jueves, 31 de marzo de 2022

La palabra se hace cuerpo

Tras un intenso cultivo del verso, blanco o libre, en el primer tramo de su producción, desde un ya lejano Tratado sobre la geografía del desastre, publicado en México en 1997, María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) busca en sus libros más recientes nuevas formas de expresión: en Diecisiete alfiles (Ábada, 2019) recurre al haikú, y en Interferencias (La Bella Varsovia, 2019) maneja el collage y la información de prensa para componer perturbadores mosaicos, en los que hierve el desacato social. Ahora, con Incendio mineral (Vaso Roto, 2021), se adentra en el resbaladizo ámbito del poema en prosa, uno de los géneros que caracterizan a la modernidad literaria. Esta diferente plasmación formal, que trasluce un espíritu inquieto, reacio al sedentarismo, trastoca los raíles del significante y altera su textura rítmica —y, por lo tanto, el impacto de los poemas en la conciencia—, pero no modifica, en esencia, el significado de la poesía de Pérez López, ni tiene por qué. En Incendio mineral, la poeta vallisoletana continúa investigando en el ser de las cosas con el escalpelo del lenguaje y denunciando, gracias a ese análisis —que destripa la realidad configurada por el habla prevaricadora de los poderosos—, las injusticias que se reproducen sin pausa y prevalecen en la sociedad. En esa labor de adentramiento y exposición, el verbo de María Ángeles Pérez López se acomoda al cuerpo, a la inacabable sensualidad de cuanto es corporal, para hacerse cuerpo él mismo y alumbrar una poesía que estalla de piel y materia. Desde el espesor carnal, desde la aromática gravedad de las formas, se despliega en busca de lo otro: de lo sombrío, de lo injusto, de lo ausente, y, cuando lo halla, lo absorbe —lo dice— y lo ofrece a la luz. En esta operación, Pérez López se encuentra también a sí misma: desvelar lo que está fuera le sirve para descubrir lo que está dentro. La metáfora del mundo es la metáfora del yo: ambos, imbricados, renacen en un lenguaje que no persigue sino el acercamiento de espacios remotos e incluso opuestos, el anclaje de lo incomprensible o lo doloroso en una misma existencia pacificada. «Soy a la vez la araña y soy su mosca», escribe Pérez López, sobre el amor, en el poema II, «Está la cabeza atrapada y seducida». Pero lo que dice sobre el amor puede decirse también de su posición ante la vida y el lenguaje, como revela el primer epígrafe del libro, de Edmond Jabès: «Tú eres el que escribe y es escrito». 

El lenguaje, en una poeta tan enérgica, tan metafórica, como María Ángeles Pérez López, cobra dimensión de cuerpo, y luce clavículas, intestinos, vulva: sangra, y se estremece de fiebre, y se siente arrebatado por el deseo, otro de los motores de Incendio mineral y de toda la poesía de la autora de Fiebre y compasión de los metales. Cualquier cosa, hasta las menos sensitivas —una piedra, un charco, avispas—, se enciende por obra de la transformación lingüística, de la imposición alquímica —y sanadora— de la palabra, como ya sugiere el título del libro. En Incendio mineral, cada poema se dedica a un motivo —un objeto o un suceso—, y esa dedicación da pie a un análisis expansivo, reticular, de todos sus componentes y connotaciones, y del ser que lo percibe y dice, en el instante mismo de percibirlo y decirlo. El poema deviene, así, la representación caleidoscópica de cuanto atañe a ambos: a la cosa vista y al ser que la ve. «Arrancan [las avispas] descargas de fulgor y se entregan sin miedo a la energía en la que reverbera lo real. Para ellas, las celdillas con cobijo, son argumento afín, son arrebujo que permite a las larvas crecer hacia la luz. Nada sé de su talle, su desdén o su desoladora adolescencia. Ni del modo en que se enamoran de los caballos hasta hacerlos morir contra mi boca. Cuando acerco la mano hasta las crines, también soy devorada por mi propio aguijón», escribe Pérez López en el poema XII, «estruendoso zumbido de lo real». Lo que escribe la poeta no define a las cosas, sino que las constituye: conforma su masa, su latido y también su perecer. Las cosas se convierten —nacen, en rigor, y mueren— en el lenguaje frondoso, detonante, que las expresa. 

En esta entrañada vorágine creativa concurren asuntos que han preocupado siempre a la poeta: la familia y la infancia —su evocación, que es, a la vez, un homenaje y un exorcismo—; la naturaleza, crecientemente amenazada por el empeño depredador del hombre; el amor, como impulso primigenio, como argamasa de lo irreconciliable, como justificación del ser; la mujer, la reivindicación de su presencia y la denuncia de su maltrato; y el propio lenguaje, que es objeto de un constante escrutinio, como si un orfebre no dejase de pulir las herramientas con las que pule las cosas. Cada uno de estos motivos le permite cartografiar —escanear, casi— una zona desconocida —o solo formulariamente conocida— de lo real. María Ángeles Pérez López expresa su asombro ante todo, incluso, o especialmente, ante lo más nimio, ante lo más cotidiano, cuya mutación en realidad significativa ha ocupado muchos de sus poemas. La sorpresa de la poeta, que esta traslada al lector, obedece a la persistencia de los objetos, a su palpitación espléndida y misteriosa. En «¿En qué momento se adhiere la manzana a su color?», convierte a esa humilde fruta en protagonista del poema. Pero esa modestia, sin dejar de serlo, crece, por los meandros psíquicos del yo hablante, hasta abarcar todos los rincones de la historia: «En los puñalitos blancos de mi boca también aguarda ansioso el empuje primero de la vida, su condición ensangrentada y cardinal, porque morder es unirse a aquello que ingresa en nuestra boca, de igual modo que cuando te beso con toda la impaciencia y cierro los ojos para no ver sino dentro de tu cuerpo, retornan a mí el agua del Tigris y del Éufrates, la materia detenida del mar Rojo ante la que se encuentran los seiscientos carros de Egipto (…), Finisterre entregando la imaginación del Atlántico a la tierra que concluye, las olas que rompen en el muelle de Palos por el castigo de cifrar la riqueza del oro y de la harina en la boca oscurísima del océano…».

Incendio mineral prolonga un mundo poético característico, lleno de esplendor, y lo hace con otro atavío, el poema en prosa, que se convierte, por la fuerza constructiva de María Ángeles Pérez López, por el ímpetu de su dicción, en columna vertebral. 

[Esta reseña se ha publicado en la revista Turia, nº 141-142, marzo-mayo 2022, pp. 525-527]

sábado, 26 de marzo de 2022

El Día Mundial de la Poesía

El lunes pasado, 21 de marzo, Día Mundial de la Poesía, participé en dos de los muchísimos actos que se organizan en todas partes (y en esa toda parte global que es Internet) para celebrar la vigencia y el placer de escribir y leer versos en nuestro baqueteado mundo: sendas lecturas colectivas, la primera en la Universidad de Barcelona, auspiciada por la recientemente creada Aula Poética —que prosigue, tras un lapso de quince años, la tarea iniciada por el Aula de Poesía, bajo la dirección entonces de Jordi Virallonga—, y la segunda por zoom, promovida por varios grupos e instituciones literarias, casi todos vinculados a la República Dominicana, un país donde la poesía mantiene una presencia y goza de una consideración social envidiables. Me fue muy grato tomar parte en la lectura barcelonesa, porque se desarrolló en la que ha sido mi universidad: de hecho, tuvo lugar en un aula, la 111, en la que yo mismo había recibido no pocas clases allá a principios de los 90, que fue cuando completé mi licenciatura en Filología Hispánica. Comprobé con satisfacción que la clase había sido remozada, y que ya no presentaba el aspecto sombrío y destartalado que tenía cuando yo cursaba mis estudios. En una de las paredes, eso sí, se había conservado una antigua y multicolor tabla periódica de los elementos, de cuando el edificio histórico de la universidad no albergaba solo las facultades de Filología y Matemáticas, como ahora, sino todas las que la integraban, desde Derecho a Química. Las ventanas que flanqueaban la hermosa tabla estaban abiertas —el coronavirus todavía manda— y por su hueco entraba el graznar de las gaviotas. En la lectura, coordinada por la directora del Aula Poética, Noemí Montetes, que fue compañera mía de doctorado, actuamos Irene Anglada —que sufrió, por ser la primera, de un micrófono mortecino, que no revivió hasta que un técnico salió al quite y le endosó un buen chute de vatios—, August Bover, Edgardo Dobry, Concha García, Gemma Gorga —de la que justamente estoy leyendo un libro magnífico, Hi ha un país on la boira—, Txema Martínez —que había coordinado una antología bilingüe del poeta leridano Màrius Torres, publicada en DVD hace años, en la que yo también había colaborado; tanto tiempo después, nos conocíamos por fin—, Lluís Payrató, Javier Velaza —que, además de poeta, es decano de la Facultad de Filología de la UB— y yo mismo. Se nos había pedido que leyéramos dos poemas: primero uno propio y luego otro de algún autor de nuestra predilección. Yo elegí el XIII de Trilce, de César Vallejo, de cuya publicación también se cumple un siglo en 2022, aquel que dice: «Pienso en tu sexo (...) / ¡Oh, escándalo de miel de los crepúsculos! / ¡Oh, estruendo mudo!». Coincidí en la elección con Concha García, que también había seleccionado Trilce, aunque ella leyó el poema VII. Dobry recitó un poema de Poemas para leer en el tranvía, del argentino Oliverio Girondo, asimismo publicado en aquel annus mirabilis de 1922 (yo he tenido en las manos una primera edición de Poemas para leer en el tranvía, cuyo feliz propietario, Aurelio Major, nos permitió hojearla en una cena en su casa, hace un lustro). Y Noemí cerró el acto leyendo una pieza de otro autor admirado, el barcelonés José María Fonollosa. Los poetas en catalán optaron, en su gran mayoría, por leer poemas de Gabriel Ferrater, al que Noemí también se refirió en su intervención, citando el célebre dictum del poeta de Reus, según el cual el poema ha de tener el orden y la claridad —el sentido— de una carta comercial, algo con lo que yo siempre he estado en desacuerdo, es más, que me parece dañino para la poesía. Pero ayer era obvio que mis compañeros de lectura estaban en desacuerdo con mi desacuerdo, porque a todos Ferrater —el gemelo de Gil de Biedma en la poesía en castellano— les parecía el no va más de la poesía contemporánea en catalán. La lectura con la República Dominicana fue muy distinta: primero, porque fue nocturna (por el desfase horario, a los poetas españoles, a los que se nos había asignado una misma franja horaria, leíamos entre las once y las doce de la noche, y habíamos de ser puntuales, ya que nuestra intervención se inscribía en un maratón poético mundial de veinticuatro horas de duración que no admitía pausas) y, segundo, porque fue digital. La digitalidad introduce una rigidez que ninguna cordialidad, por mucha que uno le eche a su intervención, puede vencer. Pero no había otra: el silicio y los algoritmos dominan nuestro mundo. Yo leí dos poemas: dos de Tú no morirás (el soneto prologal y una pieza no muy extensa en prosa) y otro del libro inédito en el que todavía estoy trabajando. La actuación de los españoles fue coordinada por el poeta Jesús Losada, y yo me alegré de coincidir de nuevo con otro viejo amigo, el dominicano Rei Berroa, que estaba a los mandos del maratón junto con el también isleño Fernando Cabrera. Lamenté, eso sí, que de la lectura se cayeran algunos excelente autores y amigos, como Tomás Sánchez Santiago y Antonio Colinas. La única poeta invitada al acto excusó en el último momento su asistencia, porque no quería hacerle un feo al ministro de Cultura de Marruecos —ese gran y democrático país del que hemos vuelto a hacernos amiguitos, después de traicionar al pueblo saharaui—, con el que estaba compartiendo una cena en la Casa Árabe de Madrid (llegó a mandarnos una foto de la tarta que le habían acabado de servir, para demostrar que su ausencia de la lectura estaba justificada). Esa ausencia estimuló a otro de los participantes en la lectura a tirarle incansablemente los tejos, diciendo por el chat del encuentro cosas tan indiscutibles como que era la única mujer en una reunión de hombres, pero otras tan dudosas —y descorteses— como que era «lo mejor del programa». Luego, el mencionado vate nos propinó varios poemas en que deploraba la invasión de Ucrania por parte de Rusia, cuya denuncia todos compartíamos, pero que, como poemas, eran horrorosos. En fin, como dijo el torero Rafael El Gallo cuando le presentaron al filósofo Ortega y Gasset en una fiesta en Madrid, «ozú, hay gente pa to».

