miércoles, 27 de enero de 2021

Tres películas singulares: La buena esposa, Ártico y Dame diez razones

La buena esposa, una película de 2017, basada en una novela de la estadounidense Meg Wolitzer, dirigida por el sueco Björn Runge y protagonizada por Glenn Close, Jonathan Pryce y Christian Slater, cuenta la historia de un escritor que recibe el premio Nobel de literatura y de su esposa, que es quien realmente ha escrito sus libros. El escueto título original en inglés, The Wife ['la esposa'], carece quizá de las connotaciones que tiene para el público español —desde La perfecta casada, aquel catón de la catolicidad doméstica pergeñado en mala hora por el sabio que fue fray Luis de León— el que se le ha dado en nuestro país, La buena esposa, pero la película sí remite a situaciones bien conocidas en la literatura española y, es de suponer, en la literatura del mundo, como la de aquel novelista y dramaturgo de éxito, Gregorio Martínez Sierra, cuya obra se cree escrita en íntima coautoría con su mujer, María de la O Lejárraga, tan íntima que muy probablemente la mayoría de sus libros fuesen escritos por ella. La interpretación de Glenn Close —una actriz de otro planeta, como Meryl Streep o Susan Sarandon— es lo mejor de la película, que, por otra parte, describe muy superficialmente la concesión del Nobel y la ceremonia de entrega del premio. La calidad de su actuación fue recompensada con el Globo de Oro a la mejor actriz dramática. Con una ilimitada paleta de gestos, miradas, palabras y silencios, pinta la tortura interior que vive ante una falta de reconocimiento que, si bien ella ha aceptado desde el principio por amor a su marido (aunque el guion no deje claro qué vio en él, un joven profesor de una universidad de segunda, con poco talento literario y escaso atractivo personal, como para asumir ese sacrificio), con la bomba de fama y adulación que supone el Nobel se vuelve insoportable. De esa tortura nos enteramos nosotros, el público, gracias a su prodigiosa interpretación, y algunos miembros de su familia —también la sospecha el periodista inquisitivo encarnado por Christian Slater—, pero nadie más, porque la buena esposa que es Glenn Close en la película demuestra una extraordinaria capacidad para el disimulo, como ya hiciera, por otra parte, en aquella dolorosa y a la vez gratificante escena final de Las amistades peligrosas, en la que encaja sin mover una ceja el sangriento abucheo que le dedica el auditorio de la ópera de París, después de que madame De Tourvel y el vizconde de Valmont hubieran muerto por ella. Al ostracismo en el que vive como escritora se suma el desprecio que suponen las constantes infidelidades del antihéroe, que ni siquiera en Estocolmo, rodeado por los protocolarios fastos del galardón, deja de actuar: allí intenta seducir a la hermosa fotógrafa que le ha asignado la Academia sueca por el infalible procedimiento de recitarle las célebres palabras finales de "Los muertos", de James Joyce: His soul swooned slowly as he heard the snow falling faintly through the universe and faintly falling, like the descent of their last end, upon all the living and the dead ['Su alma se desvanecía al oír caer leve la nieve sobre el universo y caer leve, como el descenso de su último ocaso, sobre los vivos y sobre los muertos'], que también le había recitado, cuarenta años antes, a la santa que sería su mujer.

Ártico es una película islandesa (sí, en Islandia también hacen películas, y muy buenas) de 2018, escrita y dirigida por el brasileño Joe Penna (que, además de cineasta, es guitarrista y youtuber) y protagonizada (en el sentido más literal posible: solo actúa él y, en la segunda mitad del film, una actriz que no llega a pronunciar palabra, además de un extra que hace de muerto) por el danés Mads Mikkelsen, a quien conocimos en España gracias a su participación en Torremolinos 73 y vimos también, haciendo de malo, comerse con patatas a Daniel Craig en Casino Royale. Ártico es cine de supervivencia, pero también una anomalía: no hay ninguna grandilocuencia ni artificiosidad en la historia que cuenta (ni tampoco mejora: el protagonista no progresa, como Robinson Crusoe, que reconstruye la civilización en su isla olvidada de Dios, o como Tom Hanks, protagonista de Náufrago, al que vemos transformarse en un envidiable tarzán), sino una exposición cruda, ascética, casi abstracta, de la lucha feroz de un accidentado en el Ártico por ser rescatado. La película empieza in media res, con alguien que se llama Overgard perdido en las inacabables estepas del Círculo Polar Ártico y refugiado en los restos del avión con el que se ha estrellado y del que es el único superviviente. Se come crudos los peces que pesca por un agujero que ha hecho en el hielo y cada día activa un aparato de electricidad para lanzar un mensaje de socorro que, por el aspecto de Overgard, nadie ha atendido en mucho tiempo. Por fin aparece un helicóptero, pero lo hace en una ventisca, y el aparato se estrella cuando iba a aterrizar. El piloto muere y la copiloto queda malherida e inconsciente. Es fácil imaginar la desolación del pobre Overgard. Pero se arma de valor y se lleva a la copiloto —interpretada por la exótica islando-tailandesa Maria Thelma Smáradóttir, a la que no quiero quitarle méritos, pero que aquí hace el papel más fácil de su vida— a su ruinoso refugio. En ella encontrará una razón para vivir incluso superior a la suya propia y, sobre todo, alguien con quien estar, con quien hablar, con quien recuperar la condición humana, que se asienta en la palabra, aunque no diga nada y solo le conteste con débiles apretones de mano. Luego, ante la perspectiva de que muera, decide utilizar los materiales y un mapa que ha encontrado en el helicóptero caído para llegar a una lejana base polar. La segunda mitad de la película cuenta ese viaje épico, en el que el protagonista arrastra a la herida en un trineo por el desierto helado, sufriendo temperaturas que ríete tú de las que ha dejado Filomena en Teruel, un cansancio que llega al agotamiento, un hambre extrema, los accidentes del terreno —que le obligan a dar rodeos imprevistos o le tienden trampas con la nieve: en una cae en una cueva y casi se parte un tobillo—, los ataques de los osos (a los que espanta metiéndoles una bengala encendida por el hocico) y la legendaria incapacidad de los pilotos para ver a gente que grita, hace señales desesperadas y hasta tira bengalas en medio de un hielo blanquísimo. La sucesión de infortunios es tan grande que la determinación de Overgard de salvarse él y de salvar a la aviadora herida acaba siendo un sufrimiento no solo para él, y para la aviadora, que ya está agonizando, sino también para el espectador. Yo no dejaba de mirar el reloj para saber cuánto faltaba para que acabase la película, aunque me gustaba mucho. Las imágenes, de una soledad y un dolor apabullantes, eran hipnóticas, pero también insoportables. 

