martes, 29 de diciembre de 2020

Deseos para el 2021

Que las plantas no se me mueran. Comprar calcetines divertidos. Que mi madre no se caiga. Que se publique el poemario que debería haber aparecido en 2019. Dejar de usar mascarilla. Tomar menos azúcar. Hacer el amor alguna vez. Que nadie vote a VOX. Seguir escribiendo. Que se hagan menos videoconferencias en el trabajo, o que no se haga ninguna. Que Trump se marche. Que Maduro se marche. Que Bolsonaro se marche. Limpiar la plata. Aprender a planchar. Que Raphael se retire. No olvidar a quienes he amado. Que quienes me han amado no me olviden. No perder el tiempo. Que mi hijo encuentre trabajo. Viajar. No leer Patria. Comer menos hidratos de carbono. Ir más al teatro. Que el Real Madrid baje a segunda. Que no se arrasen bosques, ni se llenen los mares de plásticos, ni nos envenenemos de productos químicos, ni los animales se asfixien en el invernadero de la Tierra. Que no se me olvide revisar el coche. Que los políticos digan algo, alguna vez, que merezca la pena. Salir, siquiera fugazmente, del caparazón de pensamiento que nos encierra a todos. Que el dolor no prevalezca. Que la declaración de la Renta me salga a devolver. Ser capaz de intuir; ser capaz de compadecerme. Averiguar en qué contenedor de reciclaje hay que echar la madera. Evitar la grosería y el tópico. Ponerme alguna vez los zapatos que nunca me pongo. Que la gata no se me meta en la cama. No perder la alegría. Ser sincero solo cuando sea imprescindible: preferir la misericordia de la mentira a la descortesía de la sinceridad. Que los obispos españoles participen en el Día del Orgullo Gay. Que resuciten Manuel Vázquez Montalbán, José Luis Sampedro, Nelson Mandela. Volver a Extremadura. Escribir sabroso, lúcido, conciso, veraz. No odiar. Recordar los cumpleaños de la gente a la que quiero. No dejar que el yo me aplaste (ni que aplaste a los demás). Que se instaure la República. Cambiar la mesa de la cocina. Darme de alta en Netflix. Que se alcance la igualdad plena entre hombres y mujeres, pero que no se cometan injusticias por el afán de establecer la justicia. Leer más. Caminar 10.000 pasos al día. Estar más cerca de los amigos (y así ellos, quizá, estarán más cerca de mí). Aceptar que todo es leve e incierto, que nada permanece, que hay que morir. No enseñar el islam, ni ninguna otra religión, en las escuelas. Escuchar a María Callas. Comprar bolsas de basura que no goteen. Que no me aturulle el patriotismo ni ninguna otra patraña colectiva. Que le den el premio Nobel a Antonio Gamoneda. Que en la televisión no haya solo basura. Que Federico Jiménez Losantos se haga monje trapense. Que los más de dos billones de dólares que el mundo gasta al año en armamento, se dediquen a tareas más provechosas. Habituarme a la incertidumbre y la contradicción. Que las lecturas de poemas no sean como misas. Reírme más, aunque no tenga ganas. Dejar de morderme las uñas. Encontrar un sitio donde guardar mis libros, las bicicletas oxidadas de mis hijos, la ropa que mi mujer no se ha llevado. No tirar comida. Decirle a la gente que quiero, que la quiero. Hacer testamento. No enemistarme con un amigo porque este se haya enemistado con otro amigo mío. Que los terraplanistas se den cuentan de que la Tierra es redonda (pero entonces no pasen a creer que está hueca). Que los independentistas catalanes comprendan su error. Que los independentistas españoles comprendan el suyo. Decidir si me opero de los juanetes. Dejar de pensar en quien ha dejado de pensar en mí; no querer estar con quien no quiere estar conmigo. Que la vacuna contra el coronavirus se extienda a toda la población; también a la de los países más pobres. Que el ministerio de Cultura sirva para algo. Que la indignación no sustituya al raciocinio. Que se acaben los peajes de las autopistas catalanas. Obviar el sarcasmo y moderar la ironía, que aúnan la crueldad y el fracaso. Encontrar algún buen poeta en lengua inglesa al que traducir. Pasear más. Vivir.

jueves, 24 de diciembre de 2020

Cosas que pasan por Navidad

Hoy, cuando estaba en el jacuzzi del gimnasio, recuperándome de una despiadada sesión de spinning, una señora, septuagenaria, que había pedaleado conmigo, me ha dicho al meterse en el agua: "¡Vengo a interrumpir tu soledad!". Y yo he pensado: eso es lo que me gustaría que me pasara en la vida: que alguien viniera a interrumpir mi soledad.

Por la tarde, un viejo amigo y poeta, al que había invitado a pasar la tarde en casa compartiendo un buen Cardhu, se ha marchado intempestivamente porque se ha sentido atacado cuando otro contertulio y yo le hemos dicho que nos parecía una chorrada que afirmara que los alienígenas habían venido a la Tierra y modificado el ADN del ser humano para que adquiriese el lenguaje. Ha sido devastador comprobar que alguien a quien quiero bien, con el que he compartido muchas cosas buenas y que ha sido siempre confidente y compañero, era incapaz de aguantar un crítica y, peor aún, de deslindar el juicio que me merecían algunas de sus ideas de la consideración que le tenía como persona. Pero también ha sido entristecedor constatar la expansión que conocen, en esta era infausta de Internet, el pensamiento conspiranoico y las teorías disparatadas, incluso entre gente leída y en apariencia sensata. Su marcha aumentará mi soledad, pero acaso ese sea el precio que haya que pagar por mantener cierta dignidad intelectual y algún respeto por uno mismo.

El otro día fui a cortarme el pelo, pero descubrí con amargura que la peluquería en la que me había acostumbrado a hacerlo, había cerrado. Opté entonces por otra cercana, cuyo nombre semipijo, fachada de muchos colorines y aspecto modelno no auguraban nada bueno. A mí me gustan los establecimientos clásicos, con su barra giratoria de rayas rojas y blancas a la entrada, y una buena ristra de colonias para caballero en los estantes al lado de los espejos de azogue un poco picado; pero locales así han desaparecido de Sant Cugat y casi de todas partes. No obstante, el lugar prometía un corte rápido y no muy caro, y me era urgente cambiar de aspecto: parecía un híbrido de Moisés y Papá Noel. Me atendió un italiano licenciado en Filología Hispánica que lo primero que hizo fue ponerme unas pinzitas en las greñas para poder difuminarme los costados (difuminar es cortar a lo izquierda abertzale: ralo a los lados y poblado en la cresta). La cosa no podía empezar peor: verme con aquellas tenacillas en la cabeza me ofreció una imagen poco halagüeña de mí mismo. El italiano me aplicó luego la maquinilla con sañuda diligencia, mientras la recepcionista vino a contarme, muy animada, que se había separado en febrero y que había tenido varias aventuras, incluso con gente más joven al decir esto, su expresión cobraba tintes de sorpresa y una pizca de autosatisfacción. Ya esquilado, el italiano me sugirió hacer las orejas, a lo que yo, incomprensiblemente, accedí. Es cierto que, con los años, los pelos que me asoman por las orejas (y la nariz) se parecen mucho a las cuerdas de una guitarra, y que brego por tenerlos a raya, no siempre con acierto: a veces me agujereo el cartílago y otras no llego a la raíz del pelo, que vuelve a salir pronto, con exuberancia tropical. Por eso, aunque sin reflexionarlo demasiado, pensé que a lo mejor allí podían atacar el problema con más ciencia que yo. Y vaya si lo atacaron. Una joven muy dicharachera me metió en un cubículo que parecía un quirófano, me aplicó cera, luego me la arrancó y por fin estuvo torturándome con unas pinzas, con las que rebuscaba afanosamente en el oído; llegó hasta la cóclea, creo. Si esto es lo que hacen las mujeres (y los hombres) para dejarse las piernas, las ingles (¡ay!) o el cuerpo todo sin sombra de vello, los compadezco. Yo salí del local rasurado, difuminado, despellejado y algo confuso, pero contento de sentir el viento en la cara, que me refrescaba. Además, oía mejor.

Con la Navidad llegan las felicitaciones de Navidad, como con la primavera llegan las golondrinas y la obligación de declarar la Renta. La primera me llegó este año el 3 de diciembre: una bonita cançoneta de Nadal ['cancioncilla de Navidad'], que celebra el hecho simpar del nacimiento de Jesús (que, si es que nació, algo que no está claro, no lo hizo en diciembre, sino en verano), compuesta por un compañero poeta: hay quien quiere adelantarse a las aglomeraciones de estas fechas tan señaladas, como el Corte Inglés quiere ser siempre el primero en anunciar que ya es primavera, o cualquier otra estación. Luego me han llegado algunas más una, más bien adusta, de otro compañero en la poesía, que se limita a felicitar el nuevo año en varios idiomas, entre los cuales el italiano de su actual compañera ha sustituido al francés de su ex; otra, tan católica como la cancioncilla, pero mucho más elaborada: un soneto en el que aparecen ángeles, el pueblo de Ein Karem y el anciano Zacarías— y pronto el correo y el móvil se inundarán de deseos de paz y felicidad, muy parecidos a los que, exactamente hace un año, nos auguraban un dichoso 2020. Aquellos votos no fueron muy atinados. A ver si estos resultan un poco más certeros.

Me llegan también manuscritos de amigos y conocidos, muchos, que me piden que los lea. Necesitan una visión ajena que reafirme su confianza, consejos sobre la editorial en que podrían publicarlos, correos electrónicos o números de teléfono de otros escritores, sugerencias, correcciones, prólogos, ánimos; compañía, en suma. Escribir es una tarea esforzada, ingrata y solitaria, que uno ejecuta siempre con el temor de que lo que ha escrito sea una mierda. Y ese miedo no se desvanece siquiera con la publicación del libro. La mirada del otro es tan fundamental como la mirada del amante: aunque nos critique, nos acaricia; aunque nos enmiende, mitiga la duda; aunque cese, nos ha vivificado. Yo procuro leerlos todos con espíritu crítico, pero también con compasión. La que espero que tengan los demás conmigo.

Otra consecuencia de la Navidad son las listas, esas listas de los mejores libros del año, de los espectáculos más vistos, de los calzoncillos más vendidos. Las listas que estabulan y tranquilizan. Las listas que, al cabo de un año, cuando arriba la siguiente, parecen documentos arqueológicos, paleografía indescifrable. No obstante, cuánto complace aparecer en ellas; cuánto deseamos ese reconocimiento estadístico. En la de los cincuenta mejores libros del año de El País de hoy, el ganador ha sido Un amor, de Sara Mesa, que no he leído, pero cuyo reconocimiento me complace: la autora escribe bien y piensa bien: me cae bien. El primer poemario de la lista es Confía en la gracia, de Olvido García Valdés, en un meritorio cuarto lugar. Pero el siguiente ya no asoma hasta el puesto 33: La rama verde, de Eloy Sánchez Rosillo. (Los dos, por cierto, publicados por Tusquets). Y luego ya solo hay mujeres poetas en inglés: Anne Carson, Jorie Graham y Sylvia Plath (con un clásico, Ariel, ahora con una nueva traducción, de Jordi Doce). Y yo me pregunto, entre otras cosas: ¿solo ha habido dos libros de poesía excelentes escritos por autores españoles en 2020?

