Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
lunes, 27 de septiembre de 2021
Tú no morirás en Mérida
jueves, 23 de septiembre de 2021
El cabrón de Quevedo
domingo, 19 de septiembre de 2021
Zascandileando por España (2): en Zamora
Zamora es una ciudad muy hermosa, con esa hermosura propia de las ciudades pequeñas, apartadas e históricas. Durante mucho tiempo, creí que Zamora era una convención, como Palencia o Jaén: lugares inexistentes, creados por la imaginación de la gente: fábulas de compatriotas ociosos. Pero no: Zamora existe. Lo supe hace muchos años ya, cuando un grupo de escritores y letraheridos de la ciudad —a algunos de los cuales, como Máximo Hernández o Juan Luis Calbarro, había conocido en un memorable curso de verano sobre poesía española— me invitaron a leer poemas y dar allí alguna charla. Para alguien interesado en los versos, lo primero que sorprende de Zamora son los muchos poetas destacados que ha dado en el siglo XX: León Felipe, Claudio Rodríguez, Agustín García Calvo, Jesús Hilario Tundidor, Tomás Sánchez Santiago, Máximo Hernández, Juan Manuel Rodríguez Tobal, Ángel Fernández Benéitez, Natalia Carbajosa, Jesús Losada y Juan Luis Calbarro, entre otros. Pero, tras repasar esta nómina extraordinaria, me apresto a repasar la propia ciudad, que no había vuelto a pisar desde hacía más de una década. Lo hago en compañía de mi buen amigo Máximo Hernández, con el que he quedado a comer. Lo primero que hago es regalarle un ejemplar de mi recién reeditado La luz oída, el libro con el que gané el Premio Adonáis hace ya un cuarto de siglo. Máximo lo celebra y, acto seguido, no sé si estimulado por el obsequio o movido por su natural carnívoro, se propina, en el restaurante, un filete de brontosaurio. De camino al local, me ha contado que Zamora, con 62.000 envejecidos habitantes, se ha convertido en lo que él ya había pronosticado hacía 30 años: un geriátrico al aire libre, como, por otra parte, tantas capitales de provincia de la España interior. La fuga de la población —esa insidiosa diáspora en la que están sumidas tantas comunidades del país— obedece a un hecho muy simple: Zamora no produce nada —solo la Semana Santa, que tiene aquí hasta un museo— y, por lo tanto, nada hay a lo que la gente pueda aferrarse. Tras el moderado festín (el pulpo que hemos tomado como entrante no destacaba y su solomillo, ha puntualizado Máximo, tampoco era como para bailar un zapateado), paseamos hasta la catedral, el destino obligado de cualquier visitante de Zamora. Pasamos por delante de varias de las bellísimas iglesias románicas de la ciudad (Zamora es románica, como Barcelona es modernista o Madrid, de los Austrias): la de San Juan Bautista, en la plaza mayor, a cuya entrada se alza, en bronce, el Merlú —el congregante con capirote cónico-pascual que convoca con una trompetilla a los participantes en los desfiles procesionales; y, a su lado, otro, con un tambor, para darle más empaque a la convocatoria—, la Magdalena, con su bellísima portada, o Santa María la Nueva. Junto a la biblioteca municipal, sobre el Duero, nos saluda otra efigie, la de Ignacio Sardá, encumbrado poeta local, franquista y teológico, que lee (o acaso recita de) un libro. Sorprende que, habiendo tantos buenos poetas zamoranos, se haya elegido a Sardá, en 1996, para representarlos (aunque, desde luego, no se le puede reprochar indolencia u ociosidad: don Ignacio escribió más de cien poemarios, amén, y nunca mejor dicho, de miles de artículos sobre todas los asuntos imaginables). Claudio Rodríguez, por ejemplo, aparece con frecuencia en las calles de la ciudad, pero siempre en rótulos (de una ruta literaria que lo tiene por protagonista) o cartelones; que yo sepa, ningún monumento lo recuerda. Y se sabe lo mucho que lo maltrató Zamora, por desafecto y rojo. Llegamos a la plaza de Viriato, aquel caudillo lusitano que corrió a gorrazos a los romanos en el siglo II a. C., exaltado por mis maestros de la infancia como prototipo del patriota español (¡español!) irreductible y con cojones, que