Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
miércoles, 30 de septiembre de 2020
Vacaciones en España (y 6): El Museo de la Tortura
viernes, 25 de septiembre de 2020
Vacaciones en España (5): en Lekeitio
Se llegue por donde se llegue, a Lekeitio se llega por una carretera sinuosa. Enclavada en la fragorosa desembocadura del río Lea, en Vizcaya, parece rehuir las conexiones por tierra y buscar solo la infinita autopista del mar. Y así ha sido durante siglos. Al mar se han dirigido sus pesqueros, sus balleneros, sus traineras, sus náufragos y, hoy, sus turistas. Junto al puerto, un centro arborescente, que se ramifica en múltiples callejuelas, la dársena y varios malecones, han crecido los dos pilares de la vida comunitaria: el ayuntamiento y la iglesia. El primero es un noble edificio del siglo XVIII, presidido por la naturalmente épica leyenda que figura también en el escudo de armas de la villa: Reges debellavit horrenda cette subjecit terra marique potens Lekeitio («Lekeitio, potente por tierra y por mar, captura reyes y horrendos cetáceos»; la traducción es precisa: ha evitado la tentadora «captura horrendos reyes y cetáceos») y unos geranios rojos que ornan el balcón, como sucede en otras casas del lugar. La iglesia, por su parte, es una basílica: la de la Asunción de Nuestra Señora, del siglo XV. Por desgracia, no podré ver el deslumbrante retablo gótico flamenco que alberga, porque las visitas están prohibidas a causa de la pandemia. En las misas, las puertas solo se abren para que pasen los fieles y se cierran inmediatamente después de que haya entrado el último. Considero la posibilidad de hacerme pasar por un devoto creyente para contemplar la magnífica obra, pero algo en mi interior me dice que no está bien que engañe así a los feligreses locales, ni siquiera por la causa del arte, además de que soportar una misa entera se le hace a un ateazo como yo tan arduo como escalar el Annapurna. Desisto, pues, y me digo que habrá más ocasiones de admirar el retablo cuando el coronavirus haya vuelto a las profundidades bioquímicas de las que nunca debería haber salido. Entre ambos edificios, el civil y el religioso, hay una plaza en la que se alternan árboles y farolas, lo que le infunde un curioso aire parisino, y se alza una figura sedente, valga la paradoja. Cuando me acerco para verla de cerca, una pelota con la que están jugando unos niños casi me vuela la cabeza. Los niños juegan a la pelota en la plaza debajo de un cartel, pegado en la fachada del ayuntamiento, que prohíbe jugar a la pelota en la plaza. El cartel está en vasco, pero se entiende bien. También está solo en vasco la inscripción que informa de la personalidad representada por la estatua, pero esta no la entiendo. Miren, mi gran amiga lequeitiana, me informará de que recuerda a Pascual Abaroa, hijo de una familia de indianos de Lekeitio, enriquecidos en México, que se estableció como banquero en Francia a mediados del siglo XIX y que fue un eximio benefactor de su villa natal: entre muchas otras buenas obras, sufragó las de ampliación de la parroquia —así llaman los vecinos a la basílica de la Asunción—, las del alcantarillado y los lavaderos del pueblo. Abaroa atendía así por igual a la higiene espiritual y a la física de sus paisanos. Extrañamente, el prohombre decimonónico no aparece entre los hijos ilustres de la villa en la página de Wikipedia dedicada a Lekeitio, donde sí figuran Resurrección María de Azkue, el recuperador y fijador del euskera a finales del siglo XIX y principios del XX (algo así como el Pompeu Fabra del vasco); el político Mario Onaindía; Gaizka Mendieta, el jugador de fútbol; y Miren Agur Meabe, escritora, amiga mía y estos días también mi anfitriona. Las cimas verdes que circundan el pueblo, salpicadas de caseríos blancos, parecen acuciarlo y casi empujarlo al mar, pero el pueblo no llega a caer: se queda en el límite trémulo de las aguas, donde se conciertan la arena, la roca y la espuma; donde se alinean, muy pegadas, las casas y se oscurece la plata fugaz de las olas. En el centro de la bahía se alza la isla de Garraitz —también llamada de San Nicolás—, en cuya cumbre ondea una ikurriña, bajo la cual se ha desplegado una enorme pancarta que exige el traslado de los presos vascos al territorio, una