Llueve. Llueve como en Inglaterra: con paciencia, con denuedo, como si el cielo no sirviera para otra cosa, como si no pudiese haber otra cosa que lluvia. El cielo es una llanura gris, sin fisuras ni convólvulos: todo es nube. Y el agua difumina los perfiles: los edificios se reblandecen por su mano fluida; el aire se encharca; los árboles se visten de oscuras transparencias. El horizonte se funde con esta borrosidad tumultuosa y desaparece: ahora es un hueco, una intuición. Los coches que pasan, chapotean. Los pájaros no vuelan: se empapan de chaparrón entre las hojas. Un ciclamen de la terraza, resucitado por la mojadura, ha enderezado los tallos genuflexos. El ejército de las gotas ocupa el mundo y difunde un vaho plomizo, que se mete en los ojos y los tabica. La luz, melancólica, no existe. Llueve. Llueve. No deja de llover.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Dioses y mitos, valga la redundancia

En la exposición Arte y mito. Los dioses del Prado, inaugurada hace algunas semanas en el benemérito CaixaFórum de Barcelona, me recibe un busto de Homero. Es del siglo I, es decir, muy posterior a la época en la que vivió, si es que alguien llamado Homero ha vivido alguna vez. Tiene un aire sereno, el pelo rizado y los ojos vacíos. Es lógico: era ciego, según dicen. Pero enseguida recuerdo que todos los ojos de las estatuas grecolatinas están hoy vacíos, esto es, despintados. Cerca, los comisarios de la exposición han desplegado un didáctico panel con la genealogía de los dioses. La exposición muestra una selección de la pintura del Museo del Prado que trata de los mitos y dioses de la antigüedad grecolatina, así que este poblado árbol de ascendientes y descendientes ilustra razonablemente bien las laberínticas filiaciones de los habitantes del Olimpo, empezando por Zeus. Y digo "razonablemente bien" porque, a pesar de la claridad del esquema, no resulta fácil moverse entre tantos padres, hijos y estirpes. El principal responsable de este sindiós generacional (me doy cuenta de que "sindiós" resulta aquí una palabra contradictoria, pero no encuentro otra mejor) es el padre Zeus, que disparaba a todo lo que se movía (diosas, ninfas, mujeres, efebos y hasta hermanas) y cuyas relaciones se dividen entre matrimonios y "aventuras extramatrimoniales". Que se diga de un dios, qué digo de un dios, del padre dios, que ha tenido "aventuras matrimoniales" me parece un gran acierto de los comisarios. Eso sí que es compartir la naturaleza humana, no como otros, que se han hecho hombres para no tener ni un solo affaire conocido, no sonreír ni una vez y dejarse matar en una cruz. No tardo en comprobar que la mayoría de los cuadros reunidos en la exposición son aquellos por delante de los cuales paso deprisa en el Prado, o incluso que omito. Pero su reunión en torno a un tema común hace que los vea con un interés que antes no había sentido. La muestra va desde el siglo I a. C. hasta el XIX, aunque la mayor parte de las piezas datan de la primera mitad del XVII, que es cuando la monarquía española debió de dedicarse con más ahínco al mecenazgo o la compra de arte. Resulta curioso que muchísimos cuadros consten pintados entre los años 1636 y 1638, como revelan las cartelas informativas. Y también que el anuncio de la exposición en la página web de la Fundación La Caixa-CaixaForum diga que la muestra llega "hasta finales del siglo XVIII", cuando en la primera sala que visito encuentro un voluminoso óleo de Antonio María Esquivel, El nacimiento de Venus, fechado en 1842. En él, una Venus blanquísima y peinadísima (lo que no deja de ser sorprendente, teniendo en cuenta que acaba de salir de las aguas) se muestra a los hombres, rodeada de ninfas y tapándose el pecho con una mano; el sexo se lo cubre un velo transparente (que no tapa gran cosa, la verdad) agitado por el viento. Cerca, admiro una escultura de Prometeo y Atenea creando al primer hombre, proveniente de un taller romano de finales del siglo II. Curiosamente, he venido en el tren leyendo sobre la creación del primer hombre (y de la primera mujer), aunque por parte del dios cristiano, en Las barbas del profeta, el último —y divertido, como suelen ser todos los suyos— libro de Eduardo Mendoza. Veo también los primeros Rubens y Ribera de la exposición. Luego habrá más. Estos representan a Diana Cazadora y a Vulcano —tocado con una gorra roja que no puedo dejar de identificar con una barretina—, pintados por el holándés, y una cabeza de Baco, bastante siniestra, por cierto, por el español. Como en los museos y exposiciones siempre hay que aprovechar cualquier ocasión para sentarse y descansar —es una buena forma de combatir el síndrome del museo, ese dolor que te carcome, al poco de haber entrado, desde las rodillas hasta la planta de los pies—, me acomodo en un taburete para ver el vídeo de la exposición, compuesto por entrevistas sobre los mitos a diversos personajes de la cultura. Aunque es una cultura adaptada a los tiempos: entre los entrevistados, hay una joven hispanoamericana que se define como "ilustradora y creadora de contenidos para las redes sociales". No sé muy bien en qué consiste "crear contenidos para las redes sociales", ni de qué modo eso la cualifica para hablar de mitología, pero ahí está, dando, muy desenvuelta, su opinión. Entre los demás entrevistados, reconozco a los poetas Luna Miguel y Toni Clapés. Sigo luego paseando por las salas, bajo la advocación de Salustio, el filósofo romano: "Estas cosas no han pasado nunca, pero han existido siempre". La observación es certera: los mitos narran historias verdaderas, esto es, que contienen una verdad relevante para la comunidad que los ha creado, aunque no sean hechos históricos (o quizá porque no son hechos históricos). Esa verdad son valores o conceptos preciados, explicaciones de los orígenes, miedos que se desea ahuyentar o incertidumbres que se aspira a despejar, y su formulación mítica constituye una catarsis colectiva, una manera de comprender y, a la vez, de trascender. Los cuadros de Arte y mito. Los dioses del Prado acreditan esa realidad mítica, que es mucho más cierta, en el subconsciente colectivo, que la realidad real, prosaica y unidimensional. La exposición abunda en cuadros que pintan el amor y el deseo. En un Éxtasis dionisíaco, un musculoso sátiro desnudo (¿iban alguna vez vestidos?) acompaña, con aviesa intención, a una ménade que baila desenfrenadamente. El francés Michel-Ange Houasse aporta, en esta línea, dos óleos prometedores, pero decepcionantes: en La bacanal, de 1719, algunos beben, dos bailan (el hombre, tocando una pandereta) y solo se ve una teta, aunque a la supuesta orgía han concurrido muchos. En Ofrenda a Baco, de 1720, el desenfreno es mayor, pero tampoco seduce: varios personajes están tirados por el suelo, entre uvas y vides, y un niño (al que quizá sus padres han dado vino para tranquilizarlo, como aún se hacía, en años recientes, en los pueblos españoles) vomita, aunque lo que expulsa es un líquido transparente. La idealización neoclásica desvirtúa la verosimilitud de la escena. En esta sección de "Amor, deseo y pasión" no podían faltar El rapto de Prosérpina, ejemplificado por un óleo tenebrista de Pieter Brueghel el Joven, y la historia de Orfeo y Eurídice, en esta ocasión a cargo de Pieter Fris, que entregó en 1652 un cuadro lleno de monstruos alados y con un enano horrendo que toca el arpa. El rapto de Prosérpina no es el único de la exposición: lo acompañan los de Europa y de Ganímedes, ambos de Rubens. En el primero, Zeus se transforma en un toro blanco para apoderarse de la hermosa joven; en el segundo, se metamorfosea en águila para hacerse con Ganímedes, un pastor poseedor de unas nalgas privilegiadas (Rubens no solo pintaba mujeres adiposas, sino también varones rollizos). Zeus no le hacía ascos a nada y, además, como era el puto amo del Olimpo, gozaba de una capacidad metamórfica ilimitada. En Leda y el cisne, de Georg Pencz, se convierte en cisne. Y de su unión con Leda nacerá Helena, por la que se desencadenará la guerra de Troya. Entre muchas imágenes de Narciso, el enamorado de sí mismo, y Cupido, representado siempre como un niño alado, descubro un mito que desconocía, el de Céfalo y Procris, pintado por Peeter Symmons en, cómo no, 1636-1638, que constituye una censura de los celos: Procris espía a su marido Céfalo, creyéndolo infiel, y este, que es cazador y oye algo removerse entre la maleza, atraviesa a la amada y desconfiada esposa con la jabalina. Otra sección de la exposición está dedicada a los castigos infligidos a los dioses por sus comportamientos denostables (el cristianismo los llamará "pecaminosos", pero este término, por suerte, aún no procede). Dos enormes cuadros de Ribera, ambos de 1632, describen los sufrimientos de Ticio, al que un buitre o águila le devora el hígado, y de Ixión, atado con serpientes a una rueda ardiente que no deja de girar. No sé Ticio, pero Ixión era un buen pájaro, que se merecía aquel castigo y mucho más. Primero le prometió un magnífico regalo a su suegro si le permitía casarse con su hija. Pero mentía bellacamente: nunca se lo dio. Cuando el suegro se resarció del engaño quedándose con sus yeguas, Ixión lo invitó a cenar para hacerle el regalo prometido, pero, en lugar de eso, lo echó a un foso lleno de carbones ardiendo. Luego, abandonado y aborrecido por todos, le pidió perdón a Zeus, y este lo perdonó. Pero, cuando estaban celebrando la redención con el tiberio con el que los dioses solían celebrar aquellas cosas, Ixión decidió mostrar su agradecimiento a Zeus seduciendo a Hera, su mujer. A Zeus aquello no le gustó un pelo, pero, sin que se sepa por qué mostraba tanta benevolencia con el pertinaz camandulero, se limitó a desterrar a Ixión. Este, que no escarmentaba, empezó a jactarse entonces de haberse beneficiado a Hera, y ese fue la gota que colmó el vaso: Zeus lo condenó al Tártaro, donde Hermes lo ató a la rueda ardiente. El contraste entre las luces y las sombras en los dos cuadros de Ribera es extraordinario: predominan estas, muy negras, pero, precisamente por su predominio, aquellas son vivísimas. La cara del sátiro de orejas puntiagudas que hace girar la rueda del ruin pero infortunado Ixión, es espeluznante. Algunas caídas famosas demuestran también el ánimo punitivo de los dioses: la de Ícaro, de Jacob Peeter Gowy, y la de Faetón, de Jan Carel van Eyck. Ambos fueron pintados entre 1636 y 1638, y en ambos los desdichados protagonistas se precipitan al suelo desde las alturas empíreas, envueltos en túnicas rojas. Es curiosa esta costumbre de ataviar a los personajes con túnicas rojas. También visten así Ganímedes; y el Apolo que persigue a Dafne en el óleo de Theodore van Thulden; y Jasón, el del vellocino de oro, pintado por Erasmus Quellinus; y Perseo en el Perseo y Andrómeda, de Tiziano (aunque aquí redondea la vestimenta con un yelmo dorado y una espada; es natural: está luchando con un monstruo marino. Andrómeda, en cambio, va desnuda, como casi todas las mujeres perseguidas por los héroes o los dioses). Las dos últimas secciones de la exposición están dedicadas a Hércules, que se hizo célebre por sus doce trabajos, pero que para mí es famoso por aquellos peplums maravillosos que protagonizó en los años cincuenta y sesenta, y que tantas tardes de gloria, llenas de músculos y hombres con sandalias y faldita, nos dieron a los boomers en los cines de sesión continua de nuestra infancia; y a la guerra de Troya. Sobre el primero, destacan dos cuadros de Zurbarán: Hércules separa los montes Calpe y Abyla y Hércules y el Can Cerbero, ambos de 1634. El primero no forma parte de la lista de terribles empresas que le fueron encomendadas, y quizá por eso su resultado no es demasiado lucido: Zurbarán no consigue imprimir dinamismo ni fuerza a la representación, y el héroe no parece estar luchando contra la geología, sino cagando en el campo. Tampoco despierta admiración la lucha que mantiene con el perro guardián del infierno (el Can Cervecero, como lo ha llamado algún despistado, con despiste clarividente: para estar a todas horas a las puertas del averno, con el calor que tenía que hacer allí, había que contar con una buena provisión de cerveza), aunque en esta ocasión la figura de Hércules no cobra tintes escatológicos. Ambos cuadros son bastante toscos. En la sala dedicada a la guerra de Troya hay más animación que en las demás, porque una voz recita, en griego, algunos versos de la Ilíada, cuya traducción en castellano, de Agustín García Calvo, se proyecta simultáneamente en una pared. La versión, con la brillantez pero también la rareza a la que nos tenía acostumbrados el genio de Zamora, adolece, sorprendentemente, de no pocas faltas de ortografía. De la guerra de Troya podría decirse lo que Cela de la Guerra Civil española: "Se juntaron los griegos y los troyanos y tuvieron un intercambio de pareceres". Veo aquí una Venus curando a Eneas, de Merry-Joseph Blondel, en el que una nube le tapa las vergüenzas al héroe troyano y padre de los padres de Roma; El incendio de Troya, de Francisco Collantes, en el que hay muy poco fuego; y El rapto de Helena, de Juan de la Corte: un rapto más, de los muchos que se produjeron en la mitología grecolatina, aunque este con un vago aire oriental, y hasta de cómic.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Georgia on my mind

