martes, 28 de agosto de 2018

La Roca Village

Un lugar como La Roca Village uno de los nueve outlets de lujo que posee en varios países una empresa llamada Value Retail puede considerarse una meca del capitalismo contemporáneo, y, por lo tanto, la cúspide la sociedad que hemos construido y que cada día sancionamos con nuestra aquiescencia de consumidores y de ciudadanos, si es que son cosas distintas, pero a mí siempre me ha parecido un antro, una burbuja distópica. Como los aeropuertos: otro lugar que niega el concepto de espacio, que es un no lugar, y que, por serlo, niega también el tiempo. La Roca Village no es un pueblo, aunque su nombre diga que lo es. Tampoco está en ninguna roca, por más que se encuentre cerca de un lugar llamado La Roca del Vallès. La Roca Village no es más que una reglamentada sucesión de ciertas operaciones comerciales, denominadas compraventas, en las que intercambiamos un producto (antes de escribir "producto" he escrito "bien", pero lo he borrado: prefiero la asepsia moral del primero) por un realidad figurada o institucional, como es el dinero: algo que no tiene más valor que el que nosotros le asignamos, y que se sostiene, en el mundo entero, por nuestra sola voluntad, como los regímenes políticos o la idea de Dios. Pero ese tableteo de permutas se envuelve en la gasa ficticia de lo real, en el celofán tranquilizador de lo genuino. Que Ángeles y yo estemos aquí esta tarde no obedece sino a una exigencia más de la pax conjugalis, ese orden superior de la convivencia matrimonial al que sacrificamos, año tras año, tantas preferencias y esperanzas: en Mánchester, y pese al apremio con que los ingleses han concebido siempre, y siguen concibiendo, el comercio, apenas sale de compras. Las ganas de ir de compras se las guarda para España. Y aquí las satisface en compañía, y con la resignación, de su marido. Lo cierto es que Ángeles y yo representamos los arquetipos de hombre y mujer en el acto de la adquisición, aunque ya no sé muy bien si esos arquetipos siguen vigentes, zarandeados como están ellos y todos los demás por la penúltima revolución femenina en la que estamos inmersos. Mientras Ángeles concibe el shopping como un proceso estético y social habla, desenfadada, con las dependientas; comprueba todas las marcas, todos los precios, todos los modelos; compara precios; escudriña materiales y hasta orígenes; como en los museos, lee todas las etiquetas; imagina perfectamente todas las combinaciones posibles de la prenda o de la pieza que sopesa con todo lo que, en el guardarropa,  en la casa y hasta en el mundo, pueda estar a su alrededor, yo lo vivo como un acto cinegético: si necesito, por ejemplo, un pantalón, entro en una tienda de pantalones, pregunto por los de mi talla, ojeo los colores y elijo el primero en el que confluyan esas tres características: que sean pantalones, que sean de mi talla y que tengan un color que me guste. Cobro la pieza y vuelvo al hogar. Reconozco que la operación que realiza Ángeles es más compleja y sofisticada, pero a la que llevo a cabo yo no se le puede negar eficacia: ella, a menudo, no encuentra satisfacción para sus múltiples requisitos y estímulos, y vuelve con las manos vacías; a mí, en cambio, nunca me falta un pantalón que llevarme a la boca, aunque no sepa cómo se llama la tienda en que lo he comprado y mucho menos el dependiente que me lo ha vendido. Hoy, en La Roca, parece claro que este comportamiento no es solo nuestro. A la entrada de la mayoría de tiendas femeninas, y casi de las otras, los hombres llenan los bancos de la calle: miran el móvil (casi todos) o las musarañas. Las mujeres están dentro, zascandileando entre perchas y probadores. Hay mucha gente. Y casi tantos coches como personas: el aparcamiento, una explanada kilométrica, está hasta los topes. Me llama la atención que haya muchos orientales: chinos, japoneses, filipinos, árabes. También hay rusos. Se oye mucho ruso. Los rusos acuden a los centros de consumo con ferocidad neocapitalista, con hambre atrasada. Han de demostrarse cuanto antes a sí mismos y a los demás que ya disponen de los símbolos que acreditan que han alcanzado un estatus superior al de pelagatos que tenían bajo el régimen comunista. Un indio ya mayor, acompañado por la que supongo es su mujer, entra en la tienda de ropa en la que deambulamos (yo; Ángeles lee etiquetas, compara modelos sosteniéndolos a la altura de los ojos, hace preguntas a los vendedores), se dirige en inglés sin preámbulos (es decir, sin dar las buenas tardes, ni decir hola, ni preguntar si habla inglés, ni nada de nada) a la dependienta que nos está atendiendo y luego, cuando esta le ha dado la información solicitada, se gira, sin agradecérselo ni despedirse, y se marcha. Algunos entienden a los vendedores como a botones que se puede apretar o dejar de apretar para obtener lo que se desea. En La Roca Village predominan las tiendas de ropa y de calzado, aunque las hay de casi todos los productos de lujo imaginables. Pero es un lujo outlet, es decir, rebajado, accesible, multitudinario: un lujo al alcance de las clases medias. ¿Quién dijo que era imposible cuadrar el círculo? El capitalismo lo ha conseguido. (Por otra parte, el mercado sigue garantizando a los verdaderamente ricos, a los que nunca vendrían a un lugar como este, el secreto exclusivo del consumo