viernes, 29 de julio de 2022

La tierra baldía, una (y excelente) vez más

La tierra baldía es uno de los libros que más atención ha merecido, por parte de lectores y exégetas —sobre todo, de exégetas—, de la historia de la literatura. Y no es extraño: su tumultuosa amalgama de voces, que recoge casi todas las tradiciones literarias —desde los Upanishad hasta el Ulises joyceano— y casi todas las edades humanas (y las comprime en 434 versos), para dibujar un mundo exhausto, fracturado, dominado por la esterilidad y el vacío, al tiempo que expresa la queja del autor contra la vida, su «refunfuño rítmico» por los problemas que lo atosigaban —entre los que no era el menor la inestabilidad mental de su mujer, Vivienne Haigh-Wood, que contribuía decisivamente a su propio desequilibrio nervioso—, es una fuente inagotable de lecturas e interpretaciones, cuya superposición tectónica acaso haya dificultado la percepción del poemario como el «formidable artefacto sonoro» que es, como resume el traductor de la edición que acaba de aparecer, Luis Sanz Irles, y como también subraya Ernesto Hernández Busto, el autor del esclarecido prólogo, para quien «la apuesta de Eliot por un poema extenso dividido en varias partes aparentemente inconexas (…) [era] una operación eminentemente musical». Algo parecido ya señaló José María Valverde en la introducción de su traducción de la poesía completa de Eliot, publicada en 1978, y que durante mucho tiempo ha sido la versión canónica en España. Decía el autor de Ser de palabra: «La poesía de T. S. Eliot (…) quedará como poesía tout court por la virtud de lo que siempre ha sido lo decisivo en un escritor: el acierto y la fuerza de su lenguaje (…): un lenguaje, en este caso, casi sin “dar la cara”, casi como invisible punto de arranque para multiformes voces irónicas o collages de citas, pero con la esencial fuerza legitimadora del poeta, que hace que esos artefactos se mantengan en pie porque están hechos de palabras insustituibles y memorables —igual que la más vieja y clásica poesía». Sanz Irles resume este «acierto y fuerza» del lenguaje elotiano en tres elementos fundamentales: la sonoridad, la intertextualidad y la fragmentación, el primero de los cuales constituye la clave de bóveda del conjunto: una «fastuosa sonoridad (…) hecha, sobre todo, de ritmo, rimas y aliteraciones». Es necesario subrayar, en este punto, el papel crucial que desempeñó Ezra Pound en la conformación de La tierra baldía, un papel de tal magnitud que no sería descabellado que Pound figurase como coautor del libro. Su intervención en el manuscrito que le confió Eliot —al que conocía desde 1914 y había introducido en los más adelantados círculos literarios ingleses— descartó la mitad de lo escrito, pese a (o quizá precisamente por) considerar el original «jodidamente bueno», e introdujo numerosos cambios en el orden y fraseo de los versos. Eliot, por su parte, tuvo la humildad y la inteligencia, características que no siempre van unidas, y menos en el mundo de los poetas, que suelen ser creyentes inconmovibles en la sublimidad de cuanto escriben, de aceptar las modificaciones propuestas por Pound (y de agradecérselas dedicándole el libro: «Para Ezra Pound, il miglior fabbro»). Impresiona ver el manuscrito de La tierra baldía, con las muchísimas anotaciones y tachones (de páginas enteras) del autor de los Cantos, que se publicó en 1971, en una extraordinaria edición a cargo de la viuda del poeta, Valerie Eliot: The Waste Land: A Facsimile & Transcript of the Original Drafts Including the Annotations of Ezra Pound (Londres, Faber & Faber).
    El tiempo transcurrido, la prodigalidad con que se ha publicado y los muchos estudios que se le han dedicado, hacen que cualquier reedición de La tierra baldía no tenga ya el impacto que tuvo en 1922 —un annus mirabilis de la literatura occidental, en el que también aparecieron el Ulises, de Joyce; Anábasis, de Perse; Trilce, de Vallejo; y el Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein—, cuando vio la luz en la revista The Criterion de Londres. Hubo reacciones entusiastas, como la del poeta estadounidense John Peale Bishop, que escribió en una carta a Edmund Wilson: «He leído La tierra baldía unas cinco veces al día desde que me llegó un ejemplar de la revista. Es INMENSO. MAGNÍFICO. TERRIBLE», aunque predominaron las críticas negativas, como ya había sucedido con otros libros revolucionarios, como Hojas de hierba, de Whitman, o Las flores del mal, de Baudelaire. El conservador, influyente y hoy casi olvidado crítico Rodolphe Louis Mégroz afirmó, con la rotundidad que suele caracterizar a los reseñistas menos perspicaces, que La tierra baldía era «el mayor engaño del siglo», y alguien tan relevante como E. R. Curtius calificó a Eliot, con mucha más sutileza, pero no menor malignidad, de «poeta alejandrino», esto es, de alguien que no aporta nada, sino que solo sabe reutilizar materiales ya forjados por la tradición. Superadas estas visiones contrapuestas, e integrada La tierra baldía en el canon de la literatura occidental, su publicación, hoy, atrae la atención antes sobre la traducción que sobre el contenido, o, mejor dicho, la atrae sobre el contenido en la medida en que la traducción aporte algo que lo vivifique: que arroje una nueva luz sobre él.
    La de Sanz Irles es admirable: flexible, fluida, reposada, sin sombra de la sintaxis del inglés, sin ninguna de las correspondencias inmediatas, pero imprecisas o engañosas, a las que empuja la lengua original. Basta leer los primeros y celebérrimos versos del libro para percibir la pertinencia y la belleza de las opciones elegidas por el traductor. Dice Eliot: April is the cruellest month, breeding / Lilacs out of the dead land, mixing / Memory and desire, stirring / Dull roots with spring rain. / Winter kept us warm, covering / Earth in forgetful snow, feeding / A Little life with dried tubers. Y traduce Sanz Irles: «Abril es el mes más cruel: preña / de lilas los campos muertos, mezcla / recuerdos y deseos, agita / las embotadas raíces con sus lluvias. / Nos abrigó el invierno, cubriendo / la tierra ensimismada, nutriendo / rescoldos de vida con tubérculos secos». El traductor dice de la forma más ceñida, más escueta posible lo que cada verso enuncia, eludiendo amplificaciones innecesarias, como «abril es el más cruel de los meses», pergeñadas por otros traductores, y hasta omitiendo esa sombra de redundancia que se advierte entre April, ‘abril’, y spring, ‘primaveral’; reduce el peso del, en castellano, peligroso gerundio —que en inglés, en cambio, es ubicuo—, empleándolo solo cuando la simultaneidad de las acciones lo justifica; y, con acierto poético, sabe apartarse de la literalidad cuando conviene para dotar a la expresión de una reciedumbre y, al mismo tiempo, una penetración que el mero traslado del término original no asegura. Así, breeding es ‘preña’; dull, ‘embotadas’; Winter kept us warm, ‘nos abrigó el invierno’; forgetful, ‘ensimismada’ (una imagen excelente: «nieve ensimismada», igual que la anterior «embotadas raíces», ambas coherentes entre sí; la mayoría de las versiones anteriores se decantan por el previsible «olvidadiza»); y a little life, ‘rescoldos de vida’. Eliot vuelve a la vida con esta privilegiada entrega.

