Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
viernes, 28 de octubre de 2022
Marcel Proust en Barcelona
domingo, 23 de octubre de 2022
Una cata de vinos en el Penedès
Mis hijos me han regalado una visita a una finca vitivinícola del Penedès, Can Parés Baltà, como regalo por mi sexagésimo aniversario. Cumplir sesenta años de vida es deplorable, aunque también tiene alguna ventaja si uno cuenta con hijos afectuosos (y la alternativa, no cumplirlos, es mucho peor). La finca se encuentra en el municipio de Pacs del Penedès, muy cerca de Villafranca del Penedès. No queda lejos de Sant Cugat, y eso hace la salida aún más agradable: nos ahorraremos conducir mucho, lo que siempre es un engorro. Pese a la relativa cercanía del lugar, el paisaje cambia: las viñas lo ocupan casi todo. La masía Parés Baltà es un elegante edificio blanco, cuya amable geometría acoge, sin ostentación, al visitante. La visita, en la que nos guiará un pimpante joven rubio con soportes dentales, empieza puntual. Aquí se hace vino desde 1790, nos instruye el joven, y desde 2012 se practica la agricultura biodinámica (que me suena a técnica de la NASA, aunque quizá sea un circunloquio publicitario; espero averiguarlo pronto). Gracias a ella, Can Parès Baltá produce vinos con cuatro denominaciones de origen distintas, entre ellas un Ribera del Duero, con el augusto nombre de Dominio Romano. El guía nos conduce de inmediato a las viñas frente a la masía y nos explica las características del suelo y el microclima de la zona (propiciado por los vientos marinos que llegan de la costa cercana, chocan contra la montaña de Montserrat y vuelven a la zona, amansados y recalentados), el uso que hacen de ciertos insectos beneficiosos (como las abejas, que polinizan, las mariquitas, que se comen a los pulgones, y las hormigas, que excavan galerías en el subsuelo y favorecen la oxigenación de la tierra), la cubierta vegetal que protege a las viñas (y que sirve tanto para anunciar la presencia de hongos dañinos como para establecer una saludable competencia con las propias vides, que estimula su crecimiento y robustez) y, en suma, los rudimentos de la agricultura biodinámica, ideada por el filófoso y ocultista Rudolf Steiner (no confundir con otro filósofo, aunque no ocultista, George Steiner) y perfeccionada por su discípula María Thun. Hasta aquí, nuestro joven guía se ha desempeñado con solvencia, aportando datos, detallando técnicas y, en fin, suministrando información plausible y útil. Pero, de repente, empieza a hablar de "energía cósmica". Que si energía cósmica por aquí, que si energía cósmica por allá. Y lo de la energía cósmica me huele a cuerno quemado (y nunca mejor dicho, como luego se verá), para qué nos vamos a engañar. Desconfío, más aún, me repelen estos borrosos conceptos espiritualistas e inverificables, y más aún volcados en algo tan terrenal, tan sujeto a las prescripciones de la física y la química, como el cultivo de las plantas. No obstante, atiendo con asombrado interés a las explicaciones del guía, que subraya uno de los pilares del biodinamismo —la influencia de los astros en las labores agropecuarias: igual que la Luna influye en las mareas, ¿por qué no va a influir en el crecimiento de la uva?, nos pregunta retóricamente— y especifica alguna de las principales técnicas desarrolladas por María Thun: el enterramiento de estiércol de vaca en un cuerno de vaca durante los meses de invierno y el enterramiento de cristales de cuarzo pulverizado en otro cuerno de vaca durante los meses de verano (aún hay otro preparado, este sin cuernos, consistente en estiércol de vaca, cáscara de huevo y basalto, todo bien machacado, al que se añade otro ingrediente que suscita mi desconfianza: una dilución homeopática de agua). El amable guía especifica las ventajas de semejante inhumación, que las enólogas rectoras de la empresa confirman en su página web, donde reivindican la antroposofía, la ciencia que abraza la biodinámica, creada por Rudolf Steiner, que la definió con gran convencimiento pero escasa precisión: "La antroposofía es un sendero de conocimiento que quisiera conducir lo espiritual en el hombre a lo espiritual en el universo". En fin. Pasamos, tras la sugerente exposición de los principios de la agricultura biodinámica por parte del guía (cuyo discurso no abandona cierto soniquete mecánico, propio de quien lo ha repetido cientos de veces y no lo modera con técnicas, biodinámicas o no, de flexibilización de la dicción; también dice "canvi climatològic", adhiriéndose a la desdichada proliferación de polisílabos), a la visita de las instalaciones, que empiezan por una sala llena de barricas de roble, en las que fermenta el vino, y que solo pueden utilizarse cinco años, porque, pasado el lustro, la madera deja de transpirar y no permite la oxigenación del líquido, esencial para su fermentación. Luego, se reutiliza para hacer muebles de cocina. Además de las barricas, el guía nos enseña un ánfora, parecida a las ánforas íberas que se han desenterrado en la comarca, en la que también se prepara el vino. Al caldo resultante se le llama "natural", porque lo es: primitivo, si se quiere, pero también fresco y fuerte. Bajamos luego a la bodega donde se cría el cava, antes llamado champán, momento en el cual me abro la cabeza con el techo bajísimo de las escaleras. Es un clásico: Eduardo golpeándose el cráneo contra cualquier cosa (y son muchas) ante la que debería agacharse. Reprimo, no obstante, la tentación de gritar, porque perdería la dignidad, y perder la dignidad es lo último que uno debe hacer, por mucho que le duela lo que le duele. Disimuladamente (como si me rascara), me froto el parietal lastimado y sigo mi particular descensus ad inferos. La bodega es un lugar muy húmedo, y no es de extrañar, porque por debajo corre un río. El Penedés tiene un suelo calcáreo, que favorece la filtración del agua de la lluvia y, por tanto, la formación de ríos y lagos subterráneos. La humedad es tanta que las paredes de la bodega están cubiertas del hongo penicillium —sí, el mismo que vio Alexander Fleming por el microscopio cuando buscaba otra cosa: "¿Y qué será ese bicho de ahí?", se preguntó, nada retóricamente, el científico; uno de los mejores ejemplos de serendipia de la historia de la ciencia—, que forma manchas dadaístas en las paredes y el techo, pero mucho más interesantes, para mí, que los rostros de Vélmez. Como el cava genera gas, su elemento más distintivo, y a veces alguna botella, si no está perfectamente hecha, explota, Can Parés Baltà tiene prohibido que la gente pase por aquí durante el proceso de fermentación: