El poeta Eduardo García murió hace poco más de un año. Un cáncer de páncreas se lo llevó en pocos meses. Tenía 50 años, esa edad terrible para morir (aunque todas lo sean), en la que todavía se es joven, todavía se anticipa mucha vida por vivir, pero ya se han desvanecido los espejismos aurorales y por fin sabemos, o intuimos, a qué atenernos para ser felices o, por lo menos, para no ser desgraciados. Yo lo conocí hace ocho o nueve, cuando coincidimos en el festival Cosmopoética. Me puse en contacto con él unos días antes de viajar a Córdoba y concertamos una cita. La charla fue distendida y cordial: Eduardo hablaba con precisión y escuchaba con generosidad, dos tareas difíciles. Me agradó su amabilidad, su bonhomía y su intensa conciencia lingüística, que daba para el vuelo del pensamiento y la práctica del humor. Por otra parte, cada vez me interesaban (y me siguen interesando) más los buenos poetas que son, también, buenas personas. Con los buenos poetas que son unas víboras —y conozco a unos cuantos— me cuesta mucho tratar (y leer su poesía). Y a los malos poetas e individuos abyectos, abundantes como la posidonia, no quiero verlos ni en pintura. De Eduardo había leído, hasta el momento de conocerlo, un excelente ensayo, Una poética del límite, publicado por Pre-Textos en 2005, riguroso, dúctil, razonador, fruto sutil de su formación filosófica, y así se lo dije cuando nos vimos (paradójica e inteligentemente, Eduardo García propugnaba "escribir sin apenas pensar" y "confiar a ciegas en la intuición"). Pero, como a todos los poetas, lo que le gustaba de verdad era ser poeta y que se le leyera como a tal. De hecho, otro de los momentos de aquel memorable (para mí) Cosmopoética fue cuando me crucé otra vez con él por la calle —yendo o viniendo del estand donde hacíamos las lecturas— y me dijo, emocionado, que le acababan de conceder un premio importante —no recuerdo si el Fray Luis de León o el Nacional de la Crítica: fue galardonado con ambos— por La vida nueva: los ojos le brillaban y yo advertí un regocijado temblor en su estar: era algo más que un erizamiento de la piel o una vacilación de la voz; era una satisfacción honda, asombrada, conmovedora. Eduardo me regaló algunos de sus poemarios y yo luego seguí la pista de sus publicaciones, lo que no era difícil, porque todas ganaban, o habían ganado, premios importantes: el Hiperión, el Juan Ramón Jiménez, el Ciudad de Melilla. También reseñé La vida nueva, uno de sus mejores libros, en efecto. Lo hice en Turia ("Dantiano y entusiasta", nº 89-90, marzo-mayo de 2009; puede leerse aquí: http://www.eduardogarcia.eu/index_archivos/Page872.htm), donde escribí: "El lenguaje de La vida nueva —y, en general, de toda la poesía de Eduardo García—, bruñido y exacto, conjuga la precisión denotativa con el arrebato analógico y el vislumbre visionario. También las formas acogen, en su pluralidad, opciones clásicas —sonetos, endecasílabos, alejandrinos— y mecanismos modernos, como el versículo extenso. (...) Esta convivencia respetuosa de modos figurativos y surreales caracteriza la obra de Eduardo García, uno de los pocos poetas españoles de su generación que ha sabido sustraerse a la estéril polarización entre realistas y experimentales, y que ha fundido en sus versos, en una síntesis ejemplar, lo mejor de ambas corrientes. La vida nueva no desprecia el detalle menudo, la algarabía de los objetos, el diorama multiforme de la realidad, pero renuncia sabiamente a la anécdota: a eso tan perezoso del hecho por el hecho, de lo nimio por lo nimio. Su poemario alberga, junto a un anclaje sólido en lo que podemos convenir que es el mundo, una voluntad cósmica: un anhelo por que el mundo acoja —y materialice— los hervores de la conciencia. (...) La vida nueva celebra el milagro de la esperanza sin éxtasis ni blanduras, con un lenguaje ceñido y resonante, de elegancias clásicas y osadías actuales". No eran estos los únicos rasgos relevantes del libro: me llamó mucho la atención también la alegría que lo empapaba: un júbilo sosegado, fruto de una madurez reflexiva, que no desconocía