suntuario: en otros establecimientos, en otros resorts, por otros medios). Todos los comercios se alinean en calles que recuerdan a las de un barrio o un pueblo modernista, aunque no existan pueblos modernistas. Y todo es falso. Esto sí que son fake news. Aquí no ha vivido nunca nadie, ni se han levantado jamás masías noucentistes, ni han jugado por estas calles niños de verdad, ni corrido perros ladradores. Las fuentes (que especifican que son de agua potable) no refrescan; las farolas no iluminan; las rosas trepadoras que decoran algunas fachadas (las de los negocios más importantes, como Burberry) son de tela (son rosas que contradicen el ser de la rosa: su belleza y su fugacidad; y me niego a pensar que una rosa sea una rosa sea una rosa). La Roca Village es un gigantesco decorado, con la indecencia añadida de no querer parecer un decorado, sino algo luminoso, mediterráneo, de la tierra. Sí hay algo auténtico: una exposición callejera de perros pintados, que nos recuerda a otra que vimos hace muchos años, y que hemos ido encontrando en nuestros viajes en ciudades diversas, de vacas pintadas. Aunque en todas las peanas se recuerda al público que aquello es arte y que no hay que permitir que los niños se suban a las obras de arte, varios niños cabalgan a los chuchos de colores con la complicidad risueña de los padres. El incivismo a menudo no necesita explicación: la gente es grosera y ya está. Pero en este caso sospecho que el hecho de que el aviso solo esté en castellano algo tiene que ver con este  gamberrismo pueril. Otra cosa muy real, además de los canes jineteados, es la seguridad, privada, por supuesto. Varias veces nos cruzamos con un segurata que parece una cámara frigorífica, aunque vaya sudoroso; luce porra, esposas, pinganillo conectado con vete tú a saber qué draconianos centros de control y una cara de aquí-ni-dios-me-roba-una-pulsera-o-se-va-a-enterar. Mientras Ángeles se entretiene en Bimba y Lola, como hacía en la tienda de la marca en King's Road, en Londres (donde se hizo íntima de una vendedora de Valencia), yo camino por la única calle del pueblo de pega y reparo en la tienda de Jimmy Choo, que se anuncia como "una de las firmas de lujo más icónicas de la moda actual que se caracteriza por un fuerte sentido del glamour y un firme sentido del estilo" y "pionera en el arte de vestir a las celebrities". Será icónica y pionera, pero a mí lo que me golpea los ojos no son los bolsos de mano en los que no caben ni las llaves de casa, ni ese instrumento moderno de tortura que son los zapatos de tacón, ni la marroquinería cosida en una maquila tailandesa o un tugurio magrebí, sino la coma que no está entre "actual" y "que", la cursiva asimismo ausente de "glamour" y el estúpido anglicismo "celebrities" (que también requiere cursiva). Luego, mientras Ángeles inspecciona otro establecimiento de su predilección, Comptoir des Cotonniers, yo entro en la tienda oficial del Barça, que no se presenta así, sino como FCB Official Store. Estos sí que saben inglés, y no los escultores de los perros. Paseo por este tabernáculo de héroes, por este sanctasanctórum de semidioses, fascinado por las imágenes que homenajean a ese San Francisco de Asís, a ese Albert Einstein, a ese rey Juan Carlos (antes de Corinnas y Botswanas) que ha sido Andrés Iniesta, y aturdido por tanto azul y grana como brilla en pelotas, insignias, pijamas, camisetas, calzoncillos, reproducciones de trofeos y tazas de desayuno. No sé por qué, pienso en mi amigo Juan Luis Calbarro. Algo más allá, nos tomamos un zumo en un puesto, como todos, seudocallejero: quien lo atiende echa a un exprimidor industrial frutas previamente peladas y nos cobra 5,75 euros por el resultado de la trituración servido en un vaso de plástico). Y casi al final del recorrido atrae nuestra atención un "Espacio de oración", este sí, subtitulado en inglés: Contemplation Room. Nos asomamos. Se divide en dos salas, una para hombres y otra para mujeres. Ah, la religión, siempre uniendo a las personas. En ninguna de las dos hay nadie. En una mesita del vestibulo vemos una Biblia, un Corán y una Torá. Quizá, si vengo otra vez, me anime a dejar junto a los libros sagrados un ejemplar de El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, o, si me siento más clásico, algunos títulos de Voltaire o Mark Twain. No obstante, que haya un oratorio en un templo del consumo como La Roca Village es coherente y revelador: porque demuestra la alianza permanente, desde Constantino, entre la religión y el poder; y porque quien reza al consumo, está dispuesto a rezar a cualquier cosa. Acabamos nuestro itinerario en una tienda de ropa para el hogar, Texturas, que era, en realidad, el verdadero objetivo de nuestro viaje: necesitamos renovar las sábanas de casa, que están casi transparentes de viejas. No es fácil cuadrar nuestras necesidades y sus existencias: el tamaño de las piezas, el color adecuado, que sean bajeras o encimeras, el precio. Yo me siento perdido, como un cromañón salido a cazar y extraviado de repente en una espesura hosca. Pero ahí está Ángeles, que cuadra mentalmente todas las variables en un periquete y logra que salgamos de Texturas sin que hayamos perdido la propia, y con un buen lote de sábanas de 200 hilos (qué menos), que combinan con todo, a un precio imbatible. La dependienta se llama Silvia.