dejó de constituir el mayor peligro para Roma en la península ibérica cuando algunos de sus propios hombres lo apuñalaron mientras dormía, un acto de incontestable arrojo que mereció, según la leyenda, la inmortal respuesta de Quinto Servilio Cepión, el jefe romano que entonces combatía al luso, a los asesinos que fueron a buscar la recompensa: Roma traditoribus non premiat, 'Roma no paga a traidores'. La peculiaridad del Viriato de la plaza homónima es que sostiene un puñal, a la altura de la cadera, con la mano izquierda, y que ese cuchillo, visto desde un ángulo de la plaza en el que se han apostado, en uno u otro momento, todos los zamoranos del mundo, sobresale de la estatua desde la ingle, lo que hace que el bueno de Viriato parezca especialmente excitado ante la perspectiva de abalanzarse sobre los romanos, que, como se sabe, luchaban con las piernas y los brazos desnudos, y eran unos mocetones de cuidado. Frente a la sorprendente estatua, que descansa en una gran cabeza de cabrón (acaso metáfora visual de la opinión que les merecía a los romanos el lusitano), se extiende el dosel verde de los plátanos de la plaza, cuyas ramas se han entrelazado tan inextricablemente que ya conforman un único árbol, una sola copa horizontal. Seguimos por la rúa de los notarios hasta la catedral. Máximo me enseña en primer lugar la portada del Obispo, mucho más hermosa que la portada principal, un pegote más o menos neoclásico, a su juicio, añadido a la seo, siglos después de su construcción, tras un devastador incendio. Junto a la portada del Obispo hay un mirador sobre el río Duero, desde el que se contempla el hermoso puente de piedra. Al adyacente palacio de Arias Gonzalo también se lo llama Casa del Cid, porque al parecer era en él donde se producían los tórridos encuentros entre Ruy Díaz de Vivar, que acudía allí para liberar las lógicas tensiones que le producía combatir infatigablemente contra la morisma, y doña Urraca, aquella hembra poderosa con nombre de pájaro, hermana del rey Alfonso VI (con quien se dice que también tuvo amores: Urraca no reparaba en medios para procurarse satisfacción) y señora de Zamora. Máximo, ya adentrado en el proceloso mundo de los chismes medievales, me cuenta también la historia de Vellido (o Bellido) Dolfos (o Adolfo), al que también recuerdo de mis clases colegiales, en este caso como prototipo de traidor, por haber engañado al rey Sancho II, que sitiaba Zamora para incorporarla a sus posesiones (los litigios sucesorios en aquella época eran aún más sangrientos que en la actualidad), y con el que se reunió para revelarle una puerta secreta por la que entrar en la ciudad. Pero era mentira. Lo que quería Vellido era matar al rey, para lo que aprovechó un aparte de este para descargar el vientre. En aquel momento de recogimiento e inadvertencia, casi de unción, lo atravesó por la espalda. De esta leyenda —porque es leyenda— siempre me ha maravillado que Sancho eligiera aquel momento trascendental en el sitio de Zamora para evacuar, aunque bien es verdad que el apretón viene cuando viene y que poco puede hacer la consideración del momento histórico que se vive para reprimirlo o retrasarlo. En cualquier caso, dos son ya los personajes relevantes de Zamora que han pasado a la historia por ser víctimas o protagonistas de una traición. Admiramos luego de la catedral la torre del Salvador, una imponente pero airosa construcción que sirvió de defensa en la Edad Media y de cárcel en el siglo XVIII, y la cúpula, quizá la parte más llamativa del conjunto, gallonada y recubierta de escamas de piedra, en la que se reconoce una insólita influencia bizantina. Ya dentro del templo, en el que hay que pagar por entrar, como en casi todas las iglesias de España, nos dejamos envolver por la penumbra que favorecía el románico, siempre en busca del recogimiento (aunque diferente del que llevó al rey Sancho II a la muerte), y que contrasta vivamente en mi recuerdo con la luminosidad vítrea y la fuerza ascensional de la catedral de León, que he visitado