[T. S. Eliot, La tierra baldía, traducción de Luis Sanz Irles, prólogo de Ernesto Hernández Busto, epílogo de José Antonio Montano, sin lugar de edición, Olé Libros, 2020, 109 pág.]

[Este artículo se publicó, con el título de «Un clásico que revive», en Letras Libres, nº 232, enero 2021, pág. 46-48]

domingo, 24 de julio de 2022

Cosas que se han dicho sobre Tú no morirás

Christian T. Arjona, poeta, editor, pintor y traductor (y muchas cosas más: su mejor definición sería hombre del Renacimiento), ha hecho la lectura de Tú no morirás que transcribo, y la ha publicado, el 23 de julio de 2022, con el título de «El oro en la grieta. Sobre Tú no morirás (2021), de Eduardo Moga», en la revista digital de cultura Vallejo & Co.: https://www.vallejoandcompany.com/sobre-tu-no-moriras-2021-de-eduardo-moga/. Esta reseña es ampliación y reelaboración de la que ya publicara en la revista Quimera (nº 458, febrero de 2020, p. 61), con el título de «Desaparición y resurgimiento», sobre el mismo poemario.


El kintsugi o carpintería de oro es una antigua técnica japonesa que consiste en reparar artísticamente piezas de cerámica quebradas, repujando con una resina dorada el relámpago de las grietas. Como en todas las artes de origen nipón —ya sea el haiku, el ikebana, el origami, el wabi-sabi o tantas otras— su desarrollo es indisociable de un fondo filosófico o existencial. En el caso del kintsugi, la reparación en oro de los objetos rotos responde a la consciencia de que las quiebras y sus restañaduras forman parte de la vida de esas piezas —y de nuestra vida, en general— y que por tanto deben manifestarse, transformadas y embellecidas, en lugar de ser ocultadas. Esta primorosa restauración da como fruto unas obras nuevas, redivivas, fascinantes, que ya no necesitan remitirse a la figura original y que a menudo resultan estéticamente más valiosas que esta: se transforman en piezas únicas. Y el efecto en la persona que trabaja paciente y creativamente en esta sanación (estética o vital) —así como en las que contemplan su producto— es, necesariamente, catártico.

A mi juicio, el presente libro de poemas de Eduardo Moga, Tú no morirás, es un caso muy singular de kintsugi literario, poético. En él se ordenan las emociones y los recuerdos que una escisión sentimental había cuarteado y disgregado, y se reúnen de nuevo en forma de poemas, usando la laca urushi de una profunda sensibilidad humana y artística. En él fulguran, miniadas, sus bifurcadas cicatrices: el contorno de las soledades y las resquebrajaduras; todas ellas bellamente caligrafiadas con el finísimo pincel makizutsu de una escritura iluminada, táctil, precisa.

Sus poemas —libres de excesivas monturas métricas pero muy fieles a la forma y al ritmo que reclama cada herida o deseo— revelan en su centro el resplandor de esas grietas; y sus versos anfractuosos —quebrantos y requiebros— describen la silueta de luz, afirmada en su fragilidad, de una persona amada y ausente.

Ella —el perímetro de su desaparición— es la protagonista y destinataria de todos los poemas, el amado pronombre lacerante, el «tú» de Tú no morirás. Y a ella ofrece el autor este libro como una meditación y una oblación de palabras y latidos. Todo él, pues, puede leerse también como un largo envoy dirigido a este tú que se aleja, que se desvanece.

Eduardo Moga acrisola aquí técnicas y metros, sonidos y mimbres, con los que había tejido sus obras anteriores. Y el fruto de esta nueva síntesis autopoiética es un organismo literario inédito: un libro polimorfo de canto emocionado y desgarrador. Del sueño profundo del amor, entre tinieblas, aflora un grito incontrolable, un espasmo mioclónico que sacude el silencio y, una vez despierto sobre la página, ordena sus miedos y sus anhelos, se arquitraba, se deletrea —«escribo para arrancarte del silencio que eres».

Un soneto inicial —bello como la letra capitular de un beato— y doce poemas distintos para concertar un mismo grito, para resarcir una misma ruptura. Prosa poética del I y el V, desgranando la ausencia —«las dentelladas del no ser»—; y prosa carnal del III, que retoma la escritura matérica de Unánime fuego (1999). Verso anafórico y surreal del II, sobre los ángeles. Versos largos y truncados del IV, diseccionando las entrañas del Yo, el pronombre doliente, el «caparazón de sombras». Endecasílabos del VI, que consiguen, alquímicos, trocar en oro el metal pesado de la tristeza —«que obre el prodigio de los labios y la resurrección». Prosa troquelada, parentética, interpelante, del VII. Versos interrogativos del VIII, sinuosamente alejandrinos —como en La luz oída (1996)—. Párrafos acerados y tenebristas del IX, que resuenan con los de El corazón, la nada (1999). Proposiciones poéticas del X, numeradas al modo de la Ética de Spinoza o del Tractatus de Wittgenstein. Escritura fluvial del XI, sin diques de puntuación. Y recreaciones biográficas e históricas connotativas del XII, que también habían aparecido en Insumisión (2013).

Estructuras, doradas costuras, andamios para (re)construir un cuerpo y un alma en el hueco que han dejado: como el vino adopta la forma del ánfora. Muros y tierra para levantar, en el erial de la nada, «un reino en el que no haya muerte», en el que no se consume la desaparición, en el que el vacío engendre.

La paradoja unitiva, cohesionadora de los opuestos, sirve a Moga como un fecundo yinyang para vencer en dos frentes: el poético, en tanto que es una figura clave de su escritura, con la que forja cientos de imágenes; y el espiritual, en el que consigue desafiar el áspero silencio del no-ser con la sonora creación de un ser nuevo (el poema).

Todas las etapas del kintsugi recorren este libro. Primero el accidente, la fractura que origina la escritura —«me sujeto a ese deshacerse»— y la recuperación de los fragmentos —la «mutilación que agrega»—; después el armado de los trozos y la espera —«la disgregación que te construye»—, la delicadeza en el pulir y ensamblar palabras; luego la reparación minuciosa y alumbrada de los agrietamientos —los versos, las estrofas, los poemas, la composición—; y finalmente, la revelación de la obra renacida —el libro de papel terrenal, amable al tacto: esta magnífica edición que nos brinda su lectura.

Tú no morirás es una nueva muestra luminosa de la poesía visionaria e incomparable de Eduardo Moga. Alta poesía y abisal al mismo tiempo que, lejos de distanciarnos con su intrincada contextura, alumbra con más intensa luz su duelo y su esperanza, su anhelo y su desamparo; y nos conmueve y enseña a reescribir nuestro propio dolor.


Otras reseñas han visto la luz sobre el poemario. Las indico a continuación, por orden alfabético de sus autores (con la esperanza de no haberme olvidado ninguna), para los posibles interesados en su lectura, con mi sincero agradecimiento a quienes las firman. 


