jueves, 25 de febrero de 2021

Gambito de dama y las cosas del ajedrez

El ajedrez está de moda, y se lo debemos al cine: después de mil quinientos años de historia, tiene su gracia que haya venido a revitalizarlo una serie de Netflix, Gambito de dama. No obstante, el éxito de la producción puede atribuirse, en buena parte, al rasgo que singulariza la novela homónima en la que se inspira, de Walter Tevis, publicada en 1983: el protagonismo femenino, que ha recaído en la bellísima actriz Anya Taylor-Joy, aunque en la novela la heroína fuera una niña muy fea, y aunque ese protagonismo fuese por completo inverosímil en la época en la que transcurría la acción. Era imposible que, en los años 60 y 70 del siglo pasado, una mujer alcanzara el nivel ajedrecístico que consigue Beth Harmon y más imposible aún que llegara a disputar el campeonato del mundo y lo ganara. Y no porque las mujeres no tuvieran capacidad para ello —esto conviene aclararlo para que nadie sienta la tentación de matar al mensajero—, sino porque el ajedrez es una disciplina que requiere un aprendizaje sostenido y una práctica entregada, y a las mujeres ni se las consideraba aptas para ninguna de ambas cosas, ni se les proporcionaban los medios y estímulos necesarios para lograrlo. El ajedrez era, cultural y materialmente, cosa de hombres, y asunto zanjado. Mi interés por el ajedrez proviene de mi padre, que siempre tuvo un tablero en casa y me enseñó a jugar. En unos años en los que los entretenimientos en un hogar tan modesto como el nuestro escaseaban, un tablero de ajedrez podía ser una gran diversión, que, además, como deporte mental que era, satisfacía la necesidad que tenía mi padre de ocuparse en tareas intelectuales. Las cartas, el dominó, los dados eran para las tabernas; las damas, para los flojos de espíritu; el ajedrez, en cambio, era propio de gente distinguida (que mi padre asociaba con "superior"). Así pues, cuando se cansaba de leer La Vanguardia o el libro con el que anduviera trasteando, o de ver la tele —cuando por fin llegó a casa, a principios de los 70—, me proponía echar una partida. Y yo siempre aceptaba: a mí, un mocoso sin hermanos, también me divertía. Además, casi siempre le ganaba. Me daba un poco de pena derrotarlo tantas veces, pero él no parecía lamentarlo. Al contrario, creo que le enorgullecía que su hijo lo superara en aquello, como en cualquier otra cosa. No era un mal maestro mi padre: sabía que ese ha de ser el objetivo último de todo el que se proponga enseñar algo a alguien: que el discípulo sea mejor que él. En el colegio, que era muy innovador y muy postconciliar, había un club de ajedrez —es decir, un aula con tableros y relojes—, al que fui durante algún tiempo. Recuerdo que el mejor jugador de la escuela era un chico de mi curso que se llamaba Calpe, y al que nosotros llamábamos Kalpov. También recuerdo que ya era, con doce o trece años, casi calvo. De hecho, también habríamos podido llamarlo Kalvov, y alguno creo que lo hizo, pero, extrañamente, prevaleció la misericordia y optamos por el primer mote, más aséptico. Una vez le pedí que me prestara el peine después de la clase de gimnasia, y él me dijo que sí, que me lo prestaba, pero que viera yo lo que hacía, porque tenía una enfermedad de la piel y no me recomendaba compartir las púas. Entonces entendí lo de su calvicie, que hasta aquel momento había atribuido a su intensa actividad craneal. Kalpov era muy bueno: nos ganaba a todos sin despeinarse, y nunca mejor dicho, y me parece que llegó a participar en campeonatos regionales, aunque nunca supimos que hubiera llegado demasiado lejos. Y es que había, y sigue habiendo, mucha competencia. El alias del pobre Calpe provenía de quien era el campeón del mundo en aquellos años: Anatoli Kárpov, soviético, una bestia parda que fue campeón mundial una década, del 75 al 85, y que protagonizó una de las rivalidades más salvajes de la historia del ajedrez (hay quien dice de la historia del deporte) con otro jugador descomunal, Gari Kaspárov, que finalmente lo vencería. (El bueno de Kárpov no tuvo bastante con ser campeón mundial de ajedrez y se doctoró en Filosofía y Economía). Pero la forma que Kárpov tuvo de hacerse con la corona fue también muy singular: por incomparecencia de su rival, el entonces campeón, el norteamericano Bobby Fischer. Fischer fue otro personaje de leyenda: nacido, de madre judía, en una familia paupérrima, había sido el primero en derrotar a los soviéticos en ajedrez, y eso lo convirtió en un héroe de su país, inmerso en la Guerra Fría con, como diría Reagan, el Imperio del Mal. Pero Fischer, a quien muchos consideran el mejor jugador de la historia, tenía una personalidad tortuosa, como, por otra parte, muchos de los mejores jugadores de la historia, y, tras ganar a Boris Spassky en la mítica final de 1972, se negó a defender el título, que pasó entonces al candidato retador en 1975, Kárpov. Fischer, aunque todavía dio alguna lucha ajedrecística en los años que siguieron, nunca volvió a ser el mismo, y, de hecho, acabó sumiéndose en algo muy parecido a la locura: vivió como un indigente en los Estados Unidos y hasta fue detenido, al confundirlo la policía con un atracador de bancos. Luego abandonó el país, al que nunca volvería, y se dedicó a ensartar proclamas antisemitas y antinorteamericanas —él, que era judío y norteamericano—: se declaraba admirador de Hitler, negaba el Holocausto, abogaba por un golpe en los Estados Unidos que acabara con las sinagogas y los judíos, y celebró