miércoles, 30 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (y 6): El Museo de la Tortura

Ando hoy por Santillana del Mar y descubro un inopinado Museo de la Tortura junto al restaurante en el que planeo comer. Pero lo visitaré luego. Primero me procuro la pitanza: garbanzos con marisco, sardinas del Cantábrico y quesada, que me permiten creer, de nuevo, en la existencia de Dios. Rematado el condumio con un buen café, me dirijo al pintoresco lugar, con el ánimo acrecido por el almuerzo y la esperanza de que la impresión que me causen los fondos expuestos disipe los vapores de la digestión y hagan innecesaria la siesta. En realidad, no se trata de un museo de la tortura, así, en general, sino solo de los instrumentos de tormento utilizados por la Inquisición —española y europea— desde el siglo XV hasta el XIX. Hay unos cincuenta, dispuestos en tres pisos. El hecho de que la exposición se ciña a las prácticas del Santo Oficio se refuerza, desde la entrada, con unos cantos gregorianos que resuenan tenebrosamente. También desde el principio se advierte uno de los rasgos más lamentables de la exposición: las faltas de ortografía, que llenan las leyendas informativas y todos los textos del lugar. Leo en el panel de la entrada: "[los reos eran torturados] con todo tipo de instrumentos de tortura, al cual mas horribles" (cuatro sic). A lo largo de todo el recorrido, me sobrecoge una sensación de fragilidad: lo que veo me hace angustiosamente consciente de la precariedad de la carne, de su infinita flaqueza. El cuerpo es una máquina afinadísima de placeres, pero también de dolores, que cualquiera es capaz de infligir con las herramientas más rudimentarias. Partiendo de la base de que todo lo mostrado aquí es espeluznante, me atrevo a diferenciar lo horrible de lo increíblemente espantoso. Quizá lo menos insoportable de todo fuese lo que servía para el castigo ejemplarizante y la humillación pública, como la aureola del tonto —un collar con una campanilla que se le colocaba a quien hubiese causado molestias a la comunidad—; las máscaras infamantes, con forma de burro o cerdo; la trenza de paja, una cofia humillante que, tras raparlas, se les ponía a las casquivanas que se hubieran quedado embarazadas antes de casarse; y los collares para vagos y renitentes a misa, que suponía colgarles a las víctimas grandes pesos al cuello, con forma de botellas, monedas, naipes o pipas, que simbolizaban sus vicios. (A los cazadores furtivos, por cierto, se les colgaban los animales que hubiesen abatido hasta que se les descomponían: un castigo particularmente eficaz en verano). Otras mortificaciones destinadas al escarnio público, pero que podían tener graves consecuencias físicas, eran la flauta del alborotador, que no era para los malos músicos, sino para los blasfemos y camorristas: se les argollaba el largo artilugio al cuello, se les obligaba a sujetarlo, como si lo estuvieran tocando, y luego se les cerraba un cepo en los dedos, que los aplastaba; así iban las víctima: cantando su terrible dolor por las calles. Otra modalidad de cepo era el que hemos visto tantas veces en los tebeos y las películas: esa estructura de madera por la que el condenado era obligado a meter la cabeza, las manos y los pies, y en la que permanecía, a la intemperie, hasta que cumplía la pena. Este castigo, que puede parecer suave, no solo comportaba sufrimientos horribles por la dolorosa posición y la inmovilidad a las que obligaba al reo, sino que lo dejaba en manos de la gente, mucha de la cual, en passant, lo golpeaba o apedreaba, o bien lo embadurnaba de heces o se le meaba en la cara; los más benevolentes se entretenían haciéndole cosquillas. Un principio similar gobernaba el funcionamiento de la picota en tonel, pensada para los borrachos: la cuba se llenaba de excrementos o de agua pútrida, y se metía al dipsómano. Una variante del castigo consistía en que el borracho la llevara a cuestas. Me pregunto qué habría preferido yo, si me hubieran dado a elegir: hundirme en ella o acarrearla. La sección dedicada a los instrumentos específicamente concebidos para la tortura física es, quizá, la más horripilante. Había los que se aplicaban a partes concretas del cuerpo, y los que funcionaban con el cuerpo entero. Entre los, digamos, especializados, los había para casi todos los órganos y para casi todos los gustos. La cabeza, por ejemplo, podía machacarse hacia arriba o hacia abajo: el rompecráneos, un ingenioso mecanismo de palanca con pinchos, hacía saltar el casquete craneal, como si descorchara una botella; el aplastacabezas, como su nombre indica, empujaba el cráneo hacia abajo y lo iba rompiendo todo hasta que los sesos se le salían al reo por los ojos. Los dedos, llenos de terminaciones nerviosas, han sido también objeto de la atención de los torturadores de todo el mundo —como ya hemos visto en el caso de la flauta del alborotador, y a ellos les han dedicado instrumentos como el aplastapulgares, otro nombre que no necesita mayor explicación. La leyenda que acompaña al ejemplar expuesto señala, con encomiable objetividad, que "los resultados, en términos de dolor infligido en relación con el esfuerzo realizado y el tiempo consumido, son altamente satisfactorios desde el punto de vista del torturador"). Y luego precisa que el instrumento que vemos en la vitrina, austríaco, es "una obra de arte en su género, (...) realizado según exigentes criterios técnicos, y se corresponde en todos los detalles con las normas especificadas en la Constitutio Criminalis Theresiana", el código penal promulgado por la ilustrada emperatriz María Teresa de Austria en 1768, que regulaba las penas y los métodos de tortura. Para arrancar dedos de manos y pies, el museo dispone de una bonita colección de pinzas y tenazas ardientes, que también servían para descuajar pezones y penes. Reparo en una, con forma de cocodrilo, ideada para desmembrar a los homosexuales. Aunque los genitales masculinos no han sido históricamente tan castigados por la tortura como los femeninos, también han sufrido lo suyo. La castración, por ejemplo, ha sido frecuente, enriquecida a menudo con padecimientos adicionales, como quemar lo amputado en (y junto) con el puño de la víctima. Curiosamente, la emasculación no se aplicaba para castigar la violencia contra las mujeres, sino contra los príncipes. Estos aprendieron pronto que estarían tanto mejor protegidos cuanto más terrorífico fuera el castigo contra quienes los amenazaran, y en los hombres ese terror insuperable ha recaído siempre en los pudenda. El quebrantarrodillas era una especie de boca de madera cuyos pinchos a modo de dientes se cerraban sobre la rodilla y la hacían puré. También podía utilizarse con los codos y con cualquier otra articulación que hiciese falta: era un instrumento polivalente. La cucharilla, por su parte, echaba pez hirviendo en las narices u orejas de las víctimas. Los ingleses refinados la reconvirtieron en instrumento civil y la usaban para echar azúcar en el té de las cinco. Como aparato destinado a arrancar cosas, el más escalofriante (para un varón, al menos) es el potro arrancatestículos, cuyo solo nombre basta para echarse a temblar. Se trata de eso, un potro, pero no de superficie lisa, sino aguzada, de modo que quien se sienta en él padece la laceración y gangrena de las nalgas, el recto y el escroto, que suele terminar en su pérdida irreparable: los huevos, literalmente, se caen al suelo. Para agravar el procedimiento, los verdugos solían ponerle pesos en los pies al reo. El sacaojos vaciaba las cuencas de la víctima: constituía un castigo en sí, pero también una pena, digamos, de consolación: se aplicaba a los sentenciados a muerte que hubieran sido indultados. La extirpación o amputación de órganos constituye una forma clásica de tortura: a los ladrones se les cortaba la mano izquierda la primera vez, y la derecha si delinquían de nuevo (a la tercera, en caso de que pudieran robar sin manos, ya no sé de qué se les privaría), o bien se les machacaban en un yunque; a los falsificadores a veces se les castraba; en la Inglaterra de Enrique VIII, se les cortaba las orejas a los que no iban a la iglesia. También el desollamiento es una forma de amputación: del mayor órgano del cuerpo, la piel. A