demanda en la que parece haberse concentrado el músculo reivindicativo de la izquierda abertzale. Según me cuenta Miren, en Lekeitio todos los viernes por las tardes muchos vecinos hacen una concentración pública para reclamar ese regreso. Es una petición justa, me parece, once años después del último asesinato de ETA y con la banda disuelta, que no supone ninguna condonación de penas, sino una medida humanitaria prevista por la ley. Entre las muchas ikurriñas que he visto en el pueblo, he observado también no pocas esteladas, alguna, incluso, junto a una pancarta que reclamaba, en catalán, la liberación de los presos políticos. En la isla de Garraitz, Miren me ha señalado la presencia, entre los pinos, de los restos de un ermita del siglo XV consagrada a san Nicolás de Bari. Allí vivían las freilas o seroras, una comunidad de buenas mujeres del pueblo y alrededores dedicadas a rezar, a cuidar de los enfermos —la isla se utilizaba como lazareto para aislar a los enfermos de las muchas pestes que se declaraban; en 1578, por ejemplo, hubo una, atroz, que acabó con la vida de 1300 de los 1600 vecinos de Lekeitio— y a tañer las campanas del Ángelus tres veces al día. Pero aquella pía congregación fue ganando poder a los ojos de la Iglesia, y las autoridades eclesiásticas, que no querían competencia, la disolvieron a finales del siglo XVI, por abusos en la administración (de las limosnas que les daba la gente, con las que sobrevivían) y relajamiento moral. La isla perdió entonces gran parte de su gracia, y la comunidad de franciscanos que se estableció en lugar de las seroras en el siglo XVII no inspiró los mismos sentimientos entre la población. Los monjes también abandonaron la isla de San Nicolás, pero no por orden de la superioridad, sino por razones mucho más prosaicas: la falta de agua dulce, las inclemencias de los elementos y el oleaje. Era previsible: vivir en un peñasco vacío, batido día y noche por el Cantábrico, no debía ser plato de gusto para nadie, ni siquiera para aquellos aguerridos cenobitas. Hoy puede llegarse a Garraitz por un malecón construido a mediados del siglo XVIII, llamado de Lazunarri ('camino de los mújoles', por los muchos que se reúnen junto a sus paredes), que salva la distancia entre la playa de Isuntza y la isla, y que queda al descubierto cuando baja la marea. Pero la gente sigue recorriéndolo cuando está alta, y entonces parece que la playa de Lekeitio sea el lago de Tiberiades, llena de nazarenos que caminan sobre las aguas. Yo lo hago ahora por el puerto, frente a las terrazas de los restaurantes que se suceden sin otra solución de continuidad que la que imponen las bocacalles que desembocan en él, hasta el rompeolas, donde está el helipuerto, señalado con una inmensa cruz en el suelo. Desde el mirador que se encuentra en el extremo del espigón se ve el faro del pueblo, el de Santa Catalina, al que Miren ha prometido llevarme. También se divisa un solitario y lejano velero, hincado en la inmensidad azul, y las traineras que abandonan la seguridad de las aguas domesticadas y enfilan al mar: en algunas hay solo un par de remeros; en otras, cuatro, pero todas tienen un patrón que sujeta el timón y da órdenes. Me llama la atención que el golpe de remo de las tripulaciones no sea continuado ni violento, sino un amable empujón al agua que concluye con una pausa del remo en el aire. En ese instante de suspensión, con todos los bogantes echados hacia atrás y las palas levantadas, paralelas al mar, la trainera parece un raro animal inmóvil que, no obstante su inmovilidad, avanzase. Deshago el camino por el puerto y paso por la antigua cofradía de pescadores de San Pedro, a cuya entrada se ha colocado un puesto de venta de pescado muy concurrido. En las calles interiores, donde se mezcla la arquitectura popular con las casas señoriales, algunas palaciegas, hay ropa colgada en los balcones, banderas del Athlétic flameando aquí y allá, y flores por todas partes. Me gusta esta costumbre de iluminar la piedra con plantas coloridas, como también hacen los ingleses en sus pubs y sus aceras. Veo muchos negros repartiendo mercancías, trabajando en tiendas y supermercados, y hablando vasco. Aunque hablar vasco aquí no es una rareza, como en Vitoria o la propia San Sebastián, sino lo