Este es el poema que leí en el acto nocturno con la República Dominicana:

Chirría un grillo.
Solo uno.
De todos los grillos que podrían chirriar
esta noche, solo lo hace
uno.
Su chirrido raspa el aire,
araña
siderúrgicamente
el oído.
Hasta que me acerco.
Entonces cesa.
El silencio que brota restaña
el aire herido,
pero ese cauterio es tanto un bálsamo
como una congoja.
El ciprés en el que pernocta el grillo
también es uno.
Hay otros árboles, pero no son
el ciprés uno,
el ciprés solo como la noche,
vertical como la noche.
No se cimbrea: encaja en la oscuridad
como una cuña de jade en una pared de pizarra.
Paso junto a los dos, el grillo que ya no chirría
y el ciprés solo,
con mi propio silencio a cuestas.
Mi soledad tiene dos piernas
y un corazón
y una lengua ciega, que se suma
al coro ausente del insecto y el árbol.
Yo también soy uno, pero esa unidad
no me define,
sino que me desfigura.
Me atropella el ruido estupefaciente
de un motorista.
Quizá su cabalgadura encierra
una legión de grillos
o un vendaval de cipreses.
Pero es un ruido solo,
un hombre solo,
una noche sola.
Sigo andando. Cada paso
es un grillo que enmudece,
un ciprés que se adentra en la negrura,
un yo exento de otros seres
que oye su propio chirriar en el vacío metálico
de la noche, repleta
de ruidos que no respiran,
de multitudes
que no son nadie,
que no apuntan al cielo
ni a la tierra, sino a una inhóspita
laxitud
hecha de tiniebla.
Cada paso es una isla.
La luna, nevada y sola,
es una isla.
Yo soy una isla.
Me alejo del ciprés. Quizá el grillo que lo habita
haya vuelto a chirriar,
pero ya no lo oigo.
Me acerco a otro ciprés. Es más alto
que el anterior. También lo despinta
la noche. Pero este no dice
nada. No acoge
a nadie. Solo habla él, mudo.
Cuando paso a su lado, mi caminar se funde
con su entraña: se vuelve su tronco,
su unidad.
Otra unidad sin lengua,
oscura.
Pasa un motorista más. Su ruido
es el silencio del mundo.
Continúo,
solo.

lunes, 21 de marzo de 2022

Un fin de semana en Sant Esteve de Llèmena

Aunque cada vez me dan más pereza las actividades socioliterarias que suele conllevar la aparición de un libro de poemas en una editorial modesta —como son casi todas las que solo publican poesía—, y singularmente las presentaciones, a la de la reedición de La luz oída no he podido negarme. El volumen es un regalo de Christian T. Arjona, que tuvo la idea de publicar una edición conmemorativa y lo ha acogido, no sin esfuerzo, en su artesanal y exquisita Libros de Aldarán. Todo lo que se haga, pues, en favor del poemario es obligado, tanto por la amistad que nos une desde hace casi treinta años, como por la dedicación y el buen gusto que ha puesto en La luz oída, que cuenta, demás, con ocho magníficas ilustraciones hechas ad hoc por él. La presentación se celebra en la biblioteca municipal de Celrà —donde Christian ha trabajado una temporada como bibliotecario—, que se encuentra en una antigua fábrica —ignoro de qué, aunque el textil tuvo aquí una fuerte presencia, como en casi toda Cataluña—, reconvertida en centro cultural y de ocio. De hecho, este apartado, el ocio, ocupa bastante más que el dedicado a la cultura: un gigantesco bar anejo, de techos altísimos, sirve cervezas, cafés y copas a un buen número de parroquianos, muchos de los cuales han acudido con la familia: menudean los niños. El edificio está al lado de la estación de RENFE, y los trenes que pasan —por suerte, no con demasiada frecuencia— llenan el espacio de ruido ferroviario. Antes —y así lo explico al iniciar mi intervención—, el moderado estruendo me habría molestado. Hoy pienso que, si la poesía no es capaz de sobreponerse al ruido de la vida, ahora materializado en el traqueteo de los trenes, no es poesía. (Otra vez escribí esto, y un profesor mexicano e idiota de la Universidad de Salamanca que nunca había estado en mis pensamientos, se sintió aludido y me contestó con una sarta de insultos: ah, el ruido de la vida... y de la estupidez). Entre el público, compuesto por una veintena de personas, están mis hijos, Pablo y Álvaro; Júlia, la novia de Álvaro; Ángeles, mi exmujer, que ha venido unos días de Inglaterra para hacer unos trámites; y Moisés Galindo, un magnífico poeta y aún mejor persona, también autor de Libros de Aldarán, que vive en un pueblo de la Costa Brava y ha hecho unos cuantos kilómetros para acompañarnos. Tere, la compañera de Christian, anda también por allí, encargada de la logística y de las fotos: con el móvil nos inmortaliza brevemente. Como dictan los cánones de estos actos, Christian se encarga de presentarme y de hacer una sucinta pero atinada semblanza de mí, de mi poesía y de La luz oída, y yo contextualizo el libro y leo algunos versos de aquí y allá. Porque ese es un problema que suelo tener en las presentaciones y lecturas: como yo acostumbro a practicar el poema largo, lo que he escrito no suele caber en el tiempo —ni en la paciencia de la gente— de que dispongo para recitar. Debo fragmentarlo, pues: picotear aquí y allá, sobre todo en libros como La luz oída, un único poema de más de 800 alejandrinos. Si los leyera de corrido, dejaría fuera de combate a todo el mundo. (Solo una vez me he atrevido a leer entero alguno de mis libros unitarios: fue Soliloquio para dos, publicado por La Garúa hace más de una década, en la ya desaparecida librería Catalonia, de Barcelona. Pero había tenido la precaución —y la misericordia— de hacerlo antes en mi casa para saber cuánto duraría la lectura: veinte minutos, un lapso más que razonable en un acto poético. Así que me lancé, y el público sobrevivió al trance sin daños perceptibles). Tras el acto, la familia vuelve a Barcelona y yo me quedo a pasar el fin de semana con Christian y Tere en su nueva casa, en Sant Esteve de Llèmena, un pueblecito del valle del mismo nombre, en la comarca de la Garrotxa. Allí se han mudado hace poco, y la masía aún no está totalmente acondicionada, pero es espaciosa y cómoda, y cuenta con esas cosas que no pueden faltar en una masía que se precie: una chimenea, gallinas (abiertas o cerradas, según hayan dejado los dueños la puerta del gallinero), un estanque con peces, mucha piedra y dos gatos. También hay muchos libros: los que componen la biblioteca de Christian, que viaja con él, como una mochila grandiosa, dondequiera que vaya. Otra penosa pero a la vez jubilosa servidumbre de los letraheridos. No me he fijado, no obstante, si la casa tiene un reloj de sol. Tradicionalmente, todas las masías tenían un reloj de sol. Aunque hoy sería de poca utilidad, porque llovizna. A la mañana siguiente, Christian me invita a acompañarlo a hacer una pequeña compra en el núcleo del pueblo. Lo hago con gusto. Vamos por la ribera del río Llèmena, recorrida por robles y castaños que, aquí y allá, se interrumpen para dejar a la vista sembrados cuadrangulares, ahora ocres y latentes, y montañas tapizadas de una vegetación espesa, encrespada a veces, siempre oscuramente verde. El río es tímido, pero hoy baja con fuerza: las lluvias de los últimos días lo han robustecido. El agua del cielo y el suelo vidria el paisaje: lo empapa de transparencia; las gotas resbalan por el aire como por un cristal ilimitado. Dejamos a nuestra derecha, ligeramente elevada, la iglesia de Sant Esteve, documentada por primera vez en el siglo XI, pero cuyas hechuras actuales provienen del XVIII, y a la que se accede por un puente de arco rebajado, construido en 1885 y recientemente restaurado. Hacia la iglesia se dirigen varios grupitos de escolares con los que nos cruzamos por el camino. El primero nos pregunta, con un catalán de Girona, espesísimo pero muy hermoso, cómo llegar hasta el templo. Christian se lo explica con desenvoltura autóctona. Luego, otro grupo, compuesto como el anterior por tres o cuatro chicas, nos pregunta lo mismo. Esta vez le doy el relevo a Christian y se lo explico yo, remedando su conocimiento del terreno. También me adelanto a las intenciones del tercero, idénticas a las de los precedentes, y les doy las indicaciones necesarias antes de que nos pregunten. Se conoce que están todas instruyéndose en la historia y el arte de la comarca, en una de esas excursiones del colegio que nosotros, hace cuarenta años, hacíamos a lugares tan inverosímiles como Sant Miquel del Fai (donde resultaba mucho más difícil llegar). Christian liquida la compra en Sant Esteve, un pueblo de apenas 300 habitantes, en diez minutos y volvemos a casa deshaciendo el camino. Pero la lluvia no ha dejado de caer y la ribera se ha embarrado aún más. Y entonces yo, que me he equipado a conciencia para un fin de semana en el campo —con unos zapatos modelo Burdeos de suela lisa y curva—, resbalo en el fango y me caigo de culo. Caerse con cincuenta y nueve años no es lo mismo que caerse con doce o con veintitrés. Caerse al suelo con cincuenta y nueve años es una temeridad y puede ser una catástrofe. Y, además, esta vez es un atentado contra la dignidad, porque me levanto con los pantalones, la camisa, el anorak y los zapatos concienzudamente embarrados. Pero la naturaleza —y mi esmerada preparación para convivir con ella durante cuarenta y ocho horas— está decidida a seguir siendo la que es, y yo también: así que vuelvo a resbalar y a caerme. Cuando, ante la desesperación de Christian, consigo levantarme por fin y escapar de las arenas movedizas, quedan tras de mí dos surcos en el fango que recuerdan a las marcas negras de los frenazos violentos en el asfalto, y otros tantos cráteres causados por mi culo. La lluvia, que no deja de caer, lo borrará todo pronto, misericordiosa. No tardamos en llegar a casa y me apresuro a asearme. En otra demostración de inteligencia, no me he traído más pantalones que los tejanos que llevaba puestos, de modo que Christian me ha de prestar unos de chándal suyos, «muy anchos», según especifica. Pero, como ya sospechaba, no lo son tanto como él supone —mi cintura tiene también cincuenta y nueve años, como yo—. No obstante, consigo embutírmelos sin daño físico, aunque con un considerable daño estético: parezco Juan Echanove con los pantalones de Pulgarcito. Tere echa la ropa a lavar y luego la colgará en los radiadores de la casa, encendidos a todo trapo, para que pueda volver a Barcelona vestido con mi ropa y no con el aspecto de un runner que hace tiempo que no renueva el vestuario. En la casa de Christian y Tere viven también dos gatos. Uno, cuyo nombre no recuerdo, es arisco y huidizo, como tantos gatos, y apenas lo veo. El otro, que atiende por Indie (por Indiana Jones: es igual de aventurero), hace, en cambio, todo lo que se supone que ha de hacer un gato: duerme mucho, enroscándose sobre sí mismo, en el sofá junto a la chimenea, que se enciende por la tarde con unos troncos gruesos que los Christian, Tere y yo nos aplicamos a avivar; cuando se despierta, se estira como si su flexibilidad no tuviera fin y se dedica a la higiene personal, lamiéndose por todas partes con la misma aplicación con que un pintor pinta una pared (aunque, por lo general, vuelve enseguida a acostarse y seguir durmiendo); en los ratos de actividad, patrulla la casa, lanzando de vez en cuando maullidos precautorios, a ver qué encuentra (y lo que suele encontrar —o sale al jardín para cazar— son ratoncitos de campo, muy pequeños, con los que juega un rato —los persigue y golpea inofensivamente con las patas, aunque los roedores se quedan aturdidos— y más tarde, cuando se cansa de la diversión, se los zampa; desde luego, si Indie fuera un tigre —lo es, pero a escala—, se  nos comería a nosotros); en las comidas, se acerca rápidamente a nosotros para acechar los manjares que se despliegan en la mesa: le gusta especialmente el jamón de york, que devora a mordisquitos sistemáticos y que inmediatamente rememora relamiéndose con felina insistencia; y, en fin, cuando le apetece, se acerca a uno, frotándose contra las piernas, para que lo acaricie: se presta al sobo exponiendo la panza y ronroneando. También camina inverosímilmente por el alféizar de las ventanas, pisando solo en los escasos huecos entre las cosas. En esta tarea, no obstante, cometerá un error. La noche del sábado, cuando Christian y yo estamos hablando de Antonio Escohotado y su tardía defensa del liberalismo económico, Indie derriba un jarrón azul, que se hace añicos contra el suelo. Es un baldón en su expediente. Christian me confirma que hasta ese momento nunca había roto nada (salvo unos cuantos ratones). Mientras recogemos los cristales, Indie nos mira, con una indiferencia rayana en la ataraxia, desde una silla a la que se ha subido y que le sirve de atalaya del mundo. El domingo por la mañana, Christian, Tere y yo visitamos Sant Aniol de Finestres, un pueblo del mismo término municipal que Sant Esteve, aunque llamarlo pueblo sea una exageración: solo tiene media docena de casas apiñadas en torno a la airosa iglesia de Santa María, consagrada en el 974. Está cerrada, pero paseamos por los alrededores y disfrutamos de las vistas: un rincón del valle de Llèmena, con picachos notables, entre los que juguetean, y se deshilachan, las nubes bajas. Junto a nuestro coche hay aparcada una furgoneta, cuyos ocupantes charlan sentados en sillas plegables y multicolores de camping, y de la que asoma la cabeza de un chucho que nos gruñe. Por fortuna, los domingueros refrenan las ganas del animal de salir a morder a los que perturban la ruidosa tertulia de sus dueños. El fin de semana concluye en el restaurant Mas El Siubès, al que he querido invitar a mis anfitriones. Christian y yo optamos por una sopa de verduras de primero —el día es desapacible, y nos sentará bien—, pero diferimos en el segundo: yo pido unos calamarcitos y él se decanta por un filete de brontosaurio con patatas. Tere prefiere un plato de pasta y luego bacalao. Un buen vino de la casa alegra el ágape, aunque lo que más nos lo alegra, al menos a mí, es una camarera de la tierra —con el catalán bruñido que ya les hemos oídos a las chicas deseosas de llegar a la iglesia— que nos pide disculpas por una imprecisión en el servicio alegando que «es nueva», y a la que estamos encantados de disculpar a la vista de su simpatía y sus hechuras, equiparables a las de las imponentes montañas que llevamos viendo todo el fin de semana. Naturalmente, no le cuento nada de mi caída en el barro.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Los placeres de la colonoscopia