los condenados se los pelaba como mi abuela pelaba a los conejos, y se los dejaba morir así, despellejados, en una agonía indescriptible, que completaban a veces las ratas y otras alimañas que acudían a comerse la carne inmediatamente accesible de los reos. Todo cuanto compone el cuerpo humano puede ser objeto de amputación, y la tortura antigua no ha tenido reparo en demostrarlo. Durante siglos, a los torturadores no les ha importado herir, cortar, abrasar: no solo no les importaba que su labor dejara marcas o lisiaduras; es que deseaban que así fuera, como castigo perpetuo, disuasión de malhechores y ejemplo para la comunidad. La tortura moderna, en cambio, acosada por la engorrosa doctrina de los derechos humanos, no ha tenido más remedio que sutilizarse, y se ejerce sin dejar marcas permanentes. La forma definitiva de amputación es la decapitación, una de los métodos de ejecución más habituales en el mundo, aunque con notables diferencias en la manera de llevarla a cabo. En el norte de Europa, por ejemplo, se ha llevado a cabo tradicionalmente con espada; los países del Mediterráneo, en cambio, preferían el hacha. La decapitación era una pena suave e indolora (se dice que apenas se siente nada, salvo los golpes de la cabeza en los escalones o el suelo cuando cae; al parecer, el decapitado conserva unos segundos la conciencia, aunque nadie ha podido comprobarlo todavía) para los nobles. A los plebeyos, por el contrario, se les apaleaba, descuartizaba, quemaba en la hoguera o ahorcaba, procedimientos mucho más desagradables, aunque también en esto había distintos modus operandi: por ejemplo, en el ahorcamiento a la inglesa —los ingleses, siempre tan particulares—, se dejaba caer al reo para que se rompiera el cuello; en el practicado en otros países, se lo izaba y se dejaba que se ahogase. La decapitación, no obstante, ya se ejecutara con espada o con hacha, solía ser un desastre: hacía falta muy buen pulso para dar en el lugar exacto de un solo y definitivo golpe, y a menudo los verdugos necesitaban varios tajos para acabar con el desgraciado. El lugar quedaba perdido de sangre y el espectáculo no era tan edificante como se pretendía, aunque a algunos les gustaba. Por eso se inventó la guillotina, de la que se exhibe un ejemplar en el museo. La guillotina, hija epónima de un médico francés, monsieur Guillotin, fue un avance humanitario e ilustrado: seccionaba limpiamente la testa del condenado y se aplicaba por igual a nobles y plebeyos. Por sus evidentes virtudes, se utilizó con liberalidad en la Revolución Francesa. Pero, antes de seguir hablando de formas de ejecución, hay que volver atrás para examinar otros instrumentos de tortura que se aplicaban a todo el cuerpo, sin hacer distingos de apéndices. Una forma de infligir dolor muy parecida al potro arrancatestículos es la cuna de Judas (llamada, en francés, "la vigilia", porque, en efecto, debía de ser muy difícil dormir en ella), una pirámide en cuya afilada punta se obligaba a sentarse al reo, que imagino nunca más tendría problemas de estreñimiento. Lo mismo puede decirse de los que padecían la versión primigenia y mejor de la cuna de Judas: el empalamiento, de larga tradición en todas las culturas del mundo: inventado por los asirios para castigar a los prisioneros de guerra, y llevado a su mayor refinamiento por los turcos, la mayoría de las culturas antiguas, hasta la Edad Media, lo practicaron con fruición. Aunque parece un castigo muy tosco, hace falta un gran conocimiento de la anatomía humana y un no menor refinamiento técnico para sacarle el máximo partido posible. Una vez decidido si se quería que el palo que se introducía saliera por la boca o por la base del cuello, había que meterlo sin dañar órganos vitales, para que la agonía durase más. Con ese mismo fin se le redondeaba la punta a la estaca: así penetraba más despacio. La garrucha o péndulo es otro clásico de la tortura, consistente en atarle las manos al condenado detrás de la espalda e izarlo con una soga ligada a las manos. Es sencillo y muy práctico: descoyunta que da gusto. Para descoyuntar también sirve el potro, otro mecanismo muy divulgado por el cine. Ambos, la garrucha y el potro, han formado parte, a lo largo de la historia —el potro ya se utilizaba en el antiguo Egipto y Babilonia, y la garrucha se sigue empleando hoy en día—, del instrumental de cualquier torturador que se preciase. Un potro bien engrasado —y aderezado con rodillos con pinchos por los que se deslizaba el supliciado— podía producir estiramientos de treinta centímetros. Y tenía tres grados, según el mayor o menor alargamiento a que aspirase. De ahí proviene la expresión "aplicar el tercer grado", que ha pasado al lenguaje popular. Con el tercer grado, la víctima habría podido jugar al baloncesto, en el caso de que hubiera podido levantarse el potro (y de que el baloncesto existiese). El toro de Falaride optaba por un principio diferente: la asadura. El que exhibe el museo es dorado y enorme, y parece una pieza de un museo de arte contemporáneo, donde abundan las figuras animales de tamaño natural. En el toro, de metal, se encerraba al condenado y luego se calentaba al fuego, de suerte que el inquilino se achicharrara despacio, hasta que sus alaridos semejaban el mugir del morlaco. Aquello debía de tener una gracia bestial. En el suplicio del agua, se obligaba al reo a beber litros y litros de agua (o de otros líquidos menos recomendables) hasta que prácticamente estallaba por dentro. Los verdugos más profesionales aumentaban su dolor dándole golpes en la tripa. Las arañas españolas eran garras de cuatro puntas con las que se levantaba a las víctimas por las nalgas, los pechos o la cabeza. En este último caso, se complementaba con pinchos que se clavaban en los ojos y las orejas. Los levantamientos por otras partes del cuerpo solían concluir con desgarramientos fatales. La pera oral, rectal o vaginal, parecido a una lámpara, se diría un objeto de decoración, pero era un monstruo: se introducía por la boca, el ano o la vagina, lo que ya debía de tener su aquél, y luego se hacía girar un tornillo para que se desplegaran sus alas, cortantes y acabadas en punta, dentro del cuerpo. El destrozo era descomunal. La pera oral solía administrarse a predicadores heréticos o seglares heterodoxos; la vaginal se reservaba para mujeres que hubiesen yacido con Satanás o sus súcubos; y la rectal, para los homosexuales pasivos. Los torturadores pensaban en todo y buscaban la coherencia entre el delito y la pena. La cigüeña era un extraño artilugio que mantenía sujeta a la víctima por las manos, el cuello y los tobillos, y le causaba unos calambres (y luego dolores) horribles. Como en otros casos, la inmovilidad del condenado ofrecía la ventaja adicional de complementar el tormento con golpes, mutilaciones y quemaduras. La silla de interrogatorio, precedente de nuestra entrañable silla eléctrica, estaba cubierta de pinchos, que podían, además, calentarse hasta abrasar. Para las mujeres, la silla reservaba una cinta con más aguijones a la altura de los pechos. Sentadas en ella, las víctimas respondían lo que los interrogadores quisieran y hasta cantaban Madame Butterfly. Curiosamente, en el grabado que ilustra el funcionamiento de las silla, se han tapado las partes de la torturada con un paño: el martirio del cuerpo no despertaba escándalo, pero la impudicia no podía tolerarse. Los látigos de cadenas y el cilicio de pinchos laceraban terriblemente el cuerpo. Adosado a él, el cilicio —el del museo tiene 220 puntas de hierro— causaba heridas que se infectaban, luego se pudrían y por fin desembocaban en una gangrena irreparable. El anillo mortificante era un artilugio pensado para los religiosos y, en particular, para los religiosos rijosos: se trataba de un aro con púas que se colocaba en el pene e impedía la erección. Los anillos con púas han dado mucho juego. El mítico cinturón de castidad, por ejemplo, no era una simple barrera metálica, sino un artefacto con los agujeros pertinentes, pero rodeados de pinchos aguzados que disuadían, con inmejorable eficacia, de cualquier aproximación. De hecho, es discutible que se tratase de un instrumento de tortura. Era, más bien, preventivo: impedía las violaciones, a las