que hace la mayoría de la gente. La comunidad africana de Lekeitio es populosa. Por la tarde, Miren y yo nos bañamos en la playa de Isuntza, que está atiborrada. Más lo estará al día siguiente, domingo, hasta el punto de limitarse a tres horas el periodo de estancia autorizado; si no, tendrá que cerrarse, como una voz admonitoria nos informa, en vasco y castellano, por megafonía. Hacía tiempo, desde mis visitas a Calpe, que no paseaba por una arena llena de niños que construyen castillos con cubos y palas o se enredan entre las piernas, de mayores que no dejan de recorrer la playa para rebajar el colesterol y las varices, de mujeres tumbadas al sol y de hombres que nadan o se reúnen en corros para comentar las últimas (mal)andanzas del Athlétic. Pese a todos los obstáculos, yo también la recorro, y hasta me asomo, en el extremo occidental, donde la ría del Lea, a lo que fueron los astilleros del pueblo, hoy en ruinas. Hubo aquí una floreciente industria naviera que satisfacía las necesidades de pesqueros y balleneros, que constituyeron, durante siglos, la principal fuente de riqueza de este y de otros pueblos de la provincia. En el escudo de Lekeitio —la heráldica es extraordinariamente informativa, si se sabe mirar— aparece un ballenero dando caza a dos cetáceos. Hay quien rebaja la importancia de esta actividad en la historia de Lekeitio —hoy cazar ballenas está muy mal visto—, pero parece claro que ha tenido un peso notable en ella hasta tiempos muy reciente. El pateo de la playa se combina con el poteo en la villa. Como dice Miren, «los lequeitianos somos especialistas no en el levantamiento de piedra, sino en levantamiento de vidrio, por lo común lleno de vino o cerveza». Y lo practican con denuedo, como puedo comprobar. Las terrazas finisemanales (y aun las intersemanales) están siempre copadas por parroquianos sedientos, que beben y hablan con ahínco equiparable. Nosotros también lo hacemos. Con unos amigos de Miren, nos vamos a una sociedad recreativa de la que son socios, situada delante del ayuntamiento y a la que se accede por una puerta flanqueada por una hermosa fuente metálica y decimonónica, y nos tomamos unos potes. Charlamos de vacacionar en campings —a algunos les encanta; Marian, otra contertulia, y yo lo detestamos: ya no tenemos edad para dormir en el suelo ni enredarnos, a la salida de la tienda, con los calzoncillos y las bragas que los vecinos han colgado delante de nuestras narices— y de nuestros padres ancianos, cada uno con sus achaques y necesidades. Hablar de nuestros mayores me recuerda lo mayores que somos nosotros. Ellos, simplemente, han llegado antes a la ancianidad. Pese a lo deprimente del tema, lo pasamos bien. Conversar es un placer grande y gratuito. Como diría Emi, otra amiga de Miren, hemos disfrutado como un burro en un berzal. Antes de marcharnos, Miren me enseña la pequeña biblioteca del local, a donde ella ha venido muchas veces para leer o escribir. Abundan, como es natural, los libros sobre el mar y la navegación. La tarde siguiente recojo a mi colega a la puerta de su casa (que se encuentra donde antes estuvo la del político Santiago Brouard, también hijo de Lekeitio y asesinado en 1984 por los GAL) y vamos, paseando, hasta el faro de Santa Catalina, construido en 1862. Llegamos con el ocaso. La costa se extiende a ambos lados como una constante dentellada negra en el lienzo azul, casi púrpura ya, del cielo y el océano. Es un paisaje abrupto y desaforado, en el que las olas parecen querer comerse las rocas, y, de hecho, se las comen. El faro gira automáticamente —ya no hay faros con fareros—, trazando su línea de luz como un tiralíneas en la lámina del mar, y nosotros nos dejamos llevar por el ritmo circular que impone, por su hipnótica caricia. A la mañana siguiente, dejo Lekeitio. Camino del coche, paso por delante de un minizoo en el que gritan cacatúas y otras aves que no pueden calificarse de autóctonas, y desayuno en el hotel Zubieta, un rincón delicioso, situado en un conjunto monumental del siglo XVII, en el que suena música clásica y los pocos huéspedes que se encuentran en la cafetería hablan bajito. Me zampo un trozo de pastel vasco —contundente, como todo lo vasco— con el café con leche, y me despido de Lekeitio como si me fuera de mi casa.