el silencio y la soledad de esta cripta deben de ser entonces absolutos. Pablo, que tiene el culo pegado a las botellas, pregunta si ahora hay algún peligro. Por suerte, no, nos tranquiliza el guía. Finalizado el recorrido por la finca, empieza la cata, la pièce de résistance de la visita. Pasamos a una sala de paredes de piedra, en cuyas dos mesas corridas nos disponemos los tres grupos visitantes. Nos sirven primero una tabla de quesos con los que reforzaremos el bouquet de los vinos, y sobre los que resulta difícil no abalanzarse ya: son las doce del mediodía y hay hambre; además, tienen una pinta excelente. De hecho, luego sabremos que el brie que nos han servido fue elegido el mejor del mundo en 2016. La cata empieza con dos blancos, un Calcari y un Còsmic, y debo decir que, aunque los dos están muy ricos, el Còsmic, de uva charelo y sauvignon blanc, me complace más. A ver si Steiner y Thun van a tener razón. El rosado que llega a continuación, el monosilábico Ros de Pacs, sin ser malo, es el que menos me gusta. A Pablo y Álvaro, y a los miembros del grupo vecino, en cambio, con los que hemos entablado conversación (y que parecen ser unos verdaderos entendidos, a diferencia de nosotros, que nos limitamos a menear la copa para que gire el líquido y a poner cara de connaisseurs, con el ceño levemente fruncido y oliendo de vez en cuando el caldo, sin percibir la menor diferencia: todo es vino; además, yo estoy resfriado y no huelo nada) les gusta muchísimo. Yo prefiero el tinto: los vinos con cuerpo, espesos, sensuales. Tres de estos llegan a continuación: un Indígena Negre, de uva garnacha, un Amphora Brisat, de uva charelo, y un Hisenda Miret, también de uva garnacha. El primero es más que correcto, pero no fascina. El segundo es uno de esos vinos naturales que se hacen aquí, de color turbio, sabor basto y posos en la copa, pero muy interesante: natural, vegetal, cautivador. A uno le parece estar bebiendo la propia planta, y no le disgusta. El Hisenda Miret es mi preferido: criado en roble francés, es recio y elegante, huele y sabe a madera, y llena de taninos el paladar sin rasparlo (o quemarlo), como hacen los vinos menos equilibrados. Es magnífico (decido que será este el que me lleve: 24 euros en la tienda de la masía, cuyo sentido empresarial hay que alabar: cobra por la visita y por las ventas que hace con ocasión de la visita). Les digo a Pablo y Álvaro lo fascinante que me parece la forma de describir el sabor y el aroma de los vinos, que es estrictamente metafórica, es decir, radicalmente literaria: se traducen a palabras, esto es, a un código verbal, impresiones puramente sensoriales, ajenas por completo al lenguaje; algo muy parecido a lo que hacen los críticos de arte o a lo que haríamos nosotros si tratásemos de describirle el color rojo, o cualquier otro, a un ciego de nacimiento. ¿Cómo traducir esto que siento en las papilas gustativas, y que solo siento yo, a palabras que otros puedan comprender? Pues metaforizando (o sinestetizando): trasladando una realidad a otro lugar, a otra realidad, en virtud de ciertas semejanzas que uno acierta a descubrir o establecer. Por eso un sabor o un aroma indefinible se define como madera húmeda, o albaricoque en sazón, o castaña, o cereal, o atardecer de otoño. En el tramo final de la cata, probamos el cava, un Selectio, muy dorado y con una única columna de burbujas central. Se conoce que así ha de ser el gas del buen cava: vivo, procesionario y axial. El vino dulce concluye la sesión. Es un Músic Negre, de uva tempranillo y cabernet sauvignon —cuyo nombre recuerda al postre de músic, de frutos secos, que suele acompañarse en Cataluña con vinos moscateles—, que a mí me gusta, pero que a Pablo y Álvaro no entusiasma. Álvaro se atreve incluso a matizar que sabe a gasolinera. Pero Álvaro es hiperbólico y no se lo tenemos en cuenta. El último paso de la cata es un poco de pan con aceite arbequino, que también hacen en la finca. La combinación despeja el paladar y tranquiliza el estómago, y, bien reconfortados, aunque todavía alegremente desinhibidos, nos encaminamos a la tienda para hacer las compras. Cuando salimos, reparo en que Pablo lleva el bajo de los pantalones ligeramente enrollado para que se vean los calcetines amarillos con la insignia de la empresa para la que trabaja. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Será que la confusión etílica que procura el vino aguza, paradójicamente, la percepción.
lunes, 17 de octubre de 2022
Hombre solo
Acaba de aparecer, en la colección "Rayo Azul" de la editorial Huerga & Fierro, felizmente dirigida por Óscar Ayala y Enrique Villagrasa, mi poemario Hombre solo, con el que —no lo oculto— he pretendido procesar, o digerir, o metabolizar, lo que me ha pasado en los que probablemente hayan sido, por diversas razones personales, aderezadas con una bonita pandemia, los peores años de mi vida. Mi aproximación a la poesía —como a toda la literatura— ha sido siempre biográfica, es decir, hay un nexo íntimo y último entre lo que he vivido como ser humano y lo que he escrito como poeta. Pero cuando era joven (hasta hace poco, habría dicho "cuando era más joven", pero ya no), este vínculo era mucho menor: me entregaba por entero al poder objetivo del lenguaje, a su fuerza lisa y desnuda, en la que cifraba el meollo de la transformación lingüística de la realidad que es la poesía. Nunca lo conseguí del todo, porque los azares de la existencia se infiltraban por todos los resquicios de la palabra —no podía ni, en realidad, quería evitarlo—, pero no dejaba de aspirar a aquella plenitud estética, desligada de los avatares sentimentales, que reclamaba Ortega y Gasset en La deshumanización del arte y que han practicado, con fortuna desigual, todos los poetas del lenguaje —llamémoslos así— del mundo. Sin embargo, a medida que he ganado años —y peso, y decepciones, y conciencia de mis limitaciones—, los sentimientos se han enseñoreado de lo que he escrito (y de lo que sigo escribiendo). Y por sentimientos no quiero decir solo emociones, sino todo lo que constituye el interior de alguien atento al mundo y uncido al yo: ideas, visiones, deseos, sueños. Piel y abstracción, pues, juntos, o, como quería Unamuno, sentimiento pensado y pensamiento sentido. En mis años mozos, defendía que la poesía, al igual que las demás artes, no podía ser terapéutica; que, si lo era, no era buena poesía. Hoy creo que la poesía no puede ser solo terapéutica, o, mejor dicho, que no puede ser solo terapéutica para uno mismo, sino que también, gracias al oficio y la técnica, a la distancia y la frialdad con que conviene