Dame diez razones fue dirigida en 2006 por Brad Silberling, un director que había empezado en la televisión y hecho cine comercial —como Casper, aquella apología de los fantasmas calvos—, e interpretada por el gran Morgan Freeman y la sevillana Paz Vega. La vi por televisión, a esa hora quebradiza en que los documentales de animales de la 2 procuran una siesta muy dulce. Pero ese día no me interesaba el reportaje sobre el chorlito del Índico que echaban en la cadena y zapeé un rato antes de rendirme definitivamente a los brazos de Morfeo. En ese zapeo agónico descubrí Ten Items or Less. En realidad, lo que me llamó la atención fue la presencia de Paz Vega, una actriz muy guapa, pero que no es una Margarita Xirgu, junto al legendario Morgan Freeman. Seguí las modestas peripecias de la cinta —que narra la casual relación que establecen un actor venido a menos y una cajera de supermercado con poco dinero y en proceso de divorcio— con creciente interés, tanto por la siempre envolvente actuación de Freeman como por la delicada belleza de la Vega. Es una película sin pretensiones, transparente, con aires alternativos, simpática, emotiva a ratos (y mucho en la escena final), que me recordó, salvando las distancias, al mito de Pigmalión, tantas veces utilizado en el cine —el personaje interpretado por Morgan Freeman ayuda a la inexperta cajera española a preparar una entrevista de trabajo en la que ha depositado sus esperanzas de empezar una vida mejor— y a Lost in Translation. Tanto en Dame diez razones como en esta coinciden dos personajes declinantes, un hombre mayor y una mujer joven, cuya mutua presencia, sin caer en fatigosos enredos eróticos, los reconcilia con el mundo y consigo mismos. Quizá Dame diez razones no sea sino el estiramiento de una anécdota insustancial, pero, aunque eso sea en parte cierto, es esa ligereza lo que le da un encanto, una calidez singular a la película. Me divirtió averiguar, después de verla, que Silberling había dado carta blanca a los protagonistas para que improvisaran, y que al menos dos escenas de la película son fruto de esa improvisación: una en la que Paz Vega le canta a Morgan Freeman, y le hace cantar también a él, unas estrofas de "Al pasar la barca", y otra en la que Freeman limpia bailando un coche. No sé qué me impactó más: si oír al ganador de un Óscar por Million Dollar Baby diciendo, con acento de Tennessee, "Al pasar la barca, me dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero", o verlo meneándose como una de esas gogós que renuevan, en algunos lascivos túneles de lavado norteamericanos, el significado de la expresión "camiseta mojada".

viernes, 22 de enero de 2021

Llamarse nadie

José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) ha practicado, en los siete poemarios publicados hasta el momento —desde Contra los espejos, premio Blas de Otero en 1999, hasta Hotel Europade 2017, pasando por He heredado la noche, accésit del premio Adonáis en 2002—, una poesía delicada, más aún, exquisita, pero nunca delicuescente, sino vigorizada por un acercamiento sensual a la realidad y, al mismo tiempo, un recio impulso ético. Esta doble condición, esta naturaleza plural, pero aunada en una obra coherente, con voluntad de ser obra, consciente de sí, se aprecia con claridad en este Llamarse nadie (Polibea, 2019, prólogo de Óscar Curieses), una antología que aspira a ser un libro nuevo, esto es, un libro cuyos poemas no se alinean cronológicamente, según la estructura de los volúmenes a los que pertenecen, sino que se integran en un conjunto distinto, que persigue su propio ritmo y su propia ordenación: su propia razón de ser.

Gómez Toré se adscribe al linaje de la depuración, de una depuración, en ocasiones, extrema, próxima a un esencialismo valentiano, que se refleja, con singular radicalidad, en la sección «Blanco: claroscuro», cuyos poemas, nucleares, apuran la síntesis hasta hacerse, en algún caso, más que haikus, hasta hacerse monósticos: «Hablamos todavía», dice, sin más, uno de ellos; en otro, pregunta: «Qué es más frágil, / esta rama de árbol, / o su sombra».

La materia preferida para esta concisión que deshuesa los versos, que los vuelve tenues —pero robustas— fibras de significado, es la realidad cotidiana. El tiempo se deshila en las manos de Gómez Toré, pero no se deshace: sus hebras apresan las cosas que lo rodean, y cobran, con ese contacto, una fuerza desconocida: todo, entonces, aun lo más nimio, brilla como un objeto poderoso, como un hecho radiante. La metáfora ensarta los instantes —que son también cosas, acontecimientos— y los vuelve permanencia: «La mar, una doncella ciega / y la madre del mundo / y pájaros de espuma / que fecundan la noche», leemos en «Definición del mar». Llamarse nadie, fragmentario, doméstico, está sembrado de momentos moldeados por «la arcilla caliente del lenguaje» y que, gracias a ese moldeamiento, se iluminan: renacen. En «Un kilo de manzanas golden», el poema que cierra la sección «Blanco: celosía», pesar, comprar y comerse esa cantidad de fruta se convierte en un acto extraordinario, en una celebración: «Compartirlas / (…) será desandar un camino, / gustar / su sombra recogida, / su agua absorta». Gómez Toré no solo vivifica un gesto intrascendente, sino que demuestra saber también que, en literatura y en poesía, el secreto está en los detalles: las manzanas no son meramente manzanas, sino manzanas golden. Para captar estas realidades y estos detalles, tan inaprensibles en su anodinia, incluso en su vulgaridad, una actitud es esencial: la pasividad activa, la espera alerta, la quietud a la escucha, como también señalara José Ángel Valente. El poeta atiende a lo que ocurre aun cuando no ocurra nada; el poeta se sitúa al acecho, sin armas, inmóvil, pero vuelto enteramente membrana, para atrapar lo caedizo, lo no nacido, aunque en tránsito de nacer, lo inexistente, lo muerto. Y en esta disposición escrupulosa, la paciencia es su principal valedora: la paciencia de percibir, la paciencia de comprender, la paciencia de escribir: «Apacienta las cosas. / Aguarda a que te llamen, / pero sé la impaciencia que precisan. / Abre los frutos ácidos / que la luz te regala. / Mira como quien funda / una intemperie, un reino», leemos en «Sin memoria».

La cercanía de las cosas y la lluvia temporal que las enardece no excluye una visión panorámica del mundo. Gómez Toré proyecta asimismo la mirada a las realidades de la naturaleza, que adquieren una dimensión simbólica y que justifican los propios movimientos de corazón. Los árboles —olmos, higueras— y los animales —ciervos, perros, caballos—menudean en Llamarse nadie, pero, sobre todo, predomina cuanto tiene que ver con el cielo: con el aire y las formas infinitas de la luz. Este firmamento poblado de seres —de pájaros: mirlos, vencejos, petirrojos— y de sucesos —la nieve, las nubes, el sol—, envueltos por una transparencia cenital, encarna el deseo de elevación y es metáfora de la pureza: «Qué haremos con la luz, / con el olor que vierte / como un perdón la lluvia, con el grito / bárbaro del vencejo, / dónde albergar el náufrago estupor / que nos borra y nos nombra. // (…) qué haremos / cuando amanezca el mundo / y el cuerpo otra vez solo sea / un doloroso enjambre de palabras, / el otro lado de la claridad», escribe Gómez Toré en «Intemperie». La luz es tan importante en Llamarse nadie que se transforma en un objeto más: por eso, sinestésicamente, pesa, huele, moja, frutece, deja posos. La luz es otro cuerpo, como la noche, que se bebe, o la sombra, que se incendia. 

Los elementos de la naturaleza le sirven a Gómez Toré para articular las paradojas que dan tensión a la expresión y, al mismo tiempo, cuenta de la contradicción que alienta en lo narrado: de la candente complejidad del mundo. Con esta constante pugna opositiva, Gómez Toré aspira a lo que han perseguido todos los practicantes de la concordia oppositorum desde el salmista: reconciliar los contrarios; resolver la fractura entre lo sabido y lo intuido, entre lo sido y lo deseado, entre este y el otro lado de la realidad. En Llamarse nadie, los olores son intensos pese a ser lejanos, la intemperie cobija, la alegría se parece mucho a la tristeza, y conversar con la muerte, al júbilo. Pero es el conflicto entre la luz y la oscuridad, que se resuelve en fusión, el que mejor expresa la necesidad de sutura existencial: la nieve o el sol son negros —«mon luth constellé / porte le soleil noir de la Mélancolie», escribió Nerval—, o los resplandores son nocturnos. Por su parte, la luz y la noche mantienen una pelea que se parece mucho a un parto: «solo se hace de noche / si la luz se desnuda», dice Gómez Toré en «Blanco»; y «nada nace en la luz, / salvo la noche», en «La utopía del agua [“Sostiene entre sus manos el otoño”]».