ruidosamente el atentado contra las Torres Gemelas. "¡A la mierda mi país!", gritó en una entrevista. Acabo sus días en Islandia, donde se había disputado aquella final del campeonato del mundo que le había ganado a Spassky (el cual, por cierto, tampoco lo pasó bien tras el encuentro: el Estado lo responsabilizó de una humillación histórica ante el enemigo capitalista y lo condenó a galeras: menudos eran los soviéticos en aquellas cosas patrióticas; Spassky también escapó de su país, pero él prefirió hacerse francés), sin dejar de soltar barbaridades, y en Islandia murió, a los 64 años, y está enterrado. Del ajedrez siempre me han interesado mucho todas estas cosas, acaso más que el propio juego: los conflictos, las personalidades, la intrahistoria. Y eso porque me he dado cuenta —no me ha quedado más remedio— de que, aunque ganase a mi padre y hasta hiciera tablas alguna vez con Kalpov, lo mío no es, ni puede ser, el ajedrez. Aún hoy, tras muchos años de partidas contra unos y otros, o, ahora, contra el ordenador (que, claro, siempre me aplasta), sigo sorprendiéndome (pero no, realidad: soy así) de la cantidad de movimientos estúpidos que soy capaz de hacer. Incluso cuando gano, lo que pienso es que lo he hecho porque el otro ha jugado aún peor que yo: sus pifias han sido más abundantes o decisivas que las mías. Hace poco he leído El peón, de Paco Cerdà, un excelente libro sobre Arturo Pomar y la partida que jugó contra Fischer en el torneo interzonal de 1962, celebrado en Estocolmo, que daba paso a la disputa de la final de candidatos al campeonato del mundo de aquel año. Arturo Pomar fue un niño prodigio del ajedrez (por eso se le incrustó el diminutivo en el nombre, y durante toda su vida no se le dejó de llamar Arturito Pomar), que tuvo la mala suerte de crecer en pleno franquismo. Mi padre me habló mucho de él: había seguido con admiración sus pasos en la prensa de los 40 y 50, que lo ensalzaba con mucha pompa y circunstancia. El régimen, necesitado de triunfos internacionales, utilizaba a aquel jovel mallorquín, discreto y educado, que a los 12 años, en 1944, había hecho tablas con el campeón del mundo Alexander Alekhine (aunque, sin quitarle méritos a Pomar, quizá había ayudado un poco que Alekhine estuviera casi siempre borracho), para publicitarse en el mundo. Lo alababa como a un semidiós y lo explotaba como a un esclavo. Hasta que el crío fue dejando atrás la infancia y perdió buena parte de la gracia que lo había acompañado cuando viajaba por el planeta como representante oficioso de la nueva España (y representante real de una España famélica), lo cual coincidió con la creciente aceptación del Régimen en el concierto de las naciones. Justo en aquel momento Pomar afrontó la mayor prueba de su vida: el interzonal de Estocolmo, a donde acudió solo, sin la ayuda de nadie, aprovechando un permiso sin sueldo que le habían concedido en el trabajo, y con un único libro sobre aperturas para principiantes en el zurrón, a diferencia de todos los demás candidatos, a los que sus federaciones les pagaban el viaje, y que contaban con uno o varios ayudantes que los apoyaban emocionalmente, analizaban las partidas y les permitían descansar entre enfrentamientos. La infinita cutrez de aquella España ennegrecida, tan incuriosa siempre con sus hijos, se mostró sin caretas en el desvalimiento del joven Pomar, que, no obstante, con un esfuerzo titánico, llegó al término del torneo con posibilidades de meterse entre los seis primeros, que accedían a la fase final. Pero, agotado, tuvo malos resultados en las últimas partidas y no lo consiguió: quedó el undécimo entre veintitrés, con brillantes victorias contra Efim Geller (que quedó segundo) y el húngaro Istvan Bilek, y un legendario empate, con negras, con Bobby Fischer. Al final de aquella partida, que duró nueve horas repartidas en dos días, el estadounidense, admirado, pronunció una frase memorable: “Pobre cartero español, con el enorme talento que tienes, y tendrás que volver a una oficina de Madrid, a pegar sellos”. Pomar, en efecto, trabajaba en Correos, donde lo había colocado el Régimen para garantizarle el sustento, a falta de un apoyo mejor, y donde seguiría haciéndolo hasta su jubilación, muchos años después. Leyendo El peón, me he asombrado de saber que Pomar se trasladó a Barcelona en 1963 y que se estableció poco después en Sant Cugat del Vallès, donde murió, en 2016, y está enterrado. Aquí jugaba apaciblemente en la Unió Santcugatenca, paseaba por las calles y tomaba café en los bares: vivía. Y yo, que radico en la ciudad desde 1998, con el paréntesis de Londres y Extremadura (por eso no me enteré de su fallecimiento: vivía entonces en Mérida), debo de haberme cruzado con él muchas veces sin advertirlo. Qué pena. Me habría gustado saludarlo y mostrarle mi admiración. Me habría gustado, incluso, jugar una partida con él, si me lo hubiera permitido. Qué honor. Pero estoy seguro de que aquel rostro siempre amable, siempre sonriente, siempre resignado, me habría causado tristeza. Los rusos, que sentían un enorme respeto por él, decían que, si hubiera nacido en la URSS, seguramente habría sido candidato al título mundial. Franco, ese hombre, encumbró a un chaval de Mallorca y luego lo arrumbó en el olvido. Pomar podría haber sido el segundo campeón mundial español de ajedrez, después de Ruy López de Segura, aquel clérigo de Zafra al que se considera el primero. Pero solo fue un modesto funcionario de Correos. De todos modos, me habría gustado mucho jugar con él.