jueves, 23 de agosto de 2018

Mi lucha (contra las avispas)

A riesgo de indisponerme con los entomólogos (cosa que, en cualquier caso, me preocupa poco), diré que no les tengo demasiada simpatía a las avispas. La avispa me parece un animal absurdo, como el mosquito o la cucaracha: bestias que solo sirven, en el mejor de los casos, de alimento a otras bestias. Aunque, al parecer, no son tan inútiles ni tan dañinas como estas: no polinizan, ni melifican (salvo ciertas especies americanas, pero su miel puede ser tóxica, porque el néctar con el que la hacen proviene de plantas venenosas), ni fabrican cera, pero sí son el depredador natural de algunos insectos que pueden constituir una plaga para el hombre o su agricultura, como la mosca blanca del tomate. De todos modos, no sé si que podamos comer más y mejores tomates es justificación suficiente de su existencia. Últimamente, ha sido noticia por haber causado la muerte de varias personas y por ser, a su vez, víctima de una congénere aún más feroz: la avispa asiática, que se ha beneficiado de la globalización, también biológica, y se ha instalado en Occidente, como en su momento hicieron el siluro, la cotorra argentina o el caracol manzana, que llevan ya tiempo asolando a las especies autóctonas y devastando un medio ambiente que no está preparado para su promiscuidad ni su voracidad. No obstante, no me da ninguna pena que la avispa común, la de toda la vida, la de rayas amarillas y negras, sea desplazada o masacrada por la vespula velutina, una especie de tanque alado con muy pocos amigos, aunque temo que esta acabe enseñoreándose del campo y cause estragos imprevistos en las personas o en otras especies. Todas las clases de avispas pueden matar a personas: en los alérgicos o ancianos, varios picotazos, y hasta uno solo, pueden desencadenar un choque anafilático que se los lleve al otro barrio. Y así ha sucedido recientemente en España. Yo creía, hasta hace poco, que las avispas, a diferencia de las abejas, no picaban, sino que mordían: las he visto llevarse en la boca granos de arroz, guisantes y hasta trocitos de sepia de los restos de una paella dominguera. Pero no: pican, vaya si pican, aunque solo las hembras; los avispones son inofensivos (en esto podría encontrarse alguna similitud con los humanos). Lo hacen con un aguijón que no pierden, como las abejas, sino que les sirve para ulteriores picotazos. Por ese conducto inyectan un poderoso veneno, un cóctel de sustancias a cuál más traidora, y que, para más inri, contiene una feromona que comunica a otras avispas que está siendo inoculado y las instiga a atacar a la misma víctima: así redobla su eficacia. Además, el aguijón cuenta con dos lancetas que ensanchan la herida y facilitan, moviéndose velocísimamente, que el veneno se extienda. Un sofisticado mecanismo de defensa, decantado a lo largo de los milenios por esa ley de la naturaleza que prescribe que todas las criaturas vivas desarrollan las mejores armas para perseverar en su ser, pero que resulta demoledor para algunos y siempre amenazante para todos. Un rasgo especialísimo de la avispa es que es uno de los animales de la creación junto con la cucaracha, curiosamente más resistentes a la radiación nuclear. Si hubiera un cataclismo atómico, no quedaría nada, salvo avispas y cucarachas, un panorama poco alentador. Quizá podría investigarse lo que las hace inmunes a la radiación para conseguir una protección igual de eficaz para los humanos: así les daríamos algún uso a estos himenópteros tenaces, irritables y sociales (otra cosa en la que se parecen también algo a nosotros). La capacidad de resistencia de la avispa, y la eficacia de los mecanismos que la garantizan, están acreditadas: aún conservamos en casa un montón de capullos fosilizados de avispa prehistórica, que recogimos, quizá ilegalmente, en una playa de Fuerteventura: el insecto no ha cambiado nada en millones de años; si acaso, se ha hecho algo más pequeño, como los pisos. Otra de sus características, que me ha acercado a las avispas más de lo que a mí me habría gustado, es que tienden a repetir comportamientos (claro, son insectos) y, en consecuencia, a anidar en los mismos sitios. Por ejemplo, y por desgracia, en el marco de las claraboyas de nuestra casa en Hoyos. Cada verano, cuando llegamos para pasar las vacaciones, abro, con mucho cuidado, los tragaluces del tejado con la esperanza de que no estén allí, pero cada verano me llevo la misma decepción: allí están, bien acomodadas en esos nidos de papel que segregan para acunar a sus larvas, criaturitas. Allí llevan, de hecho, desde que construimos la casa: cuando, en presencia del arquitecto y del constructor, celebramos que se hubiera levantado el tejado abriendo sin precaución una de las lucernas, comprobamos que ellas también habían construido la suya; y varias nos dieron la bienvenida saliendo a todo zumbar hacia nosotros: Ángeles sufrió dos picotazos, que confirmaron, por si aún hacía falta, su detestación de todo insecto, sobre todo si tiene alas. Hoy, con el movimiento de la claraboya, aunque muy despacioso, algunas siguen echando a volar (por suerte, hacia fuera); otras, en cambio, ni se molestan: se quedan donde están, con una levísima agitación de antenas, mirándome con lo que a mí me parece una mezcla de indiferencia y desprecio. Yo vuelvo a cerrar la ventana y me apresto a la batalla, aunque siempre hago todo lo posible por que sea otra cosa: una emboscada, una escabechina, un paseo militar. Primero me uniformo: me pongo una camisa de manga larga, me la abrocho por arriba y por abajo y me meto los faldones por dentro del pantalón; me enrollo un paño al cuello que lo tape por completo; me pongo los guantes de fregar por debajo de los puños de la camisa; me coloco un pasamontañas (que conservo de la mili) y las gafas de nadar en el río; y me calo una gorra (de una empresa de tractores) hasta el cogote. Luego bajo a la cocina y empuño el rayo de Zeus, el hacha de Thor, el botón rojo, el arma definitiva, el insecticida mataavispas de Feltiberia, el más potente que he encontrado hasta ahora. Y así vestido, no como para ir a la ópera, desde luego, y agarrando con furia asesina el Feltiberia, vuelvo a subir a la biblioteca para enseñarles a mis vespulas vulgaris que mis claraboyas no están en alquiler. (El procedimiento tiene sus riesgos, no todos asociados con la matanza: una vez Ángeles salió de un dormitorio sin saber que yo andaba de aquella guisa; aún no puede verme con las gafas de nadar en el río sin sobrecogerse). Ya en el estudio, me armo de valor, abro otra vez, muy despacio, la claraboya y meto el aerosol por el agujero con el pitorro apocalípticamente orientado al nido. Debo reconocer que en ese momento experimento un placer sádico: sé que, en pocos instantes, aquel antro de malhechoras perecerá abrasado por la permetrina redentora, y disfruto de esa perspectiva. Y allí siguen ellas, sin saber que van a morir. Ante su inadvertencia, debo reprimir un sentimiento de compasión. No, no pienso perdonarlas: no estoy dispuesto a que liben mi té, se posen en la página en que estoy escribiendo o multipliquen su prole entre mis libros; y mucho menos a que, si protesto, me piquen. Así que aprieto el gatillo y veo cómo una nube de veneno envuelve su nido. De esa nube salvífica algunas escapan (aunque sé que no irán muy lejos) y otros, la mayoría, caen ipso facto, como gotas de rocío de un arbusto zarandeado. Y disfruto –que los entomólogos me perdonen– viéndolas caer. Luego, cuando la nube se ha disipado, compruebo que ya no queda ninguna –todo son cadáveres; como dijo Patton tras una batalla en Túnez: "No hay nada vivo en centenares de pueblos, ni un pollo. Todo es obra mía"– y retiro el nido con la mano y una extraña mezcla de satisfacción y asco. El mismo procedimiento sigo en la otra claraboya. Ya solo me queda recoger los cuerpos retorcidos, desmadejados, de las vespulas y tirarlos a la basura. La operación ha sido un éxito. Hasta el verano que viene.

