martes, 17 de enero de 2017

La matanza

El otro día, en un pueblo de la Sierra de Gata, estuve en una matanza. Bueno, en realidad, en el resultado de una matanza: no asistí al asimiento y degüello del cochino, sino a la exposición y tratamiento de su carne. La verdad es que me habría gustado ver el sacrificio del animal: admirar su lucha inútil por la vida y oír sus chillidos de pánico y dolor. Sueno sádico, lo sé. Será que toda matanza constituye un acto atávico, que dispara nuestros resortes más primitivos, los mismos que llevaban a las tribus del Neolítico a cazar y descuartizar a las bestias que les darían de comer mucho tiempo. O puede que el recuerdo de los relatos felices de la matanza que me hacía mi padre cuando yo era niño se había criado, en la durísima posguerra española, en un pueblo aragonés donde la liquidación anual del cerdo constituía un jolgorioso acontecimiento social, y se comprende: garantizaba que no se pasase hambre aún despierte mis instintos más reptilianos. Cuando llegué a la casa de los amigos que nos habían invitado a probar con ellos los primeros frutos del acuchillamiento, me sorprendió la cantidad de material. Entonces comprendí el verdadero alcance del dicho "del cerdo se aprovecha todo". Todo es todo: desde el morro hasta la cola. Lo único que se desecha es la manteca para hacer jabón: la industria cosmética la ha sustituido por productos menos laboriosos y más eficaces. En un cuarto interior, que la familia llamaba "la nevera", por razones fácilmente imaginables, se amontonaban las partes ya troceadas del cochino: el lomo, el espinazo, las costillas, las grasas y, colgados de diferentes ganchos, a cuál más acongojante, la cabeza, vaciada de todas su interioridades; las vísceras, un tumulto de globos sanguinolentos, de difícil identificación (pero allí estaban, según me señalaron, el corazón, el más parecido del reino animal al humano, el hígado, los pulmones...); las paletillas; y los reyes del desguace, los jamones, que empezaban entonces una larga curación que acabaría, con la ayuda de Dios, en el producto homónimo, uno de los más benéficos y admirables de la creación. Pero aquel espectáculo haría que se desmayasen los vegetarianos y muchos animalistas llamasen a la guerra santa: los huesos serrados, los miembros destazados, los olores crudos, la sangre seca, marronosa, dibujaban un paisaje que muchos naturistas no dudarían en calificar de dantesco; y yo debía darles la razón: porcino, alimenticio, pero dantesco. Muchas de las piezas ya habían sido troceadas o estaban siendo fileteadas entonces por las mujeres de la casa. La implicación de toda la familia, y de sus invitados, en la matanza sigue siendo una realidad, y la división de funciones por sexo, también. A los hombres se les reservan las tareas que requieren más fuerza física, mientras que las mujeres se ocupan de las que exigen más constancia y minuciosidad, desde remover la sangre que cae del cuello apuñalado del marrano para que no se coagule, a la salazón del tocino y el adobo del lomo, pasando por la limpieza del estómago y las tripas. Por eso, porque aún hace falta músculo para muchas ocupaciones, y porque está mal visto que uno se acople a una tarea raigalmente colectiva sin aportar otra cosa que curiosidad y ganas de comer, me ofrecí para colaborar en el picado de la carne. Este se hace con una sencilla máquina que tritura las piezas previamente cortadas: alguien las deposita dentro del aparato por una boca grande situada en su parte superior, y otro hace girar una manivela para que un grueso berbiquí interior las deshaga y salgan por el otro extremo en forma de gruesos hilos. Y me ofrecí para ello: a) porque mi legendaria torpeza garantiza que estropee cualquier mecanismo que no sea tan fácil de usar como el de un chupete; y b) porque, además de no requerir maña, tampoco parecía requerir fuerza. Y así, alegre por haber averiguado cómo honrar mis obligaciones de huésped sin perder el decoro ni sudar, empecé a darle a la manivela. Tardé apenas dos minutos en descubrir que aquello era una trampa saducea. Hacer girar aquel trasto te descoyuntaba el hombro. Las piezas de carne ofrecían una resistencia sorprendente a ser machacadas, trasunto acaso de la que había ofrecido su propietario a ser degollado, y uno acababa como si llevara toda la tarde haciendo flexiones con aquel brazo. Pero solo habían pasado cinco minutos. Por suerte, la cola de los dispuestos a colaborar en aquel organillo infernal entre ellos Ángeles, que no sabía lo que le esperaba, por más que yo le hacía guiños desesperados de advertencia eran muchos, y pude refugiarme en un banco rinconero y reconfortarme con un blanco de pitarra abrasivo y resucitador. Entonces uno de nuestros anfitriones me informó del proceso que desembocaba en la matanza. Era simple y desalentador: al lechón lo capaban a los dos meses de vida de otro modo, la carne no sabía igual, luego lo dejaban triscar en la dehesa un año y medio o como mucho dos, y por fin era pasado a cuchillo. No es la vida que me gustaría tener. Luego de varias horas de trabajo o de ver trabajar, nos sentamos a comer. Asomaron entonces los primeros frutos de la matanza, como la moraga tacos de carne aliñados con ajo y pimentón y el cocido, con bloques de mollas irreconocibles flotando como icebergs en un océano de garbanzos. Por la noche llegarían la patatera, que las mujeres habían estado cocinando toda la tarde, y cuya versión picante tenía más poder irritativo que el gas sarín, y la sopa de sangre, un espeluznante mejunje, hecho con la sangre del guarro, que me apresuré a declinar, procurando reprimir el sobrecogimiento que me invadía. Allí comía todo el mundo con una pasión cárnica irreprimible; todo el mundo menos una hija de familia, que llegó a última hora con el novio y desenfundó varios botes de comida china, a cuyo vaciado se aplicaron con finura cosmopolita, mientras los demás engullíamos las delicatessen proletarias de la matanza. Uno de los invitados, en particular un tipo bajo y rechoncho, con ojos como galletas maría, se asestó cuarto y mitad de patatera, un plato entero de otro bocado de cardenal, los sesos del cochino, y, por fin, un plato de sopa de sangre, cuyo contenido hacía montaña, todo ello bien regado con una botella de tinto de pitarra y rematado con media tableta de turrón sobrante de la navidad. Me recordaba a aquel gordo de El sentido de la vida, de los Monty Phyton, que devora todas las existencias de un restaurante francés y explota al final, cuando se come una chocolatina; y también al castellano de Larra, aquel paisano ignaro, aunque todo pareciera saberlo, y ferozmente chabacano, que describió, con indignada melancolía, en uno de sus mejores artículos. Nuestro compatriota, como el de Larra, hablaba a gritos, siempre, aunque fuese para pedir que le pasaran la sal. Y era incapaz de juntar tres palabras sin que dos fueran una blasfemia aterradora. Por ejemplo, si pedía que le pasaran la sal, lo hacía así: "¡Joder, Manolo, te voy a dar dos patadas en los cojones si no me acercas la sal, mecagüen mi calavera, que esto está soso como el coño de una babosa, hostia puta!". Un tipo con el ingenio atroz del rústico, que además renegaba del nacionalismo catalán bajo una gran bandera española que colgaba del techo, junto a los jamones. (Luego supe que no es que la tuvieran colgada porque quisiesen reivindicar la españolidad de la panceta, sino que se había quedado allí desde el último partido de la selección, que los amigos veían en uno de los cuatro televisores alineados en la habitación). Cuando, ya muy tarde, nos marchamos, lo hicimos satisfechos por la experiencia, pero muy necesitados de almax, por los litros de colesterol, y de ibuprofeno, por el paisano vociferante. Me han prometido invitarme la temporada que viene al día del degüello. Se lo he agradecido mucho. Tengo todo el año para pensármelo.