La poesía cromática, tangible, quebradizamente turbulenta, de Llamarse nadie no excluye asuntos tan universales como el amor. La sección «Blanco: lunar» reúne los poemas más reconociblemente eróticos del libro, pero cuyo erotismo deriva de una sensualidad embridada, que no se abandona a las efusiones del cuerpo ni a obviedades sin desbastar. Tres composiciones se titulan igual: «La utopía del agua», y la primera de ellas es un haikú: «Luna, la piel. / La noche está desnuda. / Así tu cuerpo». Los hechos naturales devienen realidades corporales, o al revés: naturaleza y ser se fecundan: confluyen. La piel se cosifica; la noche se personifica. Blancura y negrura se alían para alumbrar una realidad que no es claroscura, sino transparente. El yo lírico describe con frecuencia el cuerpo de la amada que duerme, cuya existencia supone la derrota y, a la vez, la confirmación de la soledad: «amor y soledad son la misma palabra», afirma el poeta en «Habitación con vistas a una mujer dormida». La sección se cierra con un epitalamio. 

Fruto del amor es el hijo, protagonista de la sección «Blanco: sol de invierno». Ese hijo, «transparente y misterioso como el agua», estimula la memoria del poeta, que recuerda su propia niñez en un largo poema en prosa, «Moja esta ofrenda en sombra», y que resume la magia de la infancia, a los ojos de un padre, en un poema-anécdota, «Piedra»: «Mi hijo, el más pequeño, / arropa con un pañuelo una piedra. // “A dormir, piedra”, dice. // Compruebo que es verdad: / la piedra duerme».

Frente a la alegría del amor, la muerte, contrapeso existencial de eros, comparece en la sección «Blanco: intervalo». Lo hace con la misma delicadeza, pero con la misma determinación, que los demás asuntos del libro, porque, como señala Óscar Curieses en el prólogo, «no hay que embellecer ni disociar las zonas oscuras; al contrario, la muerte y el dolor son condiciones necesarias de la belleza. ¿Alguien aceptaría con naturalidad una figura sin sombra? Se trata de asumir el instante con todo, el corte que no sangra, como él mismo [Gómez Toré] ha escrito». Los muertos, en Llamarse nadie, viven. El protagonista de los poemas es los muertos que lo habitan, que derrochan materia, que exudan sudor, que beben y contemplan la neviza: «Están conmigo, en mí, / hunden sus dedos blancos / en el mercurio absorto de mis ojos, / giran, descienden polvo / hasta mi boca, / quieren ser sangre, danza que no acaba / en palacios de carne y transparencia. // Están muriéndome los muertos, / viviéndome en qué estupor los muertos», leemos en «Canción para un viernes santo». Un abanico de momentos vinculados al hecho de la muerte, que lo prefiguran o suceden, desfila por estos poemas sin tiniebla, invariablemente carnales, casi alborozados: los animales o insectos que recuerda haber matado para las clases de ciencias naturales; el cáncer y su monstruosa (o milagrosa) multiplicación celular; y la vejez, que «es escarcha amarilla / y flores amarillas».

Los poemas de Llamarse nadie progresan desde unas primeras composiciones reflexivas e intimistas, enfrascadas en el cosmos de lo inmediato, en la cotidianidad iluminadora, a otras, finales, en las que el acento se traslada al sufrimiento del mundo. El interés de Gómez Toré por los avatares de la historia, generalmente adversos, y por una sociedad corroída por la injusticia se manifiesta, sobre todo, en las dos últimas secciones del poemario, «Blanco: ceguera» y «Blanco: futuro». La preocupación social, que alcanza hasta la más reciente actualidad —el último poema del libro se titula «Democracia», que en otra pieza se define como «lo que se queda en los márgenes»—, no pierde, no obstante, su nervio metafórico. Por el contrario, lo subraya, aliado con un culturalismo que bebe de muchas fuentes, pero con especial avidez de las germánicas —Gómez Toré es un significado traductor del alemán—: Celan, Zweig, Benjamin, Durero. El drama de los refugiados, el recuerdo negro de Auschwitz o del «hijo de perra» de Stalin, el genocidio de Ruanda, los basurales de Maputo y la malaria de Mozambique, la guerra en los Balcanes, los feminicidios de Ciudad Juárez (en un poema que se titula «Ciudad Juárez o los cuerpos en la era de su reproductibilidad técnica»), el 11-M o la lucha de los indios amazónicos por sobrevivir, entre otros asuntos no menos sobrecogedores, se congregan en un lacónico diorama del horror, cuyo consuelo se busca en los caballos de Chagall —«que vuele su tierna dureza sobre la tierra ávida, que llore luz y nunca sobre los refugiados, sobre las ciudades que miran a la muerte con los ojos abiertos y durísimos»— y en el enfermero Whitman, aquel poeta que, durante la Guerra Civil,  iba cada tarde a los hospitales de Washington a dar alivio y conversación a los heridos y moribundos: «Velar la retaguardia, / pronunciar lo ilegible, / decir lo roto, el resto calcinado, / lo que no quiere ser proclama o documento».

[Esta reseña se ha publicado, con el título de «Llamarse nadie, pero ser vigoroso», en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 841-842, julio-agosto 2020, pág. 224-227]

domingo, 17 de enero de 2021

Cinco libros ingleses

Me gusta la literatura inglesa. Siempre me ha gustado. Desde que, incitado por mi padre, un anglófilo empedernido (y contradictorio), leía los sofisticados rompecabezas de Agatha Christie, los aristocráticos embrollos de Jeeves y su señor Bertie ideados por P. G. Wodehouse, las muy católicas aventuras del padre Brown, de Chesterton, y Tres hombres en una barca (por no hablar del perro), de Jerome K. Jerome. Luego he seguido con devoción otras sagas muy populares, como la de Wilt, el antihéroe académico de Tom Sharpe. Reveladoramente, todas estas obras, y muchas otras que he leído en mi vida, contenían un elemento de humor, o eran abiertamente humorísticas. Los ingleses parecen incapaces de escribir, aunque sea astrofísica o biblioteconomía y documentación, sin comicidad. Está en sus genes culturales y nadie se libra de ella. El humor es un gran mecanismo de distanciamiento, y el distanciamiento es algo muy querido por todos en la isla. Tras mi paso por la Gran Bretaña, una forma de no sentirme ajeno o desgajado de ella es leerla. Y en estos últimos meses varios títulos han mitigado no solo mi alejamiento personal de Albión, sino también la dolorosa experiencia de la separación que ha supuesto el bréxit. 

El primero ha sido A la deriva [1977], de Penelope Fitzgerald, la reconocida autora de La librería (Impedimenta, 2018traducción de Mariano Peyrou). En 2019, yo traduje otra novela de Penelope, Voces humanas (de cuya aparición di cuenta en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/04/voces-humanas.html) y quedé atrapado por su prosa cristalina, con la que describía una compleja maraña de relaciones personales y revelaba un conocimiento muy profundo tanto de la naturaleza humana como de los singulares engranajes de la sociedad británica. Todos estos rasgos están presentes en A la deriva, que tiene, en mi caso, el atractivo adicional de desarrollarse en una barcaza del Támesis, una de esas casas flotantes que todavía ocupan las orillas del gran río, anclada en Battersea Reach, en las orillas de Chelsea, un paisaje muy cercano a donde viví en Londres, en Battersea Park. También la autora vivió dos años en uno de estos narrow boats, en la misma zona. Cuando escribió A la deriva, sabía, pues, de lo que hablaba. Y, cuando yo lo leía, todo me resultaba familiar, aunque la novela transcurriese a principios de los 60. Como los puentes de Wandsworth y Battersea, que tantas veces he cruzado, o la iglesia de Santa María, el elegante templo, erigido en 1777, que enarbola su muy neoclásica torre entre una multitud, hoy, de bloques de pisos de aluminio y cristal, pero que, en los años en que suceden los hechos narrados, era todavía un conglomerado de fábricas, almacenes, viviendas humildes y hasta campos (que en sus tiempos habían sido de espárragos), atravesado por un Támesis limoso y maloliente. En esa iglesia se casó el poeta William Blake y desde sus ventanales pintó el río el maravilloso Turner. 

