunque las decembrinas sean doradas y plateadas, y las estivales, polícromas, cálidas, los siete colores del arcoíris. Algo más allá del monasterio, por la avenida de Cerdanyola, hago mi parada habitual: unas almas buenas y desconocidas mantienen en una fachada unos cajones donde depositan los libros de los que quieren desembarazarse. Como suele suceder en estos puestos improvisados y enteramente dependientes de la voluntad popular —como el gobierno de la nación—, predomina la basura: ediciones ignominiosas de títulos más que prescindibles, publicaciones técnicas —del orden de “instrumentos para la contabilidad de balances de las empresas de automoción”— del año de María Castaña, fascículos huérfanos de enciclopedias de la Edad del Bronce, o folletos desorejados. Hoy mismo veo varios volúmenes de las obras completas del ínclito Edward Phillips Oppenheim, un popularísimo hacedor británico de novelitas de suspense, con tramas internacionales de espías, distinguidos aristócratas ingleses, pérfidos aristócratas prusianos y femmes fatales que lucen dijes deslumbrantes, fuman cigarrillos egipcios emboquillados y regalan escotes de vértigo. Pues aquí hay varios ejemplares, polvorientos, con las camisas carcomidas, de estas intrigas elaboradas y huecas, que entretuvieron al paisanaje durante años por unas pocas pesetas. Naturalmente, no me llevo ninguno, pero sí un livre de poche cuyo título se me antoja pertinente en estos tiempos procelosos, aunque el libro data de 1998: Les Identités meurtrières [‘las identidades asesinas’], de Amin Maalouf. Es una edición barata, pero está bien conservada. No tiene bárbaras anotaciones o señales con bolígrafo o rotulador fosforescente, y solo un par de páginas indebidamente dobladas. Las despliego con cuidado y el libro queda listo y curioso. Cruzo después los jardines del Vallès, al final de la avenida, que constituyen la mitad del recorrido, para iniciar el regreso a casa. En los jardines, muy mediterráneos —con pinos, arena, plantas aromáticas y hasta un anfiteatro de aire griego, aunque las gradas de madera, colocadas hace poco, ya se han estropeado—, tampoco hay nadie. Casi siempre me encuentro a un grupito de jóvenes, que ha colonizado uno de los bancos, charlando, fumándose unos canutos, o besuqueándose con las chicas, pero hoy no hay ni un paseante de perros despistado (aunque sí algunos zurullos de los que han pasado ya por aquí [perros, no paseantes]). En la rambla del Celler, de nueva urbanización, los edificios parecen más serios, más compactos, que en el barrio antiguo, más poroso. Y también más aburridos. Los balcones, donde antes cundían aguerridas senyeres, ahora están pintarrajeados por las luces de Navidad, entre las que se cuela algún muñeco de Papá Noel que intenta colarse en las casas con nocturnidad y escalo. Todavía queda alguna estelada, con algún jirón y un poco desteñida, pero testigo resistente del inflamado espíritu patriótico de esta ciudad pija, residencial, empresarial e independentista, que da la casualidad de ser uno de los municipios más ricos de España. Hace frío y apresuro el paso. La energía que gasto me hace entrar en calor. Me cruzo, para mi sorpresa, con alguna sudamericana que habla a gritos por el móvil (los gritos, solos, recrecidos, resuenan derechamente en las paredes) y con un coche blanco que parece llevar mucha prisa: quizá llegue tarde al ágape familiar. No oigo ladridos: los chuchos también celebran la Nochebuena. Para llegar a casa, solo he de seguir las estrellas del Belén con que nuestros munícipes han tenido a bien decorar los plátanos del Parc Central, y, como los reyes de Oriente, arribo por fin a mi pesebre, donde me espera un videoencuentro con Elaine, en el que nos desearemos mutua y amorosamente feliz Navidad, y también una piña rellena de gambas, un benjamín de Codorniu y Elena sabe, una inquietante y excelente película argentina en Netflix. Por suerte, el discurso que un negro le ha escrito al Rey y que este ha leído sin el gracejo gangoso de su progenitor, el añorado emérito, ya ha pasado. Ahora disfrutaré de verdad de la Nochebuena.
martes, 19 de diciembre de 2023
Feliz Navidad
A quién amaré que ame
enamoradamente, que desame,
si así sucede, con amor constante,
que, amante, amando, embeba
el mar de tanto amar que nada pueda
desacatar lo que ama
ni se turbe el amor en su mirada.
Inamante, a ese yo
acudiré no para ser amado,
sino para sumirme en el amor
y ser por el amor multiplicado.
Pues eso, que Feliz Navidad.
jueves, 14 de diciembre de 2023
Personajes de Sant Cugat (I): el local de comida para llevar
Yo no cocino. Debo de ser el único español que no lo hace. Por lo que se ve en televisión y en muchos medios de comunicación, en España ya no solo cocinan las madres, las abuelas y los chefs, como siempre ha sido, sino todo Dios: niños, famosos, señores y hasta perros. Pero, como el hecho de no cocinar no exime de la fatigosa tarea de comer para sobrevivir, he tenido que procurarme fuentes de subsistencia que no salgan de unos fogones que no uso ni sé cómo usar. Además de los socorridos estantes de comida preparada en los supermercados, siempre sospechosos de contener productos ultraprocesados y dañinos, en la pandemia descubrí un establecimiento providencial: un local familiar de comida para llevar a ciento cincuenta metros de mi casa, en mi misma calle. Aunque solo funciona los fines de semana, de viernes a domingo, aquel sitio me salvó la vida. Su actividad principal son los clásicos pollos a l’ast, pero han ampliado el negocio con primeros y segundos platos —incluyendo algunos tan sofisticados como el fricandó o los calamarcitos en salsa— bien guisados y a buen precio. El lugar, no obstante, se caracteriza por algo más que por la calidad y la economía de la pitanza. Como le dijo una vez uno de los dependientes, hijo de la dueña, a otro, “la gente no viene solo porque la comida esté buena; viene, sobre todo, por el espectáculo”. Y así es: un espectáculo singular, que no consiste en hacer malabarismos con las aperos de cocina, como en algunos restaurantes japoneses, o darles vueltas a los cócteles, como hacen los barmans, o incorporar un prestidigitador o un payaso al servicio, sino en pelearse constante, sistemáticamente, entre quienes atienden el local. El nivel de la discusión no es feroz, pero alcanza picos de jugosa intensidad. La causante fundamental de la discordia es la dueña, una mujer cincuentona y menuda, que ha sido instructora de esquí, pero que ahora asa pollos: se ha reconvertido, o reinventado, como dicen algunos: del hielo al fuego. A la señora, que no es de mal natural (me trata bien y me hace descuentos, aunque no ha conseguido aprenderse mi nombre: aún me llama Fernando), le cuesta confiar en lo que hacen los demás y no puede evitar supervisarlo todo. Y, en un espacio tan reducido como el de su local, que no ocupará más de quince metros cuadrados, donde se embuten la cocina, el horno para los pollos, el mostrador con las bandejas de los alimentos y la caja registradora, la nevera, el congelador y, los domingos, cuatro y hasta cinco empleados (tras el mostrador, a menudo se apilan también varios sacos de patatas), supervisarlo todo se convierte inevitablemente en un agobio difícil de soportar. Y, así, mientras los clientes esperamos a que nos atiendan o nos sirvan, delante de una caja de salsa Espadaler para los berberechos, varias fuentes de croquetas y una cazuela de chicharrones que están diciendo: “¡Venga, no te contengas! ¡Méteme en las arterias!”, la dueña le espeta a su hijo, un zagal simpático, que intenta compensar con cordialidad las asperezas de su madre, que no ponga esos dos pedazos de pescado en la cajita, sino aquellos otros (o que no ponga dos, sino solo uno); o a otro dependiente, que el precio de lo vendido no es el que está marcando en la caja, sino uno distinto; o al muchacho que trincha los pollos —un joven corpulento con gafas y una bandana parecida a la de samurái, envuelto en una permanente película de grasa, y que, al menos para los que jamás hemos tenido que cortar nada en la cocina ni en la mesa, maneja los tijeras con una habilidad pasmosa: deja los pollos limpios y troceados con precisión de geómetra— que deje de trinchar y que atienda los pedidos que llegan por teléfono. A lo que, la mayoría de las veces, los subordinados le contestan: que si yo ya sé hacerlo, que si antes me has dicho otra cosa, que no puedo hacer dos cosas a la vez, que no te metas, como haces siempre. El grado de acritud es variable: su hijo, que puede permitírselo, le responde con alguna crudeza, pero con cariño basal; los demás se contienen algo más. No obstante, la respuesta más perturbadora proviene siempre del grandullón encargado de dilacerar la volatería, que deja de asestar tijeretazos y se le encara, sudoroso —está siempre frente al fuego, donde la temperatura, en verano, puede rondar los cuarenta y cinco grados— esgrimiendo inquietantemente la cizalla. De momento, la sangre no ha llegado al río (la humana; la de los pollos, sí), y yo lo celebro. Porque si el clima laboral se estropeara tanto (o el trinchador decidiera cortar otra carne que no fuese la de los pollos) como para que el local tuviese que cerrar, yo me quedaría sin sustento y atribulado, y tendría que alejar el riesgo de morir de inanición con algún otro establecimiento —mucho más alejado de mi casa— donde encontrara ensaladilla rusa y macarrones con tomate, habas a la catalana y ensalada de tomate y feta, fideuá y albóndigas caseras, entre otras exquisiteces. Porque la opción de aprender a cocinar, a mi edad, está descartada.
sábado, 9 de diciembre de 2023
Haikus antinavideños
dicta, ensordecedora,
que el amor reina.