hace pocos días. No entramos en el adyacente museo del escultor Baltasar Lobo, cuyas obras, en cualquier caso, salpican los jardines que rodean a la catedral y el castillo, pero sí en el museo catedralicio, donde Máximo tiene interés por que contemplemos el tapiz de Tarquino Prisco, flamenco, del siglo XV, el primero y principal de la pequeña pero valiosa colección, poblado de personajes estilizados, riquísimas vestiduras y colores muy vivos, que contrastan con la blancura perfecta de las pieles. Todo él proyecta una sensación de elevación, y no es para menos: representa, en su tercio central, una coronación. Hemos de volver ya, porque Máximo ha de atender algunas obligaciones familiares (y recuperar el libro que le he regalado, que se ha olvidado en el bar donde hemos tomado el aperitivo; por suerte, un libro no es un móvil, ni una cartera, ni siquiera unas gafas de sol, y en la taberna sigue tan pimpante), y nos dejamos sin ver el castillo, detrás de la catedral. En el camino de regreso, pasamos por delante de la casa de Agustín García Calvo, aquel intelectual ácrata que ha encarnado mejor que nadie las contradicciones del ser humano: contrario al Estado, pero servidor toda la vida del Estado; contrario al fútbol, que prohibía ver en casa a su familia, pero que él seguía, con la boca abierta, en el bar de la esquina; partidario de la libertad, pero contrario a los deberes que la garantizan, como pagar impuestos. La fachada de su casa (que es también la sede de la editorial Lucinda que creó para publicarse) exhibe series de aristocráticas cruces de Malta y, en lo alto, un escudo heráldico, lo que tampoco parece corresponder con las enseñanzas de Kropotkin o Bakunin. Pero, en fin, García Calvo suscribiría sin duda los famosos versos de Whitman: "¿Me contradigo? Muy bien, pues me contradigo". En una de las ventanas se leen dos frases suyas, mecanografiadas en sendas hojas de papel, y muy perspicaces, porque que uno haya sido un tarambana social no lo hace un analista menos agudo de la sociedad. En una se lee: "Si cada uno no creyera que hace lo que quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan"; y en la otra: "Si se contentara (sic) Capital y Estado en comprar y vender cosas que a la gente les sirvieran para algo, estarían perdidos". Me despido de Máximo con un abrazo y me encamino a la Feria del Libro Viejo de la ciudad, emplazado en el parque de la Marina Española, un homenaje que debe de ser muy sentido, dado que esta es una ciudad sin mar. En la Feria solo hay cinco casetas y el fuerte olor a polvo y ceniza que emana siempre de los puestos de los librovejeros. Tengo poco donde hurgar: descarto una biografía de Miguel Primo de Rivera, de César González-Ruano, por faccioso y lameculos, aunque su prosa sea siempre lúcida, y un tomito de poemas de Francisco Villaespesa, aquel rimador modernista que llenaba sus sonetos de crisantemos y exclamaciones, y que, como Ignacio Sardá, pergeñó una obra dolorosamente interminable: cincuenta y un poemarios, veinticinco obras de teatro, varias novelas y miles de artículos, y me quedo con una biografía de Garcilaso de la Vega escrita por Manuel Altolaguirre en 1933. Es un poco cara (25 euros), pero me parece un hallazgo valioso. Mientras aún exhumo libros, oigo a una visitante que le dice a su acompañante, con el Diario íntimo de Amiel en las manos: "¡Esto no es un diario íntimo! Aquí no hay chismorreo, y yo lo que quiero son chismes...". Es cierto: en el Diario íntimo de Amiel no hay chismorreo, pero sí montones de inteligencia, que no le vendrían mal a la pedestre crítica literaria. Luego, como me he quedado con ganas de visitar el castillo, deshago el camino que he seguido con Máximo y vuelvo al lugar. En el trayecto, reparo en una de esas estatuas de bronce a ras de suelo que se han popularizado en tantas ciudades, y que representa a don Herminio Ramos Pérez, cronista de la ciudad. Alguien le ha puesto un clavel en uno de los ojales de metal, pero otro le ha arrancado las gafas, como también se las arrancan a la