También he leído El regreso de Reginald Perrin [1977], de David Nobbs (Impedimenta, 2013; traducción de Julia Osuna Aguilar). Como el título indica, el libro es la continuación de uno anterior, protagonizado por el mismo personaje, Caída y auge de Reginald Perrin, que obtuvo en Gran Bretaña un éxito absoluto. Dio pie a una serie de televisión y consagró a su autor como uno de los más destacados humoristas ingleses. Se trata, pues, de otra saga cómica, cuyas entregas, no obstante, pueden leerse autónomamente. Si A la deriva es una "tragifarsa", El regreso de Reginald Perrin se ha considerado una "comedia trágica": ambos relatos entrelazan golpes de humor y oscuras melancolías, pero en A la deriva predominan estas y en El regreso..., aquellos; A la deriva no quiere ser un libro de humor y El regreso..., sí: la novela de Dobbs pretende, sobre todo, hacer reír. Pero también hacer pensar, porque en toda sátira —y eso es lo que es, de hecho— alienta un fondo de amargura; toda burla social implica una crítica, una denuncia del desajuste entre lo que juzgamos deseable y lo que, en cambio, encontramos a nuestro alrededor. La trama de El regreso... es rigurosamente disparatada. Pero también muy británicamente disparatada: el autor desarrolla los acontecimientos sin que se le mueva un pelo, con una coherencia aplastante. Reginald, un pequeño burgués fracasado, harto de que las empresas se hagan ricas vendiendo cosas que presentan como maravillosas, pero que no sirven para nada, decide abrir una tienda que venda cosas completamente absurdas, absolutamente inútiles, por esa misma razón: por ser inútiles y absurdas. Y, por primera vez en su vida, tiene éxito. Lo fantástico del relato, como subraya Kiko Amat en su entusiasta epílogo, es el funcionamiento sin fallo de ese argumento descabellado, su impecable articulación narrativa. También merece la pena preguntarse: ¿sería un argumento todavía válido hoy? ¿Podría volver a triunfar, ahora, otro Reginald Perrin?

Un tercer libro inglés de Impedimenta, publicado en 2020, con traducción de Alicia Frieyro, es El fantasma y la señora Muir [1945], de R. A. Dick, aunque su autora no fuese inglesa, sino irlandesa, ni se llamara R. A. Dick, sino Josephine Leslie, otra más de las muchas escritoras que ocultaron su condición de mujer tras un seudónimo de hombre o que se atribuía, sin mayor reflexión, a un hombre; de hecho, las iniciales "R" y "A" eran las de su padre, Robert Abercromby. El fantasma y la señora Muir es una deliciosa comedia romántica, que Joseph Mankiewicz llevó al cine en 1947 y que luego se convirtió en una exitosa serie de televisión. Narra la extraña relación que se establece entre una joven viuda, Lucy Muir, y el malhumorado fantasma de Daniel Gregg, el antiguo dueño de Gull Cottage, la casa, situada en un pueblo costero, en la que Lucy se ha refugiado en busca de sosiego y soledad. Los ingleses adoran los fantasmas y no hay casona, mansión o palacio de alguna prosapia donde no se diga que habita un espectro. Esta arraigada tradición da pie a la novela de Dick, en la que se entrelazan tías insufribles, hijos ambiciosos, criadas leales, galanes desleales, perros inquietos, obispos y esposas de obispos, abogados londinenses, editores hoscos y, en los papeles protagonistas, una viuda a la que dista mucho de sobrecoger el fantasma, que fue en vida capitán de barco (como el padre de la novelista: algo freudiano debe de haber aquí), y el espíritu de Daniel Gregg, que por nada ni de este mundo ni del otro quiere que su casa pase a manos indebidas, y que se aplica a evitarlo con sobrecogedores (e hilarantes) medios de ultratumba. El final de la historia no por previsible resulta menos emocionante. Y toda la novela desprende encanto, ligereza, simpatía, un aroma a viejo relato victoriano reverdecido por una sensibilidad contemporánea y aderezado con dos elementos relevantes: los toques de humor propios de esta literatura concreta y funcional, aunque trate de ensueños y fantasmagorías, y la conciencia feminista, que subraya el derecho y la voluntad de Lucy de decidir sobre su propia vida.

Diario de una dama de provincias [1930] (Libros del Asteroide, 2013; traducción de Patricia Antón) es otra historia escrita por una mujer: E. M. Delafield. También esta adoptó un seudónimo: se llamaba Edmée Elizabeth Monica Dashwood, pero prefirió utilizar cierta traducción macarrónica del apellido de su padre, Henry Philip Ducarel de la Pasture, para diferenciarse de su madre, también llamada Elizabeth y también escritora. Diario de una dama de provincias es, en realidad, la recopilación en forma de libro de las columnas que Delafield publicaba en una revista femenina, Time and Tide, en los años 30, y que se prolongaría, a lo largo de la década, en tres títulos más. La protagonista de esas columnas es la propia autora; se trata, pues, de un relato parcialmente autobiográfico, y, si es solo parcialmente autobiográfico, es porque no pocas aventuras —si es que puede llamarse aventuras a las peripecias cotidianas de una señora bien en una ciudad de provincias inglesa— son inventadas o se exageran para que produzcan un efecto humorístico. La gracia está justamente en esto: en componer un relato persuasivo con los nimios y a menudo absurdos acontecimientos de una vida de clase media en un condado cualquiera de Inglaterra. Para conseguirlo, Delafield recurre a un instrumento infalible, e inexcusable, en manos de un inglés: la ironía, que lo recorre todo, desde las dificultades a las que se enfrenta la protagonista para surtir la despensa de la casa a los puritanos embrollos de las asociaciones cívicas a las que pertenece. Esa ironía desvela, como también hacen Fitzgerald y Dobbs, como en realidad hacen todos los buenos narradores británicos, las grietas y repechos, las injusticias e hipocresías de una sociedad siempre aparentemente calma, tradicionalista y conservadora, como la inglesa. Y, haciéndolo, eleva las triviales andanzas de la protagonista a la condición de épica: una épica doméstica, consuetudinaria, intrascendente, si se quiere, pero mucho más reveladora que algunos cuentos pensados para asombrar. La prosa de Diario de una dama de provincias, muy bien traducida por Antón, fluye gozosamente, llena siempre de giros inteligentes, descripciones precisas —y muy divertidas— y golpes de humor (y de amor), contrapunteadas por constantes notas y recordatorios, como este, que sigue al enésimo problema con los niños en la casa: "(Duda: ¿Menoscaba la incesante presión de los problemas domésticos nuestra capacidad para mostrar compasión hacia la humanidad? Me temo que sí, pero en estos momentos me siento incapaz de tratar de reformarme en ese sentido)".

