jueves, 28 de mayo de 2020

Ex peste, litterae

Por mucho que crezca la epidemia del coronavirus –de momento, ya ha matado a más de 350.000 personas en todo el mundo–, es imposible que alcance las dimensiones devastadoras que tuvieron algunas plagas históricas. Las pestes han acompañado al ser humano desde que abandonó el modo de vida basado en la caza y la recolección y abrazó el sedentarismo de la agricultura y la ganadería: un salto civilizatorio que suele considerarse un gran avance, pero que algunos historiadores, como Yuval Noah Harari, el autor del celebrado Sapiens, creen el mayor timo de la historia de la humanidad. Los pueblos y ciudades en los que se asentaron los hombres cuando decidieron cultivar el campo en lugar de recoger frutos silvestres y dar muerte a ciervos y jabalíes –lo que, sin duda, no debía de ser fácil ni agradable–, se convirtieron en un gran foco de insalubridad y podredumbre, donde se incubaban, con descorazonadora facilidad, catastróficas pandemias. Unas de las peores fue la peste bubónica que asoló Europa entre 1346 y 1353. Aquella hecatombe produjo cincuenta millones de muertos, casi dos terceras partes de la población del continente. Pero también dio pie a una de las cumbres de la literatura medieval, el Decamerón, que Boccaccio escribió cuando Florencia, la ciudad en la que vivía, aún sufría los efectos de la «muerte negra». El libro reúne un centenar de cuentos, exaltadores del amor y la coyunda, que un grupo de jóvenes, refugiados en una villa a las afueras de la ciudad, se cuentan para entretenerse y olvidar la plaga, aquella «pestífera mortandad (…) universalmente funesta y digna de llanto», cuyas miserias Boccaccio no se abstiene de detallar. El arrasamiento que produjo la peste hizo bailar a todo Occidente. Pero eran danzas de la muerte, de las que las manriqueñas Coplas a la muerte de su padre, escritas un siglo después de aquella gran calamidad, constituyen una de las postreras pero más nobles expresiones.

La peste negra siguió azotando Europa hasta su última gran manifestación, la peste de Londres de 1665, que acabó con la vida de 100.000 ingleses y una quinta parte de la población de la capital. De esta nueva epidemia surgió también un gran libro, Diario del año de la peste, aunque Defoe no lo escribió mientras la infección se propagaba –habría sido un prodigio de precocidad: en 1665 solo tenía seis años–, sino décadas después, en los años anteriores a su publicación en 1722. Otro escritor inglés sí dio cuenta personal e inmediata de los estragos de la peste: Samuel Pepys (pronúnciese pips). Lo hizo en su monumental Diario, que consigna, con sobrecogedora viveza, los sufrimientos de los londinenses y la gran mortandad que padeció la ciudad. Lo cierto es que Londres pasó unos ratos muy malos en aquellos tiempos: a la pandemia de 1665 siguió el peor incendio que la capital haya conocido nunca, más destructor incluso que los desatados por los bombardeos nazis en la Segunda Guerra Mundial. Pepys, criptógrafo, adúltero y malversador de caudales públicos, también le dedica atención a esta catástrofe: desde el campanario de la iglesia de All Hallows, asomado al desastre, veía cómo el fuego devoraba la ciudad, creando un espectáculo de «tristísima desolación».

La yersinia pestis siguió guadañando Europa –hubo epidemias graves en Viena, Marsella y Moscú en diferentes momentos del siglo XVIII–, pero fue paulatinamente acorralada por los avances de la medicina y la higiene hasta casi desaparecer. No obstante, otras plagas –de cólera, viruela y gripe– ocuparon enseguida su lugar. Una de ellas, la epidemia de gripe de 1918, que duró hasta 1920 y que acabó con cuarenta millones de almas, fue bautizada como «gripe española». Lo fue injustamente, porque no surgió en España, sino, probablemente, en los Estados Unidos. Si se le adjudicó nuestra nacionalidad fue porque España, que era neutral en la Primera Guerra Mundial, no censuraba la prensa y no consideró necesario hacerlo tampoco con las informaciones que daban cuenta de la expansión de la gripe en su territorio. (España, por otra parte, nunca se ha preocupado demasiado por su reputación). De ahí que se creyera –que conviniera creer– que todo había nacido entre nuestras fronteras. La gripe que seguiremos llamando española acabó con escritores tan célebres como Guillaume Apollinaire o Edmond Rostand, el autor del Cyrano de Bergerac (además de con personajes del pueblo llano como Francisco y Jacinta Marto, los pastorcillos portugueses a quienes se les había aparecido la Virgen de Fátima: el amparo mariano, del que habían sido privilegiados destinatarios, no les sirvió frente al endemoniado virus del 18). Paradójicamente, y con la salvedad de las pérdidas dichas, la crisis no solo no perjudicó a la literatura de la época, sino que precedió al bienio mirabilis de 1921 y 1922, uno de los más gloriosos de la historia de las letras: en 1921 vio la luz el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, quizá la principal obra filosófica de nuestro tiempo (y un poemario, malgré Wittgenstein, formidable); y en 1922 se publicaron Ulises, de Joyce; Trilce, de César Vallejo; La tierra baldía, de Eliot; Las elegías de Duino, de Rilke; y Anábasis, de Saint-John Perse. Entre ambos años aparecieron también dos volúmenes de En busca del tiempo perdido: El mundo de Guermantes y Sodoma y Gomorra, de Marcel Proust, que murió, aunque no por la gripe, en 1922. (En 1922, en fin, se le concedió el premio Nobel a nuestro Jacinto Benavente, pero el bueno de don Jacinto, a pesar del magno reconocimiento, no parece equiparable a los anteriores). Las épocas de crisis suelen alumbrar grandes creaciones. Por eso dice el personaje representado por Orson Welles en El tercer hombre que, en los tiempos literalmente ponzoñosos de los Borgia, pudieron surgir Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento, mientras que los quinientos años de amor, democracia y paz de Suiza solo nos han dado el reloj de cuco. Entre 1918 y 1920, la gripe consumía a la gente –y los amenazaba a ellos–, pero Wittgenstein, Joyce, Vallejo, Eliot, Rilke, Perse y Proust, entre tantos otros, no dejaban de escribir. Nuestra pandemia de coronavirus de hoy no causará ni de lejos, por fortuna, las víctimas que ocasionaron sus predecesoras, pero siento curiosidad por saber qué obras saldrán de este desastre, si es que sale alguna; y si tendrán alguna grandeza.

