viernes, 28 de agosto de 2020

Apariciones

Es un error muy común pensar que el poeta es alguien que escribe. Eso, si sucede, viene después. Antes, y sobre todo, el poeta es alguien que mira, que sabe mirar; alguien que, al mirar, crea lo que ve y crea a quien ve. Jordi Doce (Gijón, 1967) enfila el mundo con la proa de una mirada prensil, que aspira a aprehender la delicada maraña de fenómenos y contradicciones que componen la realidad, pero también a trascenderla para acceder a ese otro lugar que persiguen desde siempre los artistas: la dimensión oculta, el otro lado de las cosas: lo que está más allá de lo visible, lo que elude lo discernible: «Al otro lado el tiempo, el mundo, lo real. / Al otro lado cuerpos, extrañezas. / ¿Sabes por fin de lo que hablas?», escribe en el poema 10 de «Monósticos». Doce mira para ver –para verse– más allá de lo mirado. Sus poemas buscan el asombro en lo ordinario, lo extraño bajo lo doméstico. Se trata de despertar a lo que se ignora. Se trata de que, con tiempo en las pupilas, el ojo se sumerja en la rueda de las apariciones.

La mirada se proyecta, así, en el espacio. El poeta camina y ve. Jordi Doce es un poeta ambulante, como el Claudio Rodríguez de Don de la ebriedad (pero la de Doce es una ebriedad sobria, una borrachera de contención), un poeta paseador, como Baudelaire, el flâneur por excelencia, que describe los paisajes urbanos de las ciudades en las que ha vivido –en cuyas calles no solo hay personas, sino también perros y algunos gatos–, los paisajes rurales que conoce –entre los que destacan los verdes y sosegados de una Inglaterra en la que pasó ocho años–, los paisajes domésticos, acaso los más exóticos de todos (sus poemas abundan en cuartos donde todo está quieto, excepto los ojos y la conciencia, afanosos) y hasta los paisajes marinos, tanto ingleses como asturianos. Pero Jordi Doce no solo camina por los lugares: también lo hace por el tiempo. Los trayectos de hoy se conectan con los de ayer, y en «Otros inviernos», por ejemplo, el vagabundeo por las calles de Sheffield remite a «una geometría / de aristas y vacíos» similar a la que percibía «el niño que fui, que soy aún, / rumbo a no sé qué escuela / de la que nadie nunca me avisara». Vicente Luis Mora ha resumido estas conjunciones en su clarificador prólogo: «Un espacio, un sujeto y una amalgama de tiempos distintos, anudados por la sensibilidad cognitiva de ese sujeto».

Para que la mirada pinte el mundo, son necesarios los colores de la luz. Pocos poemas hay en la obra de Jordi Doce que no impregnen la luz y su ilimitada paleta de matices, cuya intensidad hace que, a veces, se personifique: «Respira una luz parda / que pesa lo que el tiempo, / lo que el miedo», escribe en «La deuda». La luz es la materia con la que se tallan las palabras. Los versos de Doce brillan como puñados de cristales, que configuran tanto una múltiple masa de resplandores como un solo y radiante espejo. La luz llueve en los poemas de La rueda de las apariciones (Madrid, Ars Poética, 2019), pero también su contraparte: la sombra, la oscuridad, la noche (y con esta, la luna, híbrida conjunción de esplendor y negrura). La luz vela y desvela, afirma Doce en «Cine-club». Y en el país de la luz –el cielo, el aire– habitan los muchos pájaros que pueblan estas páginas: palomas, gorriones, águilas, grajos, urracas y, sobre todo, cuervos. En Inglaterra, los cuervos son omnipresentes.

La pugna, o quizá la simbiosis, entre la claridad y las tinieblas simboliza la del poeta por traspasar lo visible y construirse con la mirada. Este es otro de los rasgos fundamentales de la poesía de Doce. Sus poemas atienden a lo externo, pero caminan hacia adentro, se vuelcan hacia el interior, como un berbiquí. El autor de Gran angular –un título que es también un aserto moral– es un fino descriptor, pero no solo de lo que encuentra fuera de sí, sino también de que él mismo descubre –o crea– al enfrentarse al mundo: el adentro y el afuera dialogan, intercambian posiciones, mudan uno en otro. Así, en «Mayo», la lluvia y el viento que desordenan las calles y los árboles, hacen que «otro árbol se [meza] en mí, plegado / al incierto engranaje del asombro, / con su aire que empuja y desordena / las ramas de mi sangre, de esta sangre / elocuente que vuelve a desgranar / para el único espectador que soy / su recuento indecible»: lluvia, viento, mundo, sangre y yo se funden en una sola realidad observable, cuya observación la trae a la vida. La poesía de Jordi Doce, de la que esta antología recoge una amplia muestra –desde La anatomía del miedo, de 1990, hasta No estábamos allí, publicado en 2016, más algunos poemas inéditos posteriores– es una poesía de la conciencia, del yo siendo consciente de su hacerse en un mundo cambiante y a menudo incomprensible. Mirar es, pues, construir la conciencia, el yo, ese yo que somos, lábil, líquido y aguijoneado por la perplejidad y el miedo, como ya hiciera Wordsworth con su monumental Preludio. En «Lectura de Marguerite Yourcenar» se reivindica la necesidad de esa introspección fabril: «Lo que resuena en estas páginas / con un tenue chasquido de hojarasca / (…) / es la necesidad de la conciencia / y la conciencia de lo necesario, / el peso de los hechos que nos hacen». En el extraordinario poema «El paseo», la trabazón entre el estímulo exterior y la factura interior, encauzada por una mirada atirantada, bajo una luz que ya empieza a ensombrecerse, se hace luminosamente patente. El espacio apacienta el pensamiento, y el poeta siente la imposibilidad de hurtarse a la conciencia que lo piensa. Duda, incluso padece, entre «el gozo de vivir» –la percepción descarnada de las cosas: su inmediatez supurante– y «la seca lucidez que me consume»: esa certeza de que no somos sino lo que nos representamos, de que, al transformar en conocimiento lo aprehendido, lo creamos y nos creamos. En el poema, el yo poético se asoma a un pantano y comprende que «mi rostro no es mi rostro, / sino el de alguien, mudo, / que al mirarse me piensa». Esta comprensión, sin embargo –que, para que sea verdadera, ha de preservar una zona de sombra–, no vuelve lapidario el poema: la anagnórisis es aquí, como todo en La rueda de las apariciones, sutil y restricta. Los poemas de Doce son siempre felizmente dubitativos. De esa duda nace su solidez. 