que tan dados han sido siempre los hombres en guerras y conflictos civiles, y aun en tiempos de paz. Por eso abundaban entre las mujeres que habían de convivir con huestes numerosas. Reservo una mención especial para la mordaza, también llamada el babero de hierro, un ingenioso dispositivo cuya función principal era impedir que los gritos del condenado perturbaran la conversación de los verdugos o interfiriesen, en los autos de fe, en la música sacra que los acompañaba. Ciertamente, es muy molesto oír gritar cuando uno está aplicando un hierro candente a unos testículos o arrancando unas uñas, o no poder escuchar el delicado motete que ameniza una ejecución pública. Giordano Bruno, el filósofo del Renacimiento, fue quemado con una de estas mordazas, que sumó el silencio al padecimiento de la hoguera. Pero el babero de hierro no se limitaba a acallar, sino que lo hacía con una crueldad extrema, como correspondía a una herramienta satisfactoria: tenía dos pinchos: uno atravesaba la lengua y salía por debajo de la barbilla, y el otro, el paladar. La hoguera en la que perecieron Bruno y tantos otros herejes y librepensadores, valga la redundancia, ha sido una de las formas más comunes de acabar con los condenados. También una de las más horrendas. El dolor que causaba era tan atroz que, aunque lo prohibía la ley, algunos verdugos estrangulaban al reo antes de pegarle fuego. Y he dejado para el final el garrote vil —la mayor aportación española a la historia de la tortura mundial, aunque su origen sea romano—, del que hay un espléndido ejemplar en el museo. Aunque parezca algo propio del Neolítico, supuso un avance en su tiempo, como la guillotina en el suyo: antes se mataba a los condenados a garrotazos —y de ahí proviene el nombre— o ahorcándolos. Rompiéndoles el cuello, se garantizaba una muerte más pulcra y rápida. Aunque no siempre se conseguía este resultado: si el reo era corpulento y tenía un cuello robusto, y el verdugo carecía de la fuerza suficiente, la agonía estaba garantizada, porque hasta llegar a la asfixia podía transcurrir mucho tiempo. La versión catalana del garrote supuso un refinamiento mayor, porque, al mecanismo de estrangulamiento, sumó un punzón de hierro que penetraba y rompía las vértebras cervicales, de forma que mataba tanto por asfixia como por la lenta destrucción de la médula espinal. La agonía, como en casi todos los casos, se podía prolongar según la pericia del verdugo. El garrote que posee el museo es catalán: proviene de la ciudad de Ripoll, donde estuvo en funcionamiento a finales del siglo XIX. En España se dio garrote a los condenados desde la Edad Media hasta 1975, cuando se utilizó por última vez con un delincuente común y con el anarquista catalán Salvador Puig Antich. Salgo del museo asombrado de la capacidad del ser humano para ser cruel. El desprecio por la vida y la indiferencia ante el dolor del prójimo han alcanzado, a lo largo de la historia, y hasta hoy mismo, cotas difícilmente imaginables, que estos instrumentos permiten atisbar. Los garbanzos, las sardinas y la quesada no se me han revuelto en el estómago, pero poco ha faltado. 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (5): en Lekeitio

Se llegue por donde se llegue, a Lekeitio se llega por una carretera sinuosa. Enclavada en la fragorosa desembocadura del río Lea, en Vizcaya, parece rehuir las conexiones por tierra y buscar solo la infinita autopista del mar. Y así ha sido durante siglos. Al mar se han dirigido sus pesqueros, sus balleneros, sus traineras, sus náufragos y, hoy, sus turistas. Junto al puerto, un centro arborescente, que se ramifica en múltiples callejuelas, la dársena y varios malecones, han crecido los dos pilares de la vida comunitaria: el ayuntamiento y la iglesia. El primero es un noble edificio del siglo XVIII, presidido por la naturalmente épica leyenda que figura también en el escudo de armas de la villa: Reges debellavit horrenda cette subjecit terra marique potens Lekeitio («Lekeitio, potente por tierra y por mar, captura reyes y horrendos cetáceos»; la traducción es precisa: ha evitado la tentadora «captura horrendos reyes y cetáceos») y unos geranios rojos que ornan el balcón, como sucede en otras casas del lugar. La iglesia, por su parte, es una basílica: la de la Asunción de Nuestra Señora, del siglo XV. Por desgracia, no podré ver el deslumbrante retablo gótico flamenco que alberga, porque las visitas están prohibidas a causa de la pandemia. En las misas, las puertas solo se abren para que pasen los fieles y se cierran inmediatamente después de que haya entrado el último. Considero la posibilidad de hacerme pasar por un devoto creyente para contemplar la magnífica obra, pero algo en mi interior me dice que no está bien que engañe así a los feligreses locales, ni siquiera por la causa del arte, además de que soportar una misa entera se le hace a un ateazo como yo tan arduo como escalar el Annapurna. Desisto, pues, y me digo que habrá más ocasiones de admirar el retablo cuando el coronavirus haya vuelto a las profundidades bioquímicas de las que nunca debería haber salido. Entre ambos edificios, el civil y el religioso, hay una plaza en la que se alternan árboles y farolas, lo que le infunde un curioso aire parisino, y se alza una figura sedente, valga la paradoja. Cuando me acerco para verla de cerca, una pelota con la que están jugando unos niños casi me vuela la cabeza. Los niños juegan a la pelota en la plaza debajo de un cartel, pegado en la fachada del ayuntamiento, que prohíbe jugar a la pelota en la plaza. El cartel está en vasco, pero se entiende bien. También está solo en vasco la inscripción que informa de la personalidad representada por la estatua, pero esta no la entiendo. Miren, mi gran amiga lequeitiana, me informará de que recuerda a Pascual Abaroa, hijo de una familia de indianos de Lekeitio, enriquecidos en México, que se estableció como banquero en Francia a mediados del siglo XIX y que fue un eximio benefactor de su villa natal: entre muchas otras buenas obras, sufragó las de ampliación de la parroquia —así llaman los vecinos a la basílica de la Asunción—, las del alcantarillado y los lavaderos del pueblo. Abaroa atendía así por igual a la higiene espiritual y a la física de sus paisanos. Extrañamente, el prohombre decimonónico no aparece entre los hijos ilustres de la villa en la página de Wikipedia dedicada a Lekeitio, donde sí figuran Resurrección María de Azkue, el recuperador y fijador del euskera a finales del siglo XIX y principios del XX (algo así como el Pompeu Fabra del vasco); el político Mario Onaindía; Gaizka Mendieta, el jugador de fútbol; y Miren Agur Meabe, escritora, amiga mía y estos días también mi anfitriona. Las cimas verdes que circundan el pueblo, salpicadas de caseríos blancos, parecen acuciarlo y casi empujarlo al mar, pero el pueblo no llega a caer: se queda en el límite trémulo de las aguas, donde se conciertan la arena, la roca y la espuma; donde  se alinean, muy pegadas, las casas y se oscurece la plata fugaz de las olas. En el centro de la bahía se alza la isla de Garraitz —también llamada de San Nicolás, en cuya cumbre ondea una ikurriña, bajo la cual se ha desplegado una enorme pancarta que exige el traslado de los presos vascos al territorio, una demanda en la que parece haberse concentrado el músculo reivindicativo de la izquierda abertzale. Según me cuenta Miren, en Lekeitio todos los viernes por las tardes muchos vecinos hacen una concentración pública para reclamar ese regreso. Es una petición justa, me parece, once años después del último asesinato de ETA y con la banda disuelta, que no supone ninguna condonación de penas, sino una medida humanitaria prevista por la ley. Entre las muchas ikurriñas que he visto en el pueblo, he observado también no pocas esteladas, alguna, incluso, junto a una pancarta que reclamaba, en catalán, la liberación de los presos políticos. En la isla de Garraitz, Miren me ha señalado la presencia, entre los pinos, de los restos de un ermita del siglo XV consagrada a san Nicolás de Bari. Allí vivían las freilas seroras, una comunidad de buenas mujeres del pueblo y alrededores dedicadas a rezar, a cuidar de los enfermos la isla se utilizaba como lazareto para aislar a los enfermos