El Estado norteamericano de Georgia ha sonado mucho estas últimas semanas. El ajustado escrutinio en las elecciones presidenciales, plagado de suspense, lo ha llevado a todos los noticiarios del mundo. De hecho, aunque el voto, alabado sea el Hacedor, se ha decantado por Joe Biden, el suspense aún ha concluido, porque la elección de los dos senadores del Estado de la que depende la mayoría en la cámara alta estadounidense y, por lo tanto, la posibilidad de que el nuevo presidente pueda aplicar con libertad su programa o lo vea bloqueado por los republicanos se ha de repetir en enero. Georgia es conocida universalmente por dos hechos: el primero, la novela Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, llevada al cine por el mítico Clark Gable y la no menos legendaria Vivien Leigh, que relata las peripecias y amoríos de unos personajes sacudidos por la Guerra de Secesión americana, y la destrucción de su capital, Atlanta, en 1864, a manos del general Sherman, que había derrotado al confederado Hood tras un largo asedio; el segundo, los Juegos Olímpicos celebrados en Atlanta en 1996. Hay, al menos, otros dos hechos relevantes en la historia del Estado: haber sido el lugar de nacimiento de Martin Luther King, uno de los adalides de la no violencia en el siglo XX, y ser también el lugar donde está enterrado, en un apacible y austero mausoleo; y acoger la sede de la Coca-Cola, durante mucho tiempo la imagen prototípica del capitalismo moderno. Martin Luther King y la Coca Cola: dos extremos de una misma nación; dos formas antagónicas (¿o no?) de ser americano. Yo viví en Atlanta entre 1979 y 1980, con una familia estadounidense (bueno, con dos: la primera me echó a los pocos meses), cuando tenía diecisiete años. Pese al tiempo transcurrido, conservo buenos amigos en la ciudad y, en general, en el país, a donde he vuelto varias veces. Recuerdo que lo primero que me atrajo de aquella Atlanta de 1979 era el poderío de la clase media. Yo venía de una familia humilde, mejor, proletaria, tres de cuyas generaciones vivíamos en un pisito de antes de la guerra (la nuestra), de 55 m2, sin coche y con pocos ahorros. La familia con la que viví más tiempo en Atlanta, formada por un administrativo (hijo de una emigrante sueca de los años 20 del siglo pasado) y una maestra, tenía una casa de tres plantas en el bosque, dos coches y todos los electrodomésticos imaginables (e incluso algunos que ni siquiera sabía que existían), además de una cabaña de vacaciones en uno de los muchos lagos del norte del Estado. Y más o menos así vivían todas las personas del barrio: con unas comodidades dignas, a mis ojos, del sultán de Brunéi. Aquel lujo me fascinaba. Claro que no todo el mundo era tan acomodado. De hecho, la mayoría de la población de Atlanta, negra, vivía en condiciones mucho peores, y un porcentaje alto, en la pobreza. Eso no se reflejaba en mi mundo cotidiano: no recuerdo a ningún vecino de color en el barrio y apenas a un puñado de estudiantes afroamericanos en el colegio, un instituto público de millar y medio de alumnos. Tampoco había profesores negros. Quien más se acercaba a serlo era el profesor de carpintería y entrenador del equipo de fútbol, que era jamaicano y morenito (y que había jugado en sus años mozos en la selección nacional de Jamaica, guau). Pese a la blancura predominante, bastaba con alejarse un poco del vecindario para que la mayoritaria población negra asomase por todas partes aunque siempre en los oficios más modestos: camareras, barrenderos, conductores de autobús, vendedores de perritos calientes; también los mendigos eran indefectiblemente hermanos— y, sobre todo, cuando iba uno al downtown, cosa que hice en varias ocasiones, sin miedo, pero con alguna cautela. El centro de la ciudad estaba presidido por el imponente edificio tubular del Peachtree Plaza Hotel, a cuya planta superior, donde había un restaurante con unas vistas fantásticas, se accedía por un ascensor que no subía por el correspondiente hueco, sino por unos raíles en la pared. Aquel fue otro lujo que me fascinó. En Atlanta subsistían algunas mansiones prebellum, esto es, de antes de la guerra (la suya), esos edificios a medio camino entre el Partenón y el caserón colonial, llenos de verandas, enrejados y columnatas, como los que aparecen en Lo que el viento se llevó o la más reciente, tarantinesca y tartarinesca Django. No eran muchas —las que habían escapado a la destrucción de Sherman, que era muy meticuloso destruyendo, pero sí suficientes para que me hiciera una idea de la opulencia esclavista que una vez caracterizó a aquellas tierras. También era divertido, aunque por razones muy distintas, el museo de la Coca-Cola. El famoso brebaje había sido inventado, con fines medicinales, por un farmacéutico de Atlanta, John Pemberton, y en la ciudad se estableció la compañía que lleva explotando su éxito desde 1886. En un pequeño cine del museo no dejaban de proyectarse los maravillosos anuncios de la bebida (siempre me ha dado rabia lo bien hechos que están) y en una sala, que se me antojaba paradisíaca, una hilera de caños regalaba, ilimitadamente, los diferentes productos de la empresa: coca-cola, fantas de todos los sabores, sprite y un largo y carbónico etcétera. Uno abría la boca debajo de la fuente y el líquido caía gloriosamente en ella, como la delicia del vino de la jarra agujereada en la del Lazarillo (aunque nadie te la estampara al final en los dientes) o la leche y la miel del paraíso en las de Adán y Eva, que todavía no estaban ocupadas con morder una manzana, sin que nada más que nuestra voluntad lo detuviese. Ah, cuánto han hecho la Coca-Cola y su museo por la diabetes universal. También conocí la ciudad corriendo: al final de mi estancia, me lie la manta a la cabeza y participé, con los demás miembros de mi familia americana, en un maratón urbano, la Peachtree Road Race, que la cruzaba de un extremo a otro, aunque de maratón solo tenía el nombre: el recorrido era de diez kilómetros. No obstante la diferencia entre el nombre y la cosa, aquellos diez kilómetros se me hicieron mucho más largos que al esforzado Filípides, pero la providencia quiso que cruzara la línea de meta antes de que me sobreviniera un colapso. Atlanta aparte, Georgia es un estado precioso: rural (su sobrenombre, grabado en todas las matrículas, es the Peachtree State: 'el Estado del Melocotón', lo que indica claramente de dónde ha provenido tradicionalmente su riqueza), verde, con los Apalaches y sus soberbios bosques y lagos al norte, exuberantes pantanos al sur y la ciudad de Savannah en la costa, delicada y casi tropical, a cuyo crecimiento, a principios del siglo XVIII, contribuyó una notable colonia de judíos sefardíes. Y esta no es la única huella española de la ciudad: no lejos de donde se encuentra, quizá se estableciera el primer asentamiento europeo en territorio estadounidense, que no fue Jamestown, en Virginia, la colonia a la que se dirigieron los padres peregrinos del Mayflower, sino, casi un siglo antes, el que levantó el toledano Lucas Vázquez de Ayllón en algún lugar de la costa atlántica que hoy se reparten Carolina del Sur y Georgia (a Vázquez de Ayllón también le cabe el dudoso honor de haber sido el primero en llevar esclavos negros a Norteamérica: quería que le trabajaran las tierras, pero le salieron levantiscos y se escaparon todos). Una vez visité Stone Mountain, una de las grandes atracciones de la ciudad, un parque presidido por un enorme piedro de casi 300 metros de altura, en una de cuyas caras están grabadas las figuras a caballo de los tres líderes de la Confederación: Jefferson Davis, su presidente; Robert E. Lee, el general en jefe de los ejércitos confederados; y Thomas Stonewall Jackson, su más heroico militar, abatido por sus propios hombres en una confusa escaramuza nocturna. Es el mayor bajorrelieve del mundo y un lugar de referencia para el Ku Klux Klan, que, desgraciadamente, se refundó en 1915 en su cima, a la luz de una cruz ardiendo. Desde hace años se viene discutiendo sobre la necesidad de borrar el bajorrelieve y erradicar el pasado racista de Stone Mountain, pero las autoridades del Estado, que es conservador, y una parte no desdeñable de la opinión pública, que también lo es, se oponen a ello. De nada de esto era yo consciente cuando visité el monumento, que me pareció, como casi todo en los Estados Unidos, gigantesco y hasta sobrecogedor, y donde disfruté, como el diecisieteañero que era, comprando chucherías confederadas y paseando por las agradables praderas y arboledas que rodean al monolito. Más amable más desprovista de connotaciones tenebrosas fue la visita a Juliette, el pueblo en el que se filmó la maravillosa Tomates verdes fritos, aunque en la película de Jon Avnet se llame Whistle Stop. Está en el condado de Monroe, a una hora en coche desde Atlanta. Es un lugar encantador, en cuyo restaurante el mismo en el que se desarrolla la trama nos zampamos una hamburguesa de tres pisos y la ineludible ración de tomates verdes fritos, que, cuando están bien hechos, son deliciosos. Paseamos por sus calles, vimos el antiguo apeadero del tren y respiramos, modernizada pero no desnaturalizada, la antigua atmósfera del Sur: espesa, parsimoniosa, sensual. No sé si fui feliz en Georgia, pero sí que me divertí, que aprendí, que crecí mucho. Además, en aquella adolescencia despreocupada a uno no le importaba ser feliz, sino pasárselo bien. Y quizá ese sea el secreto de la verdadera felicidad.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Auden, el felador (y 2)