¿Alguien recuerda
aún a quién recuerda
la Navidad?
Navidad rima
desesperadamente
con soledad.
En el bazar
paquistaní, sonríe
papá Noel.
Hay quien se en[c/t]ierra
para no envenenarse
de Navidad.
En un abrigo
rosa embuten al shihtzu
por Navidad.
En el estanque
helado pica el pájaro
sin esperanza.
Solo a sí mismas
se iluminan las luces
de Navidad.
Escribir haikus
en Navidad = bailar
rumbas en Tokio.
Los langostinos,
cuando llega diciembre,
huyen del mar.
El año nuevo
es el mismo año viejo
más doce uvas.
¡Cuántos cuñados
salen de su guarida
en Nochebuena!
La soledad
es un búnker y un páramo
en Navidad.
A las paredes
y a las calles les crecen
barbas de luz.
¿No son los Reyes
de Oriente inmigrantes
irregulares?
¿Lo de los elfos
es acondrodisplasia
o mal comer?
Las luces, cuanto
más resplandecïentes,
más tenebrosas.
convierte las ciudades
en termiteros.
En la nariz
del pino acatarrado,
unos carámbanos.
Como borrachos,
las estrellas se abrazan
a las farolas.
Aún palpita
el abeto talado
entre el gentío.
La cresta fucsia
de un punki añade jácara
a los festejos.
en el espumillón
abandonado.
de la misa del Gallo
en pepitoria!
Gaza, Navidad, 2023
Donde nació
Jesús, se mata más
gente que nunca.
reúne como el cierzo
junta al rebaño.
se posa, despistado,
en el pesebre.
ni humor, ni amor, ni sexo:
locus eremus.
que vuelvo villanía
el villancico.
La Navidad
ya no es blanca; ahora
es veraniega.
Bufés, loteros
y curas en diciembre
hacen su agosto.
El oro, vale.
El incïenso, pase.
¿Pero y la mirra?
No es decembrino
Jesús, sino agosteño,
quizá marzal.
lunes, 4 de diciembre de 2023
Diez años de Corónicas
En realidad, hace algo más de diez años que empecé a escribirlas. Fue el 4 de septiembre de 2013, recién aterrizado yo en Londres, a donde me había trasladado a vivir y donde permanecería casi dos años y medio. Bauticé aquel blog Corónicas de Ingalaterra, utilizando, para alumbrar el nombre —titular siempre es difícil, salvo que uno tenga una iluminación—, un viejo fenómeno fonético que se me había dado a conocer con aquel fantástico título de un libro de caballerías, el Palmerín de Ingalaterra. Con aquellas primeras corónicas, quería recoger mis andanzas y vivencias en la Pérfida Albión. Aquello, pensaba, me ayudaría a adaptarme a mi nuevo lugar de residencia, haciéndome entender mejor la vida en Inglaterra al obligarme a ordenar mis ideas sobre ella, dado que tenía que ponerlas por escrito, y a combatir, quizá, la melancolía del (voluntariamente) exiliado: Inglaterra es un lugar donde la melancolía puede abrumar. Tanta fue la presión que me impuse por abordarlas, porque tanto era el efecto terapéutico que esperaba que tuvieran, que decidí probar a escribir una al día, sin excepción, al menos durante un año. Y así lo hice, en efecto, durante mis primeros 365 días de estancia. La primera que colgué, aquel 4 de septiembre de 2013, era muy breve y sensorial, y se titulaba “Olores”. En ella daba cuenta de eso: de los olores que había percibido al pisar el aeropuerto de Heathrow a mi llegada, el 30 de agosto de 2013. Luego siguieron 353 más (solo hubo una pausa involuntaria: unos días de vacaciones que pasé con mi familia, como unos ingleses más, en Lanzarote, y que, por las circunstancias de la estancia, me impidieron dedicarme al blog), hasta que decidí que el experimento de escribir una entrada diaria era estupendo, pero también extenuante. Tener que escribir algo públicamente, con algún interés, todos los días de la vida escapaba de mis posibilidades, o más bien de mi voluntad: a la vez que un estímulo, era una esclavitud. Así que decidí publicar una corónica cada cinco días, un plazo que me parecía adecuado para que el blog se mantuviera vivo, pero suficiente también para que el autor y los lectores descansaran. Esa es la frecuencia de publicación que he mantenido, sin rigideces, hasta hoy mismo, en que aquellas Corónicas de Ingalaterra se han convertido en unas Corónicas de Españia. La bitácora inglesa, en efecto, me permitió procesar mejor mis experiencias en el nuevo país (y también en el mío, que veía, a la vez, desde la distancia e interiormente): con diligencia y espíritu constructivo, crítico pero bienhumorado; o, al menos, así lo intenté. Publiqué en las Corónicas de Ingalaterra 561 entradas, y las mantuve hasta que volví a España a mediados de febrero de 2016, para incorporarme como director de la Editora Regional de Extremadura, en Mérida. La última que publiqué en aquel blog, el 16 de febrero, se titulaba, muy previsiblemente, “Goodbye”. Ese mismo día creé estas Corónicas de Españia y apareció la primera entrada, titulada “Bienvenidos”. Cuando esta que ahora redacto vea la luz, habré colgado 595, que llevan algo más de 364.000 visitas (la bitácora inglesa cuenta ya con 411.000: aunque duró mucho menos que la española, lleva más tiempo que esta en Internet, e Internet es el registro eterno). La razón por la que continué el blog en España fue la misma por la que lo creé en Inglaterra: ayudarme a vivir en una tierra nueva. A pesar de los muchos vínculos familiares y literarios que mantenía con ella, Extremadura aún era muy desconocida para mí, sobre todo después del bienio largo pasado en la hiperbórea Albión. La etapa emeritense de las Corónicas de Españia duró lo que duró mi estancia allí, dos años y dos meses. Al volver a Barcelona, descubrí que el blog no solo me ayudaba a vivir en una tierra nueva, sino que me ayudaba a vivir. Me permitía permanecer conectado con el mundo, decirle al mundo: “¡Estoy aquí! ¡Aún no me he muerto! ¡Existo!”. Sé que eso puede tener muy poco o ningún interés para el mundo, que es asombrosamente indiferente a nuestras cuitas, pero a mí me servía para sentirme unido a él, para creer que seguía hablando con los amigos desperdigados por los países, para pensar que, pese al silencio con el que siempre responde la pantalla del ordenador, el planeta recibía mis monólogos y, calladamente, los convertía en diálogos. Y también para continuar sintiéndome escritor, que no es nada más (y nada menos) que una persona que escribe y que se comunica con los demás por medio de la escritura. Me pase lo que me pase, si escribo en el blog y alguien me lee, estoy salvado. Así pienso ahora, y esa es la razón última de que estas corónicas pervivan. Aunque debo confesar que, a veces, siento la tentación de abandonarlas. El cansancio nos amenaza siempre, y el tiempo es un gran irradiador de cansancio. También, en ocasiones, pienso que el tiempo de los blogs ha pasado (yo suelo llegar tarde, ¡ay!, a casi todo) y que el interés que puedan tener estas entradas es modesto, o acaso mínimo, o quizá nulo. O que mis seguidores (treinta y tres beneméritas personas, en estos momentos) y mis lectores (la media de visitas de las entradas se sitúa entre 100 y 150) ya me conocen lo suficiente —mis muletillas, mis chistes, mis prejuicios— y que deben de aburrirse con lo que cuento. Pero siento que aún no he llegado al final del camino, y todavía encuentro útil y placentero sentarme delante del ordenador y ordenar las ideas escribiendo, con la esperanza de que el resultado de esa tarea le dé a alguien un rato de placer o entretenimiento, como me lo ha dado a mí. Las corónicas también han tenido algunas consecuencias positivas más. Han sido una forma dilatada de escribir libros. He comprobado que, sin tener un plan establecido, algunos temas y algunas preocupaciones se repetían. Y que, sin intención de componer un libro, el libro se componía solo. De este modo, al cabo de cierto tiempo, sumando todas las entradas que trataban de un mismo asunto, me encontraba con un volumen prácticamente hecho. Dos diarios sobre mi vida en Inglaterra (Corónicas de Ingalaterra. Un año de vida en Londres y Corónicas de Ingalaterra: una visión crítica de Londres), uno sobre mi vida en Extremadura (El paraíso difícil), uno sobre mi vida en Sant Cugat (La ciudad encontrada) y otro sobre las exposiciones que he visitado en los museos del mundo (Expón, que algo queda) son el fruto de mis blogs. Las corónicas, last but not least, me han permitido mantenerme en contacto con personas a las que quería, conocer a otras a las que he llegado a querer e indisponerme, o incluso enemistarme, con algunas. Por fortuna, muy pocas. Pero esto forma parte del intercambio humano, por más que con mis entradas nunca haya pretendido ofender a nadie. Descontando los inevitables comentarios anónimos insultantes, y alguna pelotera con desagradables interlocutores con nombres y apellidos, estoy muy contento de que la gran mayoría de mis corresponsales hayan sido atentos y afectuosos. Muchas gracias, pues, a todos los que me hayan seguido o hayan concedido a estas bitácoras alguna atención por estos diez años de compañía y escucha. Sin ellos, esto no tendría sentido.