de las muchas pestes que se declaraban; en 1578, por ejemplo, hubo una, atroz, que acabó con la vida de 1300 de los 1600 vecinos de Lekeitio y a tañer las campanas del Ángelus tres veces al día. Pero aquella pía congregación fue ganando poder a los ojos de la Iglesia, y las autoridades eclesiásticas, que no querían competencia, la disolvieron a finales del siglo XVI, por abusos en la administración (de las limosnas que les daba la gente, con las que sobrevivían) y relajamiento moral. La isla perdió entonces gran parte de su gracia, y la comunidad de franciscanos que se estableció en lugar de las seroras en el siglo XVII no inspiró los mismos sentimientos entre la población. Los monjes también abandonaron la isla de San Nicolás, pero no por orden de la superioridad, sino por razones mucho más prosaicas: la falta de agua dulce, las inclemencias de los elementos y el oleaje. Era previsible: vivir en un peñasco vacío, batido día y noche por el Cantábrico, no debía ser plato de gusto para nadie, ni siquiera para aquellos aguerridos cenobitas. Hoy puede llegarse a Garraitz por un malecón construido a mediados del siglo XVIII, llamado de Lazunarri ('camino de los mújoles', por los muchos que se reúnen junto a sus paredes), que salva la distancia entre la playa de Isuntza y la isla, y que queda al descubierto cuando baja la marea. Pero la gente sigue recorriéndolo cuando está alta, y entonces parece que la playa de Lekeitio sea el lago de Tiberiades, llena de nazarenos que caminan sobre las aguas. Yo lo hago ahora por el puerto, frente a las terrazas de los restaurantes que se suceden sin otra solución de continuidad que la que imponen las bocacalles que desembocan en él, hasta el rompeolas, donde está el helipuerto, señalado con una inmensa cruz en el suelo. Desde el mirador que se encuentra en el extremo del espigón se ve el faro del pueblo, el de Santa Catalina, al que Miren ha prometido llevarme. También se divisa un solitario y lejano velero, hincado en la inmensidad azul, y las traineras que abandonan la seguridad de las aguas domesticadas y enfilan al mar: en algunas hay solo un par de remeros; en otras, cuatro, pero todas tienen un patrón que sujeta el timón y da órdenes. Me llama la atención que el golpe de remo de las tripulaciones no sea continuado ni violento, sino un amable empujón al agua que concluye con una pausa del remo en el aire. En ese instante de suspensión, con todos los bogantes echados hacia atrás y las palas levantadas, paralelas al mar, la trainera parece un raro animal inmóvil que, no obstante su inmovilidad, avanzase. Deshago el camino por el puerto y paso por la antigua cofradía de pescadores de San Pedro, a cuya entrada se ha colocado un puesto de venta de pescado muy concurrido. En las calles interiores, donde se mezcla la arquitectura popular con las casas señoriales, algunas palaciegas, hay ropa colgada en los balcones, banderas del Athlétic flameando aquí y allá, y flores por todas partes. Me gusta esta costumbre de iluminar la piedra con plantas coloridas, como también hacen los ingleses en sus pubs y sus aceras. Veo muchos negros repartiendo mercancías, trabajando en tiendas y supermercados, y hablando vasco. Aunque hablar vasco aquí no es una rareza, como en Vitoria o la propia San Sebastián, sino lo que hace la mayoría de la gente. La comunidad africana de Lekeitio es populosa. Por la tarde, Miren y yo nos bañamos en la playa de Isuntza, que está atiborrada. Más lo estará al día siguiente, domingo, hasta el punto de limitarse a tres horas el periodo de estancia autorizado; si no, tendrá que cerrarse, como una voz admonitoria nos informa, en vasco y castellano, por megafonía. Hacía tiempo, desde mis visitas a Calpe, que no paseaba por una arena llena de niños que construyen castillos con cubos y palas o se enredan entre las piernas, de mayores que no dejan de recorrer la playa para rebajar el colesterol y las varices, de mujeres tumbadas al sol y de hombres que nadan o se reúnen en corros para comentar las últimas (mal)andanzas del Athlétic. Pese a todos los obstáculos, yo también la recorro, y hasta me asomo, en el extremo occidental, donde la ría del Lea, a lo que fueron los astilleros del pueblo, hoy en ruinas. Hubo aquí una floreciente industria naviera que satisfacía las necesidades de pesqueros y balleneros, que constituyeron, durante siglos, la principal fuente de riqueza de este y de otros pueblos de la provincia. En el escudo de Lekeitio la heráldica es extraordinariamente informativa, si se sabe mirar— aparece un ballenero dando caza a dos cetáceos. Hay quien rebaja la importancia de esta actividad en la historia de Lekeitio hoy cazar ballenas está muy mal visto, pero parece claro que ha tenido un peso notable en ella hasta tiempos muy reciente. El pateo de la playa se combina con el poteo en la villa. Como dice Miren, «los lequeitianos somos especialistas no en el levantamiento de piedra, sino en levantamiento de vidrio, por lo común lleno de vino o cerveza». Y lo practican con denuedo, como puedo comprobar. Las terrazas finisemanales (y aun las intersemanales) están siempre copadas por parroquianos sedientos, que beben y hablan con ahínco equiparable. Nosotros también lo hacemos. Con unos amigos de Miren, nos vamos a una sociedad recreativa de la que son socios, situada delante del ayuntamiento y a la que se accede por una puerta flanqueada por una hermosa fuente metálica y decimonónica, y nos tomamos unos potes. Charlamos de vacacionar en campings a algunos les encanta; Marian, otra contertulia, y yo lo detestamos: ya no tenemos edad para dormir en el suelo ni enredarnos, a la salida de la tienda, con los calzoncillos y las bragas que los vecinos han colgado delante de nuestras narices y de nuestros padres ancianos, cada uno con sus achaques y necesidades. Hablar de nuestros mayores me recuerda lo mayores que somos nosotros. Ellos, simplemente, han llegado antes a la ancianidad. Pese a lo deprimente del tema, lo pasamos bien. Conversar es un placer grande y gratuito. Como diría Emi, otra amiga de Miren, hemos disfrutado como un burro en un berzal. Antes de marcharnos, Miren me enseña la pequeña biblioteca del local, a donde ella ha venido muchas veces para leer o escribir. Abundan, como es natural, los libros sobre el mar y la navegación. La tarde siguiente recojo a mi colega a la puerta de su casa (que se encuentra donde antes estuvo la del político Santiago Brouard, también hijo de Lekeitio y asesinado en 1984 por los GAL) y vamos, paseando, hasta el faro de Santa Catalina, construido en 1862. Llegamos con el ocaso. La costa se extiende a ambos lados como una constante dentellada negra en el lienzo azul, casi púrpura ya, del cielo y el océano. Es un paisaje abrupto y desaforado, en el que las olas parecen querer comerse las rocas, y, de hecho, se las comen. El faro gira automáticamente ya no hay faros con fareros—, trazando su línea de luz como un tiralíneas en la lámina del mar, y nosotros nos dejamos llevar por el ritmo circular que impone, por su hipnótica caricia. A la mañana siguiente, dejo Lekeitio. Camino del coche, paso por delante de un minizoo en el que gritan cacatúas y otras aves que no pueden calificarse de autóctonas, y desayuno en el hotel Zubieta, un rincón delicioso, situado en un conjunto monumental del siglo XVII, en el que suena música clásica y los pocos huéspedes que se encuentran en la cafetería hablan bajito. Me zampo un trozo de pastel vasco contundente, como todo lo vasco con el café con leche, y me despido de Lekeitio como si me fuera de mi casa.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (4): El Guggenheim