Jesús Aguado: https://elciervo.es/criticas/tu-no-moriras/ (El Ciervo, nº 789, septiembre-octubre 2021)

Carlos Alcorta: https://carlosalcorta.wordpress.com/2021/09/21/eduardo-moga-tu-no-moriras/

Jorge de Arco: Piedra del Molino, nº 34-35, otoño 2021, p. 50.

Gema Borrachero: https://cuadernoshispanoamericanos.com/tu-no-moriras-poesia-a-tumba-abierta/ («Tú no morirás. Poesía a tumba abierta», Cuadernos Hispanoamericanos, nº 864, junio de 2022)

Juan Luis Calbarro: https://elcuadernodigital.com/2022/06/23/perduracion/

Jordi Doce: http://jordidoce.blogspot.com/2022/02/contra-la-muerte.html («Poesía para rebelarse contra la muerte», La Lectura de El Mundo, 4 de febrero de 2022)

Enrique García Fuentes: «Arrebato», Hoy, 6 de noviembre de 2021

Jochy Herrera: https://hoy.com.do/perecer-en-el-amor-porque-amandote-yo-soy-el-afortunado/

Mario Martín Gijón: 
https://www.elperiodicoextremadura.com/opinion/2021/09/25/elegia-merida-57644478.html («Elogio en Mérida», El Periódico de Extremadura, 25 de septiembre de 2021)

Javier Pérez Walias: «Epifanía lírica», Turia, nº 141-142, marzo-mayo 2022, pp. 522-524

J. Jorge Sánchez: https://jjorgesanchez.blogspot.com/2021/06/retorno-la-poesia-moga.html

Simón Viola: http://simonviola.blogspot.com/2021/05/tu-no-moriras.html

martes, 19 de julio de 2022

Agua y jabón: la magnífica elegancia de Marta D. Riezu

Acabo de leer un libro delicioso: Agua y jabón, de Marta D. Riezu (Anagrama, 2022). Supe de él por una reseña elogiosa –o una mención, ya no lo recuerdo– en El País y, como yo todavía creo en la crítica que se hace en Babelia (todo el mundo se caga en ella, pero daría el meñique de la mano izquierda [de la derecha, si es zurdo] por verse reseñado en el suplemento), me hice con el libro y lo he leído, gozosamente, en un par de tardes. Aunque se trata de un volumen misceláneo y fragmentario, que invita a la lectura saltarina, nunca ha sabido leer desordenadamente, ni siquiera Rayuela, que Cortázar casi disuadía de leer del principio al final. Pero eso es justamente lo que he hecho: he empezado por el principio y he acabado por el final, recorriendo linealmente el mosaico de impresiones, recuerdos y microensayos (a veces, nanoensayos) que constituyen Agua y jabón. Apuntes sobre elegancia involuntaria. Riezu es una escritora profesionalmente dedicada a la moda, pero de intereses múltiples, como demuestra este libro culto, singular, conmovedor, irónico y, con exigible coherencia, elegante. Riezu escribe como los ángeles: mezcla sabiamente el humor, el sentimiento y el juicio; se burla discretamente de muchas cosas y de muchas personas, empezando por ella misma, un rasgo inequívoco de inteligencia (y de habilidad retórica); y emplea una prosa armónica, en absoluto sinuosa, en la que no sobran los adjetivos, ni apenas hay gerundios, ni chirría nada. Agua y jabón mezcla, con buen pulso, los géneros: es un tratado de estética, en el que repasa la presencia de lo bello o de lo feo en los diferentes ámbitos de la vida –pero de la vida cotidiana: del día a día de las personas–; es un recuento de sus gustos y preferencias personales, desde el amor por las bibliotecas a la pasión por Snoopy; y es también una autobiografía o, más bien, la crónica de la construcción de una sensibilidad: la que ha llevado a una chica nacida en una familia humilde, emigrada a una ciudad industrial como Terrassa (que fue catalogada por una revista japonesa de urbanismo, hace no demasiado, como una de las diez ciudades más feas del mundo), a convertirse en una escritora refinada y una mujer cosmopolita. Agua y jabón se divide en tres partes, "Temperamentos", "Objetos" y "Lugares", y concluye con un "Suplemento de afinidades" que, en forma de diccionario –de diccionario muy personal, a lo Ambrose Bierce–, enumera definiciones como esta: "Civismo: No ser pesado. Agradecer. No dar gato por liebre. Vivir la cultura com placer, no como obligación. Saberse poco importante y disfrutarlo. Respetar, conservar y dejar vivir". Esta definición, precisamente, incorpora dos de los rasgos más característicos del estilo (y de la personalidad literaria) de Riezu: su dimensión moral y su gusto por las listas. La primera es consecuencia natural de su condición de esteta comprometida con el mundo: nulla aesthetica sine ethica (Nietzsche lo formuló al revés, pero José María Valverde le dio una vuelta muy necesaria en nuestro país); la elegancia es un valor estético, pero, si es verdadera (no la de un dandi desorejado), deviene un valor moral. Y la segunda, fruto de su saber enciclopédico y de su voluntad de síntesis, que la lleva a agrupar, en prietas relaciones, nombres y fenómenos que ejemplifican lo que dice. Confieso que muchos de esos breves (y no tan breves) catálogos me resultan dadaístas, es decir, atractivos solo por el hechizo musical de sus elementos, porque desconozco a prácticamente todos los citados, en muchos casos vinculados al mundo de la moda, la decoración, la arquitectura o las artes visuales –lo que demuestra, por si aún me hiciera falta comprobarlo, la vastedad de mi ignorancia–. La dimensión moral de Agua y jabón revela un flanco importante de la personalidad de la autora: es conservadora, del linaje –que no es malo, después de todo– de Pla, Cunqueiro, Camba, Valentí Puig o Gómez Dávila. Es católica, le gustan Inglaterra y Japón (dos sociedades con un importante pasado feudal; Inglaterra, además, tradicionalista y burguesa, es el paraíso de todos los conservadores del planeta, a pesar del Bréxit, a pesar de que millones de ingleses están ansiosos por vivir en otro sitio), celebra lo familiar, lo mesurado y lo que continúa, y se demuestra lectora –y admiradora– de las plumas más repeinadas y menos audaces de la literatura española (y mundial), entre las que se cuelan –y este es uno de los pocos peros que cabe ponerle a este libro– escribidores detestables e individuos infames como Federico Jiménez Losantos (de quien destaca su capacidad para la injuria; aunque tiene razón: este antiguo rojo, más que Lenin, es el mejor insultador de España) o el indescriptible Salvador Sostres, ese que celebraba que hubieran muerto muchos en el terremoto de Haití, porque así se limpiaba un mundo demasiado poblado (por cierto, también católico). También entre los literatos denota un gusto por la escritura tranquila (que otros consideramos aburrida y pusilánime) de Miguel d'Ors, Javier Salvago, Víctor Botas o Joan Margarit (o Larkin entre los ingleses). Que llame "cursi" a Juan Ramón Jiménez en uno de los primeros fragmentos, desde luego, no es una buena señal. Pero qué le vamos a hacer: nadie es perfecto. No obstante, a Riezu también le gustan Saki, Juan García Hortelano, Umbral, W. N. P. Barbellion, José María Fonollosa o Jaume Vallcorba, entre muchos otros, y eso compensa, a mis ojos, sus elecciones menos afortunadas. Además, el carácter conservador de la autora la impulsa, precisamente, a mantener formas amenazadas por la neolengua identitaria que nos aflige: en un fragmento dedicado a los pájaros y al libro que escribió Josep Maria de Sagarra sobre ellos, Els ocells amics, escribe: "Se supone que [los pájaros] estorban, son ruidosos, dañan cosechas y ensucian. ¡Ensucian...! Nosotros los hombres no, Dios nos libre. Nosotros mejoramos todo lugar por donde pasamos": Nosotros los hombres, dice una mujer. Y, más adelante, vuelve a utilizar correcta (y, hoy, valientemente) el masculino genérico: "[En Mónaco] fui a ver los cochazos aparcados cerca del casino, rodeado de guardas que ahuyentaban a andrajosos como yo". Andrajosos, escribe, no andrajosas. Agua y jabón ha sido una magnífica sorpresa. Yo no conocía a esta escritora de apellido vagamente japonés y prosa tan magnética como equilibrada. Leyendo su libro, uno se reconcilia con el género humano: la inteligencia no ha sido derrotada todavía por la estupidez; la vulgaridad no se ha impuesto tampoco al buen gusto; la cultura sigue rescatándonos de la desesperación y procurándonos placer; el sentido del humor perdura frente a la chabacanería y la zafiedad. Lo recomiendo enérgicamente.