Recuerdos de un jardinero inglés [1950], de Reginald Arkell (Periférica, 2020; traducción de Ángeles de los Santos), es una novela que cuenta la historia de Herbert Pinnegar, el Viejo Yerbas, un jardinero ya retirado que se ha dedicado toda la vida a atender el jardín de la mansión provinciana de la señora Charlotte Charteris. Y, de nuevo, algo tan liviano, tan anodino, como que un niño solitario, amante de las plantas y las flores, crezca para convertirse en un trabajador entregado al cuidado del jardín de una dama pudiente, se convierte en una epopeya de los sentimientos y una metáfora de los valores decantados por la sociedad británica, que encuentran una de sus mejores materializaciones, precisamente, en el jardín inglés. Recuerdos de un jardinero inglés es una sostenida rememoración de la vida de Pinnegar, que avanza a pasos sutiles, sin griterío ni prisa, como crecen las plantas, necesitadas de atención y paciencia. Cada suceso que se describe en la novela, si es que alguno llega a alcanzar la condición de suceso, es analizado con una perspicacia que se manifiesta siempre en voz baja, pero que, cuanto más queda parece, más elocuentes vuelve sus hallazgos. La delicadeza con la que Arkell describe a los personajes y trata los asuntos del libro no oculta la poderosa corriente sentimental que lo atraviesa, y que desemboca en un final de trazos finísimos, casi evanescentes, pero cuya emotividad derriba al lector. El humor no falta en Recuerdos de un jardinero inglés (¿cómo podría hacerlo?), pero predomina la ternura, una ternura pintada con los grises del cielo inglés, pero también con los verdes encendidos de la campiña y con la explosión multicolor de los narcisos, los tulipanes, los gordolobos y las gloxíneas, entre tantas otras especies, de los jardines que hilvanan la isla y en los que, como dice el rústico pero sabio Pinnegar, "no se puede estar enfadado mucho tiempo".

martes, 12 de enero de 2021

El asalto al Capitolio

Ante las imágenes de las hordas trumpistas asaltando el Capitolio, sentí menos alarma que vergüenza. Casi la misma que recuerdo me embargó hace cuarenta años, cuando la televisión española revelaba el asalto a otro parlamento, el nuestro, por parte de un teniente coronel de la Guardia Civil criado a los tenebrosos pechos de Francisco Franco, envenenado de nacionalcatolicismo y ardiente defensor de la unidad de España. Entonces me abochornaba reconocerme como español. Anteayer, me compungía saberme también un poco norteamericano. Tejeró entró con el tricornio. Jack Angeli, el chamán de QAnon y estrambótico vocero de lo más abominable del trumpismo, irrumpió bicorne. En ambos casos hubo tiros. Y también en los dos los representantes de los ciudadanos fueron retenidos o apresuradamente apartados de sus funciones. Shame on you, se dice en inglés: "debería daros vergüenza". Pero la vergüenza es un sentimiento que los simios desconocen.

En su alocución por la asonada trumpista, Joe Biden adoptó el preceptivo tono presidencial y dijo, entre otras cosas —la mayoría, sensatas—, que quienes habían allanado el parlamento no representaban a los Estados Unidos; que los Estados Unidos no eran como aquellos energúmenos los pintaban. Se equivocaba. Aunque le disguste, los asaltantes también son los Estados Unidos; también ellos lo representan. La sociedad norteamericana, compuesta por casi 330 millones de personas e infinidad de etnias, culturas, tradiciones e intereses, es diversa y muy compleja, y, junto con una mayoría de gente razonable, decente, civilizada, que vota a derecha y a izquierda, o que no vota, hay también mucha otra que reúne todas las condiciones que explican la algarada de anteayer: pocos estudios; escasa inteligencia; el peso asfixiante de una serie de principios de la cultura política del país que, por las dos primeras razones indicadas, no se han sometido nunca a un examen crítico, como la idea de que la libertad individual no puede verse constreñida por la acción del gobierno, de que los ciudadanos tienen derecho a poseer armas para defender esa libertad omnímoda o de que las leyes del mercado deben imperar sobre cualesquiera otras; y, sobre todo, la pobreza, la pobreza causada por ese capitalismo al que se adhieren ciegamente y cuya menor cortapisa se entiende como una dentellada del comunismo. La gran mayoría de los salteadores del Capitolio, por lo que se pudo ver en las imágenes y lo que se sabe de las redes sociales que son su caldo de cultivo, responde a un patrón: son varones, blancos, de pocos o ningún estudio y muy religiosos. Y todos muy escorados a la derecha. Neofascistas, en muchos casos. Y partidarios de las teorías de la conspiración: de cualquiera, siempre que satisfaga su necesidad de encontrar una explicación, por absurda que sea, a fenómenos que les resultan incomprensibles. Carlos Fuentes contó una vez (¿o fue García Márquez?) que, en una cena en la Casa Blanca con Bill Clinton y su mujer, le había preguntado al presidente qué le parecía lo peor de su país, y Clinton había contestado que "la derecha reaccionaria". La derecha reaccionaria no solo sigue siendo lo peor de los Estados Unidos, sino que, con Trump, ha profundizado en la abyección: ahora roza el paroxismo y hasta el golpe de Estado. A menudo pienso yo lo mismo de España: lo peor es la derecha reaccionaria; lo peor es la ultraderecha y las toneladas de caspa que esparce a su alrededor, una caspa corrosiva, tóxica.

En uno de los debates electorales con Trump, Hillary Clinton dijo que entre los partidarios de su rival había mucha "gente detestable". Millones de personas se le tiraron a la yugular por aquella franqueza inaceptable en un país puritano —y, por lo tanto, hipócrita—, pero tenía razón. En la soldadesca trumpiana militan los miembros de QAnon, que creen en la existencia de una red internacional de actores, políticos demócratas y prohombres liberales pedófilos y adoradores de Satán, cuyo objetivo es conquistar el mundo; los Proud Boys ('muchachos orgullosos'), un tétrica organización supremacista y ultranacionalista; las rebañaduras del Tea Party y del Ku Klux Klan; conspiranoicos de toda laya; grupos neonazis y fanáticos religiosos; exmilitares y paramilitares; partidarios del South Will Rise Again ('el Sur resurgirá'), confederados nostálgicos que preconizan la resurrección de un pasado esclavista y blanco; y un tristemente amplio abanico de sectas, facciones y grupúsculos ultraderechistas, cada cual con sus ansias de subvertir el orden democrático. A tiros, si hace falta. 

El asalto al Capitolio demuestra, una vez más, que las decisiones políticas de los ciudadanos no obedecen a un escrutinio racional o un análisis desprejuiciado de la realidad, sino al impulso de satisfacer ciertas necesidades emocionales o psicoafectivas. A cuantos les hacía falta sentirse protegidos —del paro, de la marginación, de la incertidumbre— en el seno de una tribu fuerte, con un líder poderoso, un país grande otra vez y un Dios provisor (y sin negros, ni socialistas, ni maricones, esas plagas), les da igual que los tribunales, incluyendo el Supremo, hayan dictaminado que las acusaciones de fraude electoral son falsas; o que lo hayan dicho también el fiscal general, el responsable de la seguridad nacional y todos los gobernadores de los Estados cuyos resultados se han puesto en duda; o que el Washington Post, entre muchos otros medios que se han preocupado de verificarlo, haya calculado que, en diciembre de 2019, Trump había hecho 15.413 afirmaciones falsas o engañosas como presidente, es decir, casi quince al día. Nada de esto tiene importancia. La realidad no tiene importancia. Lo importante es que Donald Trump satisfaga la necesidad de pertenecer al rebaño, de sentirse alguien, de no vegetar en el desconcierto o la animalidad. Aunque sea a costa de volverse un animal.