domingo, 21 de febrero de 2021

Elogio de la teta

Nayagua, publicada por la Fundación Centro de Poesía José Hierro, de Getafe, es una de las mejores revistas poéticas de España. En una primera etapa, publicaba en papel, pero, como en tantos otros casos, las exigencias de la economía y las posibilidades abiertas por la tecnología la han vuelto exclusivamente digital. La factura sigue siendo excelente, pero reconozco que añoro aquellas revistas gordezuelas —Nayagua siempre ha sido una publicación hospitalaria y crecedera—, que podían olerse y tocarse, disfrutarse también sensorialmente, y con las que engolfarse en una butaca o, mejor, un sofá, en las que publiqué algunos poemas y reseñas. Acaba de aparecer el número 32 de su segunda época, en febrero de 2021, segundo año fatídico. Como señala en el editorial Julieta Valero, la directora técnica de la Fundación, la revista no pudo ver la luz en 2020, primer año fatídico, por razones obvias, pero aparece ahora "con multiplicada proteína". Muy multiplicada, sin duda, porque la nómina de colaboradores —entre los que figuran muy buenos amigos (y también algún enemigo)— es amplia y de calidad, y sus aportaciones recorren todo el arco estilístico y temático de la poesía española actual. Mi contribución al número es plural: aporto tres poemas: "El fin del mundo se acerca", perteneciente al libro inédito Todo queda en nada; y dos elogios: de la teta y de la otra teta, del libro asimismo inédito Elogios. También publico una reseña de Hasta que nada quede, la poesía completa de José Antonio Martínez Muñoz, uno de esos buenos poetas cuya bondad, me parece, ha camuflado injustamente la vida en la periferia.