La versatilidad formal de Jordi Doce es destacable: cultiva todas las formas, y todas eficazmente. Predomina el verso blanco, coincidente con los metros clásicos de la tradición hispana, pero también practica formas de otras tradiciones, como la oriental –de la que nos ofrece haikús y tankas–, y modalidades arraigadas en la contemporaneidad, como el poema en prosa –los de Estación término se inclinan por un suave irracionalismo– o las composiciones de estructura singular, y lúdica, como «Notas a pie de vida», una sucesión de treinta y tres notas a pie de página sin el texto del que provienen, o «Monósticos», en los que las estrofas conforman una pirámide: del primer poema, de un solo verso, se pasa sucesivamente al undécimo, de once, y de este se desciende hasta el vigésimo primero, de nuevo de un solo verso. Con diversos envoltorios, la poesía de Jordi Doce, narrativa pero metafórica –en «Tarde de ronda» se reconoce «tocado por el demonio de la analogía»–, reflexiva pero musical –y generosa en aliteraciones: «la luz y sus tenazas tenues»–, figurativa pero hospitalaria con lo irracional, irónica pero no malhumorada, se erige en testimonio privilegiado de la construcción de la conciencia, en el permanente y erizado diálogo que mantienen el yo y el mundo. 

[Esta reseña se publicó en Letras Libres, nº 226, julio de 2019, pág. 50-52; y nº 259 de la edición mexicana, pág. 52-53]

lunes, 24 de agosto de 2020

Lecturas veraniegas

Mis lecturas veraniegas no son de libros veraniegos —superventas nauseabundos, entretenimientos inanes, celulosa de aeropuerto—, sino de libros que han llegado a mí, caídos venturosamente del cielo de los libros, en verano. Este es un verano muy especial, y la presencia de los poemarios de los que hablaré hoy ha sido un regalo también especial, sorprendente y consolador. Todos ellos han aparecido en este infausto año de 2020 y quizá por eso, porque los libros se han echado a la calle más desamparados que nunca, a uno le gustaría acompañarlos un poco más estrechamente. Y de ahí esta entrada. El primero que quiero reseñar es Las travesías, de Federico Gallego Ripoll, ganador del VI Premio de Poesía Juan Castro, y publicado por Renacimiento. Gallego Ripoll es un poeta enterizo, de larga trayectoria, numerosos reconocimientos y títulos sobresalientes, como Quién, la realidad (2002) o Quien dice sombra (2017), cuyo título es parte de aquel verso memorable de "Habla también tú", de Paul Celan: Dice verdad quien dice sombra. En Las travesías, vuelve a proyectar su mirada desnudadora en las personas y las cosas que lo rodean, de las que consigue desvelar siempre las caras ocultas, los matices fugitivos, las esquinas en sombra. Gallego Ripoll cree poderosamente en la poesía como reactivo de la realidad, como fulminante sensible cuya detonación nos rescata de esa cotidianidad hosca transformándola, nos la vuelve digerible, nos salva de sus excesos. Y se lanza siempre a esa operación redentora con una delicadeza pasmosa, sin alterar la voz, aunque su serenidad nunca deje de albergar la contenida violencia del amor vivido y del amor deseado (o del amor que se escapa) y de los grandes conflictos existenciales. En la poesía de Gallego Ripoll hay siempre muy pocos adjetivos; algún libro suyo conozco que no tiene ni uno. Ese rasgo, tan infrecuente, no lo vincula a ningún áptero realismo, sino a una transfiguración muy sutil de la realidad en la que se sumerge, en la que estamos sumergidos todos. Transcribo su poema "Caballos de tu memoria", que tanto recuerda a una albada:

Me fecundas no estando como solo
puede engendrar quien tanto fue deseo.

Crece mi vientre pleno de tu noche.
El alba es la mentira. No amanezcas.

Los árboles agitan mi techumbre,
desconciertan el sueño de las aves,

tronchan la helada luz de las estrellas
y despiertan mis manos a lo blanco.

El hueco de tu cuerpo pesa como
todos los mares juntos. ¿Quién, mañana?

Por las sábanas frías se escapan los caballos
de tu memoria. El alba es la mentira.

No amanezcas.

La delicadeza caracteriza también a José Luis Cancho, que, tras varias novelas y una autobiografía, Los refugios de la memoria, de la que también di cuenta en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2017/07/lecturas-de-verano-1.html), se presenta ahora como poeta con Cuaderno de invierno, de la sabia mano de Papeles Mínimos. La poesía de Cancho tiene la misma limpieza, el mismo equilibrio, la misma sabrosa transparencia que sus relatos y crónicas. Mezclando la prosa y el verso, explora las vicisitudes del amor y el desamor, sus experiencias viajeras —que han sido muchas, aunque ahora estén ya almacenadas en el silo inmóvil del presente— y el mero pero devastador paso del tiempo, que proyecta una grávida melancolía en las páginas del poemario. Cancho parece observar la realidad desde un rincón, quieto, casi quietista, deslumbrado por los azares interminables de la luz, atento a los menores detalles de cuanto sucede: el viento que pasa, una hoja caediza, el silencio que se extiende como una niebla. Y lo hace con una voz desengañada, pero que no ha perdido enteramente la inocencia, que aún cree en decir lo cierto y lo puro, que todavía lame las cosas con los ojos. Cancho lo mira todo como un farero, como un centinela cansado pero lúcido, y nos lo cuenta con una serenidad ácida y una pulcritud fruto de mucha lima, de mucho deshuesamiento. La segunda parte de las tres que tiene el libro, "El abandono", está dedicada, con clarividencia, a la ruptura y la pérdida del amor. Su primer poema dice así:

Cuando un hombre y una mujer se separan
solo quedan los gestos del abandono:
la cama deshecha en el oleaje de los sueños
el eco de las melodías compartidas
un puñado de versos perfilados entre los dos
el esplendor de su risa
su pelo como algas marinas
los besos robados al futuro
su voz junto a la luz de septiembre
los estremecimientos a la orilla del río
el rumor de los días luminosos
todos los planes de repente congelados.
No hay piedad para nosotros.
Todo termina
los viajes y el amor
nada termina.