(Este artículo, con algunas modificaciones, se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 24 de abril de 2020).

sábado, 23 de mayo de 2020

El teletrabajo es un timo

Este parece que va a ser el principal legado de la pandemia del coronavirus: el teletrabajo. No el refuerzo y la mejora de los sistemas nacionales de salud, no una mayor conciencia ecológica, no el cambio del modelo de gestión de las residencias de ancianos (y, por extensión, del trato que les damos), entre muchos otros asuntos merecedores de atención, sino el trabajo a distancia, que se va a extender también, catastróficamente, a la educación. La explosión de la dichosa covid-19 ha hecho que las plantillas que teletrabajan en España hayan pasado, en apenas dos meses, del 4% al 88%, y los empresarios ya están proclamando que este va a ser el modo de operar en la economía capitalista a partir de ahora. Pero, cuando los empresarios cacarean algo, cuando publicitan algo con tanto ardor, cuando pregonan que algo es el futuro, la mejor forma de organizar la producción, la panacea, la piedra filosofal, los trabajadores ya se pueden, ya nos podemos echar a temblar. El teletrabajo, en realidad, es algo muy antiguo: la mayoría de la gente teletrabajaba hasta mediados del siglo XVIII: cosían en sus casas, modelaban el barro en sus casas, remendaban zapatos en sus casas. A mediados de esa centuria, los ingleses descubrieron la máquina de vapor y, a continuación, que era más rentable agrupar a esos que trabajaban en el hogar en un lugar llamado taller, y luego en otro, más grande y atroz aún, llamado fábrica. Y con ese gran salto industrial comenzó la penúltima fase del capitalismo y nacieron las sociedades contemporáneas en Occidente. La producción en masa, en la que todavía vivimos, acabó con el home working, al que el coronavirus parece decidido a devolvernos. Algunos de nosotros ya hemos comprobado sus perniciosos efectos. Mi madre, por ejemplo, se pasó muchos años working at home, en la economía sumergida, cosiendo en casa. Eran los 70 del siglo pasado, con una España devastada por la crisis del petróleo, y todos habíamos de proveer a la subsistencia de la familia. Mi madre lo hacía cosiendo ropa de moda para varias empresas de costura barcelonesas. Se pasaba todo el día empujando la aguja y pedaleando a la máquina de coser para ganar un dinero escaso, sin nómina, contrato ni cotización a la Seguridad Social, por supuesto. Eso era impensable para una modistilla, que se había de procurar ella misma, además, los instrumentos de su oficio: las empresas no le prestaban ni un dedal. Para completar la jornada laboral, en los ratos que encontraba entre modelito y modelito, mi madre iba a comprar, planchaba, lavaba, fregaba, cocinaba y hasta me ayudaba con los deberes. Entre los ruidos que acompañaron mi infancia de hijo único y pobre, recuerdo sobre todo el de la máquina de coser, una singer, que, en efecto, cantaba una melodía fabril, un girar de engranajes y servidumbre, un murmullo letal. Eso era el teletrabajo entonces y eso, sustituyendo la rueca por el ordenador, quiere ser hoy, otra vez. El teletrabajo se vende como una liberación —ya no hay que perder tiempo yendo a la oficina, ni se contamina al hacerlo; ya no tenemos que vestirnos para currar: podemos ser igual de eficaces en pijama y con pantuflas—, pero, en realidad, es otra forma de sumisión, y probablemente una de las más sibilinas. El capitalismo se ha caracterizado siempre por sobreponerse a las crisis, integrándolas, absorbiéndolas para hacerse más fuerte, y por expandirse no solo en el grupo —que es lo que hizo primero—, sino en la intimidad —después— y —por fin— en la conciencia. Ahora penetra en ese espacio que constituía un reducto inviolable (decir sagrado quizá sea excesivo; todo lo sagrado me repugna) y nos exime de aquello que quizá alguna vez hayamos considerado alienante, porque nos obligaba a salir de nosotros para ser (un ámbito profesional: una oficina, un estudio, un taller), para sumirnos en otro que juzgábamos intangible, pero que hoy resulta aún más alienante: el propio hogar, aplastado por la lógica de la producción, el imperio de la jerarquía (que no desaparece con la mutación física) y el agobio del resultado. Si algo he oído estos meses de confinamiento entre los que teletrabajan, es que se curra mucho más. Los primeros estudios indican que, de media, dos horas más de lo establecido. Pero el sueldo no varía, claro. Ya es una primera ventaja para el capital: nos exprime más de lo que ya nos exprimía. El teletrabajo nos unce a una conexión constante: como estamos donde siempre estamos, visibles las veinticuatro horas del día por la ventana del ordenador, estamos en todo momento disponibles para una gestión, una consulta, una videoconferencia (ese invento del demonio), una urgencia. Por otra parte, el sedentarismo al que nos condena el teletrabajo (frente a cierta movilidad en la oficina, donde uno se levanta para hablar con unos u otros, o para tomar un café, o para consultar algo en otro departamento, o para salir a la terraza o la calle para echar un pito) destroza la espalda y reduce la masa muscular. Los antebrazos, los ojos y hasta el trocánter —un saliente del fémur al que perjudica que pasemos tantas horas en babuchas— se ven afectados por que estemos encadenados al banco como galeotes. Las lumbalgias, contracturas, tendinitis y cefaleas florecen. Este maltrato físico que nos infligimos se debe, en buena parte, al deslizamiento psicológico que introduce el teletrabajo (en casa se nos pasan las horas, clavados al asiento, sin que nos demos cuenta) y al hecho de que no contamos con los medios adecuados para ejercerlo: ordenadores a la altura de los ojos, sillas ergonómicas, teclados y ratones adecuados, reposapiés. Según la ley, todo esto debería proporcionarlo la empresa, que está obligada a velar por la salud y la seguridad en el trabajo (así como por la seguridad de los datos que manejamos: otro tema interesante). Es de suponer que, si el teletrabajo se generaliza, como por desgracia parece que va a suceder, acabarán facilitándolo, pero, mientras tanto, todo eso que se embolsa, de nuevo, el sistema. Y está por ver qué se acordará, si es que se acuerda algo, para resarcir a los teletrabajadores del aumento del gasto en agua, gas y electricidad (y papel y material de oficina) que supone la actividad laboral en casa. Con ser todo esto muy perjudicial, no es lo que se me antoja más grave. El teletrabajo aislará a la gente más aún de lo que ya está. Nos situaremos un poco más cerca de esos adolescentes japoneses que viven confinados en su habitación (como nosotros ahora, pero ellos por voluntad propia; o, mejor dicho, por voluntad de un sistema que ha conseguido suplantar la suya), rodeados de pantallas, sin otro contacto con el mundo que el intercambio digital, y siendo alimentados por sus padres, que les dejan la bandeja de comida a la puerta del cuarto para que la recojan furtivamente y no se mueran de inanición. El mundo digital nos arranca de la vida viva, del contacto con otras pieles, de la conversación con los seres humanos, del abrazo y la tierra, del viaje y la brega, y esta nueva capa tectónica, el home working, contribuirá a sepultarnos en la soledad, el automatismo, la despersonalización y la amoralidad que supone confiar todos nuestros actos a las frías resoluciones (o silencios) del silicio. Ir a trabajar conlleva involucrarse en la realidad: salir a la calle, hablar (y discutir) con los compañeros, enfadarse con las muchas cosas que no funcionan ahí fuera, pero también alegrarse con las cosas del exterior, con los disparates del mundo. Esa imprescindible inmersión social se plasmaba asimismo en la defensa de los intereses comunes, que, en el ámbito laboral, se ha materializado en el sindicato, otra agrupación de personas. Los sindicatos nacieron, justamente, cuando los telares de Mánchester y Birmingham acabaron con el home working medieval. Desde casa, encerrados en la carcasa del hogar, acorazados (y homogeneizados) por el ordenador, seremos menos sensibles a lo que nos afecta a todos y tenderemos a despreocuparnos de las desigualdades e injusticias colectivas. Seremos como esos automovilistas que son buenas personas, personas educadas, pero cuya humanidad se ve cercenada por la reclusión en el coche, y que se convierten al volante en energúmenos que gritan e insultan por que otro haya cambiado de carril sin poner el intermitente. También en esto el capitalismo volverá a ganar: separados tenemos menos fuerza. Por último, pero quizá esto sea lo más preocupante, el teletrabajo volcará en nosotros la lógica del capitalismo. Ya lo hace, pero ahora será sin escapatoria: una invasión, un arrasamiento. Ya nunca estaremos libres de la obligación de hacer, que es la principal y última de la economía de mercado. Hay que hacer para seguir haciendo para hacer más para no dejar nunca de hacer (es decir: hay que invertir para obtener beneficio que se reinvertirá para obtener beneficio...). Ya no quedará el espacio personal del hogar, sea este el que sea: desde un piso en la ciudad a una cabaña en el campo o una cueva en el monte. Ya no tendremos reductos que no puedan ser traspasados por nada que no sea nuestro deseo. Las obligaciones del trabajo —y no hay que olvidar que "trabajo" viene del latín tripalium, un antiguo instrumento de tortura— impregnarán lo que antes constituía nuestro espacio de libertad, nuestro yo verdadero: el lugar donde se expresaban nuestras esperanzas y nuestros placeres sin la constricción de un deber artificial, que cumplimos por necesidad, ni la imposición de las esperanzas y los placeres de los demás. El teletrabajo, con el pretexto de despejar los horarios y eximirnos de obligaciones, nos ensuciará por dentro y nos impondrá un tiempo más feroz y unas obligaciones más destructivas. Yo no quiero teletrabajar. Yo reclamo que me dejen en paz en mi casa: que no pretendan colonizarla ni colonizarme. Yo exijo volver a la oficina de toda la vida, aunque sea un coñazo coger los ferrocarriles de la Generalitat todos los días. 