sábado, 18 de agosto de 2018

La pederastia de la Iglesia

Un nuevo escándalo de pederastia ha sacudido a la Iglesia. Una investigación de dos años en los Estados Unidos, plasmada en un documento de 1.356 páginas, ha revelado que más de 300 curas cometieron abusos sexuales de todas clases con unos 1.000 niños y jóvenes a lo largo de 70 años en las diócesis de Pensilvania. Llueve sobre mojado, en los propios Estados Unidos y en todas partes: en Boston, entre 1984 y 2002, ya hubo cientos de víctimas de sacerdotes depredadores; también ha habido denuncias y condenas– en México, en Chile, en Alemania, en Irlanda, en Australia, en España, en todas partes, en realidad, porque en esto en el tocamiento, el estupro y la violación la Iglesia sí que es mater universalis. El catálogo de los horrores en Pensilvania, según la prensa, sobrecoge al más pintado. Algunos sacerdotes formaban grupos para violar en comandita o compartir a las víctimas; también usaban látigos y otros adminículos sádicos para hacerlo, y producían material pornográfico en la parroquia: fotografiaban a los chicos (o chicas, daba igual) y distribuían luego las imágenes. Un ministro de Dios especialmente activo, un serial pederast, violó a 80 jóvenes, uno de ellos un niño menor de 7 años. Otro hizo lo propio con una niña, también de 7 años, cuando fue a visitarla tras una operación de amígdalas (claro, el buen pastor debió de pensar: poyaque estoy aquí, y la cría, en la cama...). Hubo quien obligó a un niño de 9 años a hacerle una felación y luego le limpió la boca con agua bendita. De las ocho niñas de un matrimonio de Enhaut, cinco sufrieron abusos: el degenerado de la iglesia de San Juan Evangelista se dedicaba, entre otras lindezas, a recolectar muestras de orina de las chicas, vello público y sangre menstrual, gracias a un ingenioso sistema de su invención que colocaba en los inodoros; el cura reconoció haberse bebido algunas de esas muestras. Algunos clérigos, como Edmond Parrakow, eran virtuosos del manoseo, peritos de la gayola, estajanovistas de la desfloración: confesó haber tocado, masturbado, felado y penetrado a unos 35 niños en 17 años de sacerdocio. Prefería a los varones, porque, según sus propias palabras, "el sexo con niñas era pecaminoso, pero con niños no llegaba a ser violación". No consta, sin embargo, el sutil razonamiento teológico que le llevó a establecer semejante distinción. Pero es que Parrakow, amén de un pa(ja)rrakow, era un hacha: a los monaguillos les pedía que no llevaran ropa debajo de la casulla, porque Dios, con quien al parecer tenían comunicación directa, no quería que usaran prendas elaboradas por el hombre que rozasen la piel durante la comunión. La lista de salvajadas continúa, y cada una parece superar en bestialidad a las anteriores. La indignación que producen estas perversiones se agrava con la perversión del encubrimiento. La Iglesia, que ha sabido desde 1963 y siempre sabe de la conducta de la mayoría de estos delincuentes, no los ha denunciado, ni los ha expulsado, ni los ha castigado; como mucho, los ha trasladado de parroquia, para que se diluyera la evidencia de sus actividades, y como si en sus nuevos destinos no hubiera niños a los que corromper. En algún caso, estos traslados parecen más bien un premio: a uno de estos hombres de Dios, pese a su dilatada experiencia como violador, la Iglesia le dio una carta de recomendación para su siguiente destino, en el complejo Walt Disney World. Es de imaginar el rostro de felicidad del ensotanado al ver aquel mundo plagado de niñitas y jovenzuelos, trotando, inocentes, por los parques de atracciones del viejo Walt como cervatos por la pradera. Gracias al silencio impuesto por la jerarquía vaticana, y del que han sido últimos responsables papas como Wojtyla y Ratzinger, muchos de los casos ahora revelados no podrán castigarse ¿como Dios manda?, bien porque los culpables han muerto, bien porque los hechos han prescrito. La omertà mafiosa también funciona en la Iglesia; de hecho, lleva funcionando desde mucho antes de que naciera la mafia: la historia de la Iglesia es una historia de secretos, penumbras y silencios. A esta situación espantosa solo se llega o no solo, pero esta es la causa principalpor la ceguera del celibato. El catolicismo exige esta cruel condición a sus ministros, y no lo hace por lo que establezca la Biblia (que es lo contrario: dice Jesucristo: "¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne?" [Mateo, 19, 4]; solo después sugiere el Nazareno que haya eunucos "que se hagan tales a sí mismos por el Reino de los Cielos"), sino por lo que han establecido sus intérpretes, es decir, los clérigos, en concilios y encíclicas. Yo recuerdo a un cura de mi colegio el padre Blasco, que enseñaba filosofía, hacía magia y escribía libros (hasta me dedicó uno, porque le dije que yo también quería ser escritor)– explicarnos que no era que los célibes no sintieran deseo sexual (esto era después del concilio Vaticano II, y ya se les podía hablar a los alumnos de estas cosas), sino que lo sublimaban, es decir, lo encauzaban, purificado, hacia otros fines. Aquella explicación me parecía maravillosa. Por supuesto, no tenía ni idea de qué significaba sublimar, y por eso se me antojaba deliciosamente poética. Pero el padre Blasco sí conocía la teoría psicoanalítica de la sublimación, y la exponía con convicción. Los casos recientemente denunciados (y tantos otros, en los siglos anteriores, que ya quedarán silenciados para siempre) demuestran que la sublimación es un proceso difícil que muy pocos son capaces de sustanciar. Desde luego, los Parrakow y compañía de Pensilvania no lo son, como antes no lo fueron Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo; John Geoghan, un cura de Boston que abusó de 130 menores; o las hermanas irlandesas de la Misericordia en los asilos de las Magdalenas, que maltrataban física y moralmente a las muchachas que eran internadas por sus familias a causa de embarazos no deseados. En mis once años en aquel colegio de curas de Barcelona, nunca ninguno me tocó un pelo, ni me consta que se lo tocaran a ningún otro compañero. Pero me refiero a pelo en ese sentido, porque los de la cabeza me los tocaron con dolorosa frecuencia: con tirones de las patillas (que me hacían gritar), coscorrones (no menos lacerantes) y una práctica despiadada, patentada por el siniestro padre Carrasco, consistente en abofetear al díscolo en las dos mejillas al mismo tiempo: las manos del golpeador impactaban al unísono en ambos lados de la cara del golpeado, lo que producía en este (es decir, en mí) un aturdimiento atroz, salpicado de visiones de estrellas y tintineos desquiciados, y, las más de las veces, dolor de cabeza el resto del día, además de la vergüenza incalificable de ser humillado de aquella manera ante toda la clase: el padre Carrasco no pegaba en el pupitre, sino que hacía subir a la víctima al estrado, para que el castigo fuera público y vejatorio. El celibato es uno de los culpables, probablemente el principal, de la pederastia en la Iglesia. No sorprende que la Iglesia, abrazada a todos los absurdos, a todas las debilidades del pensamiento humano, lo mantenga contra viento y marea, a pesar del mucho daño que causa a quienes lo practican y a aquellos con quienes sus practicantes se relacionan, y a pesar de su condición expresamente antinatural. La Iglesia es especialista en denunciar actitudes o comportamientos contra natura, como es, en su ideario, la homosexualidad. Al hacerlo, se olvida de que la definición de lo natural es también cultural, esto es, definida por los cambiantes valores y la razón humanos, y de que, en la naturaleza, se han documentado 1.500 especies con conductas homosexuales: hasta el león mariposea. Pero no se sabe de ninguna célibe, es decir, casta, sin relación sexual con otros miembros de su especie. Hoy, solo los sacerdotes católicos y ortodoxos y los monjes budistas lo son. (Curiosamente, el maestro Xuecheng, el monje de más alto rango de China, y uno de los líderes espirituales del país, acaba de dimitir de su cargo de presidente de la Asociación Budista en China, acusado de haber abusado sexualmente de varias monjas en el famoso templo de Longquan, cerca de Pekín). Ese celibato, que desprecia las leyes de Dios, que han dotado a todo ser humano y animal de un cuerpo y un impulso procreativo, emponzoña a muchos de sus practicantes hasta conducirlos al delito, de los que casi siempre son víctimas los más débiles: los niños, los pobres, los inadvertidos: aquellos a los que la Iglesia más debería proteger. El celibato es una barbaridad. Y la pederastia, un crimen que deben castigar tanto la Iglesia como el Estado. Pero mejor será no dejarlo solo en manos de la primera, porque ya hemos visto que nunca ha estado demasiado por la labor. Hágase la luz de las leyes.