El tercer libro del que quiero hablar hoy es Poemes amb ous ferrats ('poemas con huevos fritos') del poeta de l'Ampolla, en Tarragona, Juan López-Carrillo, el primero que este autor publica en catalán, gracias a la editorial Meteora. La lengua de López-Carrillo ha cambiado, pero no el tenor de sus poemas, ni su aire goliardesco, ni su espíritu juguetón, ni su ocasional pero temible mala uva. El poeta no tiene miedo de llamar a las cosas por su nombre y utilizar el lenguaje que haga falta, sin revestimientos, sin templanzas, sin tutelas ni tutías. En Poemes amb ous ferrats, se queja de la plaga de los poetas, de la zafiedad de un jefe de gabinete, de las teorías de la conspiración, de la comunicación inclusiva, de que no folla. Los placeres materiales —entre los que el sexo ocupa uno de los primeros lugares— rodean siempre al poeta, ya para ser ensalzados, ya para ser añorados, que es lo más común. También la reflexión jocosa, a menudo tintada de humor negro, sobre la propia poesía y sus cultivadores ocupa un buen número de composiciones. La crítica (y la autocrítica) que López-Carrillo ejerce en este poemario, en el que, como sugiere su título, se puede mojar pan, nunca es esquinada, a pesar de su acedía. Pero esta jovialidad gamberra esconde —o sublima— la insatisfacción y el dolor. La rabia se conjuga con la eutrapelia, y la certeza de la muerte, con la alegría de vivir. Un poso de amargura, en fin, impregna la sátira. En realidad, la sátira canaliza la amargura. No obstante, el resultado final es siempre una sonrisa, algo torcida, acaso quebradiza, pero muy feliz. Así dice el poema "Lògic":

Hi ha gent que afirma
que la Terra no és rodona sinó plana,
que els galls violen sàdicament les gallines,
que Cervantes va escriure El Quixot en català,
que José María Aznar fou un gran estadista,
que Amanece que no es poco és una pel·lícula dolenta,
que el pernil de gla és un aliment impur
o que l'escalfament global no és més que una mentida.
Per tant, no ens ha de sorprendre que, a ell, se l'anomeni com un gran poeta.

'Hay gente que afirma
que la Tierra no es redonda, sino plana,
que los gallos violan sádicamente a las gallinas,
que Cervantes escribió el Quijote en catalán,
que José María Aznar fue un gran estadista,
que Amanece que no es poco es una mala película,
que el jamón de bellota es un alimento impuro
o que el calentamiento global no es más que una mentira.
Por tanto, no nos debe sorprender que de él se diga que es un gran poeta'.

(La traducción es mía). 

miércoles, 19 de agosto de 2020

Vacaciones en España (1): Llego a Hoyos

Tres cuervos en la copa de un castaño. Las chumberas rebosantes de higos. El cielo muy azul, rasguñado por la torre de la iglesia. La tierra verde, ocre, amarilla, negra. Una bandera arcoirisada en el balcón del ayuntamiento. Otra española, desteñida y desgarrada, enroscada al asta de la casa del deán. Los balcones atestados de plantas floridas en las casas de piedra de la plaza mayor. El aire más fresco de lo que imaginaba. Una casa en construcción donde antes solo había un solar con maleza. Varias casas con el cartel de "se vende" ajado por la lluvia y el viento. Los árboles que entoldan la portada de la iglesia, frondosos y algo combados, afanosos de luz. Todo el mundo con mascarillas. Una gitana que pasa con una niña en un carrito; la niña me dice "¡hola!". El acento respingón de los extremeños. El arroyo casi seco. La plaza atiborrada de coches. Las terrazas de los bares atiborradas de veraneantes. Un gorrión que se me ha colado en la biblioteca y se ha cagado en el ordenador. El carnicero que ha puesto dos sillas a la entrada de la carnicería para que se pueda sentar la gente que ha de esperar fuera. Una prima política que me cuenta que su padre murió en marzo. Una vecina que no repara en mí, o que quizá no me reconoce. Un par de neorrurales que pasan con la ceñuda alegría de los de su clase. Un anuncio de clases de yoga. Las inevitables avispas de las claraboyas. Los pasquines a las puertas de todos los establecimientos, que recuerdan la obligación de llevar mascarilla, ponerse gel higienizarte y guardar la distancia de seguridad. El oxímoron de la calle Clemente y Guerra. Un tractor que pasa. La ropa tendida en los balcones, que ondea con el ábrego. La peña Bar Moe. Dos niños que se esconden, jugando, detrás de un contenedor. Perros que ladran. Gatos que miran. Un silencio espeso, blanco. Un guiri tomando fotos. Donde había un restaurante, ya no hay un restaurante. Una autocaravana enorme junto a la papelería. Zarzales que empiezan a tener moras. Un helicóptero amarillo. Familias que pasan mirando los dinteles, los ajimeces, los escudos heráldicos. Muros de piedra vieja casi caídos. La cría de lagarto que encuentro en la bañera. Ventanas que siempre estaban cerradas, abiertas. Los troncos rojizos de los alcornoques circuncidados. Los troncos aún negros del incendio. Varios aviones cuyas estelas se entrecruzan en el cielo. El tañir de las campanas de la iglesia. Las señoras del pueblo que pasean juntas por la carretera y siempre dan las buenas tardes. La piscina natural, a la que, a esta hora de la tarde, todavía acude una familia para bañarse. El agua de la rivera, que baja lenta y festoneada de hojas. La casa vacía. La casa vacía. No sé si volveré. 

