Es un error muy común pensar que el poeta es alguien que escribe. Eso, si sucede, viene después. Antes, y sobre todo, el poeta es alguien que mira, que sabe mirar; alguien que, al mirar, crea lo que ve y crea a quien ve. Jordi Doce (Gijón, 1967) enfila el mundo con la proa de una mirada prensil, que aspira a aprehender la delicada maraña de fenómenos y contradicciones que componen la realidad, pero también a trascenderla para acceder a ese otro lugar que persiguen desde siempre los artistas: la dimensión oculta, el otro lado de las cosas: lo que está más allá de lo visible, lo que elude lo discernible: «Al otro lado el tiempo, el mundo, lo real. / Al otro lado cuerpos, extrañezas. / ¿Sabes por fin de lo que hablas?», escribe en el poema 10 de «Monósticos». Doce mira para ver –para verse– más allá de lo mirado. Sus poemas buscan el asombro en lo ordinario, lo extraño bajo lo doméstico. Se trata de despertar a lo que se ignora. Se trata de que, con tiempo en las pupilas, el ojo se sumerja en la rueda de las apariciones.
La mirada se proyecta, así, en el espacio. El poeta camina y ve. Jordi Doce es un poeta ambulante, como el Claudio Rodríguez de Don de la ebriedad (pero la de Doce es una ebriedad sobria, una borrachera de contención), un poeta paseador, como Baudelaire, el flâneur por excelencia, que describe los paisajes urbanos de las ciudades en las que ha vivido –en cuyas calles no solo hay personas, sino también perros y algunos gatos–, los paisajes rurales que conoce –entre los que destacan los verdes y sosegados de una Inglaterra en la que pasó ocho años–, los paisajes domésticos, acaso los más exóticos de todos (sus poemas abundan en cuartos donde todo está quieto, excepto los ojos y la conciencia, afanosos) y hasta los paisajes marinos, tanto ingleses como asturianos. Pero Jordi Doce no solo camina por los lugares: también lo hace por el tiempo. Los trayectos de hoy se conectan con los de ayer, y en «Otros inviernos», por ejemplo, el vagabundeo por las calles de Sheffield remite a «una geometría / de aristas y vacíos» similar a la que percibía «el niño que fui, que soy aún, / rumbo a no sé qué escuela / de la que nadie nunca me avisara». Vicente Luis Mora ha resumido estas conjunciones en su clarificador prólogo: «Un espacio, un sujeto y una amalgama de tiempos distintos, anudados por la sensibilidad cognitiva de ese sujeto».
Para que la mirada pinte el mundo, son necesarios los colores de la luz. Pocos poemas hay en la obra de Jordi Doce que no impregnen la luz y su ilimitada paleta de matices, cuya intensidad hace que, a veces, se personifique: «Respira una luz parda / que pesa lo que el tiempo, / lo que el miedo», escribe en «La deuda». La luz es la materia con la que se tallan las palabras. Los versos de Doce brillan como puñados de cristales, que configuran tanto una múltiple masa de resplandores como un solo y radiante espejo. La luz llueve en los poemas de La rueda de las apariciones (Madrid, Ars Poética, 2019), pero también su contraparte: la sombra, la oscuridad, la noche (y con esta, la luna, híbrida conjunción de esplendor y negrura). La luz vela y desvela, afirma Doce en «Cine-club». Y en el país de la luz –el cielo, el aire– habitan los muchos pájaros que pueblan estas páginas: palomas, gorriones, águilas, grajos, urracas y, sobre todo, cuervos. En Inglaterra, los cuervos son omnipresentes.