Visité el Guggenheim hace muchos años, poco después de su inauguración. Recordaba Bilbao como una ciudad sombría, pegada aún a su pasado industrial, que la ceñía como una piel lúgubre. La impresión que me causó entonces el edificio construido por Frank Gehry fue abrumadora, como creo que les sucede a casi todos. Además, el Guggenheim marcaba un hito en la transformación de la ciudad: la ría junto a la que se alzaba, ya no era un curso envenenado y espantoso, después de haber fungido, durante siglos, de albañal de la industria siderúrgica y minera vizcaína, sino otro que empezaba a revivir, y que hasta apuntaba insólitas transparencias, y la ciudad toda parecía impregnada de una luz nueva, de una pujanza aérea y verde. Vuelvo hoy al museo de la mano de Miren Agur Meabe, mi gran amiga desde que nos conociéramos en una lectura de poesía en Leópolis, una decadente ciudad de Ucrania. Para entrar, nos toman la temperatura, pero no lo hace el segurata que controla el acceso, sino una máquina con cámara térmica. Lo entiendo: la sofisticación de los mecanismos de seguridad ha de estar a la altura de la de los fondos expuestos (y del edificio donde se exponen). La cámara dice que estoy a 35,7º y que Miren tampoco está febril. Entramos, pues, tranquilizados, para recorrer, en la planta baja, la extraordinaria instalación "La materia del tiempo", de Richard Serra, un conjunto de siete enormes esculturas realizadas en acero patinable (lo que no significa que pueda uno patinar por ellas, sino que el material desarrolla una pátina de óxido que lo cubre de unas aguas particulares). Atravesamos las sinuosas superficies como si el tiempo se hubiera materializado a nuestro alrededor. Todo es igual y distinto a la vez. Ninguna pieza coincide con otra: no hay repetición, pero sí continuidad; la obra es una, pero está rota, cambia, fluye. Como el tiempo. A Miren le fascinan esas aguas con que la exposición a la intemperie recubre el cuerpo del acero: una sucesión de curvas sutiles, cobrizas, a veces plateadas, que recuerdan al ágata y al ópalo. Mientras deambulamos por entre los altísimos paneles, otro visitante busca el eco: lanza un grito, y una leve reverberación revela la constreñida grandeza del conjunto. El primer piso ofrece la exposición "En la vida real" del danés-islandés Olafur Eliasson, que resulta asimismo fascinante, aunque algunas piezas produzcan algún desconcierto: Proyección de ventana, por ejemplo, consiste en la proyección de una ventana. En Tu incierta sombra, en cambio, las imágenes somos nosotros, descompuestos en colores y proyectados en una pared. Ante la "Máquina para crear olas" me quedo casi hipnotizado: en cuatro canales de plástico en el suelo, que contienen un agua amarilla, un dispositivo genera una olita que los recorre de principio a fin. La obra resulta tan sencilla como estupefaciente. Como Eliasson gusta de que el observador participe en lo observado, ha dispuesto algunas piezas de modo que se puedan tocar o pisar. Así sucede en Tu ventana planetaria, uno de cuyos elementos es un tubo multiespecular que el público atraviesa y que descompone su imagen en mil reproducciones. Al subir por una escalerilla, aturdido por el innumerable poliedro de Eduardos que me rodea de repente, trastabillo y casi me caigo contra la pared de la instalación. En el instante del desequilibrio, me imagino impactando contra la obra de Eliasson y haciendo que sus docenas de facetas se conviertan en cientos de añicos. Eso sí que sería, pienso, participar en lo observado: participar hasta transformarlo en algo completamente distinto, pero, a la vez, más certero en su ser, más coherente con su propósito y más abrumador en su resultado. Por suerte, recupero la verticalidad y evito convertirme en artista espontáneo, destructor de obras de arte y titular de periódico. Vivimos algún peligro también en Tu atlas atmosférico de color, una pieza de 2009, que se encuentra en una habitación cerrada y llena de gas, que confundo, al entrar, con una sauna. Es un gas inocuo, claro, pero pica en la garganta. Subdividido en colores, ocupa todo el espacio, y paseamos un rato, entre carraspeos, advirtiendo la sombra de otras parejas que deambulan como nosotros. En realidad, apenas se ve nada, salvo unas flechas muy gordas dispuestas en las paredes que delimitan la instalación y que nos dirigen a la salida, señalizada también con unas luces azules. Si no hubiese estas indicaciones, es probable que no la encontráramos nunca y que siguiéramos dando vueltas, entre la niebla polícroma, hasta que nos encontraran, muertos, en el suelo, como los cadáveres de unos exploradores polares o de unos espeleólogos con poco sentido de la orientación. La instalación Islandia, en cambio, es desahogada y respirable. Un ventilador cuelga de un gancho del techo, muy arriba, e, impulsado por el propio rotar de sus palas, gira, en círculos o elipses muy amplios, en el centro de la habitación. Me recuerda al botafumeiro de la catedral de Santiago que sahúma de incienso a los feligreses. En una pared, una sucesión de fotografías demuestra cuánto han retrocedido los glaciares en Islandia por el calentamiento global, ese que, para algunos cretinos, no existe. Para ver otra de las instalaciones estrellas de Eliasson, Fuente Big Bang, hay que guardar cola, pero solo hasta cierto punto. Es decir, si la cola supera un determinado límite en el pasillo, ya no puede uno sumarse a ella y ha de seguir caminando hasta que presente un hueco que pueda ocupar. Cuando llegamos, la cola alcanza el límite y la segurata que la controla nos dice aquello, tan clásico, con que han urgido a los ciudadanos todas las policías del mundo: "Circulen, circulen". Al cabo de poco, no obstante, podemos sumarnos a los que esperan y ver la obra, aunque no más de cuarenta y cinco segundos, como nos alecciona la azafata de la entrada. Aquí todo está pautado, medido, cronometrado. Aunque quizá en este caso sea por motivos de salud: ver cómo el agua que lanza una fuente se ilumina eléctricamente cada pocos segundos, en una sala a oscuras, dibujando formas fantásticas e incontrolables ramificaciones, podría provocar un ataque a los epilépticos y un infarto a los delicados de corazón. Frente a la violencia visual de Fuente Big Bang, la última instalación que vemos de Olafur Eliasson nos cura con su sosiego, o más bien con su vaciedad: noventa fluorescentes amarillos, colgados en el techo, iluminan una sala vacía, de paredes blancas, que nos envuelve como un vientre acariciador. En el tercer piso, se expone la obra de la brasileña Lygia Clark. Aunque no carece de interés, tras haber visto a Serra y a Eliasson en las plantas inferiores, tanto a Miren como a mí su pintura nos parece poca cosa. Además, su geometrismo un tanto naíf —mondrianesco, ma non troppo— apenas nos habla: no emociona. Mucho más nos interesan algunas piezas de la colección permanente del museo, que se exponen en este mismo piso: los gigantescos cuadros, plagados de paisajes quebrantados y cuerpos yacentes, del alemán Anselm Kiefer, las series explosivo-florales del norteamericano Cy Twombly y las ciento cincuenta Marilynes multicolores del también estadounidense, y mito de la modernidad, Andy Warhol. Al salir del Guggenheim, Miren y yo paseamos por la ría. Llegamos hasta una enorme grúa roja que se ha conservado en recuerdo del pasado portuario del lugar: ahora es un monumento. Más allá, distingo una fiera corrupia en el tejado de una casa. Es un tigre: la escultura de un tigre. Miren me informa de que es obra de Joaquín de Lucarini, y que data de 1943, por encargo de una casa de correajes que ocupaba entonces el edificio, hoy de vecinos. Seguramente, el dueño de la empresa quería publicitar la fortaleza de sus productos, capaces de sujetar a un tigre de Bengala. Durante mucho tiempo, ha habido grandes discusiones sobre la naturaleza del animal: unos afirmaban que era una leona, y otros, un tigre. Estos tenían razón. Pienso en los vecinos del inmueble, cuando vayan a colgar la ropa en la azotea o suban para arreglar la antena de la televisión: tener a un tigre, y de estas dimensiones, en el tejado no debe de ser tranquilizador. Bajo de las alturas (Miren siempre dice que hay que mirar arriba, que arriba se nos escapan siempre muchas cosas; y tiene razón) y veo a dos novios muy jóvenes en un banco del parque que flanquea la ría. Él le separa a ella la camiseta del cuerpo y le mira dentro, como si quisiera cerciorarse de lo que hay. Luego le recoloca las tetas por fuera. Ella parece encantada. Y a mí me gusta. Siempre me han gustado estos escarceos públicos. Será que tengo alma de voyeur. Culminamos la mañana en el restaurante La Casilda, donde nos asestamos una ensalada de boniato y unos canelones de merluza que levantarían a un muerto. La gastronomía es una religión en el País Vasco, y Miren y yo oficiamos una ceremonia condigna.  