lunes, 18 de mayo de 2020

Lecturas en la prisión (y 5)

El parón que ha supuesto el coronavirus quizá haya sido bueno para la literatura —hoy, por primera vez, he leído en un artículo que, en una encuesta realizada sobre los hábitos culturales de la gente durante el confinamiento, se preguntaba, además de por actividades tan previsibles como ver la televisión, escuchar música o leer, si se dedicaba tiempo a escribir: ¡y un 1,5% de los entrevistados decían que sí! Antes escribían los escritores; ahora lo hace todo dios. Un 1,5% de los entrevistados quiere decir que unos 700.000 españoles han ocupado parte de su tiempo escribiendo durante la crisis—, pero, desde luego, no ha sido nada bueno para el libro. Y no solo porque las editoriales hayan echado el freno (aunque esto quizá no sea tan malo como parece) o las librerías, la persiana, sino porque los libros que han visto la luz inmediatamente antes o durante estos dos meses fatídicos se han encontrado en el desierto, en el limbo, en un páramo sin promoción, sin presentaciones, sin críticos, sin lectores, sin nada. Si ya es difícil movilizar a la gente —y al mercado— para atender a la constante y a menudo fatigosa sucesión —avalancha— de novedades, con todo parado es imposible. Y ahí se quedan los libros, sin manos que los abran, ni ojos que los visiten, ni perro que les ladre. Pese a ello, siguen apareciendo, porque su salida de imprenta, que tiene mucho de ineluctable, como cualquier proceso industrial, ha coincidido con estos tiempos inmóviles, con este paréntesis horrendo. Para paliar, siquiera mínimamente, la soledad a la que se enfrentan algunos buenos libros que no han encontrado a casi nadie que los acoja y saboree, hoy quiero hablar de varios que me han enviado estas semanas algunos amigos.

Julián Cañizares Mata publicó, a finales de febrero (se salvó por poco de caer de lleno en la parálisis coronavírica, pero supongo que no le ha dado tiempo a levantar el vuelo de la difusión ni de la recepción crítica), Cuarenta ciervos invisibles, en La Isla de Siltolá, donde han visto la luz sus tres últimos poemarios. De dos de ellos (Lugar y esquema, de 2013, y Lalealtadmantenimiento, de 2015, di cuenta en mi anterior blog, Corónicas de Ingalaterrahttps://eduardomoga.blogspot.com/2014/04/lugar-y-esquema.html y https://eduardomoga.blogspot.com/2015/02/julian-canizares-mata-y-javier-sanchez.html, respectivamente); de Cuarenta ciervos invisibles quiero hablar ahora, subrayando la continuidad esencial de la propuesta de Cañizares, basada en el antisentimentalismo y la desarticulación, aunque ello no excluya una cabal dedicación a la exploración de los afectos y los rincones luminosos de la realidad. En "El mundo fácil (el mundo difícil)", escribe: "He tirado la simpleza. De escribir y amar. De latir. / He tirado la manera de que todo se entienda muy bien. / No hay nada que lo impida. Ninguna muralla, / ninguna cicatriz en la tierra. No hay nada que frene / el desarrollo de amar mucho". El motivo del ciervo simboliza un mundo enérgico y, a la vez, fugaz, una belleza huidiza que viene de no sabemos dónde y se pierde en esa misma ignorancia, pero que nos deja la felicidad gratuita e inexplicable de una imagen poderosa, dadora de vida. Esta misma provisionalidad que impacta por su fuerza, por su transformación de las reglas y las inercias, encarna en el paréntesis, del que Cañizares hace un uso afortunado. El paréntesis interrumpe la linealidad del discurso: lo que permanecía en la trastienda de la palabra, asoma ahora, emparedado entre signos suspensivos, haciéndose visible, pero sin alcanzar la misma rotundidad semántica, la misma presencia: está en penumbra, velado; existe, pero aún gestándose. El ritmo del verso se quiebra también en un escorzo inesperado: la música del paréntesis —una suerte de hueco respiratorio, de inflexión tonal— impregna cuanto lo rodea y deja su eco multiplicador hasta el final. En el paréntesis viaja también la multitud de lo vivo, lo que acaso desechamos, pero no se pierde, lo oscuro renacido. Transcribo el revelador "La calma":