Este relato se distribuye en treinta y cuatro estrofas de cuatro versos, cuya rima mantiene la estructura ABAB. La extensión de los versos oscila entre las diez y las dieciséis sílabas, aunque las sílabas tónicas son siempre cinco. En la primera edición, la de Fuck You, la primera estrofa es la que todas las demás versiones, en Internet y en otras publicaciones, colocan en quinto lugar. El poema presenta un desarrollo lineal, sin apenas saltos temporales ni geográficos, y se caracteriza por su explicitud: apenas hay veladuras metafóricas; los actos descritos se exponen con precisión casi entomológica o, como ha señalado Edward Mendelson en su biografía Later Auden, «con microscópico detalle fisiológico», y el vocabulario empleado no solo no elude lo soez, sino que parece complacerse en él. Mendelson señala también que el verso sincopado de «Una mamada platónica» se inspira en el empleado por el escritor y teólogo católico inglés Charles Williams en Taliessin through Logres, de 1938, un poemario artúrico y conceptuoso. La incongruencia de que Auden recurriera al estilo de alguien que trata de asuntos tan alejados de la pornografía, es solo aparente. El poeta debía de sentir un malsano placer —el que siempre han proporcionado la blasfemia y el sacrilegio— en parodiar un libro tan espiritual como el de Williams a la hora de componer un relato pornográfico; un placer tan o quizá más intenso aún que el que le procuraba el relato mismo. John Fuller, por su parte, señala en W. H. Auden. A Commentary una influencia anterior, pero no menos decisiva: Catulo. «Hoy no podría publicarse un verso como paedicabo vos atque irrumabo [‘Os daré por el culo y por la boca’]», le dijo Auden el 12 de abril de 1947 al poeta Alan Ansen. «Yo quiero escribir poemas así», concluye. En realidad, «Una mamada platónica» no es sino una gamberrada a medio camino entre el virtuosismo y la grosería, el desahogo jocoso de alguien capaz de poner en verso cualquier cosa, un derramamiento de fantasías e idealizaciones, un divertimento, en fin, primitivo y sofisticado a la vez, para disfrute propio y de sus allegados, que Auden nunca se planteó publicar, aunque el erotismo era uno de los pilares de su poesía. El crítico Richard Ellmann ha dicho que «la vida sexual de Auden fue siempre el centro de sus versos», y el propio Auden daba a John Pudley este consejo literario en una carta de abril de 1931: «Nunca escribas con la cabeza; escribe con la polla». Muchos otros antes que él habían pergeñado una literatura rijosa que no estaba destinada al conocimiento público, sino a la circulación encubierta y al goce privado. En España, los ilustrados abundaron en ella y, junto con didácticos y generalmente ilegibles tratados en verso, con los que pretendían desasnar a sus compatriotas, distribuyeron bajo mano numerosas invenciones que hoy llamaríamos guarras, en las que predominaba la desvergüenza y el rijo, como los indecentes —y surrealistas— romances del fabulista Samaniego, los desvaríos sicalípticos de Tomás de Iriarte o el prostibulario y felicísimo Arte de las putas, de Nicolás Fernández de Moratín. Todos ellos heterosexuales, eso sí.

«Una mamada platónica», con su estricto realismo —o minuciosidad anatómica—, pero también con sus contrastes léxicos y los sutiles giros líricos que lo jalonan, sabe generar excitación. La amplitud y heterogeneidad del vocabulario es patente: el poema mezcla cultimos y arcaísmos y la previsible colección de voces relativas a la actividad practicada: cock [‘polla’], arse [‘culo’], knob [‘capullo’], hard-on [‘empalmada’, ‘erección’], spunk [‘leche’]. Estos registros distintos pero confluyentes se advierten ya en el título del poema, donde coinciden el término vulgar para la felación —blow, blowjob: ‘mamada’— y un adjetivo propio de la filosofía, referido a las entidades ideales perfectas, y, en un sentido más coloquial, al amor sublimado y sin intercambio carnal. La antítesis, irónica, designa una fellatio insuperable, pero sin amor. En el título (e inmediatamente a continuación, en el primer verso) se aloja también otro de los rasgos más destacados del poema: las rimas internas y las aliteraciones que refuerzan el impacto sonoro —que transcribe, a su vez, el impacto sensorial del cuerpo al que se aplica el yo lírico— y se benefician del percutiente monosilabismo del inglés, tan ponderado por Borges: A day for a lay: ‘Un día para echar un polvo’ (y que quizá, forzando algo la expresión, podría traducirse como ‘Una jornada para una follada’). Estas reiteraciones musicales son muchísimas y recorren el poema entero. Señalo solo tres: en la vigésimo primera estrofa, my eyes / assessed the chest. I caressed the athletic hips / and the slim limbs. I approved the grooves of the thighs [‘mis ojos / evaluaron el pecho. Acaricié las atléticas caderas / y las finas extremidades. Aprobé los surcos de los muslos’]; en la vigésimo segunda, I sniffed the subtle whiff of its tuft [‘aspiré el tufo sutil de su mechón’]; y en la trigésimo tercera, the spot where the groin is joined to the cock [‘el punto donde la ingle se une a la polla’] y the secret sluices of his juices [‘las compuertas secretas de sus jugos’]. Con todas ellas se articula un complejo edificio sonoro, en el que vocales y consonantes se enzarzan en un constante martilleo, que reproduce la dulce violencia de los actos descritos, el delicioso encaje de órganos y deseos, el machihembrado de cuerpos y voluntades. Donde más densamente se advierte la puesta de la música —de esta música quebrantada a la que contribuyen el encabalgamiento y la concatenación de oraciones breves, en las que ocasionalmente interfieren frases de mayor extensión, que dilatan abruptamente el ritmo— al servicio de la representación, es en la estrofa decimaoctava y en la final. Ambas son estructuralmente axiales: la primera ocupa el centro del poema y la segunda lo remata. La decimaoctava dice así: 

We aligned mouths. We entwined. All act was clutch,
All fact contact, the attack and the interlock
Of tongues, the charms of arms. I shook at the touch
Of his fresh flesh, I rocked at the shock of his cock.


[‘Juntamos las bocas. Nos entrelazamos. Todo era abrazarnos,
todo enzarzarnos, el ataque y la trabazón
de las lenguas, el hechizo de los brazos. Me estremecí al rozar
el frescor de su carne; me sacudió la embestida de su polla’]

La estrofa es un dechado aliterativo, protagonizado por el grupo formado por la vocal /a/ y la consonante oclusiva velar sorda /k/, que enhebra y fortalece los versos, y hace que parezcan el resultado de un choque: del choque arrebatador que representa la unión de lenguas, brazos y sexos: act-fact-contact-attack-interlock. El último término, interlock, conecta con una nueva serie de consonantes oclusivas sordas, al final del cuarteto, ahora capitaneadas por la vocal /o/: rocked-shock-cock, que culminan los versos golpeantes y, pese a ello, amables. En la traducción me he esforzado por reproducir esta proliferación de aliteraciones, aunque no se correspondan exactamente con las originales ni utilicen el mismo fonema consonántico, sino el fricativo /Ø/, que también posee, me parece, una notable fuerza disruptiva, como un cuchillo cortante. Alrededor de las ristras de /k/ en el poema de Auden se despliegan otras homofonías que contribuyen a la percusión del pasaje, y a su solidez rítmica: aligned-entwined, all-all, charms-arms, fresh-flesh. El cuarteto es un embaldosado de paronomasias que trasladan al oído la felicidad y la turbulencia del emparejamiento. 

Por su parte, la estrofa final dice:

Waves of immeasurable pleasures mounted his member in
    quick
Spasms. I lay still in the notch of his crotch inhaling his sweat.
His ring convulsed round my finger. Into me, rich and thick,
His hot spunk spouted in gouts, spurted in jet after jet.


[‘Olas de ilimitado placer remontaron su miembro en rápidos
espasmos. Yo seguía consagrado a su entrepierna, aspirando
    su sudor.
Su anillo se estremeció con mi dedo. Su leche caliente, espesa,
generosa, se derramó en mí; brotó chorro tras chorro’]

Estos versos reiteran el mecanismo, duplicando o prolongando sonidos —immeasurable-pleasures, notch-crotch, ring-rich-thick; los fonemas /m/ (immeasurable-mounted-member-spams) y /r/ (ring-round-finger-rich)— con el fin de subrayar la urgencia e intensidad de la consumación: el clímax del orgasmo. Por eso, el verso final ahonda en el procedimiento hasta casi descomponerse en interjecciones, y reúne una mayoría de monosílabos integrados por fonemas explosivos, que reproducen los espasmos y borbotones de la eyaculación. Los grupos /sp/, /out/ y /ed/ salpican, y nunca mejor dicho, el verso, y desembocan en la repetición de jet, ‘chorro’, como transliteraciones de la polución y del apetito que la ha provocado.

El vigor musical de «Una mamada platónica» refleja la pasión que Auden vierte en el poema. Una pasión que tiene muy poco, o nada, de intelectual —platónica— y mucho, o todo, de sensorial: tacto, oído, olfato, olfato y gusto corporeízan los versos y desmenuzan el objeto del amor. El protagonista no deja de oler, sobre todo al amante —«el tufo sutil» del pelo de la axila—, pero también el día en que lo conoce —con aroma «a vestuario»—; oye sus enérgicas palabras, sus gritos y gemidos; saborea su lengua, sus  «adorables tetillas», la tibieza del sobaco, la calidez del ano y, por fin, el falo y el semen; lo toca entero, desde los muslos a las orejas, desde los testículos a la nuca, desde las caderas a los glúteos; y, por encima de todo, lo disecciona con la mirada, que sabe captar los detalles más escondidos, como el vello rubio de las muñecas, pero se recrea, como es natural, en los órganos genitales, que son los verdaderos protagonistas del poema. Lo hace desde todas las posiciones y todos los ángulos, después de haberlos calibrado, con sorprendente precisión, en la décima estrofa, esa que especifica las privilegiadas dimensiones del miembro en un verso que, por cierto, no aparece en la primera edición del poema, en Fuck You. Llama la atención que Auden considerara necesario especificar un dato tan prosaico en pleno encuentro amoroso. Más comprensible es que, en el verso siguiente, atribuya al objeto de su deseo rasgos propios de la divinidad: es una «columna regia», es inefable, es sabio. También lo hace en otras estrofas: en la decimonovena, se introduce a «la divina persona» entre los muslos. Quizá le pareció excitante, una vez más, la mezcla de sacralidad e impudicia, o puede que no fuera sino una broma más destinada a subrayar el carácter paródico de la composición; o acaso se trate de ambas cosas. En esta apasionada —pero también empírica— descripción, sobresalen algunas hipérboles arquitectónicas, como los «huevos hercúleos» de la decimoséptima estrofa o la «cúpula bizantina» del glande de la vigésimo novena, otra referencia religiosa. A estas exageraciones, en dimensiones y epítetos, pero también en el tono del poema, quizá se refiriera John Fuller al calificarlo de «excesivo».

«Una mamada platónica» concluye en el instante mismo de la eyaculación. No hay prolongación del amor. No hay idilio. La felación es el único motivo del poema. Aunque quizá el poema formase parte de un proyecto mayor y quedase inacabado. 

[Esta es la segunda mitad del artículo publicado en Quimera, núm. 442, octubre 2020, pág. 19-23]

viernes, 4 de diciembre de 2020

Auden, el felador (1)

W. H. Auden escribió «A Platonic Blow (A Day for a Lay)» [‘Una mamada platónica (un día para echar un polvo)’] en Nueva York, en agosto o quizá otoño de 1948, un año importante en su trayectoria, en el que también compuso «In Praise of Limestone» [‘Elogio de la caliza’] y «Not in Baedeker» [‘El Baedeker no lo menciona’], y recibió el premio Pulitzer por La era de la ansiedad. Sabemos cuándo y dónde lo hizo por una carta que envió a su amante, el poeta estadounidense Chester Kallman, el 13 de diciembre de 1948, en la cual le informaba de la redacción de un poema «puramente pornográfico» con el que quería completar el «corpus Auden» y también demostrarle al profesor Norman Holmes Pearson, de la Universidad de Yale, con quien estaba preparando una antología poética, que era homosexual. En la carta, le sugería a Kallman que él escribiera otro poema sobre «el otro mayor acto sexual» —el sexo anal— y publicar las dos piezas, juntas, en «papel impermeable para viejos millonarios guarros», lo que les rendiría, aventuraba, grandes beneficios. Para este díptico imaginado, Auden se había reservado su práctica sexual preferida, la felación, que ejecutaba con entusiasmo, pero, al parecer, escasa solvencia: «Cuantas más ganas le echaba, menos respondía yo», ha escrito Harold Norse, el poeta y escritor beat, que conoció bien las habilidades de Auden —o la falta de ellas—, en Memorias de un ángel bastardo. En cualquier caso, no consta que Kallman atendiera la sugerencia de su compañero. Sí se sabe que «Una mamada platónica» empezó enseguida a circular clandestinamente, de mano en mano, entre amigos y aficionados. La publicación de un poema de esta naturaleza, explícita y antinatural, era ilegal en la Inglaterra y los Estados Unidos de los años cuarenta del siglo pasado. En el país natal de Auden, la homosexualidad estaba penada —fue delito en Inglaterra y Gales hasta 1967, y en 1952 alguien como Alan Turing, que había descifrado la máquina enigma de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y contribuido así a salvar millones de vidas, fue condenado a dos años de cárcel por mantener relaciones sexuales con un joven de diecinueve—, y en su país de acogida, donde se había establecido en 1939, reprimida. La policía secuestraba el «material homosexual» que se atreviesen a publicar editoriales y revistas, organizaba redadas periódicas en los locales gays y sancionaba a los bares que atendiesen a personas sospechosas de cometer el «pecado nefando»; y ni en el cine ni en el teatro podía representarse nada en lo que se reconociese la condición homosexual. 