En el mundo de mis horrores infernales, la colonoscopia ocupaba uno de los primeros lugares. Supongo que la educación recibida, para la cual toda introducción de cosas por el ano de un hombre era una violación nefanda de las leyes de la naturaleza (el ano estaba hecho solo para que salieran cosas de él), influyó decisivamente en que aquel acto médico fuera lo más parecido, en mi imaginación, a una tortura demoníaca. Alimentaron mis temores, a lo largo de los años, los testimonios de amigos y compañeros de trabajo, que hablaban, para mi consternación, de objetos inenarrables que penetraban en las entrañas, de aperturas dolorosísimas y manipulaciones viscosas, y que dejaron en mi mente una impronta tan indeleble como los círculos del infierno de Dante (entre los que me extrañaba que no se contase uno específico para los colonoscopizados). Mis miedos se confirmaron, aunque en piel ajena, cuando acompañé a mi madre a una que le practicaron a ella, hace ya muchos años (he estado a punto de escribir «aunque, por fortuna, en piel ajena», pero me he refrenado: era mi madre). En aquel entonces, no se aplicaba anestesia total a los colonoscopizados, sino solo una sedación local, que atenuaba, pero no eliminaba, los dolores, como tuve ocasión de comprobar: los gritos de mi madre (que, por otra parte, era una gritona incorregible) llegaban, nítidos y escalofriantes, a la sala de espera en la que los acompañantes y otras inminentes víctimas del examen aguardábamos el final (o el principio) de aquella tropelía. (Podías saber quién era acompañante y quién víctima por el brillo de terror en los ojos, mucho más intenso en el caso de los segundos). Superado, mal que bien, aquel trance, llegó el momento que a todos los adultos nos alcanza, en alguna etapa de la vida, de someterme yo mismo a una exploración del colon. Fue en el hospital Vall d'Hebron, donde trabajaba la que entonces era mi mujer. Yo era, a la sazón, subdirector general de la Generalitat, y el estrés que aquel cargo me producía, sumado al de todas mis demás actividades literarias y familiares, me había ocasionado algunos desarreglos estomacales compatibles —así decían los médicos: compatibles— con un cáncer de colon. De modo que hubo que mirar dentro. Llegué más que asustado al paritorio colonoscópico, pero, de nuevo para mi asombro, todo fue de una grata levedad. Con mi mujer al lado, me durmieron quince minutos y, cuando desperté, todo había pasado, sin la menor conciencia por mi parte. Es más: desperté como en una nube, con una extraña sensación de bienestar. El hecho de que no se hubieran cumplido mis temores tuvo un efecto rebote psicológico: me encontraba mucho mejor de lo que nunca me habría imaginado. Por si fuera poco, el médico colonoscopizador había dictaminado: «¡Aquí no hay nada!». Y recordé que, como dice Woody Allen, «las dos palabras más bellas de nuestro idioma no son "¡Te quiero!", sino "¡Es benigno!"». Ayer me practicaron otra colonoscopia. Resulta que la Generalitat ha establecido un programa de prevención del cáncer de colon en el que llevo dos años participando (omitiré los detalles de cómo se reúne la muestra que se entrega a la Gene para su análisis) y en esta ocasión he dado positivo: dar positivo quiere decir que se han detectado restos de sangre en ella, lo que suena espeluznante, pero que no me preocupa demasiado: otro regalo del estrés que sufrí en mi etapa de subdirector es una pequeña fisura en salva sea la parte que a veces se hace notar. En cualquier caso, los protocolos (que son a la medicina lo que los algoritmos al tecnocapitalismo y, por lo tanto, a nuestra vida: cauces inflexibles por los que discurre la existencia y a los que nos sometemos todos, aunque se hunda el mundo) exigen que se haga la colonoscopia para descartar (o, ay, tratar) males mayores. Así que me tocó peregrinar de nuevo al hospital Mútua Terrassa, en la ciudad vallesana, de donde pronto me van a hacer socio de honor. Esta vez fui acompañado de mi hijo Pablo. Iba con una aprensión mucho menor, dada mi previa experiencia feliz, pero, en estas cosas de la proctología, uno nunca deja de tener la mosca detrás de la oreja, y mi mosca es una residente habitual; de hecho, tiene un contrato de larga duración detrás de la mía. Pensaba que me tocaría esperar horas, como suele suceder en la Mútua, pero la primera sorpresa llegó con la puntualidad con que se inició la prueba. Apenas unos minutos después de las once, dijeron mi nombre. Ni Pablo ni yo nos habíamos sentado aún en la sala de espera. En la sala donde se realiza la colonoscopia, que se parece mucho a un quirófano, te piden que te desnudes «de cintura para abajo» y que te pongas una de esas batas de hospital abiertas (e imposibles de anudar) por detrás, que siempre me han parecido humillantes, pero que en este caso son más adecuadas que nunca. Solo hay enfermeras. Una de ellas corre un biombo a mi espalda para que la desnudez no luzca en todo su esplendor (o más bien miseria). Bendita sea. Me tumbo en la camilla indicada, a cuyo lado hay una máquina que parece un monstruo de muchos brazos, dos de los cuales se elevan hasta el techo y cuelgan sobre mi cabeza, amenazantes. Una enfermera me pone sendos tubitos de oxígeno en las narinas, debajo de la mascarilla, de la que aquí no se prescinde ni debajo de la ducha, y el oxígeno me sabe metálico y azul. Otra me asesta una puñalada en la mano: es la vía para la anestesia. Desnudo, acostado, indefenso, con agujas y tubos en el cuerpo, bajo el ojo escrutador del aparato, grande como una nave espacial, que pronto escudriñará mis entrañas, y rodeado por varias enfermeras que azacanean a mi alrededor como abejas obreras (y que de vez en cuando intercambian alguna información sobre los novios o las vacaciones), siento que me he convertido en un objeto: soy un mero cuerpo, despojado de todas sus virtudes intelectuales o espirituales (si es que tengo alguna); un conjunto mecánico de órganos que va a ser examinado como un coche en un taller; una cosa puesta en una mesa para que se vea cómo funciona por dentro, como hacíamos de niños para averiguar el secreto del movimiento de los juguetes. Las enfermeras, y luego la médica, que se presenta doblemente (porque viene y porque me dice su nombre, y que va a ser ella la que colonoscopice), actúan con gélida profesionalidad: yo soy un acto más de un día que estará lleno de ellos, como todos los días. La anestesia que me administrarán es propofol, la sustancia con la que se mató Michael Jackson. No me tranquiliza, o quizá sí. Un reloj redondo en la pared marca las once y cuarto de la mañana. Todo, delineado por su racionalidad científica, por el peso de la función que ha de cumplir, se percibe con mayor nitidez: el tic tac ominoso del reloj, el laberinto de pantallas e interruptores de la máquina, las luces heladas de la sala, el frufrú de las túnicas impermeables. «Vamos a empezar», susurra la gastroenteróloga. A continuación (o eso creo: la noción del tiempo se diluye en estas tesituras), fundido en negro. Desaparece todo. Recupero la conciencia, poco a poco, a las doce. Tampoco esta vez he sentido nada. Y el apagón me hace reconciliarme con la muerte: morirse, pienso, debe de ser algo así. U ojalá lo sea. Algo sencillo y dulce: un blackout, como dormirse, pero radical: sin sueños ni despertar. La conciencia se esfuma y eso, lejos de ser la tragedia que hoy me parece, se convierte en un descanso absoluto y un consuelo definitivo. Me han puesto, otra vez, detrás de un biombo, y un enfermero me urge suavemente a levantarme y vestirme. Esto no deja de ser una cadena de producción: muchos otros esperan para hacerse la prueba. De hecho, veo camillas entrar y salir sin parar de la sala. El placentero mareo que siento, como la sensación de bienestar que nos invade después de una noche bien dormida, se disipa por momentos, aunque todavía estoy un poco flojo cuando me reencuentro con Pablo a la salida. El león de la colonoscopia no ha sido tan fiero como lo pintaban. Al contrario: me ha dado un placer y una conformidad inesperados. Ahora solo falta corroborar a Woody Allen.