Todo ser tiene una parte invisible.
Toda palabra. El ciervo es un salto invisible,
y cuando es visible, el salto es un ciervo.
Los leucocitos están dentro del lenguaje,
y gesticulan para que las palabras los vean.
Dentro de la cueva, hay una salida de ella.
Las sombras, lo luminoso de un futuro.
Todo parece pensado para tener invisibles
consecuencias (las causas son sus causas).
Entonces, ¿qué continúa tras la declaración?
Tirar la parte invisible es como tirar
un niño dentro de un caballo.
Como arrojar la cosa sobre la propia palabra.
Es mejor tener un paréntesis de todo.
Que todo lo vivido pueda estar en uno,
y fuera de él, entrando y saliendo (por si acaso).

Agustín Calvo Galán (de varios de cuyos libros he hablado también en mis dos blogs: de GPS, en https://eduardomoga.blogspot.com/2014/03/gps-el-teatro-de-la-luz-ahora-solo-bebo.html; de Amar a un extranjero, en https://eduardomoga.blogspot.com/2015/01/amar-un-extranjero.html; y de Trazado del natural, en: https://eduardomoga1.blogspot.com/2016/07/trazado-del-natural.html) abunda, en Cuando la frontera cerraba a las diez, publicado por Amargord, en la poesía cosmopolita e híbrida que ya ha cultivado en libros anteriores. Ambos rasgos adquieren en este una presencia singular. Por una parte, el poemario gira alrededor de un hecho que hoy resulta pintoresco: durante años, en algunos puntos fronterizos entre España y Portugal, la frontera lusa cerraba a las diez. Y así se encontraron los protagonistas del libro en cierto paso a Cáceres: sin paso. Los poemas en prosa del libro (más algunos versales en el interludio "Márgenes") desgranan ese suceso y sus consecuencias, y también la vuelta a casa y el reencuentro con una cotidianidad que la experiencia del viaje ha vuelto más extraña y, al mismo tiempo, más cercana, a la vez que reflexionan sobre el significado de las fronteras, esto es, de la comunicación y el tránsito. Y lo hacen con una llamativa oscilación de la voz poética, que a veces habla en primera persona y otra veces, en tercera. Ambas partes aparecen unidas por una muerte: la de un jabalí en la primera y una mujer en la segunda, y esta conexión circular, enigmática, le da una pincelada de sombra a este libro luminoso. En Cuando la frontera cerraba a las diez, paradójica y significativamente subtitulado "Una novela", se mezclan el verso y la prosa, la autoficción y la crónica de viajes, el cuento y la historia. Esta sigue siendo fundamental en la concepción y la práctica de la literatura por parte de Calvo Galán, historiador de formación. La historia se vuelca —o transparenta— en sus poemas no como un bloque inamovible de informaciones, sino como una sustancia que permea la sensibilidad y el hoy, que determina el curso de muchas calamidades y algunos afectos, o al revés. El arte, fruto de la historia, comparece en Cuando la frontera cerraba a las diez como otro relato —como un relato paralelo y consolador— de las vicisitudes a las que hay que hacer frente en el teatro incesante de la vida. Transcribo dos poemas: el primero, de la primera sección, "Cuando la frontera"; y el segundo, de la segunda, "Márgenes".


Nuestra última noche en Portugal, en un quarto húmedo y oscuro, en la casa de una anciana que nos recibió con rulos en la cabeza, zapatillas y una bota de boatiné con estampado floral: nos decía que sí que aceptaba pesetas, pero que no tenía nada para hacernos de cenar. Los dejó solos, de nuevo en una cama de matrimonio más fría que la noche fría de afuera, con el estómago de algodón, doblándose sobre sí mismos, e incontables mantas por encima y entre los dos. Al menos me pude / lavar/ las manos.

Lo que envidió Europa entera / no fue la conquista y el reparto de un nuevo / mundo, // sino la épica de Tordesillas: // la gesta / imprevisible de entenderse. // Lo / imposible ya para ellos dos.

Moisés Galindo, cuyo poemario Las formas de la nada reseñé en el número 7 de la revista Estación Poesía, en 2016, publica su quinto libro de versos, Naturalezas muertas, de la mano de Los Papeles de Brighton. Galindo insiste —y hace bien, si así lo siente— en una poesía metafísica, cuyo núcleo es la reflexión sobre la nada como sustancia y sostén de la vida. Alrededor de este eje giran una serie de motivos simbólicos que lo amplían y enriquecen: el miedo, la sangre, el vacío, la oscuridad y la luz. Sin embargo, Galindo sabe que para que la poesía sea metafísica, ha de ser también carnal, y se aplica a ello con obstinada sensibilidad. Sus poemas utilizan un arsenal de inquietantes metáforas, que hablan del absurdo ontológico y la zozobra existencial, pero lo hacen con un lenguaje dinámico, matérico, corporal. Una luz muy blanca, que a menudo se sutiliza hasta la transparencia, los enfoca a todos, y los versos breves, decantados con rigor, dejan traslucir una sonrisa, aun hablando del olvido o de la muerte. La poesía de Moisés Galindo denuesta la oquedad de todo, pero da ganas de vivir, y, pese a su delgadez, está llena. La nada de la que nos habla es una realidad tangible, en la que se refugia y perpetúa el ser. Cobra dimensión de cuerpo y hace posible el tacto y la pasión. El poeta subvierte la linealidad conceptual y llena el vacío de una esperanza tangible, de una materialidad invisible, pero afanosa. José Antonio Arcediano, el prologuista del volumen, lo ha sintetizado certeramente: "La nada deja de ser pura y simple ausencia del ser para convertirse en una especie de estado al que el ente (el 'yo' individualizado) puede acceder y con el que puede confundirse, en el que puede diluirse, disgregarse...". Dos asuntos más conciernen al poeta: la naturaleza y el sufrimiento animal (los gatos menudean en los poemas de Naturalezas muertas), como ya ha demostrado en entregas anteriores —en Aral, publicado en 2016, trata la devastación del mar de Aral, que fuera el cuarto lago más grande del mundo, y que los trasvases y la contaminación de los soviéticos han convertido en un desierto—, y el amor, que siempre irrumpe, como contrapeso o corroboración, en los alifafes existenciales. Estos son algunos poemas del libro:


"En tránsito"

¿Y este crecer hacia la nada qué es sino mi sangre,
la oscuridad que en mí respira en forma de aire,
de mundo, de no?