En 1965, una copia de «Una mamada platónica» llegó a manos del poeta, músico y activista contracultural Ed Sanders, que se decidió a publicarla —sin permiso del autor— en la revista underground neoyorquina Fuck You / A Magazine of the Arts [‘Jódete / Una Revista de Artes’]. El carácter soez del poema de Auden no arredró a Sanders. Al contrario, lo animó a divulgarlo, por el espíritu iconoclasta que lo caracterizaba y por coherencia con el principio que regía la revista desde su fundación en 1962, que él mismo había establecido: publicar cualquier cosa que tuviese que ver con «el pacifismo, el desarme unilateral, la defensa nacional mediante la resistencia pasiva, la conjugación apertural multilateral e indiscriminada [fuese esto lo que fuese, aunque creo que tiene que ver con el sexo], el anarquismo, el federalismo mundial, la desobediencia civil, los opositores y ocupantes de submarinos, y todos aquellos a los que hubiera manoseado J. Edgar Hoover [director del FBI entre 1935 y 1972] en los silenciosos pasillos del Congreso», temas poco convencionales a los que se habían sumado el sexo y las drogas, siempre que atentaran contra la ley, el orden y las buenas costumbres. 

«Una mamada platónica» vio la luz en el número 5, volumen 8, de Fuck You, correspondiente a febrero de 1965 y, casi simultáneamente, en una separata bajo el sello de The Fuck You Press, la editorial asociada a la revista. Con la forma desidiosa, proletaria —mimeografiada, con notas e ilustraciones manuscritas y un papel de muy baja calidad—, propia de los medios culturales más radicales de la época, aguerridos e impecunes, destaca en este número una magnífica nómina de autores, entre los que predominan los miembros de la generación beat. Además de Auden, colaboran Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Gregory Corso, Peter Orlovsky, LeRoi Jones, Ted Berrigan y el propio Sanders, entre otros escritores notables. La cubierta es de Andy Warhol. El poema de Auden aparece sin título y encabezado por una anotación: «Un poema mamón arrancado del cuaderno de W. H. Auden y que ahora, según parece, se encuentra en la Biblioteca Morgan». En la relación de colaboradores, Sanders caracteriza así a Auden: «Ciertamente, un poeta eterno. Con gran paranoia hemos impreso este delicioso poema mamón. No obstante, se trata de una obra excelente, y una cuidadosa investigación ha demostrado que es auténtica». Algunos años después, Auden lamentó no solo que «Una mamada platónica» se hubiera publicado sin su permiso, sino que aquel pareciese ser el único poema escrito por él «que los jipis hubieran leído», como refiere Richard Davenport-Hines en su biografía del poeta, Auden

La precisión de Sanders sobre la autenticidad del poema se explicaba por el anonimato con el que «Una mamada platónica» había circulado. Auden reconocía en privado que lo había escrito él, y hasta se lo leía en la intimidad a los amigos. Uno de ellos, el poeta Stephen Spender, recuerda en sus Diarios: 1939-1989 que Auden confesó en 1970, en un encuentro con él y Chris Jagger —el hermano de Mick—, que había escrito el poema «como un ejercicio en escazontes», es decir, en versos que cojeaban: de ritmo yámbico, pero cuyo último pie no es un yambo, sino un trocaico o un espondeo, con lo que da sensación de «andar» con el ritmo alterado. Sin embargo, Auden nunca se atrevió a reconocer su autoría en público, salvo un vez: en una entrevista que le hizo el Daily Telegraph el 9 de agosto de 1968. De la primera edición en Fuck You han sobrevivido pocos ejemplares, porque, poco después de publicarse, la policía de Nueva York irrumpió en la librería de Sanders, la legendaria Peace Eye [‘Ojo de la Paz’], y secuestró casi toda la edición, cuya tirada había sido de 300 ejemplares, junto con la separata con el poema y otros materiales «obscenos», que fueron destruidos. Fuck Books tomó el testigo y publicó «Una mamada platónica» en Londres en 1967. Luego, en octubre de 1969, lo hizo en Amsterdam una publicación erótica, Suck [‘Chupar’]. También se publicó en el número 11 de la revista Avant Garde (que tuvo el detalle de enviarle a Auden un cheque por su colaboración, pero el poeta lo devolvió) en marzo de 1970, el mismo año en el que Guild Press dio a conocer una versión ilustrada. Finalmente, también el Gay Sunshine Journal lo recogió en su número 21, en 1974. La circulación subterránea y azarosa del poema ha hecho que apareciera con diversos títulos: a veces era «Una mamada platónica (un día para echar un polvo)»; a veces, solo «Una mamada platónica» o «Un día para echar un polvo»; en otras ocasiones, ha sido «El poema mamón» o, simplemente, «El poema de la mamada»; también se le ha añadido la coletilla «por la Sra. Oral» (by Mrs. Oral). En cualquier caso, Auden no lo incluyó en las ediciones de su poesía completa que dio a la imprenta en 1966 y 1968, y hoy sigue sin incluirlo la que después publicó Edward Mendelson en 1976; tampoco lo hacen las principales antologías de su obra, del propio Mendelson (1979) y de John Fuller (2000), todas ellas publicadas por Faber & Faber. En España, «Una mamada platónica» no figura en ninguna de las mejores selecciones de la obra de Auden, entre las que destacan Canción de cuna y otros poemas, con traducción y prólogo de Eduardo Iriarte (Lumen, 2006), y Los señores del límite, con selección, traducción y prólogo de Jordi Doce (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007). Hasta donde alcanzo a saber, el poema solo se ha publicado exento en la remota separata de The Fuck Press y en Orchises Press, de Alexandria (Virginia, EE. UU.), en 1985, con el título de «The Platonic Blow and my Epitaph». Pero sí se ha incorporado a múltiples antologías de poesía erótica, algunas tan recientes como The Best American Erotic Poems. From 1800 to the Present, de David Lehman (Scribner, 2008), o The Poetry of Sex, de Sophie Hannah (Viking, 2014), y se reproduce en varias páginas de internet, bien recitado (https://www.youtube.com/watch?v=psy0q0qm6u8) o transcrito (https://www.vulture.com/2008/03/how_dirty_is_that_auden_poem_t.html#more o http://www.lapetiteclaudine.com/archives/Auden_The_PLatonic_blow.txt, entre otras). Pese al conocimiento universal (y gratuito) del poema que permite Internet, esa hidra de muchísimas cabezas, los actuales tenedores de sus derechos no han autorizado su publicación, ni la de su traducción, en este artículo, por lo que todas las referencias al texto original son citas y los comentarios, un parafraseo que, no obstante, espero lo más certero posible, y para cuya valoración y cotejo remito a la versión original —o versiones: hay pequeñas diferencias entre ellas— accesible en las páginas mencionadas. 

Como historia, la que explica «Una mamada platónica» es bien sencilla: un soleado día de primavera, el protagonista del poema vuelve de almorzar y ve en la calle a un atractivo joven. Se atreve a invitarlo a su casa, y el joven acepta. Allí toman unas cervezas y charlan. El hombre se llama Bud, es mecánico y de Illinois, y tiene veinticuatro años. Pero el protagonista no está por perder el tiempo, que es oro, y no tarda en echarle mano a la bragueta. Descubre entonces, con alborozo, que la naturaleza ha sido generosa con Bud: el miembro que su experta mano saca a la luz tiene «casi veintitrés centímetros de longitud y ocho de grosor». Pero, cuando se prepara para chuparlo, Bud lo frena y se desnuda. El protagonista dedica entonces varias arrebatadas estrofas a cantar la belleza de su cuerpo, con especial detalle la de sus órganos genitales. Luego hacen lo que hacen todos los amantes en estas o semejantes circunstancias: se abrazan, se besan, se acarician, practican el coito intercrural y, por fin, se rinden a la felación: Bud se abandona en la cama, «con los labios entreabiertos y los ojos cerrados (…), listo para el acto», y el protagonista se lanza sobre su cuerpo: le lame las tetillas y los sobacos, le besa el pecho, le acaricia los muslos y las caderas, le oprime las nalgas y, por último, le da un beso negro, lento y sabroso. Luego se aplica a la placentera tarea de la mamada, que concluye, quod erat demonstrandum, en una copiosa eyaculación.

(Continuará)

[Esta es la primera mitad del artículo publicado en Quimeranúm. 442, octubre 2020, pág. 19-23]