viernes, 11 de marzo de 2022

Con Ucrania: Leópolis (y 2)

He quedado hoy en encontrarme con Miren –que me pareció muy simpática– a la hora del desayuno y dar juntos una vuelta por la ciudad. (...) Empezamos la caminata como viejos amigos que hubieran decidido pasar el día juntos. Miren me dice que estará encantada de hacerlo, «siempre que yo no sea de esos que prefieren ir por su cuenta», en cuyo caso no tendrá inconveniente en apañárselas por separado. Aunque no se lo digo, yo soy de los que prefieren ir por su cuenta, pero esta mañana me apetece su compañía, que intuyo divertida y consoladora. Así que seguimos juntos: será una decisión acertada, al menos para mí. Nuestro primer destino es el castillo de Leópolis, situado, según los mapas, en la colina más alta de la ciudad. Quizá por eso, aunque sea redundante, se llama «Castillo alto». Pero, al llegar a la cima de la colina, descubrimos que no hay castillo; no hay ni siquiera ruinas. El «Castillo alto» no existe: es solo un recuerdo. En su lugar se levanta un mirador, muy concurrido, desde el que se ve a Leópolis desplegarse en todas direcciones. (...) Caminamos, hace calor y Miren suda mucho. Saco de la mochila un rollo de papel higiénico que he robado del hotel –el papel higiénico forma parte esencial del kit de supervivencia del viajero, junto con el mapa de la ciudad en la que se esté, la botella de agua y el bloc de notas– y se lo cedo para que se seque. Luego nos asestamos sendas cervezas en una terraza al pie de la colina y hablamos de la literatura y de la vida: nos sentimos fraternalmente próximos.

La capilla Boim, uno de los lugares más singulares de Leópolis, es nuestra siguiente parada. Está junto a la iglesia católica. La mandó erigir en 1609, como mausoleo para tres (y solo tres) generaciones de su familia, un rico comerciante de origen húngaro, Yuri Boim, cuya efigie, la de su mujer Jadwiga y la de sus hijos y nietos destaca en la pared oriental del monumento. Salvando las distancias, la capilla Boim se me antoja la Sainte-Chapelle de Leópolis. Una hermosa cúpula con tres niveles de elevación, y doce  figuras talladas en cada uno de ellos, y de un intensísimo color azul, consigue el efecto de que la capilla, relativamente pequeña, parezca mucho más grande de lo que es. Lo más interesante del lugar, no obstante, son sus trabajos escultóricos: el sobrecogedor arcángel Miguel; las figuras femeninas que representan la Justicia, el Amor, la Paz y la Fe; la Madre de Dios, de alabastro melar, inclinada sobre el cuerpo de su hijo; el lavamiento de los pies de los discípulos de Jesús; Jesús en el huerto de Getsemaní; y Jesús y la última cena, en el que aparece un demonio, con una mueca grotesca, que podría ser una sonrisa, debajo del asiento de Judas Iscariote. Descubrimos todos estos detalles gracias a la guía que me he comprado de Leópolis, y que voy traduciendo sobre la marcha, mientras Miren, guiada por la traducción, da con ellos en las paredes de la capilla: formamos un buen equipo.

Solucionamos la comida en el mismo tabuco en el que comí ayer, cuando llegué a la ciudad, aunque esta vez no con el menú del día –el joven que me atendió no está hoy–, sino con unos excelentes filetes de cerdo con tomillo, acompañados por la inevitable, y también magnífica, cerveza de la tierra. Luego nos dirigimos al cementerio Lychakiv, fundado en 1786 –y, por lo tanto, uno de los más antiguos de Europa–, otro de los grandes atractivos de Leópolis. Me gusta visitar los cementerios de las ciudades, y a Miren también. Son muy relajantes y se aprende mucho en ellos. También son muy reveladores del carácter y las costumbres de la ciudad a la que pertenecen. Los cementerios y los barrios pobres son donde se esconde el verdadero espíritu del lugar. Highgate, en Londres, es una metrópolis de la muerte; Montmartre y Montparnasse deberían ser declarados patrimonio de la humanidad; el cementerio de Montjuïc, en Barcelona, uno de los pocos del mundo que miran al mar, da la bienvenida, con lúgubre hermosura, a los festivos cruceristas y abnegados navegantes que llegan a la ciudad; y el cementerio que rodea a la colina de Eyüp, en Estambul, es uno de los lugares más caóticos y románticamente fascinantes que conozco. Lychavik no tiene el tamaño ni la grandeza de ninguno de ellos, pero sí es uno de los principales museos de escultura mortuoria del mundo: en sus cuarenta hectáreas de extensión, contiene unos 2.000 panteones y más de 500 esculturas fúnebres, algunas labradas por artistas tan relevantes como Julian Markowski, Tadeus Baroncz o Leonard Marconi.

Para llegar hasta allí, recorremos la calle Pekarska, a cuyos lados se elevan academias y facultades universitarias –de Farmacia, de Veterinaria, de Anatomía Patológica–, un paseo en el que reina la tranquilidad, como prefigurando la tranquilidad definitiva que encontraremos cuando acabe, y donde se suceden los árboles frondosos y las casas llamativas, como una, de art déco, en la que me parece reconocer a un Viriato sobreimpresionado. Ya en el cementerio, paseamos por la maraña de caminos que se abren entre las tumbas y constatamos la presencia –mejor dicho, la ausencia– de muchos personajes destacados de la historia de la ciudad, como, en primer lugar, claro, Iván Franko, pero también la escritora Iryna Wilde, la poeta Maria Konopnytska o el arquitecto Zygmunt Gorgolewski, que diseñó el edificio de la Ópera y al que se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, pero que se suicidó cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Poltva, el río subterráneo de Leópolis, que pasaba justo por debajo. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Entre los cadáveres que aquí descansan también está el de Solomiya Krushelnytska, una cantante que actuó en muchas ocasiones en la ópera que fue el gran éxito y, a la vez, el fatal destino de Zygmunt Gorgolewski. Aunque la historia más famosa del cementerio de Lychakiv quizá sea la del pintor polaco Artur Grottger y su prometida, Wanda Monné. Artur le había expresado a Wanda su deseo de ser enterrado en él. Fallecido en París de tuberculosis –que es donde y de lo que morían todos los artistas del siglo XIX que se preciasen–, Wanda, a la sazón de diecisiete años, vendió todas sus joyas para pagar el traslado de los restos de su amado de Père Lachaise a Lychakiv, e hizo que el célebre escultor Paris Filippi tallara el monumento funerario de Artur, según el diseño que ella misma había hecho. Y ambos, Artur y Wanda, descansan hoy juntos en el camposanto leopolitano.

En Lychakiv hay también muchos cementerios dentro del cementerio: son pequeñas, o no tan pequeñas, necrópolis que agrupan a los muertos de la misma nacionalidad u origen que se han producido en las muchas guerras que han sacudido a la ciudad. La particularidad de estos enterramientos es que obligan a convivir, es decir, a conmorir, a los enemigos de esas guerras. Así, encontramos tumbas de soldados polacos y de rebeldes polacos; de patriotas ucranianos y de miembros del Ejército Rojo; de masacrados por los nazis y por los soviéticos. Las tumbas se extienden por las laderas de la colina en la que se asienta el cementerio, y se pierden entre la vegetación, cuyo papel, en este como en todos los del mundo, es fundamental para que Lychakiv no sea un mero jardín mortuorio, sino un verdadero lugar de descanso, tan caótico como la vida, tan hermosamente confuso como esta. Y hasta tan romántico, aunque Miren, que lo ha considerado así, puntualiza que no he de hacerle mucho caso, porque para ella «es romántico todo lo que tenga un poco de musgo». Per aspera ad astra, leemos en una lápida.