las malandanzas de la realidad, pero que se aferraba al goce del amor y la palabra, a la pasión del latido. La Fundación José Manuel Lara publica ahora, en su colección Vandalia, La lluvia en el desierto. Poesía completa (1995-2016), con prólogo de Andrés Neuman y epílogo de Vicente Luis Mora, ambos amigos del poeta y buenos conocedores de su obra. El primero aporta una emotiva semblanza de la persona, sin excluir la consideración estética de su poesía. De ella quiero destacar esta observación: "Me despedí de Eduardo, si es que me he despedido, unos pocos días antes de su muerte. Viajé a Córdoba para verlo y tocarlo una vez más. Era, recuerdo, una tarde muy luminosa. Piadosamente soleada. Él ya sabía y comprendía todo. Parecía más perplejo que asustado. No se mostró dispuesto a fingir ni a sobreactuar. El hospital tampoco había vencido la elegancia de su comportamiento. Se notaba su esfuerzo por no incomodar a nadie: continuaba cuidando a quienes lo cuidaban". El segundo contribuye a la comprensión de la importancia de Eduardo García en la poesía española del último cuarto de siglo con un minucioso análisis, como en él es habitual, de sus claves literarias y estéticas, "Reencantar el mundo: el legado poético y ensayístico de Eduardo García". Entre ambos encontramos un prólogo del propio Eduardo (escrito para una poesía reunida, con el título de La lluvia en el desierto, que no llegó a ver la luz) y su obra publicada: Las cartas marcadas (1995), No se trata de un juego (1998), Horizonte o frontera (2003), Refutación de la elegía (2006) —obsérvese este título como ejemplo de la alegría vital a la que me he referido; al poema homónimo pertenece el endecasílabo con el que encabezo esta entrada—, La vida nueva (2008) y Duermevela (2014), más dos libros inéditos —La hora de la ira, escrito con la indignación de tantos españoles por la injusticia y la corrupción del país, y Bailando con la muerte, un estremecedor relato de la convivencia de su autor con un cuerpo condenado— y un conjunto de poemas no incluidos en libros propios, tanto publicados en revistas o antologías como inéditos, rescatados de su gaveta de creador. En el volumen, estrictamente lírico, no se incluyen ni sus ensayos ni sus aforismos, que también cultivó, con acierto, en Las islas sumergidas (2014). La obra de Eduardo García es coherente y sólida: no tiene caídas, aunque sus formas fluctúen —de los metros clásicos, a los que recurría a menudo, al verso libre y al versículo libérrimo; del poema largo a las estrofas breves— y sus temas se adapten, como es lógico, a las preocupaciones y la evolución personal del poeta. Pero me gustaría destacar uno de los poemarios inéditos que se dan a conocer en esta poesía completa, Bailando con la muerte, quizá porque las reflexiones de alguien que se sabe condenado ("atravieso la perplejidad de la palabra condenado", escribe en uno de sus poemas; aunque todos lo estamos), y que sabe contarlo serenamente, se impregnan de una virulencia, de una verdad atroz, que las hace fondear muy dentro de la conciencia del lector. Impresionan las hechuras sobrias de esta sobrecogida revelación; impresiona su estoicismo; impresiona la confesión que es, radicalmente personal, pero, por eso mismo, enteramente universal: Eduardo García pronuncia, con la sabiduría helada que da mirar a la cara a nuestra única certeza, la elegía que podríamos elevar todos; y, siempre vital, siempre danzante, la refuta.
Transcribo el poema "Si todo ha de acabar" —un soneto isabelino—, de Bailando con la muerte:
Si todo ha de acabar, qué importa nada.
Si el río ha de arrastrar cuanto queremos,
días, amigos, cuerpos, libros, senos,
cavando a nuestro paso una hondonada;
si todo ha de anegar la mar helada
y al cabo nos aguardan crisantemos,
más vale no olvidar lo que seremos
y enterrar en olvido la alborada.
Mas si el destino está en quedar en nada,
rema a contracorriente, a tumba abierta,
apurando los cauces, siempre alerta
al destello que inflama la mirada.
Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte
cada hora que le robas a la muerte.