viernes, 14 de agosto de 2020

Chema Madoz: La naturaleza de las cosas

Se expone en el Real Jardín Botánico de Madrid La naturaleza de las cosas, una selección de fotografías de Chema Madoz. Como no he estado nunca en el Jardín Botánico ni he visto nunca una exposición de Madoz, decido matar dos pájaros de un tiro y hacer ambas cosas en compañía de mi amiga Teresa, que ha venido este fin de semana de Badajoz para charlar e ir de museos juntos. Pese a nuestros ambiciosos planes, no nos entretenemos demasiado en el Jardín: hace demasiado calor. La vegetación es mucha, pero no lo bastante alta como para resguardarnos de una temperatura abrasadora. Recorremos con alguna premura los senderos que conducen hasta el acristalado pabellón Villanueva, donde se han colgado las fotografías del artista y donde estamos seguros de que habrá aire acondicionado. Y así es: lo hay. Los museos y salas de exposiciones del mundo son un refugio universal contra la vulgaridad de la vida cotidiana, pero también contra los ardores del verano. Otros muchos gustan de refrescarse en los centros comerciales, pero nosotros preferimos el arte. Las 62 fotografías que integran la muestra, fechadas entre 1982 y 2018 y dispuestas en dos salas diáfanas, constituyen una selección muy amplia, que, en realidad, obedece a un principio compositivo muy simple: la fusión, la simbiosis constante de dos realidades en una nueva y distinta. De los elementos que se funden, uno suele ser humano —una creación, un artilugio inventado por el hombre— y el otro, natural, aunque hay ocasiones en que ambos son fruto de la naturaleza. El hecho de que el modus operandi de Madoz sea, como digo, muy sencillo no significa que sea fácil ni que carezca de valor. Al contrario: esa simplicidad, que es muy difícil de alcanzar, da a las imágenes una fuerza inhabitual, que sorprende y, a veces, conmociona. A esa fuerza contribuye asimismo el hecho de que las fotografías sean en blanco y negro: esa deliberada limitación condensa aún más las líneas y los volúmenes; desnuda las formas, las despoja de la distracción de los pigmentos y las reduce a sus más puros y transparentes huesos. La luz y la sombra no se oponen, sino que, hermanadas por su mutua soledad, suscriben un pacto de nitidez y armonía. Nada más entrar, vemos la fotografía de un paso de cebra hecho con franjas de césped obtenidas de un campo de fútbol. Luego, una aguja que ensarta una gota de agua. Y también unos lápices que forman una hoguera. Los árboles protagonizan muchas piezas: en una, la copa de un árbol es una nube; en otra, un conjunto de piedras; en otras, de las ramas de sendos sauces llorones cuelgan ideogramas chinos (o japoneses) y notas musicales. A veces, el motivo de la imagen se vuelve hacia sí mismo y conforma una obra cuyo único protagonista se desdobla o multiplica, como esa foto en la que las ramitas de una rama de árbol representan a un árbol. En La naturaleza de las cosas, el mundo vegetal es casi omnipresente: dos cerezas son una balanza; un cactus, un dedal (y dos piedras, un cactus); unas hojas, una mariposa (y una, una hoz); una caracola, una flor; un cuenco de cristal, una flor acuática; una percha, una hoja de plátano; una pila de macetas encajadas, el tronco de una palmera; y un montón de hojas superpuestas, un libro de geología (aquí los reinos naturales que se ensamblan son ya tres: también el mineral, porque las hojas semejan capas tectónicas). También vemos unas chancletas de hierba y una naturaleza muerta —una still life: así se titula— hecha con una monda sinuosa de naranja. Igualmente, menudean los animales: un avestruz entierra la cabeza en un huevo (de avestruz); una dardo ha ensartado a mariposa; una araña se confunde con el teclado de un piano; y una telaraña está hecha de frases (o bien se transforma en una espumadera). Lo mineral comparece en una maleta llena de tierra o en unas piedras que configuran un signo de exclamación. Con frecuencia, el agua materializa la transparencia a la que aspira el artista: un cubito de hielo es un regalo; unas gotas de lluvia que caen en un mar encrespado son las agujas para el pelo que es, a su vez, ese mar. Madoz no deja de trastocar la realidad mezclando realidades. Sus fotografías son poemas visuales: metáforas construidas con objetos. Y su ingenio es notable: siempre sorprende y casi siempre hace sonreír. Sabe utilizar no solo la materia, sino también la sombra y los reflejos, la cascada de posibilidades que ofrece la luz, para construir sus juegos, que son muy serios. No obstante, como el propio Madoz afirma en la película Regar lo escondido, de 2010, que se proyecta en una de las salas, se trata de crear imágenes monásticas, esto es, austeras, incluso secas, pero cuya sequedad, cuyo esquematismo, suponga un impacto absoluto: no una ramificación, sino una concentración de estímulos visuales. La relación con la naturaleza se atenúa, pero no desaparece, en un conjunto de piezas cuyos elementos son solo obra del hombre. Me atrae un monedero que se presenta como un libro: el libro es Das Kapital, de Karl Marx; otro libro se presenta como una puerta con mirilla; una vela parece una escalera de caracol; y una pala de pimpón está ajedrezada. Como los prestidigitadores, Madoz recurre a menudo a los naipes y a los relojes para sus creaciones. Signos, cartas, relojes, libros: el lenguaje, en sus múltiples formas, con sus innumerables códigos, constituye el factor humano de un buen número de obras. La reunión de los elementos que componen las fotografías de Madoz, siguiendo un esquema binario irreductible, incorpora alguna violencia, pese a su amabilidad, porque supone un choque de mundos encontrados. Reconozco que la visión de una nube dentro de una jaula me incomoda. ¿Pero desde cuándo el arte no debe incomodar? Si no lo hace, no es, en realidad, arte, sino mera decoración. Lo que también nos incomoda a Teresa y a mí, al salir de la exposición, es tener que esperar a entrar en la tienda: el coronavirus manda y hay que asegurar que no se junten demasiadas personas en un espacio tan exiguo. Pero no compramos nada. Al salir del pabellón, advertimos que una pareja se acaba de levantar de una de las pocas mesas que hay en la terraza del bar, en una gratísima sombra cercana, y nos abalanzamos a ocuparla: con el COVID campando por ahí, las mesas de las terrazas son bienes suntuarios. No obstante, no nos sentamos hasta que Teresa no consigue que el camarero la desinfecte de los anteriores ocupantes. Teresa es muy pulcra, y en las actuales circunstancias, casi prusiana. Luego ya solo nos queda disfrutar de esta preciada sombra, chupando una cerveza y un refresco. El Jardín Botánico, nos tememos, va a tener que seguir esperando tiempos mejores, es decir, menos tórridos.