Regresamos al hotel. De camino, damos con la estatua en bronce de uno de los hijos más célebres de Leópolis (cuando aún se llamaba Lemberg y pertenecía al imperio austrohúngaro), Leopold von Sacher-Masoch, que, además de escribir cuentos nacionales, imponentes novelas históricas y notables ensayos sobre las minorías étnicas austrohúngaras, dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como Agua de juventud y, sobre todo, La Venus de las pieles, publicada en 1870, que le reportó fama y reconocimiento especialmente en Francia, donde es sabido que estas cosas eróticas (y raras) gustan mucho. Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento que me complace de quien normalmente se presenta como un depravado, y que solo exploró, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.

Seguimos el camino de regreso al hotel, pero decidimos hacer una parada en el café Viena, uno de esos locales, en la insoslayable avenida Svobody, que perpetúan aquellos cafés decimonónicos de la capital austríaca que acogían, a finales del s. XIX y principios del XX, a lo mejor de la rutilante intelectualidad del imperio. Esa es una diferencia fundamental con los cafés españoles: en estos se refugiaba la caterva de los bohemios y los muertos de hambre, junto con algún escritor del tres al cuarto que gustaba de apacentar con sus prédicas a los suyos en un reservado, mientras que en aquellos quienes se reunían, y exponían sus ideas, eran Sigmund Freud, Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal, León Trotsky, Theodor Herzl y Thomas Bernhard, entre otros. En ellos se discutía, sí, pero sobre todo se vivía: el poeta Peter Altenberg, «el poeta sin casa», como lo llama Claudio Magris en El Danubio, residía literalmente en el café Central: entraba por la mañana, llevando en el brazo la ropa que se iba a poner para la noche, y se cambiaba en un reservado cuando llegaba la hora de salir. Allí se pasaba los días, leyendo, escribiendo, charlando con los amigos, tomando café y tarta sacher, escuchando la música de piano que se tocaba por la tarde, y recibiendo la correspondencia. Altenberg era uno más de aquellos que querían estar solos, pero que necesitaban compañía, como decía otro escritor austríaco, Alfred Polgar, uno de los favoritos de Kafka. Y también un afortunado, según el emperador Francisco José I: «Ustedes tienen suerte –dijo una vez a sus súbditos–: pueden sentarse en los cafés». El café Viena de Leópolis no tiene terraza, así que Miren y yo nos quedamos dentro, en un ambiente austero y relajado. Tomamos café, agua y zumo, y, sentados junto a una ventana, vemos al mundo pasar: muchos soldados en uniforme de camuflaje, y no pocos recién casados, aún con sus trajes nupciales. O la gente se casa aquí mucho más que en otros sitios, o es que lo hacen sobre todo en estas fechas. Pero estamos contentos: alguien nos ha dicho que cruzarse con una boda da suerte en Ucrania.

(...)

Hoy es nuestro último día de estancia en Leópolis, y de viaje. (...) Esta mañana vamos a intentar visitar la iglesia armenia, que yo creía cerrada por obras, pero que Miren me dice que puede visitarse por otra entrada. De camino al templo, compro en uno de los muchos mercadillos de la ciudad unas muñequitas ucranianas para mis compañeras de trabajo. En el puesto venden también rollos de papel higiénico con la cara de Putin. Putin no es aquí muy apreciado, ni los rusos tampoco, aunque se vean por todas partes y dejen mucho dinero, hablando muy alto y soltando grandes carcajadas, en los hoteles y restaurantes. Me quedo con la idea: quizá sea un buen negocio fabricarlos en España con las caras de nuestros queridos políticos, a elegir: papel ultrabsorbente con la cara de Mariano, o ultrafino con la de Pedro Sánchez, o de doble capa con la del coletudo, o familiar, con la de Rivera; o con cualquier otra que el público estime, como la de Junqueras, u Otegui, o el líder de VOX, sea quien sea (qué lástima que el partido de Rosa Díez se haya extinguido: la suya sería mi preferida).

Volvemos a pasar por delante de la iglesia de la Tranfiguración. Como en un programa de sesión continua, sigue el pope oficiando y siguen él y los fieles cantando. Entre estos, siempre de pie, muchos sostienen pendones con imágenes de Cristo o la Virgen. Me pregunto si alguna vez no hay celebraciones aquí.

Miren tenía razón: se puede entrar en la iglesia armenia por, de hecho, la entrada principal. Frente a los dorados intensos de la Transfiguración y otros templos católicos y ortodoxos, aquí predominan las sombras, pero unas sombras transparentes, cristalinas. También aquí se está desarrollando una ceremonia: quizá sea la eucaristía. Coofician varios sacerdotes, rigurosamente vestidos de negro, mientras un breve coro canta, muy bien, por cierto. El único elemento disonante es una suerte de carraca que acompaña a las voces. En las pinturas murales, modernas, destaca la imagen del cortejo fúnebre de un obispo santo, tras cada uno de los portadores de cuyo ataúd, ataviados con ropas talares, se distingue un fantasma. Uno de esos portadores mira a su espalda con desconfianza o con un principio de terror, sintiendo la presencia de su espectro, pero sin poder percibirlo. Como en la imaginería medieval, la muerte se nos recuerda aquí constante e igualadora. Salimos de la iglesia con algún desasosiego: la carraca, la oscuridad y los fantasmas pintados alrededor del féretro nos han envuelto con una belleza tenebrosa y perturbadora.

Nos bañamos en la luz del sol que cae en el parque de Iván Franko, al que volvemos, y recuperamos la alegría. Cruzamos sus extensiones de árboles inmensos y alcanzamos la catedral de San Jorge, en la cima de otra de las colinas de Leópolis. En las cuevas de esta loma vivían los monjes a finales del s. XIII, cuando se empezó a construir el templo; una vez construido, pasaron a vivir en él (con mayores comodidades, es de suponer). San Jorge no ha tenido una historia fácil: en 1655 lo destruyeron los cosacos; en 1672, los turcos; y en 1695, los tártaros. A mediados del siglo XVIII lo reconstruyeron los obispos y hermanos Atanasio y León Sheptytsky (cuyas estatuas presiden su fachada principal), y así lo vemos hoy, aunque San Jorge todavía hubo de soportar la persecución religiosa de las autoridades soviéticas entre 1946 y 1990. Hoy es domingo y hay mucha gente. A la entrada del recinto –porque San Jorge no es solo una iglesia, sino una vasta residencia de los metropolitanos del culto católico griego–, un músico, tocado con un sombrero de paja de ala ancha, ameniza la jornada con una estridente bandurria y una voz más estridente todavía; una voz entre gangosa y nasal, pero a la que el intérprete quiere dotar de una ceremoniosa gravedad. Tanta chirriante artificiosidad debe de ser característica del folclore que representa; de otro modo, resultaría ridícula. En la iglesia se amontona la gente, también de pie y también con pendones religiosos. Miren y yo nos quedamos apenas en la puerta: todos los asientos y pasillos están ocupados. A mi lado, una pareja joven se arrodilla y se persigna furiosamente. Algunas mujeres –recias, garridas– están vestidas con trajes típicos ucranianos. Las niñas y las ancianas se cubren la cabeza con los también típicos pañuelos de colores. Una señora gorda se abre paso para beber de una garrafa de agua que hay cerca, y con la que los responsables de la iglesia quieren mitigar los efectos del calor –hoy hace mucho– y la aglomeración de personas, pero del grifo no sale nada: lo intenta varias veces, pero no lo consigue. Vuelve a dejar el vaso de plástico donde estaba, junto con muchos otros, apilados, y se marcha con el gesto torcido. Cuando Miren y yo dejamos San Jorge y recuperamos la calle, nos cruzamos con otra boda, que se ha celebrado también en la catedral: debemos de estar acumulando buena suerte para varios años, como si no paráramos de encontrarnos tréboles de cuatro hojas o herraduras de siete agujeros. Y lo celebramos con una cerveza muy oscura, muy fría y muy conversada en un chiringuito del parque de Iván Franko.

No lejos de donde nos encontramos, en la calle Copérnico, está el palacio Potocki, sede del mejor museo de la ciudad. Lo mandó construir el riquísimo ministro-presidente de Austria Alfred Josef Potocki, conde Alfredo II Potocki –cuyo abuelo era Jan Potocki, el autor de El manuscrito encontrado en Zaragoza–, que no escatimó en gastos para que fuese la residencia más noble de la ciudad. El arquitecto francés Louis Dauvergne diseñó el edificio a la manera del hotel particulier de su país, aunque mucho mayor, y lo completó el arquitecto leopolitano Julian Cybulski entre 1888 y 1890. Tampoco este edificio ha tenido demasiada suerte: la turbulenta historia de Leópolis le ha pasado factura, aunque en este caso sin la grandeza de las destrucciones bélicas, si es que tienen alguna. En 1920, en un festival aéreo, un avión pilotado por un norteamericano se estrelló contra el palacio: restaurarlo costó más de un millón de zlotys. No se sabe qué fue del piloto (que quizá odiaba los palacios franceses, o no le había gustado El manuscrito encontrado en Zaragoza), aunque se teme lo peor. En la Segunda Guerra Mundial estuvo ocupado por los alemanes, que lo destinaron a alguna de las desagradables actividades a las que se dedicaron en aquellos años: torturar, perseguir judíos, matar ucranianos. Y en los ochenta del siglo pasado también sufrió graves daños a causa de las obras que se llevaron a cabo para construir el metro y que nunca culminaron: en Leópolis no hay metro. Más suerte ha tenido con el hecho de que estar asentado en un antiguo lago –en el subsuelo se han encontrado un ancla y un trozo de mástil de un barco– no le haya causado, de momento, ningún perjuicio, aunque nunca se sabe.

En la recepción del museo recuperamos antiguas sensaciones que no hemos tenido estos días en Leópolis: las del funcionariado soviético. La atienden dos damas con la simpatía de una tarántula: sus gestos son tan bruscos como sus indicaciones, que son, en realidad, órdenes. Están acostumbradas a considerar una molestia a quienes se acercan a ellas, y a tratarlos en consecuencia. Me da miedo hasta preguntarles dónde está el lavabo. Cuando me sobrepongo a la angustia y lo hago, me responden con un ladrido: «Downstairs!». Por lo menos, saben el suficiente inglés como para que no me mee encima.

Un cuadro del conde Potocki, de Szymon Boguszowicz, nos da la bienvenida al entrar en la pinacoteca, aunque luce tan adusto como las recepcionistas excomunistas. Y Miguel Korybut Wiśnowiecki, rey de la Mancomunidad Polaco-Lituana, sea eso lo que sea, pintado por Daniel Shulz, me recuerda extraordinariamente a Felipe González. Vemos, a continuación, trabajos de Mengs y Luca Giordano; muchas naturalezas muertas: una con conejos y colores extrañamente pálidos, de Jan van Kessel, y otra, de Alexander Adrianssen, con pescado y ostras; una virgen amamantado al niño, del taller de Leonardo da Vinci; un Jacopo Zucchi, con pescadores de perlas y corales, y un mono; un Georges de la Tour, titulado El pago de impuesto, de 1620, cuyo protagonista aparece, comprensiblemente, con cara de circunstancias; y las dos piezas que más nos interesan a los españoles: una, un capricho tenebrista atribuido a Goya, Majas en el balcón, y otra, una Piedad del pacense Luis de Morales.