Postdata: Leo la infausta noticia de que, en colegios públicos de tres localidades extremeñas, Jaraíz de la Vera, Navalmoral de la Mata y Talayuela, se enseñará Religión Islámica. Pues yo me pido que se enseñe, junto con ella y con Religión Católica y Religión Evangélica, que ya se imparten, Ateísmo y No Religión, en la que se puedan difundir los numerosos beneficios de no creer en padres celestiales, resurrecciones de muertos, vírgenes embarazadas, huríes eternamente vírgenes y patochadas semejantes. Caminamos al revés: en lugar de, como mucho, confinar el hecho religioso, en sus diferentes manifestaciones, a las asignaturas de historia y filosofía, lo convertimos en asignatura, una por cada una de los credos que llevan siglos afligiendo a la humanidad. Y así nos luce el pelo.

lunes, 13 de agosto de 2018

En Copenhague (y 3): el museo más bonito del mundo y una playa que no está mal

El Museo Louisiana de Arte Moderno se llama así porque las tres mujeres del primer dueño de la propiedad en la que se asienta, Alexander Brun, se llamaban Louise. Se ignora si la coincidencia fue deliberada o casual, esto es, si al Sr. Brun le atraían especialmente las mujeres con ese nombre, y propendía a casarse con ellas, o si su homofonía conyugal solo fue fruto del azar. Lo que sí se sabe es que, en 1958, Knud W. Jensen, el entonces propietario de la finca, inauguró este extraordinario museo con la ayuda de algunos de los mejores arquitectos daneses del momento y la intención de fundir el arte contemporáneo con un paisaje admirable, y lo hizo respetando el nombre que le había dado su predecesor. Llegar no resulta fácil, aunque solo está a unos 30 km de Copenhague, en Humlebaek, en la costa de Oresund. Pero el tren que nos debería llevar hasta esta localidad está interrumpido por obras, y hay que hacer la parte final del trayecto, desde Hellerup, en autobús. Por si fuera poco, aún falta andar cosa de un kilómetro desde la estación de autobús hasta el museo. A la entrada nos refrescamos con la limonada casera que vende un chaval, cómo no, muy rubio, a diez coronas el vaso. Nos sorprende que el niño no hable inglés, porque en Dinamarca todo el mundo habla inglés; de hecho, se puede vivir aquí perfectamente sin saber una palabra de danés. El Louisiana se revela pronto el mejor ejemplo que conocemos de integración del arte y la arquitectura en el paisaje, ese desiderátum que tantos pregonan y que tan pocos practican (o que practican tan mal). El caserón decimonónico de Brun y luego de Jensen ocupa el centro del complejo, en el que se integran tres edificios conectados por pasillos de vidrio. La colección permanente del Louisiana es formidable: casi todos los grandes autores contemporáneos están representados aquí, desde Giacometti, con su inverosímil Homme qui marche, tantas veces visto en fotografías y libros de arte, hasta Picasso, que aporta un Déjeuner sur l'herbe, no menos admirado, pasando por Jean Dubuffet, Claes Oldenburg, Sonia Delaunay, Louise Bourgeois, Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Jackson Pollock, Fernand Léger, Vasili Kandinsky, Kurt Schwitters, Kazimir Malevich, George Grosz y Per Kirkeby, entre muchos otros. El Louisiana también alberga exposiciones temporales, como la que visitamos hoy de Gabrielle Münter, una prolífica pintora alemana compañera, por cierto, de Kandinsky sobre la que nuestro amigo, el poeta Agustín Calvo Galán, publicó un magnífico poemario, Amar a un extranjero, en 2014, que reseñé en mi blog Corónicas de Ingalaterra (http://eduardomoga.blogspot.com/2015/01/amar-un-extranjero.html). Pero, con ser este fondo excepcional, más nos atrae aún el exterior, los jardines, una sucesión de espacios verdes, con una meseta central, suaves declives hacia el mar y arboledas, en los que no dejan de salirnos al paso esculturas de Jean Arp, Henry Moore y Joan Miró, y móviles de Calder. Desde todas partes, y especialmente desde la privilegiada terraza del café, se ve el mar, un mar azul y blanco, inacabable; y, al fondo, la atormentada costa de Suecia. Hoy hace calor, y la luz enciende la hierba hasta hacerla vibrar. El cielo está alto, más alto que de costumbre, y todo parece amplio y abierto. La gente se tumba felizmente en el césped. Todo está en su sitio en este país; todo es preciso y perfecto. Nadie grita. No se discute. La sonrisa abunda. Pasa un velero, indolente, y luego otro. Una gaviota merodea por entre las mesas, buscando comida. Es un bicho enorme y, contra lo que difundió aquel acongojante best seller de los setenta, Juan Sebastián Gaviota, muy poco amistoso; además, las gaviotas son carroñeras: útiles, pues, pero poco simpáticas. Nos tomamos una copa de vino blanco frío antes de bajar a la playa, al pie del museo, para darnos un chapuzón; o para darme un chapuzón: Ángeles no se bañaría en un mar nórdico ni encañonada por un Kalashnikov. Pero la idea es sobrevenida. Eso quiere decir que no hemos venido preparados para un día de playa y que, por lo tanto, no tengo bañador. Pero da igual. Hemos visto a algunas desnudarse en la arena, sin mayor reparo, y ponérselo. Yo no pretendo alcanzar esa condición adánica, pero me quedo en calzoncillos en el extremo de un pequeño espigón, donde otra gaviota, esta más pequeña y de cabeza negra, ha decidido acompañarnos, y me meto enseguida en el agua, que está mucho más caliente de lo que podría pensarse de un mar escandinavo. En cualquier caso, confío en la legendaria libertad de costumbres de los daneses. Parece confirmarla que varias madres y sus hijos pasen junto a nosotros sin el menor indicio de preocupación. Yo tampoco la tengo. Los baños prosiguen quién nos lo iba a decir a nosotros, mediterráneos irreductibles, en un lugar como Dinamarca– en Amager Strand, una de las muchas playas algunas artificiales, otras naturales de la ciudad de Copenhague. Llegamos en metro. A la salida nos recibe, aunque con unos precios mucho más acordes con la realidad que los del encantador niño de Louisiana, un puesto móvil de fresas. El puesto, insisto, es móvil. Aquí no hay chiringuitos. El concepto de chiringuito es incomprensible para un danés. Un cucurucho de fresas y sendas tarrinas de helado serán nuestra comida. Amager es una playa atlántica, surtida de dunas y matojos, pero muy pulcra, y con visitantes tan educados como los de Louisiana. No vemos ni oímos a los habituales especímenes de las playas españolas: amantes de Los Chunguitos en su versión "destrúyete el cerebro, o lo que te quede de él, a decibelios", niños berreadores, fumadores compulsivos, adolescentes con palas, frisbis o pelotas de Nivea para los que tu barriga señala el centro del campo, señoras con sombrilla (aunque estas sean tan grandes a veces que más parecen sombrillas con señora), lateros y voceadores de mojitos a granel, y comedores, con abundantes salpicaduras, de bocadillos de calamares y tortilla de patatas. Sí vemos, en cambio, a una joven madre amamantar a su hijo. (Ayer vimos a otra, en la ciudad, que lo hacía mientras caminaba). Amager es una playa limpia y apacible, sí, pero flanqueada por la principal incineradora de Copenhague aunque nos tranquiliza saber que es ecológica, según nos han informado y el parque eólico de Middelgrunden, en el agua, que llena la vista de monstruosos esqueletos blancos. Por el mar, a distancia, navegan, o están al pairo, embarcaciones de toda clase: de pesca y de recreo, goletas y lanchas, y hasta un carguero. Yo me baño, claro; Ángeles no. Se puede caminar hasta bien adentro: el agua es poco profunda, y está tan caliente como la de Oresund. Hay algas, pero son algas danesas: corteses, rubias, políglotas; no molestan. No como las algas españolas, que se le meten a uno en el bañador y le colonizan la cara, enfurruñadas y oscuras. El sol brilla con una fuerza extraña. El aire pica, salobre. No hay olas.