"Impermanencia"

¿Por qué este puro movimiento
de la nada, esta luz que atraviesa
la sangre como una forma de amor?

"Transfusión"

¿Cómo habitar sin desasirme,
sin tomarte en mi nada
como lo haría un pájaro o un árbol?

XXXVI

No estás.

No sé qué hacer con tanto amor
en este piso vacío.

Continuar en la nada
nuestra propia casa.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Un paseo por la sierra de Collserola

Hoy salgo a dar un paseo con mi hijo Pablo. Hace muchos meses que no damos una vuelta juntos. Hemos decidido hacerlo una mañana de sábado, cuando ni él ni yo teletrabajamos, y acercarnos hasta la ermita de Sant Medir, un coqueto templo en la sierra de Collserola, al que se llega tras una buena caminata por los espesos bosques del valle de Gausac. Pero como llevamos encerrados dos meses, ninguna caminata nos asusta; es más, cuanto más endiablaba parezca, más la deseamos. Iniciamos la marcha donde acaba el pueblo, en la plaza Rotary International (así, en inglés; en Sant Cugat somos muy políglotas). Justo aquí, en la frontera con la naturaleza, abundan las escuelas de élite, como ESADE, el colegio Europa, L'Avenç ['El Avance'] o la European International School of Barcelona (de nuevo, en inglés; a políglotas no hay quien nos gane). El sosiego campestre facilita, sin duda, la concentración en el estudio. Lo que primero percibimos, no obstante, no son los imponentes edificios de estos sofisticados centros en los que se educa lo más granado de la burguesía catalana, para luego dirigir los destinos de la catalana terra con el acierto que han demostrado y siguen demostrando sus predecesores, sino el formidable olor a mierda de caballo de una hípica cercana. Porque, claro, aquí también hay una hípica, donde los aplicados alumnos de estas aventajadas instituciones practica un saludable ejercicio físico acorde con su estatus. Vemos a los equinos en las pistas de tierra del club, altos, zaínos, indiferentes. También ellos están en cuarentena, aunque no parecen tomárselo a mal. Iniciamos el paseo por el camino paralelo a la riera de Sant Medir. Es un camino también de tierra, flanqueado por altas matas de cardos, de las que sobresalen docenas de flores. La flor del cardo es de un intenso color violeta, y se asienta en una corona de espinas. Es, también, el emblema de Escocia, el thistle, desde que un noruego descalzo y malvado, miembro de un ejército escandinavo que quería sorprender a unos escoceses dormidos, pisó uno y los despertó con sus gritos de dolor (aunque no debía de ser un vikingo ni muy listo ni muy sufrido: ir descalzo cuando uno va de invasión y aullar como un coyote por unos pinchos de nada, no parece muy propio de los taimados y rudos hombres del Norte). Me pregunto si los activos indepes sancugatenses no habrán sembrado este tramo de una planta que remite a los hermanos caledonios y sus aspiraciones soberanistas, tan legítimas como las suyas. Sea como fuere, la naturaleza nos envuelve poco a poco. Vemos muchos pájaros y, sobre todo, oímos sus cantos, que parecen gozar de una riqueza de notas que ya no recordábamos en los formularios piídos de aquellos días sin coronavirus, que hoy se nos antojan tan remotos. Algunos árboles parecen emisoras de radio con música de cámara: la de los reclamos de los jilgueros y los ruiseñores. Nos cruzamos con muy poca gente, aunque estamos en la franja horaria en la que se permite pasear. Incluso aquí, en estas arboledas solitarias, prevalece una sensación de excepcionalidad, como si todos los mecanismos que configuran nuestra vida en comunidad estuviesen alterados. A ello contribuye el paso de un vehículo muy amarillo de los agentes rurales, que circulan despacio, tomando fotos aquí y allá. Les damos los buenos días, y nos los devuelven. Conviene ser siempre respetuoso con la autoridad. Nunca se sabe cuándo vas a necesitarlos, ni de qué te pueda librar la buena educación. Pronto divisamos la imponente Torre Negra, una masía fortificada de tres plantas, construida —con una piedra muy oscura, sí— a finales del siglo XIV o principios del XV, y que se ha caracterizado, a lo largo de la historia, por los muchos litigios que ha propiciado: en la Edad Media, el poderoso monasterio de  San Cugat se opuso a su construcción, y desde finales del siglo pasado el ayuntamiento de Sant Cugat, que ha sustituido al cenobio como poder local, se ha opuesto a Núñez & Navarro, que en los años de alegría urbanística del posfranquismo compró una gran parte de estos terrenos con la intención de sustituir la fruslería de la Torre Negra por 2.800 hermosas viviendas con párking y trastero. Algo más allá, pegado al camino, vemos el asimismo imponente Pi d'en Xandri, uno de los símbolos de Sant Cugat, de veintitrés metros de alto y casi 250 años de edad: germinó en 1774. El tronco aún está apuntalado por múltiples contrafuertes y protegido por una malla metálica, pero el árbol ya no presenta heridas y parece gozar de buena salud, abriéndose al cielo con su característica tríada de ramas retorcidas, por la que también se le llama el pi de les tres branques. En 1997, un grupo de vándalos intentó talarlo. No lo consiguieron, pero dejaron un tajo profundo en la base del pino que lo puso en grave peligro. Me imagino la escena: "¿A que no hay huevos de cortar el pi d'en Xandri?", le diría un joven borracho a otro algún sábado por la noche. "¿Que