lunes, 14 de septiembre de 2020
Vacaciones en España (4): El Guggenheim
Visité el Guggenheim hace muchos años, poco después de su inauguración. Recordaba Bilbao como una ciudad sombría, pegada aún a su pasado industrial, que la ceñía como una piel lúgubre. La impresión que me causó entonces el edificio construido por Frank Gehry fue abrumadora, como creo que les sucede a casi todos. Además, el Guggenheim marcaba un hito en la transformación de la ciudad: la ría junto a la que se alzaba, ya no era un curso envenenado y espantoso, después de haber fungido, durante siglos, de albañal de la industria siderúrgica y minera vizcaína, sino otro que empezaba a revivir, y que hasta apuntaba insólitas transparencias, y la ciudad toda parecía impregnada de una luz nueva, de una pujanza aérea y verde. Vuelvo hoy al museo de la mano de Miren Agur Meabe, mi gran amiga desde que nos conociéramos en una lectura de poesía en Leópolis, una decadente ciudad de Ucrania. Para entrar, nos toman la temperatura, pero no lo hace el segurata que controla el acceso, sino una máquina con cámara térmica. Lo entiendo: la sofisticación de los mecanismos de seguridad ha de estar a la altura de la de los fondos expuestos (y del edificio donde se exponen). La cámara dice que estoy a 35,7º y que Miren tampoco está febril. Entramos, pues, tranquilizados, para recorrer, en la planta baja, la extraordinaria instalación "La materia del tiempo", de Richard Serra, un conjunto de siete enormes esculturas realizadas en acero patinable (lo que no significa que pueda uno patinar por ellas, sino que el material desarrolla una pátina de óxido que lo cubre de unas aguas particulares). Atravesamos las sinuosas superficies como si el tiempo se hubiera materializado a nuestro alrededor. Todo es igual y distinto a la vez. Ninguna pieza coincide con otra: no hay repetición, pero sí continuidad; la obra es una, pero está rota, cambia, fluye. Como el tiempo. A Miren le fascinan esas aguas con que la exposición a la intemperie recubre el cuerpo del acero: una sucesión de curvas sutiles, cobrizas, a veces plateadas, que recuerdan al ágata y al ópalo. Mientras deambulamos por entre los altísimos paneles, otro visitante busca el eco: lanza un grito, y una leve reverberación revela la constreñida grandeza del conjunto. El primer piso ofrece la exposición "En la vida real" del danés-islandés Olafur Eliasson, que resulta asimismo fascinante, aunque algunas piezas produzcan algún desconcierto: Proyección de ventana, por ejemplo, consiste en la proyección de una ventana. En Tu incierta sombra, en cambio, las imágenes somos nosotros, descompuestos en colores y proyectados en una pared. Ante la "Máquina para crear olas" me quedo casi hipnotizado: en cuatro canales de plástico en el suelo, que contienen un agua amarilla, un dispositivo genera una olita que los recorre de principio a fin. La obra resulta tan sencilla como estupefaciente. Como Eliasson gusta de que el observador participe en lo observado, ha dispuesto algunas piezas de modo que se puedan tocar o pisar. Así sucede en Tu ventana planetaria, uno de cuyos elementos es un tubo multiespecular que el público atraviesa y que descompone su imagen en mil reproducciones. Al subir por una escalerilla, aturdido por el innumerable poliedro de Eduardos que me rodea de repente, trastabillo y casi me caigo contra la pared de la instalación. En el instante del desequilibrio, me imagino impactando contra la obra de Eliasson y haciendo que sus docenas de facetas se conviertan en cientos de añicos. Eso sí que sería, pienso, participar en lo observado: participar hasta transformarlo en algo completamente distinto, pero, a la vez, más certero en su ser, más coherente con su propósito y más abrumador en su resultado. Por suerte, recupero la verticalidad y evito convertirme en artista espontáneo, destructor de obras de arte y titular de periódico. Vivimos algún peligro también en Tu atlas atmosférico de color, una pieza de 2009, que se encuentra en una habitación cerrada y llena de gas, que confundo, al entrar, con una sauna. Es un gas inocuo, claro, pero pica en la garganta. Subdividido en colores, ocupa todo el espacio, y paseamos un rato, entre carraspeos, advirtiendo la sombra de otras parejas que deambulan como nosotros. En realidad, apenas se ve nada, salvo unas flechas muy gordas dispuestas en las paredes que delimitan la instalación y que nos dirigen a la salida, señalizada también con unas luces azules. Si