Es ya mediodía, y comemos en la cripta del restaurante Verónica. A la comida se ha sumado María [nuestra guía de turismo], que quiere enseñarnos algunas cosas más de Leópolis antes de que cojamos el avión por la tarde. El lugar es elegante, aunque algo perturban su elegancia los rusos ruidosos –algo que en Leópolis es un pleonasmo– que se nos han sentado al lado. A ese alboroto se suma el de la cuenta, que causa estragos. Y la comida tampoco ha sido espectacular.

María ha decidido hoy (...) llevarnos al museo de arquitectura popular, que está en las afueras de la ciudad. La seguimos: nosotros hemos agotado nuestras iniciativas de visita, aunque no estoy seguro de que una excursión al extrarradio y una paseata por el bosque en el que se encuentra el museo, con este calor, sea lo más indicado cuando se está haciendo la digestión de unos fetuccini con carne y dos botellas de vino blanco. María tiene algo de guía de turismo (y de la imperiosidad de los guías de turismo): nos señala en lo que debemos fijarnos, nos da píldoras de información que ilustran lo visto, nos soluciona los asuntos prácticos, como coger el tranvía que nos ha de llevar el museo: por ejemplo, hay que pagar con el dinero justo, dos grivnas, porque los conductores ni tienen ni dan cambio. En el tranvía –desvencijado: estaliniano– observo que la gente no cede el asiento, aunque suban mujeres con niños en brazos. Yo sí le cedo al mío a una señora que no me lo agradece.

Bajamos del tranvía, pero, para llegar a nuestro destino, hay que subir todavía otra más de las colinas de la ciudad. Caminamos pesadamente por calles en cuesta, que flanquean, como María no tarda en informarnos con un deje de envidia, algunas de las mejores casas de Leópolis: estamos, se conoce, en un barrio rico. Yo, la verdad, me fijo poco en ellas: estoy demasiado ocupado en arrastrar el estómago lleno de fetuccini calle arriba.

Llegamos al museo razonablemente exhaustos y deshidratados. El lugar es un gran parque en el que se suceden las casas y construcciones representativas de las diferentes regiones de Ucrania: cabañas, establos, iglesias, molinos. Ya he visto alguno así, en Noruega, por ejemplo, y no sé si me gustan: me recuerdan al Pueblo Español de Barcelona, que siempre me ha parecido más falso que un duro sevillano, una atracción turística sin alma. Nos asomamos a varias de las casas y le pregunto a María si en alguna habrá una cama. No sé si le gusta mi comentario, pero Miren se echa a reír. En una de las isbás vive una anciana, vestida a la antigua usanza. No es la cuidadora: vive realmente allí. Cuando llegamos, está sentada en el camastro donde duerme, y no distinguimos si es una persona o una muñeca de cera. Pero se levanta y sale. María nos dice que no podemos entrar en el dormitorio, que es también salón y cocina. Sí entramos en una iglesia de tejados superpuestos que funciona como tal y que huele intensamente a madera: por todas partes hay iconos. A un molino cercano le falta un aspa.

Es hora ya de volver al hotel para preparar la salida al aeropuerto. (...) A la salida del George, cuando esperamos en el vestíbulo a que llegue el taxi que la organización pone a nuestra disposición para ir al aeropuerto, Miren reconoce a Rosa Montero, que también participa en el Mes de Lecturas de Autor, y que está preguntando algo en la recepción. La encuentro pequeña, delgada y arrugada, ella, que parece tener siempre un espíritu y un aspecto tan juveniles. Miren la saluda y Rosa, que se abalanzaba a los ascensores, se detiene para escrutarnos con la incomodidad que le produce el haber interrumpido su carrera: «Es que estoy participando en un festival literario», nos dice, para justificar su prisa. «Nosotros también», le responde atinadamente Miren. «Oh, ah», acierta a decir Rosa, que, como era de prever, no nos conoce de nada. Pero apenas va más allá: nos pregunta si volamos con Ukranian International Airlines y le decimos que sí. «A mí me da miedo», nos confiesa, algo esnob (la compañía se demostrará después, en nuestro caso, pulcra y eficiente). Luego se excusa alegando que se ha puesto la camiseta del revés y que ha de ir a la habitación para ponérsela del derecho, y esprinta al ascensor. Y Miren y yo salimos del George, y de Leópolis, con la melancolía de quien abandona un lugar aristocrático y muy caluroso.

domingo, 6 de marzo de 2022

Con Ucrania: Leópolis (1)

Rusia ha invadido Ucrania. El oso ruso, ahora personificado en un antiguo oficial del KGB, un Stalin judoca, calvo y pescador de gigantescos salmones, como Franco pescaba (o hacían que pescara) gigantescos atunes, que arde en deseos de reconstruir el poder imperial soviético (aunque no importa que arda; lo preocupante es que hace arder a los demás), ha soltado un nuevo zarpazo, tras la guerra de Osetia del Sur y la ocupación de Crimea y el Donbás, en la propia Ucrania. Las consecuencias están siendo las de toda guerra: muerte, exilio, sufrimiento y destrucción. Unas consecuencias que son únicamente atribuibles al Kremlin. Con el avance de las tropas rusas, que han tomado o, previsiblemente, tomarán las principales ciudades ucranianas, se ha empezado a hablar en los medios de comunicación de Lviv –o Leópolis: la ciudad posee un nombre en castellano acreditado por la tradición, por el que yo prefiero llamarla–, la principal urbe al este del país, cercana a Polonia y Eslovaquia, hacia la que se dirigen multitud de refugiados y que podría convertirse en la nueva capital de Ucrania, si Kiev cae. Hace seis años, visité Leópolis. Me habían invitado a participar en un ciclo de lecturas que se desarrollaba en varias ciudades del centro de Europa –en Chequia, Eslovaquia, Polonia y Ucrania–, la última de las cuales era Leópolis. Por entonces, era un lugar completamente desconocido para mí, envuelto por el exotismo de los parajes orientales y, como se apresuraría a decir Luis Berlanga, austrohúngaros. Descubrí una ciudad decadente y, quizá por ello, fascinante, en la que se mezclaban infinidad de culturas y tradiciones, fruto de una historia tan agitada como un cóctel molotov, a la que quizá ahora, por desgracia, se sume una nueva agitación, también de cócteles molotov. Allí conocí a mucha buena gente, genuinamente interesada por la cultura, y también a otros escritores españoles, como la poeta Miren Agur Meabe o el traductor Xavier Farré, asimismo participantes en el ciclo lector. Recogí las impresiones de mi viaje en un crónica, titulada «Si hoy es martes, esto es Polonia (25 a 31 de julio de 2016)», incluida en mi libro El mundo es ancho y diverso (Baile del Sol, 2018), de los cuales he extraído los siguientes fragmentos, en homenaje a la ciudad y al pueblo ucraniano, que debe enfrentarse hoy a la brutalidad de Vladímir Putin.

Llegamos por fin a Leópolis (...). [El Hotel George, en el que voy a alojarme,] es un noble establecimiento, construido en 1901 para sustituir al que había funcionado en ese mismo lugar desde 1811, que disponía, en aquella época, de los mayores avances en hotelería del mundo: agua fría y caliente, calefacción central, teléfono y ascensor eléctrico, además de ofrecer espectáculos de calidad y un café prodigioso. Por el primer George pasaron Balzac y Liszt; por el segundo, Tolstói, Ravel, el emperador Francisco José I, Jean-Paul Sartre y el sha de Irán, entre muchos otros personajes ilustres. También ocuparon sus aposentos los oficiales polacos en el periodo de entreguerras; los nazis en la Segunda Guerra Mundial (que los utilizaron, ¡ay!, como calabozos y salas de tortura); y los soviéticos tras ella, para los que, a pesar de creer firmemente en la igualdad de los trabajadores, constituía un signo de cosmopolitismo y estatus. En lo más alto de la fachada destaca un bajorrelieve de San Jorge, patrón de Ucrania (y de tantos otros lugares: esto de matar a un dragón, símbolo del mal, lo hace a uno muy popular entre los fieles), y en las cuatro esquinas del edificio, sendas estatuas femeninas que representan a los cuatros continentes, del arquitecto Antoni Popiel. Frente al hotel se alza el rotundo monumento a Adam Mickiewicz, el gran poeta romántico y patriota polaco, erigido en 1904 en una jornada histórica, en la que se prohibió el comercio, se restringió el tráfico (salvo los tranvías especiales con los que se facilitó que la gente, de dentro y fuera de Leópolis, acudiera a la inauguración), se retiró a los mendigos, y la ciudad se mantuvo iluminada hasta la una de la madrugada: todo para celebrar el gran acontecimiento del homenaje que el monumento suponía. En él se representa al poeta recibiendo una lira de las manos de un ángel, bajo la luz de la antorcha de la creación que arde en la cúspide de la columna. Así de bien se trataba a los poetas hace solo poco más de un siglo, y así debería tratárseles siempre, pardiez. Hoy no es que no nos pongan, con ademán heroico, a los pies de una columna en el centro de la ciudad: es que no nos ponen ni en el tablón de anuncios del ayuntamiento. La belleza austrohúngara del George, tan bien complementada por la estatuaria urbana, y que se prolonga en un vestíbulo de maderas nobles, ascensores venerables y una recepción minúscula, en un cubículo lateral, atendida por dos señoritas infatigablemente sonrientes, tiene una contrapartida: las habitaciones son igualmente austrohúngaras, es decir, antiguas, un punto desidiosas y sin refrigeración. Entiendo que no haya aire acondicionado en una ciudad que vive a temperaturas bajo cero muchos meses del año, pero no que el toallero-calefactor del cuarto de baño esté siempre encendido cuando ahora estamos a treinta grados centígrados. También son ruidosas: no hay doble cristal –es más, las ventanas deben de ser las que se instalaron en 1901– y el ruido de los coches por los adoquines de las calles, esos mismos adoquines que casi me han reventado las tripas (para evitarlo he tenido que correr escaleras arriba, después de hacer la entrada, que batallar con el ojo de la cerradura, en la que había que encajar una llave del tamaño de la llave de honor de la ciudad de Nueva York, y que liberar por fin, en el aseo, todo lo que llevaba dentro), es estruendoso.