Reproduzco aquí "Elogio de la teta":

Cuando la ternura se amontona, eso es una teta. Los conductos más amables, la piel más compasiva, las redondeces más redondas se reúnen en la teta. Y, en la cúspide, hemisferio supernumerario que completa el hemisferio mayor, boya de la bola, casquete de la maravilla, el pezón, en el que recae la responsabilidad de la teta, como en el director de orquesta recae la responsabilidad de la orquesta. La teta nos faculta para la vida, pero no solo porque nos alimenta, sino porque nos transmite esperanza: porque, aferrados a ella, comprendemos que el bien existe, que los anhelos a veces se cumplen, que no todo muere: el consuelo que nos procura es imperecedero. La teta llena el vacío de la vida. Su plenitud se nos derrama en las manos como una doble certidumbre: es una tromba de firmeza y una tromba de desazón. La teta se nos arrima a los ojos —y se nos mete por ellos— como si quisiera prendernos fuego, pero, en realidad, nos aduerme, y el sueño que nos inspira está poblado de ascuas y frescor. Alguna teta es intrincada, arterialmente laberíntica; alguna otra, huidiza o lánguida, monacal o taciturna; alguna más ostenta carmesíes desencajados, u ocres agónicos, o ángulos. Ninguna, empero, es excesiva. La teta existe porque sí, sea cual sea su cariz, vaya a donde vaya, aunque se resfríe, aunque se desoriente al doblar una esquina, aunque no encuentre las gafas o las llaves. La teta respira con todo el derecho de ser teta, con la fuerza de su miel convexa y rosa. La teta es la cárcel donde recobramos la libertad, la boca que se nos traga, el vientre de la ballena al que nos acogemos, el vientre de la madre vuelto del revés. La cúpula de la teta nos ampara, como ampara la de San Pedro a los creyentes, como amparan las copas de los árboles a quienes penan a la intemperie, como ampara el guante a la mano aterida. La teta es la guarida en la que nos refugiamos de un mundo sin tetas: de un mundo trágicamente cóncavo. Ninguna teta ha cometido jamás una injusticia; no hay teta cruel. La teta es solar y umbría; lacta como lactan las nubes en abril, mansamente, azulmente. La teta se abre como una flor, pero sus pétalos nunca se alejan de su centro, sino que se cierran sobre él: es un puño que acaricia. Y nunca miente: su areola constituye un dogma; su entereza, una afirmación. Aun caída y hasta exhausta, la teta no dimite: nos abisma en la inocencia; nos unce a la felicidad.

martes, 16 de febrero de 2021

Expón, que algo queda

Acaba de aparecer Expón, que algo queda, en la editorial Polibea. El libro es una recopilación de las entradas de este blog y del anterior, Corónicas de Ingalaterra, sobre las exposiciones que he visitado en estos últimos años. Son, principalmente, de arte, pero no solo: también las hay de historia, literatura y etnografía. La más antigua data del 7 de octubre de 2013 —o tempora, o mores; ciertamente, tempus fugit; por eso ¡carpe diem!—: la publiqué al poco de llegar a Londres. Aquel día visitamos una muestra de criselefantinas, unas curiosas estatuas de oro y marfil, hechas con una técnica de la Grecia antigua, expuesta en el hotel Savoy, uno de los más linajudos de la capital británica, y el único sitio del Reino Unido donde, para llegar en coche, se puede circular por la derecha. La última es relativamente reciente, del 20 de junio de 2020, aunque, tal como están las cosas, de cualquier cosa parece que haya pasado un millón de años. Hice una buena parte de estas visitas en Londres, donde la actividad cultural es diaria e inagotable, a lo largo de los dos años y medio que viví en la ciudad. Otras se organizaron en Extremadura y Barcelona, mis siguientes lugares de residencia tras la experiencia inglesa; y también en Madrid, a donde el AVE desde Barcelona permite hace subeybajas antes solo factibles en avión (y mucho más baratos). Visitar exposiciones es una de las actividades más entretenidas que conozco: permite ver, por la ventana de lo que allí se recoge, un pedazo del mundo al que de otro modo no accederíamos. Una exposición es como una maqueta: la representación a escala de una enormidad: una época, una cultura, un estilo, una vida, una revolución. Lo que más me gusta de las exposiciones no es lo que me enseñan sobre lo expuesto, con ser mucho, sino lo que me enseñan sobre mí: cómo desafían lo que creía saber y cómo cuestionan los mecanismos psicológicos que me habían llevado a creer que lo sabía. Lo cual significa, casi siempre, impugnar, y con suerte destruir, los prejuicios que uno albergaba, o comprender de qué modo hemos construido nuestro conocimiento, o nuestra ignorancia, a partir de nuestras propias carencias y debilidades. El libro ve la luz en la colección "La espada en el ágata" de la editorial Polibea, dirigida por un editor noble y tenaz: Juan José Martín Ramos. En esa colección han visto la luz títulos de autores admirados y queridos, como José Ángel Cilleruelo, Agustín Calvo Galán, Jesús Aguado, Javier Lostalé y Jorge Rodríguez Padrón, y yo celebro compartir su compañía.