jueves, 14 de julio de 2022

En Peratallada y las calas de la Costa Brava

Peratallada, un pueblo medieval del Bajo Ampurdán, es donde vamos a pasar este verano un fin de semana mis hijos y yo. Me gusta viajar con ellos algunos días al año: son mi mejor compañía y, según he descubierto, una buena forma de no perder el hilo de su crecimiento, de su evolución como personas (y de la mía). Además, todavía no se han aburrido de su padre (juraría) y eso también reconforta. Hemos elegido Peratallada porque ninguno de los tres conocía el pueblo –que tiene mucha fama– y porque el Bajo Ampurdán es una región amable y privilegiada de la Costa Brava. El año pasado estuvimos en Begur, a quince minutos en coche de Peratallada, y nos gustó lo que vimos (salvo una familia de ruidosos británicos, valga la redundancia, que ocupaba la vivienda adosada a la nuestra): fue una estancia agradable. Peratallada es uno de los conjuntos medievales mejor conservados de España: ha preservado las casas centenarias, sin sufrir los zarpazos de las construcciones turísticas ni, en general, del urbanismo moderno, y grandes trechos de muralla. En el centro de la población, se alzan los restos del castillo –cuya primera mención se remonta a 1065–, entre los que destaca la torre del homenaje, cuadrangular y poderosa, que se asienta en un lecho rocoso del que probablemente provenga el nombre del pueblo: Peratallada, pedra tallada ('piedra cortada'), en referencia a la que hubo que cortar para construir el foso que rodeaba a la fortaleza, aunque hay quienes defienden que ya los romanos extraían la piedra de una cantera que había aquí. En general, desconfío de la atribución de las antigüedades a los romanos, a menos que estén históricamente certificadas, porque a la gente le gusta dotarse de pasado: le da prestigio y autoridad e inflama su sentimiento nacional (que, como todos los sentimientos nacionales, es fácilmente combustible). En la Sierra de Gata, por ejemplo, si nos atuviéramos a lo que dicen muchos, todos los caminos empedrados en el monte habrían sido construidos por los romanos, pero la realidad es que son muy posteriores: de época medieval. (Los romanos no solían construir senderos por las fragas y escarpaduras, sino grandes vías por zonas despejadas, más prácticas y comerciales). Nosotros nos alojamos en una casa de la plaça de les Voltes ('de las Vueltas'), la plaza porticada que durante siglos ha sido el centro neurálgico del pueblo. En el friso de la puerta de entrada se indica que alguien llamado Pere construyó la casa en 1770, aunque Gerard, nuestro anfitrión, nos indica que probablemente se edificara antes, y que lo que hizo el bueno de Pere a mediados del siglo XVIII fue restaurarla. Muchas otras casas aparecen datadas en el XVIII, que parece haber sido un periodo de prosperidad y, por lo tanto, de auge urbanístico en la región. La casa tiene muchas escaleras, los cuartos son pequeños y los muebles, vetustos –casi todos crujen: lo que en el pan es una buena señal, en el mobiliario no lo es tanto–, pero también cuenta con lo esencial para que la estancia no sea incómoda camas y duchas aceptables, todos los electrodomésticos y wifi– y, lo que es más importante, el encanto propio de los lugares verdaderos. A mí me toca el dormitorio más caluroso de la casa –el más alto– y la mala suerte quiere que al calor se sume el piar incansable de un polluelo en un nido cercano. Uno, educado en los mitos del romanticismo, piensa que el canto de los pájaros dibujará una escena bucólica y contribuirá a que nos fundamos con la naturaleza. Pero con lo que a mí funde es con la desesperación. Porque el dichoso pollo empieza a reclamar el desayuno con las primeras luces y, por lo tanto, a partir de las seis de la mañana ya solo se oye su estridente serenata, que rebota en las paredes, muy próximas entre sí, y se me clava en lo más profundo del cerebro. Por suerte, me he traído los tapones para los oídos (de los que me desenganché hace unos años, en Mérida, después de varias décadas de adicción [que nació en la mili: había que protegerse de los pedos, eructos, ronquidos, risotadas y exabruptos de mis doscientos compañeros de cuartel], pero que todavía necesito para emergencias como esta). Aún en la cama, recuerdo el "cabrones" que Gil de Biedma les dedica a los pájaros que silban en "Albada". Y yo me adhiero a su insulto, aunque no porque revele que ha llegado el día y que debo separarme del amado (o, en mi caso, de la amada, que no tengo), sino porque, sencillamente, el proyecto de pájaro no me deja dormir. Nuestro primer paseo por Peratallada nos descubre, además de la magnífica arquitectura del pueblo, su alto nivel de vida y el carácter nuclearmente pijo de quienes lo visitan. Las tiendas son muy elocuentes. Todas podrían estar en Pedralbes, es más, creemos que las han trasladado piedra a piedra de Pedralbes, como antes se hacía, desventuradamente, con las iglesias y los claustros románicos españoles, que se desmontaban, trasladaban y volvían a montarse, como un lego, en alguna ciudad de los Estados Unidos. Hay varias de ropa y zapatos, con modelitos magníficos, muy mediterráneos y muy caros, y varias, asimismo, de alimentación, como una madalenería, en la plaça de l'Oli ('del Aceite'), en la que no resistimos la tentación de comprarnos, y meternos enseguida entre pecho y espalda, varias bombas de grasa y glucosa, pero exquisitas. También hay algunos locales donde se venden piezas de cerámica, objetos de decoración y libros, estos apilados en una mesa, como unos objetos de decoración más. Los hojeo: abundan los volúmenes con diseños llamativos e ilustraciones de postín. Hay varios de filosofía (o lo que sea) oriental: el Elogio de la sombra, de Tanizaki, destaca entre todos. Muchos han sido escritos por mujeres. Descubro, no sin alborozo, algunos de poesía. Pero mi alborozo en un pozo cuando compruebo que los han escrito sedicentes poetas como Miguel Gane. Antes de meternos en un restaurante para comer, vemos por las calles varias pancartas independentistas y una, en concreto, en la que una corona real aparece tachada por una barra roja. Al principio, nos parece una manifestación contraria al uso del puño americano, que estamos dispuestos a suscribir, pero luego reconocemos que se trata de una corona: cosas del diseño moderno. El independentismo es indisociable en Cataluña del antimonarquismo, aunque