domingo, 9 de agosto de 2020

Ignacio Aldecoa: El diorama de los desheredados

Los Cuentos completos de Ignacio Aldecoa (1925-1969), publicados ahora por Alfaguara/Penguin Random House (Barcelona, 2018), son la tercera recopilación de sus relatos, tras las de Alicia Bleiberg en 1971 y la prologada y anotada por su viuda, Josefina R. Aldecoa, en 1995. Parece que ahora son definitivamente completos. Es un mamotreto: 79 narraciones, escritas entre 1948 y 1969, y repartidas en 740 páginas, más el prólogo publicado en 1995. Pero es también un acontecimiento editorial: una de esas operaciones que, sistemáticas, panorámicas, enriquecen la literatura de un país. Aunque lo que para mí constituye un acontecimiento editorial, quizá no lo sea para muchos. De momento, no he tenido noticia de recepción crítica alguna: ni reseñas, ni comentarios, ni artículos, ni nada. (Los periódicos, en general, se dedican ahora a otras cosas, como publicar poemas de los —y, sobre todo, las— jóvenes poetas digitales y youtubers que no hace mucho habrían abochornado a cualquier persona letrada, o entrevistas a lamentables maestros de esta generación lamentable). Y es una pena, porque Aldecoa ha sido —y sigue siendo, tal como está el patio— uno de los mejores narradores en español —de uno y otro lado del océano— del siglo XX.

Para nuestra satisfacción, escribió mucho. A los relatos que incluye esta edición —algunos, muy largos, son casi nouvelles— se suma una destacada obra novelística, con títulos memorables como Gran Sol, Parte de una historia o Con el viento solano, que recuerdo haber leído, siendo adolescente, con la fascinación de quien se ve arrastrado al pedregal erizado de aristas, pero también aterciopelado de flores, de una palabra veraz y fulgurante. Aún sorprende más que una producción tan numerosa fuese escrita por alguien que murió a los 44 años. Aldecoa fue otro, en aquellos terribles años, que se marchó mucho antes de lo imaginable, como Luis Martín Santos o José Luis Hidalgo.

Muchas cosas llaman la atención de Cuentos completos. En primer lugar, su condición coral, su naturaleza de obra multitudinaria, pero encajada, a la vez, en una horma reconocible y coherente. En este sentido, como asamblea de las múltiples voces de la lengua, es también una obra épica. Los relatos de Aldecoa conforman un vívido fresco de la España aldeana y tenebrosa de la segunda posguerra, de aquella España en la que, como decía otro escritor añorado, Manuel Vázquez Montalbán, a todo el mundo parecían olerle los pies. Sus protagonistas son, casi sin excepción, personas del pueblo, del pueblo más bajo: de lo que antes (ahora ya no sé) se llamaba proletariado, y hasta lumpenproletariado. Por las páginas de Cuentos completos desfilan los que trajinan la chatarra, los que cazan víboras y ratas en las cloacas para sacarse unos duros, los que viven en chabolas, los peones y los jornaleros, las criadas y las mujeres a las que pegan los maridos, los borrachines, los pícaros, los holgazanes, los enfermos del pecho o de revenido —como se llamaba entonces al cáncer—, los estudiantes alojados en pensiones que no pagan a sus caseros, los que aspiran a conseguir trabajo en la ciudad, los campesinos sin apenas campo que labrar, los vendedores de cualquier cosa, los aprendices de cualquier cosa, las cerilleras y las modistas, los marineros zarandeados por las tormentas y la poca pesca, las solteronas y las viudas, los niños que se despellejan las rodillas en las calles de los pueblos, los que viajan en tercera clase, los soldados que no tienen ni para viajar en tercera clase, los fogoneros que alimentan al tren, los boxeadores de barrio —como el inolvidable Young Sánchez—, los cómicos de la legua y los faranduleros del tres al cuarto, los guardias civiles, los subalternos de los ayuntamientos, los gitanos, los artistillas fracasados, los dueños de figones, los novios que no pueden casarse porque no tienen dinero o el permiso de sus padres, los herbolarios y los curanderos, los poceros y los camioneros, los albañiles que se matan en la obra, los cobradores de tranvía, los que madrugan, los que no tienen donde ser enterrados; en suma, los pobres y desventurados, que en la España del medio siglo eran casi todos. A muchos los rodean otros personajes, mejor situados en el escalafón social, que los explotan, engañan o evitan: pequeños burgueses, menestrales, funcionarios. Y a todos los oprimen, como un miasma desdichado, las ideas que supura una sociedad en la que imperan la estulticia nacionalcatólica, el hambre y el instinto de supervivencia.