El libro cuenta con un generoso prólogo del poeta Jesús Aguado, que se puede leer en este enlace: Expón, que algo queda

Y este es el índice del volumen:

El surrealismo, un arte práctico
La interminable saga de los Brueghel
Benito Pérez Galdós. La verdad humana
Antonio y Manuel Machado en el Instituto Cervantes
Picasso: un escritor que pinta
Las enseñanzas de L. S. Lowry
Sorolla, maestro español de la luz, en Londres
Jaume Plensa: Una exposicion en el MACBA
Lee Miller y el surrealismo en Gran Bretaña
Los dadaístas rusos
Auschwitz
La mirada poética de Juan Ricardo Montaña
El 1-O y una exposición en Badajoz
Caravaggio y sus secuaces
Los celtas
Los retratos de Goya
Los indígenas australianos
El cuerpo de los griegos
El exilio en el Instituto Cervantes
Los hijos de Rubens
Las galerías del Serpentine y un restaurante japonés
Los chinos
El mundo perdido de John Constable
Bretaña hace un millón de años
Momias
Los recortes de Matisse
Una de vikingos
Dulwich y Whistler
Turner
Art déco en el Savoy


ISBN: 978-84-123112-1-1

miércoles, 10 de febrero de 2021

Una viuda muy poco desconsolada

Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, publicado en 1966, es un clásico tan clásico que hasta se hizo lectura obligatoria —no sé si todavía lo es— en los colegios españoles. Aunque no estoy seguro de que el tortuoso monólogo de la antipática Carmen, dirigido a su difunto marido, de cuerpo presente, constituya una lectura placentera para los adolescentes. El discurso de la viuda, muy poco desconsolada, parece un monólogo interior, pero no lo es: está, todavía, demasiado articulado como para discurrir libremente, con la fuerza ecoica y la iluminadora imprevisibilidad de los verdaderos flujos de conciencia. Ese discurso pinta dos cuadros: el de la España del medio siglo, tras una Guerra Civil sañuda, recorrida por la grisura y la sordidez —Vázquez Montalbán acostumbraba a decir que en aquella España a todo el mundo parecían olerle los pies—, donde la autoridad no se discute, y cada uno pasa la vida en la clase que le ha tocado en la lotería del nacimiento, y no hay que excederse con la caridad debida, no sea que se convierta en exigencia, y los guardias aporrean a quien les parece, y los trabajos se consiguen por cuñadismo o adulando a los de arriba; y el de Carmen Sotillo, ejemplo de mujer de su casa, católica, tradicional, pequeñoburguesa que aspira a ser burguesa, irreparablemente ofendida porque su marido, Mario, no quisiera o no supiera hacerle el amor la noche de bodas («fue por timidez», se justificó el varón) y agobiantemente anhelosa de un Seiscientos. No tener un Seiscientos es la recriminación estelar que Carmen le hace a Mario, escritor meditabundo y falto de ambición, de las muchas que jalonan su perorata, y el mejor símbolo del fracaso de su matrimonio. Esa misma Carmen que no deja de hacerle reproches a su cónyuge, le confiesa, al final, que se ha liado —aunque sin pasar a mayores: solo algún achuchón y un beso con lengua— con Paco, que lleva veinticinco años soñando con sus pechos —esa poitrine algo más abultada de lo aconsejable, como reconoce la propia Carmen, y por la que todo el mundo parece babear en la novela, menos Mario— y que la seduce, en una sola tarde, recogiéndola de la parada del autobús, donde espera proletariamente, y llevándola de paseo —al huerto, stricto sensu— a bordo de un Tiburón, un cochazo al que el Seiscientos no le llega ni a la altura del guardabarros, con diestra conducción y verbo cautivador, y envuelto en un aroma irresistible de tabaco rubio y colonia de fricción.  

Cinco horas con Mario es un prodigio oral. El alegato de la viuda arraiga en un castellano enterizo, que se desenvuelve con naturalidad asombrosa. Delibes consigue que Carmen, siendo un arquetipo, sea también una mujer de carne y hueso, que habla como lo hacían las de su clase y su tiempo en aquella Castilla antañona, infectada de nacionalcatolicismo. En el idiolecto, persuasivo, verosímil, del personaje se mezclan —porque así era el habla cotidiana— los giros populares, las frases hechas, las repeticiones y muletillas, que confieren un sombrío espesor al parlamento, y los excursos y caracoleos propios de un lenguaje informal, en el que se ventilan asuntos domésticos y menudencias sociales. Y todo pespunteado por un desorden característicamente delibesiano de los pronombres personales de tercera persona, donde el laísmo, el leísmo y hasta el loísmo bailan una jota que a veces, para quienes no los practicamos, puede resultar irritante.