estatua de Woody Allen en Oviedo. Se conoce que arrancar las gafas de los esculpidos es cosa frecuente y hasta divertida entre los tarugos. Observo también que delante de la figura de don Herminio hay una tienda de "aperos y viandas". Paseo con placer por los pulcros y solitarios jardines del castillo, que antes hemos cruzado sin detenernos. Dos gays se están metiendo mano gozosamente en un banco, renovando la viejísima tradición española de magrearse en los parques públicos. De vez en cuando, se paran y miran discretamente alrededor. Me han visto, pero como yo paso sin asomo de indignación o siquiera sorpresa, vuelven sin tardanza a su placentera tarea, y hacen muy bien (aunque Máximo me ha contado que desde las cercanas almenas se ha tirado más de un homosexual, en tiempos, huyendo de la persecución ciudadana; ah, los tiempos cambian que es una barbaridad). Un ciprés cercano, atiborrado de pájaros canoros, suena como el tubo de un órgano. En el interior del castillo, casi todo está en ruinas, pero la reciente restauración permite apreciar los arcos carpaneles y echar un vistazo provechoso. Desde la torre, distingo la iglesia de Santiago de los Caballeros, de tejas y ocres medievales, y hechuras sencillas pero acogedoras. Las murallas que antes protegían el conjunto y rodeaban la ciudad, ahora se integran, a pedazos, en el casco urbano. Máximo me ha informado de que el actual alcalde de la ciudad —una rarísima avis: un miembro de Izquierda Unida, es decir, un comunista, que lleva dos mandatos gobernando una ciudad sociológicamente tan conservadora como Zamora— ha liberado doscientos metros de esa muralla de las casas que le estaban adosadas, como sucede en tantas ciudades españolas. Visto todo lo cual, compro un poco de fruta, que será mi cena, y me recojo en mi fonda. Mañana comeré en Salamanca y conduciré hasta Hoyos, donde me espera una casa que fue mía. Mañana será otro día.
martes, 14 de septiembre de 2021
Mapas de la poesía hispánica: un cuestionario
viernes, 10 de septiembre de 2021
Zancasdileando por España (1): En el País Vasco
Vuelvo a Bilbao para pasar unos días con mi amiga Miren. Hace un calor terrorífico: nunca me habría imaginado que una capital del norte pudiera estar a 36º a mediados de septiembre. Pero no debería sorprenderme, cuando en Groenlandia los osos polares están vendiendo sus abrigos de piel en wallapop: el cambio climático los ha hecho innecesarios. Ojalá lo consigan antes de que el hielo se funda bajo sus garras. Callejeo por el Casco Viejo, la plaza Nueva y el Arenal. En un rincón de la plaza Nueva, un grupo de septuagenarios ha montado varios puestos de venta e intercambio de cromos de futbolistas. No sabía yo que aún existieran los cromos de futbolistas ni la costumbre de mercadearlos, como en mi infancia. Los ancianos hablan con vigor vascuence y soltando varios tacos por minuto, mientras revisan furiosamente los separadores para dar con el delantero o el defensa escoba que complete o enriquezca su colección. En el Arenal, admiro el quiosco de música, abarrocado, y el mercado de flores que ocupa una mitad de su extensión. También leo en las paredes algunos anuncios muy estimulantes: un "Seminario kamikaze", que imagino sobre los mejores modos de destruir lo que se detesta (y, de paso, destruirse uno mismo, que acaso sea el mayor beneficio de todos), pero que en realidad versa, anticlimáticamente, sobre lo que el cine debería aprender del arte contemporáneo; y la representación de El viaje a ninguna parte en el teatro Arriaga. Aunque no participe ya en ella el gran Fernán Gómez, protagonizando aquella escena inolvidable del "¡Señoriiiitoooo!", me apetecería mucho verla. Pero no va a poder ser: solo hay representaciones de jueves a domingo. Ando un buen rato por el paseo junto a la ría. Aunque diviso el Guggenheim, no llegaré hasta él. Reparo en la cantidad de perroflautas y colgados que pululan por la zona, casi todos con camisetas negras. Un par de ellos parlotean, fumando tremendos canutos, junto a la estatua neoclásica de Pan en el