Llama también la atención que algunos, o muchos, se sorprendan de este desenlace violento de la presidencia de Donald Trump. Pero ¿qué esperaban? ¿No era evidente cómo era Trump y a dónde podía conducir alguien de su catadura? ¿No se había revelado (ya desde mucho antes de ser candidato a presidente, cuando participaba en programas de telerrealidad empresarial y se complacía en gritarles a los participantes que habían fracasado: You are fired!, '¡estás despedido!'; eso mismo que ahora le han gritado a él 82 millones de compatriotas) como el machista, el matón, el racista, el mentiroso, el grosero, el ególatra, el tarugo que era? ¿No había agitado ya, en las elecciones de 2016, el espantajo del fraude electoral para el caso de que ganara Hillary Clinton? ¿No se dieron cuenta, desde el primer momento, de que semejante patraña solo podía conducir a un sainete como este (pero trágico, con cinco muertos), si no a algo peor?

El mundo ha asistido con una mezcla de estupor y regocijo al esperpento del Capitolio. Y todos los regímenes antidemocráticos del mundo han arrimado el ascua a tan suculenta sardina. Los hijos de Putin han identificado a los alborotadores con los partidarios de Maidán. Los chinos, con los estudiantes levantiscos de Hong Kong. Y el enturbantado clérigo que preside a los iraníes ha proclamado solemnemente que la algarada demuestra lo frágil que es la democracia (frente a lo sólida que es su teocracia, regida por los principios inmarcesibles del islam). Sí, la democracia es frágil, porque todas las cosas humanas lo son, y especialmente aquellas que se construyen, día tras día, sobre la convicción de que todo es mudable y controvertible, de que ninguna idea o principio es sagrado ni eterno, ni conviene que lo sea. Pero la democracia también es mucho más resistente que los regímenes fundados en morales medievales o creencias inverificables. Pese al asalto al Capitolio y pese a Donald Trump, a las muchas calamidades que ha propiciado y a su abominable deseo de perpetuarse en el poder, el estado de Derecho ha prevalecido: las elecciones se han celebrado, con limpieza ejemplar, y han arrojado otro vencedor; los tribunales (muchos de ellos presididos por jueces republicanos o directamente elegidos por Trump) han fallado en contra de sus pretensiones; el ejército se ha negado a secundar las barrabasadas del mandatario; y la prensa ha denunciado machaconamente los infames ejercicios del poder: hasta la muy conservadora FOX ha acabado apartándose del líder. 

En España, la insurrección neofascista (llamarle "populista" es de pazguatos: Trump es lo que hoy podría ser Mussolini; de pacotilla, pero Mussolini) ha provocado las reacciones previsibles, y tanto VOX, la facción hispana del trumpismo, como el PP y Ciudadanos han equiparado lo sucedido en Washington con las manifestaciones de "Rodea el Congreso" promovidas por organizaciones de izquierda en 2012 y con algunas actuaciones del independentismo catalán. Pero ambos hechos se parecen tanto como un huevo a una castaña. En ninguno de los dos casos se asaltó el parlamento, ni el español ni el catalán. Reunirse no es asaltar. Manifestarse no es asaltar. Rodear no es asaltar. El único asalto al Congreso de los Diputados de la historia española reciente ha sido el de Tejero, que era de derechas, muy católico y un gran patriota. Y en ninguno de los casos ha habido muertos; en los Estados Unidos llevan cinco. Y eso por no hablar de las veces en que dirigentes de los tres partidos de la derecha nacional han promovido o apoyado manifestaciones de los suyos frente al Congreso, la última de las cuales se ha convocado para oponerse a la ley Celáa. Ayer, el alcalde de Madrid, el gran Martínez-Almeida, sostenía, muy campanudo, que "el origen intelectual de lo que sucedió ayer en EEUU y lo que pasó en España con Rodea el Congreso es el mismo: creer ilegítimo al gobierno". Inmediatamente después de leerlo, volví a ver, en youtube, aquel momento inolvidable de nuestra política contemporánea en el que su jefe, Pablo Casado, engarzaba hasta veintiún insultos a Pedro Sánchez, dos de los cuales eran estos: "Es un presidente ilegítimo a partir de hoy" y "un okupa".

No sé por qué escribo esta entrada. En realidad, estoy equivocado. Los responsables del asalto al Capitolio han sido los macarras, los socialcomunistas, los antisistema de los antifas. Eso afirman los trumpistas que estuvieron en Washington. ¿Quién mejor que ellos para saberlo?

Trump dejará el poder el próximo 20 de enero, alabado sea el Hacedor. Pero los 74 millones de norteamericanos que lo han votado (¡once más que en 2016!) seguirán ahí. Acojona pensarlo. Ojalá el país haya aprendido algo de esto. Ojalá haya escarmentado. Ojalá escarmentemos todos.

viernes, 8 de enero de 2021

El Sur Es América

El Sur Es América es una pequeña editorial independiente, radicada en Virginia, en los Estados Unidos, que publica libros en español. Su existencia obedece a un hecho indiscutible: la creciente presencia de hispanos en Norteamérica y su asimismo ascendente peso cultural. La Oficina del Censo de los Estados Unidos los cuantifica en casi 32 millones de personas, cerca de un 12% de la población del país. Aunque el propio Censo eleva la cantidad de personas "de origen hispano", esto es, no nacidas en países en países de Hispanoamérica, pero sí descendientes de gentes originarias de allí, hasta los 60 millones, casi una quinta parte de todos los habitantes de los Estados Unidos. Y la comunidad no deja de aumentar, alimentada por una alta natalidad y una emigración incesante, que se las ha ingeniado siempre para superar los obstáculos —a veces, altísimos— que imponen, sobre todo, las administraciones republicanas (y, en particular, los atroces establecidos por el maligno y afortunadamente periclitado Trump). El nombre de la editorial supone una reivindicación política: frente a la visión monopolizadora de los estadounidenses, que identifican a su país —el norte— con América, el sello de Virginia recuerda que el sur también lo es, que el sur también existe. Esa reivindicación política se proyecta asimismo en el catálogo de la editorial, que acoge, sobre todo, obras críticas, atentas a los conflictos sociales, comprometidas con la causa de la humanidad. El Sur Es América ha publicado dos volúmenes colectivos en la segunda mitad de 2020 que plasman bien esas inquietudes, esa voluntad de agitar —de despertar, acaso— las conciencias para alcanzar una sociedad más justa. El primero se titula Fuego cruzado: Antología épica, cuya edición ha corrido a cargo del chileno Amado J. Láscar. Se trata de una edición bilingüe, en español e inglés, y en algún caso, como el mío, hasta trilingüe, porque el poema con el que colaboro se publica en esos idiomas y también en catalán: así lo quisieron los editores. Participan autores de todo el mundo: desde Sri Lanka a Portugal y desde Ucrania a Botswana, pasando por la mayoría de los países de Hispanoamérica y el Caribe. Los representantes españoles somos tres: María Ángeles Pérez López, Rodolfo Häsler y yo. Fuego cruzado pretende, como señala Láscar en la introducción, "imaginar nuevas formas de vida, reivindicar otras narrativas y ensalzar realidades alternativas a las versiones de la posmodernidad. [Es] épica porque reconocemos el lugar de la subjetividad sin olvidar la totalidad. Épica porque es el primer envase de la poesía. Épica porque no es panfletaria. Épica porque es crítica. Épica, en suma, porque queremos construir una cabaña común". El poema con el que colaboro se titula "A veces me dan ganas de gritar" y pertenece al libro inédito Todo queda en nada. La segunda antología publicada por El Sur Es América está solo en español, se titula Sin tapabocas: memorias de una pandemia, y ha sido preparada por Amado J. Láscar, la colombiana Luz Stella Mejía y el dominicano Tomás Modesto Galán. Su razón de ser es clara: documentar el hecho excepcional de la pandemia que ha azotado y sigue azotando al mundo con las creaciones de cuarenta y seis poetas, que dan cuenta de la soledad, la angustia y la incertidumbre experimentadas por casi todos en este tiempo nefasto, pero también de la esperanza que nos ha animado y de las ganas de vivir que se han impuesto a una tétrica realidad. Muchos de los autores de Fuego cruzado repiten en Sin tapabocas, pero en este la nómina se amplía: participan aquí también, junto a hispanoamericanos y caribeños, autores de Francia, Túnez y Estados Unidos. Los españoles somos Isaías Fanlo, Francisco Muñoz Soler, Trinidad Lucea y, de nuevo, María Ángeles Pérez López y yo. Mi poema, titulado "El fin del mundo se acerca", también pertenece a Todo queda en nada.