domingo, 29 de noviembre de 2020

Los chupasangres

No, esta entrada no va de bancos ni de fondos buitre, como pueda hacer pensar el título, sino de vampiros, los protagonistas de la exposición Vampiros. La evolución del mito, que se ha inaugurado hace poco en el CaixaForum de Barcelona, uno de los últimos refugios de la cultura en la ciudad en estos tristes meses de pandemia. Aunque, para serlo, la entidad ha de aplicar estrictamente los protocolos sanitarios. Por ejemplo, en los servicios solo puede entrar una persona. Me imagino el sufrimiento de quien padezca un repentino y violento apretón y encuentre el aliviadero ocupado. Aunque también descubro que esa angustiosa situación tiene una contrapartida feliz, una vez estás dentro: es un placer evacuar sin nadie cerca que haga ruidos, desprenda olores, se sacuda la minga a la vista de todos, ocupe el secador eléctrico cuando vas tú a secarte o salga sin lavarse las manos. Pese a todo, el control de los vigilantes no es tan férreo como había creído: cuando aún estoy en el mingitorio, entra un joven, que se baja los pantalones hasta casi las rodillas y desagua con entusiasmo. La exposición, en la que predominan el rojo y el negro, los colores de la sangre y la muerte, asuntos ineludibles cuando se habla de vampiros, empieza con unas imágenes de Nosferatu. Una sinfonía del horror, el clásico de Murnau, en las que se ve al monstruo protagonista, calvo, de nariz ganchuda y uñas como garfios, subir lenta y ominosamente por unas escaleras, tras los turbios cristales de una ventana ojival (nosferatu, por cierto, proviene del griego nosoforos, que significa 'portador de la enfermedad'). El efecto anticipa lo que encontraré a lo largo de la exposición: pantallas con escenas de las muchísimas películas protagonizadas por vampiros, uno de los principales mitos oscuros de la humanidad. Porque la figura de esta encarnación del mal, de esta sombra que necesita del elixir de la vida que es la sangre para seguir existiendo, se pierde en la noche de los tiempos, desde los utukku mesopotámicos hasta los jiang shi o vampiros zombis de la antigua China: los chinos, como con la pólvora o el papel, se nos adelantaron varios siglos. Pero el mito, tal como lo conocemos, reverdece en la Edad Media y se inspira, sobre todo, en dos personajes históricos de la Europa Central: Vlad Draculea, un rey valaco del siglo XV, hoy héroe nacional de Rumanía, que sembró los campos de Valaquia y Transilvania de turcos atravesados por estacas del ano a la boca (o a la base del cuello) y se ganó, con todo merecimiento, el apodo de el empalador (aunque no consta que se bebiese la sangre de sus enemigos); y la condesa húngara Erzsébet Báthory, llamada la sangrienta —otro sobrenombre elocuente—, que vivió entre los siglos XVI y XVII, y a la que se acusó de secuestrar en su castillo a numerosas vírgenes, a las que torturaba y desangraba hasta la muerte para darse baños en su sangre (la Báthory era más audaz que Cleopatra, que usaba leche de burra para su toilette) y bebérsela para conservar la belleza y ganar la inmortalidad. Esta cruel aristócrata inspiró al irlandés Le Fanu (un nombre vagamente vampírico) el personaje de Carmilla, la protagonista de la novela homónima, publicada en 1872, antecedente de la obra que probablemente más haya hecho por la consolidación del mito en la conciencia contemporánea: Drácula, de 1897, escrita por otro irlandés, Bram Stoker. (En mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra, colgué en 2013 una entrada sobre Stoker y su espeluznante creación: https://eduardomoga.blogspot.com/2013/09/dracula.html). Un ejemplar de la novela de Stoker me espera en la primera vitrina de la exposición, junto con la reproducción de algunas páginas del manuscrito original —escrito con tinta negra y subrayados rojos—, como reconocimiento de su relevancia en la configuración del arquetipo. Vampiros. La evolución del mito se estructura en secciones sucesivas, cada una de las cuales subraya algún aspecto de los chupasangres —vampiros eróticos, vampiros políticos, vampiros poéticos...—. El contenido gráfico resulta fundamental: un mito sin cuerpo, sin imagen (aunque no se refleje en los espejos), no acaba de ser un mito. Veo dibujos de Gustavo Doré y estampas de Goya, varios de cuyos Desastres de la guerra y Caprichos, como el célebre "El sueño de la razón produce monstruos", el apropiado "Mucho hay que chupar" o el sugerente "No te escaparás" (en el que una bella y blanquísima señorita es perseguida por una caterva de seres deformes y alados), abundan en figuras monstruosas, de rasgos vampíricos, es decir, diabólicos: con alas de murciélago o uñas larguísimas, otro de los rasgos tradicionales del engendro. Y, entre las acostumbradas escenas de tétricos castillos, nieblas espesas (los vampiros, además de en murciélagos, pueden convertirse en niebla) y lúgubres paisajes nocturnos, me divierte (aunque no sea esta una palabra muy adecuada para lo que se da a contemplar) un carboncillo de Wes Lang, muy reciente, de 2019, titulado A la mierda los hechos —un título que podría haber sido dictado por Donald Trump—, en el que aparecen, insalubremente mezclados, la muerte, muchas calaveras y un vampiro; y numerosas caricaturas de personajes famosos, representados como vampiros, algunos muy pertinentes —la Thatcher, Putin, Nixon— y otros menos evidentes, como la Merkel, Obama o Bush hijo, que era tonto, pero yo no diría que chupasangres (aunque acaso sí lo fuera alguno de sus colaboradores, como Dick Cheney). Una serie de fotografías me llama mucho la atención: el retratado es James Dean, dentro de un ataúd, haciendo visajes; están tomadas por Denis Stock, en 1955, siete meses antes de que el protagonista de Rebelde sin causa estampara el Porsche que conducía contra otro coche en Cholame, California. El apartado cinematográfico es el más importante de la exposición, y no solo por el carrusel de películas que se proyectan, sino también por los carteles publicitarios y los estupendos materiales de atrezzo que los acompañan en algunos casos. Veo en varias escenas a Christopher Lee, el drácula que mejor ha enseñado los colmillos en el cine, en dura competencia con Peter Cushing y Bela Lugosi, húngaro como la princesa Báthory, al que se presentaba en los años 30 como "el más terrorífico de los vampiros". Lee protagoniza también dos de las escasas incursiones del cine español en el mito de Drácula: Cuadecuc, vampir, del catalán Pere Portabella, un documental, a modo de making of, de El conde Drácula, la película sobre el vampiro filmada por el madrileño Jesús Franco en 1970. Por otra parte, en Drácula AD, de 1972, el inmarcesible Lee le arranca voluptuosamente un crucifijo del cuello a la joven, muy escotada y muy bien alimentada, a la que aspira a hincar el diente. Es una escena frecuente en el cine de vampiros: el ávido conde, tras seducir a la indefensa damisela con sus aristocráticos encantos, se abalanza sobre ella, le propina el mordisco mortal y le vacía la carótida. Lo que sucede después no suele relatarlo la cámara. En este caso, el director de Drácula AD, Alain Gibson, se encarga de subrayar, con varios close ups, que el crucifijo, como suele suceder, se encuentra entre los dos senos. Por las pantallas de la exposición desfilan escenas de clásicos del género: desde los añejos Drácula, de Tom Browning (1931), o Vampyr, de Carl Theodor Dreyer (1932), hasta los finiseculares Drácula, de Bram Stoker, de Coppola (1992), o Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan (1994). Junto con estas celebradas producciones, se muestran otras mucho menos conocidas, aunque acreditativas de la vigencia universal del mito, como Atlal, una película para televisión del libanés Ghassan Salhab (2006), la japonesa Chi o suu bara, de Michio Yamamoto (1974), o la originalísima Una chica vuelve a casa sola de noche, de la iraní Ana Lily Amirpour (2014). Por suerte, la exposición no ha recogido ninguna muestra de otro ejemplo del cine español sobre vampiros: Brácula: Condemor II, de Chiquito de la Calzada. Habría sido demasiado anticlimático, supongo. Aunque, entre la cartelería que jalona las paredes de la vasta exposición, destacan un pasquín de Abbott y Costello contra los fantasmas, en la que participan, junto a aquellos morancos estadounidenses que eran Bud Abbott y Lou Costello, grandes del cine de terror, como Lon Chaney, en el papel del hombre lobo, Bela Lugosi, en el de Drácula, claro, y Glenn Strange, en el de Frankenstein; y varios, en diferentes idiomas, según el país en el que se estrenase, de El baile de los vampiros, de Roman Polanski, otro ejemplo de comedia vampírica, en la que aparece la infortunada Sharon Tate, que murió a manos de alguien mucho peor que un vampiro. Dentro del apartado gráfico, me paso un buen rato admirando la portada de la revista Bazaar en la que aparece mi enamorada Lauren Bacall (es decir, yo estoy enamorado de ella, no ella de mí) con el loable propósito de incitar al público a donar sangre —la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo—, vestida como una vamp: entre sombras, con ropa y complementos rojos y negros, y el cuello de la chaqueta alto y siniestramente levantado. Muy atractivas resultan también las piezas de vestuario expuestas: el abrigo de faya verde y botones de azabache y la máscara de látex de Klaus Kinski en Nosferatu, vampiro de la noche, aunque uno piensa que al actor no le hacía falta realmente ninguna; el abrigo rojo de Gary Oldman, de cola infinita, y el bellísimo vestido verde de Winona Ryder en el Drácula de Coppola; o los también espectaculares atuendos de Tom Cruise y Kirsten Dunst, azules ambos, en Entrevista con el vampiro. Mientras reparo en todo esto, no dejan de oírse chillidos de mujeres, las mordidas por los cientos de vampiros que en el cine han sido: lo que en otras circunstancias pondría nervioso, hay que admitir que aquí es pertinente. No obstante, algunos elementos de la exposición me defraudan un poco. La sección "Vampiros poéticos", que tanto promete, se me antoja insustancial, salvo por la presencia de la primera vamp moderna, la gran Theda Bara. "Vampiros eróticos", a la que accedo con entusiasmo, es sorprendentemente breve. Y en una sala a cuya entrada se nos previene de que "algunas imágenes pueden herir su sensibilidad", y en la que me apresuro a entrar, solo se proyectan escenas con los habituales mordiscos, chupeteos y regueros de sangre: nada que no resulte propio, y hasta rutinario, del asunto que nos ocupa, aunque sospecho que el aviso tiene que ver con el hecho de que, en estas películas, todas las víctimas de los vampiros, siempre mujeres, son atacadas con especial virulencia y aires de violación. La exposición tiene también un Vamp Club, una habitación, forrada de rojo, con un espejo en el que no nos reflejamos (o nos reflejamos al sesgo, muy tenuemente), el mismo efecto que se produce en dos "cajas de espejismos", de Charles Matton, situadas muy cerca, una de las cuales se titula El salón de Ana Frank, otra desaparición celebrada. La última sección de la exposición, "Vampiros pop", reúne la parafernalia más actual sobre Drácula: cómics (hay ejemplares de los míticos Vampirella y Creepy), piezas de animación japonesa, videoclips y escenas de series de televisión, como Buffy cazavampiros y el muy adolescente Crepúsculo, en el que los vampiros son guapísimos y hasta bondadosos. También me alegra encontrar una edición argentina y sesentera de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, tantas veces llevada al cine, en la que se cuenta la lucha del único ser humano que ha quedado en la Tierra, después de un apocalipsis planetario, contra una raza de hombres convertidos en vampiros por una bacteria, que, como ortodoxos chupasangres, solo atacan de noche. Cuando salgo de la exposición, ya está oscureciendo. Tengo que ir con cuidado: en cualquier momento pueden aparecer unos colmillos ansiosos de vida.