no? ¡Voy a buscar la sierra mecánica!", respondería el segundo subnormal. "¡Venga!", gritarían los demás retrasados, apoteósicamente. Y para allí que se irían, encantados con su ocurrencia. No tardamos en llegar a un vasto trigal que precede al siguiente hito del camino, el restaurante de Can Borrell. El campo recuerda al que recorre Máximo Décimo Meridio, rozando las altas espigas, cuando anticipa la muerte. Lo acenefa un ejército de frágiles y encendidas amapolas. Por todas partes vemos —y oímos— agua. Los arroyos corren a ambos lados del camino, y también lo cruzan. Hemos de saltar varios pequeños desbordamientos. Preveo que, con la agilidad que me caracteriza, acabe metiendo el pie en el agua o, si llego a salvar los charcos, en el barro que los rodea. Como llevo sandalias, eso me garantiza una muy fresca caminata. Con la ayuda de Pablo, consigo salir seco del trance y con la dignidad intacta. Dejamos a un lado el restaurante de Can Borrell, donde hemos venido varias veces a saciarnos de excelentes carnes y calçots, aunque varios cientos de personas más habían tenido siempre la misma idea: éramos tantos que entrábamos por turnos y ocupábamos las mesas como si aquello fuera un hospicio y nosotros, los muchachos desheredados de Dickens. Ahora, en cambio, está cerrado con cadenas y persianas metálicas, y no se divisa ni un alma. El camino se adentra a continuación en el bosque, al otro extremo del cual, más allá del Tibidabo, se encuentra Barcelona. Si siguiéramos por él, llegaríamos a la ciudad, como hacía cotidianamente, siglos atrás, la gente de Sant Cugat y del resto de la comarca. Los pinos, robles, castaños y encinas se apretujan, y los olores estallan: estas semanas ha llovido mucho, y la floresta, pujante y vivaracha, regala sus aromas. Se nota que está de buen humor: la naturaleza siempre agradece la ausencia del hombre. En el tronco de un abeto, un gracioso ha borrado la cedilla de la palabra caça ['caza'] y ha convertido el rótulo en una extraña proclama escatológica: "caca reservada". Habremos caminado unos seis kilómetros y ya llegamos a la ermita de Sant Medir, que se levanta en una explanada muy bien acondicionada por el ayuntamiento, con bancos, aparcamiento para bicicletas y una fuente, la del Camp del Miracle, con varios caños, de la que bebemos sin freno. Detrás del oratorio hay otra masía, esta blanca, con un torreón a cuatro aguas, en la que tampoco se oye nada. Salvo por la familia de ciclistas con la que nos hemos cruzado al llegar, y que ya ha seguido su camino, no vemos a nadie, y el silencio es total. Aunque sí reparamos en un inesperado compañero: un gato negro muy necesitado de mimos que se acerca hasta el pretil de piedra en el que nos sentamos, delante de la iglesuela. El minino se frota contra las piernas desnudas de Pablo, y Pablo acrecienta su placer acariciándole el lomo y el pescuezo. Siempre que veo a alguien acariciando un gato callejero, pienso en la sabia admonición de Ángeles cuando yo lo hice una vez en Londres: "Los gatos transmiten la toxoplasmosis". Ya no recuerdo qué es la toxoplasmosis, pero solo el nombre acojona. Por si fuera poco para preocuparme —aunque Pablo tiene ya 31 años, uno siempre ejerce de padre con sus hijos—, el chico le pregunta al bicho: "¿No tendrás tiña, verdad?". Por suerte, el animal se desentiende de nosotros —ha visto que, aparte de caricias, tenemos poco que ofrecerle— y se tumba en el poyo a la entrada de la ermita. Desde allí nos escruta con ojos deslumbrantemente blancos, sin dejar de menear la cola. La ermita de Sant Medir se erigió en el siglo X, pero de su estilo románico original apenas queda nada en el edificio actual, que data de mediados del siglo XV. Una inscripción sobre el arco de medio punto de la entrada representa a la Santísima Trinidad e indica la fecha de construcción: 1447, aunque lo hace con letras góticas que soy incapaz de reconocer. La planta es rectangular y la espadaña, doble, con sendas campanas, una más grande que la otra. El breve templo honra a un campesino del siglo IV que fue muerto por haber ocultado a Severo, obispo de Barcelona, al que perseguían los esbirros de Diocleciano: se levantó en el lugar en el que el pobre Medir (o Emeterio) había plantado unas habas aquella misma mañana. (Tampoco Severo escapó de su destino: los romanos dieron con él y lo mataron clavándole un clavo en la cabeza; por eso se invoca a Severo contra el dolor de cabeza). Como no podemos entrar —el horario de visita es reducidísimo—, pasamos un rato contemplando las sobrias pero armoniosas hechuras de la ermita y disfrutando del silencio y el sosiego del lugar, y emprendemos luego el regreso por el mismo camino por el que hemos venido. Podríamos seguir otros senderos, que se adentran en la montaña, y acabar igualmente en Sant Cugat, pero preferimos volver por la tranquilidad de lo conocido. Además, el cielo gris está girando a negro y, para una vez que he conseguido ir por el campo sin mojarme los pies, sería una faena que me empapara la lluvia. De hecho, ha empezado a chispear. La hierba aún huele más a hierba. La tierra, más a tierra. El efecto de esas fragancias robustecidas, tras tantas semanas de anosmias domésticas, excepto los híspidos perfumes de los productos de limpieza, roza lo alucinógeno. Coincidimos, en el camino desierto, con más ciclistas. También ellos pedalean deprisa.