miércoles, 29 de noviembre de 2023
Las iglesias de San Pedro, en Terrassa
Visito hoy la Seu d’Ègara, el conjunto monumental de las iglesias de San Pedro, en Terrassa, en la grata compañía de mi amigo Juan Carlos. Ya intentamos hacerlo la semana pasada, pero cometimos un error de principiantes: no comprobar que estuviese abierto. Era lunes, y los lunes casi todos los museos y monumentos de España cierran; y este no era una excepción. Volvemos hoy con ímpetu renovado, seguros de que el conjunto no nos va a dar con la puerta en las narices. Al llegar, nos damos cuenta de que la visita será doblemente agradable, porque apenas hay visitantes. Pasear a solas, o casi, por un lugar como este siempre se me ha antojado un lujo. La tarde está ventosa y el cielo, gris, y hasta chispea un poco, pero no nos preocupa: nuestra visita será mayormente de interior. Además, la tiniebla incipiente que nos envuelve se acompasa con el románico del conjunto, austero, introvertido, esencial. Para comprar las entradas —que a unos visitantes provectos como nosotros nos salen baratas, a dos euros y medio—, hemos de pasar por una habitación diáfana solo ocupada por un extraordinario retablo de Lluis Borrassà, de 1411, compuesto por trece tablas, muy expresivas y coloristas, sobre la figura de San Pedro, el patrón del lugar. Al salir de la taquilla, ubicada en la antigua residencia episcopal, vemos el baptisterio del siglo VII y, gracias a un firme transparente, parte del subsuelo. La Seu d’Ègara fue sede del obispado homónimo entre mediados del siglo V, cuando los visigodos ya se habían establecido en la península, y el siglo VIII, en que los sarracenos decidieron que ellos serían los nuevos ocupantes del lugar, aunque la alegría les duró poco, porque los francos decidieron enseguida despedir a la morisma y establecerse ellos. La historia no deja de ser una historia de cambios y reemplazos. Aquí mismo, los primeros asentamientos humanos documentados se remontan al Neolítico, unos tres milenios antes de Cristo (y se comprende: el emplazamiento se situaba entre dos cursos de agua, imprescindibles para la vida), luego fue territorio ibero y más tarde romano, visigodo, árabe y, por fin, hispano. Simplificando mucho, claro. Juan Carlos y yo empezamos el recorrido por la iglesia de Santa María, la primera de las tres que componen el conjunto. Santa María es de un románico sobrio, valga la redundancia, limpio y luminoso, cuyo suelo conserva restos de mosaicos romanos con figuras de pavos reales. Varios retablos nos llaman la atención. El primero es el de los santos Abdón y Senén (cuyos nombres me recuerdan a los que Camilo José Cela solía poner a sus personajes colmeneros o carpetovetónicos; según las crónicas antiguas, Abdón y Senén eran unos sepultureros persas), debajo de los cuales aparecen los santos médicos Cosme y Damián, pintado por Jaume Huguet en 1458, y que ilustra el martirio y muerte de aquellos, causada por decapitación con una suerte de guillotina antigua. La escena me enseña que perder la cabeza no suponer perder la santidad: el aura que la representa sigue rodeando la testa cercenada (que ahora mismo no sé si pertenece a Abdón o a Senén). La obra es narrativa y detallista, y predomina en ella el color rojo, metáfora de la sangre derramada por los mártires cristianos. Como también lo es el retablo de San Miguel, obra de Jaume Cirera i Guillem Talarn, de 1451, que describe unas bonitas peleas entre ángeles y demonios, y pinta también varias escenas de la Pasión de Cristo. De nuevo, la sangre y la violencia llenan el cuadro, para ilustración de los analfabetos cristianos de su tiempo, envueltas en el halo de refinamiento, color y exquisitez del primer Renacimiento. Pero debo reconocer que lo que más me ha atraído siempre de la iconografía cristiana han sido las imágenes del infierno, con sus condenados al fuego eterno, sus réprobos maravillosamente torturados, sus monstruos brueghelescos y sus demonios con cola, cuernos y tridentes. Ah, qué cosa tan fenomenal, entre el expresionismo y el teatro del absurdo, entre el humor más descacharrante y la maldad más atroz. Nos llaman también la atención, en una absidiola con pinturas murales románicas de finales del siglo XII, unos frescos de un Cristo en Majestad y escenas del martirio de santo Tomás Beckett, en tonos rojos y blancos. En la franja superior, aparece Cristo entronizado en la mandorla o almendra mística; en la inferior, vemos escenas del martirio de Becket, desarrolladas cinematográficamente: la acusación, el asesinato y el entierro. En esta franja, abundan las figuras con espadas, que supongo corresponden a las de los cuatro caballeros anglonormandos que le reventaron la cabeza a golpes de espada, por orden del rey Enrique II, mientras rezaba en la catedral de Canterbury. Todo volvió, pues, a llenarse de sangre. La sangre es muy importante en el cristianismo, tanto que hasta se convierte en vino y se la beben. Nos intriga la presencia de un santo inglés en una iglesia de Terrassa, aunque se trate de un santo y mártir de la Iglesia católica (y de la anglicana) desde 1174 (lo canonizó el papa Alejandro III solo tres años después de su muerte: a una velocidad vertiginosa, considerando la rapidez con la que actúa la Iglesia en estos casos, y en todos). Aunque recordamos que no es el primer vínculo fuerte que se ha llegado a establecer entre la Pérfida Albión y esta vieja ciudad catalana. A finales del siglo XIX y principios del XX, los empresarios que habían hecho de Terrassa una de las capitales de la industria textil en España (Sabadell, que fue otra, está aquí al lado) visitaban a menudo Inglaterra, la primera potencia textil del mundo, para mejorar las técnicas de producción que se habían implantado en sus fábricas y conocer formas más eficaces de explotar a los obreros, y entonces descubrieron algunos deportes, como el hockey sobre hierba, que los ingleses practicaban con ahínco, y los importaron a su tierra. Por eso Terrassa ha sido, desde hace más de un siglo, la capital española del hockey sobre hierba, ese deporte fundamental que consiste en llevar una bola, a garrotazos, hasta la portería contraria. De la iglesia de Santa María pasamos a la de San Miguel, un templo funerario, aunque durante algún tiempo se creyó un baptisterio. San Miguel ocupa el centro del conjunto monumental, entre las dos iglesias principales, la de Santa María y la de San Pedro. Y, aunque es el más pequeño, es el que tiene más encanto, el que me parece más auténtico. Conserva la planta primitiva entera, cuadrada, cubierta por una cúpula sostenida por ocho columnas hechas con restos del templo visigótico y cuatro capiteles tardorrománicos. Debajo de la cúpula está la piscina del baptisterio, octogonal, en cuyo centro se alza la estatua de un cervatillo que bebe. Esta figura no es original, desde luego. Alguien, en algún momento, debió de pensar que era una buena idea salpimentar ornamentalmente un lugar tan recogido con una figura animal. Y no digo yo que esté mal —de hecho, tiene encanto—, pero no sé si un templo funerario cuyos orígenes se sitúan en el siglo VI es el emplazamiento adecuado para una obra de estas características, que no es, obviamente, ni protocristiana, ni visigótica, ni románica, ni nada. El lugar está en penumbra y el silencio es absoluto. Durante un buen rato, solo lo rompen el roce de nuestros zapatos contra el suelo. Luego entra una pareja de turistas franceses y el encanto se resquebraja. No obstante, perdura todavía la sensación de que estamos en otro universo, en un paréntesis de tiempo, aislados de todo bullicio y de toda urgencia. Debajo del ábside se encuentra la cripta de Sant Celoni, con una capilla trilobulada, cuya puerta de acceso data de los siglos IX y X, aunque las pinturas murales del ábside se remontan al siglo VI, con una escena de Cristo rodeado de ángeles y, debajo, los doce apóstoles. El pavimento es de picadís, una técnica romana que en los manuales de construcción