Reproduzco aquí "A veces me dan ganas de gritar":

Abandonad las cuevas en que copuláis
Arrancad los enchufes de las paredes
Arrancad las paredes
Dimitid de los jardines que son cárceles, de las mansiones                             donde os pudrís confinados
Renunciad a la pestilencia
Olvidaos de los fedatarios públicos, de los censores jurados de                      cuentas, de los inspectores de Hacienda
Negaos a escuchar los bulos indecentes de los contramaestres
Destruid las fotocopiadoras
Desobedeced a los agentes de la autoridad que os ordenen                              deponer la piedad
Caminad derechamente al infierno
No asintáis
No consintáis
Colmaos de soledad
Derramad la inteligencia como si echarais un balde de agua a                        un suelo ensangrentado
Contemplad a Turner
Compadeceos del que arrastra haberes, como el buey arrastra                        anocheceres
Demoled los edificios en que se guarecen los clérigos y los                              babuinos
Construid casas donde vivan los que nunca han vivido, los que                      nunca han tenido casas, los que no saben qué es                                      una casa
Alejaos de los hormigueros y las certidumbres
Leed a Juan de Yepes, a Paz, a Juan Ramón
Bautizad con fuego a los que, con serenidad de ánimo y sin                            reserva mental alguna, echan espumarajos por la                                    boca
Lanzaos contra las alambradas del silencio
Escuchad las variaciones Goldberg en los dedos de Glenn                                Gould
Remontad, aun sin remos, los ríos de la compasión
Hablad como si no tuvierais mugre en la boca
Cancelad el usufructo de vuestra conciencia de que disfrutan                          los católicos practicantes y los fabricantes de                                            electrodomésticos
Preguntad quién vive, quién muere
Preguntaos quién
Contemplad a Vermeer
No dejéis que os despojen de la desnudez
Desenmarañaos
Escupid en las estatuas ecuestres y las placas conmemorativas
Dinamitad lo que no se pueda lamer, lo que no quepa en el                           hueco de la mano, lo que nunca sangre
Afilad los lápices
Engrosad la misericordia
No tengáis ningún trato con los poseedores de la verdad: os                           pringarán con ella
Recordad que las palabras sudan, que eyaculan
Bañaos en el mar como si os adentrarais en un vientre
Estremeceos ante el dolor de las tortugas y las secuoyas
Dormid cuando el mundo se encolerice
Leed a Whitman, a Aldana, a Zambrano
Atended a los que acuchillan el tiempo y siembran la desazón
No permitáis que el inicuo se escabulla
Apagad los espejos
Desollad los teléfonos
Leed a Perse
Esclavizad a los que niegan el agua a los ciegos y el pan a los                          sedientos
Creed en los desvalidos y en los muertos
Consolad a los pararrayos y los sepultureros
No queráis vivir siempre: la eternidad empacha
Mutilad lo que no se pueda trocear
Dilapidad aquello de lo que carezcáis
Arañad las superficies hasta que aparezca un rostro, hasta que                    brote la oscuridad, hasta que vosotros mismos                                          ocupéis la fisura que hayáis abierto
Documentad el rumor de los labios que se unen a otros labios,                    el crepitar de las pieles cuando las iluminan los                                       relámpagos, el quejido de los huesos cuando los                                       cuerpos se separan
No digáis más de lo necesario: las demasiadas palabras                                 embotan la inteligencia
Salid a la intemperie de los pechos y las humillaciones
Salid a la luz de la noche
Abjurad de cuanto hayáis jurado
Plegaos a la obscenidad, si solo la obscenidad garantiza la                            decencia
Derramad aceite hirviendo en las cuencas vacías de los ojos de                    los poderosos
Desnudaos
Comed viento
No capituléis ni cuando muráis
Desestimad la untuosidad y la hipocresía
Encended las luces para que brille el sol
Derrochad lluvia
Escuchad el Ave María de Caccini
Castrad a los mercaderes, y luego amadlos
Liberad a los perros
No piséis los juzgados, salvo para sembrarlos de sal
Haced el amor con los que pasen por la calle, con los vecinos,                       con los vendedores de altramuces, con los taxistas y                               los estibadores, con los huérfanos y los                                                       gorriones, con las personas sin sexo
Navegad por las aguas que más bajíos contengan
Derrotad a las relaciones de producción, a la tasa anual                                   equivalente, a la dictadura del proletariado
Masturbaos a menudo, con tenacidad, con benevolencia
Gritad cuando convenga, pero nunca hiráis a nadie con el grito
Burlad las ordenanzas aduaneras, los manuales de                                             instrucciones, los convenios colectivos
Utilizad la bandera de mantel de pícnic, de esterilla de baño,                          de papel de estraza
No consideréis el suicidio, salvo en todo momento
Velad a los muertos
No confiéis en los que se adornan con crisantemos y sílabas
Cortadles los pies a los desalmados
Sacad del pozo a los que se ahogan en el mar
Condescended a la contradicción, si contiene verdad
Cultivad la contradicción, porque la contradicción os hará                               libres
Perdonad a los padres por haberos traído al mundo
Confiad en que los hijos os perdonen por haberlos traído al                            mundo
No transijáis con Dios; no admitáis a Dios
No renunciéis a la clemencia ni al vino
Haced del vacío vuestro hogar
Asomaos al yo con la conmiseración de un filántropo y la                                curiosidad de un gato
Increpad a quienes no se hayan manchado nunca, a quienes se                      acorazan de orden, a los alféreces de la felicidad
No juzguéis el amanecer: bebéoslo
Amordazad a los coaches, y, si es necesario, encerradlos en el                        sótano
Denunciad la clausura de los asilos y la inauguración de las                            jaurías
Envejeced riendo
Acariciad el rostro de quien améis como si hubierais de morir                        mañana
Quered a los hijos, porque ellos os enterrarán
No os abstengáis de razonar, aunque la razón produzca                                    monstruos
Recomponed las olas que rompan los rompeolas
Bendecid el dolor, porque nos revela al mundo
Maldecid el dolor, porque todo dolor es injusto
Sumíos en la conciencia como si avanzarais por un cenagal
Sodomizad a los predicadores
Echad los censos enfitéuticos a la hoguera, arrancadles la                              lengua a las notificaciones de embargo, devastad las                                ciudades de la opulencia
Rebanad el ruido
Deteneos a considerar quiénes sois, por qué late el corazón,                          cómo sobreponerse a la ignominia
Leed a Juarroz, a Epicuro, a Vallejo
Votad a quien prometa que el sol saldrá mañana y que después                    llegará la noche
No votéis
Borraos las yemas de los dedos para que no queden huellas de                    vuestros amores ni de vuestras claudicaciones
Creed en el cielo de la materia
No hagáis nada sin alegría
Hurgad en los sexos como si los dedos fuesen raíces, como si                        la lengua fuera una lombriz
Perdonad
Perdonaos
No deis poder a los imbéciles, ni cuartel a los verdugos
Enviad lo superfluo al abismo
Desamparad a quienes agravian a los desamparados
Escuchad el adagio para cuerda de Barber
Alimentad a quien no tenga boca
Caminad por el borde para caer en el centro
Pisotead la vileza y extinguid sus rescoldos
Avivad el incendio de la benevolencia
Escuchad a las flores
Leed a Proust, a Neruda, a Celan
Venerad lo impuro
Dudad
Rebelaos