Arenal. Un mendigo me observa con displicencia, tumbado en un colchón infinitamente mugriento, desde el hueco de uno de los puentes que salvan la ría: debe de pensar que soy imbécil por asfixiarme en la calle, con este calor, en lugar de estar a la sombra, como él, tan ricamente. Echo un vistazo a una tienda de objetos de segunda mano, "La Isla del Tesoro", que se me antoja prometedora, con libros y algunos objetos polvorientos a la entrada. Pero me decepciona. Dentro no hay antigüedades, sino trastos viejos, la mayoría sin ningún interés. Más bien rozan la condición de basura. Los ojos se me van a los libros, que es lo que siempre me pasa en estos sitios (y en todos los sitios). Hay bastantes, pero, de nuevo, carecen de interés. Descubro algunos títulos de P. C. Wren, el autor del mítico Beau geste, y de mi admirado Wodehouse, y siento el aguijonazo de la tentación, pero se trata de novelas secundarias, malamente traducidas, que empezarían a abarrotar mis ya llenas maletas (hasta acabar estas, probablemente, al final de mis vacaciones, como el baúl de la Piquer, y yo, teniéndolas que arrastrar). Desisto, pues. Más que las obras de mis queridos ingleses, capta mi atención un inverosímil Paulus, Poema de Roma, del clérigo Juan Manuel Igartua, publicado por la editorial El Mensajero del Corazón de Jesús el año de mi nacimiento, 1962, con prólogo del nauseabundo José María Pemán. Se trata, como no tarda en especificar Pemán, de una "epopeya cristiana", un tremendo ladrillo en verso, con 101 grabados y 3 láminas a todo color, sobre la historia del cristianismo en Roma. Estoy por comprarlo solo para contemplarlo privadamente y maravillarme con las obsesiones de los pirados y, sobre todo, con lo que esas obsesiones les impulsan a hacer. Y elegir a Pemán como prologuista fue, sin duda, un acierto. El gaditano ya se había significado, en la defensa de la religión católica y la patria nacionalcatólica, con el no menos morrocotudo, y también versal, Poema de la bestia y el ángel, publicado en plena Guerra Civil, y que narra otra lucha: la que sostenían los héroes facciosos con el monstruo comunista y judeomasónico. El Poema de la bestia y el ángel, faro de la literatura fascista de este país, pretendía alentarlos espiritualmente. Antes de volver a casa, remato el paseo con una cerveza y un pincho en un bar del camino. Se me ocurre que el pincho debería ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad, aunque sea gloriosamente material. Ya de regreso, me cruzo con uno que me ofrece "marihuana, marihuana, de la buena, buena, buena", así, con reduplicación. Tiene el pelo y la barba canos, como yo. Declino la invitación por el procedimiento de no darme por enterado. Más adelante, paso por delante de una casa en cuya fachada hay colgada una estelada y desde cuyo balcón superior una mujer, fumando, mira el mundo. Pasa también, en ese momento, alguien de mediana edad al que le falta una pierna —camina con muletas— y que también fuma. La mascarilla, que se ha bajado hasta el cuello, es del Athletic. Lleva una camiseta negra.
Visito Algorta y Plentzia. Miren me ha recomendado el Puerto Viejo de la primera localidad, un pintoresco reducto de lo que fueron, en tiempos, los pueblos de pescadores. A ambos lugares se llega en metro desde Bilbao, aunque Plentzia está a 26 km. La mayor parte del recorrido no se hace bajo tierra, sino a cielo abierto. En Algorta, para llegar al Puerto Viejo, he de pasar primero cerca de una plaza en la que conviven una casona presidida por un gran escudo heráldico, pero ocupada por un restaurante vietnamita, una ajuria taberna y un pub llamado Maggie's Farm. La globalización tiene estas cosas. Muy cerca está también la iglesia de San Nicolás de Bari, frente a la hipermoderna musika eskola. Mucho del País Vasco tiene, a mis ojos, aire inglés, y no solo la ikurriña, que se inspira en la Union Jack, sino esta mezcla urbana y feroz de arquitectura antigua y moderna, o el aire solariego de las mansiones, o el espíritu metalúrgico y marítimo de sus ciudades, o