viernes, 8 de mayo de 2020

Tengan cuidado ahí fuera

El otro día —aún no habíamos entrado en la desescalada (una palabra que, aunque insulsa, me suena a escalivada), pero ya faltaba poco— iba yo por la calle, leyendo el periódico, camino del supermercado, a comprar víveres, cuando oí que alguien me hablaba. Levanté la vista y vi a un hombre, setentón, que se había plantado a la salida de una papelería y, guardando la preceptiva distancia de seguridad, me decía no sé qué. Me era difícil entenderlo, porque llevaba una mascarilla que le cubría casi toda la cara, salvo los ojos, que le brillaban tras unas gafas de pasta, y sus frases me sonaban, al principio, a farfulla. Cometí un error: me paré y puse atención. No obstante, era difícil no hacerlo. El tipo estaba plantado en la acera como un guardia de la porra, me escrutaba con aquellos ojos turulatos, que sobrenadaban en la mascarilla como lo hacen las marionetas en el escenario de los teatrillos, y empleaba, aunque todavía no entendía lo que decía, un tono vigoroso, categórico, muy viril. Al principio creí que era algún vecino del pueblo que me conocía y me saludaba enérgicamente, quizá contento de haberme encontrado en estos tiempos en los que es (era) improbable encontrarse a nadie por la calle. Pero no. Cuando por fin pude descifrar su parloteo (en catalán), me di cuenta de que me estaba increpando. Aún no sabía por qué, y él no me lo aclaraba, pero enseguida deduje que porque no llevaba mascarilla. "¿Qué, de campo y playa? Como el hijo del cura, ¿no?". Es curioso. En las peores tesituras se aprende algo. Aquel hombre acababa de descubrirme el sesgo anticlerical del acervo paremiológico catalán. Se conoce que, en el saber popular de Cataluña, los sacerdotes tienen hijos —lo que no deja de ser una verdad histórica, comenzando por los papas— y esos hijos resultan paradigmas de holgazanes despreocupados, irresponsables y satisfechos con la vida. Pero, claro, no pude disfrutar de aquel descubrimiento, porque el hombre había pasado ya de la ironía al insulto. Admiro —y envidio— a la gente rápida que sabe responder a estas agresiones imprevistas, en lugar de refugiarse en la melancolía de los pensamientos de escalera. Yo, ante algo que no se me pasa por la cabeza que pueda ocurrir, suelo quedarme mudo, como una liebre deslumbrada en una carretera comarcal, preguntándome, eso sí, por qué me ha tocado a mí la china de algo tan desagradable y si no sería conveniente, para zanjar la cuestión, arrearle un tortazo al asaltante. Para lo primero solo encuentro un culpable: la mala suerte, que demuestra, una vez más, lo importante que es el azar en nuestras vidas; y a lo segundo siempre me contesto que no, que es mejor dejar al energúmeno cociéndose en su ira y marcharse. No obstante, en alguna ocasión cometo un segundo error: intentar razonar con el que insulta. Y así lo hago también ahora. "Las mascarillas no son obligatorias", le digo con suavidad al ladrador. "¡Pues no se las ponga!", responde acompañándose con un gesto de "¡váyase Ud. por ahí!" con la mano. Veo que los gritos del hombre han atraído la atención de los transeúntes que andaban por la zona: la mitad de ellos no lleva mascarilla. El abuelo, que ha satisfecho ya su necesidad de echar espumarajos por la boca, se pone por fin en marcha y se mete en una farmacia cercana. Y yo me voy de la escena del crimen, alterado, pero intentando convencerme, contra lo que me pide el cuerpo, de que ese tipo no era idiota. Anciano, quizá enfermo o acaso pariente de alguien que ha sufrido la enfermedad, y sin duda intoxicado por el alud de información sobre la pandemia, simplemente tenía miedo, el miedo que inspiran la incertidumbre, la conciencia de la fragilidad y el presentimiento de la muerte. El yayo vociferante no dejaba de ser un pobre tipo que sufría una angustia desbocada y se consolaba proyectándola en los demás. Como aquellas ratas de Skinner que, si no podían evitar la descarga eléctrica que les administraban en el laboratorio, aliviaban el sufrimiento peleándose con sus compañeras de jaula. Aunque sigo preguntándome si no habría sido mejor un sopapo con la mano abierta. Seguro que así habría acabado con su angustia, sustituyéndola por un sentimiento muy distinto: el dolor. A ver si me animo la próxima vez.

El Día de la Madre compré por internet unas flores para la mía. Yo suelo enviar las flores por Interflora, pero esta vez su página web informaba de que no se podían hacer más entregas del 1 al 5 de mayo. A todo el mundo se le había ocurrido lo mismo que a mí (o más bien a mí lo mismo que a todo el mundo) y estaban desbordados de peticiones. Pensé que, si las flores no se entregaban el Día de la Madre, no tendrían la misma gracia, así que busqué otras floristerías y encontré una que garantizaba la entrega el 3 de mayo. Seleccioné (entre lo poco que quedaba; aquí también estaba casi todo agotado) y pagué. Me hacía ilusión ver la alegría de mi madre al recibir las flores. Pero, cuando ya casi había transcurrido el plazo de entrega que me habían dado —hasta las seis de la tarde—, el ramo no había llegado. Llamé a la empresa y averigüé que el transportista se había limitado a llamar a un piso de la finca y a dejar las flores en el suelo del portal. Naturalmente, habían desaparecido. Alguien debió de alegrarse mucho con aquel regalo que le permitía decorar gratis el comedor. Ojalá también fuese una madre. Hablé por teléfono con el florista, el jefe de la empresa de transporte y el conductor de la furgoneta que se había desembarazado vestibularmente del ramo, y todos reconocieron su error. Y esa misma tarde, fuera del horario establecido, le hicieron llegar a mi madre otro ramo de flores, mejor y más lucido que el primero. La cosa acabó bien, pero el disgusto fue grande y el esfuerzo por corregirlo, también. 

Se me ha descuajaringado el teléfono de la ducha. Ha saltado el difusor y ahora, cuando me ducho, sale un chorro caótico, que me deja salpicado, pero no duchado, y me pone perdido el baño. Ayer, el primer día en que podían abrir las ferreterías, he comprado otro teléfono, pero, al instalarlo, he comprobado que el tubo del agua también estaba mal: por la juntura con aquel salía casi tanta agua como por el difusor nuevo. He vuelto hoy a la ferretería y he comprado otro tubo. Armado de llave inglesa (yo, que apenas sé distinguir una llave inglesa de un palo de golf) y con la cara de susto con la que un coleccionista de sellos se enfrentaría a una cacería de elefantes en el Serengueti, he conseguido acoplar todas las piezas, y la ducha ya vuelve a duchar. Balance: 45 euros gastados, dos viajes a la ferretería y un dedo magullado por la llave inglesa.

El mundo está ahí fuera, esperándonos. Con el colmillo retorcido. 