martes, 24 de noviembre de 2020

El descubrimiento de la jardinería

La jardinería nunca me había interesado. Me parecía una ocupación de viejos, como hacer rompecabezas de miles de piezas, y tan fascinante como una tarde de pesca o un curso de contabilidad. Quizá sea verdad que nuestros miedos o aborrecimientos son percibidos por las criaturas que nos rodean, porque las pocas veces que había intentado asomarme a aquel mundo —empujado, sobre todo, por mi mujer, que desde siempre había albergado la descabellada esperanza de que me dedicase a la horticultura— el resultado había sido la defunción inmediata de las plantas; tan inmediata que una vez, al llegar a casa de la floristería, ya se me habían muerto. Nada sobrevivió a mis atenciones, es decir, a mis desatenciones. El tronquito del Brasil se mustió en un par de semanas; el bonsái, tan japonés, tan caro, no resistió el primer mes; incluso las plantas más aguerridas, como potos o geranios, declinaban a toda prisa. Hasta que Ángeles tuvo la feliz idea de poner plantas crasas en la terraza y en el alféizar de la ventana de la cocina. Las plantas crasas o suculentas son las más duras de todas: salvo que las abrase el sol, lo aguantan todo: que no las abonemos, que no las limpiemos, que no las reguemos; en una palabra, que nos olvidemos de ellas. Y eso es exactamente lo que hicieron: aguantar. Más aún: para mi sorpresa, empezaron a crecer. Los plantones iniciales engordaron y se multiplicaron hasta formar pequeñas selvas de hojas aterciopeladas y lustrosas. Y no solo eso: cada cierto tiempo desarrollaban unas antenas enormes, en el extremo de las cuales brotaban flores no muy vistosas, pero que eran, indudablemente, flores. Yo me asombraba, en cada desayuno, de aquel medro improbable, pero que saltaba a la vista. También en la terraza el áloe —otra planta suculenta— se sobreponía a todo y crecía, crecía, en una maceta que muy pronto se quedó pequeña. De hecho, me preguntaba cómo podían sobrevivir las raíces de una planta que se había hecho tan grande, y por lo tanto la planta misma, en un recipiente tan exiguo. ¿A dónde irían? Aquel era otro misterio de la botánica. Por si fuera poco, un poto, el último superviviente de una estirpe de lianas que había perecido sin remedio, prosperaba insólitamente en una esquina de un armario de la cocina, junto a una cerámica de recuerdo de Talavera. Pero no solo aquella inopinada supervivencia despertó mi curiosidad por la jardinería. Una soledad no menos imprevista en mi vida me hizo consciente de que mi casa ya no era un lugar de paso, como había sido en los últimos años, sino mi reducto, y que era importante que ese reducto fuese lo más agradable y estuviera lo más vivo posible. De pronto, un buen día, me descubrí a mí mismo regando escrupulosamente las plantas y limpiándolas de hojas secas. Mi sorpresa fue ya total cuando me vi, un sábado por la mañana, empujando un carro por los largos pasillos del Jardiland, el mayor centro de jardinería de Sant Cugat, al que había acompañado algunas veces a Ángeles, pero que siempre me había parecido tan exótico, y tan ajeno a mis intereses, como la selva de Sumatra. Y eso mismo hago hoy: ir al Jardiland para comprar tierra, más plantas, una maceta rectangular donde ponerlas y, como tengo previsto transplantar el áloe de su tiesto-corsé a un contenedor más desahogado y anticipo que las hojas serradas y puntiagudas del arbusto pueden hacerme un destrozo (lo entiendo: es resistencia pasiva), también guantes de jardinería y unas tijeras de podar, para no utilizar las de cocina que he empleado hasta ahora. Hay una cola enorme a la entrada: un empleado tiene que limpiar cada carrito de la compra que cogen los clientes: la pandemia obliga. A su lado, veo a una madre, sentada en el asiento de atrás de un coche, darle de comer un potito (no un poto pequeñito, sino un tarro de papilla) a un bebé en un carrito (no de la compra, sino de bebé). Así de familiares son las visitas al Jardiland. Yo, en cambio, vengo solo. Me proveo, nada más entrar, de varios sacos de tierra universal, porque he aprendido que los diferentes tipos de plantas necesitan diferentes tipos de tierra (por ejemplo, las crasas no requieren suelos ricos: prefieren los pobres; hasta en arena prosperan) y luego me hago con cuatro geranios, los últimos que quedan en el establecimiento. "Tenemos muy pocos", me dice la empleada a la que me dirijo para que me oriente en la jungla, "porque en invierno se ponen feos". "Pero no se mueren, ¿verdad?", respondo, escamado. "En principio, no deberían". El "en principio" me deja preocupado. De todos modos, me los quedo. Los geranios siempre han tenido un encanto especial para mí. En la casa donde me crie, siempre había geranios, y sigue habiéndolos. Los cuidaban tanto mi madre como mi abuela en el balcón de nuestro piso, y mi infancia aparece nimbada, en mi recuerdo, de los tallos recios, del rojo vivo de las flores y del aroma delicadamente arenoso de una planta poco sofisticada, pero, a mis ojos, muy sensual. El geranio es la planta de los labriegos, de las casas de adobe y los veranos rocosos: sutilmente mineral. Junto con los geranios, que, en efecto, lucen desgarbados y casi tísicos, me hago con dos ciclámenes. Por variar: para que no todo sea geráneo. Luego de la tierra y las plantas, busco la sección de utillería. Tardo en encontrarla, pero da igual: es un placer pasear por los pasillos inundados de olores y colores, saturados de geometrías sinuosas y dispares, iluminados por los fogonazos helados de las flores rojas, blancas, violetas, amarillas. Apenas sé cómo se llama ninguna de estas plantas. Quizá por eso me fascinan sus nombres, que encuentro inevitablemente poéticos: amarilis, anturio rojo, clivia, ciclamen, gardenia, orquídea mariposa, clavel del aire, margarita elsa, lirio de los incas, cielo estrellado. Siempre he encontrado fascinantes también las descripciones botánicas. Por ejemplo, esta es, según wikipedia, la del ciclamen: "Planta herbácea, perenne, con tubérculos más o menos lisos, glabros o pubescentes, enraizantes en toda la superficie o solo en la base. Hojas con largo peciolo, subenteras o inciso-lobadas, glabras o glabrescentes, con haz verde moteado y envés de color verde o purpúreo. Flores pentámeras, actinomorfas, solitarias, pediceladas, péndulas, proterandras. Cáliz con cinco sépalos soldados en la base. Corola con cinco pétalos reflejos, soldados en la base, formando un tubo globoso; lóbulos contortos, enteros o raramente dentados, más o menos auriculados; de color blanco, rosado o purpúreo. Estambres con anteras introrsas, hastadas, sobre filamentos muy cortos. Ovario súpero, globoso. Fruto en cápsula con dehiscencia apical por cinco-siete valvas; pedicelo fructífero aproximando por curvatura o, más habitualmente, por enrollamiento helicoidal". ¿No es maravilloso? No entiendo nada, pero me siento embrujado, sumido en un mundo tumultuoso y enigmático. Encontrarme, por fin, delante de un inmenso expositor lleno de guantes me saca de mis lucubraciones lingüísticas. Nunca habría imaginado que hubiese de tantos tipos: guantes para transplantar e injertar, guantes para podar, guantes para conducir maquinaria, guantes contra arañazos, guantes contra pinchazos... ¿Habrá algunos contra la torpeza? Me llevo los que protegen de los pinchazos: el áloe es una planta paciente, casi estoica, pero no sé si le gustará que la manipule como preveo hacerlo. También cojo unas tijeras adecuadas. Las hay capaces de desmochar una secuoya. Yo me conformo con unas modestas, solo para retocar puntas. Mientras enriquezco mi arsenal jardinero, oigo que me llaman: "¡Eduardo!". Se me hace extraño que alguien diga mi nombre en voz alta, y más cuando veo que quien lo ha hecho es una mujer, con el inevitable embozo de la mascarilla, en una silla de ruedas. Calza una bota ortopédica. Por fin la reconozco: es una vieja amiga de Ángeles y mía, que ha venido con toda la familia a comprar semillas. Al parecer, cultivan guisantes en casa. Está postrada y lleva la bota porque se acaba de operar de un juanete. Después de expresar la preceptiva sorpresa por verla, le digo que yo también debería operarme de uno, pero que, si lo hiciera, no sé quién empujaría la silla como ahora hace una de sus hijas. Así que sigo dejando que el juanete me agujeree los zapatos. Cuando llego a casa, me aplico a la operación de transplante del áloe. Lo que no es fácil. La planta ha crecido tanto que ya no deja espacio para meter la mano hasta la tierra, así que, como no quiero tirar del tallo principal, lo que me parece muy arriesgado y vagamente estrangulador, no me queda más remedio que romper la maceta para extraerla. Encuentro entonces respuesta a la pregunta que me he hecho estos días: ¿dónde metía las raíces? Pues las metía alrededor, es decir, envolviendo la tierra en una red muy tupida, hasta formar una pelota sólida, de la que no cae ni una mota. Meto la pelota en una maceta mayor, como quien le regala un piso a un hijo. En la manipulación, fatalmente inexperta, troncho varias hojas del áloe, que parecen brazos amputados. Queda a la vista la pulpa húmeda y carnosa, que gotea una sangre verde: me siento culpable; me entristezco. No obstante, creo que ambos hemos superado el trance. Espero que en su nuevo habitáculo esté más cómodo. Y que no se muera.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El oro de la sintaxis

Acaba de aparecer, en estos tiempos de tribulación, ay, mi más reciente libro de crítica literaria, El oro de la sintaxis, donde reúno reseñas, artículos y prólogos que he publicado —o no: algún trabajo hay inédito— a lo largo de los últimos cuatro años. Ve la luz en la editorial chileno-española RIL, cuya división española capitanea, desde Granollers, el extremeño Paco Najarro, donde ya se publicó, a principios de 2019, El sonido absoluto. Un ensayo sobre Cortejo y Epinicio, de David Rosenmann-Taub. Me gusta reunir cada cierto tiempo mis trabajos críticos, inevitablemente dispersos en revistas, periódicos, medios digitales y mi propio blog, y darles una segunda oportunidad en forma de libro, de ese vehículo imperecedero que es el libro. Hasta el momento, he tenido la suerte de encontrar las editoriales donde hacerlo, y esta es una buena ocasión para expresar mi agradecimiento a RIL por haberme acogido de nuevo en su catálogo, tras mi todavía reciente ensayo sobre Rosenmann-Taub. La crítica es un territorio arduo, por el que muchos transitamos, pero en el que pocas visiones y aún menos estilos cuajan. Por visiones me refiero a conceptos de la literatura: a formas singulares, coherentes y, si es posible, reveladoras de verla, y por estilos, a maneras asimismo personales de expresarla. No sé si yo he logrado ni visión ni estilo, pero sí que me esfuerzo por que cada trabajo sea un ejercicio de análisis, una aproximación, lo más genuina y transparente posible, a cada libro, a cada propuesta a la que me asomo. En el índice del libro, que he copiado más abajo, podrá comprobarse que El oro de la sintaxis se ocupa, fundamentalmente, de la literatura española. Hay una sección dedicada a Whitman, al que me siento muy ligado desde que traduje, en 2013, su magno Hojas de hierba, y cuyo bicentenario se ha celebrado en 2019, lo que ha hecho que menudearan los trabajos sobre su figura y su obra, y también algunos artículos sobre autores foráneos, pero el grueso del volumen trata de libros de escritores nacionales. Sin patrioterismo alguno y sin restar ningún valor a la savia nueva que suponen las traducciones, sin las cuales no se puede educar el gusto ni renovar las tradiciones, creo que hay que defender la literatura española, y que una forma de hacerlo es traerla a primera línea, reflexionar sobre ella, darle eco. Nadie la ataca expresamente, pero sí se ve sometida al empuje de las literaturas extranjeras, a la que muchos editores —y no pocos lectores— se sienten tentados de dar prioridad por ese mero hecho: por ser extranjeras. Algún papanatismo hay en ello: aún arrastramos, me parece, algo de aquel viejo complejo de inferioridad en virtud del cual todo lo que venía de fuera nos parecía mejor que lo que teníamos dentro. El oro de la sintaxis pretende ser una modesta contribución a esa reivindicación de lo propio y una forma de celebrar, otra vez, el hecho vivo y gozoso de la literatura.

                        


Este es el índice del libro:

1. EL SUTIL ARTE DE LA RESEÑA

- «Diario total», sobre Benarés, India, de Jesús Aguado
- «El diorama de los desheredados», sobre Cuentos completos, de Ignacio Aldecoa
- «La infancia y el hoy», sobre Teoría de las niñas, de María Baranda
- «Un ocio doliente», sobre El ocio que nos queda, de Ignacio Cartagena
- «Viajar», sobre Con las suelas, con el viento, de Martín Casariego
- «Cilleruelo, antologado», sobre La mirada. Antología esencial 1982-2017, de José Ángel Cilleruelo
- «Espíritu errante entre la lógica y la magia», sobre Seis sextetos, de Juan Carlos Elijas
- «El tiempo es un cartón de leche», sobre Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad), de Agustín Fernández Mallo
- «Llamarse nadie, pero ser vigoroso», sobre Llamarse nadie, de José Luis Gómez Toré.
- «César González-Ruano revisitado», sobre Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, de César González-Ruano
- «Una lectura desveladora», sobre David Rosenmann-Taub: poemas y comentarios. Una antología comentada, de Kenneth Gorfkle
- «Los hombres del Norte», sobre Los hombres del Norte. La saga vikinga (793-1241), de John Haywood
- «Jardín de grava», sobre Jardín de grava, de Ernesto Hernández Busto
- «Hermoso y exacto», sobre Ciento noventa espejos, de Francisco Javier Irazoki
- «El agua del tiempo», sobre El contador de gotas, de Francisco Javier Irazoki
- «El amor es fuerte como la muerte», sobre Cantar de cantares de Salomón, de fray Luis de León
- «Extraor(di)n(ario)», sobre Cuidados paliativos, de José Antonio Llera
- «Sonido y angustia», sobre Pródromo, de Aurelio Major
- «Des en canto», sobre Des en canto, de Mario Martín Gijón
- «La sombra de Unamuno es alargada», sobre Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español, de Mario Martín Gijón
- «¿Mentirosos o delirantes?», sobre Los papas. Una historia, de John Julius Norwich
- «Diccionario de la estupidez», sobre Diccionario de la estupidez, de Piergiorgio Odifreddi
- «Salvar lo inconfesable», sobre Caligrafía de la necesidad, de Cecilia Quílez
- «Elegancia inglesa», sobre El café portugués, de Antonio Reseco
- «Vanguardia viva», sobre Poesía reunida (1980-2011), de Jordi Royo
- «La revelación y la muerte», sobre Poesía, de Jaime Saenz
- «Estamos todos muertos», sobre Descendimiento, de Ada Salas
- «Pezón», sobre Pezón, de Jonás Sánchez Pedrero
- «Pessoa el inglés», sobre Sonetos y canciones de Alexander Search, de Fernando Pessoa
- «Tres libros misceláneos», sobre El lector incorregible, de José Luis Melero; Un aire anglès, de Miquel Berga; y Caleidoscopio, de Brian Nissen
- «Los aforismos de la isla», sobre Lunáticos, de José Ángel Cilleruelo; Nanomoralia, de Vicente Luis Mora; y El hilo de la luz, de Gabriel Insausti.
- «Subir al origen», sobre Subir al origen, de varios autores (edición de José María Castrillón)