el paisaje lluvioso y verde. E, igual que pasa en Londres y muchos otros sitios de Inglaterra, en el País Vasco se respira dinero. Habrá, sin duda, carencias y conflictos sociales, y siempre falta presupuesto para todo, pero se palpa una sensación de acomodo y bienestar, de amplitud de los servicios públicos, de atención ciudadana, que se superpone a la holgura que siempre ha proyectado la burguesía local. Y sin ETA, felizmente arrumbada en el baúl de las tragedias pasadas. El Puerto Viejo de Algorta es un cogollo de casas blancas, verdes y rojas —los colores de la ikurriña—, distribuidas en tres calles apenas, y salpicadas de geranios y flores, que a veces, en algunas fachadas y patios, forman mazos multicolores, casi impenetrables. Me gusta también lo que no hay: tiendas de suvenires o baratijas, aunque no falten los bares y restaurantes, consustanciales a este pueblo. Suplen la ausencia de comercios los africanos que ofrecen toallas de playa por las calles. A la salida del Puerto, junto al pretil de Riberamune, doy con sendas esculturas, de Arrantzale y La Sardinera, la primera bastante perjudicada: le falta un brazo y parte de la cara. Desde el pequeño mirador se aprecia bien la bahía del Abra, en cuyo centro se encuentra la playa de Algorta, y al otro lado de la cual se extienden todo tipo de instalaciones industriales: fábricas, almacenes, chimeneas, grúas y aerogeneradores. Pese a esta silueta ominosa, me doy un baño: el agua está helada, pero sienta de perlas para atemperar el calor despiadado. Cuando salgo, veo a mi vecina de arena que se está untando cuidadosamente los tatuajes con crema solar. Pero solo los tatuajes: en los antebrazos, un hombro, una pantorrilla y una teta. Deja lo demás a su suerte, bajo un sol sahariano. Me restauro en un local del Puerto Viejo —arroz marinero, merluza a la ondarresa y cuajada— y me quedo como nuevo, aunque echo en falta la siesta, que se está convirtiendo en el báculo de mi vejez. La sustituyo por un café bien cargado y algo de resignación, y prosigo el viaje, de nuevo en metro, hasta Plentzia. Cuando llego, a primera hora de la tarde, el sol cae a plomo, como una losa de fuego. Las calles, comprensiblemente, están vacías. La iglesia de Santa María Magdalena, un perfecto bloque de piedra, es antes una torre de defensa que una iglesia. Cerca de la villa Saturnina, blanca y negra, construida en 1914, veo otra casa con estelada, junto a un rótulo que dice: euskaraz bizi nahi dut y otro en el que se lee: Se aregla ropa (sic). Todas estas cosas son un misterio para mí. Oigo también el chinchín de una señora que vacía los restos de comida de los platos en la basura. Decido bajar al paseo que flanquea la ría, aunque allí la sombra de los árboles no es tan firme como la que deparan los edificios bajos y agrupados del pueblo, y lo recorro desde la plaza del Astillero. El calor aprieta, en efecto, pero me hago a la idea de que tengo que atravesar este paseo como Stanley atravesó el Sáhara para encontrar a Livingstone. Y lo consigo. A la izquierda, sobre el fondo de un bosque muy espeso y muy verde, se suceden los barcos de recreo de la adinerada gente de Plentzia y de otros lugares de la comarca, entre los que ahora navega un yate grande con una señora en bañador tostándose al sol en la popa. A la derecha se alinean fantásticas casonas, a cuál más envidiable. Pero los contrastes no cejan: en la esquina de una de ellas, un hombre en una silla de ruedas se está comiendo un bocadillo —de mortadela, creo atisbar— con una mano y espantándose las moscas de los pies desnudos a gorrazos, y, a su lado, otro duerme en una tumbona, malamente aparejada, con la boca abierta como la entrada de una cueva. Diría que alguna de las moscas espantadas por el de la gorra se le han metido dentro. De vuelta a la estación, hay niños bañándose en la ría, a la que acceden por unas rampas de piedra desde el paseo. Chapotean, gritan y, cuando no están en el agua, consultan febrilmente los móviles. Esa será la última imagen que me lleve de Plentzia.