recibe el nombre de opus signinum, y que consiste en apisonar tejas partidas en trozos pequeños, mezcladas con cal. En este conjunto delicioso disuenan los modernísimos vidrios colocados en las ventanas, en los que se refleja la cara de los visitantes, y donde leemos, impresos, varios desconcertantes “te amo” (quizá sean la versión industrial de las apasionadas inscripciones de los novios en la corteza de los árboles). La última parada de la visita es la iglesia que da nombre al conjunto, la de San Pedro, la más grande de las tres, cuyos orígenes se sitúan entre los siglos VI y VIII, y la única que hoy funciona todavía como parroquia. Para llegar a ella, apenas hemos de andar unos metros. Todo el suelo exterior del recinto —restaurado, como las propias iglesias, desde 2009— reproduce la desordenada red de tumbas y pozos del conjunto monumental, donde, en su momento, la gente no solo rezaba, sino que vivía y moría. Cuando entramos, alguien está ensayando al órgano. En la única nave con que cuenta, observamos el retablo de piedra del altar mayor y las pinturas murales que lo adornan, prerrománicas, muy deterioradas. También reconocemos una virgen de Montserrat moderna en una capilla, y, en otra, una Madre de Dios de los Payeses. En las paredes hay varios cepillos que piden para los pobres y el culto de las almas: hay que recordar que esto es una parroquia. De los años infaustos del covid, han sobrevivido, junto a la puerta, una “estación de higiene”, con un depósito de desinfectante, y, a su lado, un dispensador metálico de agua bendita. De este modo tan aséptico podían los fieles mojarse los dedos con el líquido sagrado sin necesidad de sumergirlos en una pila comunal, que, en lugar de repartir espiritualidad, repartía virus. Es un raro ejemplo de adaptación de la Iglesia a los tiempos. Pero a la fuerza ahorcan. No lejos de la “estación de higiene” quedan los lavabos, o, como dice el cartel que los señaliza, los lavatrinae. Juan Carlos y yo nos sentamos en los bancos de la iglesia para disfrutar de la música del órgano, que sigue sonando. Es un ensayo, sí, pero el intérprete demuestra estar ya muy entrenado. Las notas de los tubos se mezclan tenuemente con el rumor de la lluvia, fuera.
jueves, 23 de noviembre de 2023
La letra con sangre entra
La sociedad lleva bastante tiempo ya denunciando e investigando —y esperemos que llegue pronto también el momento de la reparación, si es que alguna reparación es posible— el vasto y horripilante mundo de la pederastia en la Iglesia, algo que casi todos sabíamos desde hacía décadas, si no siglos, pero que solo se decía en voz baja, como una suerte de chascarrillo acre, como uno más de los peajes terribles, pero asumidos, que uno pagaba en este país por una educación supuestamente mejor: los curas metían mano y a veces algo peor, pero qué le íbamos a hacer. Uno se aguantaba y seguía adelante. No obstante, yo, que fui durante once años a un colegio de curas, nunca viví la espantosa experiencia de que un ensotanado se frotara contra ti, ni sé tampoco de ningún compañero que la sufriera, por suerte. Aunque sí viví (vivimos todos) otra clase de experiencia que los sacerdotes se afanaban en procurarnos —quizá no tan penosa, pero que dejaba asimismo un recuerdo imborrable— y que consistía en ser hostiado, y no en el sentido eucarístico, sino en el puramente físico. Era curioso que los curas manejasen con soltura equiparable ambas hostias, tan distintas entre sí: la de misa, que dispensaban con mano mansa y hasta genuflexa, y la del guantazo, que administraban con abnegación cristiana (aunque sospecho que también con recóndito placer). Hoy es impensable que un profesor, ni nadie, le ponga la mano encima a un chico y mucho menos a una chica: se le caería el pelo hasta del sobaco. Pero cuando yo estudié la EGB, y hasta el BUP, las galletas iban que volaban; es más, la violencia, una hidra de infinitas cabezas, estaba arraigada en la educación como uno de los métodos pedagógicos más eficaces. Y, sí, eficaz lo era, igual que una patada en los huevos aplaca la inquietud sexual. Esta contundente pedagogía se extendía, en los colegios católicos, a muchos profesores laicos, que veían amparada su práctica por la tolerancia e incluso el estímulo eclesial. El abanico de torturas que los curas y sus adláteres seglares nos tenían reservado era profuso e imaginativo. La figura más egregia de la congregación en la esforzada tarea de tundir a los alumnos era el inolvidable padre Carrasco, que, siempre enfundado en su elegante clergyman gris y su alzacuellos (era un cura posconciliar), y con el pelo pulquérrimamente engominado, había sofisticado el clásico tortazo, que es a la bofetada lo que la posición del misionero al coito. Porque el buen padre no solo largaba uno, con la mano derecha, sino que le sumaba un segundo, simultáneo, con la izquierda. Con lo que conseguía que la fuerza de ambas manazas confluyera íntegramente en la cabeza de su víctima, sin que parte alguna de ella se perdiese en el vacío, por inercia, y, por lo tanto, que al doblemente abofeteado se le apareciera, de golpe, y nunca mejor dicho, un dolorosísimo castillo de fuegos artificiales ante los ojos y sintiera que un yunque le había aplastado el cráneo. Aquella práctica, que el padre Carrasco había heredado, sin duda, de sus ilustres antecesores de la Inquisición, tenía otra ventaja para el golpeador, y es que te dejaba un intenso dolor de cabeza el resto del día, lo que constituía un inmejorable recordatorio de las desagradables consecuencias que podía tener que no te callaras cuando el padre Carrasco te decía que te callaras. Dado que todo esto sucedía hace más o menos medio siglo, supongo que ahora el padre Carrasco ya estará muerto (o quizá no; acaso sea un venerable nonagenario que se pase el día repartiendo sonrisas, como antes repartía mandobles). Si es así, espero que Dios no lo haya llamado a su lado, sino enviado a las calderas de Pedro Botero, y que arda allí, eternamente, con sus compañeros pedófilos. Otra práctica que involucraba al sopapo era aún más sofisticada. Esta no la llevaba a cabo al padre Carrasco, sino un profesor sin sotana, cuyo nombre he olvidado. Se trataba de apalear a los alumnos sin mancharse las manos, haciendo que se apaleasen ellos. El maestro hacía subir a los dos revoltosos a la tarima (se necesitaba que hubiera una pareja de infractores), los situaba frente a frente y les imponía el castigo de que se dieran mutuamente diez bofetadas. No exigía —y aquí estaba el pérfido busilis de la cosa— que las bofetadas tuvieran una fuerza determinada, sino solo que fueran bofetadas y que fueran diez. Los desventurados estudiantes empezaban todos, sin excepción, dándose unos bofetones que eran más bien caricias, pero el taimado profesor jugaba con la psicología infantil a su favor y sabía que, tarde o temprano, uno de ellos interpretaría que el otro lo había abofeteado más fuerte que él. En aquel momento se iniciaría una espiral de violencia irreversible que, con suerte, acabaría con los dos atizándose unas hostias capaces de tumbar a un peso pesado. Así vi que sucedía varias veces, ante la mirada complacida de aquel sádico camuflado de profesor de ciencias naturales. Otra forma de castigar sin ensuciarse las manos era tirando cosas: el escarmiento por vía aérea. Los profesores que preferían esta modalidad punitiva tenían a su disposición dos clases de proyectiles: las tizas y los borradores. Uno de ellos, Correas, también profesor de ciencias naturales (las ciencias naturales eran muy peligrosas en nuestro colegio), era muy hábil en esto: certero con la tiza, que producía un “¡clac!” muy divertido en la cabeza del bombardeado (y, a veces, un “¡ay!” aún más jocoso, si daba en un ojo), e infalible con el borrador, que conseguía que impactara siempre del lado de la madera, y cuyo sonido al alcanzar el objetivo, “¡cloc!”, resonaba gravemente en el aula, al modo de un proyectil de cabeza hueca (como solía estar la cabeza