[Este artículo se publicó en el dossier de homenaje a Miguel Delibes de El Norte de Castilla, el 12 de diciembre de 2020]

sábado, 6 de febrero de 2021

El insólito placer de asistir a la presentación de un libro

Antes de la pandemia (si esto sigue así, pronto habrá que olvidar el nacimiento de Cristo y dividir el tiempo entre a. P. y d. P.), las presentaciones de libros, en una plaza como Barcelona, eran continuas y agobiantes. Había muchas, y casi todas eran previsibles y aburridas: eucarísticas. También lo eran las lecturas de poesía y las conferencias sobre la materia. Para asistir a cualquiera de ellas, había que vencer el cansancio de un duro día de trabajo, desplazarse a lugares a menudo lejanos y sombríos, y sobreponerse a la presencia entre el público e incluso en la mesa de honor, acompañando al celebrante, de gente del mundillo —o más bien menudillo— a la que un contacto prolongado en el tiempo y las diferencias que la poesía suscita con asombrosa facilidad había vuelto aborrecible. Pero uno lo hacía porque quien había organizado el acto era la mayoría de las veces un amigo cercano, para el que dar a conocer un nuevo hijo era importante, o, en alguna rara ocasión, porque el libro, o el tema del que trataba, le interesaban de verdad. En general, la noticia de otra presentación era acogida con indiferencia, si no con hartazgo, y se hacía todo lo posible por no acudir. Pero cuando hace unos días recibí la invitación digital de Jorge León Gustà a la presentación de su novela Gotas de lluvia (Libros Indie, 2021) en el Mercantic de Sant Cugat, un mercado de antigüedades que cuenta con una de las librerías de viejo más grandes de España, a diez minutos de mi casa, di saltos de alegría. Nada de zooms ni videoconferencias, esos instrumentos del demonio, que nos convierten en imágenes planas y sin sangre. Podría por fin, tras un año de ayuno, salir de casa y asistir a un acto cultural. Y sin agobios: sin metros ni autobuses; dando, al caer la tarde, un agradable paseo. Hacerlo me pareció un viaje al pasado, la reviviscencia de un tiempo muerto, una maravilla de la vida intelectual, una aventura literaria, un reencuentro con aspectos de uno mismo que habían quedado enterrados por la funesta pandemia. Al ponerme en marcha, sentía una tranquila excitación, como cuando uno vuelve a un lugar donde ha sido feliz: un bar en el que se han pasado muchas tardes amenas y que llevaba largo tiempo en obras, o una plaza en la que uno le dio una vez la mano a alguien a quien quería, o un paisaje de la infancia que se vuelve a oler y a sentir. Quién me lo habría dicho, a mí, que había rehuido tantas presentaciones, que tantas excusas (y silencios) había fabricado para justificar mi ausencia. En apenas un cuarto de hora me planté, en efecto, en la librería El Siglo del Mercantic. Empezaba, suavemente, a anochecer y, cuando llegué, ya estaban encendidas las luces de algunos locales. Ristras de bombillas acenefaban los tejados y escaparates, como en las verbenas o los chiringuitos de playa, y el cielo se aterciopelaba con aquel resplandor cándido. Me sobrecogió un poco la soledad del lugar. El Mercantic se atiborra los fines de semana, o se atiborraba, cuando no había confinamiento. Estoy acostumbrado a verlo lleno, a casi chocar con la gente en los puestos y pasillos, a que sea difícil encontrar un asiento en el café-concierto (porque también hay un café-concierto, cuyas paredes están tapizadas de libros antiguos: debe de ser el único café-concierto-librería del país). Y los lugares hechos para estar llenos parecen más vacíos que los demás cuando están vacíos, como las playas de la Costa Brava en invierno o el Camp Nou cuando no hay partido. Pero la soledad desconocida del Mercantic no me fue dolorosa, como es la soledad que siento todos los días: había una extraña hospitalidad en ella. Reparé en una instalación a la entrada del recinto coronada por un montón de maniquíes desnudos (¿por qué los maniquíes no tienen sexo?), entre los que se habían metido ruedas de bicicleta y artilugios mecánicos. En algunos locales había gente —poca— trabajando: recolocando el género o arreglando un enchufe. Sin prisas, tardíamente. Más aún: alguna tienda estaba abierta. Una frutería delicatessen, por