Ignacio Aldecoa se sitúa, pues, en aquella literatura denominada social que pretendió denunciar la vida lúgubre, asordinada, en la que el franquismo y la miseria habían sumido a los españoles. Su forma de denunciarla no era otra que reflejarla: Aldecoa fue un espejo más en el camino, un espejo punzante y sanguíneo, como lo fueron otros realistas mesoseculares: Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Jesús Fernández Santos, Luis Romero o Jesús López Pacheco, excelentes escritores hoy bastante dejados de la mano de Dios. Para Aldecoa, nos recuerda Josefina, las mejores universidades fueron las tabernas (aunque seguramente también habría estado de acuerdo con Faulkner, que opinaba que eran las casas de putas).

No obstante el carácter deliciosamente callejero de la literatura de Ignacio Aldecoa, su prosa aparece bañada siempre de un espíritu poético. Él, de hecho, como tantos narradores, se inició en la poesía —publicó dos poemarios: Todavía la vida, en 1947, y La vida de las algas, dos años después; significativamente, ambos incluyen la palabra «vida» en el título— y fue amigo de postistas y hasta postista él mismo. Su lirismo se evidencia en las descripciones, afiladas y sutiles, fruto de una observación minuciosa. A veces es inmediatamente reconocible («De las colmenas del otoño se vertía, en el atardecer, el color de los campos. De las colmenas del otoño se endulzaban los ojos de una vaga melancolía. El crepúsculo ponía cresta de gallo a las cimas de los montes lejanos…», leemos en «La humilde vida de Sebastián Zafra»); en otras ocasiones se transfigura en un verbo tan plástico como preciso. Así se describe, por ejemplo, a un tal Pedro Lloros, un muerto de hambre como tantos, en «Los bienaventurados»:

Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase una crecida. Le quedaban dos amigos; los otros estaban invernando en los calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas y picañadas, pantalón con ventanas en el lipardi y balcones en las rodillas roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres cubrían sus cabezas moras con minas de colador.

Ignacio Aldecoa debía de pensar, con Josep Pla, que describir es mucho más difícil que opinar. Las opiniones son como las narices: todo el mundo tiene una. Pero describir requiere paciencia, sensibilidad y oficio, cualidades que no abundan entre la gente, y ni siquiera entre los escritores. Para que cuajen en un resultado feliz, Aldecoa se vale de una mirada taladradora, de una percepción porosa, de una curiosidad inagotable y de una compasión a prueba de bombas. El fruto son crónicas palpitantes y exactas —palpitantes por exactas— que nos impregnan al instante de su fuerza, que nos permiten ver y, gracias a esa visión, entender.

Tres aspectos destacan especialmente en la obra cuentística de Aldecoa, y en toda su literatura: el vocabulario, la ironía y los diálogos. El primero luce siempre una adecuación insólita al tema tratado o al contexto en el que se desarrolla. Aldecoa conoce los lenguajes jergales —de los marineros, de los ferroviarios, de los labradores—, los dialectos, las germanías. Su conocimiento es tan vasto que muchas de las voces que emplea resultan hoy incomprensibles, al menos para mí, y hay que recurrir al diccionario para saber qué quieren decir «picañada», «lipardi» y «coipe» (y casi también «fardel con corruscos»), por no salir del fragmento transcrito. (He llegado a pensar en los traductores de Aldecoa, si es que los ha tenido o, como sería deseable, los hubiera de tener. ¿Cómo traducirían un pasaje como este: «—Si sale el norte a mediodía, barre las nubes y guiñará el ojo Lorenzo. —Pero el castellano no le va a dejar. ¿No oye cómo suenan las cornetas?»?). Pero, además de ese conocimiento singular que le permite utilizar la palabra óptima, es decir, técnicamente idónea, para el objeto o la acción mencionados, Aldecoa posee otro, asimismo muy amplio, de los múltiples registros de la lengua. El resultado es un léxico riquísimo, que permite una adjetivación vivificadora («desmandibulada risa», «fosfórica negrura», «una mesa de billar como un catafalco») y en el que conviven arcaísmos y cultismos, neologismos y coloquialismos, y donde destaca, por encima de todo, el habla popular, con sus giros, refranes y silencios, con la que nos persuade de que el narrador no es un escritor criado a los pechos de otros escritores, sino un desheredado que expone sus esperanzas, siempre frustradas, y sus infortunios, interminables.

El habla popular se expresa, en estos Cuentos completos, en conversaciones secas, tableteantes. Los diálogos de Aldecoa están vivos, como sus personajes, y ambos, diálogos y personajes, se comunican esa viveza: se transfieren latido y verosimilitud. El diálogo, en literatura, es también muy difícil, aún más que la descripción. Pero para Aldecoa, como para Lezama Lima, solo lo difícil es estimulante. Esa dificultad, no obstante, a él se le diluía en naturalidad: lo que cuenta, lo que dice, parece sencillo, surgido fluidamente de la contemplación: una escena de la vida diaria atrapada al vuelo, un pequeño sainete vecinal, un intríngulis doméstico, sin filosofías, y todo atravesado por cierto aire burlón —lo que antes he llamado ironía—, como si, a la vez que nos cuenta las descorazonadoras peripecias de sus criaturas, y hace que nos compadezcamos de ellas, se riera un poco de la maldad y la insignificancia que anida en todos nosotros, de las pretensiones y malandanzas a que conduce la necesidad.

Aldecoa, en fin, no se equivoca nunca, o casi nunca. A veces es laísta; a veces —y esto es más grave— a sus cuentos les falta algo de punch, como si no fueran cuentos, en realidad, sino crónicas, testimonios, escenas de un diario. Pero su prosa, enérgica, fluye siempre con suavidad, sin que la ennegrezcan metáforas exageradas, caídas de tensión, tropezones sentimentales, vocablos imprecisos, nudos sintácticos, puntuaciones vacilantes, excursos innecesarios, ambigüedades. Las acciones se suceden con ilación. Los personajes se expresan inteligiblemente. Todo está bien articulado; todo, aun lo horroroso, aun lo contradictorio, está bien dicho. Cuentos completos es un regalo para el lector que quiera asomarse a un mundo, acaso ya periclitado, pero del que somos herederos, por la ventana privilegiada de una prosa sin error.