de quien lo recibía, seamos justos). El castigo artillero tenía la ventaja adicional de llenar la cara del bombardeado del polvo de tiza del que estaba impregnado, y hacer que pareciera un payaso, pero un payaso de esos de los cuadros, que lloran. No obstante, las posibilidades de infligir dolor al alumnado eran muchas, y la fértil inventiva de los maestros, religiosos o no, las había refinado hasta extremos propios del mandarinato chino. Había un profesor de inglés (nuestro colegio era muy moderno; tenía hasta laboratorio de idiomas, de cuyos magnetofones salían unas voces muy extrañas que pronunciaban palabras incomprensibles), un salvadoreño que se llamaba Colocho (era muy grandote y, como en aquellos tiempos arrasaba en los cines la película de John Guillermin, lo llamábamos el colocho en llamas), que se había traído de su país (célebre, entre otras cosas, por el refinamiento de la tortura que aplicaban sus militares, como el siniestro Roberto D’Aubuisson, adquirido en la estadounidense Escuela de las Américas) técnicas como las que ponía en práctica con nosotros. La más sofisticada consistía en ponernos de espalda a la pared y obligarnos a permanecer en cuclillas el tiempo que nos prescribiese. La razón de que nos pusiera no de cara, como se había hecho siempre —un castigo insultantemente inocuo—, sino de espalda a la pared, era porque así nuestros compañeros podían espantarse con las expresiones de dolor que muy pronto empezaban a dibujarse en la cara del torturado y que iban creciendo, grotescamente, hasta que parecía desencajado por completo. Estar acuclillado más allá de unos pocos minutos causa un dolor insoportable en las rodillas, la espalda y el cuerpo todo. La contrahecha inmovilidad a que nos obligaba el Colocho era un suplicio, que era de lo que se trataba, supongo. Otro fino tormento consistía en tirarnos de las patillas, pero no hacia abajo, siguiendo su caída natural, sino hacia arriba, haciendo que nos estirásemos como un junco y acabáramos de puntillas, intentando rebajar el dolor insufrible que aquel tirón nos producía. Yo nunca he deseado más flotar, o levitar, que cuando alguno de nuestros beneméritos profesores me izaba a las alturas de aquellos pelos malhadados (hasta el punto de que algunos, amantes de las curras [Curro Jiménez estaba entonces también en pleno éxito], pero también víctimas del procedimiento, decidieron afeitárselas para no facilitarles el trabajo a sus maltratadores). Pese a todo, el ejercicio sistemático de estas exquisitas sevicias no estaba reñido con la práctica de la violencia más elemental. Las guantadas directas, sencillas, limpias como una mañana de primavera, por cualquier impertinencia o indisciplina, no eran infrecuentes en las aulas y los pasillos. Los capones, repartidos asimismo con liberalidad, enriquecían metacarpianamente aquella violencia cotidiana. Un profesor de gimnasia —y exparacaidista— le propinó un puñetazo a un alumno que se le había puesto en guardia (las horas de patio también eran muy entretenidas en mi colegio). Y vi a otro, de historia y latín, abandonarse un día a un frenesí de golpes contra un desdichado enredador: le atizaba con ambas puños, como un molinillo, sin parar, entre lágrimas e hipidos (del profesor, no del alumno). Cuando, tras unos momentos interminables, acabó la paliza, el perpetrador salió descompuesto del aula a acabar de llorar su suerte, y el perpetrado se quedó encogido en el pupitre, más asombrado que dolorido (aunque también), mirándonos con pasmo a todos, que también lo mirábamos a él, en medio de un silencio sobrecogedor.
domingo, 19 de noviembre de 2023
El peso de este mundo. Haikus con mariposa
La editorial La Garúa, nacida en la populosa ciudad de Santa Coloma de Gramenet, uno de esos lugares, en el cinturón industrial de Barcelona, que recibieron el aluvión de la inmigración del resto de España en los años cincuenta, sesenta y setenta, y que, quizá por eso, lleva décadas desarrollando una intensa actividad cultural, y particularmente poética, en la que priman el compromiso social, el mestizaje y la audacia, la editorial La Garúa, decía, es ya un veterano sello de poesía, con veinte años largos de vida y más de un centenar de títulos en su catálogo —entre los que figuran algunos grandes nombres de la lírica actual—, que ha sufrido algunos parones, obligada por las circunstancias, pero que siempre renace, pese a todas las adversidades, que en la poesía son muchas. Su capacidad de supervivencia está directamente vinculada a la personalidad resistente de su creador y editor, el también poeta Joan de la Vega. En la etapa que ahora inicia, ha inaugurado una nueva colección, de haikus, dirigida por uno de los poetas españoles que mejor conoce las tradiciones literarias orientales, gracias a su larga estancia en la India, Jesús Aguado. El haiku es la creación más universal de la literatura japonesa —más que el Genji monogatari, más que el teatro No, más que Mishima—: se ha difundido por el planeta y ha sido adoptado por todas las lenguas. Para explicar su éxito, se suele recurrir a su simplicidad. Y, es cierto, el haiku es una composición sencilla, pero su sencillez es engañosa. Captar, con toda su pureza, un momento de la vida, apresar en diecisiete sílabas la fugaz ligereza de lo que nos sucede, aunque lo que nos suceda sea doloroso, dibujar la plenitud del ser con una leve pincelada de apenas tres versos, y todo ello sin enjoyamiento, sin convertir el poema es pedrería metafórica, sino preservando la palpitación de lo vivo, la transparencia de la palabra verdadera, es de una dificultad diabólica. Quien lo probó lo sabe. El primer volumen de la colección de haikus de La Garúa, con el paradójico pero muy pertinente título de El peso de este mundo. Haikus con mariposa, es una antología de estos delicados tercetos, dedicados a las mariposas. Esta ha sido la “palabra de estación” utilizada para articular el libro: el motivo singular que, en la literatura nipona clásica, vincula las composiciones con una estación del año. No sé ahora mismo si la mariposa es una palabra de estación establecida en la tradición del haiku, pero da igual: en estos poemas funciona como espinazo colectivo, y lo hace fundiendo su propia levedad, la del frágil lepidóptero que colorea los paisajes del mundo, con la levedad constitutiva del haiku. Jesús Aguado firma un breve prólogo (no podía ser largo), inspirado en lo que han escrito sobre las mariposas Rafael Argullol, Marina Tsvietaieva, Erri de Luca, Christian Bobin, Ramón Gómez de la Serna y Mario Satz, y setenta y seis poetas colaboran en ella, entre los cuales celebro encontrar a muchos amigos admirados, como José Ángel Cilleruelo, Ernesto Hernández Busto, Ricardo Virtanen, Juan Manuel Uría, los propios Jesús Aguado y Joan de la Vega, Hilario Jiménez, Alejandro Duque Amusco y Agustín García Calvo. Me alegro también de que la selección incluya a otro amigo, el malogrado Manuel Lara Cantizani, fallecido en 2020, y algunos nombres grandes de la poesía en español, como José Juan Tablada —acaso el primer cultivador del haiku en nuestra lengua— o José María Millares Sall. He dicho que son setenta y seis los poetas antologados, pero voy a compartir un secreto: en realidad, son setenta y tres. El antólogo nos ha confesado que tres nombres son apócrifos. Yo ya he descubierto dos, pero aún ando a la busca del tercero. Aunque no importa. Lo realmente importante es disfrutar de esta muestra certera de los deliciosos poemas japoneses.
He aquí una pequeña muestra de la antología:Señal de tráfico.
La mariposa vuela
desorientada.
Susana Benet
Le resta un gramo
al peso de este mundo
la mariposa.
Vicente Gallego
Me paro a ver
reparte sus temblores
en el cristal.
Antonio Luces
Dos mariposas
apareadas, quietas,
como si nada.
Isabel Escudero
las mariposas
no sabe que la miro
cuando me ve.
Manuel Lara Cantizani
Bajo la vía láctea
la mariposa
de la cometa.
Samuel Yee Rangel
Bisagra leve,
hipérbole de alas,
la mariposa.