domingo, 3 de mayo de 2020

Lecturas virtuales

El confinamiento del que, se dice, ya estamos saliendo no ha permitido celebrar, en el último mes y medio, ninguna clase de reunión física para hacer lecturas, presentar libros o festejar acontecimientos. Entre estos últimos, la cuarentena se ha llevado por delante nada menos que el Día Mundial de la Poesía (21 de marzo) y el Día Mundial del Libro (23 de abril). Para las editoriales, los distribuidores, los libreros y los escritores que cobran bolos y derechos de autor, esto ha supuesto un grave perjuicio económico; a los poetas, en cambio, únicamente nos ha herido el ego; y a los lectores no solo no los ha perjudicado nada, sino que los ha librado de un asedio constante y de un derroche de horas que, en muchos casos, mejor habrían dedicado a leer. Quizá el apagón no haya estado tan mal. A todos nos ha permitido descansar y acaso concentrarnos en una vivencia más callada, pero más auténtica, de la literatura. No obstante, como vivimos en una sociedad fabril, donde lo que nos justifica es hacer, hacer siempre y a toda costa, no nos hemos podido estar quietos y muchos se han preocupado por trasladar esas actividades vetadas en el mundo físico al mundo digital, donde sí eran posibles. Han menudeado, en consecuencia, las iniciativas que sustituían los encuentros públicos por una suma de grabaciones individuales, en las que, en general, los grabantes aparecen en el comedor de su casa o a la mesa de su estudio (no he visto a ninguno todavía declamando desde la cocina o el váter; yo tampoco lo he hecho) compartiendo sus versos o cogitaciones con la comunidad de internautas, que es casi lo mismo que decir con el universo mundo. Y, como el ego es incansable, como siempre está ahí, reclamando su libra de carne, su óbolo de alabanza y reconocimiento, cuando alguien me ha invitado a participar en alguna de esas iniciativas, no he sabido —no he querido— decir que no. No obstante, aunque había que satisfacer la vanidad, también había otras razones para aceptar: en primer lugar, la presencia digital se ha vuelto imprescindible para la supervivencia de muchas librerías y editoriales, y todos queremos —necesitamos— que sobrevivan; y, en segundo, es de agradecer que no se dejen caer del todo esas celebraciones —el Día de la Poesía, el Día del Libro y tantas otras— que nos cohesionan como comunidad de lectores y como partícipes de una cultura y una sociedad letrada. A lo largo, pues, de estas casi siete semanas de reclusión, he participado en varias de esas iniciativas internéticas, que relaciono a continuación, con mi agradecimiento a quienes me han invitado a hacerlo.

Mi buen amigo Juan Luis Calbarro, poeta, profesor y editor de Los Papeles de  Brighton, ha creado la serie "Poemas para combatir el coronavirus", en la que ha incluido a un buen número de poetas —entre los que celebro encontrar a Ricardo Hernández Bravo, Tomás Sánchez Santiago, Máximo Hernández, María Ángeles Pérez, Juan López-Carrillo y Moisés Galindo, entre otros amigos—, con la doble y loable intención de seguir difundiendo la poesía española de hoy y de proporcionar materiales de trabajo a los alumnos de su instituto. Yo aparezco en la entrega 12, del 28 marzo, en la que leo tres décimas de Décimas de fiebre, publicado por Los Papeles de Brighton en 2014. Era de justicia que leyera de ese libro. Dada mi habitual torpeza con lo digital, no supe eliminar del vídeo, hecho con el móvil, una pátina de luz dorada que hace que la grabación parezca de Egipto de los faraones. Juan me dijo que no me preocupara: que Sarita Montiel también se hacía envolver en una luz así para disimular las arrugas: https://www.youtube.com/watch?v=xjslQGK8D-k.

La editorial Vaso Roto celebró el Día Mundial de la Poesía reuniendo una serie de lecturas de autores a los que hubiera publicado, y los poemas que leyéramos habían de pertenecer, comprensiblemente, a alguno de esos libros. Volví a grabarme aquí con el móvil y con la dichosa luz que apergaminaba la imagen, aunque la buena gente de Vaso Roto se abstuvo, a diferencia de Juan, de hacer ningún comentario. Los breves poemas que leo constituyen una sección, "Escenas en un parque", del capítulo "Estampas del destierro", perteneciente a Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, publicado en 2017: https://www.facebook.com/VasoRotoEdicionesMexico/videos/2840666566020468/.

La Asociación Colegial de Escritores de España, activamente dirigida por el poeta y escritor Manuel Rico, promovió —y sigue promoviendo— que sus asociados hablen, en la página web de la editorial, de algún libro que los haya marcado o que consideren de una importancia capital. Son píldoras de un par de minutos en las que no caben titubeos ni digresiones: se trata de elegir un libro y de razonar muy sintéticamente por qué lo hemos elegido. Yo me decanté por el Canto general de Pablo Neruda, un libro monumental para la literatura y para mí. Esto dije —ya sin molestas candilejas: había aprendido a grabarme con el ordenador— el 7 de abril: https://es-la.facebook.com/1442838859353108/videos/2250808248561667/

Vaso Roto volvió a demostrar la importancia que otorga a las redes sociales, y la habilidad con que las maneja, el Día del Libro. Ahora se trataba de leer algún poema —del libro o libros de la editorial— durante un cuarto de hora, en una cadena de ciento veinte minutos que empezaba con Sonia Bentancort y acababa con Aurelio Major, y en la que nos íbamos dando paso unos a otros. Celebré encontrarme con buenos amigos en esa cadena, como Javier Pérez Walias, María Ángeles Pérez López, Amalia Iglesias y el propio Aurelio. Leí dos poemas: el primero, en prosa, de Insumisión, publicado en 2013, sobre el poeta Ezra Pound; y el segundo, en verso, de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, sobre la experiencia de la soledad durante mi estancia de dos años y medio en Londres: https://www.facebook.com/VasoRotoEdicionesMexico/videos/d%C3%ADadellibrovr-con-eduardo-moga-autor-de-vaso-roto/529996617709070/?__so__=permalink&__rv__=related_videos.

Por fin, la diligente librería Enclave de Libros, de Madrid, ha lanzado la propuesta de PoesíaVoz, un "baúl de voces e ideas de poetas y editoriales en estado de alarma". Se trata de un archivo sonoro en el que figuran ya muchos excelentes poetas actuales, como Ada Salas, Miguel Ángel Curiel, Eduardo Milán, Alberto Chessa, Rosana Acquaroni, Jeannette Clariond, Enrique Falcón, Jorge Riechmann, Ernesto García López, Javier Lostalé, Miguel Casado, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, Chantal Maillard, Juan Carlos Mestre u Olvido García Valdés. Yo contribuyo con un poema de un libro inédito, Todo queda en nada, en el que aún estoy trabajando. No obstante, considero ese poema, "A veces me dan ganas de gritar", razonablemente acabado : https://drive.google.com/file/d/1MW0yQ4dcA4ULqVqji_dA4RC8MJ5urbjU/view.

(Aunque todavía no están en la Red, hoy mismo he aportado sendos poemas a otras dos iniciativas digitales: he leído el poema "Los burócratas", de Roque Dalton, para un homenaje que se le está preparando con ocasión del 85º aniversario de su nacimiento y el 45º de su asesinato; y he vuelto a seleccionar tres décimas de Décimas de fiebre para la fonoteca de reddoormagazine, de Copenhague, que recoge obras de poetas de todos los países e idiomas).