ejemplo, que exponía —casi exhibía— unas manzanas luminosas como las bombillas del lugar en un cajón de auténtica madera. A su lado se abría el pasillo que conducía al espacio de El Siglo donde iba a presentarse el libro. Es un rincón magnífico: un antiguo teatrillo, que todavía conserva una plataforma a modo de escenario, los telones y varias filas de butacas de la antigua platea. Pero ahora, como en el resto de esta enorme instalación, todo está invadido por libros. Vi pronto a Jorge, que se aprestaba a ocupar el lugar presidencial. Y todos hubimos de ocupar el nuestro enseguida, porque la presentación se retransmitía por streaming y había que ser puntual. La tecnología nos impedía, pues, disfrutar de esos diez o quince minutos de retraso que siempre se han concedido en las presentaciones (propiciados en muchos casos por los propios autores, que esperan angustiosamente a que llegue más gente) y que permitían la charla, el compadreo y, en su caso, la dispensación del correspondiente veneno a unos u otros, presentes o ausentes (a estos, con más saña). Pero, a la vez, daba una difusión al acto que la pandemia y lo apartado del lugar dificultaban. No éramos muchos entre el público, pero sí los suficientes para dar calor a los actores y justificar el encuentro. Introdujo al autor y al libro el director de la librería, el chileno Ricardo House, el mismo hombre al que le he comprado muchos libros de este fondo proceloso, entre ellos alguna inverosímil primera edición, como Estudios sobre poesía española contemporánea, de Luis Cernuda, por precios más que asequibles. Luego habló Jorge: contó el origen de la novela y dio algunas pinceladas sobre su composición y sentido. También leyó el poema de Bertolt Brecht que había incluido a modo de prólogo de libro, "Maneras de matar": "Hay muchas maneras de matar. / Pueden clavarte un cuchillo en el vientre, / quitarte el pan, / no curarte una enfermedad, / meterte en una mala vivienda, / torturarte hasta la muerte / por medio del trabajo, / llevarte a la guerra, etc. / Solo pocas de estas cosas están / prohibidas en nuestra ciudad", con la indicación de que lo había copiado de un mural en la calle Ferlandina de Barcelona. Me gustó que el germen de la novela fuera un paseo por una zona de la ciudad que conozco bien: la del MACBA y sus calles estrechas y asiáticas, donde conviven los feroces skaters de la plaça dels Àngels, los sinuosos filipinos que regentan los supermercados de las calles Ferlandina, Joaquín Costa y Valldonzella, los estudiantes de las facultades universitarias que se han instalado allí (para regenerar el barrio, claro), los turistas, despistados como siempre, y los abundantes mendigos, como en los que se inspiró Jorge para escribir la obra. Son seis, que conforman una novela dialogada, inspirada en La Celestina y el teatro de Lope de Vega, que Jorge, profesor y estudioso de los clásicos, conoce bien, y de los que ha llegado a hacer alguna edición crítica. Gotas de lluvia refiere sus vidas, presentes y pasadas, en el marco de una Barcelona sacudida por el movimiento de los indignados. De hecho, la novela empieza con la ocupación de la plaza de Cataluña por aquellos jóvenes, y no tan jóvenes, que querían cambiar el mundo, y acaba con su desalojo por la policía, porra en mano. La presentación no duró más de media hora. Aplaudimos, nos levantamos y formamos los en su momento fatigosos pero hoy añorados corrillos. Yo compré un ejemplar —en las presentaciones siempre hay que comprar el libro presentado: no hacerlo es un insulto y un absurdo, como ir a un concierto y ponerse tapones en los oídos o a una exposición de pintura con gafas de sol— y charlé un rato con Jorge y su hermano, que también estaba allí, como buen hermano. Salí por fin de la librería, sintiendo una honda melancolía al contemplar las ringleras de libros que parecían gritarme "¡cómprame!" (o "¡róbame!", pero este grito lo reprimí), y entre los cuales estaba seguro de que me esperaban nuevas y adquiribles primeras ediciones, y volví despacio a casa. Quería disfrutar del fresco de la noche, del olor a hierba del parque, del aletear de las palabras pronunciadas, de la cercanía y la calidez de la gente, del cielo ya negro pero extrañamente brillante.