muchos, como yo mismo, seamos republicanos sin ser indepes. Almorzamos por fin en un establecimiento del pueblo, en una agradable mesa situada en la calle, bajo unos toldos que aminoran el calor. Comemos bien, aunque hayamos de dispersar a un enjambre de moscas que aparece de repente y que se abate contra nuestros platos como una flotilla de kamikazes contra los acorazados estadounidenses. Por la tarde, vamos a la cala de Aiguablava ('Agua azul'), la más famosa de Begur, en la que el año pasado no pudimos entrar: no había sitio ni en el aparcamiento para el coche ni en la arena para nosotros. La cala es pequeña –apenas tiene 80 metros de largo y 25 de ancho– y se llena en un periquete. Esta vez sí podemos hacerlo. Hay gente, pero no está atiborrada. El agua anda algo turbia, pero, nadando unas brazadas, se aclara, se ilumina, aunque no es azul, como el nombre del lugar sugiere, sino verde. La vista desde el agua, en la que ramonean algunos botes, como grandes bueyes marinos, es magnífica, aunque la grandeza del paisaje se vea humanizada, es decir, degradada, por algunas construcciones abominables, como lo que parece ser un hotel en lo alto de la colina que cierra la cala a nuestra derecha: gris, grande, anodino y diríase que abandonado. Pero ahí está: exhibiendo su perseverante fealdad, su repulsivo conglomerado de hormigón, entre pinos, nubes fugitivas y cielo azul. La Costa Brava hay que imaginarla antes de que fuera objeto del deseo del turismo internacional (y catalán: aquí tienen su segunda residencia, la torreta, docenas de miles de barceloneses): solo así se columbra la belleza hoy perturbada por la mano pavorosa del hombre. Pero el esfuerzo de imaginación que hay que hacer es grande, y no estoy por la labor: me he alejado de la playa y he de nadar vigorosamente para volver. El día siguiente nos aventuramos a otra cala, Pedrosa, cerca de Tamariu. Siempre que viajamos juntos, Pablo, el más atlético y ecológico de la familia, insiste en explorar parajes menos conocidos, o igual de conocidos, pero a los que sea más difícil llegar. Así, cuanto más difícil resulte, menos gente habrá. Y no le falta razón. Pero su deducción, por lógica que sea, me condena a ilógicas excursiones por lo más intrincado del paisaje: caminos de cabras erizados de piedras y punzantes matorrales bajos, desniveles asfixiantes, calores frenéticos. Mientras Pablo y Álvaro avanzan por la espesura con ligereza juvenil, yo arrastro mi corpachón de casi sesenta primaveras procurando no precipitarme en los barrancos que hay que flanquear para llegar al mar, ni caerme de morros en el agreste suelo. Por fin llegamos a la Pedrosa, no sin tribulación, pero, eso sí, con una percepción muy íntima del paisaje de la Costa Brava: sus escarpaduras verdes, su rocaje vivo –que diría José Mota–, sus olores achicharrados. Ante nosotros se abre ahora el mar. Aunque lo de abrir quizá sea excesivo: la cala es estrecha; el mar solo se abre a unos ciento cincuenta metros de distancia, donde cabecea un montón multicolor de yates y barcos de recreo. Pero haber superado las dificultades para llegar no agota el catálogo de dificultades que ofrece este, por otra parte, hermoso rincón. Ahora hay que encontrar dónde acomodarse, porque la cala es, como su nombre indica, de piedra. No hay ni un rincón arenoso: todo es canto rodado, y también canto humano, que emitimos, unos y otros, agudamente, cuando nos golpeamos el pie con una roca, o nos doblamos el tobillo en un esfuerzo ímprobo por ganar el agua (o por salir de ella, que, con el zarandeo de las olas, aún es más difícil), o pisamos un guijarro singulamente áspero o aguzado. Y ni hablar de tumbarse en la toalla, que es como hacerlo en la tabla de un fakir. El sol, implacable, hay que aguantarlo a pie firme o, como mucho, sentado en una piedra grande o un tronco fosilizado, hasta que ya no se aguanta más y es menester enfrentarse de nuevo a la dolorosa experiencia de llegar al agua para que la piel no se le caiga a uno a tiras. Solo habiendo superado todos estos abrasadores obstáculos, se puede vivir el único momento de felicidad que procura la cala, que es tanto más intenso cuanto más espinosos hayan sido aquellos: nadar en un agua cristalina –esta sí–, entre peñas y pinos que crecen horizontales en ellas, bajo la lámina ferozmente azul del cielo, y rodeados por el silencio del agua y del aire. Pablo y Álvaro complementan los placeres de la contemplación con sus propias preferencias: el snorkel. La primera vez que me dijeron que lo practicaban, yo pensé que se habían adherido a alguna secta escandinava o, peor aún, a alguna facción disidente de los hare krisna. Pero no: se trata de una forma de natación que permite contemplar los fondos marinos, aunque la expresión resulte excesiva: los fondos de cala Pedrosa son muy poco hondos. Pero ahí está la gracia. En realidad, el snorkel es muy simple: uno se limita a flotar en la superficie del mar y mira lo que sucede debajo gracias a unas gafas y un tubo que le permiten ver y respirar. La mayor dificultad consiste en habituarse al tubo, que hay que morder para que no se suelte y que, aunque lo muerdas como si quisieras arrancarle la otra oreja a Evander Hollyfield, siempre deja pasar algo de agua y, a veces, hasta se inunda. "Has de resoplar de vez en cuando para expulsar el agua, como una ballena", me aconseja Pablo. Y yo no sé si esta es otra forma filial de llamarme gordo. Pero sigo su consejo y consigo razonablemente contemplar bancos de peces pequeños y grandes, con el cuerpo listado de plata y las colas oscuras, que se mueven indiferentes a mi presencia y que, si me acerco un poco, apresuran desdeñosamente el aleteo para dejarme atrás con un palmo de narices (y dos palmos de tubo). También se ven estrellas de mar y poblaciones de pequeños moluscos blancos adheridos a las rocas del fondo. (Pablo busca también pulpos, pero me dice, cuando salimos a respirar, que aquí no los hay). Hay que tener cuidado con las medusas, el mayor peligro que acecha al snorkelista (¿se dirá así?), y con el cansancio, claro: hacer snorkel es como beber vino blanco: entra fácil, pero el arreón que te pega al cabo de un rato es de órdago. De vez en cuando veo a Pablo sumergirse y bucear, con tubo y todo: no persigue a ningún ser vivo; simplemente, le gusta evolucionar en el agua, como si él mismo fuera otro animal marino, y