La mariposa
resiste el vendaval:
es un milagro.
martes, 14 de noviembre de 2023
Monodia del no
jueves, 9 de noviembre de 2023
Identidad truncada: Descampados, de Manuel Calderón
Descampados [Tusquets, 2023], de Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957), narra la historia de un derrumbe: el del mundo de la infancia y la juventud del autor, que ya no encuentra continuidad —esa continuidad difusa, siempre agrietada por el tiempo, pero que sostiene nuestra identidad— en la realidad de hoy, en el ser que se es hoy. El libro, autobiográfico —unas memorias de juventud—, refiere la llegada del autor y su familia a Barcelona en 1970, provenientes del pueblo cordobés en el que habían vivido hasta entonces, y se configura, desde ese momento, como un relato de la intrahistoria de la emigración interior española, en el que se entrelazan la melancolía —cierta melancolía— por el lugar que se ha dejado atrás, con el recuerdo de las vidas difíciles de los padres y los antepasados, y el proceso de adaptación social y cultural al nuevo entorno, asimismo difícil. Descampados constituye, de hecho, una relación de esas dificultades: las que aquejan a una familia humilde instalada en una gran ciudad industrial, que convive con la realidad que da título al libro: territorios laterales, imprecisos, transitorios, mestizos, fronterizos; siempre zonas traseras, suburbios, arrabales, periferias, ruinas. El descampado es este territorio híbrido de la emigración, en las afueras siempre, ni el pueblo que se ha dejado ni la urbe a la que se ha venido, siempre en construcción, siempre lacerado, pero palpitante. A ese espacio gris, en el que no faltan los desechos, pero que también acoge una insólita pureza, Calderón le otorga un protagonismo contradictorio: es la metáfora de la necesidad y la incertidumbre, pero también de la alegría —de cierta alegría— y de la vida, esa que no deja de hacerse, que empuja en todas direcciones, que se desmorona y vuelve a erigirse, en la que la gente, pese a todo, puede ser feliz o, al menos, no desgraciada. En varios pasajes del libro, así se defiende: más allá de la fealdad o el sentido (o sinsentido) que aquellos barrios, pueblos, edificios y lugares pudieran tener, el autor reivindica los sentimientos de las personas que vivieron en ellos, que también podían ser felices allí, y que lo fueron. Esos sitios determinan una identidad imprecisa, claroscura, pero indudable; una identidad, en el caso de Manuel Calderón, arraigada en Barcelona, en aquella Barcelona de los 70 y 80 que se siente ahora perdida: «Yo sentía la tristeza de una pérdida. De una vida. La ciudad ya no me habla, yo tampoco le pregunto. Es un friso continuo de edificios y personas. Luego, días después, regreso a Madrid, sin nada que contar», escribe Calderón hacia el final del libro; y poco después: «Recorro las calles [de Barcelona], siempre los mismos lugares, y solo veo fantasmas. Mis propios fantasmas. La ciudad que yo conocí, mis viejos amigos, muchos muertos, otros perdidos. Yo también perdido para ellos». En esa pérdida desaparecen también, como tragadas por un sumidero, algunas esperanzas y proyectos que se tuvieron y que el tiempo ha desbaratado, e incluso el aprecio por la generación propia: «No siento admiración por esa generación, que es la mía. No son mártires de nada, ni cumplieron con mayor sacrificio que saciar un hedonista mandamiento copiado muchas veces de revistas extranjeras, ni hicieron nada superior a lo que hicieron sus padres, nada. Aprovecharon gozosos la libertad que encontraron, que fue más que la que indican sus arrugas circunspectas, y la vivieron con ansia y caprichos. Punto. La palabra es “liberticidio”».
Pero Descampados, pese a sus circunvoluciones, apunta a un final: ese derrumbamiento del mundo primero (o segundo) que se percibe en la ciudad de hoy, en la ciudad que fue la de uno, pero que ahora es la de otros. Y esos otros no son sino los partidarios de la independencia de Cataluña, que quiebran el sentimiento de pertenencia a la ciudad y emborronan, o anulan, la identidad asociada a ella. El soberanismo expulsa del paraíso de la infancia y vuelve ajeno lo que fue propio. Calderón no comparte la pulsión nacional de los independentistas (esa «entidad tan hiperhistórica, hiperpolítica e hipersentimental como Cataluña, entre otras razones porque yo nunca he vivido en Cataluña, sino en Hospitalet y en Barcelona»: su patria es otra) y metaboliza esa frustración con una desapacible crítica política, que con frecuencia se vuelve hiperbólica. Pero es lógico: tanto es el dolor, tanta es la reprobación. En varios pasajes del libro se identifica, directa o indirectamente, al independentismo con el fascismo y hasta con el nazismo: con el Anschluss austríaco, con la Marcha sobre Roma de Mussolini y con la práctica nazi de señalar a los judíos con una estrella de David. El libro gana cuando se aparta de esta crítica abrupta y desnortada, aunque sea una consecuencia comprensible del proceso de desposesión narrado, y se adentra en la convulsión íntima, en el doloroso pero también iluminador proceso de aprendizaje que se verifica en la conciencia de quien vive el desarraigo y la transculturación. Ahí, en la reflexión sobre un ser zarandeado por la ilusión y el desengaño, lúcidamente aturdido por el desvelamiento de la realidad, en las conmovedoras páginas, por ejemplo, dedicadas a su amigo Carlos, al final de Descampados, está lo mejor de este libro.
sábado, 4 de noviembre de 2023
El Museo del Arte Prohibido: crítica y persecución
El Museo del Arte Prohibido, recientemente inaugurado, se encuentra en pleno centro de Barcelona, en la casa Garriga Nogués, un señorial edificio de 1904 que por sí solo merece una visita. Por la impresionante escalinata de mármol, iluminada cenitalmente por una no menos fastuosa claraboya de vidrios policromados, se accede a la planta noble del inmueble, que alberga la mayoría de los fondos del museo, una colección privada del periodista Tatxo Benet compuesta por piezas de arte perseguidas, denunciadas o censuradas en todo el mundo. El arte crítico, el arte provocador e insurrecto, el arte que a(r)taca al tabú, el arte insultante y soez (¿por qué no?), vuelve a cobrar en esta muestra el protagonismo que nunca debió perder, domesticado por el hipócrita y omnipotente endriago capitalista (aunque no se me escapa que también este museo es un ejemplo de domesticación: el tigre del vituperio se ha vuelto un gatito doméstico, aunque todavía arañe). Tres son los ámbitos en los que suele recaer la crítica de estas obras sobre las que se ha cernido la ominosa tiniebla de la censura: las religiones, los sexos (lo digo en plural porque hoy, por fortuna, hay muchos ya) y las patrias (o los regímenes políticos). Como se ve, todo aquello que tiene que ver con la trascendencia, con la perduración de la conciencia en ámbitos inmateriales o escatológicos. El museo nos recibe con una de las piezas más famosas de la colección, La civilización occidental y cristiana, del argentino León Ferrari, fechada en 1966, en la que un Cristo aparece crucificado en un cazabombardero de los Estados Unidos. Las manos de Jesús están clavadas en dos de los cuatro misiles que porta el avión. Cuando la obra, de pequeñas dimensiones, se expuso en Buenos Aires en 2004, la ciudad ardió de protestas, hubo agresiones físicas y la exposición se tuvo que cerrar. El entonces arzobispo de la ciudad y hoy papa, el moderado Francisco, la tachó de blasfema. Como pronto comprobaré, la acusación de blasfemia es una de las más repetidas contra las obras del Museo del Arte Prohibido. Al lado de la perturbadora crucifixión de Ferrari, se encuentra La revolución, del mexicano Fabián Chávez, un delicioso cuadrito de 2019 con un Zapata gay (desnudo, con sombrero charro rosa de purpurina y zapatos de tacón) montado en un caballo blanco que despliega un enorme falo. También esta representación despertó la indignación de muchos, y supuso agresiones físicas y amenazas de pegarle fuego al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México donde se exponía. También ella era blasfema. Lo sagrado que se vulneraba aquí era otro Dios, civil y laico: Emiliano Zapata, con sus irreductibles mostachos. Completando un magnífico trío introductorio, Con flores a María, de la española Charo Corrales, que pinta a una Virgen contemporánea haciendo algo muy parecido a masturbarse; por lo menos, su mano se cuela entre los pliegues de la túnica que la cubre y parece hurgar en los propios pliegues intercrurales. Aquí aparecen por primera vez algunos de los contradictores habituales del, a su juicio, “arte degenerado” español: la Asociación de Abogados Cristianos (qué combinación más horrible: abogados y cristianos) y su brazo político, VOX, que arremetieron pública y judicialmente contra la Virgen de Corrales, y estuvieron encantados con que un fulano acuchillara la pieza de arriba abajo: el desgarrón de la puñalada se ha incorporado a la obra y hoy luce, esplendoroso, revelador —más que cualquier información— y oportunamente parecido a una generosa vagina, en pleno lienzo, como un elemento más de la representación mariana. Vemos, en esta tríada introductoria, los polos de atracción de la censura que ya he señalado, y que se repetirán, de una forma u otra, a lo largo de toda la exposición: Dios, el sexo y la patria. El primero es uno de los destinatarios