2. ARTÍCULOS: DONDE ASOMAN LA FILOLOGÍA Y TAMBIÉN LA DIVAGACIÓN

- Breve relación de la literatura española sobre Londres
- El ahogado (en Barcelona) más hermoso del mundo
- El encargo, de Javier Melero, y las cosas del Derecho
- El opositor y la historia
- El vino en la poesía española
- José Donoso: la poesía de un novelista
- La «Oda al vino», de Miguel Hernández. Un comentario moderadamente estilístico
- Los 50 libros del año
- Interpoetas o poetanautas
- La (in)felicidad de los escritores
- Jacques Viau, poeta, joven y muerto

3. WHITMANIANA

- «Hojas de hierba, de Walt Whitman», de Canto de mí mismo y otros poemas, de Walt Whitman
- Walt Whitman, poeta del yo y del nosotros
- Whitman y la naturaleza
- La traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman

4. PRÓLOGOS: EL ANÁLISIS CORDIAL

- De Concertar el desconcierto, de Juan Luis Calbarro
- «Un viaje triple: vida, escritura e historia», de Y habré vivido, de Agustín Calvo Galán
- De La tarde libre, de Anxo Carracedo
- De Escrito con luz, de José Antonio Marcos y Javier Pérez Walias
- «Esplendorosa minucia», de Catorce vidas. Poesía 1997-2012, de María Ángeles Pérez López

Y este es el enlace a la ficha bibliográfica de la editorial: https://rileditores.quares.es/apex/f?p=2025:DETALLE-PRODUCTO:12580447174388::::P2_ID:18797

sábado, 14 de noviembre de 2020

Un puente, un partido de críquet y otras cosas de un domingo por la tarde

Tengo el cuerpo entumecido después de tantas horas sentado (leyendo y escribiendo, ¿qué si no?) y salgo a dar una vuelta. Hoy quiero acercarme a ver una pequeña joya arquitectónica de Sant Cugat que todavía no conozco, aunque no está lejos de mi casa: el puente de Can Vernet, una construcción del siglo XIV. Al salir a la calle, me sorprende el calor que hace: estamos en noviembre y todos vamos en mangas de camisa. El parc Central está lleno: con los bares, restaurantes, gimnasios, cines y teatros cerrados, la gente se echa a los parques para sobrellevar este semiencierro, que dentro de un par de semanas será encierro entero. Delante del portal, un funambulista ha tendido una cuerda entre dos árboles y la cruza descalzo. La cuerda está a muy poca distancia del suelo. Si la hubiese puesto más alta, me habría quedado a verlo. Algo más allá, un grupito hace taichí, ese kungfú fosilizado que yo también practiqué hace algunos años. Lo dejé porque me aburría: los movimientos se repiten hasta el agotamiento, y a uno le gusta un poco más de variedad. Sigue siendo una disciplina grata de ver, como un poema bailado, pero, como me ha pasado con el funambulista, no me entretengo demasiado: he perdido el interés. Es llamativo el número de casos curiosos que se acumulan en los lugares, si uno deja pasar el tiempo suficiente. Hoy he visto a un equilibrista y a unos practicantes de artes marciales. Hace un par de años, en la rotonda adyacente, se posó un helicóptero: evacuaba a un infartado en la calle. Si no dejo de vivir aquí, quizá vea en el vecindario un aterrizaje extraterrestre o la caída del capitalismo. Se trata de tener paciencia. Me encamino por la calle de Pere Serra (un pintor del siglo XIV, precisamente) al puente de Can Vernet. Los árboles del parque forman un lienzo multicolor: los pigmentos del otoño rojos cáusticos, amarillos melancólicos, verdes draconianos, pardos rampantes, negros– estallan en los troncos y en las copas, y uno se baña, con euforia silenciosa, en tantos matices discrepantes, en tanto encendimiento. Veo caer las hojas, que revolotean como mariposas y se depositan en la alfombra dorada donde las esperan sus compañeras más precoces, muertas. Por desgracia, perturban la idílica estampa las horrísonas motos, que en Sant Cugat son muy gordas, y que envenenan el aire con sus detonaciones. Sus dueños, no obstante, las cabalgan muy ufanos, como adolescentes acneicos que necesitasen hacer mucho ruido para afirmar su tentativa personalidad y se enorgullecieran de lo grande que es lo que tienen entre las piernas. En un portal veo una calabaza de Halloween de cerámica, que rinde tributo a la colonización cultural. No tardo en llegar al puente, oculto tras unos cañizares espesísimos, algunas de cuyas cañas son altas como palmeras. En realidad, el puente de Can Vernet no es un puente, sino lo que queda de un acueducto, de tres kilómetros de extensión, que llevaba agua desde un pozo cercano, en la antigua mina dels monjos ['mina de los monjes'], hasta la cisterna del palacio abacial del monasterio y la parte baja del pueblo. Así lo hizo durante casi 600 años, hasta 1922. El agua viajaba por un canal tapado con losas, que ha sido sustituido, para solaz de los vecinos, por una pasarela metálica. El puente-acueducto permite salvar el torrente de Can Cornellera que discurre por debajo, aunque esto no habría sido muy difícil aunque el puente no existiera, porque, así como el puente no es un puente, el torrente no es un torrente, sino un regato que, en sus mejores momentos no supera el palmo de agua, y que ahora, como en la mayor parte del año, está seco. El paisaje es muy británico, y no solo porque los nombres no correspondan a lo que designan (en Inglaterra se llama "avenidas" a calles de doscientos metros y "colegios públicos" a los colegios privados), sino porque las praderas que rodean al puente, despejadas y muy verdes, me recuerdan a la campiña inglesa y, por si fuera poco, en una de ellas un grupo de, supongo, paquistaníes está jugando al críquet. Son los mismos que te cobran diecisiete euros por un melón. Nosotros demostramos nuestra sumisión cultural poniendo calabazas de Halloween en los portales; ellos, jugando al juego de sus colonizadores. Y no lo hacen mal. Disfruto un rato de las carreritas del lanzador y los porrazos del bateador, cuya violencia me asusta, aunque también me intriga: nunca se sabe si la bola, pesada y dura, va a abollar alguno de los coches aparcados cerca, romper los cristales del también próximo cuartel de los mossos d'esquadra (esto sería maravilloso) o decapitar a alguien del público, que podría ser yo. Varias veces, la pelota se pierde entre los cañaverales. Pero los paquis no se inmutan: tienen más. Mandan a alguno de sus hijos a buscarla y siguen jugando. Me alejo un poco del terreno de juego improvisado y contemplo el antiguo acueducto, hoy puente. Pese a su humilde condición, conserva una grácil disposición, con tres elegantes arcos de medio punto y una piedra clara, casi blanca. Además, ha sido lo suficientemente importante como para haber inspirado una leyenda popular: la de que fue construido por el diablo en una sola noche, a cambio de la primera alma que lo cruzase. Para desgracia del Maligno, esa primera alma no fue una persona, sino un buey, según las viejas lenguas, añoso, cornudo y socarrón. Muy cerca del puente, el ayuntamiento ha habilitado un espacio para perros, de esos, vallados, en los que los chuchos pueden orinar y olerse el culo unos a otros, pero en los que yo raramente veo a ninguno. En los parques de Sant Cugat, el mejor amigo del hombre suele corretear suelto por todas partes. Los munícipes, preclaros siempre, han identificado el lugar nada menos que como un espai controlat per a l'esbarjo i socialització de gossos ['espacio controlado para el recreo y socialización de perros'], que es como, tras un fatigoso esfuerzo de traducción, uno concluye que se llama ahora lo que siempre ha sido un pipicán. Que el espacio esté controlado supongo que se refiere a la valla, que, aunque quieta, controla lo suyo. Y me admira que, para el ayuntamiento, estas simpáticas bestezuelas se recreen y socialicen, esto es, hagan vida de relación social, como lo harían, no sé, un actuario de seguros o un sargento de la Guardia Civil. Emprendo el regreso a casa. En el parque, además de funambulistas, practicantes de taichí y jugadores de críquet, no podían faltar los partidillos de fútbol ni los ciclistas, que cada vez se parecen más a centauros tecnológicos, con cascos aerodinámicos, aparatos medidores de todo lo medible, trajes de neopreno, guantes y botas de la NASA y cámaras de última generación; también hay velocistas del patinete y gente jugando al voleibol (en unas pistas con red ad hoc). Y paso cerca de una piscina municipal, ahora cerrada. El parque es un polideportivo. Los meros caminantes, sin bates, movimientos de artes marciales, bicis, pelotas ni patinetes, parecemos el lumpenproletariado del ocio dominical: gente primitiva, desposeída, triste, que anda porque está sola, que anda porque no puede hacer otra cosa. El sol ya se acuesta. Calculo que, cuando llegue a casa, ya será de noche. Los ocres de la vegetación, antes encrespados, se van apagando, como si un enorme matacandelas se hubiera posado en las copas de los árboles, en los setos de aligustre, en el suelo tapizado de hojarasca. Dejo atrás la calle Sant Juli y sus dos hermosos chalés gemelos, uno de color crema, con unos azulejos que representan al ángel de la guarda (con una espada en la mano: es un ángel belicoso) en la fachada, y otro de color salmón, con una vistosa buganvilla que oculta los muchos desconchones de la pintura. Cerca ya de casa, en el passatge de la Creu, flanqueado por esbeltos tilos, admiro, una vez más, el gallardo edificio del colegio Joan Maragall, construido en 1925 e inaugurado en 1932 por Francesc Macià, uno de los varios presidentes de la Generalitat que ha proclamado la República Catalana (aunque Macià la quiso integrada en la Federación Ibérica, no como otros, que lo han hecho a las bravas y sin federación, ni ibérica, ni nada). Su República tuvo un gran éxito, si la comparamos con la de Puigdemont: duró tres días; la de este, siete minutos. El Joan Maragall fue la primera escuela graduada de Sant Cugat, es decir, la primera que ya no era una escuela rural unitaria, sino que dividía a los grupos por edades y aulas, y mejoraba las condiciones de ventilación e higiene en que se impartían las clases. Justo delante, en el poyo de la pista de deportes, veo que alguien ha dejado tres libros: el brookcrossing es popular en Sancu. El único que podría interesarme algo, Derribos, de Mercedes Salisachs, está desencuadernado. Los otros dos (China espera, de Jon Cleary, y Un reportero a la pata coja: Yale cuenta su vida, de alguien cuyo nombre era Felipe Navarro García, pero que prefería atender por Yale) son productos comerciales hoy más que amojamados: son absurdos. Allí los dejo para que otros los saquen del arroyo, y sigo mi camino. Cuando llego a casa, en efecto, ya ha oscurecido. Y solo son las seis.