domingo, 3 de enero de 2021

Cabrerito

Que un torero español enamorase a una actriz de Hollywood era una proeza, una hombrada nacional de la que todo patriota debía enorgullecerse, sobre todo entonces, cuando España aún no había salido del racionamiento y era una paria en el concierto de las naciones. Y eso fue lo que sucedió cuando Mario Cabré sedujo a Ava Gardner durante el rodaje de Pandora y el holandés errante en Tossa de Mar, en 1950. El idilio no duró mucho —luego, el infatigable Cabré probaría con otra actrices descollantes, como Yvonne de Carlo e Irene Papas—, pero al país le supo a gloria y dejó algunas anécdotas memorables, aunque probablemente apócrifas, como aquella en que, tras una noche de amor, Ava le pregunta a Mario, al verlo brincar de la cama y empezar a vestirse, «pero ¿a dónde vas», y el torero le responde: «A contar que me he acostado con Ava Gardner».

Y es que Mario Cabré era guapísimo. Alguien que lo conoció bien, el poeta Enrique Badosa, que había pasado muchas tarde y noches con él en Barcelona, me dijo una vez: «¡Era tan guapo! Las mujeres se giraban por la calle para mirarlo. A su lado, te volvías invisible». La primera dedicación de Cabré fue el toreo, que descubrió viendo dar unos pases a unos zagales en una plaza de la ciudad. Empezó a torear en 1934 con el nombre artístico de Cabrerito y tomó la alternativa en 1943. Se retiraría definitivamente en 1960, tras haber afirmado una insólita catalanidad taurina: «Sóc torero i català, que equival a ser dues vegades torero» (‘Soy torero y catalán, que equivale a ser dos veces torero’). Había que verlo, con aquel rostro de hoplita macedonio y aquella planta que gastaba, dando pases al morlaco, con temple simpar, en una plaza de postín. En las gradas no solo la enmantillada Ava bebía los vientos por él; todas las mujeres (y muchos hombres) se pirraban por sus huesos.

Pero Mario Cabré no solo fue matador. Su personalidad burbujeante, arropada por aquel chasis descomunal, lo llevó al cine, la televisión y la poesía, entre otras ocupaciones menos glamurosas, como relaciones públicas de Textil Riba, S. A., una empresa de Sabadell del ramo de la confección. De hecho, su vocación literaria había precedido a la taurina: empezó a escribir poemas con ocho años, aunque no publicó su ópera prima, ¡Manolete!, hasta 1947, después de que Islero empitonase al genio de Córdoba. Luego publicaría una veintena de poemarios más, que aún se encuentran, con cierta facilidad, en los mercados del libro viejo. Varios de los primeros celebran el mundo del toro, como ¡Manolete! o Danza mortal, de 1950, que cuenta con un prólogo del Nobel Jacinto Benavente, para quien Cabré es «un poeta que sabe torear». Otro, Dietario poético a Ava Gardner, también de 1950, canta el encuentro con «el animal más bello del mundo». Un encuentro, por cierto, que debió de basarse en la pura querencia animal, en la fascinación erótica que ambos se inspiraban, porque ni Mario hablaba inglés ni Ava, español. La suya fue, pues, una relación áfona, aunque seguramente pródiga en gemidos, interjecciones y onomatopeyas. Dietario poético... trasluce a menudo esas dificultades de comunicación: «El diccionario guarda / la sombra escalonada / de las palabras... Por favor, cierra el diccionario y mírame tan solo», escribe Cabré; y también: «Conozco el sufrimiento del lenguaje / en su expresión más grande de tortura, / y el tener que pedir como limosna / la simple traducción de una pregunta». 

Otros más de sus libros están dedicados a artistas y pintores: Gala y Salvador Dalí, Joan Miró, Picasso. En Canto sin sosiego, publicado en 1957, celebra la figura y la poesía de la suicida Alfonsina Storni, y cuenta con un prólogo de Juana de Ibarbourou, que empieza así: «¡Qué bien sabe cantar una muerte este joven poeta español que es todo vida!». En el poemario hay mucho amor, mucha muerte y muchos signos de admiración. En «Caminas pleamares», leemos: «¡Qué abandono de brazos anillados / por olas que no llegan a la playa! / Del sueño sin horario que te ronda / nace un velar concéntrico de escamas». Ese binomio clásico, eros y tánatos, recorre la obra de Cabré, infaliblemente romántico, vagamente trovadoresco, platónico y, a la vez, viril, aunque según los modelos de la virilidad hispana de hace setenta años, hoy notablemente apolillados. Recortes de amor, de 1979, que incluye una portadilla en homenaje a las bodas de oro de Textil Riba, y que la empresa aprovechó para desear un «venturoso año 1980» a sus clientes y amigos, es un buen ejemplo de ese cultivo recurrente del tópico del amor, aunque ahora impregnado de tristeza. En 1976, Cabré había sufrido una embolia y un infarto, y, a resultas de ello, una hemiplejía que le dejó medio cuerpo paralizado. Un Cabré impedido, pues, recuerda los alborozos de la pasión y lamenta su pérdida. No obstante, una voluntad férrea lo había llevado a aprender a escribir con la mano izquierda para seguir componiendo versos, y así lo hizo hasta su muerte. El autor ya había dado cuenta de su estancia en hospitales en algunos libros, como En la residencia, autoeditado en 1969, donde consigna sus experiencias en el hospital Valle del Hebrón (sic). El ejemplar que conservo —que, aunque embastado por la enfermedad de Cabré, es misceláneo: incluye poemas de agradecimiento a los médicos y curas que lo atendieron, tankas y villancicos, descripciones de Barcelona y elogios de las virtudes teologales— está autografiado por el poeta y dedicado a José María Tuser, «pintor de tardes triunfales». Da cierta fatiga ver en youtube las grabaciones de los últimos años del poeta: es ya solo un anciano enfermo y solo que se esfuerza por responder, en una silla de ruedas y con un hilo de voz, a los homenajes que aún se le rinden. Uno no puede sino preguntarse qué ha sido de aquella plenitud varonil, de aquella sonrisa gloriosa, de aquella fuerza y aquel encanto que hicieron de él un sex symbol y casi un héroe. No obstante, si uno mira bien, todos esos rasgos aún se transparentan en sus facciones y su porte, que se resisten a abandonar la elegancia y la masculinidad que siempre lo caracterizaron. Y nunca dejó de escribir. Continuó pergeñando versos —aunque carentes ya de la gracia sentimental de antaño— hasta que la muerte, que había asomado su siniestro pescuezo en 1976, lo atrapó —o quizá lo liberó— en 1990. Su último poemario, Cántico de brisas, se publicó en 1987.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de diciembre de 2020]

P. D. Una buena amiga me informa de que la anécdota de la noche de amor de Cabré con la Gardner se ha atribuido siempre a Luis Miguel Dominguín, y compruebo que, en efecto, en la mayoría de páginas de Internet que hablan de la actriz, es Dominguín el galán ansioso por contarles a los amigos que había disfrutado de sus favores. Yo, sin embargo, seguí lo referido por Máximo Pradera en Tócala otra vez, Bach (Malpaso, 2016), donde el protagonista de la anécdota es Mario Cabré. Si Pradera dio aquí un malpaso, me temo que yo también. Aunque la historieta sea apócrifa.