preferidos de los artistas que son también activistas, y asimismo de los censores de estos, que no toleran que se chiste contra sus mitos eternos. Asombra pensar que cuanto menos existe una realidad, si es sagrada, más materiales, más existentes son los medios utilizados para protestar contra la burla que se haga de ella: golpes, insultos, amenazas, voladuras, incendios, asesinatos. El colectivo Mujeres Públicas creó en 2005 Cajita de fósforos, una lacónica instalación con varias cajas de cerillas en las que se lee una de las proclamas clásicas del anarquismo: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Y, en rigor, tienen razón: todas las iglesias, de cualquier fe, solo oscurecen. Naturalmente, los Abogados Cristianos salieron de sus covachuelas, armados con quijadas de asno jurídicas, y denunciaron al artista y al Museo Reina Sofía, donde se exponía la obra. Y, como siempre, perdieron, aunque su objetivo nunca es ganar —saben que lo tienen muy difícil, por fortuna—, sino hacerse presentes, difundir su tenebroso mensaje, dar esperanza a los más cafres de que alguien va a defenderlos. Amén o La pederastia, de Abel Azcona, es quizá el mayor ejemplo contemporáneo de persecución de una obra crítica con la religión católica en España, hasta el punto de que, tras años de denuncias y querellas (muchas formuladas, naturalmente, por la Asociación de Abogados Cristianos, pero también por la Archidiócesis de Pamplona y Tudela), que han llegado hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, Azcona ha tenido que exiliarse en Portugal. Amén es una enorme y genial instalación, de 2015, en la que, en un panel rectangular, 242 hostias consagradas (recogidas por el propio Azcona en eucaristías celebradas en Navarra, cuyo número corresponde al de denuncias por pederastia presentadas en el norte de España en la última década) forman la palabra “pederastia”. Piss Christ, o Cristo del pis, del estadounidense Andrés Serrano, es una fotografía que muestra un Cristo crucificado sumergido en un líquido rojo, que, según ha dicho Serrano, es su propia orina. El Cristo del pis ha sido atacado en varias ciudades, ataques que Serrano también ha manifestado no entender, porque él se considera católico y seguidor de Cristo. El motivo de la crucifixión es muy socorrido en el arte blasfemo (un adjetivo que todos los que lo practican pronuncian con orgullo) y se repite a lo largo de la exposición. En la antigua sala de billar de la casa Nogués, flanqueado por un hermoso vitral modernista, de motivos vegetales, y destacando sobre el azul subido de la habitación, se exhibe McJesus, de Jani Leinonen, que representa a Ronald McDonald, el payaso de la publicidad de la multinacional de la hamburguesa, clavado en la cruz. En Haifa, manifestantes cristianos tiraron una bomba incendiaria a la sala donde se exponía, aunque, por suerte, no lo dañó. Alguien debería recordarles a estos aguerridos creyentes que, según su fe, si no recuerdo mal, intentar quemar a alguien es un pecado (y muy gordo), y que el cristiano ha de amar a su enemigo y ofrecer siempre la otra mejilla a quienes le ofenden. (McDonalds aparece también en Freedom fries: naturaleza muerta, del mexicano Yoshua Okón, que presenta a una obesa desnuda en el escaparate de uno de sus locales, mientras alguien limpia los cristales). En esta misma sala de billar hay colgada otra crucifixión: la de Raquel Welch, vestida como iba (es un decir) en Hace un millón de años. La fotografía, de Terry O’Neill, no se hizo pública hasta treinta años después de componerse, en 1966: su autor temía la reacción de las masas, ya fuese de júbilo por la belleza salvaje de la actriz o de indignación por la nueva blasfemia. Se comprende la prudencia del artista, pero habría que recordar que el cuerpo que se desplegaba en la cruz había sido creado por Dios, alabado sea el Hacedor. La impresionante figura de la Welch conecta el arte blasfemo con el arte feminista, que hasta muy recientemente ha sido objeto de una persecución constante. Muchas de las piezas expuestas critican el machismo y el maltrato de la mujer en muchas partes del mundo, sobre todo en los países musulmanes, donde el Islam, que no ha pasado por un Siglo de las Luces ni una revolución industrial, sino directamente de la Edad Media a la posmodernidad tecnológica, aún no ha resuelto el problema de la presencia de la mujer en el mundo. El saco de boxeo con formas de mujer que la kazaja Zoya Falkova expuso en su país en 2017 tuvo que ser retirado, según el Ministerio de Cultura, por pornográfica y “por ser incompatible con las tradiciones nacionales” (entre las que, en consecuencia, parece estar implícita la de practicar el pugilato con la mujer). En Silence rouge et bleu, Zoulikha Bouabdellah, de origen argelino, llena una habitación de alfombras para la oración en cada una de las cuales hay un par de zapatos de mujer, de tacón y purpurina (como el Zapata de Chávez). Pese a la contención crítica de la obra, que no utiliza imágenes, como marca la tradición islámica, ni un lenguaje sucio o rabioso, la Federación de las Asociaciones Musulmanas de Clichy, donde estaba expuesta la instalación, expresó su temor de que hubiera protestas y altercados, y se optó por retirarla. La iconoclasia sexual o la reivindicación o simple exposición de la homosexualidad constituyen también uno de los ejes de la muestra. Pierre Molinier alumbra una serie de fotografías de desnudos y muchas piernas como manifestación contra la normopatía —un interesante concepto que descubro aquí— y que causó un gran escándalo en Burdeos. Robert Mapplethorpe no podía faltar en el museo y, en efecto, no falta. En una habitación pintada completamente de rojo, su serie X Portfolio, de 1978, recoge una serie de fotografías de hombres y mujeres en cueros y con cuero, con primeros planos de explosivos paquetes (y no me refiero a bombas), hombres que orinan en la boca de otros hombres (esta foto ya la vi en la exposición sobre Sade; debe de ser habitual en todas las colecciones escandalosas), manos que se introducen consoladores, brazos que penetran en anos y meñiques en penes, y, final y apoteósicamente, unos genitales masculinos, lacerados y sanguinolentos, atrapados por una trampa para cazar ratones. Solo verlo hace que te duelan los tuyos. En L’estadasidilatex, de 2015, Juan Francisco Casas, pinta a una mujer desnuda que se masturba, con guantes y botas de látex, y la cara tapada por un libro sobre Bernini con el extático rostro de su famosa Virgen en la portada. Dios y el sexo vuelven a mezclarse. Y también el poder público: el embajador de España en Roma impidió que la obra formase parte de una exposición en la Real Academia de España en la ciudad. Entre los clásicos, también ha habido notables casos de iconoclasia y persecución: Gustav Klimt vio vetado los trabajos que habían de decorar el techo de la Universidad de Viena cuando 87 profesores de la docta institución se opusieron a que una obra pornográfica como aquella luciese en el templo del saber. La que está en el museo es un dibujo preparatorio, en el que destaca la melena púbica de una mujer desnuda tumbada en una cama. Picasso, un erotómano de cuidado, aporta algunos aguafuertes de Suite 347, cuyos protagonistas son su admirado Rafael Sanzio y la modelo y amante de este, Fornarina, unidos no solo por su amor por el arte, sino corporalmente, gracias al monumental falo de aquel y la no menos generosa vagina de esta, y contemplados en secreto por un papa voyeur, que podría ser Julio II o León X. Los Caprichos de Goya, pintados entre 1797 y 1798, también están representados, aunque su tratamiento del sexo es escaso y oblicuo: aquí predominan las imágenes demoníacas, con seres deformes y tenebrosos, un claro antecedente surreal. El pobre Goya quería venderlos, pero, temeroso de que la Inquisición, inquieta por aquel tenebrismo impío, le hiciera una visita —ante la que todos se echaban a temblar, como hoy lo hacemos cuando recibimos una carta de la Agencia Tributaria—, decidió regalárselos al Rey para que no pudieran ser castigados. El arte prohibido de corte político, que ataca a las dictaduras, al capitalismo o a las patrias tiene una amplia representación en el museo. Algunas piezas sobrecogen, como Plusvalía, una instalación de Tania Bruguera, de 2010, en la que el rótulo de hierro que daba la bienvenida a los deportados a Auschwitz, Arbeit Macht Frei (‘El trabajo libera’), preside una serie de herramientas herrumbrosas desperdigadas por el suelo. O Estatua de la chica de la paz, de los surcoreanos Kin Eun-Sung y Kim Seo-Kyung, una estatua de bronce de metro y medio de altura que representa a una esclava sexual de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y homenajea a las miles de coreanas que fueron obligadas a prestar esos repugnantes servicios a las tropas del Sol Naciente. Naturalmente, la obra ha sido prohibida en Japón y sigue causando conflictos diplomáticos entre ambos países. Al lado de la joven representada, una silla vacía invita a sentarse al contemplador para simbolizar que se comparte el sufrimiento y el recuerdo de las esclavas. O Shark, de David Cerny, fechada en 2005, en la que se ve al dictador Saddam Hussein atado, ahorcado y en calzoncillos, flotando en un tanque de agua. Quiero ver aquí tanto una denuncia de la sangrienta dictadura de Saddam como de su ignominioso fin, colgado por una turba