abordar la pasión, a la objetividad y la asepsia creativas, ha de ser terapéutica para los demás. Igual que escuchar un concierto de Rajmáninov o contemplar un cuadro de Van Gogh (siempre que no esté embadurnado de la salsa de tomate que le hayan arrojado unas activistas majaderas), ha de sanar: tanto a quien lo escribe como a quien lo lee o escucha. Ya no me disgusta que los sentimientos empapen el verso. Ahora creo que han de hacerlo, y en Hombre solo lo hacen, sin recato. Lo que procuro es que el verso no sea solo el receptáculo del sentimiento, sino algo (o mucho) más: un artefacto capaz de procurar, con la exposición de las tinieblas o la mugre de su autor, placer estético, esto es, luz interior, conmoción de los sentidos, a quienes quieran ser sus destinatarios: otra forma de pureza. Hombre solo ha sido escrito en los años de la pandemia, y recoge todas las angustias, dolores y oscuridades de ese tiempo infausto, aunque también algunos recuerdos consoladores, algunos momentos de contradictoria felicidad, algunas esperanzas no totalmente disueltas en el légamo de los días. La soledad, como refleja contundentemente (acaso demasiado) el título, es el eje en torno al cual giran todas estas tribulaciones: una soledad derivada de la separación, del aislamiento, de la caída de no pocos de los pilares con los que frágilmente intentamos apuntalar nuestra existencia, de la muerte diaria. Una soledad como en la que uno repara, a veces, cuando está de camino, detiene la marcha —cuya inercia lo había cegado—, mira a su alrededor y no ve a nadie. Lo invade entonces el horror de la nada, una nada que ya estaba en todo lo que hacía, pero que, entenebrecida por la materia, desdibujada por la costumbre, no se había manifestado, y cuyo peor matiz —si es que la nada tiene matices— es que lo abarca también a uno. Ese horror se combate aprendiendo otra vez a ver. A ver que hay gente alrededor y que uno existe: que hay manos, y pechos, y sonrisas: las propias y las de los demás, pero que estaban ocultas en el propio desconcierto. Por eso Hombre solo, con ser el relato de un naufragio individual, habla también de personas, de algunas que han sido decisivas para ser lo que soy: un ser humano lleno de incertidumbre, simple y terriblemente, pero que intenta comprender esa incertidumbre para comprenderse y perdonarse.
Este es uno de los poemas del Hombre solo, perteneciente a su primera sección, "Paseando por la ciudad":
[CHIRRÍA UN GRILLO…]
Chirría un grillo.Solo uno.
De todos los grillos que podrían chirriar
esta noche, solo lo hace
uno.
Su chirrido raspa el aire,
araña
siderúrgicamente
el oído.
Hasta que me acerco.
Entonces cesa.
El silencio que brota restaña
el aire herido,
pero ese cauterio es tanto un bálsamo
como una congoja.
El ciprés en el que pernocta el grillo
también es uno.
Hay otros árboles, pero no son
el ciprés uno,
el ciprés solo como la noche,
vertical como la noche.
No se cimbrea: encaja en la oscuridad
como una cuña de jade en una pared de pizarra.
Paso junto a los dos, el grillo que ya no chirría
y el ciprés solo,
con mi propio silencio a cuestas.
Mi soledad tiene dos piernas
y un corazón
y una lengua ciega, que se suma
al coro ausente del insecto y el árbol.
Yo también soy uno, pero esa unidad
no me define,
sino que me desfigura.
Me atropella el ruido estupefaciente
de un motorista.
Quizá su cabalgadura encierra
una legión de grillos
o un vendaval de cipreses.
Pero es un ruido solo,
un hombre solo,
una noche sola.
Sigo andando. Cada paso
es un grillo que enmudece,
un ciprés que se adentra en la negrura,
un yo exento de otros seres
que oye su propio chirriar en el vacío metálico
de la noche, repleta
de ruidos que no respiran,
de multitudes
que no son nadie,
que no apuntan al cielo
ni a la tierra, sino a una inhóspita
laxitud,
hecha de tiniebla.
Cada paso es una isla.
La luna, nevada y sola,
es una isla.
Yo soy una isla.
Me alejo del ciprés. Quizá el grillo que lo habita
haya vuelto a chirriar,
pero ya no lo oigo.
Me acerco a otro ciprés. Es más alto
que el anterior. También lo despinta
la noche. Pero este no dice
nada. No acoge
a nadie. Solo habla él, mudo.
Cuando paso a su lado, mi caminar se funde
con su entraña: se vuelve su tronco,
su unidad.
Otra unidad sin lengua,
oscura.
Pasa un motorista más. Su ruido
es el silencio del mundo.
Continúo,
solo.
miércoles, 12 de octubre de 2022
Una conversación entre amigos sobre el Día de la Hispanidad
Hoy es el Día de la Hispanidad, antigua y franquistamente llamado "el Día de la Raza", como si lo que se celebraba, el Descubrimiento de América, hubiera sucedido por el brío o la inteligencia singulares de la etnia, esto es, por el cuajo de las gentes que lo llevaron a cabo —muy españoles y mucho españoles, aunque Colón fuese italiano—, por lo curtido de su piel y por su músculo tribal, que los hacía más audaces y determinados que ninguno; por sus cojones, en suma. (En realidad, lo que llevó a casi todos los españoles que descubrieron y luego poblaron América fue el hambre: en España se vivía en la miseria, como en tantas otras épocas de nuestra historia, y muchos no tenían donde caerse muertos, ¿así que por qué no correr el riesgo de caerse muertos allende el mar, si a cambio se podía comer por fin todos los días, cepillarse a muchas indígenas garridas, de carnes prietas y desnudas, ganar tierras y hasta descubrir ciudades hechas de oro?). El nombre ha cambiado, pero no la sustancia. El 12 de Octubre sigue siendo la exaltación de una determinada forma de concebir la patria: un reducto ideológico y existencial, pertrechado de tradición, conservadurismo y fe, con el que los más débiles o temerosos (aunque hagan muchas pesas, como Abascal, o muchos abdominables, como Aznar, o crucen a nado anchurosos brazos de mar para reivindicar Gibraltar, como el inolvidable Ortega Smith & Wesson) hacen frente a las incertidumbres de la vida. Los menos conscientes de la fragilidad que nos es consustancial, en tanto que seres humanos, o los que menos quieren asumirla, son los más necesitados de refugio, y lo encuentran en el apiñamiento del grupo, en la protección de la manada, en el calor del establo. El enardecimiento patriótico, con el que se alcanzan erecciones o humectaciones fabulosas (pocas cosas hay más excitantes que un batallón de legionarios desfilando a toda prisa con la camisa desabrochada hasta el ombligo, un rifle muy largo al hombro y marcando un paquete fenomenal; a algunos hasta les pone la cabra), ofrece consuelo y amparo, como la creencia en Cristo: la patria es algo fijo, superior e inmutable (su unidad es indisoluble, reza la vigente Constitución