[Esta reseña se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 835, enero 2020, pág. 142-145].

lunes, 3 de agosto de 2020

En Deltebre y la playa del Fangar

El cochino coronavirus reduce nuestro círculo de actuación: nuestros viajes son ahora gallináceos, como decía Pla (Josep, no Albert). A lomos de mi gallina particular, un Toyota de doce años (la avanzada edad suele ser peyorativa en el caso de los coches, pero meliorativa en el del whisky), me acerco este fin de semana al Delta del Ebro, una zona que, pese a sus muchos atractivos, conozco poco. Haré noche en Deltebre, la puerta del lugar, a donde llego después de cruzar arrozales interminables, salpicados de garzas, cuya sinuosa blancura encala fugazmente el verde subido de los plantones. El arroz y el turismo son las principales industrias de esta gran comarca, y a las dos las nutre el padre Ebro, que la ha formado con los depósitos aluviales que lleva milenios arrastrando. A la entrada del pueblo me recibe un enorme cartel que me informa de que he llegado a "Deltebre, República Catalana". Son curiosas estas fantasmagorías desiderativas: la República Catalana no existe, ni ha existido nunca, pero la gente se empeña en afirmarla como si fuera una realidad. Aquí ese empeño es intenso. En otra calle veo un rótulo callejero que señala la dirección en la que se encuentra la sede local del Partit Demòcrata de Catalunya, igual que se indica dónde queda la iglesia del pueblo o el dispensario de la Cruz Roja. No sé cuál es el grado de independentismo del Partit Demòcrata de Catalunya —la implosión de Convergència i Unió en partidos, asociaciones, plataformas, sectas, facciones y grupúsculos soberanistas es de tal magnitud que me declaro incapaz de distinguirlos—, pero doy por hecho que es muy alto. En el paseo que doy por el pueblo reconozco a muchos magrebíes; algunas mujeres visten chilaba talar, con el complemento chic de la mascarilla, que acaba de enterrarlas bajo tela. Muchos lugareños charlan, sentados a la puerta de sus casas, bajas y generalmente descuidadas: ocupan toda la acera. Algunos, incluso, trabajan en el huerto, encajado entre dos casitas. Esto es un pueblo, y se nota. En una plazoleta se alza una estatua que homenajea "al pagès que va transformar les nostres terres" ('al campesino que transformó nuestras tierras'). En muchos rincones, lo que se eleva son árboles frutales —una higuera desprende un tufo dulzón, tan fuerte que es casi ofensivo— o plantas enredaderas, como las buganvillas, que lo inundan todo de púrpura. Llego al paseo del río, que fluye manso pero poderoso. El agua no es ocre, como suele suceder con los ríos de mucho caudal y abundante tráfico, sino muy azul, y las riberas, pobladas por una espesa vegetación, son muy verdes. Me dejo arrullar por la música de la naturaleza, que aquí parece sonar en plenitud. Oigo a los pájaros, y el murmullo del agua, y el zumbido de los insectos, y el cuchichear del viento, un compañero habitual de estas tierras, por entre las hojas de los árboles. Pero la actividad humana emborrona estas apacibles melodías. Pasa una moto de agua, abriendo una calle de violentas espumas en el agua serena. Pasan también ciclistas. Primero, uno gordo: él resopla; el velocípedo cruje. Luego, una madre joven con un traje de topos, que enseña las piernas al pedalear: ahora soy yo el que resopla. Por fin, una chica que se acerca haciendo eses y que acaba cayéndose, aunque sin consecuencias: se levanta de un salto, recoge la bici maltrecha y se aleja, ya sin culebrear. Y, como trasfondo de todo, se oye el tráfico de los coches, un como quejido que se acentúa conforme me aproximo al puente colgante que une Deltebre y Sant Jaume d'Enveja, el pueblo que ocupa la otra ribera del río, y que sustituye a las antiguas barcazas y transbordadores que desde 1849 han transportado, aquí, a personas, animales y vehículos de una orilla a otra. El puente, eso sí, ostenta un nombre poco imaginativo: Lo passador ('el que pasa'). En el paseo, también me cruzo con uno de esos parques con aparatos de gimnasia que los ayuntamientos disponen para que la gente haga un poco de ejercicio. Los cacharros, blancos y algo descascarillados ya, parecen robots o piezas de arte contemporáneo. Pero nadie los utiliza. Cuando regreso al pueblo, vuelvo a sumergirme en esa República Catalana tan deseada por los vecinos que, simbólicamente al menos, lo inunda todo. Paso por la plaza así llamada, de la República Catalana, donde una placa informa de que el lugar conmemora "el procés de construcció nacional" y de que su nombre fue elegido por los deltebrenses. También consta su fecha de inauguración: el 10 de septiembre de 2015, un día antes del 11 de septiembre, la fecha sagrada de los independentistas. La placa reproduce asimismo unos bucólicos versos del poeta local Baltasar Casanova i Giner. En el centro de la rotonda flamea una estelada y la avenida que nace en la plaza y conduce al centro de Deltebre se llama "1 d'Octubre", otra fecha digna de reverencia en el imaginario indepe. Por esa avenida llego al ayuntamiento, cuya fachada luce —no sé por qué no me sorprende— otra estelada y una inmensa pancarta que reclama la libertad de los presos políticos. Estoy en un país imaginario, donde se proclama una república que no existe, ondean banderas privadas en los edificios públicos y se tiene por "preso político" a quien ha violado la ley. La bandera de Deltebre, por cierto, es verde, como los arrozales, y su escudo contiene, en sinople, un ramo de espigas de arroz. A la mañana siguiente, tras no haber dormido demasiado bien —nunca duermo bien la primera noche que paso en una cama que no es la mía—, me levanto temprano