Como vengo haciendo en todas las ciudades que visito, no me entretengo en el cuarto (y en este menos que en cualquier otro). Salgo enseguida a la calle a satisfacer mi más urgente necesidad, cambiar dinero –ni siquiera sé qué moneda es de curso legal aquí; averiguo que es la grivna, equivalente a unos tres céntimos de euro–, porque sin dinero no soy nadie, y luego a comer algo (...). Temo el lugar en el que lo haga, porque los primeros días en los sitios desconocidos suelen ser un reguero de meteduras de pata. Entro en un cafetín que me parece tranquilo y decente, y pido, en inglés, un menu, es decir, una carta, pero el dueño, un joven no muy ducho en ese idioma, lo entiende literalmente y me sirve un menú, una comida del día. Yo no sabía que en ucraniano un menú también es lo que un menú en España, y esa ignorancia, junto al error de hombre, conducen paradójicamente al acierto: los platos del día son sencillos pero sabrosos, y, sobre todo, son reconocibles: una sopa parecida al borsch, puré de patatas y una suerte de gulasch. También son baratos. Mientras como, solo, suena música ucraniana y bebo cerveza ucraniana.

Salgo de buen humor del restaurante y me apresto a cubrir otro vacío en esta etapa del viaje: mi conocimiento de la ciudad, que es casi nulo. Entro en una de las muchas librerías que veo, cuya oferta me parece aseada y amplia, y busco guías de Leópolis. Solo hay una en castellano, y es penosa. Opto, pues, por una en inglés, que me inspira más confianza. La utilizo de inmediato para saber dónde me encuentro y cuáles son los puntos de interés más cercanos. Visito la aledaña catedral de los dominicos, que con el Telón de Acero fue el museo del ateísmo y hoy, por ese movimiento pendular de las inclinaciones sociales, sobre todo cuando algunas han sido violentamente reprimidas por el poder, es el museo de la historia de las religiones. Con eso que habría preferido visitar aquel; este no lo piso. No sé hasta qué punto la gente que sí lo hace es coherente con el espíritu del lugar. A la vista del aspecto valleinclanesco de la pedigüeña que pordiosea a la entrada, una más de los muchos mendigos de la ciudad, no son demasiado caritativos. Dentro de la catedral, cuyo origen dominico demuestra en la fachada un bajorrelieve con un perro que sostiene con los dientes una antorcha encendida, el símbolo de los domini canes, «los perros de Dios», vigilantes siempre de la luz de su verdad frente a las falsas enseñanzas, un grupo de mujeres canta, y no mal. El culto es el de la iglesia griega de Ucrania.

A la salida, camino de la Torre de la Pólvora de Cañón, cruzo un mercadillo de libros de segunda mano, arremolinado en torno a la estatua de Iván Fedorov, el gran tipógrafo e impresor eslavo, al que los escribas dedicados a copiar los manuscritos medievales expulsaron de Moscú por promover el uso de los tipos móviles, y que se refugió en Leópolis, donde imprimió numerosos libros litúrgicos. Lamentablemente para mí, en el mercadillo todo está en cirílico. No encuentro nada aprovechable entre los pocos libros en otros idiomas que localizo, ni tampoco en los grandes volúmenes de fotos o pintura, que a veces deparan alguna sorpresa agradable (mi máxima es mirar siempre, por miserable que parezca el puesto o el mercadillo: las mejores joyas, y las más impredecibles, se encuentran en la basura). Por la mañana, antes de dar con el restaurante en el que he comido, también he pasado por otro mercado, este de frutas y flores. Los leopolitanos parecen muy dados al comercio callejero, y también a la aventura de cruzar las calles: como en [otras ciudades de Centroeuropa], los pasos de peatones brillan por su ausencia, y atravesarlas vuelve a ser una aventura.

La Torre de la Pólvora de Cañón, erigida en 1556, es lo único que queda de la fortificación medieval de Leópolis. No es extraña esta devastación: la ciudad ha pasado por muchas manos, cada una con sus cañones y sus picos y palas, y librado multitud de guerras a lo largo de su historia: ha sido polaca, sueca, austríaca, soviética y, por fin, ucraniana, amén de haber albergado importantes comunidades judías y armenias, y librado batallas con cosacos, tártaros, otomanos y alemanes, que pretendían ocuparla o lo hicieron brevemente. En la era soviética, la Torre fue, quizá como homenaje a su perdurable construcción, el colegio de arquitectos. Pese a ello, la entrada es tan sórdida que no me atrevo a entrar. Tampoco sé lo que hay dentro, si es que hay algo. Flanquean la entrada dos leones austriacos de finales del siglo XIX, que duermen plácidamente. Algo me recuerdan a los leones de las Cortes, aunque estos, hechos con el bronce fundido de unos cañones tomados a las cáfilas en la batalla de Wad-Ras, son marroquíes.

Paso junto al patio de un colegio, en el que unos niños juegan al fútbol –uno lleva una camiseta del Barça, de Messi: la zamarra azulgrana se ha convertido, por muy comprensibles razones, en un icono universal– y visito otra de las muchas iglesias que salpican la ciudad, la de la Dormición de la Santa Virgen, también llamada «iglesia rusa». Por el interior, sombrío y recargado, lleno de iconos, deambulan algunas viejas devotas, con la cabeza cubierta por pañuelos de colores. Al templo está adosada, desde 1590, la capilla de los Tres Obispos, pequeña y aún más oscura y fascinante, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura renacentista de Leópolis. Sin embargo, lo más interesante del lugar es el hecho de que el conjunto de la Dormición de la Santa Virgen esté empotrado entre viejos inmuebles de vecinos, algunos de los cuales conforman un patio interior, desconchado y un poco maloliente, en el que un residente tripón, en camiseta de tirantes, desde el balcón de su casa, tira migas de pan a las palomas, que se amontonan tumultuosamente para participar en el festín.

A la salida de la iglesia rusa, junto a uno de los muchos arsenales de la ciudad, que acreditan su turbulento pasado militar, reparo en un museo del boxeo. Nunca he sabido de la existencia de ninguno, y que haya uno en Leópolis –aunque las antiguas repúblicas soviéticas siempre han contado con una gran tradición pugilística, como cualquier país pobre– me sorprende. Es lógico que esté al lado de un arsenal: ambos son símbolos de la lucha. No obstante, parece cerrado. ¿Qué expondrán aquí? ¿Guantes de algún gran campeón ucraniano? ¿Calzones sudados? ¿Batines de esos de raso, con capucha y las mangas muy anchas, con los que los boxeadores salen de los vestuarios dando saltitos y golpes al aire?

Me paro a continuación en la espectacular iglesia de San Andrés, construida a principios del siglo XVII, un fastuoso ejemplo del barroco centroeuropeo. Brilla el oro por todas partes, y el techo aparece cubierto de frescos, pintados por Benito Mazurkevych. Este ha sido, y sigue siendo, el templo cisterciense de la ciudad. Los monjes de Bernardo de Claraval se establecieron en Leópolis en 1460, pero sus esfuerzos por contar con un templo de la Orden se estrellaron contra los incendios, tan frecuentes en aquellos tiempos, y las guerras: Leópolis, puerta del Este al Oeste, y al revés, siempre ha estado en el punto de mira de los imperios. Cansados de reconstruir su iglesia en madera, decidieron edificarla en piedra y aplicarse concienzudamente a su defensa. Pues buenos eran los monjes del Císter. En 1648, se enfrentaron con muy poca caridad cristiana a los cosacos autóctonos y los tártaros de Crimea, que asediaban la ciudad, y que menuda panda debían de ser, aunque no pudieron evitar que la ocuparan (contra su costumbre, no la destruyeron: su caudillo, Bogdán Jmeltnitski, había estudiado allí y no quería verla arruinada). También circula la leyenda de que, en otra guerra, un monje centinela, situado en la torre del reloj, vio acercarse a enemigos a la ciudad. Para despertar a la defensa, aceleró el mecanismo del reloj e hizo que sonaran de inmediato las campanadas de la hora: así pudieron cerrarse las puertas de la ciudad e impedirse que entraran los adversarios, y desde entonces se conserva en la iglesia la tradición de que la hora suene antes de tiempo. Pero esta leyenda me recuerda, sospechosamente, a la de la defensa de Brno. O esta región le tiene mucho apego a la anécdota, cuyo origen podría ser algún cuento popular o facecia medieval, o aquí abundan los malos relojeros. En la iglesia hay muchas mujeres arrodilladas, que se persignan con fervor. También besan muy devotamente los iconos colocados en el altar y en atriles por todo el recinto. Después de hacerlo, limpian con cuidado el cristal que protege a las imágenes con un pañito que encuentran al lado, y se retiran a seguir rezando, o se marchan.

A la salida de San Andrés, en la plaza frente a la iglesia, con- templo la estatua ecuestre del príncipe ruteno Danilo –Daniel I de Galitzia, Daniel Románovich o Daniel Ruthenorum Rex: qué cosmopolita es tener tantos nombres–, el fundador de la ciudad (cuyo nombre homenajea su hijo León), aunque lo que llama sobre todo mi atención no es el porte majestuoso del monarca, ni la serena resolución de su mirada, ni el aire marcial, aunque no imperioso, de su figura, sino el tamaño de los testículos de su caballo, metáfora acaso de los suyos propios. Danilo es el Espartero de Leópolis. No sé cuál ganaría a quién.

Mi ronda de iglesias de hoy sigue con la catedral romana, católica, de la Asunción de la Virgen. Como se ve, la Virgen tiene aquí mucho predicamento: da igual que esté dormida o que ascienda a los cielos. No es extraño que su fundador fuera un rey polaco, Casimiro el Grande, a finales del s. XIV. En la fachada destaca hoy el busto de un compatriota suyo, también polaco conspicuo, mi viejo amigo el papa Juan Pablo II, con su inconfundible y escalofriante sonrisa. Su presencia se repite en una capilla interior, donde se exhibe una colección de fotografías suyas. Era un campeón, Juan Pablo II. Pero el peso de este lugar en la historia de Leópolis no ha sido solo religioso, con haber sido muy importante, sino también civil. En la Edad Media, las autoridades municipales habían de rendir cuentas aquí, cada dos años, de su gestión en el ayuntamiento, e impetraban el favor del Altísimo para que ayudase a prosperar a la ciudad. La Iglesia Católica, aquí como en todas partes, siempre se ha preocupado por velar por los asuntos ciudadanos y, en muchos casos, para que no hubiera dudas o malversaciones, por que lo del César también fuese suyo. Mientras paseo por el templo, ricamente ornamentado, suena el impresionante órgano, que data de 1839. La música de órgano siempre me ha parecido estridente y galvánica, artificiosa. Pero esta suena hoy con una extraña delicadeza, que atempera mis malhumoradas reflexiones sobre la vigencia que la religión mantiene todavía, por desgracia, en tantos lugares del mundo.