4 comentarios:

  1. Has hecho un perfecto retrato de la matanza del cerdo;tradición de la que no guardo buenos recuerdos.Me has dejado empachada,no como en una semana. Abrazos.

    Blanca.

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  2. ¡ Qué gore y qué risa ! Y para rematar...lo del gordito, tronchante. El almax siempre libra de morir en una matanza, siempre.

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  3. Si es nuestro animal tótem, porque verracos y no toros son los de Guisando, y muchos otros ni tan conocidos ni tan famosos los que los vetones dejaron diseminados por esa geografía del que fue su territorio entre Salamanca y Cáceres. La cultura del marrano pasó la romanización y el cristianismo, un estudioso de las ordenes monacales se sorprendió en encontrar un calendario de cillero la anotación "porculatio" algo que después se encontró en otros conventos. ¿Qué podía ser la Porculatio que no era ni adviento ni pascua ni témporas.
    Al final se hizo la luz, era una mala contracción corrupción del latín porco in latitudine. Es decir que ese epígrafe contenía el numero de marranos que la orden mantenía en la dehesa.
    Hay mucho que hablar del marrano en nuestra cultura y no es con segundas... En la posguerra de Huesca de hambruna severa y facha había morcilla de ricos y de pobres. La de los ricos tenía arroz y más especias, porque sangre y cebolla tenían todas.
    El cerdo aparece hasta en la hagiografía, se le atribuye a San Antón la curación o sanación de un marrano que era todo el capital de una familia. Y ese sentido de capital es el que hace que las huchas de barro tomen la forma de gorrino.
    Yo al gorrino le tengo un amor fraterno, cainita pero fraterno, que lo uso como excusa para viajar, tanto me sirve para visitar Arroyo del Puerco (hoy Arroyo de la Luz) donde además de las pinturas de El Divino Morales puede uno enterarse del uso del verraco en la heráldica local. Patearme Extremadura detrás de la denominación Dehesa de Extremadura y/o llegarme hasta Alburquerque tras la pista de Maldonado. También puedo leer al luso Saramago sobre su familia de porqueros.
    Bueno creo que hoy comeré un secreto en moraga con el pimentón de La Vera que este año compré en Plasencia. Y es que Eduardo tus escritos provocan...

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  4. Apuesto a que no irá... Además de Larra y los Monty, pensé en La Celestina elaborando su conjuro con las bermejas letras, en Santiago Nasar y, desde luego, en la peli Delicatessen.

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