me admiran sus movimientos armónicos, fluidos, de manatí o sirena. Me agrada también contemplar las formaciones rocosas que no se aprecian desde la superficie: volúmenes laberínticos, fantasmagóricos, punteados de lapas y otros animalejos submarinos que no sé identificar, con penachos de algas y ocasionales plásticos que Pablo y Álvaro se empeñan en capturar y sacar del agua. Su gesto me conmueve: es un acto de solidaridad, de compromiso con el mundo, infinitamente pequeño, pero infinitamente humano e infinitamente bueno. Consigo salir del agua (aunque me doblo la muñeca al apoyarme en una roca una de las muchas veces en que me caigo) y recupero fuerzas en el chiringuito de la cala. Porque la cala tiene un chiringuito (y, al otro lado, un pequeño apartamento que ocupa una afortunada familia, y que tiene todos los visos de ser un antiguo refugio o almacén de pescadores, hoy reconvertido, de estranjis, en vivienda), que hasta sirve comidas. A mí me basta con una cerveza, con la que acompaño la lectura del periódico del día. Pablo y Álvaro siguen a sus cosas. Yo observo, desde mi privilegiada (y felizmente sedente) posición, a la gente que hay en la cala. Predominan los jóvenes. Reparo en especial en dos chicas, quizá lesbianas, que toman el sol a pecho descubierto y lucen tatuajes por doquier. Van con dos perros, un galgo y un chucho (ya mayor: tiene el hocico gris), a los que tratan mejor que a sí mismas: les sirven agua mineral en un cuenco, les dejan su lugar en la toalla bajo la sombrilla, los acarician y les tiran una pelota amarilla de goma para que se entretengan (solo se entretiene el mil leches, inquieto y regordete; el galgo, al que le cuelga una lengua de un palmo, lo mira todo con una apatía acalorada: "Buf, cualquier se mueve con esta calorina; que vaya a buscar la pelotita el gordo..."). Ni una sola vez van las mujeres al agua. Se quedan alrededor de la sombrilla, bajo la cual jadea el galgo, y comen de unas fiambreras. Y yo me pregunto por qué extraños mecanismos cerebrales han llegado a concluir que esto –pasar un calor sahariano, maltratar la piel con el sol, comer comida fría en una envase de plástico, sentarse, dobladas, en una piedra durísima, dejarse los pies entre las rocas, laborar para dos perros– es placentero. La cala que visitamos al día siguiente es, en realidad, una playa, aunque recogida entre dos salientes de la costa que justifican el nombre de "cala": Es Castell ('el castillo'), cerca de Palamós. Nos la ha recomendado Gerard, nuestro anfitrión en Peratallada, cuando ya nos íbamos. Lo ha hecho en medio de una filípica contra el alcalde de la localidad, que, antiguo convergente, lleva más de veinte años en el cargo, en uno de esos ejemplos de monopolización del poder público tan propios de la hispanidad o, en este caso, de la catalanidad, y que ha conseguido, elecciones mediante, gracias a una sabia política de contentar estómagos y reclutar clientes. Llegar hasta la playa de Es Castell es mucho más fácil que hasta la cala Pedrosa. El coche se deja en un aparcamiento muy grande y se camina un trecho hasta el lugar. Nos preceden, en la caminata, varias familias provistas de todos los utensilios que necesita una familia española (o catalana) para disfrutar de un día de playa: flotadores con forma de cisne o tiburón, sombrillas, bolsas de playa atiborradas de toallas, nevera portátil a reventar de latas de cerveza y tortilla de patatas, y balones de plástico, entre muchos otros e inverosímiles adminículos. La playa de Es Castell es mucho más cómoda que la cala Pedrosa y hasta que Aiguablava. Tiene casi cuatrocientos metros de longitud de arena fina (y ardiente), aunque una malévola franja rocosa amenaza los pies (y el equilibrio) nada más entrar en el agua, como si el lugar no quisiera que nos olvidáramos de que, aunque parezca más cordial, estamos todavía en la Costa Brava, y la Costa Brava es brava, entre otras cosas, por sus pedruscos. No obstante, esa franja pedregosa se supera con facilidad (solo me caigo una vez) y luego ya se puede disfrutar de un agua limpísima y deliciosamente fría. Y eso hago yo con enérgicos chapuzones, solo limitados por las boyas amarillas que acotan la zona por la que salen al mar los kayaks llenos de turistas rubicundos de una empresa de deportes de aventura que tiene oficina en la arena. El año pasado vivimos nosotros la experiencia del kayak cerca de aquí, en las islas Medas, y no estoy dispuesto a repetirla. El monitor, precisamente, de un numeroso grupo de adolescentes kayakeros nos chafa la estancia, porque decide que pueden instalarse pegaditos a donde estamos nosotros, y así se lo comunica a sus pupilos a gritos, que profiere a escasos centímetros de mi oreja. Como Pablo y Álvaro están haciendo snorkel por una de las paredes rocosas que delimitan la cala, yo recojo las toallas y las bolsas y me retiro cincuenta metros, para que las turbulentas actividades del grupo no nos arrastren a sus abismos de músculos incansables y hormonas desatadas. Pero el grupo, capitaneado por el aullante monitor, está decidido a aguarnos la fiesta, porque cuatro o cinco de sus miembros deciden que el mejor lugar a la playa para jugar a fútbol es la que queda exactamente encima de nuestras cabezas. Volvemos a retirarnos, esta vez al chiringuito local, hasta que se les pase la pasión futbolera, y allí nos tomamos sendas y monstruosas cervezas. Es el típico bar de la costa mediterránea: con camareros malcarados y moderadamente ineptos, precios estratosféricos y normas ilegales, como que, si se consume en grupo, no se puede pagar individualmente, sino en conjunto, con una sola factura. Tampoco tenemos suerte con el restaurante en el que comemos, la Malcontenta, muy cerca de Es Castell, al que ladinamente nos conduce Internet. Pero es ya la última etapa de nuestro viaje. Nos preocupamos por almorzar (o lo que sea que hayamos hecho en el lamentable Malcontenta; realmente, estamos muy mal contentados) y volver pronto a Barcelona. Por la AP-7, desde que no se paga peaje, se forman unos embotellamientos monumentales: toda Cataluña, seducida por la gratuidad, se echa a la autopista y se condena así al encarcelamiento. Los peajes es lo que tienen: malo si están, pero malo también si no están. Por suerte, esta vez llegamos a Barcelona sin detenernos. Y es que la Costa Brava siempre procura sorpresas y emociones fuertes.