miércoles, 8 de agosto de 2018

En Copenhague (2): dos parques de atracciones: Tívoli y Christiania

Tívoli, el famoso parque de atracciones de la ciudad, está justo al lado de nuestro hotel. Cerca hay también unos cuantos locales de strip-tease. Vesterbro es un barrio muy animado. Ángeles prefiere visitar el parque, y lo hacemos la noche en que Dinamarca juega contra Croacia en la Copa del Mundo de fútbol. El hecho tiene una consecuencia imprevista pero deliciosa: todo el mundo que, como cualquier otra tarde, atiborraría el recinto y las atracciones, está concentrado en la plaza principal, viendo el partido en una pantalla gigante que se ha instalado para que el pueblo disfrute de sus circenses. Eso nos permite pasear con una insólita libertad por las calles del lugar, que es una mezcla de parque de atracciones y de centro comercial. De hecho, hay más tiendas y restaurantes que locales de tiro al blanco, puestos de algodón de azúcar o túneles de la bruja. Sabemos de la evolución del partido por los rugidos que, siempre que Dinamarca tiene una oportunidad, atruenan la noche. Hasta los vigilantes con uniformes blanquinegros y gorras de plato siguen el encuentro en los móviles o por la radio. Es el momento óptimo para robar, pienso. Y para subir a la montaña rusa, en la que siempre se forman colas soviéticas hoy habría que decir venezolanas y ahora, en cambio, está vacía. Hace siglos que no subo a una. La última vez que lo hice, estuve a punto de perder dos cosas: las gafas de sol, que salieron disparadas por uno de los últimos coletazos del artefacto, pero que atrapé, sabe Dios cómo, en el aire; y la conciencia: las sacudidas que me encantaban cuando era adolescente, ahora me dejan al borde del colapso, si no en el colapso mismo. En realidad, decido subir a este aparato infernal porque no hay cola. Es un motivo imbécil pero irresistible. Me consuelo pensando que la vida está llena de motivos imbéciles a los que no sabemos oponernos. Y a continuación pienso que es un consuelo imbécil. Ángeles me arranca de la imbecilidad obligándome a sentarme en el carricoche, o góndola, o vagón, o comoquiera que se llame, en el que afrontar el trance. Sospecho que a ella sí le gusta este zarandeo despiadado: me mira con ojillos risueños y algo burlones: "A ver cómo lo resistes", parecen decir. Aún recuerda y yo también, ay cuando se nos ocurrió subir en Montjuïc a otro armatoste demoníaco, cuyo aliciente consistía en elevarnos brutalmente y bajarnos con igual brutalidad, dejándonos cada vez unos segundos boca abajo. Aún tengo estómago. Y me sigo preguntando cómo. No ayuda a que me tranquilice saber que las montañas rusas se componen, entre otros horripilantes elementos, de headchoppers, "cortacabezas", y footchoppers, "cortapiés". Gracias al Altísimo, el recorrido dura poco. Cuando nos paramos, compruebo con alivio que no he perdido las gafas, ni el estómago, ni el corazón, aunque creo que se me han caído los testículos. Ángeles está encantada (no de que se me hayan caído los testículos o, al menos, eso espero, sino del viaje fascinante que acabamos de hacer) y se lamenta de que haya sido tan breve. Yo salgo de un brinco del coche (acabo de enterarme en wikipedia, la enciclopedia británica de la modernidad de que así se llama a los elementos del tren que viaja por la montaña rusa). Ángeles, en cambio, se demora, como intentando exprimir todavía los últimos temblores, los residuos de emoción que perduran en el plástico y los metales. Descendidos ambos, vamos a reponernos de la experiencia (yo; Ángeles, a seguir saboreándola) a un bar, tan vacío como todo en Tívoli, salvo la plaza principal, donde medio Copenhague sigue aullando, y ahora más que antes, porque el partido ha llegado a la prórroga. Cuando nos estamos tomando un chocolate caliente (Ángeles) y una cerveza (yo) en una terraza acristalada, vemos a un joven con sudadera y la nariz roja acercarse a la esquina de la terraza, desenfundar el pitorro y empezar a mear contra el vidrio. Informamos a la camarera del suceso, y la camarera, solícita, se acerca al miccionante para afearle la conducta desde el otro lado del cristal. Pero el miccionante sigue a lo suyo sin reacción discernible. Justo en ese momento, se le acerca un colega, con la nariz casi tan roja como la suya, aunque este no se suma a la descarga. Le palmotea en la espalda, lo que hace que el chorro dibuje en el vidrio un elegante aunque fugaz arabesco, y que el improvisado dibujante se regocije y suelte, además de orina, unas feroces risotadas. Luego se la sacude con brío, la devuelve a su madriguera y sale, abrazado al compinche, a ver el final del partido. Cuando dejamos del parque, nos acompaña un silencio ensordecedor: Dinamarca ha sido eliminada en los penaltis. 