española), igual que Dios. Cuando llega este Día, como llegan las castañas en otoño o las golondrinas en primavera, sé que un muy buen amigo me escribirá para chincharme. Es una de las personas más inteligentes que conozco y un excelente escritor, pero su mejor rasgo es la bondad: es un hombre bueno, gentil y hospitalario, y yo lo quiero como a un hermano. Lamentablemente, es de derechas. Y, como buen derechista, siente la patria muy dentro de sí (bueno, y debajo, y alrededor, y en el aire...; la patria está para él en todas partes, como el Espíritu Santo). Arrebatado por el fausto acontecimiento de cada octubre, mi amigo se echa a la Castellana a admirar las escuadras del Ejército y a aplaudir como un orate el despliegue de marcialidad y testosterona. (Por cierto, nunca he entendido por qué la patria se celebra con una exhibición del Ejército. ¿Por qué no desfilan batallones de médicos y enfermeras, escuadrones de maestros, brigadas de los funcionarios que garantizan la prestación de los servicios públicos, banderines de las hispanoamericanas que cuidan a nuestros mayores o limpian nuestras casas [que esa sí que sería una buena muestra de hispanidad], pelotones de voluntarios de Cáritas o de organizaciones de ayuda a los inmigrantes y los necesitados, unidades de bomberos y agentes forestales, y hasta un grupo de científicos o escritores, aunque vayan los últimos y no marquen el paso?). Desde allí me manda fotos de los aviones que surcan el cielo, dejando una estela rojigualda a su paso, que contempla con lágrimas en los ojos (no me mandó ninguna, sin embargo, de aquel admirable paracaidista, al que habían atado una bandera de España y que se había lanzado desde un helicóptero para flamearla, que maniobró con pericia simpar hasta estamparse contra una farola hace algunos años), y del apacible gentío de patriotas españoles que solo pierde el oremus cuando aparece el presidente del Gobierno, al que dedica un sonoro abucheo y una rabiosa pataleta, pero solo si es socialista. Yo le dejo hacer, porque sé que estas cosas lo ponen cachondo, y todos tenemos derecho a que nos cosquillee la entrepierna lo que nos dé la gana, siempre que nadie salga perjudicado. Llevado por su acaloramiento patriótico-castrense, mi amigo, al que llamaré C., no puede resistir la tentación de echármelo encima en tableteantes mensajes de guasap, algo que hace con delectación, además, sabiendo que yo soy un descreído de entidades supremas e inamovibles que promueven el gregarismo y, por si fuera poco, catalán, rojo y del Barça. Aunque no se me escapa el tono juguetón que C. imprime a sus mensajes, a mí no me gusta dejarlos pasar, porque, a veces, si no se combate lo que subyace en la broma, acaba convirtiéndose en algo muy serio, como el crecimiento de VOX en España y del neofascismo en todo el mundo está demostrando. Y este es el debate que hemos mantenido hoy:
La cosa ha empezado, a las 10.21 h., con un vídeo que me ha mandado C., titulado "¿Tú también eres facha?", que ha perpetrado un grupo de ultracatólicos llamado NEOS. Es una mamarrachada típica de un grupo integrista y patriotero, que no copiaré aquí para no darle publicidad, pero que, por desgracia, se puede encontrar fácilmente en Internet.
E.- Menudos fachas...
C.- Pero el vídeo es bueno. Feliz 12 de octubre. (Tú también eres facha).
Luego C. me ha mandado dos viñetas en las que se reivindicaba la conquista española de América con el argumento de que liberó a los pueblos indígenas de la atrocidad de los sacrificios humanos, y se denunciaba la leyenda negra contra España, inventada por los ingleses (aunque la inventaron los italianos), que los propios españoles nos hemos creído.
E. [Es] una fachorrería como otra cualquiera. No sabía yo que a un ateo y liberal como tú le gustasen las gilipolleces de los ultracatólicos. A ver si te vas a afiliar a Hazte Oír o esta NEOS... [A su acusación de ser también facha:] (Y tú nacionalista). Feliz Día del Pilar (así se llamaba mi madre) y feliz día de San Eduardo, obispo y mártir, que es mañana.
C.- "La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero". Ya sabes lo que es una falacia ad hominem, ¿verdad? [A que le haya deseado Feliz Día del Pilar:] Qué facha, eso también es católico.
E.- Esa verdad es la tuya y la de NEOS, felizmente unidos —a lo que parece— por el amor a la patria, es decir, por vuestro concepto de la patria. Yo, como Camus, entre mi madre y la patria, me quedo con mi madre. Y, como Woody Allen, entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire acondicionado.
C.- El único concepto posible, ya que es inquebrantable y eterna. [Aquí añade dos simbolitos: 😋 y otro que no encuentro en el tablero de símbolos de blogger]. Te dejo, que me voy a ver el desfile. ¡Vaspaña!
E.- Disfruta de la marcialidad y el facherío.
Aquí me manda una foto de un helicóptero con bandera española al viento.
E.- La bandera se ve muy pequeña. La tienen pequeña.
C.- Sí, Nacho Vidal a un km también la tiene pequeña.
E.- No te dejes engañar por la perspectiva: es una mierdecilla de bandera.
C.- Ya, ya.
Aquí siguen dos banderas españolas (una de ellas con una imagen de la Virgen del Pilar superpuesta), que me ha mandado C., y varias banderas independentistas (la catalana, la vasca, la gallega, la canaria, la asturiana, la andaluza) y una de la República española con las que he contraatacado yo. A esta última C. ha respondido con otra tricolor en que se ha sobreescrito: "Subcampeones 1939", a la que yo he contestado con la de un cubo de basura en el que se había pintado una rojigualda tachada con una cruz negra.
C.- Pues es una jornada festival estupenda. Y, contra lo que sucede en diadas y otros aquelarres, esto no va contra nadie. Mira cuántos fachas:
Y aquí siguen varias fotos de los animosos asistentes a la fiesta.
C.- Sobre todo esta:
Y aquí, una foto de una tierna niña rubia agitando una banderita de España.
C.- Fachísima.
E.- Tienes toda la razón: es una jornada festiva estupenda para casi todos los fachas de Madrid y del país. Haz la prueba: pregunta a los que te rodean cuántos votan a la izquierda o aplauden al Gobierno. Te saltarán todos a la yugular, como haces tú mismo. Desengáñate: un día como hoy es patrimonio de la derecha desde que Franco (para quien era "el Día de la Raza") se apropió cuarenta años del concepto de patria y de sus símbolos nacionales, y la mejor ocasión que da el calendario para que el nacionalismo español se exalte en las calles. Y la Diada no es un aquelarre. Esa es una consideración propia de los nacionalistas españoles. Es otra manifestación nacionalista, pero de un nacionalismo distinto.