sábado, 9 de julio de 2022

El sexo en la literatura española

Un poeta barcelonés con el que participé en una lectura en Málaga hace dos meses dijo algo que me sorprendió: que, en comparación con otras literaturas europeas, apenas había sexo en la española hasta el siglo XX. Y me sorprendió porque quien lo decía había sido, además de poeta, profesor universitario de literatura, crítico y ensayista.

Su afirmación –que hizo al final del acto, cuando el cansancio y la falta de tiempo me impidieron hacerle algunas precisiones necesarias– es un tópico cuya consolidación ha sido propiciada por dos hechos de largo impacto en nuestra cultura: la represión, por parte de la Iglesia –y su brazo armado durante siglos, la Santa Inquisición–, de todas aquellas manifestaciones artísticas y literarias que contradijeran la ortodoxia católica y su draconiano correlato moral –y cuya prohibición hizo que no hubiese obras pornoeróticas españolas en las bibliotecas europeas– y el peso de la tradición filológica decimonónica encabezada por Marcelino Menéndez Pelayo, otro adalid de la ortodoxia, que quería expulsar a las tinieblas exteriores todo cuando discrepase del canon nacional-católico, recto como un cirio candeal, que se había propuesto erigir.

Eso llevó al bueno de don Marcelino, y a la profusa estirpe de filólogos más o menos franquistas que siguieron su preclaro ejemplo, a desechar obras tan significativas como la Carajicomedia o las lecturas disolventes del Libro de buen amor, La Celestina o La lozana andaluza.

Para Menéndez Pelayo, La lozana andaluza –que, publicada en Italia en 1524, se incluyó pronto en el Index Librorum Prohibitorum, y no volvió a saberse nada de ella (salvo como manuscrito clandestino) hasta 1845, cuando la redescubrió un austriaco, Ferdinand Wolf– era «un desfile de escenas pornográficas»; las acciones de la protagonista, «horrores»; la lengua en la que estaba escrita, una jerga «llena de barbarismos y solecismos»; y el libro, en fin, «inmundo y feo». (Don Marcelino intentaba salvar el honor patrio endilgándole a la disoluta Italia la responsabilidad de semejante engendro: La lozana andaluza era obra «de un español italianizado», Francisco Delicado, y, por lo tanto, «las costumbres que describe [eran] más italianas que españolas»).

Pero que no circulasen en España (ni en Europa) obras eróticas no quiere decir que no existieran. Desde las primeras expresiones de la literatura española, aunque en lengua aljamiada, las jarchas —un prodigio de delicadeza y sensualidad, pero también de avidez copulatoria, como demuestra esta, traducida por Emilio García Gómez: «Boquita de collar, / dulce como la miel, / ven, bésame. / Dueño mío Ibrahim, / ¡oh, dulce nombre, / ven a mí de noche! / (…) Amiguito, decídete. / Ven a tomarme, / bésame la boca, / apriétame los pechos, / junta ajorca y arracada. / Mi marido está ocupado»; y subrayo, sobre la explicitud de la propuesta y el ensalzamiento del adulterio, la invitación a «juntar ajorca y arracada», que dibuja una escena casi yóguica— y el Libro de buen amor, con aquellas sabias palabras inaugurales: «Como dice Aristóteles, cosa es verdadera, / el hombre por dos cosas trabaja: la primera, / por haber mantenencia; la segunda cosa era / por haber juntamiento con hembra placentera», que enmarcan la obra entera y anticipan varios encuentros del protagonista con aguerridas serranas, el erotismo ha tenido una poderosa presencia en nuestras letras.

Durante la Edad Media, el Renacimiento y los Siglos de Oro, el erotismo más franco se refugió en la anonimia, ya fuese de campesinos y menestrales, con las canciones populares, que inspiraron las serranillas del Marqués de Santillana y desembocaron en la poesía de cancionero, o de autores cultos, que igual practicaban la obscenidad paródica y burlesca de la Carajicomedia –dedicada «al muy impotente carajo profundo / de Diego Fajardo, de todos abuelo, / (…) que ha cuarenta años que no mira al cielo»– que componían coplas, sonetos, letrillas o villancicos celebratorios del amor y sus afanes, muchos recogidos en el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, publicado en 1519. Y no se puede olvidar La Celestina, con uno de los principios más memorables de la literatura erótica universal, cuando Calisto entra en la huerta de Melibea, ve a su dueña y exclama: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. (…) En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase». (Pero Calisto pasará de estos modos caballerescos a otros menos platónicos en el acto 19, en el que Melibea ha de rogarle que tenga las manos quietas, a lo que el galán responde con una franqueza que acaba con todo vestigio de amor cortés en su conducta: «Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas»).

Como ya se me está acabando el número máximo de caracteres (con espacios) de que dispongo en este artículo, hay que dar un salto no pequeño hasta el siglo XVIII, que fue pródigo en literatura erótica. Nuestros ilustrados cantaban, de cara a la galería, las excelencias de la razón, pero, sotto voce, atemperaban las urgencias del rijo con obras tan elocuentes como Arte de las putas, de Nicolás Fernández de Moratín –un catálogo de la prostitución madrileña de mediados del Siglo de las Luces, que en nuestro caso fue más bien el Siglo de la Penumbra–, o El jardín de Venus, de Samaniego, cuyas fábulas aún se nos leían en el colegio (de curas) a los chicos de mi generación, hoy boomers (las fábulas que escribió como fabulista, no como pornógrafo, aclaro). Y si Moratín es un expresionista avant la lettre, Samaniego es un precursor del surrealismo en alguno de sus disparatados romances. Pero no solo ellos practicaron el noble arte de la lujuria escrita: también lo hicieron Tomás de Iriarte, otro fabulista, y José Iglesias de la Casa, y, ya en el XIX, Espronceda, un sátiro de mucho cuidado, amén de exquisito romántico, y Bartolomé José Gallardo, bibliófilo y bibliocleptómano, ambos extremeños.

En el XX, la literatura se esponja y las costumbres se liberalizan, y el sexo inunda la literatura de España (y de todas partes). Conviven entonces los poemas homoeróticos de García Lorca, los Senos de Gómez de la Serna y divertidísimas diabluras como La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, de Cela. España se equipara entonces a cualesquiera otras letras. Pero lo hace públicamente, porque privadamente, clandestinamente, anónimamente, ya era equiparable a las demás. El sexo ha recorrido siempre nuestra literatura, quod erat demonstrandum.

Todo esto me habría gustado responderle a mi amigo en Málaga. Pero no me dio tiempo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 1 de julio de 2022]