La pugna, o quizá la simbiosis, entre la claridad y las tinieblas simboliza la del poeta por traspasar lo visible y construirse con la mirada. Este es otro de los rasgos fundamentales de la poesía de Doce. Sus poemas atienden a lo externo, pero caminan hacia adentro, se vuelcan hacia el interior, como un berbiquí. El autor de Gran angular –un título que es también un aserto moral– es un fino descriptor, pero no solo de lo que encuentra fuera de sí, sino también de que él mismo descubre –o crea– al enfrentarse al mundo: el adentro y el afuera dialogan, intercambian posiciones, mudan uno en otro. Así, en «Mayo», la lluvia y el viento que desordenan las calles y los árboles, hacen que «otro árbol se [meza] en mí, plegado / al incierto engranaje del asombro, / con su aire que empuja y desordena / las ramas de mi sangre, de esta sangre / elocuente que vuelve a desgranar / para el único espectador que soy / su recuento indecible»: lluvia, viento, mundo, sangre y yo se funden en una sola realidad observable, cuya observación la trae a la vida. La poesía de Jordi Doce, de la que esta antología recoge una amplia muestra –desde La anatomía del miedo, de 1990, hasta No estábamos allí, publicado en 2016, más algunos poemas inéditos posteriores– es una poesía de la conciencia, del yo siendo consciente de su hacerse en un mundo cambiante y a menudo incomprensible. Mirar es, pues, construir la conciencia, el yo, ese yo que somos, lábil, líquido y aguijoneado por la perplejidad y el miedo, como ya hiciera Wordsworth con su monumental Preludio. En «Lectura de Marguerite Yourcenar» se reivindica la necesidad de esa introspección fabril: «Lo que resuena en estas páginas / con un tenue chasquido de hojarasca / (…) / es la necesidad de la conciencia / y la conciencia de lo necesario, / el peso de los hechos que nos hacen». En el extraordinario poema «El paseo», la trabazón entre el estímulo exterior y la factura interior, encauzada por una mirada atirantada, bajo una luz que ya empieza a ensombrecerse, se hace luminosamente patente. El espacio apacienta el pensamiento, y el poeta siente la imposibilidad de hurtarse a la conciencia que lo piensa. Duda, incluso padece, entre «el gozo de vivir» –la percepción descarnada de las cosas: su inmediatez supurante– y «la seca lucidez que me consume»: esa certeza de que no somos sino lo que nos representamos, de que, al transformar en conocimiento lo aprehendido, lo creamos y nos creamos. En el poema, el yo poético se asoma a un pantano y comprende que «mi rostro no es mi rostro, / sino el de alguien, mudo, / que al mirarse me piensa». Esta comprensión, sin embargo –que, para que sea verdadera, ha de preservar una zona de sombra–, no vuelve lapidario el poema: la anagnórisis es aquí, como todo en La rueda de las apariciones, sutil y restricta. Los poemas de Doce son siempre felizmente dubitativos. De esa duda nace su solidez.
La versatilidad formal de Jordi Doce es destacable: cultiva todas las formas, y todas eficazmente. Predomina el verso blanco, coincidente con los metros clásicos de la tradición hispana, pero también practica formas de otras tradiciones, como la oriental –de la que nos ofrece haikús y tankas–, y modalidades arraigadas en la contemporaneidad, como el poema en prosa –los de Estación término se inclinan por un suave irracionalismo– o las composiciones de estructura singular, y lúdica, como «Notas a pie de vida», una sucesión de treinta y tres notas a pie de página sin el texto del que provienen, o «Monósticos», en los que las estrofas conforman una pirámide: del primer poema, de un solo verso, se pasa sucesivamente al undécimo, de once, y de este se desciende hasta el vigésimo primero, de nuevo de un solo verso. Con diversos envoltorios, la poesía de Jordi Doce, narrativa pero metafórica –en «Tarde de ronda» se reconoce «tocado por el demonio de la analogía»–, reflexiva pero musical –y generosa en aliteraciones: «la luz y sus tenazas tenues»–, figurativa pero hospitalaria con lo irracional, irónica pero no malhumorada, se erige en testimonio privilegiado de la construcción de la conciencia, en el permanente y erizado diálogo que mantienen el yo y el mundo.
[Esta reseña se publicó en Letras Libres, nº 226, julio de 2019, pág. 50-52; y nº 259 de la edición mexicana, pág. 52-53]