C.- Esta te va encantar.
Aquí, una foto de un portador de una bandera con la cruz de Borgoña y el águila bicéfala de los Austrias, y un vídeo con el paso de dos escuadrillas de cazas por el cielo de Madrid, con el que la multitud, enfervorizada, prorrumpe en una gran ovación y un clamor de "olés", que pone la piel de gallina.
C.- Y mira, nosotros sí tenemos aviones de guerra. Je je, eres de lo que no hay. "Un nacionalismo distinto". Claro, distinto y peor, porque es excluyente y no se corresponde con una nación real.
E.- Todos los nacionalismos son excluyentes. También el tuyo. Y ninguno se corresponde con una nación real (tampoco el tuyo), porque tanto el nacionalismo como las naciones son construcciones humanas, provisionales y contingentes, dictadas por sus necesidades de protección y de acuerdo con los intereses de las clases dominantes.
C.- Y lo fácil que es pincharte con estas cosicas, ¿qué? [Aquí, el símbolo de un besito].
E.- A mí estas cosicas me pinchan tanto como una paja (de las de mano, no de las de era). Ya sabes que yo nunca digo que no a una buena pelotera.
Aquí me manda un enlace del Instagram del Ejército del Aire y del Espacio (recientemente rebautizado así, para que quede claro que el Ejército, y la Patria de la que es brazo ejecutor, están en todas partes) que no puedo abrir porque no formo parte de esa red social. Casi prefiero que no se pueda abrir.
Luego hay un entreacto, en el que yo le mando un par de memes que no tienen que ver con el asunto (aunque uno indirectamente sí: "Una vez un sabio chino dijo: 'Solo cuando se posa un mosquito en tus testículos te das cuenta de que no todo se soluciona con violencia'") y la foto de un artículo publicado hoy en El País por Sergio del Molino sobre el objeto de nuestro debate, "Me siento extranjero".
C.- Es una falsa dicotomía. Las celebraciones tienen por objeto precisamente eso que dice al final: la vida compartida. Aun compartiendo el patriotismo constitucional, que es el que debe regir la vida pública (y esta celebración entra de lleno en eso), lamento que os falte el componente simbólico y emocional que le da sentido. Los británicos saben bien esto y nos lo demuestran, de manera ejemplar, cada cierto tiempo.
E.- Sí, con el Bréxit, por ejemplo.
C.- No son perfectos; no son españoles.
E.- Y yo lamento que a los nacionalistas os sobre el componente emocional que convierte vuestra posición en un disparate patriotero.
C.- Pero hablaba de celebraciones y símbolos. [A mi observación sobre el "disparate patriotero":] Ya, pero es que eso te lo inventas. Vivir en Cataluña distorsiona la percepción.
E.- Y vivir en el Madrid de Ayuso también. Tu percepción no es el centro de nada, ni menos distorsionada que ninguna. Es tan sesgada y nacionalista como cualquier otra.
[Aquí mando yo otro artículo de El País de hoy, "La guerra cultural del presente se libra en un pasado imaginario", firmado por Mar Padilla].
C.- Actualmente, el interés de El País es inversamente proporcional a su desprestigio... No tiene ningún sentido que Francia celebre a Carlomagno, Luis XIV y Napoleón, y nosotros nos dediquemos a decir que la Reconquista, Colón y Blas de Lezo o son imaginarios o son genocidas... Eso se ha acabado. Y Ayuso, por cierto, es la política que mejor presenta esa batalla. Ay, mi Ayusito.
sábado, 8 de octubre de 2022
En los Estados Unidos (y 6): la librería City Lights de San Francisco
La librería (y editorial) City Lights, en San Francisco, es mucho más pequeña de lo que me había imaginado. Ocupa el ángulo estrecho de un edificio triangular en Columbus Avenue y, sí, tiene tres pisos, pero uno es "el cuarto de la poesía" —que, como suele suceder, es muy pequeño— y el otro está cerrado. La fundó Lawrence Ferlinghetti, el poeta beat, en 1953 con un amigo, Peter D. Martin, aunque este abandonara muy pronto el proyecto. Saltó a la fama cuando acusaron y juzgaron a Ferlinghetti por obscenidad. ¿Su delito? Haber publicado Aullido, de Allen Ginsberg, uno de los libros fundadores del movimiento beat, en 1956. En la historia universal de la infamia, un capítulo destacado está constituido por las acusaciones de obscenidad, escándalo público, atentado a la moral o cualquiera otra de las denominaciones con que se disfraza la censura que han sufrido libros y escritores. La virtud, implacablemente impuesta por probos magistrados en quienes la sociedad biempensante delegaba la vigilancia de la rectitud pública y las buenas costumbres, se ha encarnizado con poetas transgresores, provocadores o simplemente incautos —desde Ovidio hasta Salman Rushdie, pasando por Sade, Flaubert, Baudelaire, Oscar Wilde o Walt Whitman, entre otros— y ha condenado a la pobreza, la cárcel y hasta la muerte a un buen número de ellos. Ferlinghetti, no obstante, se sobrepuso al acoso de la demoníaca virtud (que existe en todas las latitudes y paisajes culturales, como acaba de demostrar la Policía de la Moral iraní matando a una joven de veintidós años por que el velo que estaba obligada a llevar no le cubriese completamente el pelo) y se consolidó como un editor de referencia y un librero hospitalario, no solo por el fácil acceso a los libros que brindaba a todos, sino también por haber convertido su librería en un lugar de acogida para los poetas y escritores errabundos que llegasen a San Francisco. Cuando alguno visitaba la ciudad y no tenía donde caerse muerto, se presentaba en City Lights y allí encontraba un catre donde dormir, un baño donde asearse y una cafetera con la que hacerse un café. Una hospitalidad, por cierto, que imitaba la de otra librería célebre, la parisina Shakespeare & Co. (cuya propietaria también fue editora de otra obra perseguida por sus muchos vicios: el Ulises de Joyce), de la que consta un pequeño rótulo con el nombre en la fachada de City Lights, junto a una foto del Ferlinghetti joven, fundador de la librería. Quizá todavía por la irradiación de aquel antiguo amparo, hoy ya desaparecido, vemos a un sesentón, canoso, no mal vestido, con un macuto (que imagino lleno de libros, aunque seguramente solo cargue con ropa sucia), acuclillado y apoyado en la fachada de la librería, sin hacer nada: solo mirando alrededor, con la mirada vagamente perdida. El entorno del local te envuelve en una atmósfera singular, en la que, entre rascacielos, coches que parecen naves espaciales y móviles de última generación en las manos de la gente, aún flotan los aires de la bohemia sesentera y el inconformismo beat. Frente a la librería se encuentra el Café Vesubio, en cuya terraza dos jipis de geriátrico tocan una flauta y una guitarrita, mientras