Ayer me asaltó la desgracia. Quiero decir, más de lo que lo asalta a uno por el simple hecho de estar vivo. Aunque seguramente me la merecí. Por atender una llamada de teléfono, paré apresuradamente el coche a un lado de la carretera, y reventé una rueda contra el bordillo alto. Y allí me vi tirado en medio del tráfico, con esa sensación de bochorno que nos invade a todos (o que, al menos, que me invadió a mí) cuando hemos de abandonar el vehículo, deambular por la acera y confiar en la providencia para que nos rescaten. Y a esa espera, en la que me consumía, se sumó el gracejo hispánico, o en este caso vasco, que contribuyó a hacerla más consuntiva. Pasó uno que me gritó por la ventanilla: "¡Déjate caer...!", porque el tramo en el que me encontraba hacía una suave pendiente. Otro fue aún más sagaz: sacando medio cuerpo por la ventanilla de la furgoneta y con una sonrisa de oreja a oreja, me gritó: "¿Ka pasaooooo?". No se detuvo a que le contestara. Por suerte, poco después de estas muestras de simpática solidaridad, llegaron mis rescatadores: los ocupantes de un carromato asediado por los arapahoes en las praderas de Wyoming no habrían sentido tanta felicidad al oír las cornetas del Séptimo de Caballería como la que sentí yo al oír el claxon de Grúas Otero, que me anunciaba que ya estaba allí y cuyos ocupantes, encima, me felicitaban al llegar por haber puesto el triángulo de señalización de emergencia (cuando abrí aquel tubo rojo que llevaba en el maletero del coche desde que lo compramos sin que supiera qué había dentro, pensé: "¡Andá, el triángulo!", como en mis clases de geometría del colegio) en el carril que malhadadamente ocupaba. Les dejé hacer, cambiaron la rueda en un pispás y se marcharon, no sin antes recordarme que debía cambiar cuanto antes la rueda de repuesto por una normal (y procurar no reventarla). Y ese fue mi siguiente paso: me dirigí al taller oficial más cercano y dejé el auto para que lo repararan. Hacerlo solo me costará 243 euros de vellón. Como precio por una llamada, no está mal. Pero no quiero darles ideas a las empresas de telefonía. Las de electricidad ya lo han averiguado. Al menos, llevar el coche al taller me permitió volver a recorrer la ría de Bilbao desde más allá del Guggenheim. Le mandé unas fotos del museo a una amiga, que me respondió: "¡Qué voluptuoso! Y el agua aún lo erotiza más". Yo sentía muy poca voluptuosidad en aquel momento, pero su comentario me devolvió al mundo del sosiego y del placer. Y me vino de maravilla.
domingo, 5 de septiembre de 2021
Septiembre
Cuando llega septiembre, una lluvia de doradas oscuridades se precipita sobre las ciudades.
Con septiembre viajan el estallido y el silencio.
Septiembre disipa la pereza del veraneante y afianza la resolución del suicida.
Septiembre no es urgente, sino apacible y desolado.
En septiembre, se oye a las flores.
Septiembre restaura el recuerdo de quien fue muerto en un palacio bombardeado sin haber pisado todavía las grandes alamedas de la libertad.
En septiembre, el agua huye.
En septiembre, todos los pájaros vuelan hacia la muerte y todos los ascensores descienden a los infiernos.
Cuando septiembre se desnuda, no vemos la gloria de un cuerpo, sino la sinopsis de un esqueleto, que, sin embargo, no se arredra ante el frío, ni repudia al sol.
Desde septiembre, se divisan valles callados, se alerta de la caída de meteoritos, se distingue una muchedumbre de horizontes, se reconoce un mar vertical, cuyos relumbres ciegan.
En septiembre, los borrachos beben sombras.
En septiembre, se abren los paraguas de los níscalos.
En septiembre nació Roald Dahl.
En Croacia, septiembre es el mes rojo; en Polonia, el mes en que florece el brezo.
Septiembre es un mes solitario, a quien cubre un manto y merodea un lagarto.
Septiembre es el barco y el embarcadero, la marea y la estiba, la dársena y el océano.
En septiembre, fusileros exhaustos taponaban las brechas que la artillería de Berwick había abierto en el baluarte del Portal Nou, mientras los capitanes ondeaban en las murallas las banderas de Santa Eulalia y San Jorge.
En septiembre, los niños vuelven a jugar al fútbol.
El zafiro chilla luz en septiembre.
Septiembre es el hogar de la caducidad y la resurrección.
En septiembre nació António Lobo Antunes.