de compatriotas. En una ciudad belga, se prohibió su exposición para no espantar ni a los vecinos musulmanes ni a los turistas. Otras piezas son más risibles, aunque ninguna es frívola. Not dressed for conquering [‘No están vestidos para conquistar’], de Ines Doujak, de 2010, es una instalación con tres personajes en un lecho de cascos de la Primera Guerra Mundial, oxidados y agujereados. El que sostiene a cuatro patas a los demás (una mujer gorda y desnuda, y un perro que la penetra analmente), mientras masca hierbas, luce un inquietante parecido con el inolvidable rey emérito, razón por la cual tuvo que dimitir en 2015 el director del MACBA, donde se expuso en España por primera vez, y los dos comisarios de la muestra en la que se incluía. Lo curioso del caso es que ni el dichoso personaje representa a nuestro bienamado exmonarca —el parecido es meramente casual—, ni la instalación carece de sentido: es una reivindicación de la sindicalista boliviana Domitila Barrios (por eso la figura de la obra lleva un casco de minero), un personaje fundamental en la historia de la democracia en el país andino. Con España tienen que ver algunas piezas más del conjunto: Roland Garros, de Miquel Barceló, de 1995, que firma un cartel publicitario del open tenístico cuyo motivo central y único es un torero toreando a un toro. Los organizadores franceses desestimaron la obra, que le habían encargado, y contrataron a otro artista. En la planta baja, en la misma sala en la que se encuentra el cadáver de Saddam, y formando una tétrica pareja con este, vemos Always Franco, de Eugenio Merino, donde un Franco anciano con uniforme de capitán general nos mira, desde detrás de unas gafas oscuras y el interior de una nevera de Coca-Cola. El muñeco, con la semejanza aproximada y la expresividad torcida de los que pueblan los museos de cera, y con un gesto congelado de las manos que me recuerda a otro que hacía Chiquito de la Calzada, da tanto miedo como risa. Always Franco no ha sido denunciado por los Abogados Cristianos, que se dedican más a los asuntos ultraterrenos, pero sí por la inefable Fundación Francisco Franco, dedicada a la defensa de la figura y el legado del dictador, otra entidad que promueve el bien común, por lo que ha recibido cuantiosas subvenciones públicas. Su demanda, no obstante, fue desestimada. El Caudillo aparece otra vez en la terraza del museo, donde recibe al visitante un viejo Fiat Uno blanco. Se trata de la instalación Ideologías oscilatorias de los catalanes Núria Güell y Levi Orta, de 2015. En la carrocería del coche, se han pegado varias banderas españolas franquistas, con aguilucho; otra de la Falange; una imagen de Franco calvo, pero con muchas medallas; y una cruz celta, neonazi. El ayuntamiento de Figueras prohibió que el coche —que se exhibía en una muestra de arte contemporáneo— circulara por las calles de la ciudad, alegando que había que tener “sentido común en un festival que recibía dinero público” —el famoso seny de los catalanes, puesto esta vez al servicio de la censura—. La terraza en la que se encuentra el vehículo me permite observar por primera vez las fachadas traseras del cine Coliseum y del Institut Català de la Salut, en uno de cuyos despachos trabajé muchos años. Siempre sorprende ver la espalda de los edificios que uno ha conocido por delante o por dentro. Y siempre son decepcionantes: lisas, aburridas, desconchadas. La del ICS está recorrida por innumerables ventanas, todas iguales y todas en penumbra: una certera metáfora visual de la administración pública. Los Estados Unidos se llevan una buena tajada de críticas entre las obras del museo. El inevitable Warhol aporta un colorista retrato de Mao Tsé Tung, de 1972, que, naturalmente, las autoridades chinas no dejaron entrar en el país. Untitled (Flag 2), de Josephine Meckseper, que presenta una bandera estadounidense manchada y desfigurada, donde incluso se ha pintado un calcetín, se consideró un ataque a los valores patrios y sufrió la persecución correspondiente. Make America Great Again, de la australiana Ilma Gore, de 2016, utiliza como título el tristemente famoso lema de Donald Trump para presentar al personaje desnudo. El dibujo acredita algo de lo que siempre he estado convencido: que Trump la tiene pequeña. Si alguien es tan bocazas y jactancioso como él, y usa corbatas mucho más largas de lo que la etiqueta prescribe, es porque siente la necesidad de compensar la mezquindad con que la naturaleza se ha portado con él. Su pene es minúsculo, como su inteligencia. En cualquier caso, a Gore, que había difundido la obra en Facebook, le clausuraron la cuenta por obscenidad y desnudez, valga la redundancia, recibió amenazas de muerte por Internet y un seguidor de Trump la agredió por la calle. Dentro de la que cabe, tuvo suerte: se llevó solo algún puñetazo; su fanático no era tan fanático como el que apuñaló a Salman Rushdie. Dos grandes artistas contemporáneos, en fin, contribuyen a la exposición: el chino Ai Weiwei, con uno de sus retratos de disidentes —en este caso, de Filippo Strozzi— hechos con piezas de Lego (como Lego se negó a proporcionárselas, por el carácter político de sus construcciones, hizo un crowfunding de ellas y la gente le dio las suficientes como para que las concluyera), y el misterioso Banksy, con el dibujo —en spray, como buen grafitero— de un policía fuertemente armado con un smiley por cara. Cuando retiro mi mochila de la taquilla donde te hacen dejarla al entrar, leo lo que está escrito al fondo: If I’ve got nothing else, at least I’ve got my art (‘Si carezco de todo, al menos me queda el arte’). Estoy de acuerdo.
lunes, 30 de octubre de 2023
Desencuentros en el último círculo (anti/antología de poesía española contemporánea)
Así se titula la antología de poesía española que acaba de publicar la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, coordinada y prologada por el profesor Joseba Buj, un escritor español —hijo de vasco y extremeña— que se estableció en México en 1999, y que allí viene desarrollando una notable labor intelectual y académica. Desencuentros en el último círculo, pulcramente editado, prolonga la noble tradición de la literatura española hecha en o por México, y que conoció su época dorada con la llegada al país, tras la Guerra Civil, de un nutrido grupo de escritores e intelectuales republicanos, que asentaron las letras españolas en tierras mexicanas y, desde allí, las afirmaron ante el mundo (y la propia España). José Bergamín fundó y dirigió la editorial Séneca, donde vio la luz Poeta en Nueva York; María Zambrano escribió y publicó títulos fundamentales de su obra, como Filosofía y poesía y Pensamiento y poesía en la vida española, entre otros; Cernuda compuso también importantes textos críticos, como Estudios sobre poesía española contemporánea, y un libro mayor dentro de la obra magna que es La realidad y el deseo: Desolación de la quimera; y Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, José Moreno Villa, Juan Rejano, León Felipe y Pedro Garfias, entre otros poetas, además de novelistas como Francisco Ayala y Max Aub, o poetas en catalán como Ramon Xirau o Agustí Bartra, enriquecieron en México la literatura española y contribuyeron a que se conociese mejor en América y el mundo. Algunas antologías de la poesía en español publicadas en México han sido fundamentales para el establecimiento —y la evolución— del canon en nuestra lengua, como Laurel, publicada en 1941 por la editorial Séneca, y cuyos antólogos fueron dos mexicanos, Octavio Paz y Xavier Villaurrutia, y dos españoles, Juan Gil-Albert y Emilio Prados, que, muchos años después, inspiraría Las ínsulas extrañas, publicada en 2002 por Galaxia Gutenberg, a cargo de otro equipo compuesto por los españoles José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna, el uruguayo Eduardo Milán y la peruana Blanca Varela. Aparece ahora Desencuentros en el último círculo, que incluye a los siguientes autores: Marta Agudo (que, por desgracia, no ha llegado a conocer el libro: falleció en abril pasado), Julio César Galán, José Antonio Llera, Aurora Luque, Mario Martín Gijón, Antonio Méndez Rubio, Juan Carlos Mestre, Eduardo Moga, María Ángeles Pérez López, Javier Pérez Walias, Esther Ramón y Ada Salas. Predominan, pues, los escritores que cultivan una poesía inquisitiva, experimental, metafórica, heredera o prolongadora de las vanguardias —en algún caso más autotélica que referencial—, proclive a la celebración surreal o, por lo menos, incómoda con el dictado de la lógica común y el imperio de la narración. El arco temporal que describe este conjunto de autores va desde 1957, año en el que nace el sénior Juan Carlos Mestre, hasta 1979, cuando lo hace el más joven del grupo, Mario Martín Gijón: un periodo apretado y esencial en el desarrollo de la poesía en España. En lo personal, celebro figurar en un libro que es fruto, me consta, de una gran dedicación, en compañía de tantos amigos y poetas que admiro.
Este es uno de los cuatro poemas que he publicado en Desencuentros en el último círculo, perteneciente a Insumisión, de 2013.
ELOGIO DEL JABALÍ
Coda
Durante siglos, la Iglesia ha sido el jabalí que devastaba la viña de la libertad de conciencia y el espíritu crítico. [Aún hoy, hinca todo lo que puede las pezuñas en el predio de la ciudadanía]. De haber vivido entonces, habría compuesto un elogio de la viña.