lunes, 7 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (3): Ampuriabrava

Ampuriabrava (en catalán, Empuriabrava) constituye un atentado ecológico. A mediados de los años 60, y como había sido durante siglos, aquí no había más que pantanos y arrozales, de los que vivía la gente con dignidad suficiente. Pero un aristócrata, el marqués de Sant Morí, y dos avispados empresarios, Miquel Arpa y su cuñado Fernando Vilallonga, tuvieron una visión: construir, en plenas marismas ampurdanesas, una marina residencial, siguiendo el modelo de los enclaves edificados en la Florida, que, a su vez, imitaban el modelo clásico de Venecia. Y así lo hicieron, con el beneplácito del ayuntamiento de Castelló d'Empúries, en cuyo término municipal se encontraban las marismas. Las urbanizaciones y canales con las que domesticaron los humedales sedujeron a los alemanes, que empezaron a dejar aquí sus buenos deutsche Mark, y luego, paulatinamente, a británicos, franceses y holandeses. Por fortuna, una segunda fase de la marina, más devoradora todavía, se encontró con una fuerte oposición ecologista y vecinal a mediados de los 70 y no siguió adelante. Por fin, en 1983, la recuperada Generalitat creó el parque natural de las Marismas del Ampurdán y estableció así la protección definitiva de los pantanos. Pero el destrozo ya estaba hecho. Cuando hoy se contempla Ampuriabrava desde las alturas del monasterio de Sant Pere de Rodes, por ejemplo, se ve un rectángulo de edificios y canales en el centro de una enorme masa verde, alimentada por el agua que aportan cuatro ríos que desembocan aquí o cerca de aquí: Muga, Fluvià, Ter y Daró. Levantar algo así sería hoy impensable. Pero en la época del desarrollismo era muy posible con tal de que España saliera de la miseria en la que vivía. Así han quedado, pues, esta multitud de casas y esos 24 km de canales navegables, que constituyen la mayor marina residencial de Europa, y por los que transitan, con motorizada laxitud, los botes, lanchas y algún yate de tenderos franceses, mineros alemanes y camioneros galeses. Pablo, Álvaro y yo pasaremos cinco días en un piso de airbnb esa red planetaria de alojamientos a la que me están convirtiendo mis hijos, en detrimento de los hoteles tradicionales a los que siempre he recurrido: otro cambio generacional al que me complace sumarme para conocer el lugar, en el que nunca hemos estado ninguno de los tres, y otros, más interesantes, que lo rodean. Hoy lo dedicamos al pueblo, si es que admite esa denominación. Bajamos hasta el paseo marítimo y la playa por la avenida Juan Carlos I, que el ayuntamiento ya ha decidido cambiar, por razones obvias, por avenida de la República. (Esta es nuestra aportación al derribo de las estatuas que representan hechos o valores odiosos: derribamos el nombre de las calles). Vemos muchos rótulos en francés. En nuestra comunidad, los vecinos que aún quedan son franceses. En las calles, el idioma que más se oye es el francés. La dueña de nuestro piso es francesa. Ampuriabrava se está convirtiendo en Ampuriabrave. También vemos muchísimas inmobiliarias. Y empresas náuticas. Y restaurantes. La gente no parece hacer aquí otra cosa: comprar y vender pisos, comprar y vender barcos, y comer. Entre unos y otros, distingo un negocio llamado "Tao de luz". El profesional que aquí atiende se presenta como "magnetiseur (así, en francés), sanador energético y coach emocional". Y habrá idiotas que recurran a él. Los canales a los que se asomo desde la avenida antaño monárquica y hoy republicana resultan agradables. La arquitectura es setentera y, en general, el aire del pueblo, kitsch, pero la visión de las casas, con terracitas (al escribir "terracitas", el ordenador me lo ha corregido automáticamente por "terracotas"; está bien, también hay terracotas en las casas que diviso. Por una vez, la estupidez informática ha sido enriquecedora), arcos, contraventanas de madera, tejados de teja y portales y jardines salpicados de palmeras, cipreses y buganvillas, no desagrada. Muchas reproducen las tradicionales torres de las masías, aunque a escala menor (y justifican, así, el nombre popular que se daba en Cataluña a las segundas residencias: la torre) e, inevitablemente, al pie de cada una de ellas hay una embarcación. También hay empresas que hacen un tour por los canales y cuyas embarcaciones acaban arribando al lago que los culmina, al norte de Ampuriabrava, en el que se encuentra, justamente, nuestro hospedaje. No es una excursión aventurera, sino infinitamente plácida. El rumor de los motorcillos ni siquiera alcanza a espantar a las gaviotas. Más bien las gaviotas graznadoras, agresivas espantan a los barcos. Alcanzamos por fin la playa, enorme y vacía, y desplegamos las toallas. El agua está plana y casi inmóvil: es el lago del Mediterráneo. Pocas cosas la perturban; alguna moto de agua, de vez en cuando. El cielo, en cambio, está permanentemente asaltado por avionetas y paracaidistas. Junto al pueblo hay un aeródromo, muy activo, cuya torre de control se avista desde la arena. He pensado en aprovechar nuestra estancia de estos días para vivir la experiencia del salto en paracaídas, que siempre me ha cosquilleado. Pero soy demasiado cobarde: no me atrevería a dar el paso al vacío, por más atado a mí que fuese un monitor. Además, con mis dimensiones, no cabe descartar que le fuera imposible manipular lo que tuviese que manipular y cayéramos ambos a plomo al fatídico suelo del Ampurdán. Conmigo no podría saltar un monitor canijo. En la playa, llegada la hora de prestación del servicio solo de 11 a 19.00 horas; fuera de ese horario, se puede uno ahogar tranquilo, veo a una socorrista encaramarse al puesto de observación que está justo detrás de nosotros para atisbar y, en su caso, socorrer a los náufragos. No es Pamela Anderson. Desde Los vigilantes de la playa soy incapaz de imaginarme a las socorristas sin las gloriosas hechuras de Erika Eleniak o Carmen Electra y a los socorristas, sin los marmóreos músculos (y la marmórea sonrisa) del legendario David Hasselhoff. Pero la realidad, cuando no la excede, desmiente la ficción. Aprovecho que está aquí para preguntarle si sabe de algún sitio en el paseo marítimo donde comprar prensa. Comprar prensa antes era una actividad cotidiana y anodina: uno salía a hacerlo casi sin darse cuenta, como a comprar pan o tirar la basura. Hoy constituye una aventura semejante a matar dragones o descubrir un continente. En toda Ampuriabrava no he visto ni una sola librería o kiosko donde hacerse con el periódico. Y la socorrista, al parecer, tampoco. Pero se comunica por walkie-talkie con un colega, en el puesto de mando, para averiguar si él lo sabe. La respuesta del otro baywatcher es descorazonadora: "Ni idea", oigo que le responde, entre zumbidos metálicos. Quizá es que en Ampuriabrava ya no se venden periódicos. Quizá es que han desaparecido por completo de la vida del pueblo. O que han dejado de existir en el mundo, como las farolas de gas o los miriñaques. Por la tarde, nos vamos los tres a echar una partida de bolos en una bolera cerca de casa. Hace siglos que no juego a bolos, y ellos tampoco. De camino al local, nos cruzamos con una furgoneta que remolca un yate gigantesco. Hemos de echar el coche en el arcén para que la nave no nos destruya. Ya en la pista, recobramos las olvidadas sensaciones de ponernos unos zapatos usados por millones de pies y de manejar una bola de varios kilos que, mal empleada, puede aplanarte un pie o luxarte los dedos de una mano. Al igual que con los vigilantes de la playa, no puedo jugar a bolos sin imaginarme como Pedro Picapiedra caminando de puntillas hasta la línea de lanzamiento para conseguir un strike fabuloso. Por desgracia, yo me parezco más bien a un pato y, cuando suelto la bola, a un nudo. Pese a ello, no quedo último en la primera partida, aunque sí en la segunda. En la pista de al lado, un joven, con la pierna enyesada, tira a la pata coja. No quiero comprobar si consigue mas puntos que yo. Y una adolescente de su grupo sale a tirar ataviada con un top y unos pantaloncitos tejanos, de las dimensiones de un tanga, que repujan, como si fosforecieran, sus muchas redondeces. Se me hace difícil concentrarme. Quiero pensar que la perturbación que me causa contribuye a mis desastrosos resultados tanto como mi irremediable impericia para el juego. A la salida, reparamos en los muchos norteafricanos con los que nos cruzamos. Este debe de ser el barrio moro de Ampuriabrava. En una terraza, se amontonan en varias mesas, donde juegan a algo que no alcanzo a distinguir: quizá backgammon, o acaso dominó. Beben té. Y solo hay hombres, naturalmente.