lunes, 4 de julio de 2022

Los fuegos artificiales

En Sant Cugat es fiesta mayor. Y, aunque tú no quieras participar, en Sant Cugat la fiesta mayor viene a buscarte. El parc Central, justo delante de mi casa, es uno de los escasos privilegios que tengo en esta vida: un lugar despejado y luminoso, fresco y magnífico, con grandes praderas para que los perros (antes eran los niños) correteen. Pero en el pecado está la penitencia. Ese mismo lugar, tan amplio y placentero, es el espacio ideal para acoger espectáculos de masas (al menos, masas municipales). El ayuntamiento, cada año, planta un escenario en el parque y nos propina a todos un recital. Este año ha sido nada menos que de rap (catalán, por supuesto). Y hasta las tres de la mañana, para que no se nos olvide que es la fiesta mayor y que, en fiesta mayor, ha de haber música y ruido y jarana a todas horas, por todas partes, incluso cuando el día siguiente es laborable. El parque también ha sido el anfitrión de las atracciones montadas para los más pequeños (juegos de agua instalados por la empresa suministradora, SOREA [que nunca escribe "bebe", sino "hidrátate": es más largo y queda más científico], circuitos de bicicletas, minigolfs, cosas así), que también han acompañado mis días con sus llantos y aullidos, motivados, en general, por que no se hiciera lo que ellos querían hacer, que era todo. Pero, en fin, esto molestaba menos. Según cómo, cuando se reían en lugar de llorar, hasta resultaba agradable. Siguiendo la política de hacer del parc Central uno de los ejes fragorosos de la fiesta mayor, hoy se ha convocado a los sancugatenses en el Turó de Can Mates para asistir al espectáculo de los fuegos artificiales con los que se cierran los festejos. El Turó de Can Mates, una colina artificial formada con la tierra extraída en la urbanización del barrio, hace casi treinta años, no está propiamente en el parc Central, sino en el parque homónimo —de Can Mates— que lo prolonga hacia el oeste. Pablo y Júlia me han invitado a ir con ellos a ver el espectáculo, y yo, cansado como siempre de estar encerrado en casa, me he apuntado. De hecho, me he sorprendido a mí mismo al aceptar la invitación, porque siempre he huido, y cada vez más, de las algazaras y celebraciones multitudinarias. Pero es que pasarse la vida sentado inquieta mucho por dentro. Me echo, pues, a la calle como un intrépido aventurero dispuesto a afrontar todos los peligros (pelibro se me ocurrió el otro día para una campaña de fomento de la lectura: residuos de mi experiencia en Extremadura) de la vida contemporánea, y, en particular, los muchos asociados a un castillo de fuegos artificiales. Y lo primero que me encuentro al pisar la calle es un río de gente que se dirige ordenadamente al oeste, como si el Turó de Can Mates fuera un gigantesco flautista de Hamelín. Predominan los grupos de jóvenes, pero también hay familias enteras (con los mismos niños que me han alegrado las tardes), y parejas mayores, y hasta personas solas, como yo, que se van a reunir con otros espectadores, o quizá no. Me temo lo peor. Y lo peor es que toda esa gente se apiñe en el Turó, un mirador excelente (desde el que se divisa una buena parte de la comarca del Vallès y la montaña sagrada de Montserrat), para ver los fuegos en primera línea. Pero, si es así, ni el mirador será excelente, ni habrá ninguna primera línea desde la que mirar, sino un mar de cabezas, y de cuerpos veraniegamente sudorosos, sin escapatoria ni desembocadura. Por suerte, cuando llego al punto en el que he quedado con Pablo, me encuentro con un guasap en el que me ordena: "Ven aquí". Y "aquí" es una coordenada concreta, a unos 700 metros, en la dirección contraria al Turó. Ah, la tecnología moderna. No deja de ser una dictadura, pero a veces facilita las cosas. Mientras me dirijo, no sin sorpresa, al punto indicado, veo un afluente de gente al río principal: todo el mundo va hacia el otro lado. En una bocacalle, un Mini de color crema que está maniobrando en la acera para ir también al Turó (supongo) echa marcha atrás y casi me atropella. Tengo que dar un brinco lateral para evitarlo. Dentro hay dos jóvenes. Uno masculla una disculpa; yo, un insulto. (Y confirmo que múltiples peligros acechan al espectador de los fuegos). Sigo mi camino hasta el lugar que me marca el GPS: es un puente sobre la autopista, a lo largo del cual se ha sentado la gente; entre ellos, Pablo y Júlia. Me acomodo —es un decir: el asiento es de piedra— en el espacio que me han reservado y nos disponemos a disfrutar del espectáculo. Se conoce que la gente ha averiguado que este es un mirador casi igual de bueno que el Turó de Can Mates —la vista es despejada y no hay aglomeraciones— y se viene aquí a verlo. No alcanzo a recordar que haya contemplado nunca, de principio a fin, un castillo de fuegos artificiales. Quizá de niño mis padres me llevaran a ver alguno, pero, si es así, se me ha borrado de la memoria. Esta será, pues, una primera experiencia, acaso una experiencia única. A mis 59 años, ay. A mi lado hay sentado un chino con su hijo en el regazo. Se comprende que hayan venido: en China hay una tradición milenaria de fuegos artificiales (claro, inventaron la pólvora) y querrán contrastarla con la española. El niño, que no para quieto, habla en chino con su progenitor, lo que también se comprende, pero de vez en cuando suelta palabras en castellano (no en catalán), como "¡bien!" o "¡vale!", cosas insulsas, pero que denotan un entusiasmo políglota. Por fin empieza el espectáculo. Las explosiones se imprimen en la pantalla del cielo como tizas de fuego en una pizarra infinita. Hay de todos los tipos: cohetes rectos que dejan una gruesa estela luminosa y luego estallan brevemente, como si, en su caso, lo interesante fuera el camino y no la culminación; cohetes invisibles hasta que explotan, y que abren en el cielo rosas enormes, de pétalos suculentos; cohetes que dibujan una palmera, con su tallo y sus hojas doradas y caedizas, y que se agrupan con otros iguales, hasta formar fugaces oasis en el desierto azabachado del firmamento; cohetes de cabotaje, que disparan a poca altura ráfagas rojas, pero muy sanguíneas; cohetes que forman nubes ígneas, que se deshilachan en una miríada de puntos ardientes; cohetes que inflan pelotas rojas, amarillas o verdes, que asimismo desaparecen como si el aire las deshinchara de una patada; cohetes múltiples, que llenan el horizonte de heridas azafranadas; coheres sinuosos, que caracolean, se enroscan como berbiquís o escriben acentos circunflejos en la negrura; y, en fin, toda suerte de llamaradas, centelleos, estallidos y hogueras, acompañadas por un estruendo que nos permite comprobar lo que tarda el sonido en viajar: desde el relámpago hasta el trueno pasa un segundo, o décimas de segundo. Todo es efímero: las luces y los estampidos. Los fuegos artificiales son el arte más efímero que existe: apenas dura un instante, y luego solo queda una nube de humo gris, que se contorsiona hasta desaparecer como un fantasma. Todo el espectáculo ha durado diecisiete minutos. El equipo que lo ha organizado ha tenido que ser nutrido: en algunos momentos, los cohetes salían disparados por docenas, y no han dejado de perforar el cielo desde el primer momento hasta el último. Mientras ha durado, por la autopista han seguido pasando coches, indiferentes. También ha pasado por delante de todos un trío de chicas, una de las cuales iba en sujetador, un sujetador negro, de encaje, muy bonito, que cubría un pecho escaso. Llevaba la camiseta en la mano. Desde luego, hacía calor, pero no sé si tanta. Me parece que a esta misma chica la he visto esta mañana, cuando he salido a comprar el pan y el periódico, sentada con otros en una terraza, y también en sujetador (el mismo). En Sant Cugat abunda el nudismo callejero: en otra ocasión, vi a una mujer desnuda, que protestaba por la carestía de los alquileres, a la entrada del ayuntamiento; hoy veo a esta ninfa aligerada de ropa, ante la que nadie se sorprende. Pasa, tranquila, y se va. Y yo he culminado una nueva experiencia, que no me ha dejado insatisfecho. (No la de la chica contenta de compartir su intimidad con todos, sino la de los fuegos artificiales). Además, es bueno comprobar en qué se gasta el ayuntamiento mis impuestos.