Para llegar a la iglesia de la Transfiguración, mi próxima parada eclesiástica de la tarde, recorro el paseo Svobody, la avenida central de la ciudad, en uno de cuyos extremos se sitúa el hotel George. Por las calzadas laterales circulan viejos tranvías y aún más viejos ladas, aquellos seiscientos soviéticos de los que estaban llenos los países del Telón de Acero y que hoy resisten al tiempo y al capitalismo con tenacidad digna de los chevrolets y cadillacs que recorren achacosamente La Habana. En muchos bancos hay parejas de hombres mayores jugando al ajedrez (o al backgammon o las damas). Algunas de estas partidas reúnen a mucho público; de hecho, hay tanta gente de pie que no se ve a los jugadores. En otro banco, una pareja se está dando un lote envidiable, y no precisamente de jaques y mates. El paseo Svobody llega hasta el edificio de la Ópera, uno de los más hermosos de la ciudad. Hoy está cerrado. Al acercarme, me llevo un susto: en las puertas se anuncia una actuación de los Morancos. Pero no: me fijo bien –mi vista es cada vez más la de un hombre mayor– y compruebo que se trata de los Vivancos.

La iglesia de la Transfiguración, que empezó siendo católica romana, a principios del s. XVIII, pertenece hoy a la iglesia católica griega. La artillería austríaca la destruyó en 1848, y fue reconstruida y reconsagrada en 1906. Cuando llego, un pope –creo que es un pope–, de espaldas a la congregación, entona una monodia narcótica. Y huele a incienso. Esta vez hay pocos fieles, que atienden, quietos, es más, rígidos, al canto del clérigo. A mí, en cambio, ese canturreo me ablanda, me incita a desparramarme en cualquier sitio y descabezar un sueño angelical. Si el rito católico me sume en un sopor invencible, el oriental, que es el que se practica aquí, con su hieratismo y su uniformidad, me arroja ipso facto a los brazos de Morfeo. Pero los parroquianos podrían considerarlo una ofensa y, además, se está haciendo ya la hora de la lectura, así que vuelvo al hotel. Me recoge un miembro de la organización leopolitana del Mes de Lecturas de Autor, Grigori, y me lleva al centro cultural donde se desarrollará el acto. Pero no entramos todavía: hacemos tiempo en la terraza de uno de los muchos bares que llenan la calle Armenia, donde se encuentra. En otra, grupos de jóvenes, tumbados en pufs, fuman con narguilés. Parece el rincón de los jóvenes bohemios de Leópolis. Y parece como si estuvieran acostumbrados a echar allí las tardes de verano, bebiendo cerveza, hablando de literatura, o de nada, y dejando pasar el tiempo. A nuestra mesa acude una traductora ya mayor de español, que nos cuenta que se interesó por ese idioma por admiración del Che y de Fidel Castro. El primero era guapísimo, y qué decir del segundo: «Ah, qué discursos; ah, aquellos discursos...». Nunca se me había ocurrido que aquellos parlamentos de varias horas, sin principio ni fin, plagados de insensateces, de barbaridades, que eran, no obstante, rigurosamente aplaudidos –y que han sido el espejo en el que se ha mirado otro orador inenarrable, Hugo Chávez–, pudieran despertar el encandilamiento, y aun el deseo, de nadie, pero hoy se me hace evidente que en el antiguo imperio soviético el Che y Fidel eran héroes del socialismo y hombres inigualables, y que la sistemática labor de propaganda despertaba, tanto entre hombres como entre mujeres –y, entre estas, con matices acaso eróticos–, la fascinación que siempre suscita el poder. Pero a continuación la traductora añade: «Claro, que todo eso lo sentía yo antes de saber que eran terroristas». Y aquí vuelve a manifestarse la manipulación a la que estaban sometidos los súbditos del comunismo (con otros contenidos, pero con una naturaleza muy parecida a la que estamos sometidos los súbditos del capitalismo), a los que las mismas personas se les presentaban, durante décadas, como adalides de la justicia mundial y hombres seductores, y después, cuando las circunstancias hubieron cambiado, como vulgares «terroristas». Que una persona obviamente cultivada como nuestra traductora no vea que tanto una como otra visión eran fruto de una aleccionamiento taxativo e interesado, e igualmente falsas, me dice poco de la capacidad crítica de la gente y mucho de la eficacia de los lavados de cerebro, y me hace sospechar que yo mismo, y todos, podamos seguir siendo víctimas de estas campañas de opinión, instigadas por los grupos de interés y el régimen a los que rendimos pleitesía.

[continuará]

martes, 1 de marzo de 2022

Stalin, poeta

Iósif Stalin ha sido el segundo mayor asesino de la historia. Se le atribuyen 23 millones de muertes a consecuencia de la Gran Purga —o Gran Terror— que desató en los años 30 y de las hambrunas causadas por sus enloquecidos planes quinquenales de industrialización en esa misma década. Luego vendría la Segunda Guerra Mundial. Stalin dejó entonces de matar compatriotas —directamente, al menos— y se dedicó a matar nazis, aunque a la población eso no la consoló mucho, puesto que los nazis pasaron a matarlos también a ellos. A mucha distancia de Stalin se encuentra el principal sacamantecas de la historia, Mao Tsé Tung, con entre 49 y 78 millones de muertos imputables. La medalla de bronce de esta infame clasificación corresponde a Hitler, que solo liquidó a 17 millones. Pero el dictador soviético, antes de hacerse un virtuoso de la matanza, fue poeta. O quizá sea más exacto decir que escribió poemas. Seis, en concreto. Poemas delicados, aunque también enérgicos, en alabanza del paisaje, la historia y la literatura georgianas. Porque Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, pronto rebautizado como Stalin —que significa «hombre de acero»—, fue, en su juventud, un exacerbado nacionalista georgiano y un escritor en ciernes. En 1895, cuando estudiaba para cura en el seminario de Tiflis, escribió un puñado de poemas que ofreció al poeta más aclamado del país, el príncipe Ilya Chavchavadze, el cual, con encendida admiración por los versos que le tendía aquel «joven de los ojos ardientes», decidió publicar cinco en el principal periódico de Georgia, Iveria (que significa «Georgia», sin que el término tenga nada que ver, que yo sepa, con el nombre de nuestra península), bajo el seudónimo elegido en aquella ocasión por Stalin, Soselo. Los poemas cosecharon un gran éxito y hasta fueron recogidos en obras de referencia, como la que publicó sobre teoría de la literatura, en 1901, otra respetada figura pública, Mijail Kelendzeridze —que presentaba la pieza seleccionada como uno de los mejores ejemplos de la literatura georgiana clásica—, o la antología de poesía georgiana, de 1907, asimismo compilada por Kelendzeridze, en la que incluyó otro poema de Stalin, dedicado a otro príncipe del país, Raphael Eristavi. La poesía estaliniana se consideró edificante también para los niños, y el poema «Mañana» se incluyó en la edición de 1916 de la antología infantil de poesía georgiana Deda Ena, y siguió apareciendo en ediciones posteriores hasta los tiempos de Brezhnev, aunque no siempre atribuido a Stalin. En este poema, «Mañana», se conciertan la exaltación romántica y el didactismo patriótico y moral, bajo el paraguas de una tradición en la que confluyen las influencias persas, bizantinas y de la propia literatura georgiana. Visto hoy, todo muy kitsch y paisajístico, casi folclórico. «El capullo rosado se ha abierto», escribe Stalin-Soselo, y «agitado por una ligera brisa, / el lirio del valle se ha inclinado sobre la hierba». Luego aparecen en el poema alondras que sobrevuelan las nubes y «ruiseñores de dulce trino / que cantan una canción a los niños desde los arbustos». El poeta concluye la primera parte del poema expresando unos deseos entrañables: «¡Florece, oh, Georgia mía! / ¡Que la paz reine en mi tierra natal! / ¡Y que vosotros, amigos, hagáis renacer / nuestra patria por el estudio!». Otro poema es también muy significativo, «En esta tierra», que constituye, a la vista del sangriento desempeño posterior de Stalin, una suerte de aviso para navegantes. En esta composición, un profeta errante, en cuyas canciones, tocadas con un laúd y puras como el resplandor del sol, se contienen «la verdad misma y sublimes sueños», es repudiado por sus compatriotas, que, en lugar de concederle la gloria, le dan a beber una copa de veneno y le piden que la apure hasta las heces: «No queremos tu verdad», confiesan, «ni tus cantos celestiales». Al profeta, pues, como sugiere el poema, solo le cabe esperar de sus compatriotas la incomprensión, el desprecio y la muerte. Y Stalin, ya erigido en profeta del comunismo, se evitará esa decepción dando matarile a todo el mundo antes de que le den matarile a él. Pese a la popularidad de que gozaron estos poemas adolescentes, Stalin no siguió en la poesía. La lucha política, y luego el genocidio, lo absorbieron por completo. No solo no volvió a escribir versos, sino que nunca quiso que los publicados en Iveria se tradujeran al ruso ni se publicaran de nuevo, y ni siquiera reconoció su autoría. Cuando, en 1949, el siniestro Laurenti Beria, para celebrar el septuagésimo aniversario de su amado líder, encargó en secreto la traducción de los poemas a escritores de la talla de Boris Pasternak y Arseni Tarkovski, el proyecto quedó interrumpido: Stalin se había enterado de la iniciativa y dio orden de abortarla. Era comprensible que no le pareciera adecuado que se diese a conocer alguno de sus poemas, como el dedicado al príncipe Eristavi: cualquiera que hubiese publicado, bajo su gobierno, un elogio así de un aristócrata zarista habría acabado en Siberia, si no bajo tierra. Pero su renuncia a la poesía obedecía a razones más prácticas, vinculadas con el carácter: «Perdí el interés por la poesía», le confesó a un amigo, «porque escribir versos requiere toda la atención de uno, un montón de paciencia, ¡maldita sea! Y en aquellos días [los del seminario de Tiflis] era yo como el azogue». Stalin, en efecto, aplicó toda su atención y toda su paciencia al establecimiento de la dictadura del proletariado y al exterminio de cuantos se opusieran a ella. Como Mao, por cierto, que también fue poeta. Pero el Gran Timonel, a diferencia de Stalin, no dejó nunca de escribir poesía. Es curiosa esta inclinación de los criminales históricos más sanguinarios por pergeñar versos. Mussolini también escribió algunos. Y Gadafi. Y Sadam Huseín. Y Pol Pot (otro que aparece en el ranking de los peores genocidas, con cerca de dos millones de fiambres). Y el emperador Hiro-Hito. Y Kim Il-sung. Y Radovan Karadžic. Y el imán Jomeini. Y yo que siempre he pensado que la poesía nos hacía mejores personas. O que la escribíamos porque éramos mejores personas. Qué tonto he sido.

[Este artículo se publicó, con el título de «Stalin, otro dictador que escribió poesía», en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 11 de febrero de 2022]