Al día siguiente, visitamos Christiania, o la Ciudad Libre de Christiania, como se llama oficialmente, si es que no es una contradicción atribuirle características oficiales a un lugar como este. Christiania pervive, en el imaginario de la izquierda, como una realidad alternativa al capitalismo, como el sueño materializado de paz y amor del jipismo setentero (y hoy setentón), como la prueba, en fin, de que las experiencias comunitarias, ajenas a las pérfidas exigencias del mercado y a sus no menos perversas justificaciones ideológicas, son posibles y pueden triunfar. Aunque a nosotros, por lo que vemos, nos parece un éxito más que discutible. Esta ciudad que se proclama independiente del Estado danés y de la Unión Europea (you are now entering the EU, reza un cartel de despedida en su salida principal) nació, en efecto, en 1971, cuando un grupo de vecinos del barrio ocupó un terreno que acababa de abandonar el ejército danés, y decidió, en un proceso asambleario, destinarlo a usos comunales. Hoy, casi medio siglo después, viven aquí algo menos de 1000 personas: 700 adultos y 200 niños. Y lo hacen en lo que a Ángeles y a mí nos recuerda mucho a un poblado chabolista. Mucho más colorido y amable, desde luego, que los sórdidos enclaves de los suburbios hispanos, pero semejante en no pocos aspectos. Aunque con más contradicciones: en la primera tienda que vemos al entrar piden, en varios idiomas, que se compren acciones (¡acciones!) que contribuyan al sostenimiento de la ciudad. Antes, grapadas en un árbol, hemos leído las normas de conducta que los habitantes de Christiania exigen que se respeten. Y por todas partes ondea o se ha pintado la bandera (¡la bandera!) de la ciudad: en campo de gules, tres discos de oro. Su acracia, pues, se antoja singular, impregnada de los mismos valores, símbolos e intereses contra los que siempre han pretendido luchar. El capitalismo tiene una capacidad inigualada para absorber lo que lo impugna, para integrar en el sistema lo que se opone al sistema, y con Christiania ha hecho un trabajo inmejorable. Lo que le resulta más atractivo a la gente de este espectro del pasado es, todavía, su relación con las drogas. Christiania se extiende alrededor de un eje: la calle Pusher, que significa, literalmente, la calle del camello, o, dicho con más precisión, la calle del vendedor de estupefacientes. Y eso es por algo. Sus calles huelen a maría, y los puestos de venta menudean, aunque quizá no tanto como en años pasados: los atienden residentes que no permiten que los turistas los fotografíen y que han pegado carteles en las paredes y en sus propios chiringuitos en los que se lee: Say no to hard drugs ("Di no a las drogas duras"). De las blandas se ocupan ellos. Y quién no se fuma un porro aquí. Pasa una ciclista, en sujetador y alicatada de tatuajes, con uno, bien gordo, en los labios. Otro que toca el saxo le da caladas al suyo entre pieza y pieza. En cambio, no sé si los tres ancianos que tocan jazz frente a uno de los muchos bares de Christiania (con precios, eso sí, mucho más baratos que en Copenhague: ventajas de no pagar impuestos) también están colocados. En la fachada del bar, junto a un gran mural con la cara bigotuda de Emiliano Zapata, se lee un reclamo interesante: Hot beer. Lousy food. Bad service. Welcome ("Cerveza caliente. Comida de mierda. Mal servicio. Bienvenidos"). [Mientras andamos por Christiania, me llama la compañía de seguros para darme el presupuesto de la reparación de la mampara de baño, que se ha desprendido de su eje: 503 euros. Se me cae el móvil al suelo. La realidad me persigue]. Abundan las pintadas. De hecho, toda Christiania está garabateada. En una, de ecos rastafaris, leemos: Peace. Love ganja, que no creo que necesite traducción. Paseamos largamente por las 34 hectáreas de la ciudad. Algunas casuchas tienen un aspecto lastimosamente provisional, aunque quizá lleven décadas aquí. Otras se parecen más a las casitas burguesas con jardín y antena parabólica que se ven en cualquier barrio acomodado, aunque siguen siendo casuchas. Todo lo han construido los propios habitantes de Christiania. Hay una amplia zona cubierta de farolillos chinos. Y un café dadá, cerrado. También una chimenea cubierta de hiedra. La gente mira un partido de la Copa del Mundo de fútbol en televisores sacados a las puertas de los bares. A la entrada de una casa, han dejado a la venta, en un taburete, ejemplares de un libro de poesía: el precio está indicado en un cartón, y el dinero se deposita en un recipiente aledaño. Pero está vacío. Rebasamos la zona más concurrida y llegamos al canal que atraviesa la ciudad. Hay allí una zona de camping y baño, señalizada como tal: una mujer está desnuda en el agua. Más allá se sale ya de Christiania y se reingresa en la civilización. La Ciudad Libre, orgulloso ejemplo de una forma de vida que se pretendió exenta de las lacras de la propiedad y la injusticia, es hoy solo un fósil acaso divertido, pero carente ya del espíritu que los inconformistas escandinavos de los 70 quisieron infundirle. Conserva huellas de su proyecto original, pero convertidas en utopía respetable y en espacio semilegal. Sonreímos (o no) con la libertad con la que se comercia con el hachís y la marihuana, y con las escurriduras del nudismo que aún se observan, pero que nos parece irremediablemente cutre. Cuando entramos de nuevo en la Unión Europa, sentimos haber cumplido un trámite, y cierto alivio.