se toman un brebaje lamentable: una infusión de chía o algo así. Junto a ellos, en la fachada del Vesubio, se lee el siguiente párrafo: When the shadow of the grasshopper falls across the trail of the field mouse on green and slime grass as a red sun rises above the Western horizon silhouetting a gaunt and tautly muscled Indian warrior perched with bow and arrow cocked and aimed straight at you, it's time for another Martini. Desde luego, se lo han currado. Nada de una frasecita inspiradora, una ocurrencia ingeniosa o un grafiti turbulento. Esto es un ejercicio de ironía literaria digno de la Universidad de Iowa: 'Cuando la sombra del saltamontes cae sobre el rastro del ratón de campo en la hierba verde y viscosa, mientras un sol rojo se eleva al Oeste, sobre el horizonte, dibujando la silueta de un guerrero indio enjuto y de músculos poderosos que ha tensado el arco y te apunta con la flecha, es hora de otro Martini'. No es el único texto que enmarca el acceso a City Lights. En el escaparate principal, hay colgado un poema de Dylan Thomas, uno de los principales referentes de los beat, "Do not go gentle into that good night", de 1951: Do not go gentle into that good night, / Old age should burn and rave at close of day; / Rage, rage against the dying of the light... ['No entres dócil en la noche que llega: / la vejez ha de arder y delirar al acabar el día; / ira, ira por la agonía de la luz...']. El poema es un canto a la insumisión, al repudio de la muerte, esa gran obscenidad (esta sí) (Unamuno lo dijo a su bilbaína manera: "¡No me da la gana morirme!"). Y la luz que reclama, o por cuya ausencia se encoleriza el poeta, son esas luces de la ciudad que representa la librería, zoco y foco de palabras. A la planta baja de City Lights se puede entrar por dos puertas: la principal y otra, secundaria, que da directamente a las escaleras que conducen al primer piso, el reducto de la poesía. En las baldosas del suelo de este acceso poético se lee "Vitalina Fotografia Italiana". Así, tal cual. La librería se sitúa en el viejo barrio italiano, vecino del famoso Chinatown, del que todavía quedan vestigios, como la pizzería, al otro de la calle, en el que mi amiga María José y yo nos zampamos una ensalada con gambas por un precio no disparatado y disfrutamos del permanente espectáculo que son las calles de San Francisco: una septuagenaria que pasa corriendo y haciendo pesas con un brazo; un negro que cruza la avenida, erizada de coches, con los pantalones por debajo de las nalgas, que amenazan con trabarle las piernas y derrumbarlo en el asfalto; otro negro que se pasea por la acera en calzoncillos y zapatillas, y con una capa con capucha de oso. En la foto que ilustra la página web de City Lights, esta aparece pegada a James Fugazi, Bulotti & Co, un establecimiento de viaggi, assicurazioni e spedizione de denaro. Subo, en primer lugar, al altillo de la poesía, encima de cuyas escaleras veo una foto de Allende y Pablo Neruda; una orden: Educate yoursefl: read here 14 hours a day ['Edúcate: lee aquí 14 horas al día'], lo que no deja de ser un sabio proyecto pedagógico; y algún aforismo revelador, muy apropiado para el lugar: Poetry is a survival ['la poesía es supervivencia' o mejor, quizá, 'la poesía te permite sobrevivir'], traducida de Valéry. La supervivencia, en efecto, está arriba. Predominan, como era de esperar, los autores beat y, en un lugar señero, la obra del propio Ferlinghetti, que para algo era el dueño del garito. A la entrada nos recibe un gigantesco diccionario Webster, abierto en un no menos enorme atril, como un maestro de ceremonias del ingente espectáculo impreso que estamos a punto de contemplar. Un par de sillones invitan al descanso y a la lectura tranquila. Uno, al lado de una ventana, recibe los lametazos amarillos de un sol feroz fuera, pero sojuzgado dentro por el benemérito aire acondicionado. Un querido excuñado, Antonio, se sentó en él hace dos días, y me mandó una foto, en la que se le veía leyendo Howl ['Aullido'], de Ginsberg, y fingiendo que lo entendía. Repaso despacio los estantes y me llevo una edición de bolsillo de Aullido, que le regalo a María José; otra de Penguin de la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, en la que voy a trabajar los próximos meses; una breve selección de unos curiosos poemas de Emily Dickinson, escritos en sobres de cartas; una antología erótica y oximorónica, The Erotic Spirit, en la que me agrada encontrar a sor Juana Inés de la Cruz, además de a los representantes habituales de la literatura en español en las antologías de poesía universal, Machado, Lorca y Neruda; y un título de Ferlinghetti, A Far Rockaway of the Heart ['el lejano carruaje del corazón', aunque me pregunto si Rockaway no será un nombre geográfico: tengo que verificarlo...], publicado por New Directions en 1997, secuela de uno de sus libros más famosos, A Coney Island of the Mind ['un Coney Island de la mente']. Curiosamente, busco también, pero no encuentro, algún libro de Harold Norse, un poeta norteamericano próximo a la generación beat, aunque no estrictamente perteneciente a ella, del que he traducido una antología y estoy traduciendo ahora las divertidísimas memorias. Tampoco doy con otro libro fundacional de los beat, El almuerzo desnudo, de William Burroughs (con quien Norse vivió en el legendario Hotel Beat de París varios años a principios de los 60), uno más, por cierto, en la lista de acusados por obscenidad. Cuando bajo a pagar (la bonita cantidad total de 82,34 dolarazos), me atrevo a expresarle mi sorpresa por la ausencia tanto de Norse como de Burroughs a un dependiente que está ordenando libros, con poco entusiasmo, en una de las estanterías. "Sí, sí, es verdad, no tenemos nada de Norse en estos momentos. Pero seguro que el el Museo Beat que está allí enfrente —y me señala animosamente el sitio en la otra acerca, a unos cien metros de distancia— encontrará muchas cosas de él y sobre él". Los beat irrumpieron en la cultura de los Estados Unidos, a principios de los 50, como una ola de subversión e impudicia, por cuya inmoralidad fueron juzgados y condenados, como se ha dicho. Hoy lucen, institucionales, en una de las principales calles de San Francisco, una de las capitales mundiales de la cultura. Cómo cambian las cosas. Y qué provisional es siempre el juicio humano. Aunque el lugar me atrae, María José y yo decidimos no visitarlo. No nos apetece encerrarnos entre paredes, por literarias y perturbadoras que sean. San Francisco reclama el paseo y el tacto. Y nos vamos a Chinatown, a ver chinos. Hay muchos.