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (2): En Candelario y Alba de Tormes

Visito hoy, con mis buenos amigos la poeta María Ángeles Pérez López y su marido Miguel, con los que estoy pasando algunos días en Salamanca, dos lugares, cerca de su ciudad, que no conozco. El primero es Candelario, un pueblo encaramado en la sierra de Béjar y cuya frontera, por la carretera por la que venimos, es un río persuasiva, casi eróticamente llamado Cuerpo de Hombre. Aparcamos cerca de la ermita del Humilladero, junto al coso local, y empezamos a pasear por las calles empinadas. Me llaman inmediatamente la atención algunos rasgos de la arquitectura del pueblo: las famosas batipuertas, esos cerramientos dobles, de madera gruesa, que servían de burladero para apuntillar a las reses desde dentro de la casa, y que también la protegían de la nieve, la lluvia y los animales indeseados; las paredes recubiertas de tejas, que impedían que ambas, la nieve y la lluvia, deshicieran las vulnerables paredes de adobe; y los pasadizos techados de madera. Pero la arquitectura no es solo popular. También advertimos, en la plaza mayor, una casona de 1914, con una galería modernista, y numerosas construcciones nobles, con portones historiados de madera, balcones llenos de grandes matas de hortensias y dinteles de piedra en los que constan fechas del siglo XVIII, que debió de ser una época de enriquecimiento y expansión del pueblo. El agua está muy presente en la vida y la fisonomía urbana de Candelario. Abundan las fuentes, de las que mana helada —la de la Romana, la de la Cruz de Piedra, o la de la Hormiga, que recoge el chorro en un cuenco redondo y se encuentra bajo una placa que recuerda al poeta local Victoriano Gil Mateos, y las regaderas o regateras: de regato— recorren el pueblo, encauzando el agua de los neveros de la sierra. Estos canalillos en el suelo son muy parecidos a los que recorren los pueblos de la cercana sierra extremeña, como San Martín de Trevejo, donde el rumor cantarín del agua acompaña la vida cotidiana. También hay muchas cruces por todas partes: el peso de la religión es apabullante en estas regiones interiores. Cuando estamos admirando una casa choricera (o chacinera), con la clásica distribución en tres pisos el primero para matar a los cochinos; el segundo para que viviera la familia; y el tercero, para secar y almacenar el fruto de la matanza: en aquellos tiempos y aquellas economías, todo quedaba en casa, pasa un chatarrero con un altavoz, informando al pueblo de que ha llegado para llevarse el hierro viejo. Luego vemos pasar un carromato tirado por dos caballos, cuyos cascos tamborilean en el empedrado, pero que ya no transporta cosas del campo, sino a una turista que fotografía furiosamente cuanto ve. Dejamos atrás la tienda "La Económica", que vende de todo, al antiguo modo de los pueblos, y llegamos al principal templo de la localidad, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya entrada vela una señora del pueblo, que nos pregunta de dónde somos y a continuación nos dice que no podemos sentarnos en los bancos, que otra señora está fregando anticovídicamente, con mucho afán. En la iglesia, que data de 1392, destaca un magnífico artesonado mudéjar que cubre el retablo principal, constituido por un cielo morado y 99 incrustaciones de oro, que representan otras tantas estrellas. En el suelo, en cambio, lo que destaca son las señales adhesivas que indican la distancia de seguridad que los feligreses han de mantener. Se entiende: hay que evitar que se produzca un milagro inverso y la gente se contagie y se muera cuando vengan a adorar al Creador. Antes de comer, le echamos luego un vistazo al ayuntamiento, un edificio poderoso, que refleja la riqueza histórica del pueblo, construido a principios de siglo por un arquitecto modernista catalán, Benito Guitart Trulls, y leemos varios paneles en las calles con fragmentos de "En retiro de remanso serrano", un artículo de Miguel de Unamuno publicado en el diario Ahora de Madrid, el 27 de agosto de 1935, sobre su estancia en Candelario por aquellas fechas, en el cual escribe: "He subido por las empinadas y enchinarradas calles a su iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —hoy su fiesta— a ver la salida de misa. Y luego, desde mi breve retiro veraniego, he contemplado el valle. A mis pies; una huerta, detrás la roja testudo de los tejados de las casas del lugar, todavía sin chimeneas las más, que así lo pedía el oficio de la industria local de embutidos. Y allende, cerrando el horizonte, el entablamento de unos cerros rocosos y pelados. Todo a una luz quieta, de remanso también y de visión"; y también: "Al venir a estos días de remanso serrano me he traído no libro alguno en español, sino en inglés. He pensado que para español me bastaría con el diario provincial, que nos trae las noticias de las reuniones ministeriales, de los mítines políticos, del crimen de cada día y de los demás deportes. Y así, me he traído los poemas de Keats para, al brizo del susurro del agua de la reguera de la calle, oír mental y cordialmente el gorjeo del inmortal poeta, que hace ciento dieciséis años, en el brevísimo vuelo de su vida, lanzó al cielo su oda al ruiseñor". Unamuno, siempre trenzando lo propio con lo universal, o haciendo universal lo propio. Comemos, por fin, en el restaurante "La Candela", donde María Ángeles y yo nos atrevemos con el jabalí con chocolate que incluye hoy el menú, y del que damos cuenta satisfechos de nuestra elección. El camarero que nos atiende, arrebatado por la informalidad que se extiende hoy por el mundo, nos llama "chicos", aunque el menor de nosotros tenga 54 años, y nos sirve gaseosa "Molina", local. Con una ñoña peligrosa, pero atemperada por la prudencia de Miguel al volante, nos dirigimos a la siguiente y última parada de nuestra ruta de hoy, Alba de Tormes, donde se fundó la casa de Alba (hecho memorable que los lugareños homenajean con algunos reveladores dicharachos: "¡Esconde las gallinas, que vienen los Alba!", por ejemplo). Como llegamos aún aturdidos por el jabalí con chocolate y las otras salvajes exquisiteces de "La Candela" (menos Miguel), nos sentamos en una terraza de la plaza mayor, a una benéfica sombra, para intentar recuperar la compostura. Yo me asesto una jarra de cerveza, mientras que María Ángeles y Miguel se conforman con brebajes menos amenos, como tónicas, infusiones y blanduras así, aunque sin duda los van a espabilar a ellos mucho más que la