para acometer la excursión que tengo planeada al faro del Fangar, que encabeza, o casi, la playa homónima, una de las más largas del litoral catalán, y que nunca he visitado. El GPS —uno de los grandes inventos de la humanidad, sobre todo para los automovilistas nefastos como yo— me lleva sin error al punto de inicio, junto a un restaurante llamado "Vascos" —así, sin más—, que a estas horas aún está cerrado. Estoy a punto de ir hacia el otro lado: un cartel indica que hay una playa nudista a 1.350 m de distancia. Pero no: me atengo al plan, que consiste en recorrer la playa y bañarme junto al faro. El principio no es muy prometedor: un enorme desagüe de cemento cruza la arena y desemboca en el mar. No parece que arroje aguas negras ni desechos químicos, pero su presencia no deja de ser inquietante. Poco después, paso junto a una maraña de árboles muertos, sobre la que pende una nube de libélulas. Los anisópteros deciden acompañarme y me escoltan, durante un buen rato, como helicópteros anaranjados. Sobrevuelan la arena con desplazamientos lineales y rapidísimos hasta que, con la misma resolución con que se me han unido, deciden dispersarse en la inmensidad del arenal. A esta hora la playa está casi vacía. Solo unos pocos pescadores atienden las cañas. Uno, viejo, sentado, ni siquiera eso: está absorto en el móvil. Dudo si pasar por debajo de los sedales, tensos hacia el agua, o rodearlos, no sea que con mi altura y un mal golpe de viento me enrede con ellos. Pero uno de los pescadores, que advierte mi vacilación, me indica que sí, que puedo pasar por debajo. A diferencia de las escaleras, no trae mala suerte. En el agua solo hay dos bañistas, que también son pescadores. Buena parte de la playa está ocupada por dunas, unas fijas, recubiertas de vegetación, y otras móviles, de esas que el viento no deja de lamer y acuciar. Las dunas están señalizadas con un cableado naranja, horrible, pero muy visible, que es de lo que se trata: hay que evitar que la gente las pisotee. En sus recovecos anidan los charranes y las gaviotas; una, enorme, sale volando de entre los montículos y se adentra en el mar. Las dunas son las principales protagonistas del lugar y se las deja crecer hasta donde quieran: en algunos puntos casi llegan al agua y el paso se reduce a una estrecha franja de arena compactada. Puntean la arena por la que sí podemos transitar peces muertos, resecos, llenos de agujeros, casi fosilizados, en los que pululan insectos y bichos que desconozco y que renuncio a conocer. Tras unos cinco kilómetros de marcha, llego al faro, que nunca deja de verse en la distancia: es la meta a la que se dirigen todos los pasos. Se trata de una airosa torre de 20 m de altura, que se encuentra a 20 m sobre el nivel del mar, aunque esto sorprende algo, porque da la impresión de estar exactamente al nivel del mar. Se construyó en 1972 y fue remozada en 1986. Pero el primer faro que hubo aquí data de 1864, y fue obra de un ingeniero inglés, Mr. Henderson, de Birmingham. En aquellos tiempos, los ingleses campaban por el mundo construyendo puentes, faros, fábricas y hasta un imperio. Hoy se encierran en su isla, temerosos de la gente. Aquella primera construcción no sobrevivió, como tantas otras cosas, a la Guerra Civil: fue incendiada. Hoy se yergue blanca, con una ancha franja roja en el centro, dos pisos superiores y dos placas solares en lo alto. Deslucen algo su prestancia el montón de basura que alguien ha dejado a la entrada y una pintada: "El PHN, mort del Delta". Supongo que PHN significa "Plan Hidrológico Nacional", siempre muy contestado por las poblaciones de la zona, que no quieren que el agua que las riega y les da de comer se vaya a otros lugares. Es comprensible, aunque no sé si muy solidario. No hay, en cambio, ninguna estelada, como me temía: es un alivio. Como había planeado, planto la toalla en la arena, dejo la mochila y me meto en el agua, que está a la temperatura perfecta: ni es sopa ni está helada. Braceo con fuerza y, cuando me detengo, me abofetean blandamente las olas, con sus penachos de espuma. Desde el agua contemplo la línea de la sierra, que recorren, como un peinado cherokee, los aerogeneradores de un interminable parque eólico. Pero esto también es lógico: aquí el viento es una fuerza constante; hoy lleva toda la mañana soplando. Bandadas de grandes pájaros, como fugitivas manchas grises, pasan entre los aerogeneradores y yo. Me baño y me seco al sol. Vuelvo a bañarme y vuelvo a secarme al sol. Me refresco dudosamente con el agua que he tenido la precaución de traer en un termo: en todos los kilómetros de la playa no hay ningún servicio. Por suerte. Cuando me siento lo bastante rebozado de sal y de sol, emprendo el camino de regreso. Pero han pasado varias horas, y la playa ha perdido la deliciosa vaciedad de la mañana: ahora está concurrida, incluso por grupos que portan los clásicos aparejos veraniegos: sombrillas, patitos de goma, pelotas de Nivea y perros, muchos perros. Uno corretea alegremente junto a un cartel que obliga a llevar a los perros atados. Sus dueños se ven felices. Un joven pasa a mi lado con la mascarilla puesta. Con este calor y con este viento, que debe de haberse llevado cualquier gotícula de coronavirus a kilómetros de distancia, en un lugar donde la distancia entre las personas se mide por leguas, lleva mascarilla. Sin duda es un ciudadano responsable, muy responsable, responsabilísimo. Pero la responsabilidad puede convertirse en una carga insoportable, además de ser, a veces, una ridiculez. Cuando he llegado esta mañana a "Vascos", apenas había media docena de coches aparcados. Cuando llego ahora, hay doscientos. Huyo, huyo deprisa.