domingo, 2 de octubre de 2022
En los Estados Unidos (5): la Feria del Estado de Nebraska
Hoy voy con mi amigo Pedro y su mujer, Bea, que tan hospitalariamente me han acogido en su casa de Hastings, a la Feria del Estado de Nebraska. La Feria es un magno acontecimiento en este estado agropecuario. Es algo así como una Exposición Universal, pero Local; y el universo es Nebraska. Para llegar a Grand Island, la ciudad donde se celebra —y cuyo nombre es británicamente paradójico: Nebraska, el centro geográfico del país, no tiene mar ni, por lo tanto islas; aquí solo hay islas metafóricas: ínsulas—, hemos de cruzar el río Platte, que fluye en diversos brazos, y cuyo nombre, francés, designa, apropiadamente, un río plano, de aguas someras. He dicho "fluye", pero no es verdad: el río, en todos sus cursos, está seco. Ni un triste charquito dulcifica la aridez. Pedro me dice, no sin alarma, que no lo había visto así desde que vive en Nebraska, unos catorce años. Por la carretera, que recorre paisajes tan planos como el río que acabamos de atravesar, vemos varios de esos mensajes evangélicos que los creyentes de este país se complacen en desplegar en la vía pública, y que a todos nos hacen sonreír (aunque testimonien un conservadurismo maligno que niega, entre otras cosas, el cambio climático que ha agostado el Platte y que les va agostar el jardín antes de lo que creen): Jesus offers victory in difficulties, que no creo que haya que traducir; o esta, que es aún más divertida: Beyond reasonable doubt, Jesus is alive ['más allá de toda duda razonable, Jesús vive'], debajo de la cual, por si no fuera suficiente, se consigna un número de teléfono al que se puede llamar para asegurarse de que Jesús Vive: (80) FOR-TRUTH ['para la verdad']. A la entrada de Gran Island, vemos algo más que nos recuerda que aquí campa el integrismo: una Trump Shop, una 'tienda de Trump', donde se vende toda la parafernalia trumpista —camisetas y gorras con el tristemente famoso lema Make America Great Again, tazas con el careto diabólico de Orange Don, pósters, bufandas, insignias, fotografías—, junto con otros artículos reveladores de sus tenebrosos vínculos, como banderas confederadas (lo que nunca he acabado de entender, porque la Confederación, a la que esas banderas representan, pretendió empequeñecer el país cuya grandeza reivindican los trumpistas), y lemas incomprensibles para el foráneo, pero que Pedro me traduce: Let's go Brandon ['vamos, Brandon'], por ejemplo, significa "Jódete, Biden". Entrar en la Feria del Estado es como hacer un viaje en el tiempo y volver a los años 70, o más atrás. Salvo por la modernidad tecnológica, presente en cada rincón, el aire que se respira aquí es el de los Estados Unidos más rurales y conservadores que se pueda imaginar. Acompañados por los flecos de la música country que suena por todas partes, paseamos por entre una multitud sin mascarilla. Esto es territorio Trump, como me recuerda Pedro, y no llevar la mascarilla constituye una opción política y una afirmación ideológica: no estamos dispuestos a que el gobierno nos diga lo que tenemos que hacer; el gobierno invade nuestra sacrosanta libertad individual; el gobierno es comunista. El primer pabellón que visitamos es el paritorio, un lugar donde se exhiben animales que están a punto de parir o que acaban de hacerlo. Una cerda elefantiásica da de mamar a veinticinco lechones, que se afanan y amontonan para chupar el precioso líquido. La cerda permanece tumbada entre pajas durante toda la operación. Respira agitadamente y parece agotada. No me extraña. Recorremos luego otro pabellón inmenso. Este aloja a las vacas, el núcleo de la economía del estado. Las hay de todas las formas, tamaños y colores: algunas son rosas, otras moteadas, otras turquesas. El abanico cromático es amplísimo, pero todas tienen unas ubres enormes, que supongo uno de los factores que las hacen más preciadas. Sorprendentemente, a algunas se les marcan las costillas. No obstante, ese es el modelo de hembra que prefieren algunos hombres que conozco: torso delgado y tetas muy grandes. Hace mucho calor, y por todas partes vemos ventiladores, también muy grandes, que evitan que las vacas (y los humanos) se asfixien. Siempre que veo una vaca, y aquí veo muchas, recuerdo a mi amigo Agustín Fernández Mallo, que es gallego y que varias veces me ha dicho que ver vacas le relaja: le transmiten paz. Agustín cree tanto en el poder sedativo de los bóvidos que la foto de su whatsapp es de una vaca. Al salir de la vaquería, veo a una mujer ataviada como en las películas de Russ Meyer, y casi con las características de las actrices preferidas por Meyer. Es una chica del Oeste, con shorts tejanos (tan apretados en las ingles que temo que en algún momento se las seccionen), botas camperas de piel de cocodrilo, tatuajes por doquier, una blusita escotada y atada con un nudo por debajo de una pingüe pechuga, y más pintada que una puerta, que está comiendo pizza junto a una montaña de estiércol. La siguiente atracción es una demostración de habilidades vaqueras. En un stand cerrado, que se parece mucho a un rodeo, asistimos a una competición de jinetes, que consiste en hacer un recorrido a caballo por entre una serie de postes y disparar con una pistola a los globos atados a ellos. El que más globos explota, gana. Solo uno de los concursantes acierta todos los tiros. Lo normal es fallar alguno. Casi todos los jinetes son hombres, pero también hay una amazona, que falla varios disparos. Tras cada ronda, una nube de muchachos, chicos y chicas, se apresura a poner globos nuevos en los postes en que los caballistas han acertado. Y otro jinete sale a explotarlos. El ruido de los disparos (quiero creer que se emplea munición solo perjudicial para los globos), el galopar de los caballos, el olor a polvo y a establo, el sudor de los hombres y los animales, y los gritos del público entusiasta forma una burbuja sensual de tanta aspereza como fuerza, de la que nos cuesta salir. Cuando ya nos estamos marchando, vemos que sale a la pista una niña, montada en un caballo tan grande como todos los demás. Cuando parece que se va a poner en marcha, el caballo empieza a cagar. La descarga es duradera. La muchacha espera a que el cuadrúpedo se alivie y entonces inicia el trote. Pero no dispara. (Por un momento he temido que sacara de repente un Colt y empezara a cargarse globos; no debe de tener más de ocho años. Pero algo así sería posible, ¡ay!, en este país). Hace el mismo recorrido que los vaqueros, con pericia precoz, y se retira entre aplausos. Los verracos nos esperan en la siguiente