¿Qué oculta septiembre para que nos intriguen sus atardeceres y nos confundan sus madrugadas?
En septiembre comemos membrillos y mariposas.
En septiembre nos revestimos de luz, que nos abriga y nos desuella.
En septiembre, las madres regresan a la menstruación.
También envejecen.
También enloquecen.
En septiembre renacemos para morir.
Septiembre es una película de Woody Allen en la que actúa la mujer que quiere destruirlo.
En septiembre, miríadas de insectos alborotan la candente penumbra de las habitaciones, motean los haces ambarinos de las bombillas y tunelan las mermeladas de las alacenas.
Las Perseidas ya están muy lejos en septiembre.
En septiembre, el monstruo levantó la barrera y extendió su monstruosidad por el mundo.
También en septiembre, en el Missouri, el monstruo, que lucía chistera, fue devuelto a su ciénaga. Le habían arrancado los ojos, pero deberían haberlo castrado.
En septiembre bostezan las tumbas. (¿Tienen hambre? ¿Se aburren?).
El sol rueda más deprisa en septiembre; y acaba extenuado.
Y la luna, ¿a dónde va en septiembre?
Septiembre es ferruginoso.
Quevedo nació en septiembre.
Las armas se desbocan en septiembre, como los dondiegos.
Ojalá muriese en septiembre.
Un septiembre atroz ennegreció las pistas de atletismo, el combate sin sangre en la palestra, el laurel inofensivo.
Septiembre es el mes de las brujas y los enamorados.
Septiembre a veces cojea de la p.
Septiembre orina melancolía.
En septiembre vuelve a girar, chirriando, la herrumbrosa rueda cósmica.
En septiembre fueron devueltos a la nada 186 niños en Beslán.
En septiembre recuerda el mar a todos su ahogados.
En septiembre, los ángeles chocan unos con otros, tropiezan en las aceras, caen en los balcones como las hojas de los árboles o la ropa que se le escurre a la vecina de arriba, y hasta entran a trompicones en las casas, para asombro de los que miran la televisión, o echan la siesta, o copulan.
Septiembre suelta una baba iridiscente, en la que se reúnen los gusanos y las tormentas.
¿Por qué septiembre martiriza y acaricia? ¿Por qué sus cristales brillan con una crueldad desconocida en julio o en enero?
Fue en septiembre cuando asesinaron a tres mil personas y dos rascacielos. Se enderezó entonces la barbarie; y se irguió la venganza.
¿Dónde está septiembre? ¿Dónde es?
Septiembre canta como el mirlo, pero sin su pico anaranjado.
En septiembre nació Nicanor Parra.
Cuando llegue septiembre, veré Cuando llegue septiembre.
Septiembre es un mes incoherente: se llama séptimo, pero es noveno.
En septiembre, los milanos negros, las cigüeñas y los halcones abejeros, migrantes al sur, se cruzan con los desgraciados del sur que migran al norte para librarse de su desgracia.
En septiembre, se deprimen las piscinas y los botes de crema solar.
Todos los días de septiembre contienen miel y negación de la miel, ácido y negación del ácido, olvido y afirmación del olvido.
En septiembre, hasta el hielo hace ruido.
En septiembre, la tristeza brinca como un cervato desconcertado.
¿Por qué sigue a agosto, si agosto es más tardío, si en agosto todo se rezaga, y los árboles apenas hablan, y las nubes se deshilachan en el cielo?
En septiembre descubrieron el escondrijo de Anna Frank.
En septiembre nació el doctor Johnson.
En septiembre se contraen los pechos, asfixiados de tristeza.
En septiembre se dilatan los pechos, imbuidos de esperanza.
En septiembre, las cosas se abandonan a una molicie que anticipa el sosiego de los cementerios.
En septiembre, todo es relativo.
Dan ganas de componer greguerías en septiembre. Y misas de réquiem.
En septiembre, el poeta Rigoberto López Pérez le pegó cuatro tiros a Anastasio Somoza García. Bendito sea.
Con el aire estremecido de septiembre, el amor es más noble: los labios besan más; la piel dice mejor.
En septiembre, las gemas se reblandecen, el oro transige, la plata palpita.
En septiembre, azagayas de nomeolvides recorren las esquinas del aire.
Yo nací en septiembre.