no hubiese estas indicaciones, es probable que no la encontráramos nunca y que siguiéramos dando vueltas, entre la niebla polícroma, hasta que nos encontraran, muertos, en el suelo, como los cadáveres de unos exploradores polares o de unos espeleólogos con poco sentido de la orientación. La instalación Islandia, en cambio, es desahogada y respirable. Un ventilador cuelga de un gancho del techo, muy arriba, e, impulsado por el propio rotar de sus palas, gira, en círculos o elipses muy amplios, en el centro de la habitación. Me recuerda al botafumeiro de la catedral de Santiago que sahúma de incienso a los feligreses. En una pared, una sucesión de fotografías demuestra cuánto han retrocedido los glaciares en Islandia por el calentamiento global, ese que, para algunos cretinos, no existe. Para ver otra de las instalaciones estrellas de Eliasson, Fuente Big Bang, hay que guardar cola, pero solo hasta cierto punto. Es decir, si la cola supera un determinado límite en el pasillo, ya no puede uno sumarse a ella y ha de seguir caminando hasta que presente un hueco que pueda ocupar. Cuando llegamos, la cola alcanza el límite y la segurata que la controla nos dice aquello, tan clásico, con que han urgido a los ciudadanos todas las policías del mundo: "Circulen, circulen". Al cabo de poco, no obstante, podemos sumarnos a los que esperan y ver la obra, aunque no más de cuarenta y cinco segundos, como nos alecciona la azafata de la entrada. Aquí todo está pautado, medido, cronometrado. Aunque quizá en este caso sea por motivos de salud: ver cómo el agua que lanza una fuente se ilumina eléctricamente cada pocos segundos, en una sala a oscuras, dibujando formas fantásticas e incontrolables ramificaciones, podría provocar un ataque a los epilépticos y un infarto a los delicados de corazón. Frente a la violencia visual de Fuente Big Bang, la última instalación que vemos de Olafur Eliasson nos cura con su sosiego, o más bien con su vaciedad: noventa fluorescentes amarillos, colgados en el techo, iluminan una sala vacía, de paredes blancas, que nos envuelve como un vientre acariciador. En el tercer piso, se expone la obra de la brasileña Lygia Clark. Aunque no carece de interés, tras haber visto a Serra y a Eliasson en las plantas inferiores, tanto a Miren como a mí su pintura nos parece poca cosa. Además, su geometrismo un tanto naíf —mondrianesco, ma non troppo— apenas nos habla: no emociona. Mucho más nos interesan algunas piezas de la colección permanente del museo, que se exponen en este mismo piso: los gigantescos cuadros, plagados de paisajes quebrantados y cuerpos yacentes, del alemán Anselm Kiefer, las series explosivo-florales del norteamericano Cy Twombly y las ciento cincuenta Marilynes multicolores del también estadounidense, y mito de la modernidad, Andy Warhol. Al salir del Guggenheim, Miren y yo paseamos por la ría. Llegamos hasta una enorme grúa roja que se ha conservado en recuerdo del pasado portuario del lugar: ahora es un monumento. Más allá, distingo una fiera corrupia en el tejado de una casa. Es un tigre: la escultura de un tigre. Miren me informa de que es obra de Joaquín de Lucarini, y que data de 1943, por encargo de una casa de correajes que ocupaba entonces el edificio, hoy de vecinos. Seguramente, el dueño de la empresa quería publicitar la fortaleza de sus productos, capaces de sujetar a un tigre de Bengala. Durante mucho tiempo, ha habido grandes discusiones sobre la naturaleza del animal: unos afirmaban que era una leona, y otros, un tigre. Estos tenían razón. Pienso en los vecinos del inmueble, cuando vayan a colgar la ropa en la azotea o suban para arreglar la antena de la televisión: tener a un tigre, y de estas dimensiones, en el tejado no debe de ser tranquilizador. Bajo de las alturas (Miren siempre dice que hay que mirar arriba, que arriba se nos escapan siempre muchas cosas; y tiene razón) y veo a dos novios muy jóvenes en un banco del parque que flanquea la ría. Él le separa a ella la camiseta del cuerpo y le mira dentro, como si quisiera cerciorarse de lo que hay. Luego le recoloca las tetas por fuera. Ella parece encantada. Y a mí me gusta. Siempre me han gustado estos escarceos públicos. Será que tengo alma de voyeur. Culminamos la mañana en el restaurante La Casilda, donde nos asestamos una ensalada de boniato y unos canelones de merluza que levantarían a un muerto. La gastronomía es una religión en el País Vasco, y Miren y yo oficiamos una ceremonia condigna.