parada. Hay muchos en la carpa correspondiente, la mayoría tumbados en el serrín y todos lustrosos, fabulosos de carnes y aspecto. Uno, sin embargo, dormido, tiembla y se agita extrañamente. ¿Estará soñando? ¿Con el día de San Martín? Delante de muchas de las jaulas se acomoda la familia propietaria. No hacen nada en particular; solo están allí, sentados en sillas de tijera, charlando alegremente, comiendo pizza (la pizza tiene mucho predicamento en Nebraska) y hamburguesas, y velando al puerco, orgullo del clan y fruto excepcional de su negocio, por el que sienten un aprecio paternal. Muchos de estos colosales gorrinos participan en un concurso de belleza. Desfilan por una pista guiados por sus dueños, que los espolean golpeándolos con una varilla a ambos lados de la cabeza (para que la mantengan erguida, supongo, y así luzcan su estampa privilegiada). A veces, quienes los conducen son solo niños. Al más rozagante y apestoso lo proclaman campeón y le prenden una escarapela en la oreja, para satisfacción del amo e indiferencia suya: el bicho solo parece tener ojos para las porciones de pizza que divisa entre los asistentes, y no deja de hozar en la pista por si encuentra algo que llevarse a las fauces. A la salida de la instalación, vemos a una joven granjera ensayando con su cerdo: lo hace caminar de un lado a otro dándole golpecitos con la varilla. Quizá este sea el próximo campeón: hechuras no le faltan, ni elegancia: los jamones se le mueven con prometedora firmeza y todo él se muestra como un culturista de la grasa. Echamos un vistazo luego a un pequeño zoo que han instalado en un rincón del recinto: hay dromedarios, cebras, bisontes, canguros, llamas y hasta un nilgó o toro azul. Es la concesión al exotismo de la Feria. Pero no nos interesa demasiado: los animales tienen el aspecto triste y aburrido de todos los animales salvajes encerrados en jaulas, y algunos, como el bisonte, han desarrollado ya el hábito de pasearse de un lado a otro de su encierro, sin otro propósito que combatir el marasmo en el que se encuentran. Nos dirigimos después a la zona de las atracciones. Pasamos por debajo del teleférico de la Feria. Nos cruzamos con un hombre orquesta, con otro disfrazado de Mighty Mouse y con un montón de food trucks, en los que sirven pizzas, hamburguesas y, en general, cualquier comida que sea muy grasienta. También vemos un puesto de venta de casetas portátiles, marca Redneck [que puede traducirse por 'paleto'], para cazar ciervos, y, apostados por todas partes, tractores de ruedas gigantescas, capaces de atravesar el Misisipi sin que a su conductor le salpique ni una gota. Aquí todo es grande: el espacio, los cerdos, las vacas, las raciones de pizza, los vehículos agrícolas. Y las cosechadoras. Tres o cuatro, vastas como transatlánticos, esperan, en fila, en una pista de tierra. Montarse es gratis, y un conductor muy amable te da una vuelta por el circuito, para que experimentes las sensaciones de los agricultores nebraskeños cuando trabajan. Bea y yo nos animamos a vivir tan fascinante aventura. Pedro, en cambio, se queda en tierra, observándonos, entre sorprendido y preocupado. Cuando ya estoy instalado en la cabina, el ayudante que nos ha hecho subir le hace una señal al conductor para que arranque, y a mí me recuerda a las que les hacen a los pilotos de los aviones de combate para que despeguen. El conductor obedece. El que me ha tocado en suerte es un joven lugareño de labio leporino que, al notar mi acento, no tarda en preguntarme de dónde soy. Estoy por responderle que de Afganistán o de Arabia Saudí, para hacerle un poco más emocionante la experiencia, pero le digo la verdad. Luego me informa de que la cosechadora puede alcanzar una velocidad de 30 millas (unos 50 kilómetros) por hora, lo que no está mal, teniendo en cuenta que pesa varias toneladas, y que cuesta medio millón de dólares. También me dice que le gusta mucho su trabajo, que es muy estimulante. Y lo hace cuando toma una curva de la pista de tierra, en la que no hay nadie más que nosotros (Bea va detrás), en la llanura nebraskeña, a unos diez kilómetros por hora. Bajo exultante de mi periplo cosechador y seguimos nuestro paseo por este lugar que me parece más surrealista que los cuadros de Max Ernst. Pasamos junto a la zona en que se exhiben tractores antiguos. Hay muchísimos y debo decir que son muy bonitos: máquinas con el encanto de los coches de carrera antiguos o de las máquinas de escribir que ya no utilizamos. Llegamos donde las atracciones. Casi nada las diferencia de las que podemos encontrar en España, salvo su tamaño: de nuevo, son más grandes que las nuestras. El sencillo tiovivo parece una plaza de toros. Pedro y Bea, a los que se les ha despertado el hambre, se asestan en un food truck un platazo de patatas fritas con bacon, queso derretido y sour cream, entre otros ingredientes que renuncio a desentrañar. Yo pico dos o tres patatas y me doy por satisfecho. Les digo que veo muy pocos negros entre la gente, aunque sí bastantes hispanos. Me cuentan que Nebraska, como en general todo el Medio Oeste, es territorio de blancos (los indios fueron exterminados o confinados en reservas; los negros son escasísima minoría), y que aquí ha habido importantes disturbios raciales, como los que tuvieron lugar en Omaha, la principal ciudad del estado, en 1919, en los que murieron dos blancos y las turbas sacaron a Will Brown, un obrero negro acusado (falsamente) del crimen, de la cárcel en la que esperaba ser juzgado, y lo lincharon en un poste de teléfonos. Luego arrastraron su cuerpo, atado a un coche, por las calles, lo quemaron y lo volvieron a arrastrar, ahora achicharrado, por la ciudad. También estuvieron a punto de hacerle una corbata de soga al alcalde de la ciudad, que intentó oponerse al linchamiento de Brown, y, acaso para aliviar su frustración por no haber culminado el alcaldicidio, le pegaron fuego a los tribunales del condado de Douglas. La tarde ya declina y por el horizonte asoma un crepúsculo anaranjado. Volvemos a casa. Pero antes vemos en el edificio Nebraska el mayor overall ['mono de trabajo'] del mundo, según dicen (a los estadounidenses les encanta presumir de tener las cosas más grandes del mundo: en un sitio se jactan del queso de bola más grande del mundo; en otro, de las lagartijas más grandes del mundo; en otro, de los dónuts más grandes del mundo: el tamaño, en este país, importa mucho), y una exposición que recuerda a los nebraskeños muertos en la war on terror around the world ['la guerra contra el terror en todo el mundo']. Lo trivial y lo trágico están aquí juntos.