birra a mí. Nos encontramos bajo los soportales de la plaza, de hechuras modernistas, y frente a una fuente rodeada por palmeras, traídas desde Elda en 1927. Las palmeras, aunque impropias de este clima, han prosperado y ahora lucen su altísimo garbo en pleno centro de la ciudad. También ha prosperado el sentimiento nacionalista: las banderas de España —algunas desteñidas por el sol feroz de estos días— están por todas partes. El sentimiento nacionalista prospera con cualquier cosa: siempre está ahí, dispuesto a crecer con cualquier ofensa. Desde donde nos encontramos vemos también el ayuntamiento, de cuyo balcón cuelga un gran pendón con una imagen de Santa Teresa de Jesús. La devoción que concita la santa es grande en el lugar. Una vez trajeron a Alba al papa Clemente, aquel embaucador ciego de El Palmar de Troya, a quien no se le ocurrió nada mejor que decir algo sobre la autora de Las moradas. Y como lo que dijo no gustó, el mocerío albense le echó el coche al río. Hubo quien propuso que lo echaran a él, pero al final se impuso la cordura. Aunque no se me ocurre cómo pudieron devolver a Clemente el invidente al feudo de su secta con el vehículo inutilizado. Algo recuperados del ágape de Candelario, iniciamos la ruta de los monumentos del pueblo, aunque, como ya no le queda mucho tiempo a la tarde, nos centramos en tres. El primero es la iglesia de San Juan de la Cruz, construida a finales del siglo XVII, y la única del mundo dedicada al poeta, cuyo carácter poético refuerza, a la entrada, un verso de Ocnos, de Luis Cernuda: "Estabas en Alba, y no la recordaste...". San Juan mira al mundo desde una hornacina de la fachada. El interior, de estilo barroco carmelitano, es blanco y despojado: transmite paz. Aquí la distancia de seguridad la garantizan los adhesivos verdes que indican qué asientos de los bancos pueden ocuparse y cuáles no. Otra iglesia, la de San Juan, románica-mudéjar, contiene una de las grandes maravillas del lugar: el Apostolado, un conjunto de trece figuras —Jesús y los doce apóstoles—, de piedra arenisca policromada y estilo románico-bizantino, esculpido hacia 1200. Todas exhiben el hieratismo y, a la vez, la vivísima sencillez del románico. Jesús aparece en el centro, con báculo y cetro, símbolos de su poder. A su diestra, Pedro custodia las llaves del cielo. A su siniestra, Juan, el único imberbe. Todos los apóstoles tienen un libro en las manos, algunos abierto, otros cerrado. Solo Pablo carece de él. Para acceder al conjunto, dispuesto en semicírculo, hemos de pasar junto a una Dolorosa que sostiene, como una estrella cruel, siete espadas clavadas en el corazón. Otras piezas son menos kitsch que esta. Hay un magnífico Cristo en madera del siglo XIV, el trazo de cuyas costillas parece esculpido por un artista contemporáneo, sobre un breve gólgota de cráneos y huesos: el cristianismo es incapaz de subrayar la belleza de la figura del Redentor sin resaltar asimismo el horror de su sacrificio. El exhibicionismo de esas tinieblas sangrientas no deja de revolverme el estómago. Otro nazareno nos llama la atención, el pintado en Cristo atado a la columna en 1535 por Juan de Juanes. Aparece en él atado a una columna, suponemos que en la que fue azotado. Pero el contraste cromático es brutal: la columna es de un mármol irisado y multicolor; la piel de Cristo es muy blanca, aunque manchada por las sombras de los zurriagazos recibidos; y el fondo, de un negro intensísimo. Por fin, subimos al castillo de los Duques de Alba. Todavía hace mucho calor y el camino, aunque sucinto, es fatigoso. Buscamos la sombra como los sedientos el agua. Por desgracia, llegar al castillo no nos descansa. Están cerca de cerrar y las dos señoras que atienden el lugar —una en las taquillas y la otra al pie del torreón— nos urgen a una visita rápida. La segunda, que es la guía, nos recibe con retintín: "Un poco tarde, ¿no?", luego dedica veintitrés segundos a informarnos sobre el monumento y nos despide, por fin, subrayando la necesidad de que corramos. De la que fue fortaleza y residencia de los duques durante siglos hoy solo queda la torre de la Armería, a la que los lugareños llaman el torreón. Lo destruyó Julián Sánchez el Charro, uno de aquellos guerrilleros que no se cansaban de rebanar pescuezos de gabachos, y que se enfadó mucho por que el torreón hubiese servido de cuartel a los franceses. Pero a mediados del siglo pasado, Luis Martínez de Irujo descubrió las extraordinarias pinturas renacentistas que aún albergaba la torre y decidió restaurarlas. Los frescos, obra de los hermanos Cristóbal y Juan Bautista Passini, representan tres escenas de la batalla de Mühlberg, donde Fernando Álvarez de Toledo y Pimental, tercer duque de Alba, tuvo una participación protagónica y contribuyó decisivamente a la victoria de las tropas del emperador Carlos. Las figuras son majestuosas —nadie diría que están en una guerra: parecen prohombres helénicos— y los colores son suaves, casi fríos: predominan el rosa, el azul celeste y el blanco. Los de la casa de Alba —un ajedrez añil y blanco— jalonan el lugar y me recuerdan que también el escudo de Hoyos, que formó parte de su señorío, presenta esa forma y esos colores. Cuando salimos de la sala de las pinturas, aún falta subir al mirador del torreón. María Ángeles y Miguel se quedan en el patio, vivamente interesados por lo que allí se exhibe (por ejemplo, una fascinante grúa "Nuevo Vulcano", hecha en Barcelona en 1902), y dejan que suba solo a las alturas, bajo los constantes apremios de la guía: "Una visita rápida, por favor; muy rápida". La señora, comprensiblemente, está deseando irse a casa. Así que corro escaleras arriba. Y hay muchas. Llego al mirador al borde del colapso. La vista es espléndida, pero el tiempo que le dedico —fiscalizado desde abajo por la imperiosa guía— apenas aplaca el corazón desbocado. Veo las prietas arboledas del Tormes, como si el río tuviese barba, y aerogeneradores en el horizonte, y campos amarillos. Bajo, por la escalera estrechísima, no menos deprisa de lo que he subido. Pero, si en el ascenso el peligro era que me explotaran los pulmones, en el descenso se trata de no despeñarme y romperme el cuello. Llego jadeante al final y me reúno, a paso ligero, con María Ángeles y Miguel, que siguen mirando piedras, con una sonrisa de conmiseración, en el patio. A la guía, que me sigue de cerca, solo se falta cantar lo que el sargento a los reclutas de marines en La chaqueta metálica. Y volvemos ya a Salamanca. Cruzamos otra vez el Tormes, en el que pescan unos jóvenes en minizodiacs. María Ángeles me cuenta que vuelve a haber nutrias en estas aguas, y yo lo celebro: si hay nutrias, es que están limpias. Las nutrias son un excelente chivato del estado de salud de los ríos. En el camino de regreso, Miguel me informa de que la meseta entre dos elevaciones junto a las que pasamos, el Arapil Grande y el Arapil Chico, fueron el escenario de una de las batallas más violentas de la Guerra de la Independencia, la de los Arapiles. Allí el duque de Wellington y sus aliados portugueses y españoles les dieron para el pelo al ejército del mariscal Auguste de Marmont, que sufrió 12.500 bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, frente a las poco más de 5.000 de los aliados. Un monolito en la planicie del Arapil Grande, que distinguimos en la distancia, recuerda aquel encuentro. Y yo pienso que en estos campos, entonces poblados por encinas y robledales, y hoy ocres y secos, solo interrumpidos por árboles solitarios, debe de haber aún mucha sangre y mucha metralla enterradas.