viernes, 3 de agosto de 2018

En Copenhague (1): la Sirenita y la madre que la parió

En Copenhague, todos los caminos conducen a la Sirenita; de hecho, en Dinamarca, todos los caminos conducen a la Sirenita, el monumento más visitado del país. Yo recuerdo haber pagado el peaje de ir a verla en mi primera visita a la capital danesa, en 1981. Era un día frío y nublado, como corresponde a esta pequeña pero felicísima república septentrional. Hoy, en cambio, luce un sol mediterráneo, y el calor es de órdago. Parece que estuviéramos en Torremolinos. Lo mismo deben de pensar muchos de los daneses que se han tumbado en los parques de la ciudad, en bañador, para tomar el sol. Iniciamos la caminata que nos ha de llevar a la estatua en el canal de Nyhavn, cuyo nombre, puerto nuevo, no parece hoy el adecuado: se construyó en 1673. Desde el canal, atiborrado de gente, llegamos al paseo de la costa Langelinie, no sin sortear algún peligro: las bicicletas, que en esta ciudad están por todas partes, casi nos atropellan varias veces. Hay que tener mucho cuidado con las bicicletas, que son las dueñas del asfalto, y más peligrosas que una tarántula. En el paseo, admiramos el elegante porte del Eye of the Wind ("Ojo del Viento"), un velero de tres palos con la enseña naval de Su Graciosa Majestad; la amenazadora figura de un barco de guerra danés; y una reproducción del David de Miguel Ángel, que luce su consabido cabezón, la piel verde, consecuencia de la cercanía del mar, y el pene tirando a pequeño acorde con las convenciones estéticas de la época (los penes grandes se consideraban una deformidad en la Antigüedad clásica y en su secuela moderna, el Renacimiento; ni Jonah Falcon ni mi primo Celestino habrían hecho carrera ni con Pericles ni en la Roma de los Medicis, al menos como modelos escultóricos). Al lado del David se alza otra estatua, I am Queen Mary, con una reina africana sedente, a hybrid of names, nations and narratives ("un híbrido de nombres, naciones y relatos"). El verde del David y el negro de la reina María mezclan bien con el azul del cielo. La Sirenita aparece un poco más allá del final del canal, en Osterport, en un pequeño recodo de la costa. Es una figura decepcionante: pequeña, de corte tradicional y de poco más de un metro de altura. No obstante, los rasgos y el gesto de la sirena son sutiles y delicados: corresponden a la mujer del escultor, Edvard Eriksen, a la que tuvo que recurrir ante la negativa de la modelo en la que había pensado, una bailarina del Ballet Real, a posar desnuda (en la parte, al menos, que no fuera pez). Sí, la Sirenita desilusiona un poco, pero pienso en otros monumentos típicos iconos ciudadanos, los llaman las guías de viaje aún más frustrantes, como el Manneken Pis bruselense, un crío que mea, o el Oso y el Madroño madrileño, un oso y un madroño. El símbolo de Copenhague, además, ha tenido una vida dura: en sus 105 años de existencia, ha sufrido innumerables ofensas: la han decapitado dos veces, le han amputado un brazo, la han tirado al agua con palancas y explosivos, la han manchado con pintura de todos los colores, le han soldado un consolador en la mano y la han vestido de las prendas más abominables, como burkas y túnicas del Ku Klux Klan. Solo por este esforzado currículum, despierta alguna simpatía. Más recientemente, a la Sirenita le han salido competidores o émulos, no se sabe bien: desde 2000, un poco más allá de su emplazamiento actual, se alza la Sirenita genéticamente alterada, de Bjorn Noergaard, una reproducción cubista, por llamarla algo, del original, con su misma pose lánguida, y asentada también en un montón de piedras. El contraste irónico que sugiere la versión de Noergaard engrandece al original. Por si fuera poco, en Helsingor la ciudad del Hamlet de Shakespeare– se ha instalado, en estricta aplicación del principio de igualdad entre hombres y mujeres, que en Dinamarca se lleva a rajatabla, un sireno al que han dado el escueto pero inequívoco nombre de Han ("Él"), obra de dos escultores daneses (hombre y mujer), en acero inoxidable y cuyo principal rasgo distintivo es que pestañea, gracias a un sistema hidráulico, aunque solo una vez cada hora. La Sirenita, en cambio, ni pestañea ni hace nada: se limita a mirar al Báltico, entre expectante y melancólica. Y lo hace de un modo muy distinto de como los turistas la miran a ella: ávidamente, a través del ojo artificial y falseador de los móviles y las cámaras fotográficas. Una nube de guiris, entre los que, ay, nos contamos, inunda el pequeño mirador desde el que se contempla. Alrededor, como en cualquier parte del mundo, han proliferado puestos de helados y suvenires, pero más civilizadamente que en otros lugares: son chiringos limpios, pequeños, ordenados (y carísimos), como todo en este país. En los jardines del palacio Rosenborg, que visitamos después, admiramos la efigie de Hans Christian Andersen, el autor del cuento homónimo en el que se inspira la célebre escultura. Nos extraña no encontrar a su lado otra de Walt Disney, que ha contribuido aún más que el escritor danés a difundir planetariamente al personaje. Por lo demás, Andersen, el autor de El patito feo, era muy feo, más feo que Picio, de una fealdad asombrosa, digna de ser estudiada por la ciencia. Hijo de una familia muy pobre, quiso ser cantante de ópera y luego bailarín, y  en ambos propósitos fracasó. Triunfó con lo que no quería triunfar, los cuentos de hadas. Viajó incansablemente, desde Constantinopla a España ("viajar es vivir", decía; estoy de acuerdo con él), y luego se ganaba la vida, y la reputación literaria, contando sus viajes en los periódicos (como hago yo ahora, sobre Copenhague, en este blog, aunque, otra vez ay, sin que me reporte ni un euro, ni tampoco, me temo, reputación literaria). Se enamoró de mujeres y de hombres, sobre todo de hombres, como Harald Scharff, un bailarín muy apuesto, pero no consiguió labrar relaciones satisfactorias con nadie, y murió solo. En el palacio Rosenborg, que es donde se guardan las joyas de la corona danesa, vemos también un foso con unas carpas monstruosas, más grandes aún que las del lago del parque del Retiro sospecho que las danesas son siluros, y un cambio de guardia. Pero los soldados guardan muy poca marcialidad. Los que están de plantón no dejan de moverse para desentumecer los miembros, y uno hasta comete el sacrilegio de mirar disimuladamente el reloj; y los que vienen a sustituirlos desfilan con desgana, sin zapatazos en el suelo, ni gritos bestiales, ni nada de nada. Para quien haya visto un cambio de guardia de la Guardia Real británica, con soldados que no mueven un músculo aunque un escorpión les suba por la entrepierna y sargentos que aúllan como hienas, este de Rosenborg le parecerá una insulsez. Curiosamente, los militares daneses también gastan bearskins, gorros de piel de oso, como sus colegas ingleses, pero eso no parece servirles para contagiarse de su espíritu castrense. En el interior del lujoso palacio, construido en 1606 por Christian IV, sorteamos, aunque es difícil, al rebaño de japoneses que inunda las salas, y contemplamos, en una vitrina, la ropa ensangrentada del monarca: en 1644, en la batalla de la bahía de Kiel contra los suecos, perdió un ojo y recibió otras heridas. Con el que le quedaba, no obstante, Christian podía gozar, cuando iba al retrete, de la contemplación de sus radiantes jardines por una ventana dispuesta exactamente a la altura de los ojos de alguien sentado, y rodeado de aristocráticos azulejos. En varios cuadros admiramos la fealdad nuevamente de su tataranieto, el rey Christian VI, cuya descomunal nariz es digna de los Borbones. Otro agujero, además del de la letrina, nos llama la atención: el que observamos en la parte delantera del asiento del sillón del gabinete de Federico VII. ¿Qué metería allí el soberano? De regreso al hotel, entramos en un bar atestado de gente y vemos la eliminación de España en el Mundial de fútbol. A nosotros sí sé qué nos han metido: todos los penaltis que nos han chutado. Volvemos a las andadas.