lunes, 1 de febrero de 2021

500 muertos

La peste que nos azota ha causado, según las últimas estadísticas, más de 2.200.000 muertos en todo el mundo y casi 60.000 en España, aunque es muy probable que la cifra real, en el mundo y en nuestro país, sea superior, porque el cómputo de los fallecidos no ha sido fiable ni homogéneo desde el principio. Todos los días aparecen en los medios de comunicación los números macabros de la enfermedad. Lo hacen con una regularidad escalofriante, que ha acabado por anestesiarnos: los locutores de los noticiarios refieren, con la misma asepsia con la que dan cuenta de que el Alcoyano ha eliminado al Real Madrid de la Copa (de hecho, probablemente le dediquen más atención y entusiasmo a la victoria del Alcoyano), que hoy han fallecido en España 400 o 500 personas (y en el peor momento de la primera ola de la pandemia, cuando estábamos confinados, 800 o 900), y en los periódicos se publican, casi cada jornada, gráficos que dibujan la curva terrible de los cadáveres. Lo mismo sucede en los demás países: en los Estados Unidos, sucumben tres o cuatro mil personas al día; en Brasil, más de mil; en México, otros tantos; también en el Reino Unido. Y me asombra que todos aceptemos esos centenares, o miles, de muertes con insensible naturalidad. ¿500 muertos en un solo día? Es como si cada día se estrellara un Boeing 747, cada seis volvieran a reventarse las Torres Gemelas, o cada dos se borrara del mapa un pueblo como Hoyos. Un muerto es un ser que desaparece, pero también una familia que llora, unos amigos que sufren y una comunidad que pierde a un depositario de valores y saberes. Con ese muerto mueren también esperanzas y alegrías, mueren las experiencias del pasado y las ilusiones del futuro, muere un compañero y, a menudo, un sostén. Tras una muerte en estas circunstancias, hay el esfuerzo brutal, y a la postre inútil, de mucha gente que ha hecho cuanto ha podido por evitarla y el angustioso deseo de mucha otra, asimismo frustrado, de que no se produjera. Cualquiera que haya visitado un hospital en plena actividad sabe del dolor y las miserias que se viven allí: el dolor y las miserias de los cuerpos derrotados, de los cuerpos sufrientes. En los hospitales se contiene el mundo que no queremos ver: el del abatimiento y la fragilidad, el de la vejez y la soledad, el de la impotencia y, sí, la muerte. En los hospitales (y en los manicomios, y en los orfanatos, y en las residencias de ancianos) encerramos cuanto disiente del modelo de felicidad que hemos fabricado: la imagen limpia, alegre, independiente, de personas dueñas de su ser y su destino, que obran con diligencia en el mundo, que ganan dinero y se divierten, que son espabiladas y viajan y procrean y respetan las normas. En los hospitales está cuanto se opone a esta burbuja, aunque luchemos cada día por olvidarlo (y la lucha es tan acérrima desde que nacemos que olvidamos que la sostenemos): la endeblez de nuestro organismo, vulnerable y perecedero; la inutilidad del dinero, que puede muy poco contra la fatalidad y el derrumbe; y las amenazas constantes a las que están sometidas las construcciones sociales con las que intentamos paliar los desastres que nos acosan y extender una red de seguridad que detenga la caída. Salvo para los fabricantes de ataúdes, 500 muertos al día es una tragedia por la que deberíamos estar gritando de rabia en las esquinas. 500 muertos al día es un fracaso descomunal que debería sacudir nuestras vidas hasta los cimientos. Nadie debería permanecer indiferente a la enormidad que son 500 muertos al día. O 400. O 100. O uno. Perder la vida es perder lo único que tenemos; perder la vida es perder todo lo que tenemos. Cesa el placer; cesa la gloria del cuerpo, que convive con su flaqueza; cesan el amor y la amistad; cesan los días y las noches, la literatura y la música, los paseos y el vino; cesan los recuerdos y el pensamiento; cesa la conciencia, eso ínfimo que somos, pero enorme para nosotros, el yo: se desvanece en la nada; todo cesa. Unamuno decía que no le daba la gana morirse. Y esa es la actitud que deberíamos tener todos. La muerte es un escándalo, una catástrofe, una perrería indecible, una indecencia. Y 500, un holocausto existencial. Esos 500 cadáveres al día que nos acosan, y en los que apenas reparamos ya, deberían golpearnos hasta la raíz y llevarnos a una protesta radical y a una acción absoluta. No deberíamos contemporizar con nada que conduzca, facilite o no combata con la suficiente fuerza esa realidad espantosa, que nos afecta a todos, aunque no seamos nosotros los muertos (todavía). No deberíamos transigir con los negacionistas, los antivacunas, los pícaros o los frívolamente incompetentes. No deberíamos, simplemente, aguantar o ir tirando, con la esperanza de que todo pase cuando Dios quiera: hay que pelear a cada minuto contra esta matanza diaria; hay que pelear por la vida, que es nuestro único, nuestro último consuelo.